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PROLOGO

Qué se siente al tomar cocaína

Mi experiencia tiene que ver, desde un principio y por siempre, con la


cocaína y el alcohol. Consumo estas drogas desde los 24 años, y no puedo
decir que mi experiencia, o el balance de mi experiencia, haya dado
felizmente positivo. Más bien, creo, da lo contrario.
Yo viví (y vivo) el consumo de drogas con una compulsión asesina. No
puedo consumir socialmente, no puedo, una vez que empiezo, ni siquiera
saber cuándo, cómo y dónde voy a terminar. Y si bien esto puede sonar
raro o exagerado, no recuerdo, ni en los más inocentes principios de este
idilio, haber podido controlar las dosis de cocaína o alcohol en ninguna
circunstancia.
Entonces se podría decir que los padezco, porque extrañamente, pese a lo
confesado arriba, aún hoy, cada tanto al menos pero no cada mucho, sigo
cayendo y recayendo en lo mismo.

No puedo decir que la cocaína cumpla una función en mí, o tal vez cumple
la función no funcional de aislarme del mundo, de protegerme de una
ciudad (Buenos Aires) que adoro, pero que es capaz de matar a una
persona como yo. Creo que para vivir en una ciudad como la mía, si no se
es un cínico o un perverso, hay que estar colocado o borracho.
Pero más allá de ese desconecte (un desconecte que después me deja
peor que nunca y que solo sirve como un circunstancial paliativo), no hay
hoy, al menos, ningún placer más allá de la primera dosis.
Muchas veces pienso en quedarme en esa hermosa primera dosis, pero
nuca logro hacerlo y hace tiempo que ya, cada vez, “primera dosis” es solo
una metáfora, porque la cantidad ingerida o inhalada de movida es enorme.
La cocaína no me deja pensar, no me deja escribir, no me deja comer, no
me deja dormir, no me deja coger, no me da tregua ni respiro. El alcohol en
cambio, no me deja (no me suelta) hasta que quedo tirado.
¿Por qué sigo entonces?: no lo sé, es una especie de locura que intento
dilucidar hace rato.
Las drogas me hicieron perder mucho o casi todo muchas veces. Las
drogas me derrotaron en los mejores y en los peores momentos de mi vida.
Pero en los peores no me importa, porque entre que me derrote la vida y
me derrote la droga, avanti con la droga.
Lo que me importa es que las drogas me derrotaron, una y otra vez, cada
vez que estuve para campeón del mundo. Y en el huracán en el que se
convierte mi alma, se vuelan y se destruyen las buenas y cotidianas cosas
que harían mi vida al menos un poco feliz. Muchas veces pensé que soy un
hombre profundamente lastimado debido al consumo compulsivo de
alcohol y cocaína.
Muchas buenas parejas se fueron de mi vida por culpa de mi nariz, muchos
buenos amigos se han sentido cansados de mí cada vez que mis
borracheras insoportables involucraban sus vidas.
Creo que soy un adicto, y no sé qué digo cuando digo esto. No creo que
sea una enfermedad, más bien creo que es una condición del alma.
Y si soy un adicto es mejor que busque la manera de controlarlo, aunque
tan vez deba buscar la manera de aceptarlo.

Casi siempre un adicto o un alcohólico saben exactamente por qué vuelven


a tomar. Lo he hablado con muchos. Pero yo no sé por qué lo hago,
excepto eso del cinismo, esa culpa que le cargo monstruosamente a
Buenos Aires, aunque la verdad no estoy muy convencido de ello tampoco.
Yo sé que me hace mal, que no voy a parar pero si junto un mes de
sobriedad, en secreto, mi mente empieza a planear la recaída. La calcula, y
hasta la exige. No sé cómo, pero va cediendo terreno a una idea que crece
como un árbol podrido. Y si en un principio ese crecimiento da la impresión
de estar bajo control, rápidamente ese control ilusorio o esa ilusión de
control (parte de la trampa, parte del autoengaño de mi mente) se convierte
en una energía ingobernable y letal.
Esta es mi experiencia, poco recomendable, que con gusto regalaría a
algún músico de rock o a cualquier hijo de vecino, aceptando a cambio la
más mediocre de las vidas posibles.
Sin embargo a pesar de este escepticismo hace casi un mes estoy
internado en un programa de recuperación de adictos intentando que una
frase, fuerza de voluntad, hábitos nuevos o lo que sea me den tranquilidad
después de la paliza.

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EPISODIO 1
Sentado en Av. Belgrano
Estuve sentado en Av. Belgrano alternando una semana de cocaína
con otra de ambición. La extraordinaria fuerza de mis dedos se
ocupaba en moler piedras. La precisión de mis pupilas se encargaba
de que nada se derrame, de que la dosis sea exacta a pesar de mis
temblores y el zumbido en mis orejas. Las peculiares dimensiones de
mi cráneo son nadas: nadas ociosas y relucientes que se curvan como
un resbaladero, un tobogán donde las violencias lógicas desfallecen y
caen. Estuve sentado en Av. Belgrano mirando pasar sobre el asfalto
las ruedas sucias de los autos.
Estuve sentado en Av. Belgrano, en mi sillón es tres cuerpos. Estaba
desnudo. Tenía la verga más dulce de la Creación. Mi verga estaba
dormida y no conseguía despertarla. Lo intentaba viendo películas
porno y nada. Lo intentaba sacudiéndola bajo un chorro de agua fría y
nada. Lo intentaba pensando en vos y nada: nadas ociosas y
relucientes como un gramo en un pedazo de papel. Tenía una verga
dulce, inútil, un relámpago de carne que se apaga. Y si al menos
pudiéramos amarnos esta noche. Pero mientras, alcánzame el espejito
que está sobre la mesa.

Estuve sentado Av. Belgrano. Mi cuerpo era una farmacia. Whisky o


cualquier alcohol barato. Mis médulas resecas esparcidas por el piso.
La nada reluciente del deseo. La ambigüedad y la mugre. Buenos
Aires detrás de la ventana, sus calles, su tufosa respiración saltando
como un sapo que se escondiera en todas las gargantas. En el tapiz
abundan las manchas de mis dedos, manchas de madrugada tras
madrugada tambaleando y cayendo, mirándome las uñas,
masturbándome con dificultad sobre una vieja manta que mi hermana
extravió cierta tarde de octubre. Un día de éstos voy a largarme a
Brasil. Ahora viene otra descarga.
Estuve sentado en Av. Belgrano, eran las dos de la madrugada y yo
aún revisaba documentos: un pasaje donde el Inca Garcilaso habla de
las ofrendas de coca; un prospecto en que el Dr. Freud recomienda el
producto de Merck; un alegato contra el empleo clínico de morfina,
láudano y heroína. Y allá en el boulevard de 9 de julio —casi logro
espiarlos a través de los visillos—, dos chabones se dejan dar por el
culo a cambio de una bolsita.
Estoy sentado en Av. Belgrano mirando pasar sobre el asfalto las
ruedas sucias de la historia. Salí unos días por el fin del 2018 de una
comunidad, confiando en mi recuperación. Todo oxígeno en mi círculo
nasal, esperando que mi vida se haga florida.
Estoy aquí para contarles otra historia.

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