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Palabras sobre el concierto del quinteto de Charles Mingus en Berlín de 1972

Bruno Díaz Ite

Es recurrente escuchar entre quienes han estudiado la música desde una enseñanza docta -
académica y formal- que el conocimiento acaba alterando la percepción de lo que se escucha. Se
acaba remitiendo cada acorde, cada melodía, cada respiro a lo que la gran teoría de la música ha
establecido como un canon. Se fronteriza el sonido, de modo que se distingue su uso: está lo
permitido y lo prohibido y, por tanto, lo seguro y el riesgo. Esto pareciera aguzar la escucha: como
se limitan las posibilidades, se es más consciente de lo que se está tocando, al punto de poder
distinguir intervalos, escalas y acordes sucediendo en figuras rítmicas determinadas. El
conocimiento permite nombrar al sonido y con ello se delimita su uso y se agudiza su percepción.
Pero, como toda certeza, basta cuestionarla para que ese terreno seguro y delimitado tambalee por
su propio peso: ¿es realmente escuchar el escuchar desde lo teórico-formal?

Toda estructura cognitiva se forma a partir de la vivencia. El conocimiento no es sólo lo puesto en


un libro, dado que la tinta en el papel siempre es palabra muerta. Más bien, es el modo en que eso
puesto es capaz de hacer sentido, en que nos remite a algo. La conciencia, el estar al tanto de lo que
se vive, se hace, se siente, el poder nombrar algo y relacionarlo con otras categorías que nombran
otras cosas, si es que llega, siempre lo hace tardíamente en relación a la experiencia, al suceso. Y si
llega, lo hace desde lo que ya se ha estructurado en nuestras cabezas y se ha interiorizado en
nuestros cuerpos, al tiempo que estructura esto que se carga consigo. Vivimos y el mundo se interna
en nosotros: lo que nos han dicho, lo que nos han hecho, lo repetimos y lo creemos la lícita y única
forma de ser. Y si bien la crítica puede estar siempre, la máquina anda pese a nosotros y nosotros
con ella pese a nuestra crítica.

Lo que nos han dicho, lo que nos han hecho: la base de la dominación es el poder que otro posee
para afectar el propio estado, para alterarlo y movilizarlo. El conocimiento en ese sentido es un gran
poder, dado que el saber (abstracto y de hacer) al convertirse en praxis permite hacer y justificar lo
que se hace ante alguien que no sabe, para que este también lo haga y crea en ello. Así el
conocimiento musical, la gran teoría de la música, llega a contaminar toda escucha: no estamos
tendidos a lo que la música es, sino que a aquello que sabemos que nos sugiere.

Escuchamos lo que podemos y queremos escuchar desde lo que nos han dicho que es la música a lo
largo de toda la vida. El saber teórico no nos salva de esta situación: puede refinar gustos, saber
distinguir y conocer los mecanismos en cómo la humanidad ha llegado a sobrepasar el sonido
natural, pero bajo ningún punto de vista nos pone en directa relación con el sonido. Pese a todo lo
que pueda develar, este saber acaba como barrera para quien quiera ser en la remisión, en el vaivén
sonoro, y no en el entendimiento.

No obstante, siempre hay fugas a las barreras, por ser barrotes y no caja eso que nos constriñe. Un
ejemplo de ello es el jazz, aquella música desarrollada por los descendientes de quienes fueron
sacados de sus tierras a punta de fuego y sangre para ser animales de carga y trabajo en este
continente diezmado por la codicia expansionista y colonizadora europea. Mutilación, tortura,
genocidio: acabaron con la vida corpórea de cientos de miles de seres que habitaban tanto estas
tierras como el África, y con ello acabaron con su modo de ser, con su manera de existir en el mundo.
Fue etnocidio: la condición de posibilidad del desarrollo de las monarquías europeas y su economía,
fue el cimiento para constituir el imperio de la razón, que se impuso como la única manera de
comprender y, por tanto, relacionarse con la tierra y sus habitantes.

Su mundo se convirtió en el nuestro, y con ello nuestro saber sobre las cosas responde a lo que ellos
han dicho que es el mundo. Pero hay algo que nos hace resistir, que mantiene la esperanza de que
se puede ser diferente –y no en el sentido neoliberal que hoy por hoy se avala la diferencia. Ese algo
mantuvo con vida a miles de negros y negras que habitaron una tierra extraña, manteniendo sus
tradiciones a hurtadillas del negrero, del capataz, del patrón blanco. Un lamento que se fraguo en
secreto, un secreto que les permitió ser. Así pasaron los siglos y siglos de esclavitud, de trabajo
forzado, siglos y siglos de experienciar en secreto el dolor junto a otros que también alguna vez
habitaron otro lugar, y junto a quienes les habían arrebatado su propio hogar para convertirlo en
repositorio de materias primas y bienes para la gula, codicia y vanidad europea.

Resistencia, dolor y lamento fraguaron en secreto esta forma de ser que en el jazz se expresa. Y si
bien en el jazz hubo y hay presencia de esta aproximación teórico-formal a la música –no puede ser
de otra manera tras tantos siglos de dominación-, de esa relación fantasiosa que se establece con
el sonido, en sí mismo contiene la fuga a esta comprensión. Todo saber desde el cual se ha
complejizado la realización del jazz, y que permite su existencia a lo largo de los años como algo más
que mera mercancía, ha ido a la zaga de una mayor expresión y en contra de lo que nos han dicho
que es la música. Es una búsqueda de libertad, de establecer una relación libre con aquello que se
es a través del medio sonoro. Es buscar estar en el vaivén de la mera resonancia, tendido a ese ir y
venir que suspende y rompe el tiempo cronológico e histórico para fundirse en una conversación
colectiva todo aquello que se es, fue y será. Un fundirse en el sonido y con el sonido mismo, no con
la idea que tenemos de éste, dando apertura a todo el riesgo que implica romper con lo que nos
mantiene seguros. En una palabra, el jazz es la lucha por hacer música, eso donde sentido y sonido
son lo mismo, donde aquello se da. Es romper con lo que la historia nos ha hecho: el alejarnos de lo
que somos.

Historia y lucha. Esto es lo que subyace a la presentación de Charles Mingus en Berlín, concierto
realizado por su quinteto en 1972.

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