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Autor : Danièle Silvestre.

« Enfermedad orgánica y depresión »


Fuente : La Cause Freudienne, Revue de Psychanalyse Nº 24 “L’Autre sexe” Juin
1993. pág 81-86.
(Traducción no autorizada por la autora, realizada por el Lic. Luis Volta, para circulación interna del
equipo interdisciplinario del Centro Provincial de Fibrosis Quística de Adultos- HIGA Rossi. La Plata –
Septiembre 2012.)

A partir de consideraciones sobre la depresión, y más generalmente sobre los trastornos


del humor, la cuestión tratada aquí concierne al impacto del daño corporal que
representa la enfermedad real sobre el humor. Paradojalmente, debemos preguntarnos
más bien porqué semejante daño narcisista no afecta más gravemente, no más
regularmente a los enfermos, en el sentido de la depresión. En efecto, se observa muy a
menudo e incluso de manera casi sistemática una reacción de duelo en un momento o en
otro de la evolución de la enfermedad, pero más raramente una “melancolía”, en el
sentido en que la entiende Freud generalmente, es decir, el de una depresión grave de
naturaleza psicógena. Es muy excepcional que una melancolía verdadera, en el sentido
psiquiátrico del término, pueda observarse a lo largo de una grave enfermedad somática,
que ponga en juego el pronóstico vital. Además, sería útil poner en evidencia en este
último caso, de manera más precisa, el o los factores de desencadenamiento. Volveré
sobre esto más adelante, a propósito de un caso.
Recordemos en principio las definiciones freudianas de Duelo y Melancolía (1915): “El
duelo es, por regla general, la reacción frente a la pérdida de una persona amada, o de
una abstracción que haga sus veces, como la patria, la libertad, un ideal, etc.”1. Con la
enfermedad somática grave, nos encontramos frente a esta segunda situación, la de una
“pérdida […] de una abstracción”, la de la salud, de la vida en lo que ésta tiene de ideal
o en la que el sujeto le atribuye potencialidad, metas, realizaciones, etc.
Freud señala que la acción de los mismos acontecimientos (que conllevan una pérdida)
provoca en ciertas personas una melancolía en lugar de un duelo. Caracteriza entonces a
la melancolía: “… una desazón profundamente dolorosa, una suspensión del interés por
el mundo exterior, la pérdida de la capacidad de amar, la inhibición de toda
productividad, y una rebaja en el sentimiento de sí que se exterioriza en autorreproches
y autodenigraciones y se extrema hasta una delirante expectativa de castigo”2. El duelo
presenta todos estos rasgos salvo uno: el sentimiento de estima de sí no es dañado, en
este caso, contrariamente a la melancolía.
Así, el daño físico grave, que pone en juego el pronóstico vital, representa
evidentemente un acontecimiento susceptible de provocar una “reacción frente a la
pérdida”. Constatamos que esto es lo que sucede a menudo, pero ¿por qué no más
seguido? Pareciera que saberse gravemente enfermo, no conlleva siempre, lejos de ello,
la creencia de los humanos en su inmortalidad; en todo caso, quizás menos que la
muerte de un ser amado. Toda la cuestión está planteada, por supuesto, en estos
términos de creencia y de saber. Son los de Freud. Me refiero aquí a “De guerra y
muerte. Temas de actualidad”, escrito durante la primera guerra mundial, en 1915.
En su capítulo 2, Freud se pregunta sobre nuestra actitud frente a la muerte, actitud que
ha sido transformada por la guerra. Esta actitud era la siguiente: “De creérsenos,
estábamos desde luego dispuestos a sostener que la muerte es el desenlace necesario de
toda vida, que cada uno de nosotros debía a la naturaliza una muerte y tenía que estar
preparado para saldar esa deuda; en suma, que la muerte era algo natural, incontrastable
e inevitable. Pero en realidad solíamos comportarnos como si las cosas fueran diversas.

1
Freud, S. Duelo y Melancolía. en “Obras Completas”, Amorrortu editores, Tomo XIV, Pág 241
2
Freud, S “Duelo y Melancolía”, en “Obras Completas”, Amorrortu editores, Tomo XIV, Pág. 242

1
Hemos manifestado la inequívoca tendencia a hacer a un lado la muerte, a eliminarla de
la vida […] La muerte propia no se puede concebir; tan pronto intentamos hacerlo
podemos notar que en verdad sobrevivimos como observadores. Así pudo aventurarse
en la escuela psicoanalítica esta tesis: En el fondo, nadie cree en su propia muerte, o, lo
que viene a ser lo mismo, en el inconsciente cada uno de nosotros está convencido de
su inmortalidad”3.
Estamos en 1915, antes de las elaboraciones teóricas de Freud sobre la angustia y la
castración, así como de la pulsión de muerte. Pero estas consideraciones sobre la muerte
seguirán siendo válidas y servirán incluso de base para sus elaboraciones ulteriores ya
que él resume así su pensamiento: impenetrabilidad a la representación de nuestra
propia muerte, deseo de muerte dirigido al extraño y al enemigo, ambivalencia respecto
de la persona amada; tal es el inconsciente freudiano. Entonces, no se cree en la propia
muerte.
La creencia tiene esta capacidad formidable y extraña de resistirse al saber y a veces
incluso de servirse de él. Se puede aplicar el término freudiano de “ilusión” a esta
creencia humana de que la muerte sea eventualmente para los otros y no para sí, ya que
Freud dice de las ilusiones que “prestan el servicio de ahorrarnos sentimientos penosos,
y nos permiten experimentar en su lugar, sentimientos de satisfacción”, pero también,
“que ellas un día se chocan con la realidad”4. Esta última frase no parece totalmente
verificada en lo que concierne a esta creencia en nuestra inmortalidad. En efecto, la
enfermedad irreversible, debería poder representar esta parte de realidad contra la cual
esta ilusión se resquebrajaría. Sin embargo, esto no sucede siempre: la negación de la
muerte puede resistir a este fragmento de realidad, y es éste el que se alía con el saber,
o más bien, con una parte del saber: aquella que no asume demasiados riesgos al afirmar
que uno puede recular el plazo, siempre, como lo hace el discurso médico.
Así, estamos más bien en las antípodas del decir de Freud con el que concluye su “De
guerra y muerte. Temas de actualidad”: si vis vitam, para mortem, es decir, “Si quieres
soportar la vida, prepárate para la muerte”5. Allí, Freud inscribe al psicoanálisis contra
la civilización en tanto que ésta, permanece ligada a la negación de la muerte, y esto se
comprueba más aún, a medida en que el relevo de la ciencia opera siempre un poco más
para intentar forcluir la muerte como inevitable. Esto nos indica el lugar exacto del
psicoanálisis al respecto, o más bien el que se le devuelve desde este punto de vista, al
tener su futuro delante de él, contrariamente a los augurios mediáticos.
Lacan, durante una conferencia dada en Lovaina, no estaba lejos de la posición de
Freud, cuando declaraba que es porque sabemos que vamos a morir un día que podemos
soportar la vida; por su parte Freud, le había hecho prometer a su médico Max Schur no
dejarlo sufrir inútilmente cuando el momento llegara. Schur cuenta que el 21 de
septiembre de 1939, Freud le recordó su promesa, hecha diez años antes: “…ahora, no
es más que una tortura, y esto no tiene más sentido”. Murió dos días más tarde, con la
ayuda de Schur y de Anna6.
Ferenczi le habría pedido a Freud que lo tome en análisis durante un momento
depresivo que siguió al descubrimiento de su cáncer, informa la biógrafa de Melanie
Klein, Phyllis Grossklurth7, sin precisar sus fuentes. Tenemos dificultades para creerle.
Para soportar la vida, dice Freud, en 1929, en “El malestar en la cultura”8, se necesitan
sedativos de tres órdenes.

3
Freud, “De guerra y muerte. Temas de actualidad” (1915), Amorrortu, Tomo XIV, Pág. 290.
4
Freud, Op, Cit.
5
Freud, Op, Cit., Pág. 301.
6
Schur, M. La mort dans la vie de Freud. Paris, Gallimard, 1975.
7
Grosskurth P. Mélanie Klein, son monde et son oevre, Paris, PUF, 1990, p. 301.

2
- los que proveen diversión frente a la miseria de la vida
- los que aportan satisfacciones sustitutivas y Freud ubica al trabajo científico y al
arte en estas categorías,
- finalmente, los estupefacientes que nos vuelven insensibles a las condiciones de
nuestra existencia cotidiana y al sufrimiento que de ella se deriva, realizando de
ese modo un estado cercano a la manía, agrega él. Freud deja a la religión un
poco aparte: ella pretende dar un sentido a la vida y se transforma en un delirio
colectivo.

Finalmente, es posible también desviarse completamente de la realidad y huir en la


enfermedad nerviosa, incluso en “esa tentativa de revuelta desesperada que es la
psicosis”9.
Por supuesto, los dos primeros medios son los únicos aptos a ayudar convenientemente
al hombre contra el sufrimiento sin que lo dañe. Además, el desplazamiento de libido
que se opera allí, por medio de la sublimación, se acompaña de una suma
suficientemente elevada de placer, dice Freud. Pero esto no está al alcance de todos, y
no asegura una protección perfecta contra los golpes del destino. En fin, eso se vuelve
ineficaz cuando la fuente del sufrimiento reside en nuestro cuerpo propio. Vemos
entonces que Freud considera al hombre como esencialmente vulnerable, y él lo será
más aún cuando a la lucha contra la naturaleza hostil se le agrega otra contra la
enfermedad.
Además, si se consideran las tres fuentes de sufrimiento humano para Freud, tal como
las presenta en El malestar en la cultura, vemos que la enfermedad agrega a cada una
de estas tres fuentes una parte suplementaria de sufrimiento. Estas son:
- la potencia aplastante de la naturaleza: la historia de las enfermedades a lo largo de los
siglos muestra fácilmente el rol esencial que han jugado en esta potencia aplastante de la
naturaleza,
- la caducidad de nuestro cuerpo, evidentemente reactivada por la enfermedad con su
peso de real,
- la dificultad de las relaciones entre los hombres entre sí, allí también, este sufrimiento
“de origen social”, según Freud, se ve exacerbado por la disminución física que implica
el daño corporal y el estado de dependencia en que éste pone al enfermo en relación a
los otros10.
Debería esperarse, con la aparición de una enfermedad grave y el impacto en el cuerpo,
el equivalente de una pérdida de objeto y así todas las razones para ver manifestarse los
signos, de la reacción banal del duelo hasta la depresión más profunda. Esto merece que
nos interroguemos sobre lo que se observa clínicamente.
Los fenómenos se organizan en torno de un ternario clínico donde se ven
sucesivamente, en un momento o en otro de la enfermedad (diagnóstico, complicación
que marca un cambio en la evolución u internación que objetiva la realidad del mal):
- un afecto depresivo que va en efecto, desde una reacción de duelo más o menos
marcada hasta una depresión neta: sentimiento de pérdida, incluso sentimiento de ser
abandonado por el Otro:
- angustia y culpabilidad, que pone en juego una falta subjetiva, a veces autorreproches,
pero sin sentimiento mayor de indignidad;
- y finalmente, a la salida de esta fase, el esfuerzo por construir un sentido, susceptible
de “logificar” el mal en sí.

8
Freud, “El malestar en la cultura” (1930), Amorrortu, Tomo XXI, Pág. 65-140.
9
Freud, Op. Cit.
10
Freud, Op. Cit., Pág. 76-77

3
Se puede constatar además que desculpabilizar al sujeto no ayuda en nada a esta
reconstrucción, único útil que puede devolverle cierto dominio sobre su vida. Esto no
deja de tener relación con lo que Melanie Klein denomina reacción maníaca, que viene
a jugar como defensa contra la depresión.

El afecto depresivo
Freud ya señalaba, en “Introducción del Narcisismo” que la enfermedad y el sufrimiento
corporal conllevan un quite de las investiduras del mundo exterior y su concentración en
cierto sentido sobre la persona propia, un retorno al narcisimo11. En efecto, el impacto
del cuerpo representa, en sí, un impacto al narcisismo, y el quite en cuestión se traduce
en un primer tiempo por un afecto depresivo ligado a lo que se siente como una pérdida
de objeto resultado del hecho mismo de que el cuerpo ha sido alcanzado por la
enfermedad. El discurso de la ciencia, tal como lo vehiculiza el discurso médico, es
decir, objetivando siempre más al cuerpo como un conjunto de órganos, permite
paradojalmente una restitución del cuerpo al sujeto, al aislar el mal como un ataque a un
órgano. Este efecto del discurso de la ciencia sobre el cuerpo, va en el sentido de una
fragmentación por un lado, de un “desgarro del sujeto contra sí mismo”, pero también
en el sentido del aislamiento del mal, de su localización con respecto al cuerpo como
unidad. Esto explica, sin dudas, en parte, el control posible del afecto depresivo y del
afecto de la angustia por el yo. La negación de la muerte hace el resto, ya que es
igualmente compartido por los humanos: enfermos o médicos. Ella hace el resto, a
saber, el privilegio de la creencia por sobre el saber, es decir, el desconocimiento de la
muerte.
Este sentimiento de pérdida se acompaña siempre de una amputación sobre el goce de la
vida - restringiendo poco a poco las posibilidades de la acción, en sentido amplio, y los
lazos con el otro - acentuada a medida que se produce el agravamiento de la
enfermedad.

Angustia y culpabilidad
Desde “El malestar en la cultura”, que es nuestra referencia mayor en este trabajo, no
podemos no ligar estos dos términos: angustia y culpabilidad. Cuando por ejemplo, la
angustia cede durante una complicación, en el momento en que sobreviene una
localización del mal, que permite su aislamiento como mal en sí, separado del resto de
la enfermedad en cierto sentido, y que su tratamiento se vuelve posible, el enfermo
señala un alivio con la necesidad de un nuevo tratamiento; y este levantamiento de la
angustia debe ser puesto bajo la cuenta de la “necesidad de castigo” según Freud. En
efecto, cada golpe del destino, satisface al mismo tiempo lo que reclama el mismo
superyó.
“Mientras al individuo le va bien, su conciencia moral es clemente y permite al yo
emprender toda clase de cosas; cuando lo abruma la desdicha, el individuo se mete
dentro de sí, discierne su pecaminosidad, aumenta las exigencias de su conciencia
moral, se impone abstinencias y se castiga mediante penitencias”12.
No veo cómo comprender de otro modo la aceptación de tal complicación y el alivio
sentido frente a nuevas limitaciones terapéuticas. Es el superyó que comanda, el
discurso médico no toma sino el relevo. Por supuesto que esto no es lo que sucede
siempre. A menudo, cada prescripción del médico es sentida como persecutoria. Por
otro lado, las categorías kleinianas no son inútiles aquí: persecución y depresión son
dos modos de reacción a la enfermedad. El primero reenvía a la falta del Otro, el
11
Freud, Sigmund “Introducción del Narcisismo”, Amorrortu, Tomo XIV
12
Freud, Sigmund, “El malestar en la cultura”, Amorrotu, Tomo XXI, pág 122.

4
segundo toma la falta sobre sí. Del mismo modo, el alivio de la depresión puede venir
por un recurso a la “defensa paranoide”: la lucha contra el perseguidor, el Otro – el mal
o el médico - puede tomar la posta del afecto depresivo. Si seguimos a Melanie Klein
en este terreno, contra estos dos modos de la subjetividad, la defensa maníaca puede ser
utilizada a su turno: la omnipotencia, la negación de la realidad, la escotomización, el
control y el dominio del objeto malo, etc: todas maneras de decir que frente a la
agresión del yo, los recursos de la defensa se mobilizarán a la medida, para cada uno, de
su estructura subjetiva.
Pero no es quizás inútil recordar aquí la radicalidad de la posición de Freud en lo que
concierne a la angustia, y particularmente a la manera en que encara a la angustia de
muerte. Así en el “Yo y el ello”, recuerda que la proposición: “toda angustia es, en
verdad angustia ante la muerte” no significa gran cosa porque la muerte es una noción
abstracta, de contenido negativo, y cuya correspondencia inconsciente no se ha
hallado13. Entonces, mantiene el mismo propósito que en 1915, en “De guerra y muerte.
Temas de actualidad”. No responde a Melanie Klein criticando la proposición de que
“toda angustia es angustia de muerte”, porque, en esa época, ella todavía no lo ha dicho.
Pero ella lo dirá, sin tener en cuenta esta afirmación que sin embargo ella leyó14. Freud
discute de todos modos a continuación en esta página sobre la angustia de muerte: ella
se produce ya sea como reacción a un peligro exterior, ya sea como un proceso interno –
en el caso de la melancolía: en efecto, el yo se sacrifica porque el se siente odiado y
perseguido, en lugar de ser amado por el superyó. Mélanie Klein, por su parte,
construyó su teoría sobre la melancolía innata, heredada, duplicada por una paranoia en
los seres humanos. Esta concepción alcanza, sin necesidad de padre, ni angustia de
castración. Freud agrega “vivir tiene para el yo el mismo significado que ser amado: que
ser amado por el superyó”15, que cumple la misma función de protección que el padre, o
más tarde la Providencia o el Destino.
Pero es la misma cosa la que se produce delante de un peligro real y la misma actitud se
impone al yo: se ve abandonado por el superyó protector y se deja morir. Freud compara
entonces esta situación de abandono con la de la separación del niño con la madre que
produce la angustia infantil de añoranza del período infantil. Concluye por : “De
acuerdo con estas exposiciones, pues, la angustia de muerte puede ser concebida, lo
mismo que la angustia de la conciencia moral, como un procesamiento de la angustia de
castración”16. Se concibe entonces, que la angustia frente a un peligro real tal como la
amenaza mortal de la enfermedad, pueda reactivar una angustia neurótica subyacente y
conducir eventualmente a una actitud de abandono frente a los golpes del destino y a un
“dejarse morir”, equivalente a “ser dejado por el Otro” y a una culpabilidad
inconsciente: falta subjetiva entonces.

Construir un sentido
Reencontraremos la falta en la tercera solapa del ternario: construir un sentido. La
enfermedad grave es un traumatismo psíquico tal que no se puede aceptar sin debate. La
pregunta prevalente es ¿por qué? Ella es, por excelencia, lo real como imposible de
soportar. Y cada uno no puede más que intentar transformar este real en realidad, es
decir, inyectándole una significación, lo que hace también el discurso médico sobre todo
cuando su potencia terapéutica desfallece. Entonces, es necesario allí un significante del

13
Freud, Sigmund “El yo y el ello”, Amorrortu, Tomo XIX. Págs 58
14
Klein, Melanie, “Desarrollos en psicoanálisis”, Edit Hormé.
15
Freud, Sigmund “El yo y el ello”, Amorrortu, Tomo XIX. Págs 58
16
Freud, Sigmund “El yo y el ello”, Amorrortu, Tomo XIX. Págs 59

5
Otro (del discurso médico), y un significante del sujeto, de su historia, para ligar los
efectos sobre el cuerpo y sobre “el alma”. Pero esto no es lo que sucede en todos los
casos; a ciertos enfermos les alcanza con una relación de evitación de este real, todos los
modos de la negación les resultan convenientes, acompañados por el discurso médico,
con el riesgo de que el fracaso de este “no” pueda conducir a una depresión, esta vez,
grave.
Esta es la razón por la que pocos enfermos gravemente afectados llegan un día, en el
curso de su enfermedad, a lo de un psicoanalista. Derivados por su médico al psiquiatra,
tienen a menudo una demanda de contención, a la que puede alcanzarle un tratamiento
con antidepresivos o ansiolíticos. Algunos rechazan sin embargo tratar su angustia o su
depresión de este modo químico y presentan lo que yo llamaría más bien una demanda
de saber, o de sentido, para oponerla al rechazo de saber, a una búsqueda de la supresión
de lo que sería su implicación subjetiva en lo que les sucede bajo la forma de “peligro
exterior”.
La implicación subjetiva conlleva siempre una re-evaluación de su historia, de sus
elecciones, de su responsabilidad y en consecuencia, toda búsqueda de sentido incluye
necesariamente tener en cuenta la falta. Nos percatamos entonces de que el síndrome
depresivo, el afecto de tristeza, el dolor moral, tienen que ser resituados en referencia al
saber. Dicho de otro modo, la referencia es Spinoza, si esta “afectación del alma”
descansa sobre ideas inadecuadas. Aquellos “depresivos” que encontramos intentan
volverlas más adecuadas cuando vienen a decirnos que quieren poner orden en sus
pensamientos o en su vida.
Así sucedió con un paciente que tuve en tratamiento durante algunos meses y que he
evocado precedentemente en un artículo de Ornicar?17 Efectivamente, se trataba para él
de un intento de saber, de reconstrucción de su historia, un esfuerzo por bien decir. Ese
joven homosexual nos fue derivado luego de un intento de suicidio grave por el que
permaneció tres semanas en coma. Hablará de este acto como de algo maduramente
reflexionado y preparado después de que un médico (no su médico tratante) utilizó la
palabra SIDA en relación a él, durante una internación, cuando él todavía pensaba que
era sólo seropositivo. Ese pasaje al acto suicida se sitúa en un momento de degradación
de su estado físico. En el momento en que viene a verme él sabe en qué punto está de la
enfermedad, y dice que no tiene como horizonte más que la agravación progresiva de su
estado hasta la muerte. Esta ausencia de futuro se confunde para él con el sentimiento de
ya estar muerto. Continúa sin embargo con su trabajo, esencialmente intelectual, pero su
obra ya es “póstuma”, así lo dice. Quiso utilizar sus entrevistas conmigo para hacer un
trabajo cuya meta es clara: él tiene la idea de que el SIDA es la culminación lógica de su
destino de homosexual y quiere comprender el origen de este destino; de allí surge el
retorno sobre el pasado: la ausencia de padre, que partió cuando él tenía dos o tres años,
el borramiento del padre del discurso materno, y en casi todas las pocas fotos de familia
que quedaban a las que su madre les cortó el rostro del padre en cuestión: sólo queda un
agujero en el lugar del rostro.
Parece que le hubiese sido necesario pasar por esta “muerte que el asume para
cuestionar un goce (sus prácticas homosexuales) hasta allí opaco: la marginalidad
reivindicada, el recurso a la religión, la paternidad imposible, son los temas más a
menudo abordados. Lo seguí en tratamiento hasta el día previo a su muerte.
Un segundo ejemplo para ilustrar esta posición, es el de un homosexual, joven de 32
años, derivado para que haga un análisis por una psiquiatra que lo atendía hasta ese
momento, y que lo trataba con antidepresivos por depresión desencadenada más bien
17
LEGUIL F. et SILVESTRE D., « Psychanalystes confrontés au SIDA », Ornicar ?, n°45, Paris, 1988,
p. 5-13.

6
por una decepción profesional que por una enfermedad. Lo atiendo desde hace casi dos
años18. La angustia sobre un fondo depresivo antiguo ha sido despertada por este
fracaso: sintiéndose abandonado por un superior jerárquico hasta ese momento
protector, como lo había estado en su infancia por un padre sobrestimado y sin duda
sobreinvestido, él renuncia. Encuentra rápidamente otro empleo. Lo esencial no está
allí, sino en el hecho de que esta relación padre-hijo se haya podrido. Es de eso que me
viene a hablar: del intento de suicidio de su padre, cuando él tenía 12 años, que fue
seguida de una depresión crónica grave en este padre que nunca más pudo ser un
interlocutor para él.
Durante una internación ligada a una meningitis, un episodio delirante agudo, marcado
por una angustia extrema, sobrevendrá, desencadenado por una visita del padre –
siempre tan ausente sin embargo. Este episodio durará poco tiempo, destacable sobre
todo por la exaltación maníaca que acompañó su fin. Esta puesta en cuestión del padre
es el objeto de su interrogación. Es en el curso de esta internación que tomará
consistencia para él el impacto de la enfermedad sobre su vida profesional y afectiva, el
corolario de su alejamiento de los otros, así como el afecto depresivo que desde allí se
instala. Vuelve a venir a sus sesiones, y se aferra al tratamiento más que a otras cosas.
En estos dos pacientes, la cuestión del padre es central. Para los dos, está la cuestión de
su relación con el padre, y la cuestión de su propia paternidad. Los dos han estado cerca
de la muerte. Esta soledad absoluta frente al último plazo pudo ser el móvil de una
subjetivación y de lo que me pareció ser auténticamente una demanda de análisis.
Aislado de los otros y del mundo, cortado de sus razones de ser e ideales pasados, de
sus significantes amos, el sujeto que tiene en cuenta la muerte, su destino mortal, es
llamado a realizarse en la autenticidad de su existencia. Pero encontrar brutalmente su
culpabilidad originaria puede también conducir a un suicidio logrado. Esto no es
excepcional. En su brevedad estos ejemplos ilustran como, de la “depresión”, término
vago y que traduce mal aquello de lo que se trata, se puede extraer algo. En el seminario
La ética del psicoanálisis, última clase, Lacan dice que el “psicoanálisis procede por un
retorno al sentido de la acción. He ahí lo que, en sí solo, justifica que estemos en una
dimensión moral”19. Apunta incluso, agrega más adelante, la relación de la acción con el
deseo que lo habita, y es en la dimensión trágica de la vida que eso se inscribe.
Siguiendo esta línea, me parece que se podría dar la siguiente definición de la
depresión: es una renuncia a interrogar el sentido de la acción y su relación con el
deseo, es decir, efectivamente una falta moral, como lo dice Lacan en Televisión.

El costo de la depresión
Que la depresión sea entonces tratada por el discurso médico psiquiátrico, es decir, el
discurso del Amo, fuera del campo psicoanalítico, no hace más que confirmar que se
trata de evacuar al sujeto para reinsertar al trabajo al individuo.
Es lo que muestran, entre líneas, los resultados recientes de una investigación sobre los
aspectos socio-económicos de la depresión en la que se interesan en el consumo médico
de los depresivos tanto química como psicoterapéuticamente. A pesar de las dificultades
señaladas de la definición del depresivo una investigación epidemiológica fue realizada
sobre la base de un cuestionario en el que las personas interrogadas deben reconocer sus
propios síntomas. Esto es completado con un estudio sobre los médicos en relación a
sus prescripciones de medicación.

18
SILVESTRE D., La part du psychanalyste », Actes de l’ECF, XVI, Paris, 1989, p. 57.
19
LACAN J., Le Séminaire VII, L’éthique de la psychanalyse, Paris, Seuil, 1986, p. 360.

7
Este estudio muestra que los actos médicos consagrados al tratamiento de la depresión
(cuyo cálculo es difícil) representan entre el 7% y el 30% de los actos de los médicos
clínicos quienes, por sí mismos, prescriben ¾ de los antidepresivos. Curiosamente,
además, los deprimidos consumen por cierto muchos medicamentos, pero entre ellos, la
parte de los psicofármacos no es la más importante, y entre estos últimos, los
ansiolíticos son más prescriptos (65,3% de casos) que los antidepresivos (32,7%): se
considera que 1/5 solamente de los deprimidos termina siendo tratado correctamente, es
decir, por un tratamiento psiquiátrico psicofarmacológico, o por la psicoterapia.
La poca frecuencia de los tratamientos psicoterapéuticos iniciados es destacable, si se
tiene en cuenta que la multiplicación, en todas las direcciones, de los actos médicos en
torno a estos pacientes, tiene la función de acompañamiento psicológico. Es lo que
explica que se observe un aumento de los actos y de las prescripciones no siempre
adaptadas (pocas psicoterapias) sino de muchas consultas médicas. Lo mismo sucede
con las licencias laborales: el 17% de las de menos de 6 meses son debidas a
“depresión”. En fin, siempre teniendo en cuenta esta investigación, sean cuales sean las
dificultades para definir al depresivo sabemos que ha sido multiplicado por cuatro entre
1978 y 1980, y que siguen distinguiéndose mal el síntoma depresivo del de la ansiedad.
Lo que es destacable es la extensión, la amplitud del fenómeno sobre el plano social (de
allí los estudios de costo sobre el plano de la salud), y sobre el plano médico (véase la
gran atención dada por los médicos clínicos) y el ínfimo recurso a la psicoterapia, al
menos, como lo dice la conclusión, aquella practicada por los especialistas: psiquiatras,
psicólogos, psicoanalistas: esta es prácticamente inexistente. En total, concerniendo a
los gastos ligados a la depresión, la terapéutica de la enfermedad representa 2,3% de del
gasto médico total, pero el gasto médico total por depresivos, es dos veces superior a la
de los no depresivos.
Podemos, por nuestra parte, aventurarnos a someter a la discusión lo siguiente: que con
el aumento en número de un síndrome, por cierto vago y en la avanzada siempre
triunfante del discurso de la ciencia, encontramos un aspecto renovado del Malestar en
la cultura. Agreguemos a este que Freud no había previsto, él que no creía
verdaderamente (en Dios), pero que Lacan predijo con frecuencia: el aumento de la
religión.
Aquí nos encontramos, a fines del siglo XX, con la oferta barroca de Dios, la ciencia y
la nueva “neurosis actual”.
Esto debería aportarle al psicoanálisis un gran porvenir.

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