terminar de esta manera. He juzgado a cientos. Perdón, los he matado. Creo que merezco decir la verdad. Nunca quise escuchar sus porqués. No estaba allí para comprender, pensaba. Solamente ejecutaba las ordenes que el uniforme, el rango, me exigían. Suponía que si estaban en mi presencia, eran culpables. Mis superiores nunca me entregaban los expedientes. Es mejor así De La Cruz -me decían-. Inclínese a solamente ejecutar las ordenes. Entendemos su difícil tarea, pero usted no será el primero ni el último. El tiempo vuela. Ya verá, en muy poco tiempo lo ascienden; y estaremos riéndonos en el club de esta innecesaria charla; ánimo. Fue entonces cuando decidí no tutear a los presidiarios. Es más, ni siquiera los llamaba por sus nombres. Empecé a verlos como lo que eran: números, cifras. Así cuando daba la gloriosa orden en las mañanas soleadas, mojadas, nubladas, frías, calientes, oscuras, claras, no sentía tanto la culpa. Pero por más que la razón me dijera que era simplemente parte del trabajo, la conciencia, la culpa, no me dejaba dormir, comer, abrazar a mis hijos, besar a mi mujer, mirarle la cara a mi padre, dialogar con mi hermano, o visitar la tumba de mi madre. -Compañeros -pausó y respiró profundo- cada mañana ejecutábamos a uno, dos y hasta tres; dependiendo claro, de cómo el general se sentía. Pues si no lo han notado, éste cuando amanece regocijado es cuando más desea que nuestras balas destrocen, evaporen, carne humana. Y qué forma es esta de despertar al sol. Qué enfermiza manera. Sabíamos o pretendimos entender que matar era parte del oficio que habíamos elegido. Pero -piensen bien- estamos acabando con nuestra propia gente. Es que no se dan cuenta. No crean; he notado el nerviosismo de sus rifles. Sé que no quieren matar. Y los entiendo. Ustedes pensaban defender la patria contra fuerzas extranjeras; morir si era necesario, pero morir por una causa justa; quizá volver como héroes; y están aquí, perdón, estamos, matando nuestra propia estirpe. -Compañeros -exclamó, escuchando el cantar de los gallos- hemos manchado el uniforme. Todos somos culpables. Hemos corrompido nuestro compromiso. Nuestra gente nos ha dado la oportunidad, el honor, de defenderlos, y qué carajo hemos hecho -rió sarcásticamente- Ahora los civiles buscan la forma de defenderse. ¿Y qué le pasa a los que públicamente declaran la verdad? Terminan aquí, frente a nosotros. Qué mal agradecidos somos. -Compañeros -dijo, tomando su rifle- miremos esta arma. No la maldigan; ella no tiene nada qué ver con lo que está destrozando nuestro país. Ella no mata; no ejecuta por sí sola. Todas las armas son inocentes. El ser humano es el verdadero culpable. Cuando razonamos correctamente, somos los mejores; pero cuando actuamos por la codicia, somos los peores animales. Si no apuntamos este magnifico M-16 y apretamos su gatillo, no mata; cómo puede. -Compañeros -asentó, sacándole el cartucho- son las 5:30 de la mañana. En quince nos traen el primero de tres. Creo que es el número 13. Sí -ahora recuerdo- anoche el sacerdote le preguntó al carcelero que cuál número era el premiado. Preguntaba como si estuviese orgulloso de su vocación, como si fuese un honor. Y créanme, no sé cómo pude contenerme. Quise quitarle su sotana, romperle la boca, encarcelarlo, llamar al día siguiente su número y ejecutarlo como un perro. Pero abandoné la idea. Y aún sabiendo que estaba desobedeciendo una de las reglas elementales, exigí al carcelero que me entregara el expediente número 13. Quería conocer su nombre; saber si tenía madre, padre, esposa, hijos; ofrecerle un cigarro, un trago de whisky; escuchar sus anécdotas; conocer la verdadera razón por la cual está sentenciado; y reír, llorar, con él. -Compañeros -gritó, señalándolos- el señor García, mejor conocido como el preso número 13, me ha despertado; y tiene el gran honor -dijo irónicamente- de ser nuestra primera presa. Aquí traigo su expediente. ¡Mírenlo! Díganme si ese pobre diablo merece la muerte. -Todos quedaron estupefactos, azorados-. Y me pregunto, me cuestiono, cuántos infelices hemos fusilado injustamente. Ya sé. Solamente obedecíamos ordenes. Pero pecamos de la forma más bestial. ¡No!, no nos podemos escudar con tan vulgar excusa. Desde un principio, teníamos que exigir los expedientes. Pero no los puedo culpar. Aquí el más encartado soy yo -suspiró tristemente-. He pensado, más de mil veces, el porqué nunca los pedía. Quizá fue el no querer enfrentar a mis superiores; pero no. Quizá temía la verdad. Pensaba que si no la conocía, los remordimientos no tocarían mi asquerosa puerta. He sido el peor de los cobardes. He sido participe de una causa injusta; y lo que más duele, es que he podido hacer algo para remediarla, pero mi debilidad, mi cobardía, nunca me ha dejado. Y me siento el peor de los humanos. -Compañeros -pausó y miró la húmeda tierra y el cielo azul- estos últimos días, he estado contemplando el suicidio. He fracasado. No merezco este rango, ni este asqueroso uniforme. He prostituido los ideales patrióticos. He comido su pan, y lo he escupido. Estamos en la banda enemiga; somos sus rifles. La patria le pertenece al pueblo; el general ha obrado mal. Y por resultado, somos parte del problema. Ya no quiero más ser maquinaria de este perverso régimen. Y porque estoy en deuda con mi país, mi sangre, no me he matado. Ni con mi muerte pagaría todo su dolor, su sufrimiento. Es hora de que empecemos a redimirnos; nuestra gente nos necesita. -Compañeros -empezó a desvestirse- hoy digo adiós al uniforme. Hoy empiezo a reencontrarme. Vuelvo a vestirme de bohío, palma. No me importan las consecuencias. Escucho el gemido del pueblo; con esto me basta. Amigos, desde hoy proclamaré la verdad. No quiero más profanar los sagrados principios. Empieza a vestirse de civil, orgullosamente, dignamente. -¡Guardia!, quítele la esposa al señor García y retírese. Sí, mi capitán. -Amigos, les presento -dándole la mano- al profesor García. ¿Cómo amaneció? El profesor, sin saber qué decir, asombrado por la torpe pregunta, lo miró con desprecio. -Perdóneme, ¡qué pregunta! Amigos, deseo tomar el puesto del profesor. Perdón; quiero morir por todos, no tan sólo por él. Nuestros presos son inocentes. Nosotros somos los verdaderos culpables. La mirada del profesor cambió. No podía creerlo. ¿Un militar con conciencia? ¡Imposible! Era la primera vez que se sentía orgulloso, hasta contento, de haberse equivocado. -Yo les daré la gloriosa orden; ustedes, como siempre, la ejecutarán -articuló con voz revolucionaria-. Échese a un lado profesor. No quiero mancharle... gracias por haberme devuelto mi humanidad... Pero la escuadra hacía rato que estaba estupefacta, pasmada; incapaz de comprender su orden; batiéndose entre el uniforme...el pueblo... Y se escucha de sus labios un grito angelical, eminente... -¡PelotÓN PreparEN ApuntEN FuegOO... Ellos, confundidos, turbados, se miraron entre sí y, en cuestión de segundos, pulverizaron el cuerpo del capitán
FIN
Luis T. Martínez de la Cruz - Escritor de Santiago,