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Luis T.

Martínez de la Cruz: Dictamen

-Compañeros -articuló resignado- nunca pensé


terminar de esta manera. He juzgado a cientos. Perdón,
los he matado. Creo que merezco decir la verdad. Nunca
quise escuchar sus porqués. No estaba allí para
comprender, pensaba. Solamente ejecutaba las ordenes
que el uniforme, el rango, me exigían. Suponía que si
estaban en mi presencia, eran culpables. Mis superiores
nunca me entregaban los expedientes. Es mejor así De
La Cruz -me decían-. Inclínese a solamente ejecutar las
ordenes. Entendemos su difícil tarea, pero usted no
será el primero ni el último. El tiempo vuela. Ya verá, en
muy poco tiempo lo ascienden; y estaremos riéndonos
en el club de esta innecesaria charla; ánimo. Fue
entonces cuando decidí no tutear a los presidiarios. Es
más, ni siquiera los llamaba por sus nombres. Empecé a
verlos como lo que eran: números, cifras. Así cuando
daba la gloriosa orden en las mañanas soleadas,
mojadas, nubladas, frías, calientes, oscuras, claras, no
sentía tanto la culpa. Pero por más que la razón me
dijera que era simplemente parte del trabajo, la
conciencia, la culpa, no me dejaba dormir, comer,
abrazar a mis hijos, besar a mi mujer, mirarle la cara a
mi padre, dialogar con mi hermano, o visitar la tumba de
mi madre.
-Compañeros -pausó y respiró profundo- cada
mañana ejecutábamos a uno, dos y hasta tres;
dependiendo claro, de cómo el general se sentía. Pues si
no lo han notado, éste cuando amanece regocijado es
cuando más desea que nuestras balas destrocen,
evaporen, carne humana. Y qué forma es esta de
despertar al sol. Qué enfermiza manera. Sabíamos o
pretendimos entender que matar era parte del oficio
que habíamos elegido. Pero -piensen bien- estamos
acabando con nuestra propia gente. Es que no se dan
cuenta. No crean; he notado el nerviosismo de sus
rifles. Sé que no quieren matar. Y los entiendo. Ustedes
pensaban defender la patria contra fuerzas
extranjeras; morir si era necesario, pero morir por una
causa justa; quizá volver como héroes; y están aquí,
perdón, estamos, matando nuestra propia estirpe.
-Compañeros -exclamó, escuchando el cantar de los
gallos- hemos manchado el uniforme. Todos somos
culpables. Hemos corrompido nuestro compromiso.
Nuestra gente nos ha dado la oportunidad, el honor, de
defenderlos, y qué carajo hemos hecho -rió
sarcásticamente- Ahora los civiles buscan la forma de
defenderse. ¿Y qué le pasa a los que públicamente
declaran la verdad? Terminan aquí, frente a nosotros.
Qué mal agradecidos somos.
-Compañeros -dijo, tomando su rifle- miremos esta
arma. No la maldigan; ella no tiene nada qué ver con lo
que está destrozando nuestro país. Ella no mata; no
ejecuta por sí sola. Todas las armas son inocentes. El
ser humano es el verdadero culpable. Cuando razonamos
correctamente, somos los mejores; pero cuando
actuamos por la codicia, somos los peores animales. Si
no apuntamos este magnifico M-16 y apretamos su
gatillo, no mata; cómo puede.
-Compañeros -asentó, sacándole el cartucho- son las
5:30 de la mañana. En quince nos traen el primero de
tres. Creo que es el número 13. Sí -ahora recuerdo-
anoche el sacerdote le preguntó al carcelero que cuál
número era el premiado. Preguntaba como si estuviese
orgulloso de su vocación, como si fuese un honor. Y
créanme, no sé cómo pude contenerme. Quise quitarle
su sotana, romperle la boca, encarcelarlo, llamar al día
siguiente su número y ejecutarlo como un perro. Pero
abandoné la idea. Y aún sabiendo que estaba
desobedeciendo una de las reglas elementales, exigí al
carcelero que me entregara el expediente número 13.
Quería conocer su nombre; saber si tenía madre, padre,
esposa, hijos; ofrecerle un cigarro, un trago de whisky;
escuchar sus anécdotas; conocer la verdadera razón
por la cual está sentenciado; y reír, llorar, con él.
-Compañeros -gritó, señalándolos- el señor García,
mejor conocido como el preso número 13, me ha
despertado; y tiene el gran honor -dijo irónicamente-
de ser nuestra primera presa. Aquí traigo su
expediente. ¡Mírenlo! Díganme si ese pobre diablo
merece la muerte. -Todos quedaron estupefactos,
azorados-. Y me pregunto, me cuestiono, cuántos
infelices hemos fusilado injustamente. Ya sé.
Solamente obedecíamos ordenes. Pero pecamos de la
forma más bestial. ¡No!, no nos podemos escudar con
tan vulgar excusa. Desde un principio, teníamos que
exigir los expedientes. Pero no los puedo culpar. Aquí el
más encartado soy yo -suspiró tristemente-. He
pensado, más de mil veces, el porqué nunca los pedía.
Quizá fue el no querer enfrentar a mis superiores; pero
no. Quizá temía la verdad. Pensaba que si no la conocía,
los remordimientos no tocarían mi asquerosa puerta. He
sido el peor de los cobardes. He sido participe de una
causa injusta; y lo que más duele, es que he podido
hacer algo para remediarla, pero mi debilidad, mi
cobardía, nunca me ha dejado. Y me siento el peor de
los humanos.
-Compañeros -pausó y miró la húmeda tierra y el
cielo azul- estos últimos días, he estado contemplando
el suicidio. He fracasado. No merezco este rango, ni
este asqueroso uniforme. He prostituido los ideales
patrióticos. He comido su pan, y lo he escupido.
Estamos en la banda enemiga; somos sus rifles. La
patria le pertenece al pueblo; el general ha obrado mal.
Y por resultado, somos parte del problema. Ya no quiero
más ser maquinaria de este perverso régimen. Y porque
estoy en deuda con mi país, mi sangre, no me he matado.
Ni con mi muerte pagaría todo su dolor, su sufrimiento.
Es hora de que empecemos a redimirnos; nuestra gente
nos necesita.
-Compañeros -empezó a desvestirse- hoy digo adiós
al uniforme. Hoy empiezo a reencontrarme. Vuelvo a
vestirme de bohío, palma. No me importan las
consecuencias. Escucho el gemido del pueblo; con esto
me basta. Amigos, desde hoy proclamaré la verdad. No
quiero más profanar los sagrados principios.
Empieza a vestirse de civil, orgullosamente,
dignamente.
-¡Guardia!, quítele la esposa al señor García y
retírese. Sí, mi capitán.
-Amigos, les presento -dándole la mano- al profesor
García. ¿Cómo amaneció?
El profesor, sin saber qué decir, asombrado por la
torpe pregunta, lo miró con desprecio.
-Perdóneme, ¡qué pregunta! Amigos, deseo tomar el
puesto del profesor. Perdón; quiero morir por todos, no
tan sólo por él. Nuestros presos son inocentes.
Nosotros somos los verdaderos culpables.
La mirada del profesor cambió. No podía creerlo.
¿Un militar con conciencia? ¡Imposible! Era la primera
vez que se sentía orgulloso, hasta contento, de haberse
equivocado.
-Yo les daré la gloriosa orden; ustedes, como
siempre, la ejecutarán -articuló con voz revolucionaria-.
Échese a un lado profesor. No quiero mancharle...
gracias por haberme devuelto mi humanidad...
Pero la escuadra hacía rato que estaba estupefacta,
pasmada; incapaz de comprender su orden; batiéndose
entre el uniforme...el pueblo...
Y se escucha de sus labios un grito angelical,
eminente...
-¡PelotÓN
PreparEN
ApuntEN
FuegOO...
Ellos, confundidos, turbados, se miraron entre sí y,
en cuestión de segundos, pulverizaron el cuerpo del
capitán

FIN

Luis T. Martínez de la Cruz - Escritor de Santiago,


República Dominicana.

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