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Cultura y tragedia (Roland Barthes)

De todos los géneros literarios, la tragedia es el que más marca un siglo, el que le da
más dignidad y profundidad. Las épocas de esplendor, indiscutidas, son las épocas
trágicas: siglo V ateniense, siglo isabelino, siglo xvii francés. Fuera de esos siglos, la
tragedia —en sus formas constituidas— se calla. ¿Qué pasaba en esas épocas, en
esos países, para que la tragedia fuese posible, fácil incluso? La tierra parecía ser tan
fecunda que los autores trágicos nacían por montones, llamándose y provocándose
unos a otros. Es fácil percibir que tal conexión entre la calidad del siglo y su
producción trágica no es arbitraria. Es que en realidad esos siglos eran siglos de
cultura.
Pero aquí debemos definir la cultura no como el esfuerzo de adquisición de un saber
más grande, ni siquiera como el mantenimiento ferviente de un patrimonio espiritual,
sino sobre todo, según Nietzsche, como «la unidad del estilo artístico en todas las
manifestaciones vitales de un pueblo» Así, comprenderemos que en las grandes
épocas trágicas, el esfuerzo de los genios y del público se ocupaba no tanto del
enriquecimiento de los conocimientos y experiencias como del despojo cada vez más
riguroso de lo accesorio, la búsqueda de una unidad de estilo en las obras del espíritu.

Era necesario obtener de y dar al mundo una visión sobre todo armoniosa -aunque no
necesariamente serena-, esto es, abandonar voluntariamente un
cierto número de matices, de curiosidades, de posibilidades, para presentar el enigma
humano
en su delgadez esencial. Esta definición permite pensar que la tragedia es la más
perfecta y difícil expresión de la cultura de un pueblo, es decir, una vez más, de su
aptitud para introducir el estilo allí donde la vida no presenta sino riquezas confusas
y desordenadas.

La tragedia es la más grande escuela de estilo: ella enseña más a despejar que
construir, más a interpretar el drama humano que a representarlo, más a merecerlo
que a sufrirlo. En las grandes épocas de la tragedia, la humanidad supo encontrar
una visión trágica de la existencia y, por una vez quizás, no fue el teatro el que
imitó la vida, sino la vida la que recibió del teatro una dignidad y un
estilo verdaderamente grandes. Así, en esas épocas, por este intercambio
mutuo de la escena y del mundo, se encontró realizada la unidad del estilo
que, según Nietzsche, define la cultura. Para merecer la tragedia es
necesario que el alma colectiva del público alcance un cierto grado de
cultura, esto es, no de saber, sino de estilo. Las masas corrompidas por una falsa
cultura pueden sentir en el destino que las abruma el peso del drama; se
complacen en el despliegue del drama,
e impulsan este sentimiento hasta poner drama en cada uno de los pequeños
incidentes de la vida. Aman en el drama la ocasión de desbordar un egoísmo
que permite apiadarse indefinidamente de las más pequeñas particularidades
de su propia infelicidad, de bordar de patetismo la existencia de una
injusticia superior, lo que aparta muy oportunamente toda
responsabilidad.

En este sentido la tragedia se opone al drama; ella es un género


aristocrático que supone una alta comprensión del universo, una claridad
profunda sobre la esencia del hombre. Las tragedias del teatro no han sido
posibles sino en países y épocas en que el público presentaba un carácter
eminentemente aristocrático, sea por rango (siglo
XVII), sea por una cultura popular original (entre los
griegos del sigloV)

Si el drama (cuyo género decadente fue el melodrama, y uno se aclara por el otro)
procede de la
ganga cada vez más desbordante de las desdichas humanas, frecuentemente en
lo que tienen de más pusilánime, la tragedia no es más que un esfuerzo
ardiente de despojar el sufrimiento humano, reducirlo a su esencia
irreductible, apoyarlo —estilizándolo en una forma estética impecable—
sobre el fundamento primero del drama humano, presentado en una desnudez
que sólo el arte puede alcanzar.

La tragedia no es tributaria de la vida; es el sentimiento trágico de


la vida el que es tributario de la tragedia. He allí por qué las tragedias
de teatro no han seguido esa suerte de evolución histórica que hace que de
un estadio primero surja un estadio segundo más perfeccionado, y así
sucesivamente. Para ello se hubiera requerido que la tragedia del teatro
se implicase estrictamente en la lenta evolución de los siglos, imitase la
transformación de las vidas y de las mentalidades y que, en las épocas de
falsa cultura, prefiriera corromperse que morirse. No ha obrado así la
tragedia; su historia no es sino una sucesión de muertes y resurrecciones
gloriosas. Ella puede decrecer y desaparecer con la misma desenvoltura
sublime con que apareció: después de Eurípides la tragedia se pierde
(admitiendo que Eurípides fuese un verdadero trágico, lo que no hizo
Nietzsche). Después de Racine no hay más que tragedias muertas, hasta el
día en que nazca una nueva forma trágica —radicalmente distinta, a menudo
irreconocible de la primera.

En las tragedias del teatro el interés no es el de la curiosidad, como en los dramas. El


público no sigue, jadeante, las peripecias de las
historias para saber cuál será el final. En las bellas tragedias el
desenlace se conoce por anticipado; no puede ser otra cosa que lo que es:
ni el poder del hombre, ni a veces el del Dios (y esto es propiamente
trágico) pueden mejorar ni modificar la suerte del héroe. Y sin embargo el
alma del espectador se aferra con pasión a la marcha de la pieza. ¿Por
qué?
Es el milagro de la tragedia; nos indica que nuestra búsqueda más
íntima no va al resultar de las cosas sino a su por qué. Poco importa
saber cómo terminará el mundo; lo que importa saber es qué es lo que es,
cuál es su verdadero sentido —no en el Tiempo, poder bien cuestionable y
cuestionado, sino en un universo inmediato, despojado de las puertas
mismas del Tiempo.

De todas las tragedias del teatro se desprendería, pues, la lección


siguiente —si es que el arte puede enseñar algo—: el
hombre, ese semidiós, tiene en el universo como marca distintiva su
pensamiento, su deseo y su poder de conocimiento, fuente de riquezas
sensibles y de sutiles acciones. Pero esa potencia electiva del
pensamiento, al distraer gloriosamente al hombre del ritmo universal de
los mundos, sin igualar sin embargo la omnipotencia divina, sumerge al
alma humana en un sufrimiento indecible e incurable. Es de este
sufrimiento que está formado nuestro mundo, el de nosotros los
hombres.
La tragedia del teatro nos enseña a contemplar este sufrimiento bajo la
luz sangrante que proyecta sobre él; o, mejor, a profundizar este
sufrimiento, despojándolo, purificándolo; a sumergirnos en ese sufrimiento
humano, bajo el cual estamos carnal y espiritualmente moldeados, a fin de
recuperar en ella no sólo nuestra razón de ser, lo que sería criminal,
sino nuestra esencia última y, con ella, la plena posesión de nuestro
destino de hombre. Habremos entonces dominado el sufrimiento impuesto e
incomprendido por el sufrimiento comprendido y consentido; e
inmediatamente el sufrimiento se vuelve alegría. Así, Edipo Rey, el
corazón abrumado por el raro dolor de haber involuntariamente matado a su
padre y casado con su madre, porque acepta ese dolor sin dejar de
sentirlo, porque lo contempla y lo medita sin intentar desprenderse de él,
poco a poco se transfigura e irradia, él, el criminal, un brillo
sobrehumano casi divino (en Edipo en Colono)
Sobre los escenarios griegos los autores llevaban coturnos, que los
elevaban por encima de la talla humana. Para que tengamos derecho de ver
tragedia en el mundo, es necesario que ese mundo calce coturnos y se eleve
un poco más alto que la mediocre costumbre.
Todos los pueblos, todas las épocas, no son igualmente dignas de vivir
la tragedia. Ciertamente, el drama es generosamente dispensado a través
del mundo. La tragedia es más rara, pues no existe en estado espontáneo:
se crea con sufrimiento y arte; presupone de parte del pueblo una cultura
profunda, una comunión de estilo entre la vida y el arte. Lo propio del
héroe trágico es que mantiene en sí, tanto más por cuanto que es gratuito,
«el ilustre encarnizamiento de no ser vencido» (Hugo)
Hace falta, pues, una gran fuerza de heroica resistencia a los destinos
o, si se prefiere, de heroica aceptación de los destinos, para poder decir
que es tragedia lo que un hombre o un pueblo crean en su vida. Así, nuestra
época, por ejemplo: ella es ciertamente dolorosa, hasta
dramática. Pero nada dice aún que sea trágica. El drama se sufre; la
tragedia, en cambio, se merece, como todo lo grande.

Philippe Roger, Roland Barthes, roman, París, Grasset, 1986 Nota de Philippe Roger
a la reedición de este trabajo en href=”http://www.lemonde.fr/”><FONT
face=Arial,Helvetica,Geneva,Swiss,SunSans-Regular size=2><I>le
Monde</I></FONT></A><FONT face=Arial,Helvetica,Geneva,Swiss,SunSans-
Regular color=#006400 size=2>:

«Este texto, intitulado Cultura y tragedia. Ensayos sobre la cultura,


aparece catalogado en la bibliografía de Communications,
establecida según el cuaderno-repertorio llevado por el propio Barthes,
como el primero jamás publicado por el escritor. El lugar de publicación
(Existences) es erróneo: ¿olvido? ¿Confusión? Este texto era
considerado, pues, como perdido. Una sucesión de azares y de pesquisas ha
permitido restablecer la pista en las publicaciones estudiantiles del
desaparecido COPAR. En ese número especial de la primavera de 1942 de les
Cahiers de l’étudiant la firma de Roland Barthes aparece al lado
de las de André Passeron, Paul-Louis Mignon y Edgar Pisani». Subject: elegido
entre los mejores Date: Thu, 16
Jul 1998 From: Alex Esteve &lt;alex@ole.es&gt
href=”mailto:rhernand@analitica.com”>rhernand@analitica.com,
«alex@ole.es» &lt;alex@ole.es&gt;

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17 de julio al 24 de julio de 1.998 En la confianza de que esta iniciativa sea de su
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