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UN SECRETO PROFESIONAL

John Berger

“Cuando alguien está muerto, uno se da cuenta a doscientos metros de distancia”, dice Goya
en una obra que escribí. “Su silueta se enfría”.
Quería ver la pintura de un Cristo muerto hecha por Holbein. La pintó en 1552 cuando tenía
veinticinco años. Es larga y fina –como una losa en la morgue, o como la mesa de un altar–
aunque tal parece que esta pintura nunca estuvo junto a un altar. Existe una leyenda que dice
que Holbein la pintó tomando como modelo el cuerpo de un judío que se ahogó en el Rin.
He escuchado y leído sobre esta pintura. De nadie menos que del Príncipe Mishkin de El
Idiota. “¡Esa pintura!” –exclamó. “¡Esa pintura! ¿Te das cuenta lo que podría lograr? Podría
hacer que un creyente perdiera su fe”.
Dostoievsky debe haber estado tan impresionado como el Príncipe Mishkin, porque hace decir
a Hipólito, otro personaje de El Idiota: “Suponiendo que en el día anterior a su agonía el Señor
hubiera visto esta pintura, ¿habría sido capaz de ir hacia su crucifixión y muerte como lo
hizo?”.
Holbein pintó una imagen de la muerte sin ningún signo de redención. ¿Pero cuál es
exactamente su efecto?
La mutilación es un tema recurrente en la iconografía cristiana. Las vidas de los mártires,
Santa Catalina, San Sebastián, Juan el Bautista, la Crucifixión, el Juicio Final. El asesinato y el
rapto son temas comunes en la pintura motivada por la mitología clásica.
Ante el San Sebastián de Pollaiuolo, en vez de estar horrorizados (o persuadidos) por sus
heridas, somos seducidos por los miembros desnudos tanto del verdugo como del ejecutado.
Ante El rapto de las hijas de Leucipo, de Rubens, meditamos sobre noches de amor
compartido. No obstante, este pase de prestidigitación por el cual una serie de apariencias
reemplaza a otra (el martirio deviene una olímpica: el rapto una seducción) es, con todo, el
reconocimiento de un dilema original: ¿cómo ocurre que lo brutal puede ser hecho
visualmente aceptable?
La pregunta surge con el Renacimiento. En el arte medieval el sufrimiento del cuerpo estaba
subordinado a la vida del alma. Y éste era un artículo de fe que el espectador llevaba consigo
ante la imagen; la vida del alma no tenía por qué ser demostrada en la imagen misma. Buena
parte del arte medieval es grotesco –un recordatorio de la falta de valor de todo lo que es
físico. El arte renacentista idealiza el cuerpo y reduce la brutalidad al gesto (una reducción
equivalente ocurre en los westerns: basta prestar atención a John Wayne o a Gary Cooper).
Las imágenes de brutalidad (Brueghel, Grünewald, etcétera) fueron marginales a la tradición
renacentista de armónicas ferocidades, ejecuciones, crueldades, masacres.
Goya, a comienzos del siglo XIX, por causa de su decidida aproximación al horror y la
brutalidad, se transformó en el primer artista moderno. Con todo, aquellos que gustan de sus
grabados quizás preferirían no mirar los cuerpos mutilados retratados con tanta fidelidad.
Forzosamente volvemos a la misma pregunta, que podríamos formular de modo distinto:
¿cómo procede la catarsis en el arte visual, si es que lo hace?
La pintura se distingue de las otras artes. La música, por su naturaleza, trasciende lo particular
y lo material. En el teatro las palabras redimen a los actos. La poesía canta a la llaga, pero no
a los torturadores. Sin embargo, la silenciosa transacción de la pintura es con las apariencias
y es poco usual que los muertos, los heridos, los vencidos o los torturados parezcan hermosos
o nobles.
¿Puede una pintura ser compasiva?
¿Cómo se hace visible la piedad?
¿Nace quizás cuando el espectador enfrenta el cuadro?
¿Porque algunas obras suscitan compasión y otras no? No creo que en ellas asome la piedad.
Una costilla de cordero pintada por Goya conmueve y concita más compasión que una
masacre pintada por Delacroix.
Entonces, ¿cómo procede la catarsis?
No lo hace. Las pinturas no ofrecen catarsis. Ellas ofrecen otra cosa, similar pero distinta.
¿Qué?
No lo sé. Por eso deseaba ver el Holbein.
Creíamos que el Holbein estaba en Berna. La tarde en que llegamos descubrimos que estaba
en Basilea. Como recién habíamos cruzado los Alpes en una motocicleta, los cien kilómetros
extra nos parecieron demasiados. Decidimos visitar el museo de Berna durante la mañana
siguiente.
Es una galería tranquila, bien iluminada, casi como un velero espacial de una película de
Kubrick o de Tarkovsky. A los visitantes se les pide que prendan la entrada en sus solapas.
Vagamos de sala en sala. Un Courbet con tres truchas, 1873. Un Monet con escarcha
rompiéndose sobre un río, 1882. Un Braque cubista de la primera época, casas en L'Estaque,
1908. Un Paul Klee, canción de amor con luna nueva, 1939. Un Rothko, 1963.
¡Cuánto coraje y energía fueron necesarios para luchar por el derecho a pintar de maneras
diferentes! Y hoy estas telas, resultado de esa lucha, cuelgan pacíficamente al lado de las
pinturas más conservadoras, todas unidas por el agradable aroma del café que flota desde la
cafetería próxima a la librería del museo.
¿Por qué fueron peleadas esas batallas? En lo elemental, por el lenguaje de la pintura.
Ninguna pintura es posible sin un lenguaje pictórico. No obstante, con el nacimiento del
modernismo, después de la Revolución Francesa, el uso de cualquier lenguaje siempre fue un
asunto controvertido. Las batallas enfrentaron a custodios e innovadores. Los custodios
pertenecían a instituciones que tenían detrás una clase dominante o una elite que necesitaba
apariencias ejecutadas de tal modo que sostuvieran la base ideológica de su poder.
Los innovadores eran rebeldes. Dos axiomas nos deben quedar en claro: la sedición, por
definición, cuestiona la gramática; el artista es el primero en reconocer cuando un lenguaje
está mintiendo. Yo estaba bebiendo mi segundo café y cavilaba aún acerca del Holbein, a cien
kilómetros de allí.
En El Idiota, Hipólito prosigue diciendo: “Cuando se mira esta pintura, imaginamos la
naturaleza como un monstruo, mudo e implacable. O más bien –y por muy inesperada que la
comparación pueda parecer, está más cerca de la verdad, mucho más cerca–, imaginamos la
naturaleza como una enorme máquina moderna, insensible, callada, que arrebató, aplastó y
se tragó un gran Ser, un Ser invalorable que, por sí solo, vale la naturaleza entera...”.
¿Acaso el Holbein conmovió tanto a Dostoievski porque era lo opuesto a un icono? El icono
redime a través de las plegarias que alienta con los ojos cerrados. ¿Es posible que el coraje
de no cerrar los propios ojos pueda ofrecer otra clase de redención?
Llegué hasta a un paisaje pintado al comienzo del siglo por una artista llamada Caroline Müller
–Chalets alpinos en Sulward cerca de Isenflushul. El problema planteado al pintar montañas
es siempre el mismo. La técnica queda disminuida (como todos nosotros) por la montaña, de
modo que la montaña no está viva; solo está allí, como la piedra sepulcral de un distante
ancestro blanco o gris. Las únicas excepciones europeas que conozco son Turner, David
Bomberg y el pintor berlinés contemporáneo Werner Schmidt.
En la tela un poco monótona de Caroline Müller tres pequeños manzanos me hicieron
contener la respiración. Ellos habían sido vistos. Su haber-sido-vistos se podía sentir a través
de ochenta años. En ese pequeño trozo de tela el lenguaje pictórico al que había recurrido la
artista dejó de ser solamente algo logrado, para volverse apremiante.
Cualquier lenguaje aprendido siempre tiene una tendencia a cerrar, a perder su poder
significante originario. Cuando esto ocurre ese lenguaje puede dirigirse directamente hacia la
mente cultivada, pero entonces elude el “estar-ahí” de las cosas y los eventos.
“Palabras, palabras, meras palabras, aunque provengan del corazón”.
Sin un lenguaje pictórico nadie puede mostrar lo que ha visto. Solamente con uno, se podría
dejar de ver. Tal es la extraña dialéctica de la práctica de la pintura o de dibujar apariencias
desde los inicios del arte.
Llegamos a un inmenso salón con cincuenta telas de Ferdinand Hodler. El trabajo de una vida
gigantesca. Sin embargo, en sólo una de las obras él había olvidado su técnica consumada y
nosotros pudimos olvidar que estábamos contemplando a un virtuoso del pigmento. Se trataba
de una pintura relativamente pequeña y mostraba a una amiga del pintor, Augustine Dupin,
agonizando en su cama. Augustine había sido vista. El lenguaje, al ser usado, había abierto.
¿Fue en este sentido que el judío ahogado en el Rin fue visto por un Holbein de veinticinco
años? ¿Y qué es lo que ser-visto significa?
Volví sobre mis pasos para mirar las pinturas que había estudiado antes. En el Courbet de los
tres peces que colgaban, arponeados, de una rama, una extraña luz permea sus corpulencias
y sus pieles húmedas. No tiene nada que ver con relucir. No está en la superficie pero llega a
través de ella. Una luz similar pero no idéntica (es más granular) también nos es transmitida a
través de los guijarros de la orilla del río. Esta energía-luz es el auténtico tema del cuadro.
En el Monet, el hielo comienza a resquebrajarse sobre el río. Entre los opacos y mellados
pedazos de hielo hay agua. En esa agua (pero no sobre el hielo) Monet alcanzó a ver los
inmóviles reflejos de los álamos sobre la lejana orilla. Y estos reflejos, vislumbrados detrás del
hielo, son el corazón de la pintura.
En el Braque de L'Estaque, los cubos y triángulos de las casas y las formas en V de los
árboles no están impuestas sobre lo que su ojo vio (como ocurrirá más tarde con los
manieristas del cubismo), sino dibujadas desde él, empujadas desde detrás, salvadas desde
donde las apariencias habían comenzado a asomarse pero sin haber alcanzado aún su
completa particularidad.
En el Rothko el mismo movimiento es aún más claro. La ambición de su vida consistió en
reducir la sustancia de lo aparente a la tenuidad de una película, fulgurada por lo que había
detrás. Detrás del rectángulo gris hay madreperla, detrás del más angosto rectángulo marrón,
yodo del mar. Oceánicos, ambos.
Rothko fue un pintor conscientemente religioso. Pero Courbet no. Si pensamos a las
apariencias como una frontera, se podría decir que los pintores buscan mensajes que cruzan
el linde: mensajes que provienen desde la parte posterior de lo visible. Y esto no porque todos
los pintores sean platónicos, sino porque miran arduamente.
La hechura de imágenes comienza con la interrogación de las apariencias y haciendo marcas.
Todo artista descubre que dibujar –cuando es una actividad apremiante– es un proceso de
dos direcciones. Dibujar no es sólo medir y bosquejar; es también recibir. Cuando la
intensidad del mirar alcanza cierto umbral, nos volvemos concientes de una energía intensa
equivalente que viene hacia nosotros a través de la apariencia de lo que estamos
escudriñando, sea lo que fuere. El trabajo de la vida de Giacometti es una demostración de
esto.
El encuentro de estas dos energías, su diálogo, no adquiere la forma de la pregunta y la
respuesta. Se trata de un diálogo feroz e inarticulado. Mantenerlo requiere fe. Es como
horadar en la oscuridad, una perforación bajo lo aparente. Las grandes imágenes surgen
cuando los dos túneles se encuentran y se unen perfectamente. Algunas veces, cuando el
diálogo es vivaz, casi instantáneo, es como algo lanzado y vuelto a tomar.
No puedo ofrecer una explicación para esta experiencia. Simplemente creo que muy pocos
artistas la negarían. Es un secreto profesional.
El acto de pintar –cuando su lenguaje abre– es una respuesta a una energía que es
experimentada como viniendo desde atrás de una serie dada de apariencias. ¿En qué
consiste esa energía? ¿Podríamos llamar la voluntad de lo visible al hecho de que la vista
deba existir? El Maestro Eckardt hablaba de la misma reciprocidad cuando escribió: “El ojo
con el cual veo a Dios es el mismo ojo con el cual Él me ve a mí”. Es la simetría de las
energías la que aquí nos ofrece un indicio, no la teología.
Todo acto verdadero de pintar es el resultado de someterse a esa voluntad, de modo que en
la versión pintada, lo visible no es simplemente lo interpretado sino aquello a lo que se le ha
permitido tomar su lugar activamente en la comunidad de lo pintado. Cada acontecimiento que
ha sido pintado –de tal modo que el lenguaje pictórico abre– se une a la comunidad de todo lo
que ha sido pintado. Las papas en un plato se unen a la comunidad de una mujer amada, una
montaña, o un hombre en una cruz. Esto –y sólo esto– es la redención que ofrece la pintura.
Este misterio es lo más cercano a la catarsis que puede ofrecer la pintura.
Publicado en New Society el 18 de diciembre de 1987.
Traducido por Christian Ferrer

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