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CORPOVEN

EDGAR JOSÉ MARCANO

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PRIMERA PARTE

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I

--- ¡Es un Valle!---gritó Teresita, mirando a través del cristal.

Nadie la oyó, sólo Fabricio Toledo. En todo el viaje, Teresita no había dormido nada,

señalando infantilmente los paisajes por donde pasaban. Al principio el padre se sintió

incómodo; pero a lo largo de la carretera las impresiones de Teresita le resultaron una

ayuda para ahuyentar el sueño. Era acuciosa, ruidosa e infantil. De la noche a la mañana se

había despertado de su silencio fetal y había descubierto el mundo señalando con su dedo

todo lo que veía. Miraba largo rato y en silencio todo a su alrededor y luego, preguntaba

por el nombre del paisaje, del valle, por la montaña, por las plantas, los animales y las

ciudades. Si un monumento la atraía, saltaba llena de curiosidad preguntando por los

personajes.

--- ¡Es un Valle!---repitió--- ¡Oh, no!

Fabricio Toledo levantó la oreja. Venía cansado del largo viaje, por aquellas carreteras

abruptas que trazaban el paisaje de regreso; pero venía satisfecho y aferrado con garras de

gavilán al volante de su última adquisición, un Chevrolet importado, vino tinto y pulido.

Era un carro amplio, con asientos de gamuza, equipo de sonido, tablero de vinil con tal

diseño para mostrar los medidores del carro, del tanque de la gasolina, el de aceite y la

medición del voltaje, la temperatura y aún le faltaba por descubrir detalles. Cuando el

vendedor se lo mostró dejó caer el par de ojos sobre la imagen de aquel vehículo, aún con

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el olor del último desembarco. Pensó en la cara de Henry y Emma, sus vecinos rivales que

vivían en la calle Sur, cuando lo vieran ingresar por el portón con aquel carro que poco

ruido hacía. Los barcos de marca norteamericana habían descargado apenas una edición

especial de aquellos modelos, que obviamente Fabricio Toledo adquirió uno valiéndose de

sus amistades en la agencia, con cheque en mano y con facilidades para los trámites. Lo de

los trámites no había sido nada, había llamado a sus amigos y familiares de la empresa que

vivían en la ciudad portuaria y al llegar con ansiedad, lo llevaron directo a la exhibición.

En el aeropuerto lo esperó Nacho, parecía un pájaro flaco, el ron y la parranda se lo habían

chupado. Pero era un agente extraordinario, manejaba los contactos como una agencia de

inteligencia, invitaba a los funcionarios y empleados a fiestas y bebidas, se los llevaba a

esquinas y bares para brindarlos y hablarles y entre tragos y chistes, les proponía el trato.

Era un águila el Nacho. Venía siendo primo segundo de Fabricio Toledo por la rama

paterna, una tribu de zagaletones que buscaron sobrevivir a todos los regímenes que se

turnaban en el poder. Cuando Cipriano Castro, los buques ingleses, alemanes e italianos,

dispararon contra la Nación y le abrieron un boquete a la cúpula de la Catedral, enardeció

a un antepasado de Nacho quien salió a la calle con una bandera gritando que se cagaba

sobre las coronas de los imperios. Pero cuando los gringos, los ingleses y los holandeses

llegaron para explotar los yacimientos petroleros del Zulia y de Oriente, un descendiente de

aquel patriota revolucionario salió a darle la bienvenida a las Transnacionales, para

conseguir reporte como guachimán en los portones de la Compañía. Este descendiente

murió de viejo en las mieles de las Transnacionales. Los padres de Fabricio Toledo y

Nacho, dos cabezas calientes y universitarios, agitados por los comunistas de Lenin,

pasaron por la universidad quemando cauchos y lanzando panfletos contra los gringos y las

Transnacionales para arrinconar al Capitalismo. Pero cuando no lograron nada y la lucha


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armada cayó vencida por el republicanismo, de aquellos locos sólo quedaron algunas

imágenes en grupo en algunos periódicos locales. Nada les quedó de aquellos años, a no ser

el desprecio y la añoranza por cambiar el mundo. No conseguían empleo, y el padre de

Fabricio Toledo tuvo que valerse de sus contactos políticos para borrar sus expedientes

revolucionarios y conseguir reportes en la Compañía. A su vejez, sólo le quedaba la

añoranza y los consejos al hijo de no meterse en esa vaina.

En la modorra del viaje, Fabricio el padre, se dio cuenta de algo inesperado. Teresita no

sólo había despertado de su silencio fetal e infantil, sino que había aprendido a hablar claro.

Era acuciosa y nombraba las cosas aunque no acertara en el nombre. Llamaba a la luna

“torta” y al sol “bombillo”, imaginaciones de Teresita. Pero en el aquel viaje, que se había

iniciado el mes anterior y había tocada varias escalas, a Teresita el viaje como que le asentó

bien. Sin embargo; pensaba Fabricio Toledo, Teresita se le he habían pegado ciertas

expresiones y palabras que no se usaban en la casa. Aquel “¡Oh, no!”, no era expresión del

hogar de los Toledo. Pensaba Fabricio que lo había aprendido de los dibujos animados,

transmitidos con una mala traducción, o lo había oído en una de las ciudades por donde

habían pasado. Eso revelaba que Teresita captaba bien los mensajes, sólo que estaba

aprendiendo de una manera errada. Era como si ya, a tan temprana edad, estaba marcando

distancia con los Toledo. Por la rama paterna, los Toledo eran una familia de acicalado

lenguaje. La madre de Fabricio Toledo era descendiente de españoles, de ojos verdes y piel

blanca, una dama que se distinguía por su hablar fino, sereno, aunque a veces se le saliera el

español peninsular que oía en la casa. El padre de Fabricio Toledo, que tuvo los profesores

más exigentes en la universidad, aprendió que el lenguaje formaba parte del status social

del hombre y, si bien hablaba con aquellas palabras aceradas, como un orador, en el fondo,

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se le revolvía la esquina con el barrio para hablar golpeado. Sin embargo; Fabricio Toledo

atribuía todas aquellas deformaciones de Teresita a la sangre que llevaba en las venas por

la rama de su madre. Los padres de Teresa, la esposa de Fabricio, eran de los Llanos y a

Fabricio la gente de los Llanos siempre le pareció muy habladora de cuentos. Recitaban

décimas, entonaban coplas y eran muy salidos, como los balcones. Pensaba Fabricio que

por ahí iba el camino de Teresita, heredera de esa fantasía llanera. Pero en ambos casos, a

Teresita se le había pegado un frío extranjero que le estaba causando neumonía en la

lengua. Esto tenía que revisarlo Fabricio Toledo, aunque tampoco esto tarea de él, sino de

Teresa, él se la pasaba todo el día en el trabajo y sabía de los niños al final de la tarde,

cuando llegaba a compartir con ellos una merienda o una conversación. Al llegar a la casa,

hablaría con Teresa el caso.

---Allá está la luna---dijo Teresita---. Se parece a una tarta de manzana.

Fabricio casi frena, fue golpeado por una de las palabras de Teresita: “tarta”. En la casa

se decía torta a la preparación de harina de trigo con ingredientes dulces, adornada

festivamente cuando se le iba a cantar el cumpleaños a un ser querido. En el último

cumpleaños de Teresita, se le mandó a hacer una torta de dos pisos, revestida con mazapán

blanco, adornada con una muñeca de azúcar y rodeada de flores y fresas y, hasta en esto

veía Fabricio Toledo el frío extranjero en Teresita. Ya no era la guayaba, el anón o el

mango, sino las frambuesas, los melocotones o las manzanas. Dio una vuelta con su carro

en una curva y estaba llegando al “Valle” de Teresita. Ella seguía admirada del “Valle”, de

los paisajes, de los pájaros y del viento. No sólo había aprendido a hablar, sino que le

estaba cambiando el nombre a las cosas, había que sentarse con Teresita y enseñarle a

hablar la lengua de la casa, de la familia, de los padres, hermanos y primos. Los Toledo,

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tenían raíces profundas, poseían una cornucopia verbal que era un patrimonio de la nación,

hablar de los Toledo, era hablar de una historia que se remontaba al siglo XVI, a historias

perdidas en el tiempo y, aunque le costara reconocer, por la parte de Teresa, a Teresita le

venía una herencia que estaba más que reconocida. Era urgente hablar con Teresita,

educarla, “inyectarle” esa herencia en la mente y en el alma como rezaban los

Mandamientos. A Fabricio Toledo, sólo le faltaba oír que un cachicamo era un mapache y

que un zamuro era un águila del Norte.

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II

No parecía una familia que regresaba de viaje, de vacaciones o de visitas, sino de una

peregrinación de gitanos que llegaba al “Valle” de Teresita. A Fabricio le encantó abrir el

baúl del carro y pasarle la mano a las alfombras y cueros que lo revestían. A él vino el olor

nuevo de las alfombras y de los cueros. Para estrenarlo, Fabricio Toledo lo había cargado

con cajas de whisky, champaña y vinos. Agua destilada, bebida en lata, vasos de cristal,

lencería con ribetes de oro y algunas menudencias más, como cajas de cigarrillos y tabaco

del mejor olor. Teresa no se había quedado atrás, aprovechó para meter carteras, cajas de

zapato y chucherías finas para los muchachos, se peleó con Fabricio por los espacios dentro

del baúl y apretó lo que pudo. Fabricio le reprochó que su espacio estuviera en el camión

con mercancía que había mandando adelante con compras del exterior y del país para

remodelar la casa, los escaparates y gabinetes. Ella nada dijo, era su costumbre oír las

charlatanerías de su esposo. No le gustaba agregar nada; pero era cierto, no había enviado

un camión cargado con mercancía, había enviado tres camiones cargados con mercancía

más el baúl del carro. La avaricia tenía tamaño en Teresa. Tenían tres hijos, ella y Fabricio,

eran cinco y; cuando llegaba la familia, la de él o la de ella, aquello era una feria. También

los Toledo, eran gente de sociedad, de participar de los eventos de la Compañía, de asistir a

fiestas y bailes de fin de año, de asistir a cenas de beneficencia y a reuniones del mismo

nivel de la Compañía. Y a cada uno de aquellos eventos, no se podía ir como un indigente,

como un mendigo, con una mano delante y otra atrás. Los Toledo; pero más los Pérez, de

donde ella procedía, eran gente de mucha presencia, eran encantadores, atraían a la gente,

tenían la sangre dulce, como decía el abuelo Faustino. No podía decir lo mismo de los

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Toledo, pensaba ella, que eran de sangre pesada. No dijo nada de los camiones repletos de

mercancía, le tocó cerrar el baúl del carro y se metió en su asiento, se acurrucó como una

gallina a esperar la llegada a la casa, quería dormir hasta el próximo fin de semana.

Pero pensar que se podía dormir con Teresita saltando como una liebre, los dos varones

mirando y con Fabricio rezongando, era una misión imposible. A ella le tocaba vigilar

todos los actos de la familia, desde Fabricio Toledo hasta Teresita, que había aprendido a

hablar y bien extraño. Hasta ella estaba sorprendida por las palabras de Teresita, por sus

gestos y expresiones. Era como si hubiese estado acumulando todo aquello durante sus

tiernos años y ya la memoria empezara a operar en ella con signos que revelaban un mal

manejo. Oía a la niña, con los ojos cerrados, fingiendo dormir y pensando en su marido.

Pensó que en la casa el marido le preguntaría por la forma de hablar de Teresita, por esos

giros y modismos que no entendía nadie. Pero era de esperarse, pensaba Teresa, que

después de muchos viajes y el contacto con el mundo exterior, esto tuvo que afectar la

conducta de Teresita. Si al hecho iban, Teresita había viajado mucho más que ella cuando

tuvo la edad de Teresita, a ella le tocó lidiar con burros, vacas y gallinas de la finca en

medio de hombres rudos y remojados a sudores agrios de monte, con mujeres que atizaban

fogones y mataban cochinos para preparar frito de tripas y manteca de cochino. Incluso,

antes de casarse ella con Fabricio Toledo, su madre le envió en una lata de metal, grasa de

cochino para freír sus refrigerios para desayunar antes de irse a la universidad. Con la

llegada de Fabricio a su vida, ella tuvo que desechar todas aquellas costumbres porque a

Fabricio le causaba estupor ver a su novia comiéndose un refrigerio frito en manteca de

cochino. Estas costumbres no las había vivido Teresita, ni ninguno de sus hijos varones,

incluso el mismo Fabricio Toledo, que a veces se le salía lo capitalino y la llamaba

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montuna o salvaje. Teresita, si era el caso, no había aprendido hablar en la finca, o en las

calles del barrio o del campo residencial; Teresita había aprendido a hablar entre viajes,

sólo que había sido en este viaje cuando Teresita despertó de su mutismo y empezó a

nombrar el mundo por su nombre. Le decía su madre que las mujeres empezaban a hablar

primero que los hombres; pero en la familia de Teresa, fue al revés, fueron los hombres los

que primero empezaron a caminar y a hablar. Sin embargo; Teresita, si bien comenzó a

hablar temprano, aún se le observaba la inocencia y lo infantil por todo, lo que llevó a

pensar a la familia de Fabricio como de Teresa, de que la niña recibía delicadas atenciones

que no le permitían un desarrollo normal. Lo que sí fue una sorpresa, fue la forma de

hablar de Teresita:

--- ¡Es un Valle!

Teresa nunca llegó a llamar a aquellas tierras “valle”, sino “llanura”, “loma” o

“serranía”. A ella nunca le oyó mencionar la palabra “Valle”, no era de uso común en la

casa; pero era el contacto con el mundo exterior. Para este año, las vacaciones habían sido

por Disney World, Boston, Miami, París y Roma. Por cierto, aprovechó su paso por Roma

para comprarle el vestido de la Primera Comunión a Teresita, que la tomaría el próximo

ocho de septiembre, día de la Inmaculada Concepción. Fabricio se quejó de los gastos; pero

se trataba de la Primera Comunión de su hija, de la hija de ambos y no podía Teresita

aparecerse en la iglesia con un vestido alquilado o prestado. Por otro lado, el Altar de la

iglesia debía exhibir ornamentos y utensilios traídos directamente de las tiendas vaticanas,

por donde pasó como turista, ansiosa por ver al Papa. Quería traer las fotos al campo

residencial con la imagen del Papa junto a la familia Toledo, colocarla en la mesa de la sala

para que cuando las visitas la vieran, se asombraran de ver en su sala, una foto verdadera

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del Papa. Pero el Papa nunca se dejó ver. Recorrieron el Vaticano, fascinados por el

esplendor de la ciudad del Vaticano, sus tumbas y altares que revelaban la santidad de los

mártires cristianos. Aprovechó para comprar el vestido de Teresita en Roma y los trajes

para la familia. Se antojó de comprar joyas, lencería y bisutería. Incluso, vajillas,

candelabros y lámparas con los que pensaba remodelar la casa del Campo residencial, o el

“Valle” de Teresita. Por eso, Fabricio se molestó cuando le quiso ocupar también el baúl

del carro cuando ella tenía alquilado para ella tres camiones de mercancía. Por París,

recorrieron viejas y famosas tiendas de ropa, de lencería y orfebrería. Teresa era una

fanática de la orfebrería, decía que si llegaba a ser pobre, sería buhonera. Todo era un chiste

de mal gusto, que a Fabricio Toledo no le causaba gracia y menos que lo dijera delante de

los niños. Teresa parecía una ladrona con real en París, llenando sus bolsos de joyas, de

zarcillos, prendedores, anillos y pulseras. Y no sólo eso, se acordaba de todo el mundo,

hasta del perro de la vecina. En las tiendas Tiffany compraba esmeraldas, topacio y oro.

Aprovechó para llevarse los estuches con juegos de cubertería de plata, salseras y fuentes

de plata, platos de porcelana y vasos de bohemia. Estaba desatada Teresa en París. Y al

llegar a Nueva York, fue el despertar de Teresita, sólo que ni Fabricio ni Teresa estaban

por vigilar el comportamiento de la hija, atareados como andaban en revisar las últimas

novedades y de seleccionar restaurantes de lujo para comer. Ni lo quería recordar Teresa,

Fabricio se antojó de comer langostas y ella quiso beberse una sopa de gallina, porque le

salpicó la nostalgia por la tierra aborigen. Tuvieron que discutir en la mesa, delante de los

niños, porque Fabricio se puso obtuso, era un contraste muy visible, él con una fuente de

langostas y ella con una sopera llena con caldo de gallina. Los colores se le subieron a la

cara a Fabricio, que no tardaba en esfervecerse por nada. Hasta que se disolvió la disputa y

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ambos pidieron langostas, en grandes fuentes familiares. Ella tuvo que reprimir su deseo

para cuando llegara a la casa a prepararla.

Pensaba Teresa, que a su paso por Disney World, la niña pudo despertar y asimilar aquel

lenguaje que no se hablaba en casa. Teresita era muy inteligente, había salido buscando a

los Pérez, porque por los Toledo, esa familia era de cerebro animal, estaban encerrados en

su moldes viejos y no salían de ahí. Había sido en Disney World, pensaba Teresa

enderezándose en el asiento y pasándose las manos por los cabellos, se estrujó los ojos para

que Fabricio pensara que se había despertado. En Disney World, había un juego de un

Valle Encantado. A Teresita le fascinó este juego, era un parque grande, semejante a un

valle, con árboles, pájaros y ríos que simulaban un villorrio; pero con personajes trucados,

fingiendo vivir una falsa vida que no era cierta. A los niños se les daba un paseo en tren por

aquel villorrio y se sonaba el pito del tren para señalar que llegaban a estaciones de pueblos

fantasmas. En el tren, había un guía que les narraba cuentos e historias del Valle que

llamaban la atención por lo misterioso. Ahí, pensaba Teresa, pudo oír Teresita la palabra

“Valle” y eso le había despertado la conciencia. Fabricio no había ido con ellos a ese

parque y por eso no estaba en capacidad de reconocer el lenguaje de la niña. Teresa se

desprendió de la sábana con la que se había arropado y bajo el cristal del auto, una ráfaga

de vapor caliente le azotó el rostro y fue como dejar entrar un huracán dentro del carro.

Todos se sorprendieron. Ella subió de nuevo el cristal y clamaba por llegar pronto a la casa.

Todavía cargaba la rabia de comerse su sopa de gallina, que a ella le quedaban exquisitas.

Añoraba llegar a la casa y echarse en aquella cama de ricos edredones y almohadones que

había cambiado antes de irse de viaje. Los recordaba como quien recordaba a un par de

preciosos gatos. Miró la cara del marido que iba manejando firme, sin reír, tal vez cansado,

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con la única compañía durante el viaje de Teresita, porque los dos varones se habían echado

a dormir y aún permanecían dormidos. Era lo mejor, pensaba Teresa, en eso, se parecían a

ella, no importunaban para nada. El caso de Teresita era distinto, había sacado la sangre de

los Toledo, en lo impertinente y en lo visceral. Lejos, Teresa vio un campo grande, una

llanura lejana, con su espejismo solar y su ganado realengo. No era el “Valle” de Teresita lo

que estaba viendo, era el Campo de los Mechurrios, parecía un juego de antorchas en el

aire.

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III

Todo el mundo había tenido que ver con él, con el primogénito de los Toledo. Pero

luego vino Teresita y lo derribó de ese trono. Pero seguía siendo el primogénito. Nacido en

cuna de oro, había sido un hijo auténtico de la Compañía, había nacido en el hospital de la

Compañía y ese día se lo dieron libre a Fabricio Toledo para celebrar. Ser padre, le había

cambiado las perspectivas de la vida. No sólo lloró de alegría, sino que bebió hasta el

amanecer para ahogar los años de soledad y tristeza por los que había pasado en la vida. La

noticia del advenimiento de aquel primer primogénito cambió todo y encendió las alarmas

de las familias, las de los Toledo y las de los Pérez. Fabricio Toledo tuvo que alquilar un

hotel para alojar a la familia de ambos y pagar cuantiosas comidas para mantener a los dos

clanes. Pero era inevitable. Venir al mundo un Toledo, no sólo era un motivo de fiesta, era

un rango. Fabricio Toledo se llenaba la cabeza pensando en el futuro del primogénito, en

sus títulos y posesiones. Le pensaba un matrimonio y una bella esposa para que le diera

hijos hermosos. Compraría oro para ofrecérselo. La sala de hospitalización se llenó de

flores y juguetes, los clanes, desesperados por ver al primogénito de los Toledo Pérez,

peregrinaban frente al hospital para llevarle presentes y regalos que la mucama de la casa se

encargaba de meter en bolsas negras. Todavía, recordaba Teresa cuando revisaba los

cuartos, hallaba bolsas de regalos sin abrir. Había pensado donar aquellas bolsas y cajas a

la iglesia para que las donara en Navidad a los niños pobres de los barrios. Al salir del

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hospital, llevaron al primogénito a la casa en medio de una caravana de carros con globos

de colores. Pero no sólo causó alboroto el advenimiento del primogénito, sino que antes

y después del nacimiento, las pugnas se exacerbaron porque todo el mundo quería tener la

primicia de colocarle nombre al primogénito de los Toledo Pérez. Por supuesto; Fabricio

quería colocarle Fabricio, era la tradición y agregarle como segundo nombre, el de su

padre, el abuelo del niño, para que revelara el carácter de los Toledo. Pero Teresa había

levantado su voz, alegando que si llevaba el nombre de un Toledo, debía por justicia llevar

un nombre de los Pérez. Esta disputa se mantuvo a lo largo de los nueve meses de

embarazo y nunca concluyó en nada. En esta hoguera se metió la madre de Teresa cuando

opinaba que debían colocarle Tiburcio, en recuerdo del tío Tiburcio, quien murió ahogado

en el río cuando lo atravesaba a lomo de mula. Sólo fusilado aceptaría Fabricio aquel

nombre. La madre de Fabricio opinaba que debía llevar como nombre Alfonso, en

recuerdo de un rey de España, Toledo al fin; pero Teresa, para no incomodar a la suegra,

opinaba que mejor sería dejarlo para después. Una tía de Teresa metió la cuchara para

opinar que si por ella fuera, le colocaría Sinforoso, en recuerdo del tío Sinforoso que se

perdió en el año en que había caído la última dictadura. Todo se había convertido en una

madeja de opiniones.

Cuando llegó el tiempo de echarle el agua, volvieron a arder las hogueras y todo el

mundo tenía su propia nomenclatura para asignársela al primogénito. Las beatas, como

doña Concha de Toledo, había ido a la iglesia a rezar por la elección del nombre del nieto,

no faltó quien acudiera a un hechicero para cruzarlo y asignarle amuletos de protección. En

el club, Fabricio meditaba en cómo imponer su autoridad para que llevara su nombre,

mientras Teresa, que se desgataba amamantando al niño, pensaba en cómo colocarle el

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nombre a su primogénito. Esa tarde, preparando el cuarto para el agua, encendió una vela,

vertió agua bendita en un platillo y abrió una Biblia. Había alzado imágenes de San Miguel

Arcángel y del Ángel de la Anunciación. Meditó con el niño entre los brazos, antes de que

llegaran los padrinos de agua y le vino el soplo que el mejor nombre que podía llevar el

niño era el de Gabriel, en ofrecimiento al Arcángel San Gabriel. Y se animó con este

nombre; pero al momento de echarle el agua al primogénito, se volvió a formar una nueva

polémica. Fabricio Toledo, que regresaba del club, regresaba con la Buena Nueva de que

un compañero de trabajo le sugirió colocarle el nombre de John Hamilton, el nombre del

gerente distrital de la Compañía. Pero Teresa se opuso y dejaron esperando a los padrinos

de agua en el cuarto. No entendía Teresa ni su familia de dónde había sacado Fabricio la

loca idea de colocarle al primogénito el nombre del gerente distrital, idea que se discutió y

causó malestar en el seno familiar. Doña Concha de Toledo estaba perturbada, habló aparte

con el hijo y le aconsejó que por el bien de todos, el niño debiera llamarse Alfonso. Hasta

que Fabricio se dejó vencer por la insistencia de Teresa y los consejos de la madre y el

primogénito vino a llamarse Gabriel Alfonso Toledo Pérez. Con este nombre de Arcángel,

recibió sus primeras aguas en la testuz bajo el silencio de una luz de vela que se movía

dentro del cuarto con signos misteriosos.

Gabriel Alfonso Toledo Pérez apenas durmió durante el viaje. Se había vuelto mudo,

silencioso y observador. Aparte de que los padres, durante los viajes de vacaciones, ya lo

observaban adolescente, estirándose como una vara y de vez en cuando se le iban los

gallos. Ya se le notaba cierto esbozo sobre el labio superior. Se desperezó y miró el “Valle”

de Teresita. Teresita hablaba más que una lora loca, no entendía aquella conducta de la

hermana, regresaba con el aquel acento y aquellas palabras que desencajaba en la tertulia

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familiar. Estuvo a punto de lanzarle la sábana para mandarla a dormir; pero era la niña y el

padre y la madre podían ofenderse por el trato. Volvió a meterse entre las sábanas y pensó

que serían la una de la madrugada. Entre viajes y viajes, había perdido la noción del

tiempo. Mientras en una ciudad era de noche, en otra era de día, mientras en París caía

nieve, en Nueva York hacía calor. En las habitaciones de los Hilton, el frío era de frezze y

en las piscinas, la temperatura era de las playas del trópico. Gran revuelo traía Gabriel

Alfonso, que ese día se arropó porque entre otras cosas, Teresita lo tenía mortificado con su

charlatanería infantil que ya nadie soportaba. Pero sino la mandaba a callar Fabricio o

Teresa, él no lo haría; preferiría dormir como un muerto y esperar a que el carro diera los

últimos giros por aquellas carreteras para llegar pronto a la casa. Suspiraba hondo Gabriel

Alfonso por la casa. Era una casa construida sobre lomas de verde césped, entre árboles

florales y frutales que mantenían la temperatura todo el año. Eran casas construidas por la

Compañía tomadas de modelos anglosajones, incluso con chimeneas, porque los

constructores y los gerentes que las habitaban procedían de países nórdicos. Sólo que en el

trópico una chimenea dentro de la casa era una curiosidad maravillosa. Gabriel Alfonso la

recordaba porque fue su primer escondite dentro de la casa, allí jugó y escondió los

juguetes como los gatos con los ratones. En la chimenea pasaba largas horas mirando la

casa por dentro, la mucama venía a recogerlo para bañarlo y alimentarlo y cuando lloraba,

la mucama sabía que quería irse a la vieja chimenea a jugar. Esto llegó a preocupar por un

tiempo a Teresa, que se desplazaba por la casa con una segunda barriga. Esta segunda

barriga, trajo como resultado, que Teresa tuviera que dedicarse más a su embarazo que a los

remilgos del primogénito, quien se consolaba con las caricias y atenciones de la mucama.

Cuando Gabriel Alfonso despertó a la vida, ya en su conciencia estaba aquella chimenea y

su primer hermano, el segundo del matrimonio Toledo. Lo que recordaba Gabriel Alfonso,
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era que su madre los vestía a los dos iguales, les tomaba fotografía con los mismos trajes y

les daba de comer en la misma mesa como si fueran un par de morochos. Él era más grande

que su hermano; pero su madre no tomaba en cuenta ese tipo de detalle porque vivía con la

obsesión de que ambos eran como gemelos. Ella se aficionaba a las fotografías y enviaba

fotografías a los padres de ambos y a todos los familiares. Invertía mucha fortuna familiar

en este oficio, incluyendo los fletes que cada envío generaba y hasta llegó a enviar fotos a

Nueva York donde estaba una familia muy amiga de los Toledo Pérez. No se desgastaba

Teresa en esto, siempre y cuando la fortuna de la familia le sirviera para estos detalles.

El primogénito pensaba en mil cosas mientras viajaban de regreso. Antes imaginaba;

pero ahora pensaba, pensaba en el “Valle” de Teresita. A todo señalaba Teresita con el

dedo, a todo le colocaba un nombre ficticio, a los pericos los quería llamar “aves verdes”, a

los perros “canes” y a la ciudad donde iban “Valle”. En la casa nadie hablaba así, todo el

mundo tenía gestos y expresiones muy criollas, muy enrevesadas. El padre, un profesional

universitario, hablaba en su lenguaje con sus perdigones verbales de donde era y, la madre,

les hablaba en el más puro castellano de los Llanos, una jerga que había pasado por una

universidad; pero que no caía en remilgos y monerías como las de Teresita. Gabriel

Alfonso estaba sorprendido, no entendía a la hermana, que despertaba de un largo silencio,

desprendiéndose de aguas fetales para gritar ante la familia un lenguaje distinto. Pero ya

habría tiempo de educarla, de enseñarla a hablar el idioma de la casa, los gestos y

expresiones de los Toledo Pérez. Teresita ya había aturdido a todos con su charlatanería

infantil, ya no quería oírla, lo quería era llegar rápido para dormir y comer. Luego; echarse

al mar de paquetes y bolsas que los camiones habían desembarcado en la casa, armaría su

bicicleta, saldría a pedalear por las calles del campo luciendo su traje de esquiador o de

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futbolista americano y atravesaría el portón de la Compañía que tenía ganas de atravesarlo

solo desde los tiempos en que vio que el gerente distrital pasó por ahí rumbo al centro de la

ciudad. Gabriel Alfonso se echó encima el edredón italiano y cerró los ojos, quería dormir,

si Teresita lo dejaba.

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IV

La llegada de Felipe a la familia Toledo Pérez no levantó el alboroto del primogénito.

Fabricio, que lo tomó con menos ansiedad que el primogénito, ni pensó en cómo llamarlo,

pues aún rumiaba su primera derrota ante las mujeres de la familia. Teresa, que leía novelas

y revistas de farándula, que no se perdía una telenovela o película de cine, que admiraba a

actores de Hollywood, no lo había pensado dos veces para escogerle el nombre a su

segundo hijo. Afortunadamente había sido un embarazo normal, con la particularidad de

que Felipe se movía de un lado a de otro y los médicos alertaron que de seguir así, habría

que recurrir a la operación de la cesárea para sacarlo de la matriz, porque se veía que era un

guerrero desde el vientre. No valieron los trucos ni ensalmos de viejas recetas para dominar

a Felipe que desde el vientre hizo su voluntad. Cuando toda la familia pensaba que podía

complicarse el parto, Felipe buscó su acomodo para salir del vientre y gritar con tal

portento, que en la sala de espera y por los pasillos se oyeron sus gritos de gato salvaje.

Había nacido peludo y con los ojos abiertos, lanzando patadas y golpes al aire, tuvieron que

sostenerlo fuerte porque tanto pataleó que el médico pensó que podía escapársele de las

manos. Sin embargo; a pesar de no despertar la ansiedad del primero, no por eso Fabricio

no celebró, celebró el ser padre de dos varones, gritaba ante los hermanos y amigos que era

un toro, que los Toledo tenían sangre de reyes, que tanto Gabriel Alfonso como el segundo,

serían futbolistas americanos o peloteros de Michigan. Le compró oro y se lo ofreció al

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niño. Tuvo que pagar hotel y comida para recibir a los clanes familiares, tuvo que dejar de

trabajar para preparar la salida de Teresa del hospital y pedir el club para celebrar con

ternera asada y cerveza el advenimiento del segundo varón. Ya, medio borracho se acercó a

la cama de la parturienta y le preguntó a Teresa que cómo se llamaba su hijo:

--- ¡Felipe!---le respondió Teresa dándole la teta al niño.

Fabricio quedó perturbado. Si la memoria no le fallaba, en los Toledo jamás había

existido un Felipe, al menos que ese nombre estuviera en la familia de Teresa. Dio media

vuelta con media cerveza en la botella y se fue a celebrar. En el comedor de la casa, con la

cabeza llena de humo, Fabricio gritó:

--- ¡Viva Felipe!

La parranda se encendió en la casa y Teresa, que había elegido ese nombre en memoria

de un viejo novio que se mató en una carretera, se sintió aliviada por la aceptación de

Fabricio, que no pidió mil explicaciones como cuando nació Gabriel Alfonso. Sólo que

ahora, tendría que llevarse a la tumba el origen de aquel nombre que no pensaba revelar

por nada del mundo. Teresa preparó la sala de agua, levantó su altar y solicitó sus padrinos

de agua. Tenía comadres de agua y de platillo. A Felipe le echaron el agua el día de San

Juan, día que llovió torrencial y que aplacó las parrandas de los Toledo Pérez. Todos

atribuían ese día al bautizo de agua de Felipe, Felipe alborotaba las nubes y desencajaba a

San Juan provocando aquellas lluvias. A partir del aquel día muchos querían pasarle la

mano a Felipe, pensando que el niño había venido al mundo con signos milagrosos. Felipe

le apretaba duro el pezón a la madre, comenzó a dar vueltas antes de tiempo, golpeaba en el

aire fuerte y cuajaba la leche de los teteros y muy pronto, aceptó los alimentos que le

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daban. Teresa se sorprendía de aquel niño y pensaba, que dos caracteres tenía en la casa, el

de Gabriel Alfonso que era afable y sumiso y el de Felipe que era rebelde y rudo. No

entendía la madre aquel contraste cuando a los dos se les dio el mismo tratamiento y amor.

Y dudaba Teresa de muchas cosas, se llenaba la cabeza de mil pensamientos. Pensaba que

el nombre de Felipe podía haber afectado al niño, o que desde el vientre de la madre ya

percibía que las atenciones no fueron iguales a las de Gabriel Alfonso, o que una sangre

mala de los Toledo pudo haberse colado en la de Felipe. Teresa cayó en tristezas, en

aislamiento y tuvo que ser llevada al médico porque se pensó que estaba enferma de alguna

enfermedad posnatal. El último parto no había sido fácil y Fabricio pensaba que podía ser

el cansancio que la estaba enfermando. Como regalo, le ofreció viajar a Miami y a Italia

para comprar juguetes a los niños y trajes para ella, pasearla en góndolas por Venecia y

comer en finos restaurantes. Al salir Teresa del hospital, comenzaron sus peregrinaciones

por el mundo, convirtiendo a la familia Toledo Pérez en asiduos clientes de los hoteles

Hilton.

Felipe roncaba como un toro, a pesar de que aún era un niño. A veces, sus ronquidos

perturbaban a Teresa, que quería coger un sueño y olvidarse de los juegos de Teresita; pero

no podía dormir nada. Le preocupaba a Teresa, que al despertar Felipe, mandara a callar a

la niña y se pusieran a pelear. Era típico de los dos. Felipe con su carácter y la niña por su

malacrianza. Teresa tenía que cargar con esta sentencia encima, su madre, sus tías y

hermanas mayores le echaban en cara que había malcriado a Teresita; pero ella se defendía

con el argumento que era la única hembra que Dios le había mandado y cuando quería

corregirla; Fabricio se lo impedía. Era Fabricio quien la tenía así, no ella, que aprovechaba

las ausencias de Fabricio para darle las correcciones a la niña que a veces se merecía. Pero

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Felipe no tenía porqué soportar a Teresita. Sencillamente imponía su carácter y la

autoridad de ser mayor que ella para aquietarla. Felipe no iba a soportar aquellos cambios

de Teresita, no se los iba a aceptar, a pesar de que Felipe tenía más tiempo viajando que

ella. Ni Gabriel Alfonso ni él, hablaban ficticio, con ese frío extranjero en el pecho,

enfermos por todos aquellos viajes. Felipe y esto le daba terror a Teresa, mataba arañas y

cucarachas con las manos, mataba los gatos inyectándole agua alcohol por las patas, mataba

matos y tuqueques con gran habilidad. En la finca de Ambrosio, el tío de Teresa, Felipe fue

al campo y trajo un gigante mato de agua, tan grande, que lo cortaron en medallones y se lo

comieron los indios salvajes que habitaban cerca de la finca. Teresa vivía pendiente de

Felipe y Fabricio, que observaba el desarrollo del hijo, pensaba que ese salvajismo era fruto

de la sangre de los Pérez, porque para intelectuales y urbanos, no había nadie en el mundo,

sino una familia como los Toledo. Felipe se movía, como acosado por una enjambre de

mosquitos. Se estiraba y colocaba la cabeza hacia el otro lado, buscando un mejer acomodo

entre los hermanos. Él era así, donde llegaba, se echaba a dormir y se olvidaba del mundo.

En las habitaciones de los Hilton dormía plácidamente como si estuviera en el corredor de

la finca del tío Ambrosio. En eso Teresa no se preocupaba. De lo que se preocupaba ese día

Teresa era que al despertar, acosado por las charlatanerías de Teresita, Felipe fuera a

reaccionar como era típico en él. Lo vigilaba de vez en cuando y suplicaba por llegar

pronto a la casa. Ya empezaba a tener hambre, ya pensaba en alimentar a los niños. No

quería molestar a Fabricio diciéndole que se parara en algún restaurante de carretera para

comer algún refrigerio, ir a los baños y descansar un poco. Fabricio iba concentrado, sino

dormido, pensaba ella. Fabricio gozaba tener entre sus manos aquel volante de un carro

nuevo sacado del paquete, aún con los olores de los barcos y la tapicería nueva. Teresa

observaba en su marido ese éxtasis, esa elevación en el pensamiento y en el alma con aquel
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carro entre manos. Fabricio era aficionado a ver carreras de autos, admiraba mucho a

grandes corredores y coleccionaba afiches de carreras europeas. En Italia y Francia se

escapaba a ver las competencias de autos escoltado por los dos hijos. Tal vez, pensaba

Teresa, Fabricio pensaba que iría por una pista de un Tour francés.

Felipe bostezó, abrió los ojos y miró el cielo a través del cristal del carro. Pensó que

llovía, vio en el aire una lenta garúa y se imaginó que llovía sobre su casa. Se imaginó la

lluvia sobre las casas del campo residencial, sobre los flamboyanes y jabillos que

escoltaban el camino de su residencia, pensó en el vapor que picaba en la piel y en el

zumbido de los cigarrones en el aire. Él los despachurraba entre sus dedos. Tenía que irse a

lavar las manos porque Teresa lo sentenciaba con no llevarlo más de viaje sino se educaba

para los buenos hábitos y costumbres. Cerró los ojos y se acomodó como un animal en

sosiego. Ni se inmutó al ver a la hermana, no la escuchó. Teresa se volvió a acomodar y

miró a Fabricio, dudaba si hablarle de descansar antes de llegar al “Valle” de Teresita. Se

acomodó a dormir y se quedó tranquila. Podía aguantar. Pronto llegarían y el tropel sería

bestial. Los muchachos llegarían a romper cajas y bolsas, a desempacar y a tirar todo y la

casa sería un asilo de locos. Era mejor esperar. Mientras Teresita hablara sola y Felipe

durmiera tranquilo, todo estaba en paz. El que le preocupaba a Teresa era su marido. Iba

mudo y concentrado, como si hubiese perdido el alma en aquella carretera. Empezó a verle

algunas cerdas plateadas, las patas de rana en la cara y un lunar en el cuello que lo había

sacado Felipe. Casi se le sale las palabras de la boca para llamarlo; pero las ahogó pensando

que Fabricio era feliz. Fabricio, cada año que cambiaba de carro, era feliz. Fabricio venía

feliz, no venía muerto como pensaba ella, era el hombre más feliz de la tierra, tenía familia,

fortuna y, por sobre todo, trabajaba en Corpoven, la mejor empresa del mundo.

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V

Esa mañana, Teresa se despertó con la sensación de que estaba embarazada

nuevamente. Se lo reveló el Arcángel San Gabriel en un sueño. Se veía meciéndose en una

mecedora con un niño entre los brazos y pensaba que podía ser hembra, porque la mantica

que cubría al niño era rosada. Pero lo que la inquietaba esa mañana no era el sueño, sino

haber despertado con sangre entre las piernas, lo que la alarmó y llamó de urgencia a

Fabricio. Fabricio la llevó de urgencia al hospital y la practicarle los exámenes de rutina,

el médico inmediatamente concluyó que la señora Teresa del Valle de Toledo Pérez,

esposa del distinguido y muy respetado señor Fabricio Toledo y madre de dos varones,

estaba nuevamente embarazada. La noticia alborotó de nuevo a los clanes, que se movieron

de inmediato para apostar si era varón o hembra y cuáles nombres elegir para empezar ya a

preparar los recuerdos y fiestas. Teresa permaneció inmutable, ya a su tercer embarazo,

veía todo más claro, con más dominio. Por la mente no le pasaba nada, si era varón o si era

hembra, si llevaría su nombre de hombre o de mujer. Viniera como viniera, tenía que lidiar

ahora con tres, que sin duda iba a requerir de ella, una mayor inversión en tiempo y

dedicación. Pero si a ella nada le preocupaba con este embarazo, a Fabricio menos.

Corpoven se lo daba todo. Tampoco iba a revivir viejas rencillas con su esposa por asunto

de nombres o de autoridad, que le colocara Pancracio, Tiburcio, Olegario si era varón, lo

que quisiera la madre y, si era hembra, le daba igual si le colocaba Concha, Tortuga o

Willibarda, como llamaban a una tía de Teresa. Pero la conciencia de ambos y la presión

familiar calaba en los esposos. Si había botado la casa por la ventana con los dos hijos

anteriores, era justo que con el advenimiento del tercero, las celebraciones serían iguales. Y

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sería así, no lo dudaba Fabricio ni Teresa, sólo que ahora tenían la serenidad y la

experiencia de los dos partos anteriores, lo que le permitía manejar mejor las emociones.

Sin embargo; el tercer embarazo de Teresa no pasó por las mieles de los dos primeros.

Vivía llena de temblores, de dolores y sangrados. Tres veces estuvo hospitalizada por temor

a un aborto. Fabricio tuvo que soportar a la suegra que se mudó a la casa durante nueve

meses para atender a Teresa, pagar enfermeras y mucamas, importar ampolletas y material

quirúrgico que no se hallaba en el país, solicitar donantes de sangre para una emergencia y

comprar los corrales locales de gallinas criollas para prepararle sopas a Teresa. Teresa no se

podía serenar, tenían que bañarla y asearla, tenían que llevarse a los varones al parque o al

club para que Teresa no oyera las peleas de los hermanos, se los traían todos los días para

que los viera mientras ella los bendecía desde su manto azul de un tul que colgaba del techo

para aislarla de las plagas y de los mosquitos. Fabricio le tenía vigilia las veinticuatro horas

del día. Le prohibieron las visitas y, aunque los clanes se alborotaron, no tuvieron acceso a

la preñada, sólo aquellos que eran más directos. Teresa soñaba con celebraciones con

sapos, con sacrificio de chivos y gallinas, soñaba con su ángel de la guarda, soñaba con sus

hijos y a ella venían las habitaciones de los Hilton y las calles de París y Roma. Pero

cuando contaba aquello, se le consolaba con la versión de que eran pesadillas por las

inyecciones de algunos antibióticos. Se despertaba con grandes dolores en el vientre, como

si se le estuviera desgarrando el útero o la matriz, como le habían enseñado las viejas de

antes. Se doblaba del dolor y pesaba todas las veces que atravesaba por aquellos dolores,

que había abortado. Se llenaba de tristeza. Las viejas madres la consolaban con historias

viejas y anécdotas del pasado, de las mujeres de ambas familias; pero ella pensaba que este

embarazo estaba a punto de llevarla a la tumba. Y era extraño, conversaban las viejas,

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generalmente eran los varones los que causaban aquellos resquemores en las mujeres

preñadas, no las hembras, por lo que se levantó un aire de dudas de si era nuevamente

varón.

Pero si era varón, sería peor que Felipe, pensara Teresa. Porque si bien Felipe fue un

guerrero desde el vientre materno, cuando quiso venir al mundo, se acomodó y salió

humeante y fresco para ver la luz del mundo. Pero este tercer embarazo, sería el último,

pensaba Teresa, se mandaría a ligar las trompas de Falopio. Y en efecto, los médicos

tuvieron que adelantar el parto por temor a una hemorragia y a la muerte de la madre.

Teresa, que pudo parir a los dos primeros, tuvieron que practicarle para este tercer parto la

operación de la cesárea. Todo el mundo alzó los brazos al cielo rezando y cuando el médico

regresó con una sonrisa en el rostro y notificando que había sido una hembra, el estupor se

convirtió en una gran celebración. Fabricio tenía una niña. Sería reina. A la cabeza de

Fabricio vino todo y se le fueron los tiempos y cuando reaccionó, se acordó de Teresa. Le

preguntó al médico y la respuesta era que estaba bien, así de simple, Teresa no tenía nada, a

no ser los dolores normales de una parturienta. Teresa dormía en su sala de hospitalización

y Fabricio la vigilaba todo el tiempo. Pero quería ver a la niña, quería ver a su primera hija,

si la emoción por los varones fue grande, por la hembra sería explosiva. Una enfermera

condujo a Fabricio por el pasillo donde tenían a la niña en una incubadora de cristal y

cuando la vio, se sorprendió de su aspecto. No le parecía, a primera vista, tener aquel

encanto y magia que despertaron los dos primeros, sería porque no vino por parto natural,

sino por operación científica. Fabricio le acercó su par de ojos al cristal de la incubadora,

como si fuera a mirar un axolotl en un acuario de cristal, la miró de cerca, ella se movía

como una larva, aún arrugada por la posición fetal que tenía desde el vientre. Ella se

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quejaba con maullidos de gatos. Fabricio se consoló con el amor, ella recibiría mucho

amor, el amor la convertiría en un ser angelical. Vino a su mente la parábola del hijo

pródigo, todos los padres esperaban a los hijos con amor. A partir de aquel momento,

Fabricio se hizo hielo para mirar a los hijos, no quería opinar nada ante nadie.

Cuando vio a Teresa, le dio un beso en la frente. Teresa le preguntó por la niña y él la

consoló diciéndole que era bella como ella. Ese día, el día del parto, ambos hablaron del

nombre de la niña, él permanecía indiferente y mudo, que ella seleccionara, no la iba a

importunar con sus reproches. Ella por lo más sencillo, Teresa dijo:

---Teresita. Se llamará Teresita.

Para darle la bienvenida a Teresita, su primera y única hija, Fabricio botó la casa por la

ventana. No escatimó en gastos. Día y noche, Fabricio era un alegre anfitrión, recibía

visitas a toda hora y había contratado más personal para la casa porque cada día el pelotón

familiar crecía. Gente que nunca Fabricio había visto, amigo de los amigos, de los tíos o

hermanos, venían a visitarlo y él a todos les tenía un apretón de mano y una comida para

celebrar. Ya en la casa, en el club o en un restaurante callejero, Fabricio seguía celebrando

aquel advenimiento y no se cansaba de recibir felicitaciones por la niña. Todavía el sábado,

a dos meses de nacer la niña, recibió una llamada de su madre de que un tío gallego quería

ver la niña y que si no moría en el camino, iba a tener la dicha de ver la hija de un Toledo

Bazán. Fabricio, que a todas horas estaba preparado para recibir visitas, esperó a aquel

viejo tío, que nunca se apareció porque se resfrió en el barco y murió en Canarias de una

pulmonía. En el club, entre campaneo de whisky y bocados de langostas, Fabricio se

jactaba ante el gerente distrital y sus compañeros de trabajo de los primeros juegos de

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Teresita. Todo el mundo le preguntaba por Teresita, todo el mundo quería oír hablar de

Teresita, era como si Teresita adquiriera dimensiones de gran figura en la Compañía, era

como si la visualizaran como un ser especial, o extraño, porque Teresita, al fin y al cabo,

era una niña como todas las niñas que por ahí habitaban. En Campo Norte, en Campo Sur,

en Campo Los Pilones o Campo Rojo, había mil niñas, si era por exagerar; pero todo el

mundo preguntaba por Teresita, esa hija que Teresa le parió en un descuido. Fabricio

sonreía y saludaba alegremente, con su par de bigotes de mercader italiano.

--- ¡Que viva la vida!---gritaba entre tragos--- ¡Que viva Teresita!

Lo regresaban a la casa cargado por los hombros. Fue la primera vez que Teresa lo vio

borracho de verdad. No sabía qué celebraba el marido, porque ya las fiestas de los

advenimientos habían pasado y nadie cumplía años en la casa. Fabricio exageró en la

bebida, estaba feliz y lanzaba carajos al aire. Los amigos le recomendaron a Teresa que lo

metiera en la tina con abundante agua fría, se lo llevara a la cama y le preparara un coctel

de tomate con ajoporro para volverle el potasio. Teresa lo dejó que se cagara y que nadara

en su propia mierda, se encerró con los niños en el cuarto y encendió la televisión. La

telenovela estaba muy buena par bañar borracho, y si quería comer, que se comiera su

propia mierda, que bastante había cagado.

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VI

Pronto terminarían las vacaciones de agosto, y todo volvería a la normalidad, menos en

los miembros de la familia Toledo Pérez. Ese día, perdidos en el “Valle” de Teresita, la

familia Toledo Pérez no tuvo más opción que estacionarse frente a un restaurante de

carretera, para almorzar y descansar un poco. En realidad, Fabricio no quería, no tenía las

intenciones de colocar su bello auto al lado de camiones ganaderos pestilentes a bosta de

vaca. Pero Teresa, que llevaba lo salvaje en la sangre, le pidió hacer parada en ese

restaurante con la excusa de alimentar a los niños. Fabricio se estacionó frenando

certeramente y subió la palanca para normalizar la aceleración del carro. Se quedó un rato

oyendo los zumbidos del motor, calibrando con el oído los sonidos y oyendo la descarga

por el tubo de escape. Todo estaba perfecto. No había recalentamiento ni carbón en las

bujías. El carburador funcionaba a la mil perfección y el arranque era una pieza original.

Apagó el motor y salió del carro. Se sentía estropeado del viaje, no del carro que era un

confort, sino de lo largo del viaje. Se dejó ver la estampa, traía sandalias de playa, pantalón

de pescador hasta las rodillas y una franela con la insignia del equipo de Boston. Miró la

hora en su reloj de oro y se dio cuenta que era tarde. Reaccionó y se dio cuenta que había

tenido horas manejando, desde la playa hasta arribar al “Valle” de Teresita. Miró la

estampa del restaurante y le pareció de mal gusto; pero se comía bien. Iba a complacer a

Teresa, que le encantaba comer en esos restaurantes de carretera. El sol caliente le pegaba

en la cara y se encajó sus lentes de sol, se cubrió con una gorra de los yanquis de Cincinnati

y le dio la vuelta al carro. Ahí estaba Teresa como una cochina parida, con los tres

muchachos y cargada de hatos. Gabriel Alfonso se estiraba bajo el sol, todavía cargaba el

traje de pelotero que compró en Miami, Felipe con el traje de pescador que compró le

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compraron en el balneario de Curazao y Teresa con un traje de baño infantil. Teresa la

cubrió con ropas mayores, un pantalón corto y una franela de algodón. La familia corrió en

bandada hacia el restaurante y buscar alojamiento. De todo había en el restaurante.

Fabricio solicitó una mesa grande para la familia y pidió las cartas de los menús.

También pidió que le trajeran la prensa y bebidas para todos, mientras pedían los platos. El

calor los abochornaba a todos. Teresa parecía una turista en el “Valle” de Teresita, grandes

gafas negras, un sombrero alado como actriz norteamericana sobre su peinado, todavía

tenía los arreglos de un peluquero francés que trabajaba en Curazao. Estaba vestida como

una exploradora, pantalón corto hasta las rodillas y blusa fresca para dejar entrar el aire a su

cuerpo. Se sentaron y miraban acucioso todo, era la hora en que al restaurante había de

todo, viajeros, forasteros, turistas, pregoneros y peones. Vendedores de baratijas, artesanías

y abalorios. Era la hora en que los indios taciturnos salían a ofrecer su mercancía y

ensalmos para curar las enfermedades de los blancos, ofrecían loros pichones, serpientes

muertas, aceites y resinas de árboles, frascos de miel de abeja y toda especie de ramas y

hojas para guarapo. A Fabricio todo aquello le parecía atraso, le repugnaba todo aquel

barullo de gente entrando y saliendo hediondos a sol y a barro sucio. Los indios olían a

perico remojado y los peones a sudores ácidos. Era repugnante todo aquello. El mesonero

trajo refresco para todos; menos para Fabricio, que pidió una cerveza bien fría y un vaso.

Teresa fue la primera en hablar, quería beberse una sopa de gallina. Fabricio no le dijo

nada, ese estómago era de ella, él seguía estudiante la carta. Pediría de todo, al fin y al

cabo, ¿cuál era el problema? Llamó al mesonero y solicitó llenar aquella mesa de los

mejores y más suculentos platos que ofrecía aquel restaurante. Y mientras esperaban,

hojeaba la prensa. Nada relevante observaba en esa prensa local, a no ser chismes políticos

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o noticias acerca del prefecto que firmaba una ordenanza para ordenar el desalojo de

animales de la ciudad. Al darse cuenta que nada hallaba en aquellos periódicos, se levantó

para ir al carro y traer la prensa española y norteamericana que había comprado en los

viajes. Todavía guardaba los ejemplares en las maletas y algunos que tenía a la vista en el

tablero del carro. Volvió a sentarse y abrió un periódico norteamericano. El juego entre los

dos equipos de beisbol le pareció más interesante. Se bebió un trago.

Los niños bostezaban, pero miraban acuciosos todo alrededor. Teresita seguía hablando

enrevesado, fascinada con todo y señalando con su dedo, los objetos y gente extraña para

ella. Los dos varones esperaban los platos sentados a la mesa mirando todo también. Gran

despliegue de mesoneros y cocineros se acercaron a la mesa de los Toledo, la vistieron de

un rico mantel blanco, colocaron utensilios de almuerzo y abrieron, para sorpresa de los

niños, cajas de vajillas. Cayeron sobre la mesa, soperas de barro y fuentes de plata, platos

de porcelana y vasos de cristal, tenedores y cucharas de plata, cuchillos y cucharones de

acero. Aparecieron los platos para los pollos y carnes, los vasos para los cocteles y helados,

los platos soperos para las ricas sopas de gallina, jarras de vidrio cargadas con jugos de

frutas, de mango, de tamarindo y de guayaba. Jugo de piña, de durazno y de pera.

Aparecieron los platos de sopa humeante, la sopa olía a culantro y a yerbabuena, Teresa las

probaba y las aprobaba con la expresión de gusto en la cara. Dio la orden de empezar por la

sopa, Fabricio dejó el periódico y la familia Toledo en pleno comenzaron a beber sopa. A

veces, Teresa tenía que interrumpir su sopa para atender a Teresita, que aún no sabía cómo

agarrar la cuchara de sopa. Cuando acabaron con la sopa, Fabricio dio la orden de traer el

segundo plato. Consistía en una suculenta parrilla de carne de ternera, pollo, chorizo,

pajarilla y chinchurria, con verduras sancochadas, cachapas, queso blanco de tela,

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mantequilla blanca recién preparada, tajadas de aguacate, cazabe al gusto y guasacaca

picante. Fabricio pidió otra ronda de bebidas y pidió más jugo de frutas para los niños.

Teresa había caída ahíta con aquella sopa, pero no iba desperdiciar la parrilla de carne. El

olor del humo, de las carnes el aire y de las cachapas le había alborotado el hambre. Venían

con el hambre atrasada, o era que de pronto, en el “Valle” de Teresita, habían descubierto

aquel restaurante que ofrecía comidas muy suculentas. El primero que saltó a devorar la

parrilla fue Fabricio, lo siguió Felipe que se había acrecido ante la inmensidad de la mesa,

Gabriel Alfonso siguió de tercero y atrás no se quedó Teresa, dejando en el aire el suspiro

de aquel degustar, ansiosos gemidos de un placer que a los Toledo los elevaba. Cual jauría

de hambrientos leones, sólo se oía el chasquido de los mordiscos. No dejaron nada.

Para el tercer plato, reposaron un rato. Luego, se descargaron sobre los postres, cocteles

y frutas. Teresita fue la única que llegó al primer plato, los demás quedaron lanzando

brozas y semillas al aire al escarbarse los dientes con palillos y pajillas. Fabricio se

arrellanó y sacó un tabaco para fumar, se lo pasó por las narices y le agarró el olor

perfumado de la hoja. Teresa sacó un Belmont y acompañó al marido en la sobremesa,

mientras vigilaba a los hijos que habían salido a caminar. Felipe le ganaba a Gabriel

Alfonso en correrías, tenía chispa para la invención y Teresa tenía que vigilarlo porque

alguna sorpresa podría llevarse luego la familia Toledo. Ya lo conocía. Teresita, al ver una

mesa de exhibición con carne de caza, de inmediato dijo que era carne de conejo y de

marmota; Felipe le disputó y le dijo que era carne de cachicamo y lapa. Gabriel Alfonso no

participaba de las discusiones, sólo oía mientras caminaban por aquel mercado de peones,

vendedores y campesinos. Gabriel Alfonso observaba los pies desnudos de los indios, le

parecía triste ver a las indias casi desnudas y de mal olor. Observaba el muchacho la

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penuria de aquellos andrajosos que andaban vendiendo toda buhonería entre animales y

plantas para subsistir, ya era en él, la plena conciencia, el contacto con la realidad, lo que lo

llevaba a pensamientos tan profundos. Pero Felipe, que los guiaba, lo mataba la curiosidad

por saber más de los animales del monte y los expendedores de carne salvaje, le satisfacían

todo tipo de curiosidad. A Teresita todo le seguía pareciendo un Valle infantil. Los

hermanos regresaron a la mesa para hallar a sus padres fumando y pidiendo la cuenta del

servicio. La cuenta por el servicio era astronómica, con cinco ceros a la derecha. Pero

Fabricio sacó su carnet de la Compañía y lo enseñó, los mesoneros entendieron y abrieron

las manos para recibir cada uno su propina. Fabricio supo ser generoso con todos y giró el

cheque a nombre de El Palmar, para ser cobrado inmediatamente, si era gusto del dueño del

restaurante. Pero no había necesidad de eso, el dueño del restaurante bajó a darle las gracias

por elegir El Palmar y se despidieron. Habían comido demasiado, había sueño y cansancio,

por lo general, dormían la siesta; pero no estaban en la casa, ni en las lujosas habitaciones

de los Hilton, estaban en plena sabana abierta, en extensas llanuras llenas de espejismos

solares. Fabricio fue de la idea de alquilar una cabaña en ese pueblo y dormir, si era

posible, dormir el resto del día para emprender de nuevo el viaje al otro día. Fabricio

pensaba que iba a explotar, sólo el tabaco le daba el ánimo aún de hablar; pero ni hablar

quería, menos con Teresita, que lo aturdía con sus inventos. Alquilaron una cabaña y le

dejó a Teresa el resto del día, que ella decidiera si había que enterrarlo o mandarlo a un

hospital, no aguantaba más, se echó a dormir.

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VII

Antes de salir de la ciudad de México, donde compró una venerable imagen de la Virgen

de la Guadalupe, Teresa le envió una carta a Encantada, la mucama de la casa, para que

recibiera los camiones con la mercancía y le dijera a Marco Antonio que se encargara de

inventariar la mercancía. En cada camión, enviaba el inventario con la mercancía, desde los

jarrones de porcelana china, hasta los edredones italianos y las mil menudencias más que

debía contar para cuando la familia Toledo llegara, rindieran la cuenta de lo inventariado.

Cuando la carta apareció en el buzón de los Toledo, Encantada se sintió alarmada, no

esperaba ese regreso así, inesperado para ella. Antes de salir, Teresa había dicho que el

viaje podía durar un quince días, un mes o mes y medio, todo dependía de los trámites y

retrasos en aeropuertos y puertos. Según tenía entendido Encantada, la familia Toledo se

iría en un Crucero por el Caribe, visitarían las Bahamas y el Triángulo de las Bermudas,

era un viejo sueño de Fabricio visitar la Habana y San Juan de Puerto y Teresa de pasar por

la ciudad de México visitando la Catedral de Nuestra Señora de Guadalupe. Marco

Antonio, que vigilaba la casa y tenía el oficio de jardinero, había conversado con el señor

Fabricio y le había manifestado que asistiría a un juego de beisbol en las Grandes Ligas y

que no se preocupara, que le traería una camiseta de su partido favorito. La carta, fechada

en México, pudo haber sido escrita en otra ciudad y despachada desde México, porque en la

primera parte de la carta, Teresa hablaba de zarpar esa tarde a México, lo que quería decir

que la terminó de escribir en la ciudad de México donde compró la venerable imagen.

Encantada se encargó de abrir la casa, de llamar a las mujeres de servicio, de lavar los

pisos, techos y ventanas, de sacar las alfombras al sol y de mandar a lavar las sábanas y

paños. Pero conociendo a la señora Teresa, era de saber que para ella y la familia, toda

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aquella lencería sería sustituida por una nueva, por sábanas y paños comprados en Holanda

e Italia. A la señora Teresa le fascinaba estar a la moda, tenía olfato para las novedades y no

escatimaba en gastos a la hora de remodelar la casa, era viciosa de las novedades.

Durante la última remodelación de la casa, mandó a derribar toda la casa, echar al suelo

el techo viejo y los baños de porcelana amarillenta. Al suelo fueron a caer las porcelanas

viejas, los techos rasos, las cortinas y el papel de colores de las paredes. Mandó a sacar los

gabinetes, alacenas y chifonieres de la cocina y de los comedores y los mandó a colocar en

la calle para que el primero que pasara se lo llevara todo. Encantada y Marco Antonio

aprovecharon la rebatiña y los obreros de la remodelación se unieron al festín. Mientras los

Toledo ocupaban un hotel para sus gustos, la casa se llenó de andamios, escaleras y poleas,

para subir y bajar ladrillos, tejas o bloques, según la obra. Las paredes se refaccionaron con

yeso, las vigas viejas de los techos fueron sustituidas por vigas de acero y sobre las vigas,

láminas de asbestos importados. Los techos rasos, más frescos y blancos, vinieron a darle a

la casa esa sensación de pulcritud y majestad, las paredes fueron pintadas de marfil,

colocadas las cenefas para las cortinas, las repisas para las imágenes sacras y las pinturas

italianas y flamencas para ostentación de las salas y corredores. En el comedor, se instaló

un largo mesón de caoba, marcado con la luz de una telaraña de lágrimas de cristal, que

hacía ruido cuando abrían la puerta y se colaba el viento del mundo exterior. A un lado del

comedor con sillas de madera, estaba el enorme escaparate para la cristalería y la lencería

de la cocina, paños, manteles, servilletas, mondadientes, cajas de cubertería, ron, whisky y

champaña por si la ocasión pedía beberse un par de tragos en ese momento. Los Toledo

eran de mucho invento, no lo pensaban para armar una fiesta y traer amigos a la casa. Todo

el piso de la casa fue cubierto con porcelana mexicana y alemana, los baños se cubrieron de

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amplios recuadros de porcelana con dibujos al fondo de delfines y sirenas para los niños y

de barcos y mares para los adultos. Se instalaron bañeras, grifos, pocetas y lavamanos,

termos de agua caliente y los gabinetes para guardar los jabones, perfumes y toallas. La

remodelación alcanzó la casa de los perros, las jaulas de los pájaros y los jardines alrededor

de la casa. Todo a Encantada le parecía un lujo y un derroche de mucho detalle para una

sola familia; pero segura estaba, que cuando la familia Toledo llegara de sus vacaciones,

todo aquello sucumbiría de nuevo, para darle paso a una nueva remodelación.

Tan segura estaba como que le llegó aquella carta. En aquella carta, la señora Teresa

giraba instrucciones para abrir la casa, para llamar a los maestros de obra, para llamar a las

mujeres de servicio, para mandar a fumigar la casa y para ordenar que los perros fueran

vacunados antes de que los niños llegaran y tuvieran contacto con los animales. En la carta,

se le ordenaba a Marco Antonio que fuera a la finca a preparar todo porque el señor

Fabricio tenía intenciones de pasar una semana en la finca antes de volver al trabajo y llevar

a los niños para que montaran a caballo y se bañaran en los ríos que fluían de los cerros.

Había ordenado Teresa hacer mercado, llenar las neveras, comprar jamón, quesos,

mantequilla y sándwiches para los muchachos, mermeladas, postres y dulces. Para el señor

Fabricio, comprarle su botella de ron añejo, tenerle un vaso limpio a la mano y asearle los

utensilios de afeitarse y peinarse. Le recordaba Teresa en la carta a Encantada, que tenía

que entregarle la lista de llamadas telefónicas a la casa, el número de visitas y la

organización de las revistas que llegaban procedentes de todas las casas editoras donde ella

era suscriptora. Y por último, le enviaba un cheque para que le alquilara una casa en el

centro de la ciudad para depositar la mercancía que venía en camino. Notificaba, que al

llegar, se encargaría personalmente de abrir la mercancía y remodelar la casa, con los

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últimos detalles como le gustaba a ella. Ya Encantada le conocía los gustos a la señora

Teresa, ya tenía años trabajando con ella. La conocía a ella, al señor Fabricio y a los niños,

hasta los perros de la casa, los conocía Encantada. Así que una vez leída las instrucciones,

Encantada se puso a trabajar con ahínco, para que no la sorprendiera la llegada inesperada

de la familia Toledo.

Encantada quería ver a los muchachos, estaba ansiosa por verlos de nuevo. Había sido un

mes, pero aquel mes había sido como años de angustia y ansiedad. Gabriel Alfonso estaría

ya con el bozo sobre el labio superior, Felipe creciendo y aprendiendo barbaridades y

Teresita, la pequeña de la familia, habría crecido, llegaría sabia y habladora, la última vez

ya pronunciaba “papá”, “mamá”, “Ga”, por Gabriel y “Feli”, por Felipe. Era un encanto la

niña Teresita, andaba por toda la casa, gritando y alegre, con su vestidito de faralaes y sus

zapaticos blancos. A veces, se le salía lo Pérez, decía el señor Fabricio y empezaba a

destrozar los bienes menores de la casa, echaba al suelo jarrones, cortinas o sillas que

pudiera rodar. Cuando se le buscaba en una habitación, estaba en otra, ejercitando sus

travesuras, que ya llegaban a lo dañino. Mucho, sin duda, tenía que aprender la niña

Teresita, pero había que esperar a que creciera porque aún no se le notaba un hábito

definido. Una mañana, cuando Encantada la fue a cargar para bañarla y alimentarla, la niña

Teresita le lanzó un golpe que le sonó duro en el brazo a la mucama, Encantada se llenó de

rabia y tuvo que tragársela, si ella hubiera sido, le habría dado un par de nalgadas. Pensaba

Encantada que con aquel viaje, los muchachos llegarían grandes, maduros y serios. A

Gabriel Alfonso ella le notaba el perfil de un pensador, de un científico o un magistrado,

era sereno y concentrado; pero a Felipe le veía el perfil de aventurero, de cazador o

pescador. Le gustaba la guerra, las acciones y los movimientos de gente. Se la pasaba todo

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el día en el patio jugando a la guerra, leía historia de guerras y veía películas de acción. A

Teresita todavía si no se le veía perfil, aunque por los ímpetus, tenía más cara de bailarina

de flamenco que ser la hija de la familia Toledo. Había que rezar mucho por ella, pensaba

Encantada.

Aquel día, Marco Antonio llegó a la casa, con la infausta noticia, de que las vacas en la

finca se estaban muriendo. Esto sí era grave. Y ¿qué pasaría? ¿Sería una peste?, se

preguntaba Encantada. Nadie sabía nada, el mayordomo de la finca, le dijo que durante las

vacaciones las vacas comenzaron a estornudar, como si tuvieran moquillo, cada día caía

una, y al otro día, otra y así hasta caer gran número de vacas. Al parecer, la mortandad era

inmensa, había caído “Nieve”, la vaca de Teresita, “Espuma”, la vaca de Gabriel Alfonso y

“Nacha”, la de Felipe, había sido una calamidad. Algo había en el ambiente, Encantada se

alarmó y pensó en escribirle a la señora Teresa; pero ya no estaría en México, sino en qué

parte del mundo andaría la señora Teresa. Encantada se sintió abrumada, la carta de la

señora Teresa, la casa, la muerte de las vacas en la finca, las llamadas de los amigos, las

revistas, era mucho para ella, estaba a punto de salir corriendo como una loca. Esa tarde,

Encantada recibió una llamada telefónica, al levantar la bocina, era la voz de la señora

Teresa. Grandes alabanzas elevó Encantada a Dios, podía desahogarse por teléfono con la

señora Teresa y lo primero que le dijo fue la muerte de las vacas. Teresa se alarmó,

pensaba en el sufrimiento de los niños, en el dolor que podía causarles tan infausta noticia a

los hijos, lo mejor sería solucionar ella por allá antes de llegar a la casa. Teresa le dio la

noticia a Fabricio, se la dio como quien da la noticia de un familiar muerto; pero Fabricio

no se alarmó. Si era por eso, compraría un camión de vacas y que se lo llevaran a la finca.

A los muchachos se les diría que las vacas cambiaron de colores porque crecieron, tanto

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ellos como las vacas. Al otro día, aparecieron las nuevas vacas por los potreros masticando

mastranto y llenado el aire del fresco olor de las flores. Era ingenioso Fabricio, a Encantada

le parecía que el señor Fabricio le tenía la solución a todo, por algo había sobrevivido a los

vaivenes de la familia Toledo.

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VIII

La Primera Comunión de Gabriel Alfonso y de Felipe, fue anuncio de festejos y

promesas. Gabriel Alfonso era más piadoso que Felipe. El mayor de los Toledo se sumía a

profundidad en las oraciones y plegarias, recitaba los Diez Mandamientos, los Siete

Sacramentos, el Credo y la Salve con facilidad de expresión. Tenía Gabriel Alfonso esa

entrada fácil para las plegarias y para las enseñanzas de los curas y monjas a tal punto, que

lo animaban a pensar en un futuro para entrar a un Seminario Diocesano. Felipe, era más

duro para estas enseñanzas, se despabilaba y estaba pendiente más de las películas de

guerra que por aprenderse la Tabla Divina de los Diez Mandamientos. Para poder avanzar

en las lecciones bíblicas, Gabriel Alfonso, de noche, lo ponía a repetir las oraciones y

escribía en papeles sueltos los Mandamientos o Sacramentos para que el hermano, al buscar

un pantalón o una camisa, se hallara con aquellos papeles y leyera su contenido. En esta

dura batalla estuvieron metidos los dos varones de los Toledo hasta aquel ocho de

diciembre cuando se fechó ese día para la celebración de la Primera Comunión de Gabriel

Alfonso y Felipe. Fabricio y Teresa, que habían tomado aquel evento como un acto de

consagración y festividad familiar, les habían prometido a los dos hijos, que al tomar la

Primera Comunión, se les llevaría de paseo a Roma y al Vaticano, para que conocieran al

Papa. Y aunque sonara a fantasía, después que los dos varones de los Toledo salieron de

aquel compromiso, la familia Toledo hizo maletas y fueron a descender a Roma, donde se

alojaron en un hotel Hilton. Gabriel Alfonso, que se tomó aquel viaje para él, por ser el

adelantado en las clases de catecismo, se sintió maravillado con la arquitectura de Roma y

el Vaticano, se sintió deslumbrado con las calles, las tiendas, los parques y catedrales que

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se alzaban con aquellas cúpulas del Renacimiento. Fabricio y Teresa se los llevaron a los

restaurantes, a los cines y a los museos. En un museo, Gabriel Alfonso se impresionó con el

busto en mármol del emperador Julio César. Pero a Roma no fueron a ver el busto de Julio

César, sino al Papa.

Cuando la familia Toledo pisó el Vaticano, Fabricio y Teresa se sintieron en lo más

profundo de su religión. Era la primera vez que visitaban el Vaticano, ese pequeño país

lleno de catacumbas, tumbas y catedrales donde los primeros mártires fueron devorados por

los leones. A la cabeza de Fabricio venían todas aquellas imágenes, quería ver cadenas,

leones, cárceles de tortura y milagros de aquellos primeros cristianos que para él todos eran

santos. Teresa, embelesada en el Vaticano, insistía en ver al Papa, era la promesa a Gabriel

Alfonso por tomar su Primera Comunión. El Papa, de regreso al palacio después de sus

vacaciones, vino para firmar algunas Encíclicas y celebrar misa en la Plaza de San Pedro.

Era la oportunidad que la Familia Toledo estaba esperando. Aquel domingo, ataviada con

hábitos y descalzos, como si pertenecieran a una Orden Mayor, la familia Toledo asistió a

la celebración de la misa y gran alegría les causó ver al Papa, aunque sea desgaritado entre

la muchedumbre que lo ovacionaba, aquella difusa imagen blanca se perdió como paloma

en revuelo por las capillas del Vaticano. A Gabriel Alfonso le quedó esa imagen, se sintió

marcado por la imagen del Papa y había dejado la promesa, que al terminar sus estudios de

Bachillerato, regresaría para asistir a retiros espirituales y discernir si su camino era seguir

las sandalias del pescador de Galilea. Ansioso por llegar a la casa, Gabriel Alfonso

recordaba todo ese fresco porque aún en la maleta, tenía el hábito y el crucifijo. Fabricio y

Teresa lo llenaron de reliquias, de estampas, de velas dedicadas a los santos, a las vírgenes

y al Papa. Pensaba Gabriel Alfonso, que al llegar a la casa, sacaría sus reliquias, las elevaría

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sobre una pared del cuarto y les daría la santa veneración que merecían todas aquellas

reliquias. Poco a poco, Gabriel Alfonso, iba sintiendo que en la casa de los Toledo Dios

estaba ausente. No veía a Dios por ninguna parte, Dios, esa presencia omnipresente, no

estaba en la familia Toledo y sentía que esa dura batalla por clamar a Dios para que entrara

en el hogar de los Toledo, tenía que librarla él, todos los signos lo apuntaban a él, los curas,

las monjas, Felipe, que se refugiaba en él, Fabricio y Teresa, que le cumplieron la promesa

de ver al Papa, todo apuntaba a que él fuera el pequeño santo de la casa. Era un

compromiso que veía venir Gabriel Alfonso.

Pero Gabriel Alfonso, igualmente recordaba, mientras Teresita seguía insistiendo en

llamar “Valle” a aquellas tierras, las magnas fiestas que los padres celebraron cuando

tomaron la Primera Comunión. Para el matrimonio Toledo Pérez, la Primera Comunión de

los dos varones adquiría para la familia la dimensión de un nuevo nacimiento, el

nacimiento espiritual. Para materializar aquella unión con Dios, con la Sangre del Redentor,

Teresa mandó a comprar a México y a Roma toda la indumentaria sacramental, las

reliquias y los cirios. Los trajes de los varones llegaron a la casa en perfecto estado de

confección, en cajas grandes, con sus zapatos y ropa interior. En cajas apartes, llegaron los

estuches con medallas del Arcángel San Gabriel, de la Inmaculada Concepción y arras de

oro para lanzar en la nave de la iglesia. Incluso, Teresa, le compró al obispo un Misal

Romano, una estola y un cíngulo para ofrendarlo el día de la celebración. La familia Toledo

se encargó del transporte del obispo, de sus comidas y servicios. Teresa contrató las casas

de arreglos florales de la ciudad y llenó el altar y los laterales con flores y estampas que le

dieron tal magnificencia a iglesia, que muchos de los invitaron se distrajeron con la

ornamentación de la iglesia. Para las fotografías, Teresa contrató a un fotógrafo portugués,

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que ofrecía sus servicios publicitando que le había tomado fotos al Papa, a los Kennedy y a

la Reina de Inglaterra. Era obvio, que Teresa quería armar un álbum familiar, con todos los

detalles del evento y tenerlo de por vida para exhibirlo a familiares y conocidos. Fue el día

más largo en la vida de Gabriel Alfonso, cuando todo el mundo, todos los clanes familiares

y amistades querían tomarse una foto con él. En todas las fotos, Gabriel Alfonso salió con

una carita de ángel y una suave sonrisa que inspiraba tocarla, era la perpetuación en

imágenes de los herederos Toledo Pérez.

Fabricio, que había mandando a sacrificar tres terneros, tres cochinos, veinte gallinas y

dos chivos, había armado en el club tal celebración, que recordaba la celebración del

matrimonio entre Fabricio Toledo y Teresa Pérez. De nuevo, los clanes familiares asistieron

y no se fueron hasta que no dejaron los destrozos en el club. Mientras Fabricio tomaba

whisky con sus compañeros de golf y tenis, Teresa se dedicaba a atender a los invitados,

con tal alegría, que recordaba los tiempos en que señorita, se casó con Fabricio Toledo.

Teresa era joven, de gran ánimo para la hacienda y la fastuosidad, Fabricio nunca pensó

que en aquella señorita con la cual se casó, estuviera viviendo esa otra mujer que era muy

aclamada en los círculos de la Compañía. Para todo, a Teresa le consultaban, daba ideas,

consejos y sugerencias. Tenía esa facilidad para obtener las cosas, era conversadora y grácil

para atrapar al más difícil, tenía contactos dentro y fuera del país, era habilidosa para hallar

direcciones y personas que necesitaba y, si era para organizar una fiesta, que se lo dijeran a

ella. Si algún día llegaran a perder el empleo en Corpoven, pensamiento que ni pasaba por

la mente de Fabricio y se convertían en pobres, Teresa podía montar una Agencia de

Festejos y ganarse la vida organizando fiestas. Tenía el punto exacto para las cosas, para las

comidas, para los cocteles, para los manteles, arreglos y colaciones. Tenía conocimiento

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para colocar los platos, las fuentes, la distribución de las cucharas y tenedores, los vasos y

las servilletas. Armaba una mesa como si quien viniera a comer fuera un rey con una reina.

Sabía plisar una cortina, un mantel, darle forma a las mesas y a las sillas. A las comidas,

asistidas por viejas cocineras, le aportaba ella ese punto personal para que los invitados, al

degustar, sintieran que se comían un plato en la casa de los Toledo Pérez. Todos sus

invitados sentían que al pisar uno de sus eventos familiares, asistían a un acto de verdadera

felicidad, todo lo iban a hallar en esa fiesta y tenían la certeza, que salir de los eventos,

habían asistido más que a una fiesta. Para lograr todo aquello, Teresa se había

acostumbrado a comandar un pelotón de servidores, cocineras, choferes, carpinteros,

herreros y múltiples servicios que dentro de su imaginación veía. Contaba con la chequera

de Fabricio y, si era para celebrar la Primera Comunión de sus dos varones, era lógico

pensar que Teresa no iba a escatimar los gastos para celebrar ese acto tan sagrado. Sus dos

varones se lo merecían todo.

Teresa seguía vigilando el sueño de los hijos, el sueño y las lluvias repentinas, habían

retrasado el viaje. Fabricio tuvo que acampar en un pequeño pueblo de la costa. Si las

lluvias seguían, tendría que buscar la ruta de los Llanos, que era probable que los

chaparrones estuvieran causando estragos. Sin embargo, la lluvia fue la oportunidad para

que Fabricio pusiera a prueba el sistema de parabrisas y ver su funcionamiento. No se

había equivocado al comprar aquel carro, el sistema del parabrisas funcionaba a la

perfección, de manera que si se desviaba y tomaba la ruta por el Llano para ganar tiempo,

no se iba a arrepentir. Todos dentro del carro, tendrían la oportunidad de ver el

funcionamiento de un mecanismo del carro que no tenían otros carros del campo

residencial. No podía nadie jactarse en Campo Norte, con decir que poseían una joya como

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la que él llevaba en ese momento en las manos, aferrado como garras de gavilán a su presa,

porque no la tenían. Y veía Fabricio Toledo, ese carro transportado a los Toledo como una

familia virreinal, en tal carruaje atravesando aquel portón de la Compañía sin hacer ruido.

Anhelaba que llegara ese momento, ese momento de verles la cara a Henry y a Emma, sus

vecinos rivales.

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IX

Tal vez diez, quince, veinte años atrás, Fabricio Toledo no se imaginaba que tendría un

carro como el que llevaba entre las manos. Si Nacho, José Alberto o Teodoro, o alguien del

aquel Movimiento Juvenil lo viera, no sólo abrirían los ojos de espanto, sino que lo

calificarían de burgués, de traidor, de apátrida. ¡Florencio Toledo tenía un carro último

modelo! Y les veía la cara a todos, como un tribunal político y social. Fabricio Toledo se

había vendido al Capitalismo, a los yanquis, al Imperialismo norteamericano. ¡Increíble!

¡Increíble! Fabricio Toledo los despreció, le causó repugnancia aquel pensamiento. La vida

era astucia, la vida giraba y había que aprovechar las oportunidades y si aquel grupo de

cabeza caliente no la supo aprovechar, Fabricio Toledo sí las supo aprovechar. Y seguía

manejando mientras ese mal recuerdo lo seguía como un mal olor, penetrante en las narices.

La lluvia, al parecer, lo iba a obligar a desviarse hacia el Llano, había dejado la costa y las

playas llenas de botes y yates, la familia Toledo se despidió de las playas que amaban

infinitamente y corrían velozmente sobre aquellas carreteras abruptas entre yaques y tunas

que bordeaban las carreteras. Teresa miraba desolada las cruces que se alzaban a orillas de

las carreteras, pensando en las almas que desde allí partían al cielo, miraba los zamuros

entre los árboles, desperezándose y malolientes, hacia fondo de las carreteras abundaban las

fincas y las sabanas, era lo que Teresita llamaba el “Valle”. Tenía imaginación la niña, el

frío del extranjero le había afectado la imaginación y ahora regresaba a la casa con ese

concepto en la cabeza de que todo aquello era un “Valle”. Teresa sacó una caja de chicle

Adams de su cartera y se echó a la boca, tres gomas de mascar. Sacó dos y se las dio al

marido. Fabricio Toledo abrió la boca para aceptar la goma de mascar de mano de su

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esposa y siguió su manejo. Si no estaba lloviendo hacia el “Valle” de Teresita, pronto

llegarían a la casa. El carro tenía poder de penetrar el plomo gris de los aguaceros; pero

como iba con la familia, Fabricio tenía que ser precavido. Muy precavido.

En sus años de juventud, no sólo era imprudente, sino rebelde. Para nada esta generación

de Corpoven, como llamaba a sus hijos, se parecía a la juventud que él vivió. Miembro de

“La Juventud Rebelde”, era el encargado de lanzar panfletos a la calle en contra de las

Transnacionales, iba cual perro en jauría a las manifestaciones callejeras para ir contra el

nuevo gobierno, lanzaba piedras y botellas contra los edificios públicos y empresas

norteamericanas e inglesas, quemaba cauchos y bloqueaba las calles con sacos de arena y

alambres de púa, convocaba a concentraciones universitarias y se meaba en las plazas

públicas como señal de protesta. Se dejó crecer el cabello y no se bañaba, comía restos de

comida de los basureros para igualarse con los pobres del mundo, se integraba a las bandas

musicales de protesta y era partidario de una guerra sin fin. El mundo era para la guerra,

manifestaba. La historia cambiaba porque los hombres iban a la guerra. Adoraba a Lenin y

a Marx y soñaba con una revolución. Frente a todo aquello, pasó a ser el propagandista del

Partido Comunista y hasta escribió artículos y editoriales en periódicos y revistas de

Izquierda. Abandonó las aulas universitarias por considerar la educación laica como un

sistema burgués, criticaba las películas de Hollywood y odiaba a la Pantera Rosa. En las

calles era repelido a peinillazos y fue preso varias veces, por revoltoso. Al salir de la

prisión, volvía a las calles con una bandera nacional y la batía en el viento gritando su

consigna favorita:

--- ¡Gringo, go Home!

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Hablaba del indio explotado por los sistemas políticos, defendía al negro que vivía en

condiciones infrahumanas y al pobre de la sociedad que era marginado de las estructuras

sociales y económicas. Las Transnacionales se estaban llevando los yacimientos petroleros

del país, no dejaban nada en las arcas nacionales, los gobiernos nacionales eran traidores

por entregar las riquezas al Imperio y dejar que los obreros en los taladros trabajaran en

condiciones paupérrimas, era adepto de una Ley del Trabajo y de una Ley de Expropiación

de las Transnacionales para regresar la materia prima al país e invertir todo aquello en

educación y agricultura, Fabricio Toledo no toleraba todo aquel mal que carcomía las

entrañas mismas de la nación. Para buscar aquel heroísmo en la acción, hizo trámites para

alistarse en los movimientos revolucionarios de Europa y América, hablaba con pasión de

la guerra civil española, de la gesta de Augusto César Sandino y de la Revolución Cubana.

--- ¡Gringo, go home!

Fabricio Toledo carraspeó y tosió levemente, como si una broza se le hubiese atravesado

en el gollete. Gabriel Alfonso, Felipe y Teresita se habían echado a dormir, por fin Teresita

dormía, rogaba que llegara así a la casa, que no ser por el aguacero ya estarían todos

atravesando el portón de la Compañía pitando a la casa; pero con el pretexto de que los

vecinos salieran a ver su nuevo carro. Vendrían, de eso estaba seguro. Vendría Henry y

Emma, pondrían cara de asombro, de bovinos mirando farallón, alabando los gustos de

Fabricio Toledo. Asientos de cuero, grandes focos, luces bajas y altas, rines cromados,

cuatro cauchos nuevos y el motor de seis cilindros. Sólo por decir lo más relevante. Y se

irían a morir cuando Teresa mandara a descargar los camiones con la mercancía para

remodelar la casa. Los Acevedo no tenían la astucia y la valentía de los Toledo. Pronto les

llegaría la jubilación y no habrían disfrutado de lo que Corpoven les había brindado.

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Fabricio Toledo no soportaba una mujer como Emma, era cicatera, chismosa y vividora. Le

faltaba la gracia y el estilo de una esposa como Teresa, Teresa sola se comía al mundo,

Teresa sola llevaría la barca de los Toledo a mundos inesperados; pero Emma, su pequeñez

la condenó. Nunca tuvo la valentía de ser una Teresa.

Felipe abrió los ojos y se dio cuenta que estaba lloviendo. Lejos de lo que podía pensar

Fabricio y Teresa de que los rayos y truenos lo asustaban, a Felipe le encantaba la lluvia.

Pegó la cara del vidrio y sintió la frialdad del vidrio en la nariz. Teresa le ordenó retirar la

cara del vidrio y él se recogió. Añoraba llegar a la casa con esa lluvia, acostarse y mirar la

lluvia por la ventana, el jardín de la casa la lluvia sonaba profunda, caía a golpes sobre el

techo y sobre las copas de los árboles, al suelo caían mangos y mereyes, los pájaros se

recogían entre los árboles y lejos se oía el zumbido de la lluvia. Llovía sobre el “Valle” de

Teresita, llovía a raudales y cuando llovía, era mejor replegarse y esperar, porque el fango

se salía de las entrañas de la tierra y empezaba a chorrear, llevándose todo a su paso. Todo

al instante iba desapareciendo bajo el aguacero, las casitas de la Compañía, el patio de

tanques, el Campos de los Mechurrios, los taladros, el club de golf y tenis y todo se hace

inaccesible. Fabricio, que llevaba aquel volante en las manos, se llenó la cabeza de

imaginaciones. La lluvia lo iba a obligar a buscar una nueva ruta, una ruta donde los

aguaceros sean menos crueles; pero era imposible. Por todo aquel cielo, lleno de nubes

grises y bajas, sólo se avizoraba un temporal muy peligroso. Llovía en la costa y en el

Llano, por carreteras y montañas. De ser posible, era hasta mejor apartarse y pagar un hotel

para pernoctar esa noche, era el consejo de Teresa, había que salvar a los niños. Fabricio,

que en realidad no sabía por dónde iba, aceleró entre los raudales de agua, encendiendo los

focos en las luces altas y buscó una ciudad cercana, el aguacero traía toda clase de

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imágenes, montañas, costas, llanuras, pueblos perdidos. Fabricio arribó a un pueblo viejo,

lleno de mulas y caballos, con una plaza y una ronda de casas que dormían azotadas bajo el

aguacero. Fabricio llegó a la plaza, perdido y desalentado, sin saber qué hacer, con la

fortuna que los niños dormían y tenía a Teresa para buscar alojamiento.

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X

En un hotel de Curazao, Felipe huyó hacia el mar y miró un espléndido galeón que

pasaba frente a él. Ese barco despertó en Felipe el deseo por la aventura, pensó en

capitanes y soldados que disparaban contra los piratas. Vino a su mente, que ese galeón iba

cargado de oro hacia los puertos de España y Portugal, con animales grotescos y plantas

que lloraban leche. Había visto una película en Disney donde una planta del Orinoco se

comía a los insectos y que una serpiente gigante enrollaba una res para triturarla. En las

películas de Disney conoció el venado, el guacamayo y la serpiente gigante. En una

película sobre África, conoció rinocerontes, elefantes y dromedarios. En un circo en

Boston, le encantó las maromas, los trapecistas y las bailarinas. En una película sobre el

pirata Morgan, le fascinó la figura del pirata y su travesía por el Caribe. Felipe huyó hacia

el mar y la neblina aún cubría el resto del mar, era un mar de un topacio precioso, de una

selva de arrecifes maravillosos, de peces que saltaban en el aire y pelícanos que bajaban

ansiosamente metiendo el pico para comer. En el cielo pasaban bandadas de aves de todos

colores rumbo a las costas para anidar y comer ese día y en el muelle desembarcaban

turistas para ocupar los hoteles. Fabricio había salido temprano a comprar los boletos de

regreso y Teresa se había quedado en el hotel con los niños tumbada por un dolor de

cabeza que la hizo dormir más de lo normal. Abría los ojos y contaba a los hijos, ahí

estaban los tres. Sabía que entre los tres, el más tremendo era Felipe, era valiente, no medía

el riesgo. Saltaba de la cama y se iba a desayunar solo, regresaba solo y no quería la

compañía de los hermanos. Gabriel Alfonso por mudo y Teresita por insidiosa. Prefería, en

sus aventuras, salir solo. Sólo que esa mañana fue muy lejos, sin avisar y expuesto a que un

Toledo desapareciera en el mar. Teresa tenía la cabeza grande pensando en Felipe, había

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soñado con él, tres veces había soñado con él esa noche y el sueño le perturbó la salud. Y

aunque quería levantarse, el dolor de cabeza la vencía. Se había tomado un calmante y se

echó entre sus edredones esperando la venida del marido. Quería regresar rápido. El viaje

de Boston hacia México la alteró mucho y se sentía nerviosa. Fabricio se la había llevado a

Curazao para que descansara de las vacaciones, viendo el mar del Caribe y para que jugara

con los niños. Todos estaban ahí.

Felipe había huído hacia el mar y miraba su espléndido galeón. Se sentó sobre la playa

dorada y soñaba con el galeón. Metía los pies en el agua, dejó que el sol de la mañana le

cayera encima y se llenó los pulmones de la brisa marina. Veía saltar enormes ballenas

frente a él, pensaba en los galeones hundidos al fondo del mar, en la selva de corales en el

fondo del mar y en los fuertes de piedra que los holandeses habían construido a las orillas

para defenderse de los piratas. No había visto una playa tan dorada y preciosa como

aquella, estaba extasiado; pero a la vez, preocupado. Ni Fabricio, ni Teresa, ni los

hermanos, sabían que había huído hacia el mar, a ver el galeón español. Pero Felipe, que en

eso tenía la mente más lúcida que Gabriel Alfonso, había grabado en su mente los pasos

andados. Al salir del cuarto, en el pasillo, colgaba una pintura de la selva, al salir del hotel,

había una estatua de piedra de un pirata, en la esquina de la calle se alzaba una tienda de

aparejos de marineros, hacia la izquierda, roncaban los barcos que salían para Venezuela y

hacia la derecha, había un camino de piedra que caía hacia el mar. Todo ese mapa mental,

Felipe lo había dibujado en su mente y, a no ser que un fatal destino cambiara una de las

señales, pronto estaría de nuevo en la cama sin que nadie haya notado su ausencia. Él no

era Gabriel Alfonso, que para todos lados había que llevarlo, como cuando fueron a Roma

y al Vaticano. En Boston y en Disney, Gabriel Alfonso andaba con Fabricio o con Teresa;

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pero él no era así y, por eso, Teresa vivía con la cabeza grande pensando en las travesuras

de Felipe. El segundo hijo de los Toledo, que se esforzaba por no olvidar ninguna de las

señales del camino, no salía de su asombro al mirar el galeón, lo admiraba.

En la inquietud de las olas, Felipe se levantó y se acercó al mar. Quería arribar al

galeón, le hechizaba como un misterio, le llamaba la atención aquella atracción que no

sabía si era real o ficción. Era fascinante romper aquel hechizo y saltar sobre la cubierta del

galeón, abrir sus camarotes, revisar sus depósitos de oro, el compartimiento de los cañones,

izar las velas, mirar con un catalejo el horizonte del mar y trabar batalla con el enemigo

cuando se presentara la oportunidad. Felipe se acercaba hacia el mar, dejando que el agua

del mar le lavara los tobillos, había un fuerte olor a pescado, a algas podridas. Felipe

miraba hacia todos los lados, miraba el cielo y el sol frente a él, recordaba a sus padres y a

sus hermanos. Habían sido unas vacaciones maravillosas, como nunca. Fabricio y Teresa

les dieron todos los gustos, a Gabriel Alfonso lo llevaron a Roma y al Vaticano, en pago

de una promesa, a Teresita la llevaron a Disney World y a él se lo llevaron al mar para que

caminara libre frente al sol. Felipe era de aventura fuerte, soñaba con barcos y

desembarcos, con tesoros marinos y monstruos que saltan sobre la superficie del mar.

Felipe era más abierto a la imaginación, le costaba aprenderse las clases de catecismo, le

costaba las cuentas de matemáticas y le costaba leer un libro oficial, al menos que la

lectura le fascinara. Él quería el mar, él amaba el mar, era una imaginación febril que tenía

con el mar. Fabricio y Teresa le cumplieron su sueño. Lo habían llevado por yate por todas

aquellas costas, comieron en restaurantes lujosos, le compraron juguetes marinos, se

llevaba en la maleta todo un juego de aperos para pescar, se llevaba sus trajes de pirata, se

llevaba el Manual del Marinero, mapas infantiles y catalejos. Con uno de esos catalejos

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miraba el galeón, muy cerca de él. El galeón estaba más cerca de lo que él pensaba. Avanzó

hacia el mar, hundiéndose más, quería llegar al galeón, roncaban los barcos pesqueros por

allá, atravesaba esa neblina un Crucero gigante y naves cargadas con mercancía de Virginia

y Boston pasaban frente aquellas costas rumbo a los puertos de Venezuela. El mar bañó a

Felipe, se sintió atraído.

La suave brisa llegó a la playa, se hizo fuerte y azotó los botes que cerca estaban en la

playa. Felipe sintió que la brisa se lo llevaba, que lo arrastraba, que se lo llevaba hacia el

galeón, como si la brisa golpeara las compuertas del galeón para dejarlo entrar. Una ola

fuerte roncó cerca de él y fue a golpear los botes, en el aire dejó su fuerte olor a salina.

Felipe se hundía, quería ver el galeón, lo exploraba con su catalejo, lo tenía cerca, muy

cerca, casi al alcance de la mano. Era como si desde adentro, alguien le hablara y lo invitara

a avanzar, a entrar al interior del galeón para compartir los tesoros que reposaban en sus

depósitos. Felipe avanzaba; pero una ola gigante se alzó y lo arrastró fuerte hacia la orilla,

Felipe tragó agua salada, luchaba contra aquel gigante de agua, que lo empolvó de arena y

alga, que le golpeó el pecho y los brazos. Era mucho para Felipe, era muy grande aquel

gigante para él, sintió que el galeón era arrastrado hacia el fondo del mar, que huía de él,

Felipe lo acercaba con su catalejo y miraba cómo las olas y el viento arrastraban su

fantástico galeón lleno de tesoros fabulosos. Era horrible pensar que el galeón se alejaba,

que toda aquella fantasía, aquella luz frente a él, en ese mar, fuera vana ilusión. Cómo

podría decir después que había visto un galeón, que se había escapado y que estuvo a punto

de montarse en un galeón lleno de tesoros. Nadie le iba a creer ese cuento, y por más que se

esforzara en contarlo, nadie le iba a creer. Primero porque Teresa tenía a los tres hijos a la

vista de ella, ninguno había salido. Segundo, porque no tenía pruebas de aquel galeón

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existía, nada podía probar porque aquel galeón zarpó hacia otros mares dejándolo solo en

una hermosa playa de Curazao. Felipe había soñado a orillas del mar.

Se levantó rápido, se sacudió los pantalones y recordó su mapa de regreso. Era la hora

en que Fabricio iba a regresar con los boletos de regreso, era la hora en que Teresa se

levantaba para llevar a los hijos al baño, para asearlos y vestirlos. Luego; llevarlos a

desayunar y a comprar algunos regalos de última hora, ya le conocía el itinerario a Teresa,

siempre antes de partir de una ciudad, compraba regalos y detalles de última hora para

regalar. Era de manos abiertas, Teresa, la conocía. Felipe hizo el camino de regreso, a la

inversa de la mañana cuando salió, verificando cada una de las señales. Afortunadamente

todas estaban intactas, nadie las había cambiado. Felipe abrió la puerta del cuarto con

cuidado, para no hacer ruido y despertar a Teresa que yacía con un fuerte dolor de cabeza,

caminó en silencio y saltó como un conejo a su hoyo. Se despertó a las diez de la mañana

soñando con un galeón.

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XI

Fabricio Toledo había viajado de urgencia a Nueva York para asistir a un almuerzo

entre ejecutivos y recibir la noticia de que el Congreso discutía la Ley de Nacionalización

del petróleo. Había dejado a Teresa con los niños en París, todavía de vacaciones, para

volar a una reunión donde se les iba a informar sobre una noticia que iba a cambiar la

historia, incluso, la historia de los Toledo. Fabricio Toledo arribó la tarde anterior e iba

cubierto con ropas de invierno, aprovecharía su escala por Nueva York para revisar algunos

hoteles, restaurantes y centros de atracciones, pues al volver a París, regresaría con la

familia para traerla a Nueva York. Teresa estaba antojada de comprar trajes, lencerías y

utensilios de cocina y los niños querían ver películas, comprar trajes infantiles y comer

comida norteamericana. No era tampoco que Teresa estaba antojada, sino que era parte del

plan de viaje, de esas vacaciones que se habían prolongado; pero que no se arrepentía

porque Teresita había despertado de su silencio fetal y los dos varones se habían espigado a

tal altura, que ni los Toledo ni los Pérez los iban a reconocer. Gabriel Alfonso iba viento en

popa, en ese crecimiento de varón, era tierno, bello e inteligente, había sacado de los

Toledo todo ese carácter afable y esa concentración para observar los hechos de la vida.

Felipe iba alcanzando a Gabriel Alfonso y Fabricio y Teresa apostaban a que iba a pasar de

tamaño a Gabriel Alfonso, era un muchacho decidido, revoltoso y de gran astucia para el

juego. Y si era astuto para el juego, para salirse con la suya, era de esperarse que Felipe

fuera un gran emprendedor, un gladiador para las acciones, podría ser jugador de la Liga

Americana, o miembro de un club de fútbol español. Teresa, que lo observaba siempre,

porque era el que le ponía la cabeza grande de preocupaciones, pensaba que había salido a

los Pérez, en eso de ser decidido, arrojado e intrépido. Era de pensar que si el día de

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mañana, ni ella ni Fabricio estuvieran por ahí, Felipe tomaría el mando de la familia y

mantendría el mismo rigor que el matrimonio Toledo Pérez. Teresa vivía admirada del

desarrollo de su segundo hijo y esperaba que de los Toledo no se le pegara nada, pues si de

malas costumbres se hablaba en una familia, había que buscarlas en la familia de Fabricio

Toledo. La suegra era insoportable.

La prensa norteamericana informaba que en el Congreso de Venezuela se discutía la Ley

de Nacionalización y que el gobierno aceleraba los trámites para convertir todo aquello en

una gesta de independencia. El gobierno y el Congreso hacía tiempo que venían discutiendo

con las filiales, entre ellas Corpoven, todo aquello de la integración de todas ellas en una

sola corporación, para crear una gran casa matriz. En el almuerzo, muchas eran las

interpretaciones y las opiniones. Augusto Cienfuegos opinaba que todo aquello tenía un

tufo a nacionalismo, a marxismo, que era peligroso que una empresa como Corpoven

cayera en manos de una pandilla de gánfiros como lo eran los políticos del país. Hojeaba la

prensa y arremetía contra los políticos tildándolos de vagos y haraganes. Era muy fácil

sentarse en una curul senatorial o de diputado y alzar la mano para nacionalizar una materia

prima y expropiar por vía de utilidad pública, los bienes de una empresa como Corpoven.

Ya deseaba, arremetía Augusto Cienfuegos, estar él en esa curul y ganar viáticos,

comisiones, viajes y dietas por tan sólo levantar el dedo y echar por el suelo la historia de

una empresa. Se tomó un trago de whisky escocés, se había enardecido. Federico Alarcón,

que tenía en la cabeza el Capitalismo de Adam Smith y los principios del Mercado, como

Mandamientos para crear empresas y crear productos, como en los Estados Unidos e

Inglaterra, opinaba que todo aquello era una verdadera barrabasada. Los políticos del

Congreso se estaban cagando en sus propias patas y esa mierda estaba cayendo sobre el

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país. Nadie en su sano juicio estaría en desacuerdo que la Nación, por fin en su historia,

tuviera en sus manos una empresa como una casa matriz, ésa sí era una verdadera gesta;

pero olía Federico Alarcón que una Nación que nunca había administrado recursos propios,

de una filial como Corpoven, era como ponerle una hojilla al mono. Campaneó su whisky.

Mario Álvarez era de la opinión de que si llegaba la Nacionalización, la Nación, no sólo iba

a cambiar, sino que se le iban a meter en los pechos a los ciudadanos el frío por pedir todo

al Estado y que nadie querría trabajar esperando las dádivas del gobierno, porque si algo

reprochaban aquellos amigos con una mesa de caviar y aceitunas rellenas con queso azul al

frente, era que en la última campaña electoral se le había llenado la cabeza al pueblo con

falsas esperanzas que sonaban a vagancia. Si en la Nación una empresa de trabajadores y

empleados sabía de trabajo y de cómo llevar una empresa al éxito, ésos eran ellos, los

empleados de Corpoven.

Fabricio Toledo, con sus piernas cruzadas y con el sabor a aceituna dentro de su boca,

hojeaba la prensa, parecía frío e indiferente. Los bocadillos de langosta estaban exquisitos,

le provocaba comerse la fuente completa; pero esa mañana tenía ardor en el estómago.

Tomaba por el momento agua con soda, pensaba que no era como para ir al médico todavía.

Si cerca estuviera el doctor Hoover, de Corpoven, le habría recetado un protector

estomacal para aquella gastritis. Pero estaba bien lejos el doctor Hoover. Sus compañeros

de trabajo seguían trabados en la discusión y al parecer, le tocaba opinar a él. Pero habló de

las aceitunas, del salmón ahumado y de las trufas, todo era una exquisitez. La reunión

parecía bajar de nivel, los comensales se animaron a probar los bocadillos de langosta, las

trufas y las aceitunas. A las dos pidieron el almuerzo y a la mesa vino un servicio de platos

y fuentes, que era de suponer que vendría un séquito de mucha importancia. Pero no, eran

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sólo ellos, los empleados de Corpoven que discutían acaloradamente la Ley de

Nacionalización del petróleo y de cómo aquel gesto de aquellos políticos patrioteros,

tirapiedras y sin oficios, iba a cambiar la realidad de todos. Pasar Corpoven al Estado,

creaba entre todos un abismo que les producía incertidumbre. Hablar del petróleo como si

fuera de una sola tribu política, era un sectarismo inaceptable, argumentaba furioso

Augusto Cienfuegos. Qué sabían aquellos políticos de Corpoven, qué que no supieran ellos,

que por años habían tejido aquella matriz con ingenio y estudio, con la asistencia de

Norteamérica y Europa; fueron ellos, a través de Corpoven, los que ayudaron a darle la

libertad a Europa durante la Segunda Guerra Mundial y los que promovieron los cambios

políticos y sociales del país. En este país el petróleo quitaba y ponía gobierno, eso era

innegable.

Fabricio Toledo seguía indiferente, su fuerte no era la política o lo económico, mucho

menos lo social. Para ser sincero, en el fondo le repugnaba aquellos argumentos que

esgrimían sus compañeros de trabajo, le estaban hablando de la astrología o de la

astronomía, decir que él alguna vez, desde que trabajaba en Corpoven había visitado un

barrio marginal o llevado comida a un indigente, era una mentira. Teresa era la que se

encargaba, algunas veces de practicar esas obras de caridad, regalando las latas de sardina,

los embutidos de carne o los granos que compraban en el Comisariato, era Teresa la que a

veces se encargaba de decirle a la servidumbre, que se llevaran las despensas de comida del

mes anterior, porque se corría el riesgo de perderse todo eso. Fabricio miró la mesa, el olor

de las langostas, de las salsas, de las ensaladas, le abrió el apetito. Invitó a almorzar y

descorcharon una botella de vino blanco, brindaron y empezaron a almorzar. Valía la pena

pasar por Nueva York, Nueva York era una ciudad abierta, se hallaba de todo, había de

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todo, antes de partir de nuevo a París, esa noche Fabricio pensaba asistir a un concierto de

jazz con mambo. Admiraba toda aquella concentración de artistas que en Nueva York

habían trastocado el fandango en música del trópico, había en todo aquello, magia y

espectáculo, era realmente sensacional para Fabricio Toledo. Para esa noche, asistiría a un

gran concierto y perderse un concierto en Nueva York, era como dejar de comer langostas

en Nueva York. ¿Y para qué, pues, estaba en Nueva York, sino para un almuerzo y para ir

a un concierto al final de todas? Un almuerzo era un almuerzo cuyo aderezo al final del día

era un concierto en el Madison Square Garden. En fin, el almuerzo fue la conversación

más informativa e ilustrativa, regresaba con lo mismo, con algunas ideas y noticias de lo

que pasaba en el Congreso y con los políticos. Al regresar al país lo esperaban reuniones,

citas y audiencias para armar un cronograma de la Nacionalización. Meterse en lo profundo

de esas aguas, no era su fuerte, se dejaba atrapar por las opiniones de sus compañeros; pero

como un insecto que cortaba rápido el tejido de la araña, se salía de todo aquello para caer

en su vida, disfrutar de aquella mesa, como oportunidad de oro. Brindar en Nueva York,

en pleno invierno, con ropa de invierno y comiendo langostas, era para Fabricio mejor

oficio que hablar de política, porque todo aquello era política, la pura política de políticos

que nada sabían de política, menos él.

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XII

Al oír a Teresita hablar, a Teresa le preocupó la imaginación de la niña. Se había creado

un mundo distinto en la cabeza. Aquellas vacaciones la habían cambiado, la habían

despertado, pero a tal grado, que la niña Teresita no hablaba más que incongruencias. La

oía hablar, la veía en gestos y manifestaciones de un ser que no tenía nada que ver con los

Toledo o con los Pérez, nada le veía de la vida familiar, de las comidas y juegos que

compartían todos en la familia. A la cabeza de Teresa venía de todo, a Teresita se le había

dado la misma crianza que a Gabriel Alfonso y a Felipe, se le había celebrado su

nacimiento, se le había prendido su primera velita cuando cumplió un año y se le echó el

agua con el mismo ritual que los dos primeros. Pero era como si Teresita hubiese sido

engendrada en luna llena y embrujada, y que recordara Teresa, Teresita, fue procreada

como cualquiera de las noches en que procrearon a Gabriel Alfonso, a Felipe y al aborto

que sufrió de un cuarto. Y era hembra también, lástima que no llegó al parto y tuvieron que

hospitalizar a Teresa. Tal vez que si hubiese nacido, Teresita fuera otra, porque esa crianza

que doña Concha y la madre de Teresa, la señora Eugenia le reprochaban, era tal vez lo que

estaba llevando a la niña Teresita a llevar aquel mundo en la cabeza. Eso a veces trajo

disputa entre la pareja. Fabricio era muy tolerante con la niña, como si hubiese nacido para

reinar sobre todos y, a ella, a veces, también, se le iba la mano en la crianza, apoyándola

en todo. Cuando llegaba el momento del rigor, Fabricio le reprochaba el trato hacia la niña

y ella murmuraba que le estaban dando una mala crianza. En ese ir y venir, la niña Teresita

iba creciendo y los padres no se daban cuenta que la niña iba creciendo, despertando y

actuando. Con patrimonio desde la cuna, la niña Teresita ya contaba desde su nacimiento

con un cofre lleno de oro, desde aquel primer premio en oro por venir a la vida hasta el

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último regalo que le compró Teresa en una tienda de Roma, patrimonio en oro que Teresa

vigilaba celosamente. A los tres, a Gabriel Alfonso, a Felipe y a Teresita, le tenía sus

cofres llenos de joyas de oro, de plata y de piedras preciosas. Y una vieja malacostumbre

que tenía Teresa heredada de sus antepasados, la de guardar en cada cofre, el ombligo

disecado de los hijos y el primer mechón de cabello cortado atado con cinta roja. A doña

Concha de Toledo le parecía todo aquello cosas de brujería; pero para Eugenia, la madre de

Teresa, era el recordatorio de aquellos nacimientos. Teresa se inclinaba más porque lo que

le decía su madre.

En la cabeza de Teresita abundaba la fantasía. En París visitaron un zoológico, y aparte de

leones, elefantes y tigres, la familia Toledo se inclinó por el acuario. Era un acuario grande,

de agua dulce, que llamaba la atención por la clase de peces que en él nadaban, los Toledo

Pérez se maravillaron con el acuario y pegaron los ojos al vidrio para ver mejor los peces.

La luz del sol brillaba dentro del agua y se podían ver los colores de los peces, se veían en

su estuario natural, comiendo algas y comidas que le echaban a las aguas para que los peces

se alimentaran. A Teresita le encantó el acuario, señalaba los peces y la animaba la

curiosidad. Al otro día, volvieron al acuario porque esa noche Teresita había soñado con el

acuario y quería regresar a ver los peces. Algo había visto Teresita que le llamaba la

atención. Señalaba un pescado de agua dulce, el pescado huía del cristal; pero regresaba

luego a tocar con su boca babosa el cristal húmedo. Fabricio se dedicó a averiguar y

descubrió para sorpresa de él y de toda la familia, que aquel pescado se llamaba Zapoara,

pescado que vivía en las aguas del río Orinoco y cuya carne era muy apreciada por los

indios de Guayana. La Zapoara no sólo era comestible, sino que tenía su fiesta y su

temporada, en la cual, los pescadores y habitantes de las riberas del río, festejaban con gran

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gozo la temporada del pescado. Había mucha forma de prepararlo, los indios se lo comían a

las brasas, o asado sobre piedras calientes; pero los criollos tenían diversas formas de

prepararlo. Teresita se enamoró del pescado y quería uno para ella, para tenerlo en una

pecera en su casa y con ese tema anduvo durante el viaje. Teresita soñaba con la

Zapoara, la veía gigante y pequeña y la veía dentro de la casa, nadando por la sala y por los

cuartos. Dentro del camión que había enviado Teresa, iba una pecera para Teresita, lo que

faltaría sería la Zapoara.

Pero Fabricio llevaba otro pensamiento, de regreso a Nueva York, con la familia

completa, le ensombrecía el rostro la noticia de la Nacionalización del Petróleo. No le había

dicho la verdad a Teresa, las mujeres no estaban metidas en aquellos paquetes, las mujeres

vivían en otro mundo, en su mundo de fantasía y viajes. A Teresa le preocupaba más no

hallar en una tienda de México el vestido de la Primera Comunión de Teresita, o no hallar

en una tienda de Nueva York los perfumes que adquiría a alto precio, que hallar pasajes de

regreso. Le ensombrecía el rostro a Fabricio que los avances de aquella gesta, como la

tildaban los políticos del Congreso y del gobierno, que ya fuera exitosa y que el gobierno

se apresurara para firmar el decreto. Por los periódicos de Nueva y París, se enteró que gran

júbilo se vivía en el país, que la Nación se disponía a celebrar con bombos y platillos, con

grandes discursos y conciertos, la Nacionalización del Petróleo. Ya lo vería todo cuando

culminen sus vacaciones y regresara al país para meterse en aquella oficina. Pero bien

difícil veía Fabricio que volviera a la oficina, a “su” oficina. Al llegar la Nacionalización, le

tocaría desmontar la oficina, los afiches de la filial, los calendarios de Boston, el mapa de

los Estados Unidos y la foto de los fundadores de Corpoven. Aquellas fotos, incluso, donde

él aparecía retratado al pie de un taladro con una cuadrilla de obreros texanos, tendría que

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bajarla y empezar de nuevo la decoración nacional de la oficina. Pero eso no era nada, sino

verse la cara con aquellos políticos que ahora entraban de jefes nuevos, que tendrían la

gallina de los huevos de oro en sus manos y propiciarían la cultura del saco roto.

--- ¿Te pasa algo, Fabricio?---le preguntó Teresa, a su lado.

---Nada---respondió simplemente Fabricio---. Nada de qué preocuparse, pronto llegaremos

y los muchachos seguirán sus vacaciones.

Pero Teresa intuía que Fabricio andaba con los pensamientos lejos. No lo iba a explorar;

pero sí iba a crear las condiciones para que la última etapa de aquellas vacaciones pudiera

ser divertida. Al llegar a la casa, llegarían las clases, el hogar y el trabajo. Y mientras

Fabricio estuviera en la oficina y los muchachos en la escuela, ella estaría dedicada a la

remodelación de la casa, bajando cortinas y montando cortinas, sacando gabinetes y

metiendo gabinetes, picando los pisos y las paredes y mandando a echar cerámica nueva,

grifos y pocetas nuevas, cambiando la lencería de la casa, arrojando las cucharas y ollas

viejas, cambiando las sábanas de pavorreal por las sábanas de Holanda e Italia, quitando las

puertas de hierro para cambiarlas por puertas de madera, cambiando los alfeizares de las

ventanas y las cenefas de la casa y en fin, todo el trabajo del mundo. Mucho era el trabajo

que le esperaba a Teresa; pero intuía que Fabricio estaba lejos en los pensamientos. Una

sombra quería apagar la alegría de las vacaciones. Algo le preocupaba y tenía que ser del

trabajo. Fabricio poco compartía los problemas del trabajo con Teresa, de poco hablaban

los dos de la oficina o de Corpoven, era como una manera de proteger la familia que tenía

Fabricio de no llevar las tareas de Corpoven a la casa. Una de las promesas de Fabricio, al

salir de vacaciones, era cerrar la oficina por un mes, olvidarse de Corpoven y de todo lo que

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ello implicaba para dedicarse a la familia por completo. Viajaba a Nueva York para asistir

a los estadios de juego, a los conciertos y restaurantes, quería comprarle ropa deportiva a

los hijos, trajes a Teresa y a Teresita, quería aprovechar su escala por la ciudad de Nueva

York para visitar algunas casas de moda masculina y llevarse un par de trajes para

ceremonias especiales, quería llevarse corbatas, zapatos de cuero, correas de cuero, camisas

Polo y Paramouth, relojes y esclavas de plata, cadenas con crucifijos de oro y, por supuesto,

algunas botellas de whisky y cajas de cigarrillos. Al alojarse en un Hilton, la familia Toledo

Pérez no perdió el tiempo. Teresa abrigó la familia con ropa de invierno y se fueron de

compra, aunque a Fabricio se le viera esa sombra de preocupación en la cara. Algo le

preocupaba.

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XIII

Tuvieron que dormir esa noche en un pueblo con caballos y mulas. La noche había sido

espantosa, truenos, relámpagos y rayos desviaron el camino de los Toledo hacia aquel

pueblo que para conocimiento de Fabricio, no sabía que existía. El pueblo tenía una plaza,

con la fachada de la iglesia y las casas oficiales, rodeada de almendrones y algarrobos. Al

escurrirse la lluvia, por la mañana, los árboles quedaron con un barniz sobre las copas y las

casas de adobe con techos de teja emergían de los pantanos como barcas flotantes.

Fabricio, al abrir la ventana del único hotel que había en el pueblo, miró la plaza con

tristeza y desolación, parecía el pueblo más muerto de la tierra, le dio por pensar que todo

era un sueño seco, sin vida, muy distintos a los que tenía en París o Nueva York. No

entendía Fabricio lo que le estaba pasando últimamente, una mala racha se le estaba

atravesando en los hechos de su vida y en la de la Familia Toledo Pérez, después de todo,

aquellas vacaciones se le habían convertido en una peripecia de locos, toda la familia había

sufrido cambios, él y hasta Corpoven. A su regreso, se hallaba con la infausta noticia de

que Corpoven iba a desaparecer, que la firma de un solo plumazo sobre un decreto, haría

polvo la empresa en la que había trabajo los últimos veinte años, que había probabilidad de

que aquellos viajes, las nuevas vacaciones, se fueran al zipote. No entendía el significado

de todo esto. Tal vez los amigos con los que almorzó en Nueva York tendrían razón, los

políticos son manganzones que alzaban el dedo en el Congreso para cambiar todo; pero lo

que no sabían aquellos políticos era que forjar una empresa como Corpoven requería el

sacrificio del alma y la vida mismas. Todos aquellos años de estudio, de reuniones, de

insomnios y bregas en los campos petroleros, meterse bajo la lluvia a supervisar los

taladros, a sofocar huelgas de trabajadores, a combatir los avatares de la subversión

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comunista de la década anterior y tener que mantener esa filial en los mercados

internacionales, había sido, de verdad, una verdadera gesta personal y corporativa.

Corpoven era de espíritu corporativo, no sectario como el de los políticos en el gobierno y

en el Congreso, todo le estaba cambiando en la vida a Fabricio Toledo.

Sin embargo; aquel pueblo con caballos y mulas, parecía despertar para una fiesta. Se

disponían a celebrar la fiesta de su santo y el desparpajo de truenos y relámpagos la noche

anterior, fueron los tambores que anunciaban la celebración de las fiestas del santo patrón.

Muy de mañana, la plaza fue dispuesta con toldos y tiendas para colocar a las autoridades

del pueblo, al cura y a los invitados principales. La iglesia se abrió y las congregaciones se

fueron a retocar el carruaje del santo que esa tarde saldría en procesión, junto con todas las

autoridades del pueblo. Para tal festín, habría en las calles, músicos ejecutando sus

instrumentos musicales, bandas musicales, peleas de gallos, carreras de burros, carreras de

saco, palo ensebado y bailes en las calles. Los vendedores de chicha, de raspado, de

pinchos y chucherías, se apostarían en las inmediaciones de la plaza para ofrecer sus

productos y no faltaría, quien a medianoche, ahíto de tragos, protagonizara una pelea que le

daría trabajo al prefecto del pueblo. Fabricio salió a vigilar su carro, estaba intacto, aunque

embarrado en los cauchos. Pensar que había imaginado darle un solo cholazo hasta Campo

Norte y frenarlo frente a la casa para que todas las casas salieran a ver qué había pasado en

la casa de los Toledo, pero no había pasado nada, sencillamente que Fabricio Toledo traía

su última adquisición, un modelo nuevo de Chevrolet con asientos de gamuza y rines

plateados, y traían tres camiones por carretera llenos de novedades vacacionales. Eso era

todo, muy sencillo para los Toledo Pérez. Después que descansaran podrían hablar con los

vecinos; pero para ese momento estaban extenuados de las largas vacaciones, se irían a

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dormir. Fabricio caminó por la plaza y miró todo a su alrededor, nunca había entrado a

aquel pueblo, ni sabía cómo se llamaba; pero estaba en la misma vía de su casa, de la

ciudad donde residía. Miró la iglesia abierta y se acercó para observar. La gente le pareció

muy sencilla, llana y franca. La iglesia, de dos torres y una nave central, tenía un Altar

central donde dentro de poco se celebraría la fiesta del santo patrón. Fabricio se acercó a la

imagen del santo patrón. Necesitaba Fabricio una respuesta, una exploración a su vida,

escudriñar ese mundo que andaba por ahí sin respuestas. Fabricio se fijó en la mirada del

santo y la imagen parecía verlo, con tristeza y desolación. Sintió Fabricio la miseria que era

por dentro y si había tristeza en la mirada de la imagen, había tristeza en el fondo de su

alma, era como bajar una cuerda al fondo de un pozo de agua y sacar de él, lo podrido y

fugaz de ese fondo. Y como a todos los hombres de aquel pueblo, a Fabricio le dio por

beber, así mataban todas sus penas, hasta echarlas al fuego del olvido en una estrepitosa

borrachera de ocho días. Realmente Fabricio se sentía mal.

Sin causar ruido, fue a una esquina, donde ya hombres de fina estampa, se apostaban

para llenar las esquinas e invitar a la parranda. Fabricio pidió una cerveza y se la bebió de

un solo buche. Pidió otra y a las tres, ya tenía conversación con dos compadres del pueblo.

Lo invitaron a la gallera y en la gallera apostó y ganó. Ya los dos compadres lo llamaban

amistosamente el “Musiú” de Corpoven, porque había anunciado con mucha fanfarria que

trabajaba en Corpoven. Seguía bebiendo, como un desalmado, olvidándose que tenía una

mujer y tres hijos en un hotel, un carro nuevo y el baúl lleno de mercancía cara. Y seguía

bebiendo, muy poco tomaba cerveza; pero a falta de un aromático y fino whisky, no le

quedaba más que tomar cerveza y alguno que otro palo de ron que ofrecían los compadres

de última hora. En un puesto de comida criolla, en un tarantín, almorzó al aire libre, con las

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manos y a boca llena. Los compadres se reían de las ocurrencias del “Musiú” de Corpoven.

Tenía gracia y era chusco el hombre. En la plaza, Fabricio Toledo asistió al canto de los

corridos, de las coplas llaneras y a las aclamaciones al santo. Al cantarle al santo, el pueblo

se unía en coro y avivaba el fervor, que a Fabricio le animaba la vida en su alma triste. Y

mientras más aclamaciones subían al cielo, sentía ese golpe en el alma, en la vida y en el

corazón de Fabricio Toledo. Gran ánimo iba sintiendo Fabricio con aquellas aclamaciones,

con aquellas ejecuciones de tambores que sonaban en fiestas de calendas, a fiestas de

Corpus Cristi, a solemnidad de Resurrección. Mucha cerveza y ron tenía Fabricio detrás del

pecho cuando animado con los tambores y cuerdas que emitían sus sonidos, se le apareció

una mujer con rata de rata. Era fea, curtida y abominable. Bailaba en la plaza y todos reían

y aplaudían. Tenía aspecto de roedor, se movía y ejecutaba movimientos de una extraña

danza. Se pegaba a los hombres y le reía con esa cara pestosa, parecía ser parte de aquellas

extrañas fiestas que a Fabricio le causó extrañeza. En Colorado había asistido a una feria

del caballo y le pareció que los caballos eran de una extraordinaria belleza, para la

equitación y la exhibición que cada año se presentaba con motivo del 04 de julio y, tan

bellos eran aquellos caballos, que Fabricio Toledo compró uno y enviaba mensualmente

una renta para mantener al caballo y prestarlo siempre para las fiestas del 04 de julio. Sólo

que lo del caballo le trajo por problemas de celos con los hijos, porque al caballo blanco de

tal hermosura, Fabricio lo había “bautizado” con el nombre de Gabriel Alfonso; pero luego

vino Felipe y quiso el de él, era justo también que Teresita tuviera el de ella, todos con los

nombres de los hijos y era ya una tradición que la familia Toledo viajara a Colorado para

asistir a la feria y deleitarse con la belleza de los caballos.

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A Fabricio aquella mujer le pareció repugnante, no sabía si era disfraz para la comedia o

real aquella extraña figura que había salido como novedad de las ferias del pueblo. A

Fabricio se le fue la borrachera y buscó el hotel, aquellas vacaciones ya tenían otro signo.

---Te pudieron secuestrar---le recriminó Teresa.

Él se despertó aún con el cuerpo estrago por la fiebre. Había pasado la noche con la fiebre

y se sentía abatido, perturbado por todo lo que le había pasado y estaba callado por las

peleas de Teresa:

---Te pudieron secuestrar. ¡Piensa en tus hijos! Ya no estás solo en el mundo. Ese carro

nuevo es una tentación, vámonos de una vez de este pueblo. ¡Vámonos ya!

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XIV

No había querido decir nada, se despertó una noche en una habitación de un Hilton con

el sufrimiento de tener una erección nocturna. Se vio a las puertas del abismo. Pensó en lo

peor y creyó que Dios lo vigilaba. No sabía qué hacer y se tiró la sábana encima, apenado

de aquella insolencia de su cuerpo. Al sentir el roce con la sábana, gran fruición subió por

todo su cuerpo y le llenó la cara de sangre. Iba a estallar como un tomate maduro. Se

incorporó sobre la cama y miró a su alrededor. Un reloj sonaba tic tac en una habitación

cercana y el sonido se expandía porque había silencio en la noche. Empezó a rezar, a

murmurar sus oraciones aprendidas y a rogar que Teresa no abriera la puerta de la

habitación para vigilar a los hijos. Gabriel Alfonso miraba la ventana y, a través de ella, la

luna opaca y el mar que lejos se ocultaba en la inmensidad infinita. Grandes imaginaciones

vinieron a la mente de Gabriel Alfonso, imágenes cargadas de abominaciones y

recriminaciones, de castigos e infiernos. Lo acosaban imágenes de diablos, demonios y

almas pervertidas. A él vino esa primera imagen de mujer cargada de sensualidad y deseo.

Aquella mujer se metió en la mente y en el cuerpo de Gabriel Alfonso invitando a su

espíritu a un combate feroz. Gabriel Alfonso se llenó de miedo y de silencio y así como

sonaban las manecillas del reloj en un tic tac constante, así sonaba su miembro viril, en

pulsaciones y tensiones que le tomaban todo el cuerpo. Gabriel Alfonso respiró hondo,

buscando calma en todo aquel combate y quiso quitarse la sábana de encima, para ver el

tamaño de aquella erección; pero sintió miedo de nuevo y empezó a temblar. Temblaba

mientras miraba a través de la ventana, mientras temía a esa mujer que vio venir hacia él y

meterse entre sus sábanas con tal invitación, que pensó en lo peor. Nunca se había querido

morir Gabriel Alfonso, pero aquella noche sintió la necesidad de ser arrastrado por un

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aluvión que se lo llevara al sueño o la inconciencia. Nadie le había hablado de este

combate, a nadie había oído hablar que a esa edad, los hombres entraban en combate, pero

con tal desigualdad, que era de notar que el hombre saldría derrotado. En él se despertaba

una fuerza de varón superior a él, que arrastraba su imaginación a campos nuevos, a

sensaciones novedosas y placenteras. Porque ahí estaba todo, en el placer, nunca antes

Gabriel Alfonso había librado una batalla donde sintiera tanto placer, placer por seguir

combatiendo.

Años después, entendía las imágenes que había visto en la finca. Había visto a

“Braulio”, el toro de la finca, montarse sobre las vacas, a “Marlon”, el perro grande de la

finca, arrastrar perras por las trochas, a “Cornelio”, el burro, corretear detrás de las burras y

alzarse en dos patas para treparse sobre la burras de anchas ancas, a los gallos pisar

gallinas y alzar las alas al aire cantando de gozo, a los gatos ñarreando de noche mientras

realizaban sus cópulas y algunas imágenes de amor natural en el cine. Iba entendiendo

Gabriel Alfonso, la escena de aquel joven héroe que sufría por el amor de su princesa y al

galán de la telenovela que al final se casaba con la amada. Era un mundo abierto el que

había venido a Gabriel Alfonso, era una caja de sorpresa todo aquello de sentir una

sensación de placer en la ingle donde abruptamente los testículos le habían crecido y

empezaban a empañársele con una maraña de pelos. En las axilas, Gabriel Alfonso había

notado también, mientras almorzaban frente al mar, que hedían a cebolla y salían de ellas,

cañones de pelo, el aliento le empezó a heder y las ventosidades eran pestilentes. De pronto,

se le iban los gallos y su voz se tornaba entre infantil y grave. A sus mejillas, voló una

tenue barba que denotaba su rostro peludo. Un bozo amarillo de barba de maíz sobre su

labio superior, empezó a notársele. Mientras esos cambios se daban en su cuerpo, su

73
mirada empezaba a voltear a las chicas de su edad, y en la ingle lo arrastraba el deseo de

estar con ellas. La sensación de estar con una mujer en la cama, lo despertó esa noche lleno

de miedo y a punto de salir al baño.

Nada había revelado, se imaginaba que Fabricio y Teresa se habían dado cuenta de que

él estaba cambiando de cuerpo. Sentía vergüenza con Fabricio y Teresa y mientras el padre

iba manejando camino de casa, pensaba si lo revelaba o no. Ya Teresa, en una oportunidad,

le echó en cara a Fabricio su falta de interés de andar con los varones para hablar asuntos de

hombres, ella era de la idea de que Fabricio montara en el carro a los dos varones y se los

llevara a la finca, a ver el trabajo duro de la finca, a ver los taladros en el campo de trabajo

o salir para ver películas de hombres. Tal vez, eso explicaba el hecho de que una vez, en

Colorado, donde habían comprado los caballos de carrera, Fabricio haya ido solamente con

los varones y hablaran del mundo de los varones, de carreras de caballo, de apuestas, de

mujeres, de negocios o de bebidas. Recordaba Gabriel Alfonso, que el padre les había

hablado de las mujeres, de la necesidad de tener mujeres para seguir con el apellidos

Toledo en la sociedad y, más, recordaba Gabriel Alfonso, el apellido Toledo era de mucha

relevancia en Corpoven y esa identidad no podía perderse. Hablaba Fabricio Toledo,

mientras acariciaban los caballos, que muerto él, los Toledo tenían la misión de crear

familias, como las dinastías, para mantener vida la empresa que dependía en mucho de

gente como los Toledo. Pensaba, entonces, Gabriel Alfonso, que Corpoven era una dinastía

hereditaria, que muerto el padre y la madre, serían ellos los herederos de ese imperio con

taladros y casas enclavados en el “Valle” de Teresita. Imaginaba el joven que todo aquello,

que aquellas vastas tierras cubierta por mechurrios y taladros, era propiedad de los Toledo y

que al llegar la pubertad y el desarrollo, vendría la consumación de esa imaginación.

74
Gabriel Alfonso se llenó de miedo. Todo vino a caer en ese momento, momento crucial en

su vida, momento duro el de Gabriel Alfonso.

El joven se quitó la sábana y se miró el miembro. Era una pinga larga, fue la expresión

que le vino a la mente oída de los hombres de la finca cuando veían los miembros de los

burros. Era una pinga larga. Se la cubrió con la sábana y se acostó, con el dolor en la ingle.

Ahí tenía a la mujer, estaba entre sus sábanas y él sentía esa respiración femenina entre sus

sábanas. Gabriel Alfonso empezó a rezar, recordaba los Mandamientos de Dios, las clases

de los curas y de las monjas, recordaba el pudor de Teresa, de las abuelas y de las tías. A

nadie podía decirle de aquello, quería que esa pesadilla volara de inmediato, pedía al cielo

que enviara auxilio y le calmara aquel dolor de la ingle, que lo sofocaba y lo atolondraba.

Gabriel Alfonso dio varias vueltas en la cama, buscando alivio y consuelo, pensaba, se

imaginaba que entre sus sábanas andaba una mujer, la había visto a medianoche, apenas

con ropas de baño, compacta entre la oscuridad, como un súcubo que venía para tentarlo.

Olía su perfume y ese perfume tenía el poder de arrastrarlo, de hacerlo un manso perro

aullando. Era una mujer, pensaba Gabriel Alfonso. Tenía los olores y perfumes de Teresa,

de Encantada y de las tías. Era un cuerpo más frágil y delicado que el de él. Era un cuerpo

que él podía poseer, aprisionar debajo de su cuerpo, someterlo, subyugarlo hasta oírla

bramar. Gabriel Alfonso quitó las sábanas de su cama; pero estaban vacías. La mujer no

estaba metida entre las sábanas, se quedó más perplejo que antes, luchando solo en aquella

batalla contra sus propios dolores y pensamientos. La mujer, con olor a fruta, había volado

por la ventana, con los pechos y las nalgas al aire, con gran cabellera que parecía iban sobre

un caballo de aspecto monstruoso. Mientras rezaba, Gabriel Alfonso miraba por la ventana,

miraba profundo la noche, como buscando respuestas a todo aquello. No olvidaba jamás

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aquella noche y, le vino a la memoria cuando vio en la ciudad portuaria donde Fabricio

Toledo recogió su carro nuevo, a una linda mozuela que le llamó la atención. Profundo

suspiraba Gabriel Alfonso mientras lo oía Teresa.

Cerca ardían los mechurrios de Corpoven, cerca, cantaban los aguaitacaminos y los

caicaítos. La sensación de estar cerca, le trajo alivio a Gabriel Alfonso, daba gracias a Dios

por haber librado con bien aquella batalla en una habitación del Hilton, Teresa ni Fabricio

nunca se enteraron de que él, esa noche, luchaba con sus pasiones, ahogadas entre

oraciones y desvelos. Pero no se libró del pensamiento de la mujer, era como tener el

olfato de “Marlon”, que olfateaba las hembras entre las trochas y las arrastraba hasta

quebrarlas, aquella mujer hubiese corrido la misma suerte, la misma suerte que las hembras

de “Marlon” de haberla hallado.

76
XV

En Nueva York, Fabricio y Teresa asistieron a un concierto de jazz. Fabricio lucía un

elegante Smoking y Teresa un traje de alta costura, con piel de zorro sobre los hombros y

empinadas zapatillas. Aparecieron en el vestíbulo del teatro y tal parecía la trascendencia

de aquel concierto, que honorables personajes vestidos de etiqueta, afamados músicos y

artistas, celebridades de la moda y del show, personajes de la política y de las finanzas,

revoloteaban como zamuros en baile. Al parecer, las únicas cucarachas en baile de gallina,

eran ellos. La pareja Toledo avanzó en su aire de altas figuras y entraron a la sala de

conciertos. Nueva York era grandiosa. Avenidas, torres, trenes, edificios, tiendas, parques

de diversiones y, por supuesto, sus teatros y cines. Era otro mundo, pensaba Fabricio

sentado en su asiento de gamuza, era otra realidad. Nunca había asistido a un teatro de

aquellas dimensiones, un teatro que hablaba solo a través de su magnificencia, su cúpula

central, sus cortinas de damasco vinotinto, sus paredes de una altura de catedral romana,

sus columnas y capiteles dóricas, sus cristales con figuras emblemáticas y aquel esplendor

de grandeza imperial. Pensaba Fabricio que las obras públicas hablaban del espíritu del

hombre que habitaba en esa ciudad, los habitantes de Nueva York habían construido su

patrimonio para perpetuarse en el tiempo, para conquistar la memoria y la grandeza. Nueva

York era la olla donde se mezclaban las razas y las razones, las imaginaciones y las locuras

de los inmigrantes. En Nueva York, Fabricio cayó en cuenta, que él andaba en un aluvión,

que no tenía raíces, que donde habitaba, las obras eran efímeras, volátiles, todo a vuelo de

pájaro. De ahí, esa angustia de querer pedir pronto la jubilación para irse, para echar raíces

en otra parte, donde su memoria pudiera ser inscrita en modernos jeroglíficos. No

descartaba Fabricio, en su ánimo de esa noche, pedir cambio de aquella ciudad a otra, de

77
llevar una carta al gerente para solicitar su traslado a una oficina de Texas o Nueva York.

Frank y Montero vivían en Nueva York, pagados por Corpoven; en Texas vivía Ambrosio

y Luis Alcántara y podía seguir enumerando las familias de aquel valle que tenían

residencia en los Estados Unidos. A veces regresaban al país de vacaciones; pero

regresaban porque ya tenían los cimientos puestos en tierras del tío Tom. Fabricio tenía la

cabeza grande.

Después de todo, no era mala la idea. Pronto, Corpoven dejaría de ser la empresa de las

Transnacionales y pasaría a manos del gobierno y con los antecedentes de la política

nacional, era lógico tener suspicacia. En el Norte era más seguro vivir, que andar con la

angustia de no saber qué pasaría con Corpoven. Allá, no dependía una empresa de los

vaivenes políticos. Pero a Fabricio le mortificaba la idea de su cargo. Su cargo dependía de

la Nacionalización, de las decisiones del gobierno y de aquellos políticos que en el

Congreso cobraban por calentar una silla. Dejaría todo y volaría como el águila si no

tuviera aquella dependencia con Corpoven. Pero estaba ineludiblemente atado a Corpoven.

Dejar la empresa, era dejar de percibir los honorarios y los beneficios que su cargo

implicaba, significaba dejar los viajes de vacaciones y la vida holgada que llevaba en aquel

valle de dos estaciones al año. Significaba que Teresa fuese pobre y los niños tuvieran que

asistir a las escuelas públicas, buscar asistencia médica en los dispensarios del gobierno y

perder los bienes que había adquirido a lo largo de los años, porque ni una casa propia

tenía Fabricio Toledo, amparado en los beneficios que Corpoven le brindaba por ser

empleado de la empresa. Vivía en la casa de la empresa, con jardines y pozos de agua que

la primera filial había perforado, gozaba de los médicos, de los técnicos y servicios que

Corpoven suministraba a través de sus diferentes departamentos, gozaba del privilegio de

78
viajar en las avionetas de la empresa, aterrizar en la pista de aterrizaje y ser recogido por un

carro pagado por la empresa, era socio del club y miembro del partido de golf de la

empresa, pertenecía a la asociación de hombres del club que organizaba las fiestas y los

donativos de caridad para la gente necesitada, que él nunca veía. Y en fin, todo Corpoven

estaba rendido a sus pies, él sin Corpoven volvería a ser larva, larva social.

Los telones se alzaron y Fabricio se sacudió. Nunca antes el teatro había estado tan

pleno, tan pleno de personajes de alto copete, de trascendencia para la cultura

norteamericana, Fabricio y Teresa se sentían en la plenitud de un sueño, codeados con

aquella gente que sólo era posible por gozar de unas vacaciones largas por el mundo. Si

Corpoven no le hubiese financiado aquel viaje de vacaciones a Fabricio y a la familia

Toledo Pérez, nunca hubiesen podido pisar la loza de aquel teatro donde se habían

presentado artistas y políticos de mucho renombre. Un presentador empezó el concierto con

ciertas alegorías, nombrando a los genios del jazz, la importancia para la Nación

norteamericana y de cómo su influencia estaba arrastrando a otros géneros. El público

aplaudió y Fabricio y Teresa imitaron el gesto. De inmediato, sonaron a gota los

instrumentos, pasaban de un ritmo a una variación de ritmos, de sonidos y de mezclas que

iban animando el alma de Fabricio y Teresa. Fabricio poco sabía de jazz; pero era la moda

y, mientras buscaba entender, acoplarse a aquel concierto, apareció sobre el escenario un

negro gigante ejecutando un saxo.

--- ¡Es él!---dijo Fabricio.

Teresa no lo oyó. La orquesta calló, se veía que aquellos músicos tenían el arte de la

improvisación, por eso los llamaban genios. Ellos eran la música, cantaban al alma para

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liberarla de la opresión y de la soledad. Aquel negro, vestido de gala, ejecutaba el saxo con

tal magia, que levantaba al público de sus asientos, arrancaba jaurías de aplausos y

desprendía sobre el teatro, como sahumerio de sinagoga, el olor de los campos de algodón

de donde venían aquellos negros. Fabricio entró a un campo de algodón, olía el viento,

como los perros olfateando caminos, miraba el sol y las casuchas de madera de los pobres,

de sonde salían los negros con el azadón al hombro para labrar la tierra y sembrar

algodón. Fabricio seguía oyendo el saxo de aquel gigante y seguía caminando a lo largo de

una vía ferroviaria, para ver la miseria de aquellos negros andando en carruajes

desvencijados, remontando los caminos polvorientos y sacando música de la soledad de

sus campos. Sentía Fabricio que aquellos negros pobres y abandonados, habían sido

lastimados por la esclavitud y la marginación y la música los había liberado de aquel

horror. Aquel músico negro, genial en todo, alzaba su saxo y acallaba al público, para luego

meterlo en variaciones y ritmos que sacudían al teatro. Era una liberación, pensaba

Fabricio. Esa noche aquel músico negro se había convertido en un liberador con su saxo.

Fabricio se sentía caminar libre por aquellos campos de algodón, subiendo a un tren para

saludar desde las ventanillas, mientras el tren avanzaba hacia estaciones lúgubres. Fabricio

había conocido la miseria, pero también la forma de liberación. Se sintió emocionado.

Aquella noche le había enseñado que los hombres podían ser libres de estructuras, que otras

formas y manifestaciones podían existir en él para alcanzar el bien supremo como las tenía

aquel músico negro. Aquel músico era feliz. Él sabía cómo vivir la felicidad y no cómo

hablar de ella. Era una auténtica felicidad lo que sentía Fabricio, había sido llevado a los

campos de algodón del Sur, con el olor de los guisos que salían de las casas ahumadas. Era

un genio aquel músico negro. El público fue arrancado de sus butacas y Fabricio se alzó

como un gallo de pelea para aletear sus aplausos al aire, el músico seguía ejecutando su
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saxo y la banda acompañó con diversos instrumentos que sacudieron los ánimos esa noche.

Nueva York era la ciudad de los sueños, pediría en una carta ser trasladado a Nueva York,

Corpoven no le iba a negar ese derecho, a él, a Fabricio Toledo.

Las lluvias caían sin cesar. Estaban en el trópico, en plena llanura, entre carreteras

abruptas y pueblos desperdigados, los árboles habían escapado de aquel aguacero y el

carro de Fabricio Toledo avanzaba penosamente, él con el alma en vilo y el carro

embarrado hasta los cauchos. Teresa no veía la hora de llegar. Anhelaba su cama cubierta

de edredones, su habitación con calefacción y sus baños con tinas de agua caliente.

Anhelaba llegar y ordenar a Encantada la preparación de un canarín de chocolate para

servir en tazas de porcelana italiana que había comprado en aquel viaje, comer panecitos

dulces con cubos de queso amarillo. Miraba a Fabricio y lo miró sobre aquel volante que

maniobra como piloto de carrera, intuía Teresa que Fabricio tenía algo, tal vez el concierto

o la reunión que tuvo en Nueva York con sus amigos del trabajo. Sólo sombra y pena, veía

Teresa en el rostro de Fabricio, aunque fuera aferrado a aquel volante como gavilán con

garras, sobre una preciosa presa. Pero Fabricio quería llegar pronto, tal vez lo más pronto

posible y sin lluvia, para pitar a la entrada del portón y sacar de sus cómodas habitaciones a

sus vecinos, vecinos que nunca le perdonaron que se comprara un carro nuevo todos los

años, los cambiaba como cambiarse las camisas y, mientras fuera empleado de Corpoven,

nadie le iba a prohibir su hobby, era lo más precioso que su alma tenía y el arma para

aniquilar la intriga de sus vecinos, ésa era su victoria sobre ellos, ser un alto empleado de

Corpoven.

81
XVI

Teresa tenía la cabeza grande con la educación de los hijos. Había conversado este

tema con Fabricio y el marido le dijo que lo mejor sería apartarles cupos en el extranjero.

Habían aprovechado aquellas vacaciones para visitar escuelas, universidades y academias

para seleccionar las mejores. Pero todo iba a depender de la evolución de los muchachos,

de las solicitudes de ellos. A Gabriel Alfonso Teresa le veía la cara de sacerdote; pero

también de músico o de catedrático; pero nada había manifestado el muchacho. En el rostro

le veía ella la cara de ángel. Ya tenía contactos con la Compañía de Jesús y con los

Salesianos, por si Gabriel Alfonso se inclinaba por el sacerdocio. Sino se inclinaba por el

sacerdocio, había visitado una escuela de música en París para que estudiara música y

alcanzara la dirección de una filarmónica. Gabriel Alfonso era concentrado, mudo y

observador, tocaba el piano como un virtuoso, el violín y la guitarra. Se sabía de memoria

varias canciones y en la escuela era seleccionado para cantar el Himno Nacional y cantos

nacionales. Tenía la ciencia de la música y la gracia de ser artista; pero como los hijos iban

cambiando y manifestando gestos y formas que sorprendían a todos, Teresa prefería esperar

el momento. Para Felipe si no había duda, sería militar. Al culminar sus estudios en el

liceo, Felipe se iría para la escuela naval, él era soñador, intrépido y bárbaro. Amaba el

mar, hablaba de galeones y tripulaciones marinas, de tesoros secretos y capitanes que

asaltaban los puertos del Caribe. Leía con fascinación historias de piratas, de saqueos y

asaltos a las ciudades del mar. Felipe era un bárbaro por naturaleza. Era el único de la casa

que poseía el mayor número de juguetes bélicos, con bibliografías y biografías de militares

y guerras que ya podía decirse que tenía su propia escuela de aprendizaje. Era un don

natural en él. No se perdía una serie de televisión que tratara el tema de la guerra, para él, la

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guerra era el símbolo de la paz y de la justicia. Pensaba Teresa que la naval era su campo

y ya Fabricio tenía los contactos para inscribirlo en una escuela naval; pero una vez

culminados sus estudios, mandarlo a las academias americanas para que fuese un militar de

alto rango, no se conformaba Fabricio con que Felipe fuese un militar de palacio, un edecán

o un simple oficial, la idea era de que Felipe fuese el militar de la casa, tal vez con el grado

de un coronel o de un general, con eso era suficiente.

Para Teresita, si era aún difícil. Inquieta como un roedor, ruidosa y escalofriante cuando

se lo proponía, todavía Fabricio y Teresa no le veían el perfil a Teresita. Dientes de conejo,

ojos grandes y orejas puntiagudas, la niña se negaba a manifestar a través de sus actos un

perfil de su futuro. No se le veía la paciencia para bordar, tejer o adornar como a Teresa;

no se le veía el encanto por la música, como a Gabriel Alfonso ni la disciplina para leer y

estudiar como Fabricio y Felipe, nada aún había manifestado aquella niña que durante el

viaje comenzaba a hablar de una forma muy animada. Teresita había despertado de su

silencio fetal, había emergido del abismo del silencio y daba señales de crearse su propio

mundo, un mundo de imaginación atolondrada, pensaba Teresa. Durante el viaje no hacía

otra cosa que hablar de imaginaciones y mundos fantásticos, le cambiaba el nombre a los

paisajes, a las ciudades y a los pueblos, nombres que había aprendido en aquellas

vacaciones, señalando las cosas como si por primera vez aparecieran sobre la faz de la

tierra. Teresa y Fabricio estaban conmocionados por la niña, se habían quejado de la

educación de la niña y de buscar la forma para que Teresita se acoplara a la lengua familiar.

Por el momento, pensaba Teresa, era una niña que despertaba al mundo, que apenas tenía

algunas enseñanzas primarias y manifestaciones de corta vida y confiaba que con el

crecimiento y el contacto con la familia, Teresita fuera cambiando su forma de ser. Tenía

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muchas esperanzas con ella por ser la única hembra que parió, y pensaba delegar en ella esa

primacía de las mujeres que ella había ejercido en la casa. Pero grande era la confusión de

Teresa, no le daban tanto dolor de cabeza los varones, como veía que le iba a dar aquella

niña, cosa que ella no se explicaba, paridos todos del mismo vientre. A veces, a Teresa le

daba por pensar que algún efecto de la naturaleza o ancestral había heredado Teresita. Le

mortificaba la idea de que Teresita fuera como la tía Lola, que tenía largas orejas y una

cabellera que le llegaba a las caderas y que terminó loca y hablando sola. También

recordaba Teresa, que por el lado de Fabricio había mucho loco, las mujeres se habían

tirado por los balcones, los hombres morían siniestramente y aquella mujer que Fabricio

veía por todas partes y que luego supo que era una hermana mayor que había muerto

ahogada en el mar. A teresa le asaltaba el temor de lado y lado, con Teresita nada era

seguro.

A estos extremos, meditaba Teresa, lo mejor sería el internado para Teresita. Inscrita en

la escuela de Corpoven, cursaría su primaria normal; pero al vérsele aquellas

manifestaciones truculentas, haría contacto para inscribirla en un colegio de monjas, para

que estudiara con religiosas y tomara aquel camino de un hábito. Era preferible una monja

en la casa, que una loca de remate. Se abnegaba Teresa en educar a la hija en modales de

familia, le colocaba agujas en las manos para que tejiera y bordara, se sentaba con ella a ver

series infantiles de niñas y príncipes azules, le leía cuentos infantiles y le preguntaba si le

habían gustado; pero Teresita nunca le respondía, nunca mostraba un rostro de satisfacción

infantil ni daba muestras de querer de nuevo oír aquellas historietas. Teresa salía más

confundida, se la entregaba a Encantada para se la llevara de paseo y descubriera la

inmediatez de su mundo, la casa, los jardines, los animales, la iglesia y los árboles con

84
racimos de flores; pero Teresita regresaba muda y observando siniestramente la casa. No

conforme con aquello, Fabricio y Teresa viajaron a la capital para solicitar los auxilios

médicos especialistas y todos los sabios llegaron a la conclusión de que la niña era normal,

que era cuestión de tiempo y de dejarla crecer, que el contacto con la familia y con su

medio ambiente, pronto despertarían en ella ese apego por la vida y la escuela. Sin

embargo; Fabricio no se confió y contactó una clínica en Boston donde se especializaban en

crecimiento infantil y en tratamiento psiquiátrico. Todos los años, el matrimonio Toledo

Pérez viajaba a Boston para cumplir con la cita de la clínica y regresaban con la niña y con

nuevos tratamientos. Pero la naturaleza cerril de Teresita era superior a los esfuerzos de los

padres y de los médicos y gran sorpresa fue para Fabricio y Teresa cuando con aquellas

vacaciones, Teresita había despertado de su mutismo y desarrollaba un mundo que a todos

los tenía perplejos.

Teresa no sabía si cantar o llorar. Estaba sorprendida y ante aquella magnitud del hecho,

prefirió callar y oír a Teresita, vigilarla y guardar cada una de aquellas manifestaciones. Era

común que las madres guardaran las primeras manifestaciones de los hijos para alimentar la

vida familiar con cuentos y anécdotas; pero en este caso, observaba Teresa que tantas

incongruencias, era preferible dejarlas pasar. Se resignó a que Teresita tenía que hablar, que

gritar y pelear, a que revelara esa Teresita que estaba en ella para poder lidiar con ese ser

que dormido estaba en ella. Nunca se imaginó Teresa, que tendría una niña como Teresita,

a la que tenía que lidiar para sacar una buena crianza de ella. La arropó y la apretó contra su

pecho, se había dormido. El cansancio de la lluvia y del viaje, la habían agotado. Dormía y

soñaba Teresita, soñaba con el “Valle”, con Fabricio más grande de lo que era y con Teresa

que era una madre tierna. Pero a la vez, soñaba que venía de regreso, tenía grabado todo el

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viaje, el avión, los barcos, los carros y los hoteles. Soñaba Teresita con la Zapoara que vio

en un acuario de París; pero la vio más grande, que nadaba en sus aguas naturales. Rogaba

Teresa que Dios le diera una pista para entender a aquella criatura. Para Gabriel Alfonso y

Felipe ya tenía la conciencia del camino de los hijos, habían nacido decididos y Corpoven

podía contar con ellos para sus gestas; pero Teresita era un caso. Teresita soñaba, no tenía

más oficio que soñar, tal vez por una niñez pura, que no le permitía avanzar en su

desarrollo y que despertaba miedos en sus padres. Fabricio no sabía si tomar la derecha o la

izquierda, estaba indeciso bajo aquella lluvia, le dio la sensación de que ya estaban en el

“Valle” de Teresita, por las calles y las casas que creía ver, iban bajando rumbo a la Calle

Principal de Campo Sur; pero el plomo de la lluvia arreciaba y no dejaba ver nada, mejor se

estacionaba a un lado, junto a una estación de gasolina que una antigua filial había

instalado para surtir de gasolina y gasoil a los camiones y tanques que perforaban los pozos

de aquel campo cuando por primera vez apareció por estas tierras el símbolo de Corpoven.

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XVII

---El mundo está loco---dijo Fabricio con aires de melancolía.

Teresa lo oyó; pero no le respondió. Hablaba por fin Fabricio; pero hablaba solo, no se

dirigía a su mujer. Se podía esperar que Fabricio revelara parte de aquella melancolía que

agarró en Nueva York, en aquel almuerzo. Teresa, ya le conocía esa manía a su marido,

cuando un tema le preocupaba, guardaba silencio y se sancochaba en ese vapor sin decir

nada. Era la astucia desplegada por Teresa, en una cena o en la cama, que lograba la esposa

arrancarle aquel tema de la cabeza. Pero lo que atribulaba a Fabricio no era cualquier tema,

era de una trascendencia colosal. No se explicaba Fabricio el mundo en que vivía Teresa, si

era que no había leídos los periódicos o ninguna de sus amigas le había comunicado la

infausta noticia. Algún día, más pronto que nunca, Fabricio tendría que hablar el tema con

Teresa y tomar las decisiones para el bien de la familia.

---El mundo está loco---repitió Fabricio---. Los políticos nada tienen que hacer, sino

cambiarle la vida a la gente.

El tema que mortificaba a Fabricio era la nacionalización del petróleo. Al nacionalizar la

industria del petróleo, toda la familia Toledo sufriría por esos cambios. Sentía Fabricio la

impotencia de no poder hacer nada y este tema lo llevaba a la reflexión de que alguna

mutación tendría que adoptar para sobrevivir a aquellos cambios. Lo que no había logrado

la subversión urbana y rural de sacar los gringos de este país, lo había logrado aquel

gobierno que estaba en el poder por el voto popular. Fabricio nunca había votado ni le

llamaba la atención esos movimientos políticos anclados en ideologías y estrategias para

cambiar las sociedades. Había estudiado todas las revoluciones, el imperio romano, las

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guerras europeas y las guerras civiles; pero poco sabía de nacionalizaciones y

expropiaciones y mucho menos en un país que sólo sabía de dictaduras y golpes de estado.

Y este tema preocupaba a Fabricio. El petróleo era causa de la vida que llevaban todos en el

país y los políticos hacían campañas y negocios con el petróleo. Le preocupaba a Fabricio

la caída de la industria, la caída de sus símbolos y el desmantelamiento de sus instalaciones.

El país había sufrido mucho a lo largo de su historia por los vaivenes de sus hombres y sus

acciones. Mudar una ciudad de un lugar a otro, era un oficio que habían aprendido de los

españoles, cuando atribulados por la búsqueda del oro o atacados por la furia de la

naturaleza, mudaban una ciudad de una montaña a otra, de una sabana a otra o de una

playa a otra. Recordaba Fabricio la Ciudad de los Truenos, la Sabana de las Damas o

Trujillo, que conquistadores y criollos transportaban a lomo de caballo como piezas de

museo. Grande traía la cabeza Fabricio Toledo al pensar que la ciudad del petróleo sería

desmantelada, que nada quedaría de sus instalaciones, residencias y pozos. Casos los había

de abandono cuando los gringos abandonaban los proyectos y las ciudades caían en total

abandono, con casas abandonadas y calles polvorientas. Y no era porque la Compañía

quería abandonar, sino porque cada día el cerco hacia las Transnacionales se hacía más

pequeño y la Compañía tenía que buscar nuevos mercados para sus productos. Información

tenía Fabricio de que la Compañía tenía refinerías en los Estados Unidos y el Medio

Oriente y que lentamente iba desapareciendo de la escena nacional para dejar en manos de

nacionales el manejo de la industria. El país estaba lleno de discursos, de panfletos y de

campañas. Se pintaba una realidad irreal, de grandes proyectos, de una verdadera

independencia, de la gestación de una nueva conciencia para asumir el futuro con pie de

plomo y grandes caravanas de políticos que se disputaban aquel festín que los gringos

habían creado. La nacionalización le llegaba como anillo al dedo a aquellos políticos que
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necesitaban un chivo expiatorio para su permanencia en el poder, aunque los demás se

jodieran.

--- ¿Estás hablando conmigo, Fabricio?---le preguntó Teresa acomodándose en el asiento

del carro.

---Hablo solo---le respondió él.

Teresa guardó silencio porque percibió en aquella respuesta cierta hostilidad. Fabricio

era manso; pero al sentirse acorralado, se defendía con respuestas sarcásticas. Se sentía

entrampado.

--- ¿No has leído la prensa?---le preguntó de pronto a su mujer, esperando un consuelo.

---No---respondió ella---. En estas vacaciones me hice la idea de no leer nada de aquí.

---Pensamos igual---dijo Fabricio---. Pero mientras uno va, viene entrando una ola para

arrastrarnos a todos.

Percibía Teresa la amargura de Fabricio. La cabeza la tenía grande con el tema. Pero si

no hablaba, nada podía ella agregar. A Fabricio todos los temas se le volvían topa en la

cabeza, le daba muchas vueltas y se encerraba en pensamientos que le dejaban amargura.

Pero cuando discutía el tema con Teresa, la mujer lo dejaba hablar, porque como el pozo

donde el marido descargaba toda aquella carga y donde luego venía a buscar respuesta y

solución a los temas que lo atormentaba.

--- ¿Y tú que piensas?---era la pregunta clásica que lanzaba a Teresa.

---Pensar qué---preguntó Teresa.

89
----Sobre la Nacionalización---dijo Fabricio.

--- ¿Cuál Nacionalización?---preguntó Teresa confundida.

--- ¡Coño!---explotó Fabricio--- ¡Sobre la nacionalización de Corpoven! ¡Nos jodimos,

Teresa! ¡Nos jodimos!

Teresa se sintió atrapada contra un paredón, esperando la descarga de un fusilamiento.

A ciencia cierta, no sabía de fondo lo que era la Nacionalización; pero por la rabia de

Fabricio, suponía que era preocupante el tema. Significaba la tragedia, el deslave y la

carestía. Significaba mudar de residencia, cambiar de amistades y dejar los viajes.

Significaba todo, gran desplome sufriría la familia Toledo al firmarse aquel Decreto de

Nacionalización que echaría por el suelo años de explotación petrolera por parte las

Transnacionales en Occidente y Oriente. Ante ellos se dibujaba el apocalipsis, el tronar de

los caballos y el cielo abierto entre esplendores de rayos y centenas. Veía Fabricio el vuelo

de las casitas blancas de la Compañía, el césped de la cancha de golf arrancado y

refrigerado para los campos de Texas, el desmantelamiento de los tanques de

almacenamiento y los taladros de nuevo rodando en parte sobre los camiones, veía los

camiones de mudanza y las familias peregrinar como las escenas de guerra, por temor a

morir de hambre o ser fusiladas por bandos armados. No hallaba Fabricio una mejor

imagen para describir la Nacionalización, para pintar el futuro de la familia Toledo, no

podía su cabeza imaginar mejor escenario que aquel, donde Corpoven sucumbiría por el

efecto de un plumazo oficial. Veía caer su símbolo y ser enterrado en campos de olvido, las

cercas que tanto protegieron los campos residenciales del ganado realengo y de la

subversión, sería arrancada para enrollarla a un lado y dejar que las plagas, las plagas de

90
Egipto entraran y dañaran todo. Era una triste escena la que se imaginaba Fabricio. La

nueva república se montaba sobre el patrimonio de las Transnacionales, como las

catedrales españolas sobre las ruinas de los templos de piedra arcaica.

Se consolaban Fabricio y Teresa de que oficialmente no sabían nada. Aún residían

detrás del símbolo de Corpoven. Mucho tenía que enterarse y pensar Fabricio cuando

llegara el lunes a la oficina, si era que llegaba, la Nacionalización podía esperar por él y

las lluvias caían con tal crudeza, que Fabricio pensó en los signos de la destrucción, en la

voraz naturaleza del trópico que arrasaba con los cimientos de cualquier civilización. Le

tocaba a él, ante este paso, emerger como figura de la nueva realidad, sólo que no sabía

cómo mutarse, como las larvas en cigarrones para salir volando, negro y susurrante en la

claridad de una nueva mañana.

91
XVIII

Teresa pensaba en la llegada de los tres camiones con mercancía de vacaciones. A decir

verdad, no sólo fueron las vacaciones, fue un viaje explorador para descubrir maravillas y

novedades que Europa y los Estados Unidos ofrecían. Descubrió Teresa el atraso en que

vivía, en el aislamiento de la civilización en que estaba sumergida, en aquellas tierras

rodeadas de taladros y tanques de almacenamiento con un símbolo a la entrada que decía

Corpoven. Descubrió Francia, Italia e Inglaterra. Arribaron a Holanda para comprar

sábanas y paños y en Venecia compraron tapices y alfombras persas. En París y Roma

compraron espléndidos candelabros y arañas de cristal, que muchos habían salido de

subastas y que habían adornado los palacios de los viejos reinos. Ricos mesones y sillas

con tapizado de seda enviaba Teresa en los camiones para lucir en su comedor y

maravillosas fuentes de plata y cubertería, que sólo para una casa real, era posible todo

aquel lujo y esplendor, eso lo había adquirido Teresa. Cortinas, paños y jabones de rica

fragancia traía Teresa para sus baños. Bacinillas de plata para Teresita, bicicletas de marca

para los varones y ceniceros de plata para echar las cenizas de Fabricio durante sus tardes

de siestas. Se compró también Teresa una pintura original de un pintor holandés que había

viajado al trópico, y pintó las frutas y plantas que llevaba en la cabeza. Se imaginaba

Teresa, que aquella pintura podía adornar el comedor y lucirse ella explicando a los

comensales el misterio de aquella pintura, su origen y su pintor. Para la sala, llevaba una

pintura ecuestre, la familia Toledo tenía gran devoción por los caballos y la pintura, que

abarcaba una tela de dos por dos, sería un gran fresco en la sala que hablara de la fuerza de

la familia Toledo. Para el cuarto matrimonial pensaba colgar una Madona italiana del siglo

92
XVII, subastada en Roma y recomendada por un cura que le atribuía milagros a la hora de

los partos. Para su devoción personal, llevaba Teresa una efigie del Arcángel San Gabriel y

un San Antonio de medio metro de altura para bendecir los panes de la mesa. Bajo la

advocación de aquellas figuras, tenía la casa y la familia, para luchar contra la carestía y las

miserias de la vida.

En París descubrió la moda, los nuevos peinados y los trajes de etiqueta. Se hizo

muchos peinados durante las vacaciones y visitó tiendas para comprar trajes de gala, visitó

casas de diseñadores y casas de perfumería, casas de joyas y carteras. No salía de su

asombro, al ver tiendas que ofrecían lujosas gargantillas, piedras preciosas y oro de alto

quilate. Sus ojos se iban detrás de los collares de perla, de diamantes y esmeraldas.

Envuelta en ropa de invierno, se sentía mujer en medio de aquel glamour. Pero al mismo

tiempo, Teresa se daba cuenta que un nuevo estilo de mujer recorría las ciudades de

Europa. Mucho se hablaba de la esterilización de las mujeres, del uso de la ropa masculina

y de los peinados al estilo de los hombres. Ella nunca se había cortado el pelo como un

macho, ni había pensado eso de esterilizarse, tampoco de tomar pastillas anticonceptivas ni

de mear parada como los hombres. Ella amaba su feminidad y luchaba contra el tiempo

para mantenerse acorde con los vientos de cambio. Había cambiado los usos y vestidos de

la vieja guardia por las nuevas tendencias; pero siempre conservando su estilo y su

naturaleza de mujer. No sería capaz de practicarse un aborto, sólo que la naturaleza así lo

disponga en su cuerpo. Pero pensaba que practicarse un aborto, era ir contra todo lo que

estaba establecido para la naturaleza de la mujer. Dentro de todo, era una esposa y una

madre feliz, que viajaba hacia la vejez con la dignidad de haber vivido lo bueno y lo malo

de la vida. En Inglaterra descubrió las bandas musicales y en Nueva York descubrió el

93
show y la vida de celebridades que le enseñaron que la vida tenía muchas posibilidades de

ser. Traía Teresa la vivencia de que flotarían de aquella Nacionalización, Fabricio naufragó

en medio de aquella incertidumbre y tuvo que hablarle de los empeños que ambos había

puesto para llegar a Corpoven y cómo la vida los había tratado. No era para hundirse, ella

en su fe, percibía que la vida le daría sorpresa. Corpoven iba a cambiar y ellos también. La

Nacionalización era sólo un trámite oficial; pero la vida de la familia Toledo estaba

condenada a esos trámites y si había que cambiar aquellos símbolos por la Nacionalización,

era obvio que así sería, Fabricio Toledo sería un funcionario público, pieza fundamental de

la nueva burocracia.

Al suelo irían a parar aquellas cortinas, las cenefas, las repisas y los gabinetes. Había

llamado a Encantada y a Marco Antonio para que contrataran una compañía de servicio, a

albañiles, a herreros, carpinteros, pintores y electricistas. Ya pensaba Teresa en las

navidades, en Año Nuevo y en los Reyes. Era costumbre de la familia Toledo celebrar con

tal devoción y fe todas aquellas festividades cristianas y para este año, quería sorprender,

no sólo cambiando la decoración de la casa, sino el menú y los regalos. Amarrado y

embalado, había enviado un Árbol de Navidad, con la estrella de Belén comprada en una

tienda de Roma, enviaba un Santa Claus inmenso, para hacerlo bajar por la chimenea con

un saco al hombro. Aquel inmenso muñeco caería cerca del Árbol de Navidad y cerca del

Nacimiento que haría con los hijos. Pensaba preparar la cena con pavo y ensalada, hallacas,

panes de jamón y tortas negras para agradar a los comensales. Por supuesto, el pernil de

cochino y los pollos con pasas y aceitunas, serían las delicias de los niños. Ella pensaba

celebrar sus navidades, muy a pesar de la Nacionalización, muy a pesar de las

preocupaciones de Fabricio. A ella le tocaba vigilar que la alegría de la familia no cayera

94
por eventos imprevistos, sólo Dios sabía lo que podía venir. Estaba ansiosa por llegar

pronto, no sólo por salir de aquellas lluvias, sino porque le esperaba mucho trabajo en casa,

lidiar con una nueva realidad y preparar la Navidad. Sus hijos, ese año, a pesar de todo,

iban a recibir el aguinaldo del Niño Jesús, sus familiares y vecinos recibirían sus aguinaldos

y regalos, cantarían y bailarían, no iba a dejar las navidades por la tristeza, todo eso lo

llevaba ella por dentro y pensaba que así iba a morir, indefectiblemente.

La lluvia empezaba a amainar. Empezaba a clarear sobre el horizonte y la familia

Toledo se hallaba anclada en la vieja estación de gasolina, bajo un destartalado cobertizo

de zinc parecido a una estación de tren, que la antigua filial había hecho para cubrir a los

transeúntes. Sentían el frío hasta en los huesos, quería Teresa una taza de chocolate con

galleta de soda, añoraba el calor de su cocina y la suavidad de sus edredones. Lejos veían el

hacinamiento de techos y balcones que daban la bienvenida a los forasteros, en tiempos de

verano todo aquello resplandecía bajo el sol y las casas se llenaban de calor y polvo que el

viento de marzo alzaba para anunciar la Semana Mayor. Aún, calles arriba, quedaban

Campo Norte y Campo Sur, más cerca que antes estaba la familia Toledo de llegar de

aquel largo viaje, más cerca que nunca, para presenciar la caída de aquel símbolo, el

símbolo de Corpoven. Se imaginaba Teresa, que el acto sería semejante al ataque de un

barco, que el vencido bajaría la bandera, para que el vencedor la izara al viento. Se

imaginaba a los grandes personajes de la política, la ceremonia de traspaso, la firma de

acuerdos y tratados, los estrados y la fanfarria, los cañonazos y las celebraciones a nivel

nacional. Y pensaba en Fabricio, qué lugar le tocaría a Fabricio en medio de aquellas

ceremonias, con la fortuna que Fabricio traía trajes de gala para asistir a las magnas

celebraciones. Pero al verle la cara a Fabricio, bien lejos estaba aquel rostro de asistir a los

95
magnos eventos de la Nacionalización. Ni ella ni él, sabían a fondo ese acontecimiento,

todo eran suposiciones e imaginaciones de la Familia Toledo; pero frente al hecho cierto,

Teresa no tenía más remedio que pensar que por mucha que sea la fantasía desbordada por

ella, aquello era cierto, la Nacionalización venía en camino y los esperaba para celebrar,

para meterlos de cabeza, para sufrir sus embates como quien sufre los daños luego de un

huracán, de un huracán de grandes estragos. Teresa se arrimó a su marido y deseaba llegar

pronto, la casa la esperaba.

96
XIX

Amainaba la lluvia sobre aquel horizonte y se despejaban las calles que llevarían a

Fabricio a su casa. Se sentía Fabricio arrastrado por un aluvión, emergiendo como un feliz

delfín de un turbulento mar que arrojaba olas sobre una ciudad. La familia Toledo era la

única que pasaba a esa hora por la estación de gasolina, de nada valía ver la hora, pues el

cielo nublado y la noche encima, decían que cualquier hora era posible en ese momento.

Afortunadamente la familia estaba bien, los muchachos estaban en el carro y Teresa dormía

en el asiento a su lado, pendiente de los muchachos. Pensaba Fabricio que había salido con

sol y regresaba con lluvia, que había salido de Corpoven y regresaba a una Casa Matriz,

que había recorrido el mundo y que se anclaba en la misma ciudad pequeña. Todo era así de

lógico, pensaba Fabricio. Sin embargo; todo había cambiado. Dentro se había desatado la

turbulencia y lo esperaba la oficina para iniciar los cambios, sólo que no sabía por dónde

empezar. Se bajó del carro para estirar las piernas y observó su carro, no era ni la sombra

del lujoso carro que había desembarcado del barco directo a sus manos, los cauchos estaban

embarrados, los guardafangos y los focos salpicados de barro y las puertas habían sufrido

los azotes del invierno, como si hubiese flotado sobre el agua. Fabricio abrió el baúl y

afortunadamente la mercancía no sufrió daño, estaba intacta para alegría de él y de Teresa.

Cerró el baúl y se puso a mirar la máquina de la bomba de gasolina. Todavía tenía las

mangueras y los marcadores. Hizo a funcionar la máquina, pero no estaba en uso, era una

vieja estación de gasolina que la Compañía había instalado ahí desde los tiempos en que

perforaban pozos y exploraban los terrenos. Entonces era tiempo de descubrimiento, de

esplendor y belleza en todo aquel horizonte nublado. Arriba, en un poste alto, se alzaba en

una lámina de metal, el nombre de la primera filial. Veía Fabricio que caía una tenue, pero

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constante garúa, la lluvia había penetrado todo y las calles y casas que se alzaban allá

arriba, habían sido lavadas desde los techos hasta los zócalos. No estaba en París ni en

Nueva York, donde las obras a perpetuidad se erigían en el firmamento y soportaban la

lluvia y los huracanes. Fabricio Toledo se hallaba en Corpoven, donde de un momento a

otro, todo volaría como hojas secas en una plaza.

Volaba sobre él un viento frío, que acribillaba sus huesos y su rostro. El viento frío

susurraba a su alrededor y rodeaba el carro. Después de todo, Fabricio había llegado bien,

estaba feliz, feliz porque tenía a su familia y todavía podía contar con Corpoven. El lunes,

regresaría a la oficina, se pondría a derecho y se sentaría con la comisión que viajaría a la

capital para tramitar la entrega, para ser testigo de un hecho nacional. Tendría la

oportunidad de entregar todo, de entregar la oficina, los informes, las estadísticas y los

archivos. Ya no sería “su” oficina, sino una dependencia del Estado, una gerencia de la

Casa Matriz. Recogería sus archivos personales, sus afiches y sus banderas. Nada podía

dejar en aquella oficina, nada que delatara aquellos momentos de su vida en Corpoven,

nada que pudiera ser tomado por los políticos como bandera para la sucia política, todo lo

recogería y se lo llevaría. Fabricio Toledo tenía mucho que aportar, tenía mucho que decir,

pero de ahora de adelante no dependía su cargo de la suerte o de su hoja de trabajo, sino de

las decisiones de la política, de los clamores y de la emoción del momento. Ahí era el

cambio de Fabricio Toledo. Nunca había participado en política, sus antepasados se

entregaron a la lucha política y murieron detrás de los barrotes del sistema carcelario del

país; pero había tomado muy a pecho el consejo de aquellos mayores de no meterse en

vaina y dedicarse al trabajo. Eso había hecho durante toda su vida, trabajar para Corpoven,

hacerse en Corpoven y llevar aquel escudo como los soldados griegos al campo de batalla.

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Se alejó del carro sin perderlo de vista, buscaba aires, buscaba ideas, buscaba una noción.

Miraba su carro hundido en el barro, al pie de aquella estación de gasolina abandonada y

pensaba que todo había llegado a su final, que toda aquella vida vivida en Corpoven se le

había hecho eso, un barro. Hasta él tenía las botas hundidas en el barro, chapaleaba como

un toro atascado.

Volvió al carro y al uso inútil de la bomba de gasolina. No funcionaba. Salía de la

máquina de un hondo zumbido impotente de arrojar el chorro de gasolina. Volvió a

encajar el pico de la manguera y se fue al carro a sacar una chaqueta, la chaqueta llevaba el

logotipo de Corpoven. Se la puso para protegerse del frío, anhelaba llegar a la casa, romper

con ese frío del invierno y ponerse a ver la televisión. Ahora comprendía su abstracción,

comprendía su angustia, nunca Fabricio Toledo leía los periódicos, ni hablaba de política,

de movimientos sociales o de golpes de estado. Corpoven lo había abstraído, él era otro ser,

Corpoven era otro mundo, dentro de aquel mundo que cambiaba a su alrededor. La

Nacionalización le llegaba en forma desprevenida y aquel acto le pedía un mayor esfuerzo,

una mirada más cercana a su realidad. Tal vez, pensaba, debía resucitar en él la fuerza y los

gritos de sus antepasados, de aquellos que se fueron contra todo, contra las dictaduras

impuestas y los gobiernos autócratas, gritar y alterar el sistema de cosas que de alguna

manera iba cambiando, sólo que él estaba ausente, como la efigie gigante de un elefante de

cristal. No tuvo nunca Fabricio Toledo aquel olfato para descubrir que a su alrededor se

estaban dando cambios, que debía ser perspicaz y asombrarse con lo que le rodeaba y lo

llamaba como se asombró Teresita con aquella Zapoara en un acuario de París y que lo

llevó a investigar el hecho. Se abstraía Fabricio de esos pequeños detalles que juntos

formaron aquella ola de la Nacionalización que lo arrastraba como un aluvión. Y ahora le

99
tocaba montarse sobre aquella ola si era que quería sostener aquellos privilegios que

Corpoven le daba a través del Contrato Colectivo. Debía Fabricio, ante su nuevo espejo,

sacar el hombre perverso y real que habitaba en él, romper con el elefante de cristal y

ponerse la braga de la lucha. Porque ya no era Corpoven lo que se perdía, era ganar la

próxima batalla en el campo de batalla, sin esquirlas simbólicas, a todo trapo cuando se

presentara la próxima oportunidad. Fabricio Toledo saltó al carro.

--- ¿Llegamos?---preguntó Teresa, ya despierta.

---Ya estamos aquí---respondió Fabricio---. Subamos que viene la noche.

Gabriel Alfonso, Felipe y Teresita se despertaron, estaban ansiosos por llegar, por

quitarse aquella ropa húmeda y salir de aquel carro embarrado, ya la lluvia los tenía

hostigados. Querían mudarse de aquel lugar, salir de aquel cobertizo agrietado donde

tuvieron que acampar porque el chaparrón los atascó ahí, querían salir pronto para romper

sus cajas y bolsas llenas de maravillas que durante las vacaciones compraron, había de

todo, desde el caramelo de anís, hasta la muñeca mecánica que lloraba como un bebé, desde

los aviones de metal que se alzaban en el aire con zumbido, hasta la bicicleta de gruesas

sillas. Gabriel Alfonso estaba deseoso de llegar para sacar el violín de su estuche y Felipe

de armar la pista de carrera para jugar con los carritos de metal. Teresita no pensaba nada,

anhelaba el calor de su cuna. A pesar de que tenía su cuarto, con cama italiana, mosquitero

rosado y paredes rosadas con muñecas y peluches, Teresita aún sentía su apego por la

cuna, todavía a esa edad, no había dejado el tetero y Teresa, para aplacarla, le seguía dando

su tetero, aunque esto le ganara el reproche de las abuelas; pero era preferible que Teresita

se tomara su tetero y se durmiera, a que hablara más de lo que había hablado. Venía

100
eléctrica, señalaba todo, hablaba de aquel “Valle”, de las “tartas” de manzana que Teresita

le prepararía una vez salidos de aquella estación de gasolina, preguntaba por todo. En una

breve imagen, los llevó a todos de nuevo, a las vacaciones que ya nadie quería recordar en

ese momento. Hablaba de la Zapoara, de Disney World, de los caballos de Colorado y de

los príncipes azules. Toda ella era un acuario reverberante de imágenes y palabras que la

Familia Toledo veía al oírla hablar. Fabricio prendió el motor del carro. Ella se calló.

Fabricio bajó la palanca y hundió el acelerador. Por fin la lluvia los dejaba salir de

aquella estación de gasolina, llevaba Fabricio el carro hecho un animal vencido, agobiado y

de otro color. No había aquel sol para lucir su brillo y los vidrios estaban empañados.

Encendió los focos para penetrar la oscuridad, abriendo un túnel de luz para atravesar

aquellas calles. Fabricio vio la posibilidad de dar un solo cholazo, de ahí hasta la casa,

atravesando el portón, pitando tal vez, pero bajo la lluvia que lo perseguía ferozmente. Los

Toledo por fin habían llegado, por fin.

101
SEGUNDA PARTE

102
XX

A la medida, el traje le quedaba para asistir a la firma del Decreto. Era un frac, sacado

del empaque, con todos sus accesorios, joyas masculinas y un Manual para su uso. Las

recomendaciones venían en inglés, en italiano y en español. La segunda caja traía perfumes,

estuches con máquinas para afeitar y colonias para refrescar el rostro. No le podía faltar un

talco, crema perfumada para el caballo y enjuague bucal para matar el mal aliento. Después

de un refrescante baño en la tina del apartamento, emergió como un delfín mojando las

alfombras del piso, se secó con una toalla italiana y comenzó aquel tratamiento para

vestirse que duró horas. El evento era a las once, la hora oficial; pero mientras terminaban

de llegar los altos invitados, ese evento se celebraría a las dos de la tarde, luego el almuerzo

y por fin la fiesta nacional. No había prisa en llegar temprano. Si importante era el

embajador norteamericano o el inglés, él también lo era, iba en representación de la filial,

era el gerente distrital. De pie a cabeza, como quien es esperado para una coronación,

Fabricio Toledo inició aquel ritual de su presentación personal y hasta que no terminó de

verse el último detalle, de tener la sensación de que aquella imagen que sería presentada en

público gozaba de su total aceptación, no se apartó de los espejos y de los accesorios.

Cuando terminó, buscó el juicio de Beatriz para confirmar que su aspecto era de fotografía.

Aquellas fotos, pensaba Fabricio, serían recogidas por la prensa y publicadas en periódicos

y revistas, además de las imágenes por televisión. Beatriz le hizo un ajuste al nudo de la

corbata y le limpió los hombros de pequeñas arrugas que le desfiguraban la presentación.

Había quedado al calco de un personaje ilustre. No se podía hacer más nada. Beatriz se hizo

los últimos ajustes ante el espejo y se dejó ver el poderoso cuerpo de hembra que tenía, sus

arreglos habían empezado la tarde anterior y requirió de los servicios de masajistas,

103
diseñadores, perfumistas, maquilladoras y de la mucama. El traje de seda, las joyas, los

zapatos y los perfumes tenían marca italiana y francesa. Y como ella decía, no podía asistir

a ese evento con las uñas de una mona y con las greñas de una gata recién parida. Fabricio

y Toledo entraron al Cadillac y el chofer le metió el acelerador para atravesar la ciudad.

Reverberaba el sol a las once de la mañana, los edificios y plazas resplandecían con

tal decoración, que a Fabricio Toledo no le quedó más remedio que pensar, que asistía a

un concierto en un teatro de Roma. Pero no eran sólo los edificios y las plazas los que

habían sufrido tal remozamiento, era la ciudad y la Nación. Las calles, las avenidas y

autopistas lucían festones tricolores, los árboles habían sido pintados, las plazas las

barrieron y la basura llevada al basurero. A las plazas y esquinas saltaron las bandas

musicales, la iglesia tocó sus campanas y las trompetas sonaron a solemnidad. Marchas y

contramarchas de cadetes desfilaban por las avenidas, con tal disciplina, que provocaba

decirle al chofer que se parara para mirar el desfile militar. Danzas y contradanzas, bailes

antiguos y juegos de los antepasados trabajaban sus escenas en las calles, todo de gran

colorido y belleza que de no estar apurado, Fabricio le hubiese dicho al chofer que lo dejara

por ahí, que todo aquello no lo volvería a ver el resto de su vida, que un solo evento

nacional, podía provocar en la calle todo aquel jolgorio y alegría que era espontáneo en

todo. Pero no era espontáneo todo, era la organización del evento, ante el mundo tenía que

demostrar que la nueva gerencia tenía el vigor y la inteligencia de organizar eventos y de

penetrar la Nación para la percepción de lo grande y maravilloso. Y lo habían logrado, la

gente se agolpaba en las calles y Fabricio, que iba en su caravana oficial, rumbo al palacio,

sentía emoción, era la primera vez que Fabricio sentía emoción y alegría de ver el país

reflejado en sus bailes y cantos. No había tenido la oportunidad antes de mirar con alegría y

104
orgullo nacional, ese escenario de artistas populares y cantantes folklóricos que tenían

prendida a la ciudad. Sonaban las salvas, los aviones en el cielo se exhibían y en el mar las

fragatas militares desfilaban para desagraviar las infamias contra la Nación. En los teatros,

las plazas, los mercados, los cines y cafeterías, el tema de conversación era la

Nacionalización y la firma del Decreto. Era la primera vez que la Nación poseía un bien

patrimonial de tal naturaleza, de tal valor como la fabulosa empresa del Dorado o la guerra

de la Independencia. No descansaba Venezuela sobre las ruinas de viejas civilizaciones,

sino sobre el azar y los desatinos de sus hombres, que cada cierto tiempo cíclico, eran

sorprendidos por eventos inesperados. A Fabricio todo le parecía el sueño de una hazaña

eventual.

El carro negro y pulido, como de ceremonia fúnebre, atravesaba la ciudad, que a esa

hora era una verdadera fiesta. Fabricio observaba a través del cristal del carro aquella

algazara y fervor, que le hizo recordar los tiempos de la campaña electoral. Sorprendido por

tal desbordamiento de gente en la calle, se sintió apremiado y rogaba llegar rápido, para

sentarse en su silla de invitado, gozar de los servicios del palacio y de los honores de que le

abrieran la puerta del carro. El populacho, los borrachos y aquellas mujeres que bailaban en

las calles no era precisamente lo que a él le agradaba. Es decir, él nunca se bajaría de aquel

carro para atarse a un baile de calle o a una borrachera pública. Sus ratos de esparcimientos

eran en el club o teatros donde se organizaban eventos y fiestas que destacaban por el

refinamiento y la elegancia. Y eso era lo que esperaba encontrar una vez firmado el

Decreto. El gobierno no había escatimado los gastos para aquel evento y los invitados no

podían alegar que nada hubo, muy al contrario, sólo bastaba abrir la boca para tener en

bandejas de plata el pescado de oro. Fabricio no llevaba hambre, apenas se había tomado

105
una taza de café y mordido un sándwich de jamón y queso. Se bebió completo un jugo de

naranja y pudo seguir desayunando por el apremio del evento ese día. No tenía hambre, el

hambre se le había ocultado y no iba a comer sino después de la firma de aquel Decreto. Su

mirada seguía resbalando por aquel cristal y parecía un bagre en un acuario de vidrio, se

veía inquieto y a pesar de la refrigeración del carro, sentía que sudaba. Beatriz, cuya

enorme figura se aposentaba a su lado, parecía más serena, como una mansa leona

esperando su turno. Ella amaba la calle, los bailes, la conversación espontánea y chistes

populares; pero por respeto a Fabricio, no decía nada, a veces lo miraba de reojo y le notaba

la intranquilidad, como esos perros que ven presa y se disponen al asalto. Fabricio y, se lo

había dicho, tenía que dominarse ante las situaciones, había sido nombrado gerente de una

filial, y ante el público, tenía que demostrar esa autoridad y gallardía que pedían su nuevo

cargo. Bajo su responsabilidad, ahora tenía hombres y funciones de la principal empresa del

país, ya no estarían los gringos o los ingleses, sino gente como Fabricio Toledo, que por lo

demás, venía fogueado por las Transnacionales y muy viajado por el mundo. Fabricio

hablaba inglés, francés e italiano. Un idioma lo dominaba más que otro; pero le era

suficiente para entender en reuniones de alto nivel, los pensamientos y conversaciones de

altos personajes. Por otro lado, Fabricio tenía la etiqueta y la elegancia de los caballeros de

postín, sabía manejarse entre eventos sin caer en lo ridículo o chabacano, aparte de que

Fabricio era hombre de cualquier conversación, de cualquier tema, por muy difícil que sea,

él a todo, le daba su opinión; pero no se quedaba callado. No entendía, entonces, Beatriz, la

desazón de Fabricio ese día. Le puso su mano sobre una mano de Fabricio, estaba helado.

Por primera vez, Fabricio asistía a una celebración oficial y era la primera vez, que

visitaba el palacio del poder. Su carro atravesó una avenida bordeada por palmeras y allá

106
vio el palacio del poder. Abrió los ojos y, en sentido contrario, nacía ante él, una

magnificencia que le causó asombro. Era el palacio del poder, donde se iba a firmar el

Decreto y, a ratificarlo a él como gerente de la filial.

107
XXI

--- ¡Señor Presidente!---dijo Fabricio Toledo.

El Presidente de la República saludó con un apretón de mano a Fabricio Toledo. Lo

tuvo de frente, con sus insignias y vestiduras constitucionales, saludando a los invitados.

--- ¡Señor Presidente!---repitió Fabricio Toledo, animado por el saludo del Presidente.

Pero el Presidente, inquieto como un roedor, se zafó de su saludo y siguió caminando,

saludando y sonriendo a los invitados. Las luces fosforescentes de las cámaras de televisión

y de los flashes no dejaban de enfocarlo. Fabricio Toledo buscó la manera que su traje no

se desunciera y quedara en las fotos lo mejor posible, era la primera vez que saludaba de

cerca a un Presidente, era la primera vez que saludaba de frente al Presidente del país, a un

Mandatario Nacional y todo, por la firma del Decreto. La comisión de la filial, que se

reunió aquel lunes después de sus vacaciones, determinó que el personaje que mejor podía

encarar esa situación era Fabricio Toledo. Era casado, ingeniero, empleado de alto rango,

hablaba varios idiomas, sabía de etiqueta y modales y tenía la compostura a la hora de tales

solemnidades. Fabricio carraspeó para disimular el desaire del Presidente y aplaudió

cuando arrancaron los aplausos, había sido una sonora jauría de aplausos. El Presidente

subió al podio y lo recibieron de pie, siempre en aplausos. Los invitados se sentaron y el

Presidente se dirigió a los invitados y a la Nación en un breve discurso en el cual resaltó la

importancia del Decreto. Era la primera vez que la Nación sería titular de sus yacimientos,

no habrían más concesiones, ni explotaciones, ni exportaciones que no fueran aprobadas

por el Estado. El Presidente de la República estampó su rúbrica en el Decreto y gran jauría

108
de aplausos corrió por toda la Nación. Fabricio Toledo se levantó, imitando el gesto de los

políticos y de los diplomáticos, aplaudió y sonrió para denotar su complacencia por la firma

del Decreto. La Nación y el palacio se llenaron de himnos, salvas y bailes que duraron más

de una semana. Fabricio Toledo se sentó, ajustándose los lentes y esperó las palabras

finales del Presidente, de ahora en adelante, ése sería su oficio, sentarse a oír al Presidente y

a los políticos del Congreso, tenía, por deber, que aprender, que las gerencias se ganaban

con paciencia y astucia, para eso tenía años en la empresa. Había aprendido mucho.

Beatriz; por su parte, se sentía como Paulina Bonaparte en una coronación imperial.

Era la primera vez que entraba al palacio del poder, desde muchacha pasaba por los

alrededores, veía la magnificencia del palacio, los cambios de guardia, la caravana

presidencial y la hermosa arquitectura que lucía aquel palacio; pero nunca había entrado a

sus salones. Entrar a aquellos salones, era una sorpresa que le deparaba el destino al unirse

con Fabricio Toledo. Ella aprovechó aquella visita para olfatear aquellos salones, para

llenarse el alma de la rica opulencia estética y sentir de cerca el poder. Hasta tuvo la

oportunidad de que un Presidente la viera y la saludara:

---Señora---la saludó escuetamente el Presidente.

Ella se inclinó brevemente, a la usanza antigua para saludar a una Dignidad y se quedó

quieta para no revelar nervios ni imposturas, sería dañar la imagen de Fabricio Toledo. El

Presidente pasó por su lado dejando esa fuerza del poder y tuvo que aplaudir cuando los

aplausos arrancaron. Ella, al igual que Fabricio, debía de cumplir con el protocolo, era la

firma del Decreto que le daba a la Nación la titularidad de la empresa más grande del país,

sería la primera vez que el país, a la cabeza de aquel hombre y de los políticos del

109
Congreso, que tendría bajo su administración la riqueza y el poder como ninguna otra

Nación del mundo tenía sobre sus propios recursos. Entonces era importante, le contestaba

ella a Fabricio cuando le explicó la trascendencia del Decreto. A ella le costaba entender

fácilmente algunas cosas, por muy claras que las tuviera a la vista. A veces era torpe,

pensaba Fabricio para él, sólo que era amante y tierna cuando se lo proponía. Había sido de

mucha ayuda en aquellos momentos para Fabricio, se lo agradecía.

Pasaron al salón de invitados, entre embajadores de elegante etiqueta e invitados de la

Nación, con tal desplazamiento, que parecían peces moviéndose en su acuario natural,

hablaban de temas nacionales e internacionales, conversaban del Decreto, de la maravillosa

oportunidad que de ahora en adelante tenía el país de salir de la pobreza y de ascender a las

primeras líneas del progreso, de acabar con la pobreza y de industrializar el país, de

desarrollar la agricultura, de neocolonizar el campo sacando a los campesinos de la tristeza

de la pobreza y del olvido y de sembrar las áreas rurales de escuelas y dispensarios para

elevar el nivel de vida de la población rural. El Ministro de Agricultura y Cría habló de

importar vacas canadienses y el Ministro de Obras Públicas habló de contratar ingenieros

norteamericanos y franceses para levantar puentes sobre las autopistas. Frente a ellos, se

desplazaban las mesas de caviar, de trufas y salmones en bandejas de plata. Quesos,

aceitunas rellenas, jamones y cremas de queso. Un servicio de copas y platos venecianos

resplandecía ante ellos, se descorchaban las botellas de champán y vino y se alzaban las

copas. Beatriz se sentía cómoda, pisando aquellas alfombras italianas y rodeada de pinturas

y frescos que célebres artistas nacionales y extranjeros habían donado al palacio como

tributo a la Nacionalización; a veces, compartía una conversación con alguna esposa de

embajador o comentaba una moda con alguna elegante dama de las invitadas, daban su

110
opinión de las aceitunas, de los quesos y de las mantequillas, planificaban las obras de

caridad para los más necesitados o hablaban de visitar la Catedral de México para pagar

una promesa. Beatriz se desplazaba como una gallina de elegantes plumas por aquel salón y

buscaba a Fabricio que departía con embajadores y ministros. El hombre se esta

desenvolviendo bien, era genio y figura de aquella gerencia, de ahora en adelante, Fabricio

Toledo tenía tanto poder como un Ministro o como el mismo Presidente, pues sobre su

cabeza recaía las decisiones de la nueva gerencia de la filial, su opinión tenía valor a la hora

de decidir una operación dentro de la industria, esto le daba a Fabricio ese poder que ni él

mismo sospechaba. Se estaba desenvolviendo bien, muy bien, observaba Beatriz.

Incluso, fue traductor. Cuando el Presidente de la República conversó con el

embajador norteamericano para hablarle de la necesidad de importar bienes y servicios para

la Nación, Fabricio le sirvió para traducir algunas palabras y expresiones criollas del

Presidente que el embajador norteamericano no entendía. El Presidente se sintió atendido

por Fabricio quien buscó de nuevo la oportunidad para estrechar la mano del Presidente y

sonreír con elegancia con su copa de champán en la mano. Sin atribución alguna, Fabricio

guió al embajador norteamericano por el Salón Principal, le habló de las pinturas, de los

personajes históricos y de los acontecimientos de la Nación. Explicó Fabricio Toledo al

embajador norteamericano que aquel evento, el de la Nacionalización Petrolera adquiría el

rango de una batalla por la Independencia, que el Presidente, con aquella gesta, pasaba al

panteón de la Historia como uno de los gestores de la nueva Venezuela. Luego; pasó a

explicar que él tenía un apartamento en Nueva York y que visitaba anualmente en las

vacaciones los Estados Unidos. Y ahora más, explicaba Fabricio, ahora con el cargo de

gerente de la filial, era obvio que tenía que viajar para seguir estudiando y aprendiendo el

111
manejo de una filial para ponerla al servicio de la Nación. Regresaron a la reunión y ya se

estaban todos despidiendo, con sus escoltas y choferes. El Presidente de la República había

desaparecido. Sólo quedaron algunos rezagados de última hora que masticaban alguna que

otra anchoa o queso madurado. Fabricio buscó a Beatriz, entre aquel desfile de vestidos

elegantes y satinados, la miró saliendo del salón, de refilón, como si se hubiese olvidado

que él existía. Fabricio carraspeó y disimuladamente se apresuró para darle alcance.

Empezó a bracear como un buzo, apartando sutilmente a la gente y casi llamando a

Beatriz, si la perdía de vista, se perdía él también. No sabía por dónde salir de aquel

palacio, el palacio del Presidente de la República.

112
XXII

---Es un juego de trombones---dijo Beatriz.

Fabricio no dijo nada. Se arregló la corbata y manoseó el programa. La ciudad estaba

llena de conciertos, de bandas musicales, de orquestas sinfónicas, de bailes populares y de

bares encendidos. La celebración por la Nacionalización seguía y el pueblo andaba por las

calles enardecido por el nacionalismo de contar con un Decreto que le daba la titularidad de

la primera empresa del país, era vivir una gesta histórica y andar por las calles alzando

banderas, como disfrutar de un triunfo militar, una victoria contra un gigante. Y se hablaba

en la calle de grandes proyectos, en las esquinas de la ciudad no se hablaba más que de la

agricultura, de las obras públicas, de la salud pública y de la urbanización de los pueblos.

Cada quien reclamaba su parte, cada quien tenía su proyecto, la gente repetía por pedazos

las palabras del Presidente, se armaban zafarranchos cuando no entendían las palabras del

Presidente, la gente terminaba en un bar o en un estadio bebiendo cerveza y hablando del

mismo tema. Era la Nacionalización el tema de la televisión, de la radio y de la prensa

escrita, era el tema de los Ministros y embajadores, de los artistas y de los pordioseros,

nadie en esta ciudad y en este país, podía dejar de hablar del tema. Cada quien celebraba a

su manera, desde los confines de la Nación hasta los grandes escenarios, todos celebraban

la Nacionalización como la batalla que libraron en el siglo para ganarse el trofeo de tener la

primera empresa del país y de contar con el recurso más valioso para la industria del

mundo. Cualquier lugar que pisaran Fabricio y Beatriz, no se escuchaba más que de la

Nacionalización.

113
--- ¿Y usted que opina, doctor Toledo?---le preguntó una periodista al salir de la firma del

Decreto.

Pero él se escurrió como un goterón de agua y dejó el micrófono en el aire. Él no

opinaba. La política de la nueva gerencia era no opinar, no meter las opiniones políticas

dentro de la empresa, era la primera herencia que dejaba las Transnacionales, era la primera

lección aprendida por él durante sus largos años de trabajo con las Transnacionales, no

opinar, no bañar la imagen de la empresa con opiniones de tipo político que dañaran el

prestigio y la trayectoria de la filial. Los principios y los valores eran fundamentales para la

administración de la filial y entre los principios, la comunicación tenía su fondo y su forma,

no era sólo una opinión. Fabricio, de la noche a la mañana, comprendió que una opinión

suya, arrastraría a su filial y esta imprudencia podría costarle el cargo. No era a él a quien le

tocaba hablar u opinar sobre la filial o los pozos petroleros, era al Presidente de la

República o a los políticos del Congreso, quienes estaban de ahora en adelante, en la

ventaja de emitir una opinión; pero no él, Fabricio Toledo, nombrado gerente de una filial

de la Casa Matriz. No había sido gratuito aquel cargo, cualidades en él habrían visto para

nombrarlo gerente y a tal punto se revelaban aquellas cualidades, que tuvo el privilegio de

estrechar la mano del Presidente de la República antes de firmar el Decreto y de ser el

traductor para los primeros convenios entre el embajador de los Estados Unidos y el

Presidente de la República. Aquella periodista se habría quedado con el deseo de notificar

al país unas declaraciones suyas; pero estaba en juego la empresa, la primera empresa del

país. Y tan en serio se había tomado todo aquello, que cuando Beatriz le comentó el juego

de instrumentos y las partes del concierto, él no opinó. Muchas razones tenía y la primera

de ellas, era que poco entendía de aquel concierto, no era su tema, ciertamente; pero la

114
asistencia a aquellos conciertos era parte del protocolo oficial que debía cumplir para darle

cumplimiento al programa de la Nacionalización del Petróleo.

---Es un juego maravilloso, sólo de virtuosos---dijo Beatriz envuelta en su seda.

La sala de concierto estaba en penumbra, perfecta para ocultar gestos y caras que

denotaban las emociones. Toda la sala era de una rica musicalidad, que los oídos más

selectos disfrutaban oyendo, aplaudían y se callaban, cuchicheaban y otros, simplemente

estaban alelados. Beatriz tuvo que arrastrar por la solapa a Fabricio a aquel concierto en el

teatro, y no era porque no quería asistir a aquel protocolo, sino porque poco o nada entendía

de trombones, violines o bajos. Por eso, una opinión suya, era inconveniente en ciertos

casos. La que opinaba era Beatriz, metida en sus sedas y gargantillas al cuello, tenía oído

para las variaciones y los ritmos de aquel concierto que la arrastraban a un mundo espiritual

y lejano que Fabricio no penetraba. Pero de eso se trataba, Beatriz podía opinar al respecto,

ella sabía de tiempos, ritmos e instrumentos que desconocía Fabricio. Por eso, cuando ella,

ya emocionada por las variaciones y ritmos de aquel concierto opinaba, él guardaba

silencio, carraspeaba y se arreglaba los lentes. Miraba nerviosamente el programa y se

centraba en el punto de los músicos. Y aquello era un juego mágico, era una montaña rusa

de aparatos e instrumentos que iban y venían en un concierto de armonía que traía placidez

al alma. Era todo lo contrario a lo que pasaba allá en la calle, entre las tómbolas y los palos

ensebados, entre las salvajes corridas de toro y las peleas de gallos. Aquí todo era una

armonía, una clase de mundo distinta a aquella de la calle, podía el alma girar en círculos

concéntricos de armonías y variaciones, generar otro tipo de pensamiento, más sereno y

razonado para entender el mundo. Beatriz andaba en ese mundo de ritmos y variaciones y

disfrutaba de cada pieza como el perrito disfrutaba de cada huesito.

115
--- ¡Es extraordinaria!---dijo Beatriz.

Es extraordinaria. Lo que ella llamaba “extraordinaria”, era la compañía rusa que visitó

el país para presentar La Consagración de la Primavera. Beatriz era un talento

extraordinario para estudiar y conocer de compañías musicales y de grandes artistas y

compositores. Estaba fascinada con aquella compañía, casi que se iba con la compañía de

gira por Europa y los Estados Unidos por donde tenía programado ir la compañía. Ella tenía

su propio monólogo musical, nadando alegremente entre aquel salón de peces gordos,

admirada por la estética de la composición y los arreglos del gran maestro ruso.

--- ¡Es Stravinski!---dijo exaltada como una niña.

Fabricio alzó la cara para mirar al compositor ruso, Ígor Stravinski.

--- ¡Es Stravinski!---repitió Beatriz llena de jolgorio.

Fabricio vio la figura del director de la orquesta, era un hombre de lentes, de grandes

manos y mirada penetrante. Pero en ese momento, estaba elevado, con su batuta en la

mano, dirigiendo el concierto. Había arrancado aplausos, aunque según tenía entendido

Fabricio, durante aquellos conciertos no se aplaudía, sólo al final. Pero como aquel

concierto se recitaba en el fragor de la Nacionalización, era de esperarse que todo lo que

sonara a virtuoso arrancara aplausos de los asistentes. Era lo espontáneo de aquella gente,

que asistía al concierto, quizá por primera vez a La Consagración de la Primavera como

asistía Fabricio Toledo. Fabricio bajó la cara para leer la próxima pieza del concierto y se

quedó con la duda de no saber si aquel director era Stravinski, carraspeó y se arregló los

lentes. Al alzar de nuevo la vista, se abrió ante él un juego de luces que imitaban un

amanecer en el trópico para alumbrar en pleno la montaña de músicos e instrumentos que

116
sobre el escenario estaba para recitar aquel concierto. Fabricio siguió buscando a

Stravinski, sin dar con él. Su mirada se topó con una inundación de instrumentos y aparatos

que colocados en su recta posición, daban aquellos ritmos y variaciones que tenían fuera de

sí a Beatriz.

--- ¡Es extraordinario!---arrojó Beatriz, dando a entender que el concierto había terminado.

En efecto; había terminado. Aquel acuario de peces gordos se rompió en aplausos y

Fabricio también se levantó y se unió a los aplausos. Buscaba al maestro ruso, lo buscaba

en el rostro de Beatriz que aplaudía emocionada, entre el laberinto de músicos e

instrumentos musicales que tenía al teatro en aquel jolgorio. Beatriz había visto a Ígor

Stravinski, subía a saludarlo, mientras él la esperaba en la platea. Él se inquietó y salió al

vestíbulo, buscaba aire, buscaba respirar la noche. Olía a lluvia, a árboles mojados, a asfalto

húmedo. Era como si durante el concierto, ya había arrancado un plan de obras para

cambiar la faz de la ciudad. Fabricio se aflojó el nudo de la corbata y miró su reloj. Era

tarde y quería dormir; pero en aquellos momentos, tan llenos de presión y de emoción,

dormir sin Beatriz, era otro momento aciago. Necesitaba de ella para drenar esos momentos

y seguir el programa oficial que tenía en el apartamento. Lo esperaba una cena oficial con

el Presidente de la República. Días aquellos cuando era un estudiante tirando piedras en la

universidad, días aquellos de felicidad, no era nada.

117
XXIII

Utilizar las cucharas de plata, los cuchillos de plata y los tenedores de plata, era un

oficio cuesta arriba que realizaba Fabricio Toledo en la cena oficial. Vasos y copas de

Bohemia, la temperatura de los vinos, la textura de los quesos, el olor del aceite de oliva,

las aceitunas españolas y las ensaladas, se escapaban del veredicto de Fabricio, sentado y

frío como estaba en una amena cena oficial. Platos venecianos, soperas de barro mexicano

y fuentes de plata, salseras de plata y tazas de porcelana, cumplían su oficio en aquel

banquete que el maestro de ceremonia, un francés engominado de alta etiqueta, había

colocado con tal delicadeza, que en vez de orientar al invitado, lo hundió más en su

confusión. Cada plato tenía su misterio y su razón de ser, su protocolo y su placer. Era toda

una fiesta, pensaba Fabricio sentado como un maniquí de trapo roto en medio de aquel

cardumen de negros personajes. La luz bajaba de monstruosas arañas de cristal y los

candelabros de plata, daban la sensación imperial de estar en una cena de mucha pompa.

Era de mucha pompa, se cenaba en honor de la Nacionalización, y cómo no iba a ser

pomposa esa cena, donde se habían invitado a los reyes de la tierra, a los embajadores y

príncipes que habían descendido a suelo patrio para celebrar el Decreto de la

Nacionalización. Cada invitado trajo al palacio un presente, para llenar el palacio del poder

con obras de todos los reinos. Y caía una cuchara de plata sobre un plato de porcelana

veneciana y levantaba una rica sonoridad que Fabricio oía como si fuera un escarabajo

escondido detrás de un retrato oficial. En otra mesa un par de embajadores brindó por la

Nación y se oyó el tintineo en el aire y Fabricio alzó la cabeza para explorar a aquellos

personajes; pero el protocolo tenía sus normas y la prudencia, era parte del protocolo.

118
Ansiedad era lo que sentía Fabricio en aquel amplio salón de aspecto neoclásico, revestido

de pinturas al óleo y de frescos del Trópico que invitaban a las playas y a la selva. Pero

Fabricio Toledo no estaba ni en la selva ni en las playas, sino en el salón del palacio donde

se brindaba una cena protocolar en honor de la Nacionalización del Petróleo.

--- ¡Buen provecho, señores!---dijo el Presidente de la República ataviado con un traje de

ceremonia.

--- ¡Gracias!---se oyó---Igual, Señor Presidente.

---Buen provecho, Señor Presidente---dijo tímidamente Fabricio.

Fabricio miró a Beatriz e imitó el gesto de tomar los tenedores y el cuchillo para picar

el cordero. Era carne de cordero lo que picaba Fabricio, de ahí el estilo y la prestancia del

maestro de ceremonia para con aquel plato. Era un estofado de cordero, sazonado con ajo,

cebolla, laurel, caldo de carne, zanahorias y patatas. Realmente era exquisito, a las narices

de Fabricio llegó aquel olor que le despertó el apetito; pero a la vez, le exigió la

compostura y la clase de una cena como tal, ataviado con traje de murciélago y ante la

presencia del Presidente de la República. Fabricio oía el chasqueo, el masticar ansioso de

aquel tropel de embajadores e invitados, era un típico cuadro de pintura flamenca y de una

trascendencia que sólo un personaje como Fabricio Toledo podía entender. Se hallaba él, en

medio de aquel cardumen de negros personajes aprendiendo como un alumno el

conocimiento y el oficio de ser un gerente, de ser una figura que había ascendido a escala

política y social y, que, después de aquel jolgorio, tendría que llevar a la filial para

mantener aquella imagen de empresa a la que estaba llamada a ser, por orden del Presidente

de la República. Este mundo, el de la política y el de la economía, era otro mundo, era de

119
mucho rigor y protocolo. Entendía Fabricio que los tiempos a los que había sido arrastrado

por los vaivenes políticos, le exigían otra perspectiva, una evolución para mantenerse, por

la habilidad, en el mundo que le había tocado vivir. La filial había sido su vida, había

formado familia y había viajado por el mundo llevado de la mano de la filial. Otro mundo,

le era desconocido y adverso. Ese día tenía el deber de cumplir con tal protocolo para dar

satisfacciones al Presidente de la República, su nuevo jefe.

El Presidente de la República se levantó de la silla y quedó expuesto ante la mirada de

todos. Era muy cordial, ameno y bromeador el Presidente de la República. Su pecho lleno

de orgullo le daba la satisfacción de ser el Presidente que firmó el Decreto de

Nacionalización, cuya importancia era similar a la firma del Acta de la Independencia.

Bromeó acerca de su tierra natal y contó un sueño que tuvo en los páramos, en aquel sueño

era un hombre a caballo que bajo una ruana cruzaba los fríos páramos para llegar al mar;

pero al llegar a la capital, el caballo lo derribó y se halló en aquel palacio que jamás había

pisado, lo contempló en silencio y al querer salir de él, el palacio, que en el sueño era de

hielo, se le desplomó encima provocando un estruendo de granizada con lo despertó con las

ganas de ir al baño. Todos soltaron las carcajadas. A Fabricio le quedó la imagen del

Presidente en los páramos y cuando terminó de contar rematando con una anécdota, arrancó

risas y aplausos de los invitados. Fabricio unió sus manos para aplaudir. El Presidente de la

República propuso un brindis por la Nación y todos alzaron sus copas, dejando en el aire un

destello de sonidos y tintineos que agradó a todos. Fabricio no había terminado de cenar,

dejó parte del cordero cruzado con tenedores y cuchillos de plata, atento a las palabras del

Presidente de la República. Beatriz hablaba del Presidente y lo nombraba como el

Presidente que la Republica había buscado desde su fundación. Todo aquello no hubiese

120
sido posible si en la historia no se hubiese aparecido un hombre del páramo como el

Presidente de la República. Fabricio permanecía mudo, oyendo anécdotas y elogios, él sólo

imitaba, carraspeaba o sonreía, según la ocasión. Pero cierto, sólo un hombre del páramo

como el Presidente de la República pudo dar aquel salto para caer en la presente historia,

sólo así, este tipo de hombres pasaba a la historia; pero a la vez, le arrastraba la vida a los

demás, se las cambiaba, como sentía Fabricio que se la había cambiado a él y a la familia

Toledo Pérez. Fabricio no sabía si repudiarlo o elogiarlo, pero fuera lo que fuera, les había

cambiado la vida a todos. Había traspasado a la Nación la gesta de las Transnacionales,

amalgamando en un Decreto lo que le costó a foráneos y propios, una lucha de titanes; ahí,

en ese Decreto, se decantó la intrepidez del gringo, la osadía del inglés y la locura del

holandés. De nuevo, los símbolos imperiales se marcaban en la historia del país y había

sido un criollo el que los tomó para alzar la bandera de la Nacionalización, de ese tipo de

gesta, nacía siempre Venezuela.

Fabricio permaneció de pie, aplaudiendo, sonriendo, deseando vida larga al Presidente

de la República. Había entendido que la vida larga del Presidente de la República, le

garantizaba vida larga en la gerencia, le abría el camino hacia otras posibilidades, aún

inexploradas por él. Beatriz lo acompañó en su largo aplauso; pero luego, se dio cuenta que

Fabricio aplaudía demás y ella, para no dejarlo expuesto ante el cardumen de negros

personajes, lo acompañó hasta que todos los invitados también se unieron y gritaron:

--- ¡Viva el Presidente de la República! ¡Viva!...

Fabricio Toledo quería bailar, tenía tiempo que no bailaba. Se preparaba en el espíritu

para un gran baile, en un salón con orquestas y músicos al estilo de Nueva York. Y vino el

121
recuerdo de Nueva York, sus salones de bailes y conciertos, su asistencia a los conciertos

de jazz y rock junto a Teresa y eso le daba la felicidad del bohemio que fue antes de la

Nacionalización, por eso no sabía si alagaba o repudiaba aquel Decreto, no lo entendía;

pero tenía la certeza de querer bailar, tal vez para recordar una época dorada.

122
XXIV

Fabricio salió del baño, recordó a Teresa y a los muchachos. Se echó desnudo sobre la

cama y tenía agotado el cuerpo. Simplemente quería dormir. Dormir como cualquier

mortal; pero el agotamiento era tal, que le impedía dormir. Se levantó para beberse un

whisky y abrir la ventana del cuarto para que entrara alguna brisa fresca. Su apartamento,

ubicado en un lujoso barrio, daba hacia las eternas montañas azuladas y verdes, su mirada

se perdió en esa vastedad y la noche le atizó los vagos recuerdos. Las vacaciones, las fiestas

en el club de la Compañía, la familia, las reuniones y convites con los amigos, todo aquello

se lo había llevado el viento, sus lecturas al atardecer, sus noches junto a la chimenea de la

casa, sus tertulias con sus amigos de juventud y de la universidad, oír música y asistir a los

teatros de Nueva York y París, todo había sido una bohemia, ahora que lo recordaba. El día

que Teresita descubrió una Zapoara en un acuario de París, el almuerzo en Nueva York

donde se enteró de la Nacionalización y los juegos de Teresa, lo hundían en aquel dolor del

alma al pensar que nada de aquello podía recuperar. Sólo había sido una firma, y le había

cambiado todo. Ahora era el gerente de una filial, se hallaba con Beatriz en aquel

apartamento que le traía la agonía de un pájaro en jaula, aquella ciudad le era indiferente,

no hallaba en ella el calor y la acogida de otras ciudades, nada le apetecía de ella, sólo el

deber de asistir como gerente a aquellos actos, lo obligaba a estar junto al Presidente de la

República, su jefe, su nuevo jefe. Nunca había visto a un Presidente y mucho menos le

había dado la mano para saludarlo, en su otra vida, ese tipo de acciones era impensable en

él, él era Fabricio, un alto empleado de la Compañía, aquella que fundaron los gringos y

establecieron en el país para explotar los yacimientos petroleros, le había costado mucho

llegar a aquella posición y había jurado no participar más nunca en actos políticos, nada que

123
tuviera que ver con aquel mundo de los discursos, campañas o debates en el Congreso,

mucho menos salir a la calle a una manifestación; pero la vida le tenía esta jugada y tenía

que jugar.

Beatriz abrió la puerta del cuarto y lo halló sentado sobre una poltrona, fumando y

perdido. Lo vio atónito mirando a través de la ventana. Estaba cansado, estaba agobiado.

Beatriz le vio en el rostro el cansancio y un aire de envejecimiento que él trataba de ocultar.

Se había negado a aquellas patas de gallina en la cara, a aquellas canas que lentamente le

daban la seriedad de un hombre maduro. En el fondo, lo que ahogaba a Fabricio era el

futuro, había llegado ahí; pero no sabía llegar hasta allá, y eso era sólo posible de acuerdo a

las decisiones del Señor Presidente y de los políticos en el Congreso. Larga y tediosa había

sido aquella sesión en el Congreso, agotador había sido estar saludando con buena cara a

todo aquel cardumen de políticos, de empresarios, de sindicalistas, de invitados y

personalidades, largo y tedioso había sido participar en la caravana presidencial, asistir al

desfile militar, sonreír para las fotografías históricas, arreglar el traje y la sonrisa, dar

alguna que otra entrevista, cuidando cada detalle y cada palabra, no podía irse de la lengua

porque comprometía el cargo y la filial, largo había sido todo aquello. Había tenido que ser

traductor del Presidente de la República, lo había acompañado a un rápido almuerzo, tuvo

que asistir a una comisión de la cámara de diputados, tener entrevistas con diputados y

senadores y saludar a algunos militares que rodeaban al Presidente de la República. Si no

era de su agrado los políticos por meterse en todo, mucho menos le agradaba un militar, a

quien consideraba un agente de la fuerza y de la violencia, capaces de derrocar gobiernos

para instaurar dictaduras. Mucho le habían hablado de las dictaduras, mucho de cárceles y

exilios, mucho de muertos y desaparecidos, mucho tenía en la memoria. Todo aquel

124
cansancio y aquel desgano, provenía de todo aquello, odiaba no tener imaginación, no ser

libre para reinventar su vida y ser músico o poeta; pero estos personajes tenían dos

caminos: el olvido y la pobreza, nada de eso estaba reservado para un Toledo, menos para

él.

---Siéntate---le dijo a Beatriz.

A Beatriz le daba la impresión de que hablaba con una persona que no era ella. Fabricio

no estaba en aquella habitación de pareja, en aquel apartamento lujoso que habían adquirido

para los dos. Ella lo amaba, a pesar de sus incongruencias y sus desatinos, lo había

conocido en una cena que brindó la Cámara de Comercio donde él asistió en calidad de

invitado, aunque él nada tenía que ver con el mundo del comercio. Pero había asistido y

Beatriz pensaba que era el destino quien se lo había llevado a aquella cena. La primera vez

que lo vio le pareció un loco, que era un tributo a la demencia y a la insensatez, pero bastó

que se miraran y concertaran las citas. A ella no le importó quién era, sencillamente lo

aceptó con ese genio y esa figura. La primera noche de amor, fue estrepitosa, ella era una

yegua en pleno campo y él un caballo que corría lleno de cansancio. Él se sintió cansado,

aunque el amor por Beatriz lo animaba al acto amoroso. Tuvo que irse a la escena aquella

cuando antes de casarse con Teresa durmió toda la noche con una mujer alegre, una mujer

de bares y botiquines, que le hizo sonar los huesos y eyacular tres veces esa noche.

Todavía, la primera noche con Teresa, tenía la piel impregnada con el perfume de la puta.

Esto le dio el impulso para poseer a Beatriz, que todas las mujeres que había tenido, ésta

pedía más cuando poco tenía que dar.

---Estoy enfermo---dijo desconsoladamente.

125
Beatriz comprendió que Fabricio estaba alucinando. No estaba enfermo, se hacía el

enfermo para evadir todo aquello. Se hacía el enfermo para recibir misericordia de Dios y

cuidados de Beatriz. En el fondo, llegó a pensar si todo aquello no era fruto de su vida de

pecado, de su vida bohemia y fría, llegaba a pensar, que aislado como vivía, en aquel

campo petrolero, no era la causa de lo que estaba viviendo. Todo le parecía una carga

pesada, todo tenía una rapidez en el tiempo que lo arrastraba como un remolino, no tenía

certeza hacia dónde iba todo aquello. De pronto, Fabricio vio el caballo del Presidente de la

República, era un caballo blanco que cabalgaba frente a él, libre como en una llanura. Ése

era su alma gemela, a veces se sentía caballo, otras, burro. El caballo le indicaba que debía

seguir, como el Presidente de la República, y comprendió que el palacio de hielo con el que

soñó el Señor Presidente no era para el Presidente de la República, sino para él, todo aquel

estropicio de paredes de hielo y granizada había caído sobre él, él era un desastre.

---Dame café---le pidió a Beatriz.

Se hundía cada hora en su pasado. Su ayer era “hoy” y su “hoy”, era un futuro que no

llegaba. Ahora, tenía que vivir todos los tiempos en un solo tiempo, esa forma de pedir

café, era la fórmula que usaba para pedirle café a una novia de la universidad. Fabricio

había retornado a aquella tarde cuando se quedaba largas jornadas de estudio nocturnas

para aprobar los exámenes de la universidad. Beatriz no lo entendió; pero estaba clara que

Fabricio esa noche vivía en otro tiempo, no le hablaba a ella, le hablaba a otra persona que

estaba en la habitación de los dos y que sólo él podía ver.

--- ¡Dame café!---gritó.

126
Beatriz se horrorizó. Se había convertido en bestia, no lo reconocía, todo aquello le

había afectado hasta el alma. Sintió compasión por él. Salió a buscarle la taza de café y se

la trajo. Se la colocó en la mesa del cuarto y lo dejó solo. Ella tenía que bañarse, tenía que

escribir varias cartas y descansar, al otro día tenía que ir a la peluquería, pasar por la tienda

a comprar un vestido nuevo para el baile y visitar algunas amigas. Tenía que contarles que

Fabricio había sido ascendido a gerente de una filial, que se había convertido por obra del

Decreto de Nacionalización del Petróleo, en un hombre importante, tan importante, como

un Ministro del Presidente de la República.

127
XXV

Después de todo, no era mala la idea. Si la vida le había puesto en aquel camino, todo

era cuestión de andar. Aprovechar aquel momento, aquella parada de su destino, el estarse

codeando con gente importante y más importante aún, hablar y saludar al Presidente de la

República, todo era cuestión de osadía para aprovechar el momento. La verdad era que a él

solo no se le hubiese ocurrido tal idea, sin la claridad de Beatriz, que se le había

convertido en un foco luminoso en medio de aquella oscuridad, pedirle al Presidente de la

República un cargo en la administración pública, quería pedirle el cargo de Ministro, no era

una mala idea ni una osadía evidente. Ser Ministro en aquellos tiempos, era cuestión de

juego, no de preparación. Y si era de preparación, él tenía las credenciales para ser

Ministro. Licenciado en Administración de Empresa e Ingeniero, post-grado, Maestría,

especializaciones, títulos de Harvard, de Yale y de Londres. Hablaba el inglés, el francés,

el italiano y el latín. Había viajado por el mundo, conocía a personajes de Europa y los

Estados Unidos y su hoja pública era prístina. Pero en la nueva república, valía más el

juego político y no las credenciales. Fabricio se maravilló con la idea, raro en él, porque él

no era hombre de escena pública, era más bien recatado y opaco. Ser Ministro implicaba

estar en la escena pública, viajar por todo el territorio nacional, crear planes y proyectos,

entrevistarse con el Presidente de la República, asistir a los consejos de ministros, a las

reuniones con el pueblo, con la gente de los barrios y de las aldeas, salir con el Presidente

de la República a hacer campaña, defender la gestión del Señor Presidente, acompañarlo a

sus viajes por el extranjero, asistir a entrevistas por radio y televisión, dejar familia y

mujeres; pero a la vez, era la consagración de su carrera, ahora que iba a ser pública.

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Beatriz le sugirió hablar con el Presidente de la República en el almuerzo del sábado. El

Presidente de la República era muy cordial, tenía buenas referencias de él, ya lo trataba y lo

saludaba como a un viejo amigo, Fabricio podía aprovechar ese gesto y sacarle provecho a

la cordialidad del Presidente. Después de todo, no era mala la idea, pensaba Fabricio

mientras se arreglaba la corbata para asistir al almuerzo. Se miró el rostro en el espejo y se

dio cuenta de sus canas. El tiempo era inexorable. Beatriz lo esperaba en el carro. Bajó por

el ascensor del edificio y apareció en la calle, ataviado de negro como murciélago viejo,

inquieto por llegar temprano al almuerzo, para ver si cazaba al Señor Presidente para hablar

con él antes de empezar el almuerzo y pudiera anunciar la noticia ante todos, eso sería su

mayor gesta. Con aquel gesto libre y sus palabras del páramo, el Presidente de la República

diría:

---Señores, les presento a mi nuevo Ministro, el compañero Fabricio Toledo.

Fabricio cerró la puerta del carro y le dio la orden al chofer de arrancar. El cielo estaba

abierto y la ciudad llena de sol, las montañas al fondo se explayaban y le daban a la ciudad

ese fresco de paisaje y de aventura que invitaban a un sueño de vacaciones, la ciudad se

había llenado de edificios, de calles de asfalto, de inmigrantes y negocios nuevos, que la

fiebre de la Nacionalización había atraído. Podía mirar Fabricio, a través del cristal del

Cadillac, marcas nuevas de productos, emblemas y símbolos que se alzaban sobre nuevos

edificios, era ya una costumbre de estos gobiernos echar al suelo las casas y dotaciones

viejas para levantar de nuevo la imagen de una nueva ciudad, esta Nación se olvidaba

pronto de su pasado, por eso no tenía monumentos ni civilización que la recordaran, por

eso, sus más importantes personajes se habían ido de la patria, a fundar otras naciones y a

hacer sus sueños realidad en otras partes del mundo, porque aquí no tenían nada que los

129
atara, ésa había sido la tragedia nacional. Fabricio miraba los barrios lejanos, los cinturones

de miseria que alrededor de aquella gran ciudad iban armándose, como una serie de casas

de paloma que se iban trepando sobre aquellos cerros que antes eran campos de caña y de

cacao. Pero por supuesto, tampoco la caña de azúcar y el cacao eran de estas tierras, la caña

de azúcar y el cacao huían de estas tierras buscando un mejor calor en las costas o tierra

adentro. Era en la periferia donde se hallaba el lecho de esta patria, sus batallas y sus

grandes pozos de petróleo, más allá de esa ciudad, la patria tenía los hallazgos que la

revelaban; pero las decisiones se tomaban en un solo lugar, en el palacio del poder,

adonde se dirigía en ese momento Fabricio Toledo con Beatriz Cordero, gran dama de la

sociedad, de mucho vuelo, que era amante de un hombre casado. Pero la sociedad era eso,

un contubernio del cual nadie escapaba y Beatriz era para Fabricio ese túnel por donde él

salía airoso en tiempos de confusión histórica.

No era mala la idea, seguía pensando Fabricio, sólo que de no aceptar el Señor

Presidente, sería como chocar el Cadillac contra un edificio, era verse expuesto a una

derrota pública, era sentirse mal por abusar de la bondad del Señor Presidente, era como

dejar la imagen de que era un oportunista y no un gerente de méritos propios, que no podía

llevar una empresa sin los favores políticos, sin la tabla de salvación de un político.

Tampoco podía dejar la mala impresión ante el Presidente de que él era uno más de aquel

cardumen de aduladores y vasallos de media que rodeaba al Presidente, si él había

participado de los actos de la firma del Decreto de Nacionalización del Petróleo y había

asistido a cenas y discursos, era porque tenía méritos para estar en esos actos, era porque

su figura de profesional de la Compañía, se había alzado ante el estamento político, se

había alzado como el vuelo del águila en su propias alas, nada debía a nadie, nunca había

130
tenido que pedir favores, pedir audiencias, esperar o adular para tener un cargo, nada de eso

lo había hecho. Era su figura, alzada como un vuelo de águila, la que le había abierto todas

las puertas, la que le había traído las mejores condecoraciones y premios, eran sus

credenciales al servicio de la Compañía y su personalidad de hombre de empresa, lo que le

había labrado aquella imagen, no la audiencia en una sala de espera. Fabricio cambió de

emoción, pedir aquel cargo, sería como aceptar por primera vez, que era un adulador, que

era un oportunista, que descendía de peldaños en la escala de la sociedad, era pertenecer a

esa sociedad de campaña y de movimientos que giraban en torno al Presidente por tan sólo

aprovecharse del cargo, sacar el pago de una comisión o ser parte de esa corrupción que

carcomía las instituciones públicas. Era estar expuesto al juicio público y ser señalado por

la prensa y por la gente en la calle, de corrupto y de bandido, sería destruir la familia y el

cargo, sería la catástrofe, sería su fin, el fin de Fabricio Toledo.

Carraspeó y sus ojos se llenaban de edificios, carros, humo y gritos que la gente en la

calle lanzaba. Miró al fondo la fachada de la Catedral, único edificio que recordaba las

gestas del pasado y a su lado los hermosos edificios azules, levantados como antorchas

encendidas de la nueva ciudad. En aquella ciudad no había una sola ciudad, había muchas

ciudades, la ciudad vieja moría ante el empuje de la ciudad nueva y la nueva ciudad

hundía a la ciudad vieja como un tronco que servía de abono. La nueva ciudad se

encargaba de enterrar los tesoros de la vieja ciudad y ante todo, el espectáculo era de

incertidumbre, nadie sabía a qué ciudad pertenecía, hasta que llegaba un hombre a caballo,

como el sueño del Señor Presidente y arrastraba con todo aquello y despertaba el

entusiasmo por aquellas pertenencias. Fabricio no pertenecía a ninguna de aquellas

ciudades, él atendía a un protocolo, a un programa, nada sabía de las vías públicas o de los

131
hospitales públicos, no tenía noción del censo o del paludismo o malaria que pudieran estar

afectando a la población más débil, nada de ese registro había en su maletín de cuero, nada

que le pudiera alertar que era un hombre de este tiempo, con un escenario nuevo a raíz de la

Nacionalización. Apartó su mirada de los barrios pobres y hacinados y pensó de nuevo en

el Señor Presidente. Estaba inquieto, pensaba que aquel viaje había durado mucho, que se

había extendido, tal vez por el tráfico, cada día el tráfico era una serpiente de mil vueltas,

todo el mundo se pisaba y no se daban los buenos días, sino que se maldecían y se gritaban

unos a otros desde un autobús o motocicleta, llegando a la pelea, Fabricio quería llegar

rápido, salir de todo aquello.

Le abrieron la puerta, Beatriz se ajustó a su brazo y entraron al salón donde se celebraba

un almuerzo con invitados de la nueva república. Se esperaba la presencia del Señor

Presidente, se esperaba que de un momento a otro apareciera risueño y saludando,

escoltado por su Estado Mayor. A la media hora, el Señor Presidente apareció, tal como se

lo imaginó Fabricio, aprovechando aquel almuerzo para saludar y hacer campaña. Fabricio

se levantó airoso, como el águila que desea volar, tenía las palabras de saludo en la boca,

tenía la petición en la boca, lástima que no pudo hablar con el Presiente antes, era

lamentable; pero se echaría a volar sobre los riscos como el águila para cazar una presa,

apretaría por un brazo al Señor Presidente y le hablaría de su petición, le propondría en

pocas palabras su deseo de ser Ministro, de servirle a él y a la Nación, salida de aquel

Decreto de Nacionalización. Pero la escolta estaba atenta a la seguridad del Presiente de la

República, apartaban muchas manos y apretones, no era fácil acceder al Señor Presidente.

Fabricio se alzó para hacerse notar en el aire, como el vuelo del águila; pero el Señor

Presidente pasó sin mirarlo, saludaba acuciosamente a otros invitados, era un verdadero

132
maestro de ceremonia. Fabricio buscaba el ángulo para hacerse ver; pero no lo logró, el

Señor Presidente fue llevado a su puesto de honor y nadie más pudo acercársele. Fabricio

sintió el desaliento, se sentó y carraspeó. Sentía que el pecho le iba a explotar, sentía que le

faltaba el aire, sentía por primera vez la humillación de no ser tomado en cuenta, de no ser

atendido, de haber sido desplazado y aplastado. Respiró hondo y labró una cínica sonrisa en

el aire. Beatriz le vio la turbación en el rostro y aplaudió algunas palabras del Señor

Presidente, estaba más jocoso que nunca el Señor Presidente ese día, volvió a contar un

sueño y arrancó aplausos. Fabricio tomó una copa para brindar por el Señor Presidente, él

era la figura, el águila de bronce que brillaba como un escudo en la patria, era él, el que

llamaba a sus servidores, el que nombraba Ministros y embajadores, el que firmaba los

decretos y le hablaba a la Nación por radio y televisión. Fabricio se quedó tranquilo en su

asiento, como un triste pájaro; pero brindó, era necesario y obligatorio brindar, todos

brindar por la patria, por la nueva patria.

133
XXVI

---Su esposa es muy bella---le dijo el Señor Presidente.

Halagado y sorprendido, Fabricio saltó de alegría.

---Muy amable, Señor Presidente, muy amable, gracias---dijo.

Beatriz había llamado la atención del Señor Presidente. El Presidente de la República

no era dado al baile y al show; pero aquella fiesta en el club del Círculo Militar era parte

del protocolo que el Jefe de Estado debía de cumplir para celebrar un aniversario más del

Día del Ejército. Todo el salón lucía de generales y coroneles, invitados extranjeros y

personalidades de la sociedad. Ante la figura del Presidente de la República, verdadera

águila de la Nación, se explayaban las mesas de ricos manjares y bebidas espumosas, con

todo el séquito de militares que celebraban no sólo el Día del Ejército, sino la firma del

Decreto de la Nacionalización. Esa noche, el Señor Presidente dio la buena nueva al

ejército de que se sacudían de las viejas máquinas de guerra y firmaban contrato con

Europa y los Estados Unidos para dotar al ejército de la última maquinaria bélica que se

usaba en la guerra moderna. Arrancó aplausos. Fabricio aplaudió, se sentía como un

escarabajo muerto, nada tenía que hacer en aquel desfile de trajes militares y saludos

castrenses. Fue un alivio cuando el Señor Presidente lo tomó en cuenta y le alabó los gustos

por las mujeres. El Señor Presidente también era casado, con hijos y una imagen de padre

honorable. Sólo que el martirio por la patria, lo había desprendido de aquel oasis familiar y

se vio obligado por la historia a salir con su caballo blanco de su sueño, a derribar el pasado

para construir el presente, águila era ante los demás personajes políticos que lo rodeaban,

que al sentir que él venía con su aparato verbal, huían o se replegaban. Era la verdadera

134
águila de la Nación. Cadetes de guantes blancos, oficiales y mayores, aplaudían los

ofrecimientos del Señor Presiente y aprovecharon ese momento para comer y brindar. La

nueva oficialidad trepaba las olas de la Nacionalización del Petróleo y Fabricio pensaba

que ahí podía estar otro “Fabricio”, justo al lado del Señor Presidente, para ascender en la

escala de los altos cargos militares. Sólo que a ese otro “Fabricio” le gustaban los tanques

y los aviones de guerra, a él le gustaban su oficina y sus viajes. El Señor Presidente levantó

el ánimo de la fiesta al ofrecer sueldos y ascensos en la nueva patria, la patria que nacía de

la Nacionalización.

Beatriz no era la muchacha de la década; pero tampoco era la mujer que había llegado

hasta el agotamiento. Su figura de mujer hecha, portentosa y domada, llamaba la atención.

Había en ella el dominio de sí misma y la astucia para alcanzar escalas. Había estudiado en

los colegios de monjas, había asistido a la universidad y tomó posición frente a la sociedad

cuando se le pidió un aporte para la liberación femenina. Se cortó el cabello como un

macho y participó en manifestaciones a favor de la mujer, fumaba y bebía, sabía de música

y había representado al país en congresos ideológicos. Pero la pasión por la música clásica

y la educación de las monjas, la domaron con el tiempo y vino a reposar en la unión con

Fabricio a quien veía como un personaje más de aquel escenario. Se había conformado con

ser lo que era, no exigía porque ella tenía más que dar, que a recibir. Si de etiqueta, usos y

modas necesitaba Fabricio, ella era su maestra, si de música, vinos y quesos necesitaba

saber Fabricio, ella era su mejor guía. Ante ella, Fabricio era un triste ratón bajo la lluvia.

Cada día su belleza deslumbraba y dedicada a su imagen, era razonable que arrancara

elogios del mismo Señor Presidente.

---Gracias, Señor Presidente---dijo---. Es usted un caballero.

135
Fabricio asumió su papel de cornudo. Se ofuscó y guardó silencio, Beatriz había

hablado más de la cuenta. Él carraspeó y saludó. Tomó la cuchara de plata y empezó a

tomar sopa, la sopa le recordaba la infancia, los domingos y la familia. Sopas de gallina,

sopas de res, sopas de mondongo, sopas de fideos, sopas de todo. Contaba una vieja

leyenda familiar, que los antepasados de los Toledo, habían sufrido mucho en las guerras y

pasaban muchas noches y días sin comer, y cuando conseguían una pata de res o una

gallina, para que rindiera para todos, las mujeres preparaban sopas, para que a todos

pudiera llegar un rico caldo de pata de res o de gallina. Feliz Fabricio que no había vivido

la guerra y quiso el destino parirlo en una patria donde las guerras habían sido selladas por

la civilización y la riqueza, sólo recordaba la guerra cada vez que tomaba sopa, era un

reflejo condicionado, pensaba. Beatriz le llamó la atención por silbar la sopa antes de

tomarla. Estaba impertinente Fabricio, estaba malhumorado, se sentía humillado y

arrastrado por un gallo de mejor canto y espuela que él. Y peor, Beatriz había caído

rendida y no guardaba la compostura que él sí guardaba. A Beatriz se le veían las plumas

del erizamiento, de su jolgorio y de su fiesta. Fabricio se chupó una copa de agua y llamó

la atención de Beatriz. Y pensar que estaban en plena fiesta, el protocolo no permitía

levantarse y salir. Beatriz quería salir; pero una salida intempestiva sería revelar que algo

pasaba, que pasaba algo en la mesa donde estaban sentados Fabricio y Beatriz, muy cerca

de la mesa del Señor Presidente. Los gerentes de las filiales y los nuevos empleados de la

Casa Matriz, también estaban muy cerca del Señor Presidente, todos trataban de estar cerca

del Presidente de la República y no era que Beatriz se le había acercado al Señor

Presidente, sino que las plumas y el traje de Beatriz eran más llamativos que otros trajes. El

Señor Presidente, tal vez estaba comparando a Beatriz con una gallina, o con alguna ave

del paraíso, una guacamaya tal vez; pero Fabricio se había tomado todo aquello a pecho y
136
estuvo a punto de echar por el suelo lo que tanto le había costado alcanzar. Muchas razones

tenía el Señor Presiente para ver bella a Beatriz, sólo que Fabricio se había ido de bruces,

había masticado el polvo, el polvo, a veces dejaba salir de él, el bárbaro troglodita que fue

en los tiempos de su revolución juvenil. Estuvo a punto de patinar en la mierda.

Beatriz esperó. Fabricio se arregló el traje y carraspeó. El Señor Presidente estaba cerca,

era el jefe, el águila del vuelo alto, el que trazaba la vida de todos; acá estaban los ratones,

sumisos y azarosos bajo la sombra del águila, pendientes de cada uno de sus vuelos y

movimientos, a Fabricio no le quedó más remedio que volver a sonreír, nervioso y

dispuesto a conversar de nuevo, de dar gracias al Señor Presidente si volvía con sus elogios

a Beatriz. Era el Presidente de la República. El zumbido de un trombón sacudió la cena, se

iniciaban los bailes y las orquestas ya tenían preparados sus instrumentos. Pensaba Fabricio

que esa noche Beatriz vería fantasmas, como la noche del concierto en el teatro, ella tenía la

cualidad de andar un paso más adelante que él. Fabricio se preparaba para nuevas sorpresas

esa noche, todo podía ocurrirle, ciertamente, desde los elogios del Señor Presidente a

Beatriz, hasta que ésta viera un muerto y hablara con él, a su lado, Beatriz volaba y él se

arrastraba como un ratón. Los militares, en desfile, salieron a bailar con sus parejas. El

Señor Presidente se deleitaba con aquel baile de militares, prefería verlos bailar que

disparar los tanques. La Nueva Patria, la parida de su Decreto, era eso que estaba viendo,

nunca antes, el país había reunido a sus militares en una fiesta, los había agasajado y los

había elogiado tanto. Ésa era parte de su estrategia. Los militares le comían en la mano.

Los gerentes de las filiales le comían en la mano. Fabricio Toledo se inclinaba ante el Señor

Presidente, Comandante en Jefe del ejército nacional. El Señor Presidente no bailaba; pero

disfrutaba ver los bailes, le recordaban las ferias de los santos de su pueblo, le recordaban

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las fiestas nacionales y los tiempos en que, firmado el Decreto de Pacificación, la gente

salió a las calles a bailar. El baile era la fiesta del alma, él se deleitaba viendo a los militares

bailando, la Nueva Patria era un baile y le llamaba mucho la atención el traje de Beatriz,

llena de plumas y ajorcas, le recordaba a una rumbera del Caribe.

Fabricio metió su mano debajo de las plumas de Beatriz, la agarraba por la cintura, la

apretaba contra él. Sabía que su baile era el ojo del Señor Presidente, el Señor Presidente

quería alegría, la alegría de ver la Nueva Patria bailando. Beatriz pensó que bailaba con un

escarabajo, Fabricio no sabía bailar, era un animal dando vueltas, como si hoyara una cueva

para enterrarse; pero Fabricio se había alegrado. Se sentía feliz, volvía a ser él. Se había

olvidado del Señor Presidente.

138
XXVII

--- ¿Pulpos o camarones?---preguntó Beatriz.

---Para mí, pulpo---dijo Fabricio.

---Yo quiero camarones---solicitó Mario.

---Yo también quiero pulpo---dijo Beatriz---. Vine a comer un plato distinto, de sabores

mediterráneos

---Ja, Ja—se burló Sonia---. Sabores mediterráneos.

---Sabores mediterráneos---repitió Beatriz, soslayando la burla de su compañera.

---Yo quiero una paella con camarones y mariscos, como aquí, sólo en Galicia---dijo

Andrés.

El restaurante se llamaba “El Pulpo” y estaba ubicado en un barrio lujoso, lleno de

edificios y tascas. “El Pulpo” humeaba por todas partes, eran olores mediterráneos, olores

de mares y bodegones de vino y cerveza. Colgaban perniles de cerdo ibérico, quesos

madurados, chorizos y carnes ahumadas. La tasca restaurante ocupaba una cuadra lujosa y

pertenecía a gallegos que emigraron al país después de la guerra civil española. Importaban

toda clase de vinos y licores, carnes mediterráneas, pescadería mediterránea y legumbres y

aceites mediterráneos. Beatriz hojeaba la carta de menús y la lista era larga, paellas, pizzas,

pulpos, camarones, mariscos, aves, carnes de res, platos de pasta con albahaca, pestos de

albahaca con aceite de oliva y queso parmesano. Ensaladas romanas, ensaladas rusas,

ensaladas portuguesas, anchoas y quesos de cabra. Comida árabe, china y mexicana.

Fabricio se sentía relajado, con sus gafas oscuras y campaneando un whisky. Era como

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tomarse un pequeño receso en aquel acto pomposo que había sido la firma del Decreto. La

República era un festín y por todas partes salía a relucir un baile o un concierto.

---A mis pulpos que no los quemen mucho---pidió Fabricio, hojeando una revista hípica.

El resplandor del sol caía sobre la tasca; pero ellos estaban refugiados en el comedor de

selectos comensales. De ahí, se podía observar parte de la ciudad y algunos atractivos. Un

helicóptero bajaba a la rampla de un aeropuerto cercano y lejos se oían los zumbidos de los

aviones que aterrizaban trayendo turistas. Gran ánimo había en los turistas para visitar el

país por esos días, los había de todas partes, la ciudad estaba llena de inmigrantes y de

exiliados que levantaban barrios y urbanizaciones nuevas. Todos los días, se podía ver un

enjambre de andamios y escaleras revoloteando en cualquier parte de la ciudad. Había ansia

por echar lo viejo al suelo y alzar lo nuevo, lo novedoso en arquitectura y escultura. Nada

que pesara sobre la conciencia existía ya.

---Me gusta este caballo---dijo Fabricio, señalando la revista.

--- ¿Cuál?---preguntó Mario.

---El Ulises---respondió Fabricio tomándose un trago de whisky---. Dicen que mata

caballos si se le interponen.

---Todo es parte del juego---añadió Beatriz---. Todo por sacarle los reales a la gente.

---Lo voy a jugar, sólo como entretenimiento---dijo Fabricio.

Pidió más soda y hielo.

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---Me aburren los caballos---dijo Sonia---. Es un juego de ricos y emperadores. Nada tienen

que hacer.

---Por eso---dijo Fabricio---. Ellos nos hacen felices, quizá porque dentro de cada uno de

nosotros hay un caballo escondido.

El comentario de Fabricio causó risa en el resto de la mesa. Dejaron colocar los platos

en un servicio que tenía la intención de ser sólo para reyes. Fabricio apartó la revista a un

lado y se tomó otro trago de whisky, miró su plato y se alegró el rostro. Se quitó las gafas

oscuras y miró mejor el pulpo descuartizado.

---Está vivo---dijo---. El pulpo está vivo.

Dentro de todo, a todos les parecía una broma de Fabricio.

---Está vivo---dijo de nuevo.

El ojo del pulpo nadaba en su acuosidad. Lo miraba y lo asaltaba.

---Estás borracho, mi vale---le dijo Andrés---. Te faltan unas vacaciones, has trabajado

mucho por estos días.

---Está vivo---siguió Fabricio---. Viene hacia mí con sus tentáculos.

---Cuando se emperra, se emperra---dijo Beatriz.

Pidió otro plato, era lo mejor. El mesonero retiró el plato de pulpo y le trajo carnes de

ave, ensalada y bollos. Pero Fabricio estaba hipnotizado, seguía viendo al pulpo, era un

pulpo gigante, que se salía de su estanque natural para atacarlo. Fabricio sentía que se iba a

desmayar, le vino el vómito, se fue al baño y regresó con la cara pálida.

141
---Han de ser los nervios que lo tienen así---dijo Beatriz---. Casi ni duerme pensando en su

nuevo cargo. De la noche a la mañana, se ha convertido en un gerente de primera línea, sólo

recibe órdenes del Presidente de la República.

---Pendejadas---dijo Mario---. Tiene el humo en la cabeza.

---Hay que sacarlo de aquí---dijo Sonia---. La ciudad lo está ahogando.

---Estoy pensando en llevarlo a México o a Italia---dijo Beatriz---. A él le encanta Italia,

visitar Venecia o Nápoles le hace bien.

---Te recomiendo el sur de Francia---le dijo Sonia---. Ahí va a botar todos esos nervios.

---Seguro---dijo Beatriz.

---Yo se lo llevaría a una mulata para que lo sacudiera---dijo Mario.

---Tú y tus juegos pesados---dijo Sonia.

---Lástima que andan ustedes---dijo Mario---. Porque ahora mismo me lo llevara al

Rinoceronte donde se encuentran una vacas de verdad, importadas, de paso.

---Si eso fuera la solución para iniciar su nueva gerencia---dijo Beatriz---, entonces está

perdido.

---Eres un asco, Mario---dijo Sonia.

---Hay pelos que sanan más que una barba de maíz---dijo Mario, siempre en broma.

---No pensé que el pulpo me iba a revolver el estómago---dijo Fabricio, colocándose sus

gafas oscuras para ocultar sus ojos macerados.

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---Estás viendo pulpos por todos lados---dijo Beatriz.

---Es probable---dijo Fabricio---. Me faltan unas vacaciones. Cuando se termine todo esto,

nos iremos en yate una semana. El mar me hará bien.

---Son pendejadas, hombre---dijo Mario---. Pendejadas de nuevos ricos. Comamos y más

nada, el pulpo está rico.

No había dejado que el mesonero se llevara el pulpo de Fabricio. Le cayó encima y a

cuchillos y tenedores, lo descuartizó y se lo comió. Una cerveza fría lo terminó de hundir

en el estómago de Mario. Todo era una pendejada de Fabricio, nada más, el cargo se le

había subido a la cabeza, eso era todo.

143
XXVIII

Esa mañana, Fabricio recibió una llamada del palacio del poder. Se inquietó, lo

llamaba el Señor Presidente. ¿Habría adivinado su pensamiento? ¿Lo llamaba para

ofrecerle el cargo de Ministro o presidente de la Casa Matriz? ¿O para que le sirviera de

traductor con el embajador norteamericano? Suspendió esa mañana su visita al oculista, al

sastre y al cardiólogo. Se metió al baño, abrió la regadera y se duchó. Se lavó el pelo con

champú contra la caspa, se echó jabón por todas partes y dejó que el agua lo terminara de

despertar. Se cepilló los dientes, se afeitó con crema y volvió a la ducha. Anoche tuvo un

malestar estomacal; pero había tomado un medicamento que le había caído bien. Se sentía

bien, joven y animado. Lo había llamado el Señor Presidente. Salió del baño sacudiéndose

como un delfín, arrojando agua por todas partes. Beatriz le seguía los pasos con el oído,

metida entre edredones italianos. También tenía que pararse, sin ella él no iba a ir solo al

palacio del poder. Fabricio se había tomado todo aquello a pecho, no dormía bien, no

comía bien y empezaba a padecer de problemas estomacales. Andaba como un sonámbulo

por la casa, con ojeras y dolores de cabeza. Una llamada era una llamada, Beatriz no le

veía la premura a aquella llamada. Era común que el Señor Presidente se reuniera con el

presidente de la Casa Matriz, era común que llamara a hombres como Fabricio Toledo para

consultar acerca de un tema, nada de extraño había en eso. Lo común era que un Presidente

de la República llamara a personas que podían aportar una idea para el funcionamiento de

un aparato del Estado. Era el mismo mecanismo de la guerra, la consulta como estrategia y

como visión. Pero para Fabricio no era común el hecho, era extraño, misterioso y de

intenciones ocultas. Era como que ya el Señor Presidente lo consideraba su asesor, su mejor

traductor, o quería su opinión para hablar con los gringos y con los ingleses, quería su

144
opinión acerca de una concesión o de un contrato, Fabricio era perito en todo esto, tal vez

alguien le dijo que Fabricio había trabajado con los gringos y con los ingleses, que ese

tratamiento con los anglosajones le había dado la experiencia para dialogar y contratar. Eso

era cierto, Fabricio sabía manejar muy bien las relaciones entre los anglosajones y la

Compañía, si por él hubiese sido, habría pactado con los gringos aquella Nacionalización

en los mejores términos, ganar, ganar, eso era todo. Los políticos sabían de política; pero él

sabía de convenios y contratación. En eso, Fabricio era un águila que volaba más alto que

el Señor Presidente.

Sacó un traje de etiqueta, una corbata de perlas verdes, zapatos de cuero, medias nuevas

y franelas blancas. Abrió su estuche y sacó sus alhajas masculinas, un reloj de oro, una

esclava de plata, una cadena de oro con crucifijo de oro, un anillo profesional, un botón de

condecoración y una correa de cuero con hebilla de plata. Se ajustó un puente dental y se

ajustó la dentadura. Se echó crema brillante en el cabello y se dedicó a peinarse, la imagen

de un gerente era pública. Se vistió y caminó de la habitación al balcón, yendo a todos

lados, esperando a Beatriz que se bañaba. Beatriz se arregló más reposada, no le veía el

apuro a todo aquello, tenía el pálpito de que todo aquello terminaría en fracaso, no presentía

un evento normal en todo aquello; olfateaba que al Señor Presidente lo rondaba una mala

sombra. Ya era como si toda aquella luna de miel empezaba a cuartearse, a ser picada por

las hormigas. Beatriz sacó un traje de dos piezas, como si fuera a una oficina, sacó sus

joyas y sus sandalias. Se arregló pronto y salieron de la habitación. Desde el balcón

contemplaron las eternas montañas azules y verdes volcadas hacia el mar, el sol

deslumbraba al otro lado de las montañas y el valle de la ciudad era una hoya gigante que

empezaba a humear, como un volcán. Antes de llegar al palacio del poder, la pareja pasó

145
por una cafetería para beber café y desayunar. Pero Fabricio no dejaba de pensar en la

llamada del Señor Presidente. Esa llamada era una puerta invisible, era una esperanza, era

llegar demasiado lejos en sus sueños, era viajar a países extraños, comer comidas exóticas,

consumir bebidas de viejas etiquetas, visitar palacios y andar de congreso en congreso. Pero

a la vez, era andar con un tren se empleados, de andar de reuniones en reuniones, de

manejar presupuestos oficiales, nóminas de empleados públicos y conceder entrevistas a la

prensa, defender toda la gestión del Señor Presidente y asilarse en una embajada si al Señor

Presidente lo derrocaban.

--- ¿Estás seguro que te llamaron del palacio, Fabricio?---le preguntó Beatriz tomándose un

trago de café.

La pregunta dejó en el aire a Fabricio. Verdaderamente, ¿estaba seguro que había sido

una llamada, o había sido un delirio más de sus desatinos? Guardó silencio. No era la

primera vez que afirmaba un hecho que a la final resultaba un desatino de su imaginación.

Recientemente afirmó que había visto una casa que le había gustado y llamado la atención.

La casa le gustaba por los jardines y la fachada, una casa con balcones, corredores y

habitaciones que le recordaban las viejas casas coloniales, con fuentes y patios donde las

familias se reunían los domingos después de misa. Beatriz tuvo que salir con él una tarde de

domingo cuando no había tráfico en la ciudad para buscar aquella casa que tanto le llamaba

la atención. Y pasaron toda la tarde de ese domingo merodeando una cuadra, dos cuadras,

tres cuadras y hasta cuatro cuadras por donde afirmaba tercamente Fabricio que había visto

aquella casa abandonada y vacía. Pero lo que no se explicaba Beatriz era la terquedad de

Fabricio de querer comprar una casa que necesitaba de una inversión muy alta para

restaurarla, aparte de que la casa era inmensa y él no tenía un proyecto para albergar locos,

146
porque sólo para eso podía servir aquella casa. Pero Fabricio no se cansaba de buscar

aquella casa por las inmediaciones hasta que vencido por el cansancio, decidió regresar sin

haber localizado aquella casa; pero había llegado hablando tercamente que él había visto

aquella casa y que le llamaba la atención para comprarla. Así que cuando Beatriz lo

interrogó sobre la llamada que le hizo el Presidente de la República, él se volvió a quedar

en el vacío y no tenía la certeza de que el Presidente de la República lo había llamado. Pero

ya estaban en camino y no se iban a regresar.

Al llegar a las puertas del palacio del poder, a Fabricio se le recibió como a un personaje

público. Le abrieron la puerta del carro, los guardias y edecanes lo vigilaban desde sus

puestos de guardia y sintió el fresco aroma de los jardines, se encantó con la magnificencia

del palacio, la historia del país se le vino a la cabeza y se vio recibido por el Presidente de

la República. Un servidor del palacio le condujo por un corredor por donde pasaba el

Presidente y le pidieron se sentara en una silla, en aquel salón de audiencia donde se recibía

a personajes importantes. Fabricio respiró y sus ojos de roedor inquieto empezaron a

movilizarse por todas partes, miraba las pinturas con aquellos grabados de escenas

históricas, la imagen del Padre de la Patria como Jefe del Perú, la imagen del fundador del

palacio y otras pinturas que recreaban la historia del país. Fabricio pisaba las alfombras que

pisaba el Presidente de la República, miraba lo que miraba todos los días el Presidente de la

República, respiraba ese aire y se sentaba en las sillas donde probablemente más de una vez

el Señor Presidente de la República se sentó en más de una oportunidad, para conversar

cualquier tema con algún personaje histórico e importante. Fabricio respiraba hondo aquel

aire del palacio, tal vez sea la primera y última vez que respiraba aquel aire, quería grabarse

todo en la memoria para que se le quedara para siempre, se alzaba respirando todo aquello

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y pensar que él estaba ahí, llamado por el Presidente de la República y a tan sólo minutos

de que el Presidente lo recibiera, le alzó el ánimo el sentirse un personaje de la historia.

Había sido un gesto muy humilde del Señor Presidente de llamarlo y tenerlo ahí. La

humildad era la cualidad que hacía grande a los hombres. Muy metido estaba Fabricio en

su pensamiento cuando el salón y el palacio se alborotaron como una imprevista revuelta.

Fabricio notó a negros personajes, empleados del palacio y secretarias andar de un lado a

otro, con el mismo correr de los ratones que son sorprendidos. Fabricio y Beatriz guardaban

silencio. Algo había ocurrido y lo primero que pensó Fabricio era que se había dado un

golpe de estado y que venían a buscar al Presidente de la República para protegerlo de los

sublevados. Fabricio se inquietó y sintió la desazón de verse en un barco que se está

hundiendo y todo el mundo anda buscando un salvavidas. Buscaba una salida; pero era

probable que las salidas estuvieran cerradas por precaución, que ya al Presidente de la

República lo tuvieran en un refugio o por helicóptero lo hayan sacado del palacio del poder,

escondido en alguna guarnición militar leal o en alguna isla muy cerca de las costas. En

instantes a Fabricio todo se le vino al suelo, no entendía aquel alboroto y correr de la gente

dentro del palacio. No hallaba a quién preguntar, quería salir de aquella incertidumbre,

quería saltar para salvarse, como las ratas cuando se hunde el barco.

--- ¿Pasa algo, señorita?---preguntó sin alteración, para reflejar su aplomo.

Una mujer joven, ya con el rostro de espanto, abría una puerta donde probablemente se

hallaba el Presidente de la República. Fabricio trató de ver dentro del salón o despacho del

Presidente; pero de inmediato la puerta maciza de madera se cerró frente a sus ojos.

Fabricio sintió que la desazón lo carcomió. Pero detrás de él había aparecido un personaje

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de negro vestir, muy imponente y tal vez una ficha importante del partido del Presidente de

la República. Informó:

---Han secuestrado a un norteamericano, señor.

Fabricio se quedó mudo, nada dijo. El personaje de oscura catadura desapareció

también, en una bóveda del palacio, tal vez reunido con el Presidente de la República.

Fabricio y Beatriz buscaron la salida, era urgente salir del palacio, antes de que todo se

volviera más confuso, más difícil de lo que estaba, Fabricio pensó que la luna de miel

realmente se había cuarteado, realmente. Se fugaron del palacio.

149
XXIX

Fabricio abrió la llave de la regadera y saltó como un pez, quería bañarse con agua

helada, sentía la necesidad de abocarse hacia aventuras que rompieran en él, el desánimo y

la abulia. Se sentía una masa pesada, con el ánimo por el suelo y el deseo de vivir bien

lejos. Nada aplacaba esa ansiedad. Respiró hondo, como si fuera a lanzarse desde un

edificio y metió su cuerpo bajo el chorro de agua fría. Se sacudió hasta que su cuerpo se

atemperó a la temperatura del agua y empezó a sentir que sus coyunturas y miembros se

desunían, se relajaban y le entraba ese frescor al cuerpo, abría la boca para tomar aire como

un ahogado y poco a poco, el agua en abundancia, lo iba arrastrando a un estado de

placidez. Tenía miedo, después de todo. Estaba lleno de ansiedad e incertidumbre, todo

alrededor, después de tantas luchas, volvíase turbio, parecía que el destino buscaba siempre

torcer lo que toda la vida había perseguido, la felicidad. Consciente estaba que la felicidad

no existía, sólo ratos felices, momentos felices que arrastraban el alma a un estado de placer

y bienestar efímero, muy semejante, pensaba Fabricio, al estado de santidad que sentirían

los justos al subir al cielo, no todo era color de rosa. Los santos, los mártires y las vírgenes

sentirían alguna vez en sus vidas, ese desánimo, ese desierto en sus vidas mientras

buscaban ese paraíso que no estaba en la tierra. Buscaban anhelosamente una felicidad que

no estaba en la tierra. Sólo que aquellos santos y vírgenes tenían el camino claro por donde

transitar; pero Fabricio hallábase bajo aquel chorro de agua sin saber para dónde agarrar.

Tenía miedo, había alquilado aquel hotel huyendo de todo, frente al mar, para escapar del

bullicio y de la prensa. Todo el país era una sublevación, nada escapaba a la prensa, al

comentario de la calle y del mercado. La Casa Matriz fue manchada con aquel secuestro,

el gobierno y las filiales. El Señor Presidente necesitaba apoyo, necesitaba ayuda, la

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izquierda armada andaba por las calles y en las plazas y mercados, el ambiente era de

turbulencia. Nadie parecía tener respuesta para nada, era como si este país, que sorprendía

siempre con el ingenio de uno de sus habitantes, se le hubiese escapado la liebre de oro. Al

Presidente de la República se le había escapado la liebre, se le había caído aquel estado de

fiesta y luna de miel que había traído la firma del Decreto de Nacionalización, todo se había

venido al suelo, hasta Fabricio Toledo tuvo que ser sacado de la ciudad para poder

rescatarlo, según Mario y Andrés.

Fabricio cerró la llave de la regadera y se quedó paralizado, esperando que el agua se le

escurriera del cuerpo. No tomó el tiempo de ese estado de placidez y cuando reaccionó,

tomó un paño y se lo enrolló en la cintura. Abrió la puerta del baño y al entrar a su

habitación, se perturbó porque pensó que había salido a una habitación que no era la de él.

Estuvo a punto de devolverse y cerrar de nuevo la puerta del baño frente a sus ojos cuando

miró frente a la ventana, el sillón inglés donde minutos antes miraba el mar a través de la

ventana. Pero la habitación había cambiado, el color de las paredes y las luces opacas, no

eran las luces blancas que anteriormente había dejado, antes del baño. Las sábanas blancas,

las almohadas con fundas de seda, un mosquitero de punto azul colgado del techo y una

música suave que salía de un tocadiscos, le revolvió los ojos a Fabricio. Impresionado,

seguía mirando aquella habitación que sin duda, no era la de él, llena de periódicos y de

informes de la gerencia. Había una mesa llena de colonias, resinas aromáticas y revistas

pornográficas. A un lado de la cama, estaba un servicio de copas y vinos, además de su

whisky favorito. En las mesas de noche, florecían ramos de rosas y ramas que desprendían

fragancia en toda la habitación. Fabricio hizo a retroceder de nuevo; pero la pista del sillón

inglés le reforzó la idea de que ésa era su habitación y al lanzar su mirada hacia la esquina

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de la cama, ahí tiradas estaban sus maletas como las había dejado, sin ser movidas.

Alentado por sus pertenencias, caminó descalzo sobre la alfombra para buscar ropa y

vestirse, quería echarse a dormir, porque al otro día zarparían en yate a una isla cercana,

para pescar y bañarse en la playa. La playa prometía ser un dorado paraíso, lleno de uveros

y blancas arenas.

Fabricio avanzó con cautela hacia sus maletas, para vestirse rápido y estar prevenido

ante cualquier imprevisto. Pero saltó hacia atrás cuando miró que dentro del mosquitero

movíanse las sábanas.

--- ¿Quién está ahí?---preguntó.

Abrió el mosquitero y fue sorprendido por el rostro risueño de una muchacha. Era una

mulata joven, de ojos color verdes y de sonrisa alegre. Se escondía desnuda debajo de las

sábanas y Fabricio le miró un seno pequeño.

--- ¿Quién eres?---le preguntó Fabricio sorprendido.

---Fui contratada---respondió la muchacha.

Fabricio dejó caer el espanto. Ya sabía de dónde venía todo aquello. Andrés y Mario eran

los autores de aquella sorpresa. La muchacha se tapó el seno descubierto y esperaba la

reacción de Fabricio. Había sido contratada para prestar sus servicios a Fabricio y sacarlo

de aquella melancolía con favores amatorios. Pero estaba confusa, no sabía cómo iniciar su

oficio con un hombre como Fabricio, sencillamente lo miraba, desconcertada y atónica,

esperando el zarpazo. Se había bañado, perfumado y pintado. Apenas tenía dieciséis años e

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iniciaba su oficio en aquel hotel de lujo que jamás había pisado. Fabricio no supo qué

hacer. Al mirarla sorprendida, le preguntó:

--- ¿Cómo te llamas?

---Alba---respondió ella recogiendo las piernas dentro de las sábanas.

--- ¿De dónde eres?---preguntó de nuevo Fabricio.

---De por ahí---respondió la muchacha de forma fría.

Fabricio la dejó sola debajo del mosquitero y se fue a vestir. Estaba ahogado, la placidez

que le había dado el baño de agua fría se le había ido. Su cuerpo y su mente no respondían

a todo aquello. El calor de la muchacha era un excelente estímulo para su alma y para su

cuerpo; a su edad, las muchachas volvían a levantar todas las sensaciones en el hombre y

apartado en aquel hotel, era la oportunidad maravillosa que tenía Fabricio de romper con

aquella monotonía que tenía su alma, después de todo lo vivido durante la Nacionalización.

Se preparó un trago y fue a la mesa a buscar la chequera, se sentó y llenó un cheque, lo

firmó y lo arrancó.

--- ¡Ven!---le dijo a la muchacha como quien llama a una gata.

El mosquitero se abrió y emergió de la cama el bello cuerpo de la muchacha desnuda.

Tenía tetas pequeñas y un abdomen plano que terminaba en su pubis escondido entre sus

muslos. Fabricio le alargó el cheque temblando de rabia.

---Soy virgen---dijo ella tomando el cheque.

Fabricio guardó silencio, lleno de rabia y temblando.

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---Eres libre---le dijo---. Sál de aquí antes de que me metan preso, soy un hombre público.

---No diré nada---dijo la muchacha.

Fabricio temblaba ante el cuerpo cálido de la muchacha.

---Soy un hombre público---repitió Fabricio---. Toma el cheque y vete. No digas nada. Por

tu servicio esta noche, podrás comprar una casa con este cheque. Toma, anda y vete.

La muchacha se vistió ante Fabricio y abandonó la habitación. Fabricio volvió al baño

temblando de rabia, moriría con la conciencia marcada para siempre. Después del baño, no

le quedaba más remedio que beber, beber whisky del bueno, para perder la conciencia y

zarpar al otro día a pescar. El mar estaba cerca, tan cerca, que lo podía oler.

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XXX

Esa noche, Fabricio soñó con su familia. Teresita estaba grande y los dos varones ya

eran hombres. Se despertó a medianoche pensando en su familia. Teresa había engordado y

caminaba como una turca vieja. Pero siempre pensando en remodelar la casa y en viajar al

exterior para comprar material para la casa. Fabricio había viajado de relámpago a Nueva

York y a Houston a chequearse la salud. Teresa llevó a Teresita a Houston para renovar su

tratamiento y a los dos varones los había llevado a un juego de beisbol en Nueva York.

Fabricio no los pudo acompañar porque el trabajo y los planes de la Nacionalización le

impedían ir con la familia. El viaje a Nueva York y a Houston le hizo bien, el viaje en yate

a la isla y las peripecias vividas, le abrieron a Fabricio otro marco de vida que no había

vivido. Por la mañana, había telefoneado a Teresa y le habló de la Nacionalización, de lo

fuerte del trabajo y del apoyo que le estaba brindando al Presidente de la República.

Amaneció sentado a orillas de la cama, mientras Beatriz dormía como una doncella a su

lado. Se levantó apenas el primer rayo de luz tocó el cristal de la ventana y se fue al baño.

Al abrir la llave de la regadera, se le vino a la mente la escena del hotel, la inquietud le

venía por lo movedizo del terreno, la Nacionalización le había cambiado la vida y aunque

se había beneficiado, no se explicaba ciertos hechos. En honor a la verdad, Fabricio

deseaba salir de todo aquello, cancelar ese capítulo de su vida y volver a sus andanzas, a

sus olvidos y a su anonimato. De ser posible, deseaba volver a una selva olvidada,

impenetrable, rodeada sólo de agua, ése era su fin. Pero al igual que al Señor Presidente, a

Fabricio le había tocado jugar un papel principal en esta Nacionalización, que venía a ser

como una gesta política y social, sólo que sin caballos y lanzas; pero sí con taladros y

tanques de petróleo. Pero no todo era color de rosa. En el Congreso, lo esperaba el diputado

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Cabrera, de la izquierda del país, que junto con su fracción, quería conversar con los

presidentes de las filiales y armar informes de la Nacionalización. Al Presidente de la

República le habían caído las diez plagas de Egipto y a la Casa Matriz. Deseaba aquel

diputado, meter la lupa a todos los informes y planes de la Casa Matriz para llevarlo a un

debate en el Congreso Nacional. Afortunadamente la oficina de Fabricio tenía todo al día,

era la experiencia que le había dejado la vieja Transnacional. Buscaba aquel diputado, crear

un alboroto con ciertas comisiones que se repartieron para los eventos de la

Nacionalización. Gastos comunes en todo evento de naturaleza pública, de grandes pompas

como lo sería una Nacionalización común.

Atravesando la ciudad en su Cadillac, en medio de edificios y puentes de concreto,

Fabricio arribó al Congreso de la República. Mucho había cambiado aquella ciudad, desde

que los cultivadores de caña y cacao bajaban desde los cerros azules para vender su

mercancía en los mercados, hasta estos ascensores de edificios y autopistas de concreto

que convertían a la ciudad en una réplica de Nueva York. Mucha era la fiebre que había

desatado la Nacionalización y los ingresos petroleros al país, viejas calles y esquinas

coloniales fueron visceralmente arrasadas por las máquinas dragones que se mascaban a

pedazos las viejas paredes de ladrillo y adobe. Los adoquines de las calles fueron a rellenar

las bases de los nuevos edificios y, las viejas plazas donde se amarraban los caballos y los

burros, fueron hundidas en el pavimento para recrear una plaza de Nueva York o Londres.

Pero Fabricio notó que en medio de aquel festín de derrumbes y martillazos, una marcha de

hombres y mujeres vestidos a la usanza medieval, atravesaba la ciudad, a pie y un músico

tocaba una flauta. Su mirada se detuvo sobre aquellos hombres y mujeres que danzaban en

un baile rítmico, alegre y tradicional. Las mujeres que, por el notar de Fabricio no eran del

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país, lucían galas de baile del campo, bellas faldas de colores y blusas blancas, algunas

llevaban sombreros que las engalanaban. Los hombres, con pantalones y camisas de campo,

con chaquetas y boinas, animaban los bailes y los cantos con flautas y tambores. Parecían

venir de lejos por primera vez a la ciudad.

---Son gallegos---dijo Beatriz.

Fabricio siguió fascinado con el baile, no se había dado cuenta nunca que el país, era un

país de inmigrantes, que la ciudad estaba llena de inmigrantes, que había colonias de

gallegos, italianos, portugueses, holandeses, franceses y antillanos.

--- ¿Qué buscan?---preguntó Fabricio.

---Una mejor vida---respondió Beatriz, acomodada en sus sedas.

Fabricio apartó los ojos del vidrio del carro y guardó silencio. A él vino esa sensación de

guerra, de conmoción, de refugiados, de gente que había tenido que partir y abandonar sus

tierras, dejar sus familias y los olores de las calles. Venir como ganado en barcos, esperar

en aeropuertos y terminales para poder asentarse en un lugar que le asignaran o volcarse

hacia las inmensas llanuras del país para buscar refugio, era toda una odisea aquella vida,

pensaba Fabricio, acomodado en su asiento de cuero. Tuvo ese amargo sabor de sentirse él

un poco de todo, de vivir con pasos de gitano en cualquier parte del mundo, de ser acogido

o rechazado por otros, de ser arrinconado en cualquier parcela de ciudad con cualquier

traje sin que eso significara nada. A Fabricio se le hizo un nudo en garganta y tragó grueso.

Llegó al Congreso con esa ansiedad y esa sensación de vivir en una tierra que era elegida

por gente que no tenía oportunidad en sus tierras de origen o no habían sido aceptados en

otras partes del mundo. Pensaba que la Nacionalización, que ya le había dado la vuelta al

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mundo, ahora era un puente para atraer a colonias de inmigrantes que se entregaban a esta

tierra en cuerpo y alma. Los gallegos, ya tenían sus negocios y familias y celebraban con

bailes y comidas, sus tradiciones en aquella oportunidad. Fabricio se quedó mudo y

pensativo.

--- ¿Es usted el licenciado Fabricio Toledo?---le preguntó un personaje del Congreso, al

parecer, secretario o diputado, no sabía bien Fabricio.

--- ¡Soy yo!---dijo Fabricio, enfático.

---Pase por aquí---le dijo el personaje---. La comisión de diputados lo espera, sólo faltaba

usted.

Era la primera vez que Fabricio Toledo colocaba un pie en aquel edificio, invadido por

salones, palcos, corredores y fuentes. Hallábase Fabricio en una cuadra que había sido calle

de monjas, sacerdotes, militares y políticos, que alguna vez vivieron por ahí, de extrañas

maneras y discusiones que afectaban al país. Nunca había pisado el Congreso de la

República y menos, como agente de la Casa Matriz, no tenía la habilidad de hablar como

político, de recitar una oratoria o de leer un discurso como tantas veces vio por televisión a

políticos y oradores de etiqueta, incluyendo al Señor Presidente de la República. Él no

había sido extraído de ninguna batalla a caballo, manifestación política o engendro de

componendas políticas, él había salido del fragor de las Transnacionales, de las

negociaciones y de los convenios con los gringos y los ingleses. Habilidad tenía para

negociar contratos, para elaborar planes y proyectos petroleros, fundar ciudades y crear

modos de vida que había vivido él a raíz de la explotación petrolera en el país; pero de

política, de sesiones y comisiones de trabajo político, se declaraba ignorante. Y no porque

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no tuviera capacidad de disertar y de lucir las formas verbales en un discurso, sino porque

todo aquella arrastraba otras secuelas, arrastraba la vida y con la vida, la vida de la gente y

del país y luego, sería el final. Había visto mucho y los años de servicio dentro de la

empresa le recomendaban sapiencia y prudencia. No era él, justamente el llamado a redimir

con ofertas sociales a los pobres y marginados, no era precisamente él un abnegado apóstol

de los servicios que sufría hasta el fin. Años tenía que no pasaba por un mercado de pobres

o por un barrio hirviente de la periferia, todo el discurso de aquella gente del Congreso

se alimentaba de estos mundos. Él no se consideraba ni un demagogo ni un burócrata. Era

la primera vez que le iba a ver la cara a un diputado del país, por primera vez, y se vistió de

gala para tal ocasión, él era el licenciado Fabricio Toledo, nuevo gerente de una filial.

--- ¿Es usted el licenciado Fabricio Toledo?---le preguntó el diputado saliéndole con una

mano abierta.

Era el diputado Alirio Cabrera, con gran cara de chivo y vestido de negro para recibirlo.

Fabricio Toledo abrió su mano y lo saludó. Pensó que se lo iban a comer vivo. Detrás de

él caminaban su secretaria Beatriz y otros empleados de la filial. Las puertas del Congreso

se cerraron detrás de sus espaldas.

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XXXI

Cuando alemanes, ingleses y holandeses bloquearon las costas venezolanas, un

ascendiente de Fabricio Toledo montó a caballo y salió corriendo para enfrentar la

tripulación invasora. Llevaba un fusil al hombro y el rostro febril de querer arrasar con los

alemanes e ingleses. Pero los barcos alemanes e ingleses no estaban a la distancia de un tiro

de fusil y a aquel ascendiente no le quedó más remedio que esperar a que se acercaran los

barcos a las costas para disparar. Pero las tropas imperiales no venían a pelear con un

revolucionario armado con un fusil al hombro y los capitanes de las armadas imperiales

no reconocieron jamás a aquel ascendiente. Al llegar el Presidente Cipriano Castro con su

pequeño ejército de militares para enfrentar al ejército más poderoso del mundo, a aquel

ascendiente no le quedó más recurso que unirse a las tropas del Presidente de la República

y esperar el desembarco para comenzar la batalla. Eso nunca ocurrió y le tocó a aquel

ascendiente defender al Presidente de la República, un andino de sombrero de paja, en una

gran discusión, la acción política del Presidente de la República en defensa de los intereses

nacionales. Este testimonio de nacionalismo, hizo que los Estados Unidos mediara frente a

las potencias europeas y la solución llegara con la firma de un acuerdo de pagos. Aquel

ascendiente, que por sus méritos y valor, fue nombrado por el Presidente de la República,

Ministro de aquella dictadura, quedó para siempre como ejemplo para la familia Toledo y

Fabricio Toledo, habría de heredar aquella virtud de la defensa del Presidente de la

República por razones de interés público. Era de esperarse, que Fabricio Toledo se alzara

en una gran defensa a favor de la Nacionalización, tal y como la había planteado el

Presidente de la República, para los intereses del país y de los valores nacionales. No

llevaba fusil; pero sí una artillería de palabras coherentes y planes de desarrollo petrolero y

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civil para implantar en el país, un modelo político y económico que sustentara la República

más allá del petróleo. Al diputado Alirio Cabrera le impactó la defensa de Fabricio Toledo

y no tuvo más remedio que aceptar que estaba ante un nacionalista que era capaz de repeler

cualquier armada por muy poderosa que sea, a favor de los intereses nacionales. La reunión

terminó con un apretón de manos y un par de tragos para cerrar aquella visita al Congreso

Nacional. Fabricio Toledo había triunfado y el Presidente de la República podía estar

tranquilo porque contaba con un gerente de filial que se le unió para defender aquel

proyecto de Nacionalización.

En el camino, Beatriz se quedó en las tiendas para comprar joyas y trajes y Fabricio le

ordenó al chofer que atravesara la ciudad y lo dejara en los edificios de cristal cromado.

Mucho era el arquitecto italiano, francés y norteamericano que tenía plasmada su obra en

aquellas urbanizaciones, desde la última dictadura, que abrió las compuertas del país a

arquitectos e ingenieros europeos en su intento por convertir la ciudad en una réplica de

París o Roma, hasta la última fiebre de la construcción moderna donde la arquitectura de la

ciudad, había arropado modas y novedades para alcanzar el estilo de la mejor vida.

Restaurantes, hoteles, tiendas, plazas y edificios, levantados desde los escombros de los

viejos cascos coloniales, revelaban la mano firme de la conciencia nacional de asimilar

todas las novedades y modas que los ingresos petroleros podían permitir hasta ese

momento. Fabricio abrió la puerta de un apartamento y sintió alivio al ser deslumbrado por

el esplendor de su apartamento, era de los últimos apartamentos cuyos edificios aún olían a

argamasa fresca, a pintura y paredes nuevas. La vista desde la terraza hacia las montañas

azules y verdes, era un oasis y una relajación que le trajo a Fabricio todo el alivio después

de aquella visita al Congreso. Muebles afelpados, alfombras venecianas, cortinas de

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damasco, sillas tapizadas en seda, mesas de caoba y mármoles según el uso, arañas de

cristal que caían de los techos deslumbrando con su esplendor y todo un estilo a lo Luis

XV. Por fin le habían terminado de decorar su último apartamento. Al fondo, respiraban los

baños de ricas lozas estampadas revistiendo las paredes con sus accesorios cromados,

comprados en tiendas de Venecia y París. Las habitaciones-dormitorios del apartamento y,

sobre todo la principal, se alzaban con los trofeos de la decoración, con tal pompa y

clasicismo, que cualquiera podía pensar al entrar intempestivamente, que era la habitación

de un monarca renacentista. En la cocina, el diseño fue a gusto de Nancy, ese espacio era

para ella, a ella le encantaba cocinar y vivir una vida de casa. Fabricio caminó flotando en

todo aquel lujo imperial y sintió la necesidad de tomarse un trago.

--- ¡Nancy!---llamó.

La joven mujer, de apenas veintidós años, apareció caminando descalza sobre las

alfombras venecianas, como si fuera bailarina de circo. Era joven, de larga cabellera y

risueña. Venía de su remota provincia a probar suerte en la ciudad y se halló con Fabricio

Toledo en una fiesta de la Nacionalización cuando trabajaba como muchacha se servicio.

Se amaron de inmediato y ella esperó contra todo, con la firme convicción de que tarde o

temprano, a ella le tocaría parte de toda aquella repartición del destino. Se lanzó sobre el

cuello de Fabricio y lo besó en la boca. Fabricio la soportó entre sus brazos, era un cuerpo

delgado que se dejaba cargar fácilmente. Fabricio se sintió alentado, venía a amar y a beber.

--- ¿Estás cansado?---preguntó ella.

---Muy cansado---respondió él, quitándose el flux.

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Ella lo ayudó a desvestirse y le dio masajes en los pies y en los hombros. Luego;

Fabricio se preparó un trago de Buchanan y se lo bebió en un solo suspiro. Se preparó otro

trago y se sentó en la terraza para contemplar el valle con sus montañas azules y verdes

cubierto con sombras violetas de una primera noche. Esta noche se le perdería a Beatriz,

esta noche se le escaparía a las reuniones, a las cenas oficiales, a las conversaciones

vanidosas de los amigos y amigas, no quería hablar de Nacionalización, de secuestro, de

manifestaciones en las calles, de insultos por la radio y la televisión, esta noche se daba su

salvoconducto con Nancy. La mujer le preparó una cena a base de estofado de cordero,

puré de papas, arroz blanco y ensalada. Pero no necesariamente él quería cenar esa noche,

estaba lleno de muchas cosas, tenía los nervios alterados y buscaba era no hacer nada, sino

caer sobre el primer pensamiento que le diera placer. Agarró a Nancy por la cintura y se la

llevó hacia su cuerpo. Nancy olía bien, su traspiración y su piel, tenían ese olor de la

hembra que avivaba las entrañas del varón. Ella era la Penélope por el cual Ulises atravesó

peligrosos mares para estar con ella. Fabricio le desgarró la ropa encima y la desnudó. La

arrastró al cuarto donde lo esperaba una cama de ricos edredones y almohadas con fundas

de seda, la echó sobre la cama y no hablaron nada, sólo se amaron. Después de una intensa

cópula, Fabricio se dejó caer muerto de hambre. Volvió a su cena y a sus tragos de

Buchanan, a sentarse de nuevo en la terraza para contemplar la noche sobre las montañas y

la ciudad. La ciudad iluminada a esa hora, le recordó los tiempos de Navidad, el pesebre y

la luz en las casas que adquiría para estos tiempos, un estilo de fiesta litúrgica. Nancy vino

a hacerle compañía, a él no le gustaba estar solo. La mujer se sentó a su lado a acompañarlo

en su noche solitaria y él guardaba el silencio de los perros que duermen asistidos por la

compañía de sus amos. Él la contemplaba y pensaba que ya era imposible ser libre sin

Nancy, si había esclavitud, donde el hombre hallaba esa libertad con cadenas aherrojadas al
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cuello, entonces él hallaba en esa esclavitud del amor, su libertad. Ella nada le preguntaba

ni le pedía explicaciones, simplemente estaba ahí, como esa deidad dedicada a alumbrar

con su belleza y misterio. Nancy estaba ahí, salida de aquellas remotas tierras a este

apartamento imperial, Fabricio pensaba que las cosas se le iban dando sin que él las pidiera

y ella pensaba que el juego de su destino era de movimientos violentos, que la había

arrojado a los brazos de aquel hombre que apenas había visto en una fiesta, con traje oficial

y al lado del Presidente de la República. Ante este evento grande, ella callaba, no tenía nada

que decir. Era su crianza y respetaba las normas de que estaba hecho su mundo, tal vez el

de allá, el que había dejado atrás y que la había educado para amar a un hombre como

Fabricio Toledo, aunque él en ese momento se llevara a los labios un vaso lleno de

Buchanan.

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XXXII

--- ¿Quieres mantequilla?---le preguntó Nancy.

Él estaba ausente, lejos en la lectura del periódico. Nunca le había llamado la atención la

historia de los inmigrantes. El barco “Galicia”, había llegado al país durante la última

dictadura y, en él venían españoles, italianos y flamencos. Tal vez judíos, gitanos y rusos

evadidos de la Unión Soviética. En el barco “Galicia”, vino por primera vez, doña Concha,

su madre. Fabricio respiró hondo y perdió la conciencia del lugar. Como tropel, de miradas

perdidas y anhelosas por llegar, los inmigrantes del “Galicia” desembarcaron y por trenes

fueron llevados a los nuevos bloques residenciales que la dictadura había construido para

albergar inmigrantes, en su afán de poblar y mejor los rostros del país. Doña Concha era

joven, bonita y de hablar alegre. Al principio se dedicó a la cocina en un restaurante; pero

no duró mucho su soltería, pues el padre de Fabricio la cazó de inmediato y le propuso

matrimonio. Se casaron en la catedral y viajó con su marido a diversas provincias del país

donde trabajaba el marido. Fabricio nació en uno de aquellos viajes por el país y doña

Concha le enseñó a comer lentejas, pan y aceite de oliva.

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