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PRESENTACIÓN

Texto de: Benjamín Villegas


Si la historia de la Conquista y la Colonia en el Nuevo Mundo es la de la posesión de un
vasto territorio, la expansión de un imperio, el sometimiento de los pueblos nativos que
opusieron fiera resistencia y la transposición de una cultura, también es la del lento
poblamiento de ese territorio a través de lo que los españoles portaban como herencia y
civilización. La Colonia fue, entonces, el dilatado proceso de asentamiento y organización
social bajo el cual se construyeron pueblos, se erigieron iglesias, se dictaron leyes, se
establecieron las estancias, se repartieron las encomiendas y se formalizaron las mercedes
de la tierra. Es en este contexto en que aparecen en la Nueva Granada las primeras casas de
hacienda con sus rasgos definidos.
Entre los siglos XVI y XVII, cuando los estancieros entraron en posesión de sus dominios,
la arquitectura derivó directamente de la construcción española. Aparecen las casas de
hacienda en propiedades que son, a la vez, núcleos de poder en territorios destinados a la
autosuficiencia. El origen más remoto de esta arquitectura se encuentra en Grecia y Roma,
pero su apogeo se produce en Andalucía, Granada y Extremadura de donde partieron las
grandes expediciones de quienes serían los pobladores españoles de la Nueva Granada. De
ahí también que resulte consecuente relacionar las casas de hacienda con la arquitectura
islámica que se construyó en España bajo la larga dominación árabe. El esquema general,
adaptado a las diferentes condiciones naturales, conservó una ordenación arquitectónica
espacial básica en todas las regiones y climas de la Nueva Granada, como subraya Germán
Téllez en este libro.
Resulta claro cómo la casa rural neogranadina participa de los principales atributos
hispánicos como el “sentido del lugar”, es decir, la racionalidad aplicada a la obtención de
los beneficios que del sitio se puedan derivar para el abastecimiento y comodidad de sus
habitantes. Las características prácticas fueron complementadas con una dimensión no
menos importante: la calidez y gracia de un refugio que ofrece expansión segura al espíritu.
En las horas de descanso, en la intimidad el morador de la casa de hacienda se halla dentro
de una arquitectura que lo acoge en una noble tradición.
La casa de hacienda alcanza su identidad en la relación con dos aspectos: el interior y el
exterior. En el primero está la creación de espacios severos, pero acogedores, amplios, pero
jamás ostentosos. En el segundo la comunicación e integración con un paisaje circundante
que le sirve de “forma externa” y que hace inseparable la vivencia del edificio y el entorno.
Prevalece, entonces, junto a las nociones emanadas de los patrones técnicos, estilísticos y
formales establecidos, un aire de creatividad en ausencia de arquitectos, una intuición
creadora y una lógica en muchos casos de excelentes resultados, sin vana ostentación. Y es
que con ayuda de obreros, artesanos y albañiles, los propietarios en aquella época se
hicieron constructores de sus propias edificaciones. Sobre acuerdos constructivos tácitos,
los espacios eran como la materia prima moldeable según las necesidades.
A partir de la segunda mitad del siglo XIX los esquemas triunfantes del período
republicano van a sobreponerse a buena parte de la arquitectura colonial. La casa de
hacienda no fue una excepción. Pero, a la vez que se preservaban partes construidas sobre
otras, también se sobreponían nuevos elementos, ocultando o destruyendo un valioso
patrimonio arquitectónico. No obstante, es más adelante, en la década de 1980, como se
analiza en este libro, cuando la arquitectura de la casa de hacienda empieza a perder
dramáticamente signos vitales de su identidad.
Las grandes continuidades culturales se han roto; la arquitectura, cuyos valores
tradicionales dan un sentido patrimonial a la cultura, ha ido perdiendo solidez; la
inmediatez de la modernidad borra huellas profundas del pasado. El peligro de la
desaparición de la integridad de esa arquitectura es una amenaza constante y evidente que
se refleja en una cultura o, tal vez mejor, en una falta de ella. El triunfo del capitalismo
salvaje puede obligar a abandonar un espíritu de conservación. De ahí la importancia de
testimonios como el que este libro aporta. Todo un mundo rural de larga data, con un
pasado republicano, una modernidad reciente, un presente dado y un futuro ineludible,
atraviesa sus páginas en las magníficas imágenes de una larga exploración.
Santa Bárbara, Tibitó, Cundinamarca.
El Salitre, Sopó, Cundinamarca.
Fagua, Cajicá, Cundinamarca.
Hatoviejo, Yotoco, Valle del Cauca.
Fagua, Cajicá, Cundinamarca.

Fagua, Cajicá, Cundinamarca.


NOTA PRELIMINAR
Texto de: Germán Tellez
En 1975, en uno de los capítulos de la Historia del Arte en Colombia (Ed. Salvat,
Barcelona, España), el autor del presente texto anotaba: “La construcción de una casa de
hacienda materializa y otorga calidad simbólica a la relación del hombre con el campo. La
tierra reclama de quien la posee un testimonio duradero de afecto y así, quien construye una
casa en los terrenos que cree suyos, es final y decisivamente dueño de ellos. Es en el campo
donde los calificativos españoles de “dueño” y “Señor” adquieren sentido más profundo.
Mediante la arquitectura rural, de modo literal, las gentes españolas venidas a las tierras que
llamaron Nueva Granada, echaron raíces hondas y fértiles”.
El tema de fondo de este volumen es la relación casa-lugar-paisaje, planteada desde el
punto de vista precisamente opuesto al de los escritores y cronistas, es decir, partiendo de la
presencia de las formas construidas en el espacio natural. Aun admitiendo la obvia pre-
existencia del campo como escenario, la arquitectura rural es una sólida base real y
conceptual para establecer un determinado orden perceptivo de aquél. De acuerdo con esta
premisa, el paisaje es lo que la presencia de la arquitectura haga de él, a partir del momento
en el cual ésta se haga presente.
El campo inhabitado, el paisaje agreste o desértico poseen un orden natural aparte, o si se
quiere, un cierto caos previo a la arquitectura, dotado de significados y valores para el ser
humano que cambian radicalmente cuando éste decide señalar su presencia en él. En apoyo
del criterio anterior se podría mencionar la producción de pintores y dibujantes
neogranadinos primero y colombianos luego, del siglo XIX y comienzos del XX, en la cual,
contrariamente a lo que ocurre en la literatura, las formas construidas campestres son objeto
de creciente interés, ya sea como elementos componentes de un tratamiento paisajístico de
lo observado, o en primer plano temático.
El sentido de lugar, sumado al de espacio vital en el ser humano, lo ha impulsado a través
de la historia a proceder como un animal (“El único animal que sabe que tiene que morir”,
según André Malraux) que marca biológicamente el territorio que supone suyo. De ahí la
validez de la casa de campo como marca de posesión y punto focal para una
reinterpretación del tema en la cual lo primordial es la creación de espacios artificiales
contrapuestos a los espacios naturales.
En uno de los textos de Tomás Rueda Vargas sobre la Sabana de Bogotá, éste incluye una
cita del escritor francés Gustave Flaubert, la cual resume admirablemente su enfoque e
inclinación emocional sobre el tema: Hay rincones de nuestra tierra que quisiéramos
estrechar contra nuestro corazón. Rueda Vargas –nacido a finales del siglo XIX– dejó
trascender en su prosa una notable sensibilidad respecto de la historia política, los paisajes,
las gentes, las usanzas, la fauna y la flora de los campos de las regiones centrales andinas
del país, como lo harían también Armando Solano, Eduardo Caballero Calderón o Camilo
Pardo Umaña. Otros, incluyendo a Manuel Ancízar, Vergara y Vergara, Jorge Isaacs o
Tomás Carrasquilla se inclinarían sobre el tema de la vida campestre en diversas regiones
colombianas.
En siglos anteriores, los cronistas coloniales elaboraron esforzados testimonios geográficos,
estadísticos o relatos de viaje sobre el campo de la Nueva Granada que resultan fascinantes
a través del tiempo. Pero unos y otros hicieron escasas y sucintas menciones a las
construcciones rurales y su relación con los habitantes del campo. Son los viajeros
norteamericanos y europeos del siglo XIX quienes muestran en sus textos un notable
interés por las construcciones campestres.
El prolijo cronista José Ma. Cordovez Moure, quien se refiere extensamente a la
construcción, apariencia y uso de las casas urbanas de Bogotá, hace apenas someras
referencias a las casas de hacienda de la altiplanicie santafereña o de otras regiones del país.
Por cada línea que Tomás Rueda Vargas dedicó a las casas de hacienda en sus crónicas,
produjo por lo menos unas doscientas cincuenta para ponderar y describir los caballos de
“paso fino”, y unas ciento setenta o más a los incidentes o episodios más o menos
pintorescos de historia política inevitablemente ocurridos en el ambiente melancólico de
páramos y llanuras, con aguaceros y amaneceres helados y poéticos.
La presencia de las formas construidas, en la mayoría de los textos de autores colombianos
o extranjeros, es vaga y borrosa, así se trate de humildes ranchos pajizos o elegantes casas
de hacienda. Siempre en un segundo plano, como escenografías o telones de fondo que
“están ahí” pero desempeñando siempre un papel secundario, las casas campestres surgen
muy rara vez en la literatura como lo que son, elementos poderosamente calificadores de
lugares y paisajes. Ocasionalmente, escritores como Solano o Caballero Calderón se
refieren, con tanta lucidez como afecto, a una casa campestre en particular (La Trinidad o
Tipacoque en Boyacá, su tierra natal), pero estos ejemplos (citados en Casa Colonial) son,
en el contexto de su producción literaria, excepcionales. Para ellos, con plena razón, lo vital
es el hombre en la casa y en el campo, y no la casa de campo del hombre.
En su formación cultural, predominantemente literaria, la arquitectura rural de su propia
patria, culta o anónima, prácticamente no tuvo ninguna o muy poca autonomía conceptual,
lo que ciertamente los predispuso para asumir sin cargos de conciencia actitudes
indiferentes o tangenciales a los posibles significados o la gracia inherente de las formas
construidas campestres. Para ellos, las casas de campo fueron como la lluvia o el sol, que
estaban ahí desde siempre, como otro más del vasto repertorio de fenómenos naturales que
conformaban la vivencia rural.
No es éste un catálogo o inventario de casas de hacienda de varias épocas de la historia
colombiana o neogranadina. Por una parte, esta tarea ha sido realizada en gran parte para
muchas regiones colombianas por especialistas del trabajo inventarial y analítico, y por
otra, la intención del autor del presente texto es la divulgación, orientada tanto al lector
advertido o profesional, como al que no podría ser más distante de la arquitectura, de un
tema tan atractivo como superficialmente entendido.
El título de esta obra, Casa de Hacienda, tiene más o menos las mismas imprecisiones o
vaguedades que preocupan a los puristas de la terminología profesional, pero permiten al
lector no especializado saber, con razonable claridad, de qué se está tratando. En el
contexto de la serie editorial iniciada por Villegas Editores hace algunos años con Casa
Colombiana, continuada luego con Casa Campesina, y más recientemente con Casa
Colonial, Casa Republicana y Casa Moderna, el tema del presente volumen tiene un lugar
bien definido pero de límites en ocasiones difusos. El tema de la arquitectura rural abarca
mucho más que casas de hacienda. Las hay también “de finca”, o de “recreo”, las cuales
serán objeto de estudio y eventual publicación aparte, existiendo claras diferencias
cualitativas, dimensionales, socio-económicas y tecnológicas entre las primeras y las
siguientes. Por otra parte, existen edificaciones campestres que no son casas, tales como
molinos, establos, refugios, silos, depósitos, escuelas y hasta estaciones de ferrocarril. Una
parte del vasto tema de la arquitectura rural fue tratada en Casa Campesina, siendo
imposible definir con exactitud lo que es “arquitectura popular o anónima” y lo que pasaría
por “arquitectura culta”. Sería muy difícil, también, trazar un límite preciso entre las casas
campesinas estudiadas, por ejemplo, en los varios volúmenes publicados sobre el tema por
Alberto Saldarriaga y Lorenzo Fonseca y las que, cualitativamente, superan la condición
simplemente “popular”. Las casas de hacienda neogranadinas y colombianas bordean
constantemente uno y otro género, teniendo rasgos técnicos y estéticos en común con lo
primero y lo segundo.
La hacienda tiene una condición socioeconómica diferente de la finca. Dimensional y
estéticamente difiere por lo general de esta última, lo que no impide que muchas fincas
posean casas cuyo aspecto y apariencia permiten clasificarlas dentro del género de las de
hacienda. Es claro que el lugar que ocupan dentro del inventario patrimonial de la cultura
arquitectónica colombiana, las casas de hacienda más destacadas estarían varios renglones
por sobre el que se podría asignarles cualitativamente a las casas o ranchos de fincas y
parcelas menores, es decir, las construcciones genuinamente campesinas, pero lo anterior
no pasa de ser otro convencionalismo cultural. Sería más justo y más preciso asignarle a
cada subgénero (haciendas, fincas, parcelas, etc.) una cierta independencia y autonomía
clasificatoria, sin incluir jerarquías arbitrarias tales como la que coloca a determinados
“monumentos” por sobre el resto de la cultura arquitectónica de un país o una época. O el
criterio no menos absurdo que señala la superioridad de la arquitectura “culta” o
profesional sobre aquella que presuntamente no es ni lo uno ni lo otro.
Varias de las obras arquitectónicas publicadas previamente en Casa Colombiana y Casa
Moderna son, en efecto, casas de campo, y alguna de ellas fue también, en remota época,
casa de hacienda. Se trata ahora de incorporar el período republicano al género de las casas
de hacienda, reservando el resto del tema para un volumen posterior, en razón de su
extensión y complejidad. El énfasis cuantitativo de la construcción de época republicana en
el país sería mayoritariamente sobre lo urbano, siendo menos numerosas las casas de
hacienda “nuevas” edificadas durante el siglo XIX, que las transformaciones operadas
sobre las estructuras de época colonial pre-existentes. No habría que olvidar, por ejemplo,
que la casa de finca cafetera, un desarrollo arquitectónico típico del siglo XIX, es un género
cuasi autónomo, característico de una región central del país y producto de factores
históricos y socio-económicos que le son peculiares. Aún así, la casa cafetera retoma
inevitablemente fórmulas de ordenación espacial empleadas intensamente durante el
período colonial en todo el territorio neogranadino.
Un esbozo del tema del presente volumen ha sido desarrollado por el autor de estas líneas
como parte de Casa Colonial, siendo lógico retomar y ampliar aquí el enfoque de ese
esquema, pero obviamente no era posible allí hacer referencia a la metamorfosis de la
arquitectura rural colombiana durante el siglo XIX y las primeras décadas del XX, ni
tampoco la aparición de un género moderno de casas de campo en el país, a partir de los
años cuarenta.
El tema del presente volumen se planteó y publicó por parte del autor del presente texto en
uno de los capítulos de la Historia del Arte en Colombia, según se indicó anteriormente, y
luego, en una versión aumentada, en Crítica e Imagen (1977). Una ampliación de los
criterios sobre las casas de hacienda del período colonial en la Nueva Granada fue
publicada en 1990 por la Consejería de Cultura y Medio Ambiente de la Junta de Andalucía
(Sevilla) como parte del volumen Estudios sobre arquitectura iberoamericana. El
enriquecimiento de la bibliografía sobre el tema se refleja ahora de modo concreto en esta
última visión y análisis de arquitectura rural, llevada ahora más allá de los límites
cronológicos del período colonial. Al presente, es enorme la distancia cronológica y
conceptual que separa al autor del presente texto del episodio de 1964, cuando despertaba
ingenuamente al interés por las haciendas coloniales, y al preguntar por ese tema a un
profesor de Historia de la Universidad Nacional (experto en arquitectura “clásica” (?) y
neoclásica), obtuvo la seca respuesta: “Ese tema no se estudia allá (en la U.N.). ¿Para qué?”
En efecto, eran más de uno los temas arquitectónicos contra los cuales existían los
anatemas académicos del vanguardismo y las peculiares inclinaciones izquierdistas de la
época. En ese ámbito académico la arquitectura colonial neogranadina parecía circunscrita,
en el mejor de los casos, a unas cuantas iglesias y claustros y las fortificaciones de
Cartagena.
A la equívoca recopilación inventarial de una autora aficionada al tema (1966), publicada
por el Fondo Cultural Cafetero como parte de la Colección “Herencia Colonial” bajo el
título de Herencia Colonial en el campo colombiano (la cual incluyó indiscriminadamente,
como parte de esa “heredad”, y quizá con el ánimo de darle “sabor” a la obra, algunas casas
de época republicana y moderna, además de la farsa arquitectónica aproximadamente
“neocolonial” de cierto restaurante típico en las cercanías de Bogotá), han sucedido serios y
meritorios estudios profesionales tales como La arquitectura de las casas de hacienda en el
valle del alto Cauca” de Benjamín Barney y Francisco Ramírez, y Guadalajara de Buga y
su arquitectura, de Jaime Salcedo, a los cuales se remite al lector interesado en los aspectos
más especializados y detallados del tema.
En el esquema general del patrimonio cultural colombiano, la arquitectura rural, con
escasas excepciones, ha ocupado siempre un segundo renglón. La arquitectura urbana ha
dominado inequívocamente el panorama nacional. Las construcciones rurales pertenecen
más al mundo de las herramientas de trabajo o a la categoría de “la otra casa” o “el otro
mundo” de la existencia contemporánea. Si el presente estudio logra, así sea en mínima
proporción, equilibrar esa injusta situación y crear algún interés por la arquitectura del
campo, se habrá logrado el propósito básico que habrá animado al editor y a todos aquellos
que hayan intervenido en la elaboración del presente volumen.
Casa Antón Moreno, paisaje en alrededores de Popayán, Cauca.
Casa de Coconuco, Cauca. La Hacienda localizada en un paraje de inspirada escogencia,
fue consolidada en el primer tercio del siglo XVII.

La casa de Coconuco en su forma actual data de mediados del siglo XVIII. Se compone de
un volumen compacto, sin galerías perimetrales completas. Al igual que en la casa de
Pisojé y otras haciendas caucanas, una parte del piso único fue sobre-elevada a modo de
ampliación de las habitaciones de los propietarios a finales del siglo XVIII.
Funcionalmente, esto permite cierto dominio visual del territorio circundante.
Un hermoso aporte ambiental de época republicana, el camino de acceso a la casa bordeado
de cipreses traídos de Francia en la segunda mitad del siglo XIX por el general Tomás
Cipriano de Mosquera.
Casablanca, Tocancipá, Cundinamarca. Casablanca, es uno de los nombres más literales y
repetidos en la toponimia de las haciendas neogranadinas, lo tienen en común unas ocho
casas en el altiplano cundiboyacense. La casa combina una planta organizada alrededor de
un patio central con galerías exteriores perimetrales. Nótese la similaridad del tramo
sobreelevado para formar mirador, con aquellos existentes en las casas caucanas tales como
Coconuco, Yambitará y Pisojé, siendo también la situación de la casa una concavidad
topográfica del paisaje.
Como se acostumbraba en las casas cundinamarquesas, las habitaciones carecían
originalmente de ventanas propiamente dichas, teniendo vanos únicos para puertas-
ventanas. Uno de estos vanos obra como relación original con la vista.Definiciones,
orígenes y antecedentes
DEFINICIONES,ORIGENES Y ANTECEDENTES
Texto de: Germán Tellez

Hacienda. (De facienda).f. Finca agrícola. ll 2. Cúmulo de bienes y riqueza que uno tiene.
ll 3. Labor, faena casera. U.m. en pl. ll 4. Obra, acción o suceso. ll 5. Asunto, negocio que
se trata entre algunas personas.
Diccionario de la Lengua Española. Real Academia Española.

Aunque el Diccionario de la Real Academia Española menciona los variados usos y


significados del término “hacienda”, no cabe duda de que su sentido más familiar es el
primero, derivado del latín vulgar llevado a la península ibérica por las legiones romanas:
finca agrícola. El segundo significado, el de riqueza patrimonial, trae a cuento una noción
socio-económica no menos tradicional: Cúmulo de bienes que uno tiene. En las usanzas
populares y documentos coloniales neogranadinos la “hacienda” tuvo indistintamente
ambos significados, y éstos pasaron sin modificación alguna a la República colombiana.
Las grandes propiedades rurales se llaman aún hoy haciendas, y el manejo de los recursos
económicos del Estado colombiano está –al menos en teoría– a cargo del Ministerio de
Hacienda, entidad de nombre arcaico pero moderna ineficiencia. El término “estancia”,
usual en el sur del continente, y en las primeras épocas de colonización del sur del Brasil y
la Nueva España (México) tuvo poco o ningún uso en la Nueva Granada. Aunque el
término andaluz dehesa (el cual designa una hacienda ganadera, distinta de la agrícola) se
utilizó durante el período colonial neogranadino, cayó en desuso en la época republicana
(siglo XIX). No es raro, además, que la designación de “hacienda”, incorporada al inglés
como un hispanismo, se extendiera a lo que hoy son territorios norteamericanos (Texas,
Nuevo México, Nevada, Arizona, California).

El arquitecto e investigador mexicano José Antonio Terán cita, en Arquitectura rural en


México. Las haciendas de una región1., el Diccionario de Autoridades2. preparado para la
Nueva España durante el siglo XVIII, en la bella definición del término “Hacienda”: Las
heredades del campo y tierras de labor que se trabajan para que fructifiquen. El documento
colonial ratifica así la noción compartida por cronistas e historiadores de la época presente,
de la hacienda entendida como una unidad autónoma productiva, en la cual puede o no
haber edificaciones. Esto último depende de que el propietario de aquélla habite de modo
permanente en el lugar, o vaya allí ocasionalmente. A su vez, las edificaciones que pueden
surgir en los terrenos de una hacienda pertenecen, según la investigadora española Maricruz
Aguilar García (en “Haciendas de Olivar”, documento anexo a los cursos de verano de la
Universidad “Antonio Machado”, Baeza, España, 1988), a “…un tipo específico de
arquitectura ligado al paisaje natural y a un sistema de explotación agrícola”.

Este exacto concepto permite ligar la definición socioeconómica de la hacienda con la


arquitectura que eventualmente surgirá en ella. Prueba singular de ello es el término
anglosajón prestado al español coloquial adoptado en todo el Medio y Lejano Oeste
estadounidense para los latifundios y haciendas menores ganaderas: Ranch, de “rancho”, el
cual designaba (y designa aún hoy) indistintamente los terrenos y las construcciones
existentes en ellos, o solamente estas últimas. Las propiedades dedicadas a la agricultura en
las colonias del norte del continente americano recibieron otros nombres, según su tamaño
y uso: plantation, o farm, el equivalente anglosajón de “finca” o “granja”. Los términos
franceses aproximadamente equivalentes a los anteriores hacen alusión a su propio origen
medieval, puesto que la noción de domaine (hacienda) se refiere a la cuestión
socioeconómica del dominio que el señor feudal ejercía sobre tierras y siervos, y ferme
(equivalente del inglés farm) o bien clos, es decir, un recinto o un área cerrada, designan lo
que sería una finca o granja.

Sobre los orígenes históricos de la casa de hacienda neogranadina el autor del presente
texto indicó, en Casa Colonial, orígenes rastreables a dos distancias históricas diferentes:
“Una, el… sistema de procesos ideológicos, tecnológicos y antropológicos mediante los
cuales se conforman…en el Medio Oriente y en torno al Mediterráneo los arquetipos
espaciales de vivienda que eventualmente vendrán a través del Mar Océano. Y otra,
correspondiente a las circunstancias específicas que rodearon la implantación en este
continente de cierta versión de la arquitectura…existente al final del siglo XV en el centro
y sur de la península ibérica.… El qué de la casa (de hacienda) se explica mediante el
rastreo de su lejano ancestro arquitectónico, y el cómo se entiende mediante el recuento del
proceso específico por el cual las casas españolas pasaron al Nuevo Mundo”.

La arqueología del siglo XX ha venido descubriendo más y más huellas de edificaciones de


las más antiguas culturas conocidas en el Medio Oriente y en torno al Mediterráneo que
necesariamente tuvieron que ser campestres, al menos en sus comienzos. Así, de modo muy
indirecto y genérico, una presunta “casa de campo” sumeria o babilónica se podría tomar,
con algún esfuerzo, como un antecedente histórico de la casa de hacienda iberoamericana,
dado que antropológicamente es comprobable que la relación entre el hombre y el campo
ha variado muy poco en los últimos treinta siglos. A esta consideración arqueológica se
podría sumar la de que en las áreas recientemente exploradas de los centros urbanos
precolombinos de Teotihuacán, en el valle de México, y Chanchan, en el Perú, existen
indicios claros de una repartición sistemática de zonas rurales relativamente distantes de los
centros urbanos, en algunos casos con rastros de edificaciones en ellas. Es posible obtener
conclusiones variadas de tan interesantes investigaciones, incluyendo el muy posible
supuesto de la existencia de equivalentes de “haciendas” o “fincas” de época prehispánica,
al menos en el valle de México y en el Alto Perú.

Conviene recordar que la relación socioeconómica hombre-campo-ciudad ha tenido a través


de la historia dos modalidades básicas, aparte de la circunstancia anómala del propietario
ausente: Una, en la cual el propietario o usuario de terrenos rurales reside y trabaja en ellos
permanentemente, y otra en la cual habita de modo estable en algún núcleo urbano más o
menos próximo y sólo está en el campo temporalmente.

La otra distancia histórica previamente indicada sería la que corresponde al proceso


histórico de exportación de arquitectura rural desde España metropolitana a sus posesiones
imperiales en el Nuevo Mundo. El proceso de conquista y colonización imperial hispánica
fue precedido necesariamente por la configuración, en territorio ibérico, –como lo señala la
investigadora Maricruz Aguilar– del género arquitectónico propio de los paisajes de la
península y adecuado a las actividades específicas de explotación de la tierra. Tal como
ocurriría, siglos más tarde, en el Nuevo Mundo, la arquitectura rural en tierras hispánicas
no surgió por generación espontánea ni como resultado de un proceso endógeno. Fue
iniciada de modo limitado por los pobladores griegos y fenicios que se establecieron en las
costas de lo que hoy son Andalucía, Levante y Cataluña, pero sería más propia de los
colonizadores romanos la toma de posesión sistemática de áreas despobladas y la iniciación
de núcleos construidos capaces de autoabastecerse de su producción agrícola. Esto es
evidente, si se considera que tal proceso era parte de la creación simultánea de un sistema
de dominio y explotación territorial que incluía comunicaciones terrestres y fluviales, así
como obras hidráulicas y públicas a gran escala.

En suma, el imperio colonial romano sentó las bases socioeconómicas y políticas para el
proceso histórico que España imperial habría de repetir en América dieciséis siglos más
tarde. En territorio hispánico se produjeron las circunstancias y tendencias socioeconómicas
y políticas que permitieron rehacer lo que en Roma metropolitana se llamó “latifundio”
(una combinación de dos palabras del latín vulgar, latus, ancho o amplio, y fundus, finca
rústica), es decir, la propiedad rural de gran tamaño, así como las de menor área, la
hacienda, y la más pequeña, en términos dimensionales, la finca. Lo que se va a refinar al
paso de los siglos no son los principios básicos, de dominio político de la tierra, de sí poco
alterables, sino las modalidades de propiedad y manejo de la misma, los sistemas de
explotación de ésta y el manejo de la producción, conformándose así el proceso histórico
que España estaría llamada a reiterar en el Nuevo Mundo.

El uso romano –metropolitano, provincial o colonial– de las áreas rurales incluyó la


adaptación al campo de viviendas creadas originalmente para conformar ciudades, pueblos
y aldeas, no siendo difícil trasladar de un medio a otro esquemas de ordenación espacial de
sí muy versátiles. El término genérico “Villa” pasó a designar popularmente y por igual una
modesta casa de recreo en el campo o un enorme conjunto palaciego levantado en las
afueras de una ciudad, como sería el caso de la “Villa” del Emperador Adriano cerca a
Roma, o la célebre “Villa” Armerina. Es obvio que el manejo de posesiones rurales trajo
como consecuencia la necesidad de construcciones para vivienda y trabajo, distintas de las
que se utilizaban como lugar de recreo, haciéndose extensiva la denominación popular de
“Villa” para las edificaciones utilitarias campestres. El historiador español Fernando
Chueca Goitia señala en su Historia de la arquitectura española3. algunos hallazgos
arqueológicos de “villas” rurales que datan de mediados del siglo II de la era Cristiana.
Dice así: “Además de (las) villas señoriales existieron en España (Hispania) las granjas o
villas rústicas que conocemos por descripciones de Varrón y Columela. En general, todas
las dependencias rodeaban a un patio; cerca de la entrada se hallaban las habitaciones del
villicus o encargado de la hacienda por delegación de su dueño. Había habitaciones para
sirvientes y esclavos, cocina, baños y prisión, además de los almacenes y dependencias que
exigía la labor (cereales, viñas, olivo, etc.) Se conservan restos de estas villas rústicas en
Cataluña, donde la explotación agrícola era floreciente…”.

La cita anterior, sin modificación alguna, podría ser también la descripción de una casa de
hacienda mexicana o neogranadina, ya no del siglo II sino del XVII. Los colonizadores
romanos, habiendo aprendido esto de los pobladores griegos del Mediterráneo oriental, no
hicieron nada distinto de retomar los antiguos ordenamientos espaciales tradicionalmente
practicados por las más antiguas culturas del Medio Oriente: la planta de casa organizada
en torno a un espacio libre (patio) central y la casa de planta concentrada, en la cual una o
dos crujías de dependencias estaban rodeadas perimetralmente de soportales o peristilos. El
historiador Chueca Goitia añade4.: “El ejemplar más completo de villa campesina (es decir,
rural) es la de Cuevas de Soria. Alrededor de un enorme peristilo de columnas toscanas se
disponen las habitaciones, muchas de planta absidal. (Se) destacan el gran salón de
recepción, el triclinio y las termas…Debe ser obra de la mitad del siglo II, abandonada a
mediados del IV…”. Lo anterior podría hacer referencia a una de las haciendas mexicanas
de mayor tamaño y del siglo XVIII, incluyendo el uso de columnas toscanas, y la dotación
de un enorme comedor y baños aparte.

Continúa el historiador Chueca Goitia: “En el siglo III encontramos un ejemplar


notabilísimo de villa campesina (campestre) en Almenara de Adaja (prov. de Valladolid)
(nombre árabe, adoptado siglos más tarde para el lugar donde se hallaron los restos de la
casa romana mencionada). Su planta revela una concepción arquitectónica (de)…espacios
enlazados con sutil maestría”. Lo anterior implica que, pese a ser escasos los vestigios
arqueológicos de construcciones rurales hallados en España, son suficientes para establecer
una jerarquía cualitativa de arquitecturas que vino a ser repetida, siglos más tarde, en el
Nuevo Mundo. Las “Casas Grandes” de las fazendas brasileñas y las enormes residencias
palaciegas de algunas haciendas mexicanas, al igual que las más humildes casas campestres
neogranadinas, tienen ancestros ibéricos muy antiguos perfectamente identificables y
diferenciados para unas y otras.

Las casas campestres coloniales romanas fueron obviamente utilizadas por los pueblos
islámicos desde el Medio Oriente hasta el centro y sur de lo que había sido la provincia
colonial de Hispania. Las culturas islámicas, al menos en arquitectura, fueron más
inclinadas a la conservación y apropiación que al arrasamiento vandálico de las
edificaciones de los pueblos cuyos territorios invadían, y aun de los antepasados de esos
pueblos. Es así como las ruinas de las salas hipóstilas de los palacios persas probablemente
son la fuente de la ordenación espacial rigurosamente compartimentada mediante módulos
estructurales de las mezquitas levantadas en torno al Mediterráneo, desde Mesopotamia
hasta Córdoba, en Hispania. Las sucesivas invasiones musulmanas al territorio ibérico,
entre los siglos VIII y XV y el establecimiento duradero de una cultura y un urbanismo
islámicos dieron lugar también a un largo proceso de adaptación y manejo del vasto
territorio rural de lo que se llamó entonces Al-Andalus.

Pocos géneros arquitectónicos resultaron más adecuados y afines al sentido de orden


existencial y a las costumbres y modalidades de explotación del territorio rural de los
grupos humanos islámicos que las casas campestres, ya fueran ellas de recreo o producción
agrícola. Durante casi ocho siglos, la tierra ibérica vio florecer la agricultura, apoyada por
el uso de obras de hidráulica que retomaban las tradiciones tecnológicas de la ingeniería
romana, a las cuales se sumaban la ciencia y la técnica árabes, ignoradas, y aun prohibidas
por el oscurantismo religioso de los pueblos cristianos europeos. La extraordinaria realidad
ambiental del campo andaluz en la época de dominación islámica dio pie a la célebre
leyenda –que podía ser perfectamente cierta– de que una ardilla podía ir de Córdoba a
Granada sin tocar tierra, de rama en rama a través de los bosques interminables y
maravillosos. Semejante aprovechamiento y cuidado ecológico del territorio, propiciado
por pueblos originalmente nómadas y por añadidura “infieles”, que venían de tierras
desérticas, es materia para profundas reflexiones. El gran aporte a la historia de las
civilizaciones rurales de los pueblos islámicos en España consistió en hacer del campo un
emporio de riqueza, manteniendo simultáneamente intacta la belleza y el equilibrio
ecológico del paisaje. No es una casualidad que aún hoy se hable en Hispanoamérica, a
propósito del agua en el campo, de acequias, atarjeas, alcantarillas y aljibes, empleando
hermosos arabismos que trascienden los siglos.

Las casas campestres romanas fueron vandalizadas y destruidas en su mayoría por los
pueblos visigodos y los primeros cristianos en tierras hispánicas, en lo que se podría
considerar como un proceso “normal”, para aquéllos, de destrucción de lo preexistente. Era
más lógico para éstos dominar y defender territorios rurales mediante castillos y torres
fortificadas. En fin de cuentas, luego de la disolución del imperio colonial romano,
sobrevino un dominio territorial visigodo sobre el centro y sur de la antigua provincia
colonial romana de Iberia que duró unos quinientos años, siendo interrumpido por las
invasiones islámicas. Esto provocó una laguna notable en los recuentos y análisis de los
historiadores que se han ocupado del tema de la arquitectura civil en tierra hispánica.
Especialistas españoles como Torres Balbás y Chueca Goitia5. se han visto obligados a
relacionar directamente los escasos vestigios de arquitectura rural de época romana con los
de las alquerías islámicas, dejando, por razones obvias, el vacío de la época visigoda y
paleocristiana. Nótese cómo el énfasis historiográfico sobre esta época está cargado, no
sobre el urbanismo o la vivienda urbana o rural, sino sobre la arquitectura religiosa y
militar.

Lo anterior no significa en modo alguno que el proceso de aparición de las modalidades


regionales ibéricas de construcciones campesinas no ocurriera o fuese interrumpido por los
aconteceres histórico-políticos. Por el contrario, se puede afirmar que la configuración
formal de las arquitecturas “populares” o regionales hispánicas comenzó y continuó
ininterrumpidamente luego de la disolución del régimen colonial romano. La primitiva
elementalidad de la casa campesina, y su índole temporal, además de su origen como de
refugio posterior a algún naufragio, le han permitido surgir y sobrevivir a contra-historia,
en las circunstancias más desfavorables que se puedan imaginar. El gran paso por señalar es
aquel que separa el cobertizo o el rancho de ocasión de la casa permanente y definitiva,
estableciendo así dos géneros arquitectónicos rurales bien diferenciados. La casa de
hacienda no es, cualitativamente, un rancho venido a más sino una especie arquitectónica
creada para reemplazar al primero.

La alquería (del árabe al-karía, campo para la labranza, según el Diccionario de la Real
Academia Española) no es otra cosa que la “villa” romana, entendida indistintamente como
casa de recreo, o unidad productiva campestre, y aun como una mezcla de los dos usos.
Esto es lógico si se considera que en los reinos musulmanes en tierras hispánicas las clases
dominantes regían un sistema socioeconómico que presentaba, al menos, tantas
similaridades como discrepancias con las modalidades feudales características de los reinos
cristianos. Si bien era necesario crear los recintos amurallados y las alcazabas fortificadas
por elementales razones de seguridad colectiva, y con frecuencia las alquerías tuvieron
también muros protectores a su alrededor (como ocurrió siglos más tarde en las haciendas
del norte de México), ello no impidió su desarrollo para manejar el cultivo de cereales,
viñedos y olivares así como la explotación (selectiva y moderada) de bosques madereros y
reservas de caza y pesca. Fueron los pueblos islámicos quienes en la historia rural hispánica
dieron forma definitiva a la usanza de la doble residencia, y la consecuente doble vida, de
los terratenientes: la casa de ciudad y la casa campestre. La culminación extraordinaria de
este proceso fue la decisión de los Califas de Córdoba de levantar lo que sería la sucursal
andaluza del paraíso terrenal, el vasto palacio rural de Medina-az-zahara, a casi dos leguas
de su casa de gobierno en la ciudad.

La relación social hombre-campo, eventualmente traída por los colonizadores españoles al


Nuevo Mundo, llega a su madurez en el territorio andaluz con las culturas islámicas. Roma
había planteado los principios básicos de la explotación del territorio rural, exportándolos
luego a Hispania, pero era necesaria la intermediación y refinamiento de éstos por parte de
las culturas islámicas para que, habiendo surgido en la historia el imperio hispánico, éste a
su vez, los enviaría a sus posesiones en el Nuevo Mundo, como una síntesis sociopolítica
dentro de la cual la casa campestre era apenas una de las herramientas requeridas para
materializar la continuidad de lo que ya era una larga historia.

El prolongado período de guerras e inestabilidad territorial y social que marcó el fin de la


época medieval y de los reinos islámicos en tierras hispánicas no fue propicio para la
supervivencia o la creación de nuevas casas de campo, por lo que no son muchas las que
lograron sobrevivir a tan desfavorables circunstancias históricas. Indirectamente, aquí
estaría la razón histórica fundamental para hacer necesaria la reinvención, o resurrección -
por así decirlo- de la hacienda, la finca y el rancho en el centro y sur de España, ya bien
entrado el siglo XV y una vez terminadas las guerras de reconquista del territorio otrora
dominado por “los moros”. Sería característico de castellanos, aragoneses, gallegos y
extremeños rechazar primero las formas de dominio y control del campo de moros y
sarracenos, para luego, a falta de otra cosa, aceptar y reinstalar como válida alguna parte de
lo pre-existente, y adaptarla ingeniosa o torpemente a su propia idiosincrasia y las propias
limitaciones. El historiador andaluz Antonio M. Bernal6. acoge así la hipótesis histórica de
la aparición del cortijo como un fenómeno agrario posterior a las guerras de reconquista en
Andalucía, es decir, datando del comienzo del siglo XVI, así como la definición del cortijo
en el sentido de ser una unidad de explotación de un producto en bruto, como es la
ganadería de cualquier tipo, en la cual no hay ningún proceso de transformación tal como
los que ocurren en las haciendas de olivar o cereales. Esto anula al cortijo andaluz como
antecedente u origen de lo que serían sus equivalentes neogranadinos, resultando coetáneos
con los últimos. Cabe indicar que el término “cortijo” tuvo muy escaso o nulo uso en la
Nueva Granada, resurgiendo sólo en la amanerada toponimia hispanizante de haciendas y
fincas ganaderas colombianas del final del siglo XX.

No es sorprendente que más tarde, en la época borbónica del siglo XVIII, la monarquía
española se viera precisada a emprender la colonización de algunos de sus propios
territorios metropolitanos, abandonados a su suerte desde mucho tiempo atrás. La nación
que había logrado crear un imperio sobre el cual jamás se ponía el sol, había olvidado por
completo territorios tales como los que se extendían a lo largo de gran parte del camino
entre Madrid y Sevilla, al suroeste de La Mancha, y Jaén, en los cuales había que hacer,
apresuradamente, lo que ya había tenido lugar doscientos cincuenta años antes en el Nuevo
Mundo: fundar ciudades y pueblos, repartir metódicamente tierras rurales, formar
haciendas, proteger las fuentes de agua y los bosques, cultivar y criar algo más que olivos y
toros de lidia, e incluso intentar tímidas reformas agrarias para remediar la situación
permanentemente crítica del campo español.

El abandono de los sistemas y obras hidráulicos de épocas romana y árabe trajo como
consecuencia histórica a largo plazo el atraso socioeconómico rural en el centro y sur de
España, con respecto a otras comarcas europeas. Sólo a partir de los años cuarenta del siglo
XX tendría lugar un notable y sobrehumano esfuerzo para dotar al país de represas,
embalses, canales de riego y reservas de agua capaces de revivir la producción agrícola y
dar nueva vida a lo que durante siglos se había tornado gradualmente en sucursales del
Sahara. En medio siglo, España tendría que remediar una situación desfavorable creada a lo
largo de más de quinientos años, paradójicamente coincidentes con la época de mayor auge
imperial de su historia.

Allende el Océano, en las llamadas “provincias de Ultramar”, desde la nueva España


(México) hasta las selvas del Paraguay, sería la Compañía de Jesús –y no los pobladores
laicos o la administración colonial– la que retomaría las técnicas y conocimientos agrícolas
de los “infieles” islámicos, aplicándolos en las colonias del Nuevo Mundo, para lograr
óptimos rendimientos y mantener un razonable equilibrio económico en sus haciendas. Esa
maestría en su relación con el campo se reflejó en el mantenimiento de la vegetación en
torno a las fuentes de agua; el manejo correcto de los recursos hidráulicos, la conservación
de los bosques, la rotación de cultivos, el uso alternado de tierras de pastoreo y la
racionalización del empleo de la mano de obra disponible, les permitieron a los jesuitas la
posesión y explotación de fincas, haciendas y enormes latifundios con una eficacia y
rendimiento económico que despertaría eventualmente la envidia e inquina de
encomenderos, hacendados y gobiernos coloniales, y sería uno de los motivos básicos para
su expulsión de las provincias de Ultramar.

Los vestigios de arquitectura campestre islámica en España son aún más escasos que los de
época romana, puesto que las alquerías andaluzas, nunca muy numerosas, serían víctimas
de las guerras de reconquista y del ánimo vengativo y vandálico de sus enemigos cristianos.
Más abundantes fueron las torres o alcázares, levantadas por cristianos o musulmanes, que
permitían su uso como casas rurales de recreo y a la vez como refugio fortificado, aunque
éstas tampoco han escapado al ánimo destructor de épocas recientes. Chueca Goitia7. (ob.
cit.) menciona una alquería, o más precisamente, una “hacienda” mixta o almunia, es decir,
no fortificada, en la que se combinaban la residencia de recreo con la explotación agrícola.
Dice el autor citado: “Más apartada de la ciudad (Granada), en el camino de la Zubia,
subsiste una bella almunia, llamada en época musulmana Darabenaz. Se dispone en dos
crujías que forman ángulo y crean un patio abierto al hermoso paisaje de la sierra…”. Esa
podría ser, también, la exacta descripción de “alquerías” neogranadinas tales como las casas
de hacienda de Calibío o Antón Moreno, en los alrededores de Popayán, o Cañasgordas, en
las afueras de Cali.
Aun el género medieval de la casa-fuerte se vio influenciado por los esquemas de
ordenación espacial que conformaban los aportes de las sucesivas culturas que habían
colonizado el campo hispánico. Son numerosos los ejemplos conservados, en todo el
territorio español, en ruinas o reconstruidos, de “castillos” en cuyo interior los espacios se
dispusieron en torno a un patio central rectangular, y en cuyas crujías perimetrales hizo su
aparición el gran aporte arquitectónico musulmán: La alcoba (al-quba), vale decir, la
versión islámica del espacio privado romano: las habitaciones o “cubiculae”. Este
fraccionamiento y cualificación de los espacios hasta entonces genéricos e indiferenciados
de las edificaciones medievales puramente militares o defensivas es de vital importancia en
la historia de la arquitectura doméstica, urbana o rural.

Al presente, es posible hallar, en los vestigios arqueológicos y documentos, los orígenes de


la casa de hacienda neogranadina, pero la búsqueda en territorio español de sus
antecedentes arquitectónicos directos es necesariamente estéril. Algunos investigadores
latinoamericanos señalan –y lamentan, con cierta ingenuidad– la ausencia actual de
tipologías o formas construidas rurales que podrían permitir una ligazón filológica y
cronológica entre lo que serían precedentes españoles y versiones subsiguientes de lo
mismo en el Nuevo Mundo. Las razones básicas para que lo anterior no sea posible son
tres: La primera consiste en que el intento de extender a un género arquitectónico “popular”
formal y tecnológicamente no evolutivo y no “monumental” el sistema analítico formalista
y cronológico desarrollado y aplicado a la arquitectura religiosa, institucional o militar, está
condenado al fracaso por definición y/o por su base conceptual. La segunda, derivada de la
primera, es simplemente que la hacienda andaluza de olivar o la manchega de viñedos, o el
cortijo de aquí y allá en el sur de España son especies arquitectónicas bien diferentes de la
hacienda de trapiche de caña de azúcar vallecaucana o la de cultivo de cereales en Boyacá,
llamadas unas y otras a desempeñar papeles diversos en sus respectivas sociedades y
sistemas económicos.

Algunos investigadores españoles han señalado cómo las haciendas o molinos de olivar
andaluces llegaron a ser, a partir del siglo XVII, verdaderas fábricas de aceite destinadas a
exportar gran parte de su producto a los dominios coloniales de la Corona de España, donde
el cultivo de olivos estaba severamente prohibido, para evitar la ruina de la economía
agrícola de la región metropolitana, excesivamente centrada en la producción de aceite de
oliva. Lo anterior permite suponer vastas diferencias funcionales y formales entre los
centros de producción andaluces y las casas campestres neogranadinas donde esa
producción pasaba a ser de costoso consumo. La gran casa-fábrica campestre andaluza, tal
como surgió siglos atrás y es observable aún hoy, no tuvo ni tiene equivalente colonial
neogranadino. La historia andaluza de los últimos cuatro siglos no guarda semejanzas
plasmables en arquitectura rural con la de la provincia de Nueva Granada. Luego de la
conquista de Granada y el “descubrimiento” del Nuevo Mundo el acontecer del campo
andaluz y el de las provincias de Ultramar toman rumbos socioeconómicos divergentes.
Una es la España que se lanza a la conquista de un mundo hasta entonces desconocido, y
otra, muy diversa, la que escoge o acepta permanecer ligada a su destino europeo.

Lo observable hoy en el centro y sur de España es el resultado de lo anterior. Formal y


tecnológicamente, las casas de hacienda neogranadinas presentan rasgos espaciales y
constructivos, –y por lo tanto, estéticos–difíciles de hallar en sus contrapartidas rurales
andaluzas, manchegas o extremeñas. En cambio, aquéllos son abundantes en las casas
urbanas, en las cuales sí es posible encontrar los antecedentes cronológicos que se desee.
Prácticamente todos los sistemas constructivos, materiales y acabados presentes en las
casas de hacienda neogranadinas, se hallan en las casas de pueblos y ciudades andaluzas o
extremeñas. Lo extraño sería que no fuera así. No habría que olvidar, eso sí, la extrema
intercambiabilidad de sistemas de construcción y ordenación espacial notable en la
arquitectura neogranadina, entre lo urbano y lo campestre, aunque esto no significa que
parte del origen de la casa de hacienda sea la casa de ciudad, sino que ambas tienen un
ancestro básico común.

La tercera razón invocable en este caso es cronológica: El historiador colombiano Germán


Colmenares, en sus estudios tales como Cali: Terratenientes, mineros y comerciantes y
Popayán, una sociedad esclavista8. señala acertadamente la segunda mitad del siglo XVII y
la primera del XVIII como la época en la cual surgen o alcanzan su máximo desarrollo las
versiones “definitivas” de las casas de hacienda coloniales de una y otra región,
reemplazando ranchos y tambos de fortuna levantados anteriormente como refugios
temporales, en unos casos, y en otros como edificaciones nuevas en el territorio. Los
historiadores españoles como Antonio Bonet Correa o Maricruz Aguilar indican a su vez
que la gran época de las haciendas y cortijos andaluces ocurre sensiblemente en el mismo
lapso señalado para la Nueva Granada por Germán Colmenares y los investigadores
Benjamín Barney y Francisco Ramírez9.. En suma, las haciendas, fincas y cortijos del sur
de España son, mayoritariamente, coetáneos de sus equivalentes neogranadinos, lo cual
obviamente los elimina como antecedentes. La superposición o construcción original de
elementos decorativos barrocos a las casas de hacienda andaluzas, en muchos de los casos
indicados por Antonio Bonet Correa en Andalucía Barroca10., es posterior a la
construcción de algunas de las haciendas boyacenses y vallecaucanas ilustradas en el
presente estudio. Es de notar que en ciertos casos de enormes haciendas en algunas
regiones mexicanas se produjo una adición de elementos decorativos barrocos en versiones
locales análoga a la que surgiera en la misma época en Andalucía. En la Nueva Granada,
donde no llegó a existir la inmensa riqueza y desarrollo rural de la Nueva España, tales
fenómenos estilísticos no podrían jamás haber tenido lugar.

Por razones ignotas, historiadores y estudiosos atribuyen escasa importancia a la memoria


individual y colectiva de los colonizadores hispánicos, aspecto de los orígenes de la
arquitectura colonial que, para el género de la arquitectura rural, es decisivo y vital. Los
recuerdos multifacéticos de los pobladores del campo neogranadino deben haberlos llevado
a una obsesiva analogía paisajística en su búsqueda interminable, a veces feliz y otras
desesperada, de lugares para hallar en la vasta geografía neogranadina las tierras que el
continente europeo les negaba y los lugares apropiados para fundar ciudades.

En el caso de las ambiciones de terrenos rurales no se explica de otro modo la analogía


estupenda, señalada en Casa Colonial, entre los panoramas poco menos que idénticos en
torno a Medina-Sidonia (provincia de Cádiz), y a la Villa de Leyva, en Boyacá. Los
ejemplos no tendrían fin: el “desierto” de La Candelaria, en Ráquira, Boyacá y la comarca
de Tabernas, en Almería; las sierras de Ronda y las del norte de Boyacá y el sur de
Santander; la región de Río Tinto, en Andalucía central y la de Piedecuesta, y el
Chicamocha, en el sur de Santander; el campo en torno a Guadalupe y Oropesa (prov. de
Toledo) y el de los valles de Sogamoso en Boyacá, o de Pubenza, en torno a Popayán; las
llanuras de Extremadura y las del Tolima y el Huila; la vega valenciana y el valle del río
Cauca; la sierra nevada de Granada y la de Santa Marta, al borde del Mar Caribe… Serían
demasiado numerosas y marcadas las coincidencias para ser producto del azar. En Casa
Colonial se dijo: “…Cabe imaginar la terrible emoción y el mar de fondo del alma de la
dura gente hispánica al avistar parajes que eran como si sus tierras natales hubieran cruzado
milagrosamente el mar Océano…”. Pero allí en lo que se creía ser “Las Indias”, donde las
tierras parecían no tener límites, las estaciones anuales, reguladoras de la vida y usanzas
europeas, incluyendo la relación entre el hombre y el campo y hasta la vida de las semillas,
no existían. Los gélidos páramos, las altiplanicies de eterna primavera, el trópico
sempiternamente igual a los feroces veranos extremeños, fueron tomando el lugar de los
recuerdos europeos. El aspecto físico del campo neogranadino podía traer a la memoria los
paisajes ibéricos, pero existía ciertamente aparte, como un Nuevo Mundo, o mejor, como
algo del Otro Mundo. Podía ser, simultáneamente, el paraíso y el infierno, en su fértil
dadivosidad y sus terribles exigencias.

La memoria hispánica incluía obviamente la casa de campo como medio para tomar
posesión del terruño, dominarlo y explotarlo. El deseo de fondo tuvo que ser el de dominar
la nueva tierra poseída a la manera y la voluntad europeas, creando en el campo
novohispano islas de existencia traídas del otro lado del mundo, así como los primeros
pueblos de españoles fueron concebidos como microcosmos urbanos andaluces o
castellanos incrustados en los más insólitos parajes de un medio geográfico que parecía
como de un planeta diferente. Una parte vital de la memoria, parcialmente consciente pero
intuitiva, también dictaría el menos explicable y más poético de los rasgos de la casa en
medio del campo: su sentido de lugar, es decir, sus complejas relaciones físicas,
ambientales y sensoriales con el paisaje en torno suyo. Los esquemas andaluz, manchego o
castellano de la relación casa-paisaje, o bien, espacio natural-espacio artificial, fueron
replanteados en el Nuevo Mundo sobre la base de los recuerdos de cómo era todo en el
campo hispánico, de modo que podrían variar los horizontes y las dimensiones del espacio
natural, pero no el papel desempeñado por las construcciones levantadas en el paisaje.
Mientras más lejos estuvieran los pobladores hispánicos de los pueblos y ciudades, y más
fuerte fuese la soledad del campo, más influyente y poderosa sería la presencia de la
memoria. Bastaría percibir una vez más la vital envoltura de muros en torno a las casas de
hacienda neogranadinas para regresar al origen recordatorio de aquéllos: según Fernando
Chueca Goitia11. (ob. cit.) “Para el árabe el problema no es el de procurarse un techo, sino
una tapia. Podría vivir sin techo, pero necesita paredes. Una vez dentro de su recinto, que es
lo verdaderamente imprescindible, sus exigencias de confort son mínimas…”. Y si de lo
que se trata es de la índole general de la casa de campo neogranadina, la continuación de la
cita anterior tiene plena validez: “Esta especial postura frente al confort la encontramos
también, en cierta manera, en la vida andaluza. La casa andaluza procura el deleite de los
sentidos, principalmente el de la vista, pero desatiende los más elementales principios de la
comodidad funcional”.
La casa de hacienda neogranadina será así un gesto de desafío y posesión y una apretada
madeja de ambiciones, magia e ilusión, además de la forma física que otorga validez a los
recuerdos, apoyo a las costumbres y escenario al acontecer familiar. Tendrá, además, una
calidad misteriosa que la singulariza. En ella se perciben presencias –y ausencias– que hoy
se llaman, con pretensión científica, paranormales, cuando en realidad son las que le
otorgan interés y sabor a la prosaica normalidad cotidiana. Para clasificar como tal, una
antigua casa de hacienda debe poseer ciertos rincones misteriosos y oscuros, historias
ocultas u olvidadas y alguna que otra presencia fantasmal, que puede ser la del canónigo
catedralicio Ignacio María (“Nacho”) de Tordesillas y Fernández de Insinillas, por cuya
iniciativa se construyó la casa de “Fusca” (Torca, Cundinamarca). En su calidad de
fantasma documentado y fotografiado, el canónigo es un personaje más importante en la
historia de la casa que el Libertador Simón Bolívar, quien residió fugazmente en ella. La
vida no le permitió al Libertador levantar una bella casa de hacienda. Prefirió siempre las
que ya existían. Los fantasmas podrían ser también los jinetes nocturnos descritos por
Armando Solano en la casa de La Trinidad o los “espantos” más o menos maléficos, que
han requerido reiterados e inútiles exorcismos en casas rurales de toda la Nueva Granada. Y
¿qué sería de alguna casa de la sabana de Bogotá sin el llanto quejumbroso, poco antes del
alba, de alguna ignota víctima campestre, mal muerta y peor enterrada?

La casa de campo nace del recuerdo o de la tradición familiar que establece cómo debe o
puede ser ésta, y dónde debe existir, y por qué. Requiere también la memoria y la tradición
tecnológica para saber cómo construirla, y la memoria o la terca tradición familiar para
cuidar de ella, amarla y entenderla. Ese es, quizá, el origen más profundo y valedero de la
casa de hacienda, pero el que menos cabida tiene en los libros de historia de la arquitectura,
pues el relato de cómo llegaron a ser las formas construidas rara vez toma en cuenta el de la
índole y la conducta humanas.
Finca agrícola en los alrededores de Olvera, provincia de Cádiz, Andalucía. “No es Africa
la que comienza en los Pirineos. Es América la que comienza en La Mancha”.
Casa de hacienda de olivar y fábrica de aceite de oliva del siglo XVIII en los alrededores de
Lupión y Bejigar, provincia de Jaén. Patio entre el Señorío y la Gañanería.
Muros originales delimitantes de los espacios complementarios en Canoas, Soacha Distrito
Capital.
Los Laureles. Facatativá, Cundinamarca. En la sabana de Bogotá responde con gracia
ambiental a las definiciones y orígenes de la casa de hacienda neogranadina. El laurel fue
una de las especies vegetales europeas traídas al Nuevo Mundo por los eventuales
hacendados españoles. Habría que declarar al inspirado constructor original de la casa
“poeta laureado” en vista de su estupendo sentido de lugar.
Los Laureles. Facatativá, Cundinamarca. En la sabana de Bogotá responde con gracia
ambiental a las definiciones y orígenes de la casa de hacienda neogranadina. El laurel fue
una de las especies vegetales europeas traídas al Nuevo Mundo por los eventuales
hacendados españoles. Habría que declarar al inspirado constructor original de la casa
“poeta laureado” en vista de su estupendo sentido de lugar.
Los Laureles. Facatativá, Cundinamarca. Es casa “alta y baja” en torno a un patio. El
crecimiento gradual de la casa es evidente en la informalidad de las relaciones entre los
volúmenes que la conforman. Las galerías altas en torno al patio fueron “republicanizadas”,
y ostentan ahora cielos rasos planos impropios de las casas de época colonial. Sería una
indirecta influencia islámica dejar que la vegetación domine las formas construidas.
Casa de Cuprecia, Santander de Quilichao, Cauca. Aunque considerablemente intervenida
en épocas recientes, Cuprecia es uno de los escasos ejemplos de “casa baja” caucanos
sobrevivientes. Su construcción apenas abarcó tres costados de su patio central. Las galerías
en torno a éste y en las fachadas exteriores presentan una amplitud insólita, siendo más
importantes que los espacios de las habitaciones y salones.
Casa de Guacarí, Valle del Cauca. En rigor, no es actualmente una construcción rural, ni lo
que hoy existe corresponde a la primera sede de la hacienda de este nombre. Es posible que
algunos de los componentes arquitectónicos de la casa original hayan sido incorporados a
lo actual, construida cuando el caserío de Guacarí creció en torno a la hacienda fundada en
el siglo XVII, y se hizo necesario levantar una iglesia propia del lugar. Al comenzar el siglo
XIX la edificación pasó a ser casa cural. Los espacios libres circundantes, singulares en un
núcleo urbano, son propios de una casa de finca o hacienda. Si el volumen realzado del piso
alto es característico de las casas rurales de la región, la reciente restauración de la casa
dejó al desnudo los atípicos arcos rebajados en ladrillo de las galerías del piso bajo, en un
equívoco acento decorativo.
Baza, Valle de Tenza, Boyacá. Una casa que “deja existir” el campo en torno suyo, a la
manera de las alquerías árabes andaluzas. Nótese, abajo a la izquierda, la variante usual en
Boyacá de la armadura de cubiertas en “par y nudillo” técnicamente primitiva, realizada
usando maderas rollizas excesivamente delgadas a modo de pares. Estas, muy flexibles
pero livianas y baratas, se curvan bajo el peso del tejado, y requieren riostra o jabalcones
(más rollizas) apoyados en los tirantes, para sostenerlas. Tan confuso sistema artesanal
refleja lo pintoresco de la ignorancia técnica y lo divertido de la improvisación. A la
derecha, el acceso al patio es un indudable acierto arquitectónico, reflejo del arte de saber
entrar a los lugares.
Yambitará, Popayán, Cauca. Está prácticamente englobada en el contexto urbano de la
ciudad de la que en un principio distaba media legua. En forma de “L” en planta, tiene el
tramo sobreelevado típico de las casas de hacienda caucanas. Posee un interesante
acueducto que abastece el baño (o “chorro”) al aire libre (izquierda) en ladrillo y piedra, así
como generosas galerías perimetrales. Yambitará conserva una parte reducida del campo
originalmente circundante, incluyendo la colina donde se localiza, aunque tiene ya la
inevitable vecindad de “conjuntos residenciales” propios del crecimiento urbano de
Popayán.
Casa de San Pedro Alejandrino, Santa Marta, Magdalena. El caso de San Pedro Alejandrino
es único en Colombia por razones extra-arquitectónicas. La extensa hacienda de trapiche y
su modesta casa habían llegado varias décadas antes a su máximo desarrollo cuando el
Libertador Simón Bolívar muere en ella en 1830. Acto seguido se inicia la desmembración
y progresiva destrucción de la sede de la hacienda, conservándose en un estado razonable
solamente el tramo de la casa donde se localiza la alcoba mortuoria del Libertador. A partir
del final del siglo XIX se monumentaliza progresivamente el lugar, comenzando por el
entorno de la casa misma, surgiendo luego el “Altar de la Patria”, un gigantesco “Patio de
Armas” y por último un inverosímil museo de arte moderno, todos los cuales son episodios
inconexos con la casa de hacienda colonial. La presencia de Bolívar salvó la casa de una
eventual desaparición, pero la nueva República creó en torno a aquélla un ambiente
escandalosamente contrastante con la austeridad que enmarcó las últimas horas del
Libertador, y le otorgó unos significados que poco o nada tienen que ver con sus calidades
o méritos arquitectónicos. Los cuidados jardines y espléndida vegetación tropical que hoy
conforman un escenario como de elegante pecera en torno a la casa de los señores en San
Pedro pertenecen a una época y un mundo muy distantes de la informalidad ambiental que
debió tener aquélla en el siglo XVIII.
Casa de San Pedro Alejandrino, Santa Marta, Magdalena. Arquitectura rural estrictamente
utilitaria, carente de acentos decorativos, en una de las galerías perimetrales. El origen de la
casa “de los señores” en la hacienda de “trapiche” cacaotero y azucarero de San Pedro
Alejandrino, estaría en las edificaciones de terraza o techo plano comunes en los pueblos y
ciudades costeras del sur de Andalucía y Levante. No así del trapiche, la vivienda de
trabajadores o esclavos y las trojes, los cuales fueron cubiertos con armaduras en madera en
variantes del sistema de par e hilera islámico.
INTERIOR DE LA CASA DE LOS SEÑORES, CON EL MOBILIARIO
PRESUMIBLEMENTE CORRESPONDIENTE O SIMILAR AL DE LA ÉPOCA EN
QUE MURIÓ ALLÍ EL LIBERTADOR SIMÓN BOLÍVAR.
ESPACIO, DISEÑO Y TECNOLOGÍA
Texto de: Germán Tellez

Una región que la historia no haya


marcado con el paso de sus hechos, que
la literatura no se haya embellecido
trayéndola a sus páginas… que la
pintura no haya llevado a sus lienzos, será
una serie de haciendas en donde las reses
engorden más o menos y los dueños
enriquezcan en proporción; pero jamás
tendrá una fisonomía que pueda definirse
con rasgos precisos en la mente de los
hombres, ni llevará el espíritu de ellos a la
contemplación interior de lo mucho que hay
en la hondura del pasado y en el misterio
del porvenir.

Tomas Rueda Vargas.


La Sabana. 1940

Quizá el vínculo más complejo pero más fuerte entre el campo y la casa de hacienda sea lo
que se conoce como el sentido de lugar. En Casa Colonial el autor de estas líneas
expresaba: “El sentido de lugar consiste… en extraer, de modo misterioso, ciertos
significados implícitos del espacio natural, y con éstos, crear una forma artificial armoniosa
con los elementos ambientales …No basta imponer cierta arquitectura al lugar, es necesario
que luego, la casa sea tan eficaz como una herramienta de labranza y parezca, a la vez, tan
natural como el paisaje que la rodea. Debe quedar establecido un diálogo, intangible pero
no imperceptible entre el lugar y la presencia de la arquitectura”.

En el Capítulo I del presente volumen se mencionó, como parte de ese sentido de lugar del
poblador y el constructor español, la memoria y la analogía de paisajes, pero esto es sólo un
componente del proceso perceptivo y creativo mediante el cual la escogencia de un sitio y
de un sistema de formas artificiales le otorga marco físico a la posesión de cierta parte del
campo. El sentido de lugar que lleva al campesino o al burgués español, o criollo, a
proceder de cierta manera ante el paisaje que toma para sí, presenta dos facetas principales:
Una sería pragmática o funcional, puesto que sin suministro de agua, camino de acceso y
obtención razonable de materiales para construirla, el problema de la casa de hacienda no
se plantearía. Si no fuese posible escoger el lugar para la casa en la inmediata vecindad de
un manantial o un arroyo, o resultase prudente poner distancia entre la ribera de un río
cuyas crecientes o inundaciones podrían significar peligro para aquélla, siempre se podría
improvisar alguna forma de acueducto e inclusive utilizar alguna versión artesanal del
antiguo ariete hidráulico romano, o una noria árabe, para izar agua lomas arriba. Si las
fuentes de agua faltaban, para ello vinieron a la Nueva Granada gentes que poseían el dón,
la clarividencia o las artes de la brujería para hallar agua dulce oculta bajo tierra. El campo
neogranadino, en su infinita variedad de paisajes y climas, se dividía para encomenderos y
hacendados, como el de Castilla o Andalucía, en tierras de secano, donde había que
depender de los tremendos aguaceros tropicales, y tierra de regadío o con fuentes de agua
más o menos permanentes.

La segunda faceta, necesariamente integrada a la primera, sería la poética. Entre las


numerosas acepciones para este vocablo incluidas en el Diccionario de la Lengua Española,
una dice: “…conjunto de cualidades que deben caracterizar el fondo de este género de
producción del entendimiento humano independientemente de la forma externa…”. El
meollo de la cuestión reside en que de un conjunto de consideraciones pragmáticas surge,
con la casa de hacienda neogranadina, una dimensión estética discreta y profunda y cierta
gracia ambiental, indicios de un antiguo y noble origen, que le son inherentes y no
superpuestos académicamente, como ocurre con gran parte de la arquitectura “culta” o
monumental. Es claro que una arquitectura en tono menor, desprovista de espectaculares
desplantes formales resulta por definición más armoniosa con cualquier paisaje o lugar,
puesto que no plantea contrastes intolerables. Precisamente en esta segunda faceta la
memoria emocional desempeña un papel decisivo. Cada casa de hacienda, una por una,
como reza la definición de la historiadora española Maricruz Aguilar25., está ligada tan
íntimamente al paisaje natural donde se localiza, que es difícil o imposible imaginarlo sin
aquélla, o pensar en la casa en otro lugar. Lo esencial de la cita del Diccionario de la
Lengua es la independización de la “forma externa”, la cual proviene en gran medida de
consideraciones prácticas. La armonía o integración entre el espacio natural y las formas
construidas en el género de las casas de hacienda no está regulada o establecida por
conceptos teóricos abstractos ni “reglas de oro”. Al señalar el futuro hacendado un lugar del
campo y decir: “La casa la haremos aquí. No allá ni más lejos. Aquí…”, estaría convocando
a una gran cita de la poética al destino futuro del lugar, llamando a los cuatro puntos
cardinales, a los vientos y las lluvias de todas las épocas del año, al sol y las fases de la
luna, y sin saberlo, o intuyéndolo sordamente, a las potencias de la tierra y del aire, como
un hechicero o un chamán. La bella localización de la casa que originalmente se llamó de
La Sierra, en el Valle del Cauca, así lo comprueba. En su novela localizada allí, Jorge
Isaacs le dio un nombre no referido al lugar donde se situó sino al lirismo romántico de la
época: El Paraíso. Que en el aspecto de la realidad cotidiana aquél jamás fuera alcanzado,
es tema para otra explicación, en la cual el gran margen de error humano que va siempre de
brazo con la inspiración del hacendado neogranadino, entra en juego.

Parte del complejo fenómeno de la percepción del espacio natural o artificial consiste en
establecer dimensiones físicas que le impongan un orden y lo hagan, en cierto modo,
tangible. Se crea así lo que los estudiosos han llamado el espacio matemático. Pero es
también posible llegar a una percepción del espacio mediante la experiencia ergonómica
(los gestos y acciones físicas) en lo que los antropólogos denominan el espacio vital. La
suma de las experiencias vitales ocurre entonces dentro de lo que se llamaría el espacio
existencial. Si a un hacendado de época colonial le tomara toda una tarde para ir al paso
cansino de su mula, de su casa de hacienda en los alrededores de Facatativá hasta Santa Fe,
recorriendo así una distancia de unas 5 y 1/2 leguas, se tendría que el espacio matemático
en cuestión serían justamente esas 5 y 1/2 leguas, su espacio vital el que ocuparían la mula
ensillada y el jinete, incluyendo ruana, sombrero y bordón, y el espacio existencial, una
especie de túnel imaginario en el aire frío de la Sabana de Santa Fe, extendido a toda la
longitud del recorrido por realizar, dentro del cual se insertaría la trayectoria y el paso
cansino de la mula, incluyendo las paradas en las varias “ventas” a lo largo del camino real,
para beber chicha o aguardiente.

La agrimensura colonial, como la construcción, se basó, no en sistemas sino en nociones


asistemáticas de medidas, con cierto respaldo tradicional antropométrico. Las medidas y
ergonomía humanas, tradición venida de Grecia y Roma, multiplicadas, aumentadas o
mezcladas, les permitieron a encomenderos y hacendados hispánicos tratar de imponer
medidas a los inconmensurables paisajes neogranadinos, y disponer luego en ellos las
dimensiones de sus casas. Así, la vara, en la construcción, y el paso, en el campo, eran,
según el dicho campesino, “lo mismo pero distinto”. La vara era una medida abstracta,
conformada por tres longitudes de la huella de un pie humano, o por cuatro palmos o
“cuartas” (entre los dedos meñique y pulgar de una mano abierta). El paso, medido entre
huellas de talón en tierra húmeda, era igual a una vara, aunque algunos historiadores
mencionan una equivalencia a 2/3 de vara.

En el espacio natural, el paso (llamado también “vara de campo”) era la unidad mínima.
Para facilitar la mensura se usó el múltiplo de la cuerda o cabuya, cuya longitud variaba
arbitrariamente entre las 64 y las 120 varas. En la Nueva Granada la estancia no fue un
equivalente del término genérico de hacienda sino una unidad o medida de área. Aunque
ésta variaba mucho de una región a otra, Germán Colmenares, en Cali: Terratenientes,
mineros y comerciantes26. señala la tendencia, en el Valle del Cauca, a usar la unidad
tradicional de la estancia, midiendo ésta 6.000 x 6.000 pasos (algo más de 500 metros)
cuando estaba destinada a la ganadería mayor. Al paso del tiempo (al final del siglo XVII)
y resultando esta unidad impráctica por su tamaño, la estancia típica se redujo a 3.000 x
1.500 pasos. La estancia de ganado menor (ovino o porcino) comenzó siendo de 3.000 x
3.000 pasos y presentó, con el uso, la misma reducción de la de ganado mayor. Las
estancias llamadas de “pan llevar” o “pan coger”, es decir, para cultivos, tendrían alrededor
de 2.000 x 1.600 pasos (unos 168 x 134 metros). En la región del Cauca primó, en cambio,
el sistema “oficial” de mensura agraria establecido en las Leyes de Indias, de las
“caballerías” y las “peonías”, aunque Germán Colmenares señala en Popayán, una sociedad
esclavista27. que “…existía una gran anarquía en las unidades de mensura. No sólo se
empleaba una buena cantidad –aunque algunas prevalecían en ciertos sitios– sino que la
misma denominación abarcaba diferentes conceptos… Resulta casi imposible establecer
qué era una caballería a no ser que nos atengamos a las definiciones o a la práctica de cada
sitio”. Colmenares indica cómo la extensión de una caballería en la Nueva Granada podía
variar entre 427 hectáreas en los alrededores de Cartagena, hasta unas 250 en el Valle del
Cauca. La peonía designaba en principio predios más pequeños que la caballería, del orden
de la tercera o cuarta parte de una caballería, destinados a cultivos. Según el mismo autor,
la medida agraria más difundida en la Nueva Granada fue la hanega de sembradura, la cual
tampoco tenía un área homogénea, variando en las distintas regiones entre algo menos de 2
y casi 4 hectáreas actuales. La angustiosa anarquía de la agrimensura colonial se aprecia al
considerar que de la caballería y la hanega o fanegada de sembradura se derivaban otras
medidas tales como la suerte de tierra (1/4 o 1/6 de caballería), entendiéndose por esto que
las suertes tampoco tenían un área igual en todas partes. En el alto Cauca se llegó a utilizar
la antigua legua, aunque interpretada con absoluta libertad, para otorgar mercedes de gran
tamaño. La “legua quiteña” equivalía aproximadamente a unas 560 hectáreas y era
diferente de la “legua tirada”, en línea recta, utilizada para medir distancias rurales, que
tenía usualmente cien cuadras de cien pasos cada una de longitud (8.4 kilómetros).

Esta sabrosa anarquía era parte del impacto sensorial del paisaje y la geografía
neogranadina sobre los pobladores hispánicos, pues ¿cómo medir la escala dimensional
prodigiosa del Nuevo Mundo? No habría en toda España dónde decir que los límites de la
propia hacienda quedaban a tres o cuatro días de camino a caballo, o la distancia a las
fuentes de agua era de “tres cigarros en mula”, es decir, el tiempo que tardaría la “montura”
en llegar a tranco lento al sitio buscado, equivalente preciso de lo que tardaría el jinete en
fumar tres “calillas” del mágico tabaco del Nuevo Mundo, con la brasa hacia dentro de la
boca para que el viento no le enviara la ceniza a los ojos.

La construcción de una casa de hacienda pertenece, a mucha honra, al noble género de las
ciencias inexactas. A falta de algún ignoto sistema dimensional abstracto, se construyó a
base de medidas antropométricas. Elegido el personaje de mayor estatura de cuantos
estuvieren presentes, daba un paso adelante y se medía la distancia de huella a huella de
talón. Luego se cortaba y pulía una vara delgada con la dimensión así obtenida, y se tenía lo
que se llamaba “vara de la tierra”, distinta de una hacienda a otra, de un pueblo al más
vecino. En vano la Corona española intentó poner orden en esta alegre informalidad
ordenando una estandarización mediante lo que se llamó “Vara del Rey”, algo más parecida
a la yarda inglesa que la “vara de la tierra”. También en esto se aplicó la norma colonial: se
obedece, pero no se cumple. Las dimensiones métricas de la vara no son exactamente
precisables por cuanto esta medida dependía de la interpretación y convenios locales de lo
que debía ser, pero entre la vara llamada “Del Rey” o la “de Castilla” (versión tradicional
también) y los múltiples tamaños de la “vara de la tierra” podía haber una variación hasta
de 9 cm. (entre 0.83 y 0.92 metros), con el promedio más usual entre 0.846 y 0.867 metros.
La vara, desde luego, está emparentada conceptualmente con la yarda inglesa, y era
divisible en mitades, terceras partes (pies o codos), cuartas partes (palmos o cuartas), sextas
partes (“jemes” o “compases”, máxima apertura entre los dedos pulgar e índice). A su vez,
el pie se dividió en 12 pulgadas (el dedo pulgar doblado) y en 24 dedos.

Los materiales sólidos o líquidos tuvieron también medidas que, cuando no eran
antropométricas derivaban de las más antiguas usanzas cotidianas, incluyendo la culinaria:
la uña, la pizca, el puñado, la almuerza (la cuenca de las manos juntas), la taza, el zurrón, el
saco, la arroba, el quintal, la copa, el porrón, el balde o cubo, la palada, y las imprecisables,
algunas de las cuales se usan aún actualmente como la “carga”, “el viaje”, “la carretada”
(de arena, cal o piedra) y no pocas más. Los pesos incluyeron, además del quintal y la
arroba, el de un tonel lleno de aceite, la “tonelada”, y todas las versiones imaginables de la
libra romana y las onzas árabes.

En textos anteriores del autor del presente estudio,28. se esbozó la teoría de la construcción
doméstica –urbana o rural– como un género dominado y caracterizado por consideraciones
tecnológicas y no por nociones formales, estilísticas o simplemente estéticas. Reafirma lo
anterior el hecho comprobado de la ausencia total de arquitectos –como se suponía que eran
tales personajes académicos entonces– en la época colonial neogranadina. Las casas de
hacienda son obra de maestros constructores, alarifes, albañiles y carpinteros, mas no de
diseñadores formados en escuela alguna. Cada uno de esos constructores llevaba su propio
y personal “Manual de Obra” en su memoria, habiendo recibido conocimientos en la
materia como aprendiz en alguna construcción, ya fuese enviado en su adolescencia, o por
transmisión verbal de padres y otros familiares.

Pero si las más de las veces el albañil no sabía leer, ¿a qué mencionar libros de teoría o de
historia? En un género arquitectónico en el cual por definición no existió la dimensión
estilística superpuesta y mucho menos la evolución de ninguna clase en el orden y
tratamiento de las formas construidas o del espacio interior, ¿cuál podría haber sido la
intervención –o mejor, intromisión– del arquitecto? Si propietarios y constructores estaban
plenamente identificados sobre cómo debía ser una casa, cómo construirla y cuál su
apariencia resultante, la etapa de diseño previo sobraría por completo, puesto que un
arquitecto sólo podría sugerir adiciones decorativas o tratamientos suntuarios con
materiales que implicarían un maquillaje de gran sobrecosto y cierto grado de anomalía
estética en ordenamientos espaciales que eran producto de consideraciones puramente
utilitarias.

En Casa Colonial se mencionó la excepción única en la Nueva Granada a la regla general


de la arquitectura de constructores pero no de arquitectos: la casa de hacienda de
Aposentos, en Simijaca (Cundinamarca). “…en el territorio actualmente colombiano sólo
se tiene noticia documental de una casa de hacienda atribuible a un “arquitecto”, Fray
Domingo de Petrés, un capuchino oriundo del pueblo de ese nombre en la provincia de
Valencia (España), presunto autor de la traza y construcción, o alternativamente, la
intervención remodeladora de la casa de “Aposentos”… Venido a la Nueva Granada en la
segunda mitad del siglo XVIII, Fray Domingo había hecho algunos estudios académicos de
arquitectura y continuó profundizando sus conocimientos de modo autodidacta al ingresar a
la orden capuchina, pero no era un arquitecto titulado de acuerdo con los requisitos
oficiales españoles. Lo que sigue siendo un misterio son las razones que puedan haber
tenido los propietarios de Aposentos para acudir a un personaje dedicado a la arquitectura
religiosa en el caso de algo tan ajeno a él como una edificación rural. El caso de Aposentos
es aún más interesante puesto que en la muy inmediata vecindad de la casa atribuida a
Petrés hay otra, la cual presenta indicios de ser algo o mucho más antigua que la primera, y
fue posiblemente la casa “original” en el lugar. Si esto fuese así, Petrés habría sido llamado,
en un gesto eminentemente “snob”, para crear una realidad arquitectónica distinta,
destinada obviamente a establecer una superioridad estética sobre las restantes casas de
hacienda de la región.29.

Un arquitecto de cualquier época de la historia sobraría evidentemente en un género


constructivo como el de las casas de hacienda, en el cual la totalidad de la organización
espacial estaba preestablecida y las decisiones técnicas tomadas de antemano, por tácito
acuerdo tradicional entre propietarios y constructores. Lo que se trataba de llevar a cabo
era, en principio, elemental: Construir algunos tramos de espacios genéricos pero versátiles,
susceptibles de ser subdivididos (transversalmente, de preferencia) en tantos
compartimentos como lo dictaran las necesidades utilitarias del momento, y capaces de
albergar habitaciones de los señores, incluyendo ocasionalmente algún salón o comedor,
alojamiento de la servidumbre, depósitos, alacenas, cocinas, caballerizas, trojes o graneros
dispuestos tan racionalmente como fuera posible.

Esta racionalidad estaría adscrita, como se dijo anteriormente, a dos tipos de esquemas
ordenatorios: uno, en torno a un espacio central abierto, y otro, compacto, con galerías
perimetrales en torno al núcleo construido. Si fuera el caso, surgirían por aparte, y con
estructuras especiales pero derivadas de las que se empleaban para la casa principal, la
vivienda de los esclavos o de los trabajadores permanentes, los establos o caballerizas, las
trojes o graneros y las dependencias de los trapiches o los obrajes. Algunas de estas
dependencias podían estar, así mismo, integradas al volumen de la casa principal. Todo lo
anterior estaría regido por un concepto tecnológico simplificador: sin cubiertas no hay
espacios y sin éstos la casa no existe. De este modo la determinación a priori de las
dimensiones de los espacios por obtener mediante estimativos sobre la longitud y sección
de las maderas necesarias para las armaduras de cubierta que cerrarían esos espacios sería
primordial. No habría traza o diseño de planos arquitectónicos sino cuentas de cantidades
de materiales de construcción hechas sobre la base de una descripción de la casa por
construir que muy bien podría ser verbal. La longitud, anchura y número de los tramos
constitutivos de la casa, así como la altura a la cual se debía techar, bastaban para comenzar
la obra. Sobre esa base se podría saber cuánta piedra de río era necesaria para los cimientos;
cuánta cal y arena se requería para morteros y revoques; cuántos adobes o tapias pisadas
para los muros; cuántos árboles habría que derribar para sacar de ellos columnas, dinteles,
soleras, tirantes, limas, nudillos y cumbreras, además de la tablazón y marcos para puertas y
ventanas. Y por último, el álgido y costoso punto de cuántos miles de tejas sería necesario
fabricar para reemplazar el techo pajizo por algo más duradero y más recordatorio de las
tradiciones constructivas andaluzas o castellanas. Lo complejo, prolongado y difícil venía
luego. Había que saber cuándo y cómo cortar árboles para obtener maderas de especies que
no habían crecido con el calendario biológico de las estaciones anuales. Era vital saber o
recordar mucho de las especies europeas para encontrar, en medio de la inaudita riqueza
vegetal de los parajes de la Nueva Granada, los equivalentes exactos o análogos de las
maderas aptas para trabajo estructural o talla decorativa.

Al descubrimiento de lo que los pobladores españoles llamarían robles, cedros, nogales o


castaños, por analogía técnica o recuerdos de vieja data, seguiría el uso de especies nativas
en insólita abundancia (ceibas, carretos, abarco, amarillo, morado (amaranto), comino,
granadillo, canelo, zapatero (Boj), caobas, sapanes, guayacanes, mangles, etc…). Las
maderas, por su índole estructural, fueron la nota técnica dominante de la construcción de
casas rurales. El factor que establecía las dimensiones más convenientes y factibles de los
espacios interiores de aquéllas no era algún capricho abstracto sino la longitud y resistencia
a la flexión de las maderas a mano, vale decir, las luces o intervalos que se podrían
franquear mediante éstas, de muro a muro, o de muro a columnas de un patio. A su vez, las
dimensiones de las maderas estarían determinadas por la edad, altura, diámetro de tronco y
características biológicas de los árboles existentes a distancias razonables del lugar donde
se iba a construir. De ahí la inevitable y universal similaridad formal y ambiental de la
totalidad de los espacios interiores de casas de hacienda neogranadinas, de cualquier región
o clima. Lo que vendría a establecer infinitas variantes dentro de esa presunta uniformidad
sería la relación entre el paisaje y la volumetría exterior de la casa, y las usanzas y
ambientes que tendrían lugar dentro de ella, pero no la aplicación constante o aleatoria de
un determinado principio de ordenación espacial o de una fórmula compositiva, vale decir,
de diseño.

Si la tradición consagrada en el sistema de armaduras de madera superpuestas a muros de


carga nunca fue quebrantada ni sufrió alteración básica alguna, ¿cómo podría ocurrir alguna
evolución arquitectónica en el género? Es de notar que a la Nueva Granada no llegaron
grupos de constructores conocedores o practicantes de las técnicas de cubiertas planas, o
terrazas, excepto unos pocos que levantaron casas urbanas y de hacienda en Santa Marta y
sus vecindades. La más célebre de esas escasas excepciones es la Quinta (hacienda de
trapiche cacaotero) de San Pedro Alejandrino, cuya casa principal, escenario de la muerte
del Libertador Simón Bolívar, está enteramente cubierta en terrazas. En el resto de la Nueva
Granada las edificaciones rurales tuvieron cubiertas en las más insólitas u ortodoxas, pero
siempre más económicas, o rústicas versiones de las armaduras de madera de origen
islámico (andaluz) conocidas como “par e hilera” y “par y nudillo”.30. Estas técnicas para
armar una cubierta con un mínimo de madera y de peso muerto que fuese también
independiente estructuralmente de los muros de soporte, dominaron por completo la
construcción de todos los géneros arquitectónicos hasta el final de la Colonia, en un caso
insólito de unanimidad y uniformidad tecnológica. Desafortunadamente se han conservado
muy pocos documentos de época colonial directamente referidos a cuestiones técnicas de la
construcción de casas de hacienda, mientras abundan los que se refieren a títulos y pleitos
sobre tenencia y compraventas de tierras, así como la posesión de fuentes de agua o litigios
de límites. Por suerte existe el ya citado en varios textos, y originalmente divulgado por
Camilo Pardo Umaña en Haciendas de la Sabana de Bogotá.31. Se trata de una rendición de
cuentas de lo gastado por el alarife Francisco Javier Lozano en 1770 en la obra de la casa
de la hacienda La Conejera (Suba, Cundinamarca). Según Lozano, la casa tenía, en esa
fecha “6 tramos de 6 y 1/2 varas (aprox. 5.44 metros) de ancho”. Suponiendo a los muros
de carga una anchura de 2/3 de vara, quedaría una luz o distancia entre éstos de 5 y 1/4 de
vara (aprox. 4.33 metros), lo cual sería una luz “normal” o promedio entre muros de carga
para la época y para la sabana de Santa Fe. Asumiendo para cada tramo una longitud
promedio de 14 varas, la construcción correspondería a una casa de unas 546 varas
cuadradas, es decir, aproximadamente 426 metros cuadrados. Esto parece corresponder a
una parte de las edificaciones, considerada como la más antigua de las que llegaron a existir
en La Conejera. Las cuentas, rendidas en patacones de oro de 8/10 (la moneda “oficial” de
entonces), dicen así:

 20.009 carretadas de piedra rajada, a 2 reales c/u 500


 124 tapias (módulos o tramos de tapia pisada) a 4 reales c/u 62
 20.000 adobes a 3 pesos el mil 60
 2.000 ladrillos (cocidos) a 12 pesos el mil 24
 2 columnas de piedra con sus basas y capiteles 150
 1 portada en piedra para el oratorio 28
 12 varas de piedra de sillería a 2 pesos vara 24
 9.000 tejas a 13 pesos el mil 117
 1 tiro de escalera 10
 12 varas de piedra de sillería mediana a peso c/u 12
 Mano de obra y trabajo del oficial (albañil auxiliar) 800
 Total 1.787

Lo anterior indica que se trata de construcción rural “promedio” para la época, sin lujos
pero tampoco excesivamente económica. Nótese cómo la mano de obra representa casi el
45% del total de gastos, lo cual se puede hallar también en otros documentos de
construcción de iglesias y conventos coloniales, en el sentido de que si los materiales eran
baratos, en el contexto económico colonial el trabajo manual de construcción tenía un
precio muy elevado. Las dos columnas y lo que debía ser una pequeña portada para el
oratorio, sumadas a la piedra de sillería y la piedra rajada para la cimentación, totalizan 714
patacones, nada menos que el 40% aprox. del gasto total. La piedra, en efecto, fue siempre
el material más costoso en toda construcción colonial, ya fuera simplemente “rajada” o
tallada con muy regular aptitud en columnas, basas o capiteles. Esto explica de sobra la
escasez proverbial, o la ausencia de piezas en piedra no sólo en las casas de hacienda sino
en las de sus congéneres urbanos, y la preferencia por el uso de columnas y dinteles de
madera a las arquerías de columnas en piedra y arcos de ladrillo.

Era obvio que la extracción de piedra de cantera y su transporte eran más dispendiosos e
implicaban un mayor costo que el corte y acarreo de madera, consideración que aún hoy
sigue teniendo vigencia. Así, una portada en piedra del tamaño y calidad de talla como la
colocada en la entrada principal de la casa de Aposentos (Simijaca), quizá por designio de
Fray Domingo de Petrés, puede ser única en la arquitectura rural de la Nueva Granada.
Conviene desconfiar de otras del mismo género adquiridas en demoliciones urbanas y
llevadas al campo, o encargadas a algún cantero actual para “mejorar” modernamente la
entrada a la finca familiar.

Una idea de la magnitud del despropósito cometido en más de una casa de hacienda de
época colonial por “restauradores” y decoradores del siglo XX al reemplazar, buscando
pretenciosa elegancia, las humildes galerías en postes y dinteles por arquerías apoyadas en
columnas adquiridas en las demoliciones de claustros y casas urbanas, la podría dar el peor
ejemplo de esta clase de estrafalarias arquitecturas en el país, la antigua casa de hacienda de
El Salitre, en Paipa (Boyacá), cuyas innumerables columnas en piedra colocadas allí
durante los años cincuenta del siglo XX son en gran parte procedentes de la destrucción de
casas y claustros conventuales en Tunja y otros lugares del país.

En ocasiones la inserción reciente de columnas de piedra en una modesta casa rural resulta
abiertamente surrealista, como en el caso de El Noviciado, una finca en Cota (Distrito
Capital) resultante de la subdivisión, en el siglo XVIII, de la hacienda de Buenavista, cuyas
rústicas columnas de madera en su galería única de piso bajo fueron reemplazadas en los
años cincuenta por las robustas columnas en piedra visibles hoy, procedentes de la
demolición de los tramos antiguos de la casa cural adyacente a la iglesia del vecino pueblo
de Chía, obtenidas mediante generoso obsequio de algún ex-presidente colombiano, quien
aparentemente “no tenía dónde ponerlas”. Dado que el resto de la casa no se benefició de
algunos otros regalos arquitectónicos, el contraste entre las columnas de piedra y los
humildes componentes de la fachada oriental de la edificación es, por decir lo menos,
desconcertante.
La preferencia indicada en el documento anteriormente transcrito por la tapia pisada y el
adobe es bien explicable. El ladrillo, incluyendo su engorroso transporte, costaba en el siglo
XVIII cuatro veces más que el adobe, puesto que el uso de arcilla pura, comprimida y
moldeada a mano, y luego cocida con gran gasto de leña o carbón establecía esa notable
diferencia. El adobe, barro mezclado con paja, amasado y secado “al aire”, y la tapia, una
mezcla de tierra, arena y piedra pulverizada, con adiciones ocasionales de cal, y apisonada
entre cajones de tablazón, previo cierto grado de “remojo” (tecnología que variaba
sensiblemente de una región a otra según las disponibilidades de materiales), no requerían
el complicado proceso de cocción requerido por el ladrillo y la teja, creándose así dos
niveles de costos muy distantes entre sí. Levantar muros de adobe pegados con tierra
húmeda o apisonar tapias era tarea que se podía llevar a cabo sin contar con mano de obra
capacitada, pero la mampostería de ladrillo y mortero (o “cal y canto”) y “sentar teja”
requerían una experiencia y conocimientos adicionales, necesariamente más costosos. Por
ello la adquisición de un ladrillo por cada diez adobes en la obra de La Conejera permite
suponer que éste iba a ser empleado en una de dos posibles modalidades: Como acabado de
piso en salas o habitaciones de los señores, pues en el resto de la casa lo usual sería el piso
de tierra apisonada cubierto de esteras artesanales de fique o palma. O bien, en los muros de
adobe, en hiladas horizontales a intervalos regulares, para consolidar y dar mayor
resistencia a éstos contra las frecuentes fracturas verticales. Estas hiladas de refuerzos,
“verdugadas” en castellano o “rafas” en árabe, son otra tradición técnica de origen mixto,
romano e islámico.

Las técnicas indígenas, aunque reemplazadas en gran parte por las tradiciones europeas
ejecutadas con materiales autóctonos, no fueron abandonadas por entero. Es claro que el
comienzo de la historia de la construcción rural en el territorio neogranadino sería el uso de
chozas o bohíos indígenas a manera de refugio temporal u ocasional, pero este recurso
estaba limitado a la coincidencia de su localización con los sitios escogidos por los
colonizadores hispánicos para su permanencia en el campo y por la prohibición oficial (rara
vez respetada) de no “molestar” las comunidades nativas. Los constructores españoles o
mestizos no tuvieron jamás interés alguno ni motivos valederos para considerar nada
distinto de la adaptación de técnicas constructivas europeas al medio ambiente
neogranadino, por la muy elemental razón de que sus nociones sobre espacio existencial, o
su percepción y ordenación de espacios artificiales eran totalmente ajenas a las de los
grupos indígenas sobre los mismos aspectos. Algunas tecnologías indígenas (es decir, otro
orden de ideas) como la del bahareque (barro aplicado sobre un soporte entretejido de
cañas) no sólo eran fácilmente integrables a la construcción hispánica sino continuaron
siendo utilizadas durante todo el período colonial, ante todo para levantar tabiques y
cobertizos. Otras, como la cañabrava y el chusque (variedades de juncos de pantano o de
llanura) amarrados con cáñamo o fique, reemplazaron con encomiable sentido práctico las
tablas, costosas y de difícil elaboración, que formaban el soporte de los tejados en la
construcción andaluza. La fórmula regional y “mestiza” de la “torta” de arcilla sobre
soporte de “chusque” era obviamente menos durable, más pesada, menos costosa y más
difícil de mantener en buen estado que el entablado español, pero hasta ahí llegó la
tecnología no evolutiva del período colonial. En todo esto hay que tener en mente la muy
elemental manufactura y manejo de las herramientas y máquinas empleadas en carpintería
en la Nueva Granada, indicio de lo cual es el trabajo de descortezar, “cuadrar” y pulir vigas
y columnas de madera utilizando exclusivamente hachuelas y azadas. El acabado tosco así
logrado se hizo presente ante todo en la construcción rural, donde la obra fina no tenía, las
más de las veces, quién pagara por ella.

Uno de los recursos favoritos de los decoradores de interior actuales consiste en colocar
vigas de madera decorativas cuidadosamente cortadas a máquina pero luego golpeadas y
maltratadas para obtener una versión falsa (o dolorosamente maquillada) de la rusticidad
que en la construcción original de las casas de hacienda era lo único que razonablemente se
podría lograr. Desde luego, el uso de la garlopa o “cepillo” de carpintería, así como el de
gubias, cortafríos o “formones”, aunque familiar para los artesanos coloniales, se reservaba
para ciertos trabajos de talla en edificaciones urbanas de cierto lujo, o la fabricación de
muebles. Fue muy excepcional la inclusión de bellas columnas de madera torneadas o
talladas en las casas de hacienda, tal como se observan en la casa de La Concepción de
Amaime, El Cerrito, Valle del Cauca y en algunas otras de la misma región.

El documento sobre la construcción de La Conejera, en la sabana de Bogotá, refleja un


aspecto notable de la tecnología constructiva colonial: la organización laboral que primó en
ésta. Para construir la casa de hacienda no se empleó a un maestro de obra, y ni siquiera a
un contramaestro. Vino a trabajar un simple alarife, cuyo rango correspondería al albañil de
época republicana o moderna en Colombia. El alarife tenía también los callos del oficio en
sus manos y debía trepar a los andamios y pegar adobes, no teniendo la jerarquía para dar
órdenes y esperar que fueran cumplidas. Según su relación de gastos, trabajó con un
“oficial” de albañilería, es decir, un ayudante, cuyo título y categoría aún existen
exactamente como tales en Colombia, amén de anónimos ayudantes o aprendices
encargados del acarreo de materiales y otras tareas “pesadas”. El recuento del alarife
Lozano se refiere solamente a la hechura de muros y pisos. La armadura de cubierta, según
la organización laboral de la época, estaría a cargo de un carpintero “de lo blanco”, es decir,
de los componentes estructurales en madera. Luego vendría el entejador a colocar el
acabado de la cubierta, y el carpintero (a secas) encargado de la elaboración de puertas y
ventanas. Pero si la obra se llevaba a cabo en un lugar campestre tan distante como de
difícil acceso, no era raro que un solo constructor, improvisado para la ocasión como
albañil y carpintero, se tornara en el antepasado artesanal del “maestro todero” de los siglos
XIX y XX en Colombia, el cual a su vez resulta hoy una especie prácticamente extinguida.

Se asocia actualmente a las casas de hacienda, con pocas excepciones, una rusticidad o
elementalidad que ha pasado paradójicamente a formar parte del atractivo ambiental de las
mismas. Se habla hoy del encanto de gruesos muros víctimas de su propio peso muerto,
rotos, fracturados o desviados, con graciosos o pintorescos desplomes y remiendos; de
maderas mal cortadas y ensambladas; de cubiertas poéticamente curvadas por la pesadez de
tejas y soportes de greda y cañas, y jamás reparadas a tiempo. En suma, el mundo de la
gracia y el sabor de la arquitectura creada por quien ni sabe, ni puede ni quiere hacer otra
cosa. El cual es también el de quienes afortunadamente ignoraron siempre el lamentable
concepto de lo pintoresco, es decir, lo propio de pintores y otros diletantes de la estética.
No deja de ser irónico que la ignorancia tecnológica o la torpeza artesanal, al correr de la
historia, se transforman, en asombrosa metamorfosis, pasando de limitaciones y
deficiencias, a excelsas virtudes arquitectónicas y ambientales. Actualmente, una casa rural,
mientras más pobre sea la calidad de su construcción y más desvencijada su apariencia, más
hermosa y evocadora resulta a ojos de quienes pasan a su lado, pero no tienen que vivir o
trabajar en ella. Según el escritor colombiano Eduardo Caballero Calderón en Diario de
Tipacoque: 32.“…Las casas de campo… son seres que envejecen, se arrugan y acaban por
echarse a morir a la orilla de los caminos, pero duran siglos, fuertes y lozanas…
conservando el eco sonoro de sus estancias, la resonancia de sus ondulantes corredores, la
epidermis viva de sus paredones que se cuartean y curten por un sol implacable…”.

Sin duda, quienquiera que construyese, a costa de grandes esfuerzos, una casa de hacienda
colonial neogranadina, podría no saber nada de teoría de la belleza o los significados
culturales de su labor, pero seguramente intuía mucho sobre las calidades estéticas y
ambientales de ésta.

Sólo así se explica que ciertas casas de hacienda de regiones tan apartadas entre sí como el
oriente de Boyacá y el sur del Cauca exhiban una sorprendente depuración formal y
proporcional lograda dentro de los rígidos parámetros de la tecnología colonial. Las
exquisitas proporciones observables en la modulación estructural de columnas y dinteles en
las galerías de pisos alto y bajo de la casa de Calibío (Popayán), uno de los mejores
ejemplos de esto, se basan en una sencilla norma técnica: los módulos en cuadrados en
fachada resultan del uso de piezas de madera verticales y horizontales de igual longitud, e
implican el mínimo posible de desperdicio de un material de costosa y difícil obtención.
Los cuadrados, a su vez, son figuras que permiten múltiples combinaciones geométricas
casi siempre armoniosas y bellas, en las cuales las variaciones introducidas por alguna
razón técnica no alteran su índole básica pero asumen notables cualidades estéticas. Es
posible que en los casos, no muy frecuentes, en que hacendados y constructores se ponían
de acuerdo más o menos instintivamente para que la anchura, longitud y altura de un salón
conformaran una combinación dimensional cuya percepción resultaba placentera, rozando a
la tangente la “divina proporción”, las calidades estéticas de su obra no fueran enteramente
accidentales o fortuitas. Entre tantos constructores de casas de hacienda, de oficio e
improvisados, algunos debían tener real talento artístico, no cultivado pero siempre
presente. Además, el dominio total de la técnica, como lo saben albañiles y músicos,
conduce casi siempre al virtuosismo.

La tecnología constructiva colonial no fue un cuerpo único de ideas o conocimientos.


Presentó considerables variaciones cualitativas entre las varias regiones neogranadinas.
Mediaron en ello las aptitudes, formación y disponibilidad de los artesanos de la
construcción, las cuales iban de lo inspirado a la extrema torpeza. En un ámbito
predominantemente técnico, por otra parte, la posible obtención y el uso racional de
materiales locales fueron decisivos. Se podría decir que la construcción rural de los siglos
XVII y XVIII en Boyacá es cualitativamente mejor que la observable en el Cauca, con
muros mejor ejecutados y armaduras de cubierta en maderas de superior tratamiento y
ensamblaje, pero ello sería una simple constatación de la fortuita circunstancia de hallar
mejor arcilla para hacer tejas y ladrillos y una mano de obra más diestra en la albañilería y
la carpintería en el altiplano cundiboyacense. La obvia inferioridad técnica de las
armaduras de cubierta coloniales en la región circundante a Popayán, con respecto a sus
congéneres en torno a Santa Fe, es atribuible a la tendencia a simplificar y debilitar aquéllas
en exceso, quizá para reducir costos, ya que no por presumible ignorancia técnica. Suprimir
componentes estructurales y usar soportes de tejados en materiales (cañas) deleznables y
efímeros fueron siempre “resabios” constructivos que aseguraron la obsolescencia y
senilidad prematuras de lo que se llegó a construir con ellos.
Aposentos, Simijaca, Cundinamarca.
Casa de hacienda de olivar en la sierra de Santa Lucía, provincia de Cádiz, Andalucía.
Construida a comienzos del siglo XVIII.

Casa de hacienda de Aposentos, Simijaca, Cundinamarca, construida en los últimos años


del siglo XVIII. Nótese la similaridad volumétrica y la simetría en fachadas. La
acentuación mediante torres esquineras es la misma en ambos casos y forma parte de una
larga tradición en Andalucía y Levante, originada en la arquitectura de castillos y
alcazabas.
La Conejera, Suba, Distrito Capital. La transformación de la casa colonial durante los siglos
XIX y XX ha sido total. El aspecto que hoy presenta corresponde por entero a la época
actual.
Aposentos, Simijaca, Cundinamarca. La casa combina un certero sentido intuitivo de lugar,
aparente en su localización en una concavidad de los cerros circundantes, con la elegancia
simétrica de su volumetría y fachada principal, lo cual tiene un evidente origen académico.
El resultado es la casa de hacienda más atípica, pero arquitectónicamente más interesante
del período colonial en la Nueva Granada, así fuese construida al final de aquél. Los muros
delimitantes de los potreros vecinos a la casa prolongan el dominio espacial de ésta sobre el
paraje donde se sitúa.
Aposentos, Simijaca, Boyacá. Las generosas proporciones del patio principal de Aposentos,
reflejan su origen teórico. Nótese el contraste que ofrece este patio con el de la casa de
Gotua, Iza, Boyacá. Ambos obedecen al mismo concepto de ordenación espacial y fueron
construidos con idénticos materiales y métodos constructivos, pero los resultados
ambientales son muy distantes entre sí. Uno se hizo simplemente para vivir, el otro para
contemplar su elegancia formal. La inevitable intervención de época republicana en la casa
(cielos rasos planos, enchapado y molduración de columnas en madera, colocación de
barandas sobre los poyos hacia el patio, etc.) afectó marginalmente la calidad ambiental de
los espacios. Nótese cómo la presencia dominante de los tejados artesanales parece
pertenecer a un mundo conceptual muy diferente de la ortodoxia modular de las columnatas
en torno al patio o la ordenación de la fachada principal de la casa, como si ésta hubiese
sido pensada para ser cubierta con terrazas planas, a la manera de la provincia valenciana
de donde era oriundo el autor de la casa, Fray Domingo de Petrés.
Yerbabuena, La Caro, Chía, Cundinamarca. Parece ser que los tramos originales de la casa
de Yerbabuena, formando una “L” en dos costados del patio interior, fueron edificados al
final del siglo XVIII, cuando la dehesa de Hatogrande fue desmembrada y surgieron varias
haciendas a raíz de tal subdivisión. Ya en la primera mitad del siglo XIX la casa fue
sucesivamente ampliada y reformada hasta adquirir una extensión insólita entre sus
congéneres sabaneros. En la segunda mitad del siglo XIX la republicanización de
Yerbabuena le dio el tono arquitectónico que hoy, redecorado considerablemente varias
veces, es visible en el tramo más “moderno” de la casa, (arriba) incluyendo cerramientos de
galerías en vidrieras “a la francesa” y rejas pseudo-sevillanas de hierro. Los aleros “de
caja” usuales en las casas de hacienda caucanas, pero insólitos en plena Sabana de Bogotá y
visibles aquí en las fachadas y hacia el patio interior, le fueron impuestos a la casa al final
de la década de los cuarenta.
El Colegio, Madrid, Cundinamarca. Debe su nombre a la adquisición de las tierras
circundantes por parte del Real Colegio Seminario, entidad de propiedad y manejo
administrativo de la Compañía de Jesús. Antes de pasar por las manos de los jesuitas formó
parte de los vastos terrenos de la Dehesa de Bogotá. Por algunas artimañas legales de los
jesuitas, la hacienda no pasó a manos del gobierno colonial luego de su expulsión en 1767,
cuando la casa había llegado a tener la volumetría y extensión aún observables. Es una de
las pocas casas de hacienda neogranadinas comprobablemente construida, al menos en
parte (quizá dos tramos del piso bajo), a comienzos del siglo XVII. Su conservación por
parte de sucesivos propietarios privados la salvó del abandono y vandalismo oficial en que
cayeron otras propiedades rurales de la Compañía de Jesús.
El Charquito, Cundinamarca. Construida hacia el final del siglo XVIII a raíz de la
subdivisión de la hacienda de Tequendama, conserva ejemplarmente su discreto y evocador
patio principal, cuyo ambiente incluye elementos originales tales como los apoyos y
zócalos, además de la estructura en poste y dintel de madera de sus galerías perimetrales.
Por alguna buena fortuna, Cincha no fue objeto, como muchas otras casas de hacienda de la
sabana de Bogotá, de una “republicanización” o, peor aún, de alguna modernización
intensa. Ningún cielo raso altera los espacios interiores ni impide apreciar las armaduras de
cubierta, en una magnífica versión santafereña del “par y nudillo” andaluz. De ahí la
invaluable importancia de Cincha como documento de historia e imagen real de una
modesta casa de hacienda de los últimos tiempos de la Colonia.
Hatoviejo, Yotoco, Valle del Cauca. Como La Sierra y otras casas de hacienda
vallecaucanas tiene su espectacular localización como principal mérito arquitectónico.
Construida a partir de los últimos años del siglo XVII, posiblemente por prolongaciones
sucesivas de los primeros tramos, llegó a tener una conformación espacial en U, es decir, en
tres lados de un patio que nunca adquirió el cuarto y último costado. La concavidad
resultante enfoca la vista panorámica del valle.
Fagua, Cajicá, Cundinamarca. Posee una volumetría y una organización espacial irregulares
con respecto a los patrones de organización espacial usuales en las haciendas de la sabana
de Bogotá. Combina uno y dos pisos en torno a varios pisos abiertos sucesivos, lo cual es
indicio de un largo y complejo crecimiento por etapas, del paso de la casa por las manos –y
las reformas– de múltiples propietarios y de no pocas intenciones arquitectónicas truncas.
Esto le otorga informalidad y sabor a la casa. A partir de las últimas décadas del siglo XVI
se levantó, en las tierras que más tarde se agruparían bajo el nombre de Fagua, lo que debió
ser un rancho temporal. Los primeros tramos “en firme” de la casa original parecen datar
del primer tercio del siglo XVII, y la forma y extensión actual de la casa es alcanzada
durante la primera mitad del siglo XVIII. Pese a los períodos de abandono por los que ha
pasado, la conservación formal y ambiental de la casa es notable, destacándose el
excepcional mantenimiento de las portadas y muros circundantes.
Fusca, Torca, Cundinamarca. Si la casa de Fagua es una organización espacial irregular, a
la cual se llegó luego de abigarrados episodios constructivos, Fusca, en cambio, ostenta la
ortodoxia espacial propia de una arquitectura levantada de un golpe, con una intención
única. Fusca data de 1778 a 1780 –lo cual la hace comparativamente tardía– y fue pensada
ajustándola con precisión al declive del terreno, y luego con cierto rigor en torno a un patio
central, aunque también con una amplia galería a modo de salón abierto a la vista de la
sabana adyacente. Esta última no contradice el patio central. Por el contrario, lo hace parte
de una lógica y bella secuencia para el recorrido de la casa llegando a ésta por atrás, y no
por el frente, contorneando el patio, atravesando los salones principales y saliendo por
último a la galería-balcón del frente.
Fusca, Torca, Cundinamarca. Presencia de la historia política en las casas de hacienda: la
alcoba donde pernoctó el Libertador Simón Bolívar, quien gustaba y entendía
profundamente las casas de hacienda, las cuales enmarcaron su vida, desde su niñez hasta
su muerte.
La Esmeralda, Tabio, Cundinamarca. Forma parte de las edificaciones rurales creadas al
final de la época colonial, cuando se intensificó la desmembración de los latifundios en la
sabana de Bogotá. La enorme propiedad de El Novillero, se dividió en algún momento de
su historia en once fracciones, una de las cuales llegó a ser La Esmeralda. Aunque el
tamaño y época de construcción puedan variar mucho de una casa de hacienda a otra, la
gracia de los tejados o la delicada relación entre casa y lugar son constantes en todas. En La
Esmeralda el prisma imaginario de espacio en el cual se inscribe la casa es casi tangible, y
la casa misma podría ser tan natural como sus árboles.
El Portezuelo, Ubaté, Cundinamarca. La localización favorita de las casas de la región es la
de “pie de cerro” o “pie de monte”, donde con más frecuencia se hallan manas de agua o
arroyos y se está parcialmente al abrigo del viento vesperal o el frío del amanecer. En
Boyacá y el norte de Cundinamarca es común la casa de planta compacta, con un rancho o
pabellón aparte, pero adyacente, para el mayordomo y su familia, depósitos y caballerizas.
El Portezuelo parece haber sido conformada al terminar el siglo XVIII. La casa en su forma
actual puede datar de la misma época.
Bomboná, Nariño. Se sitúa en una región montañosa donde las haciendas fueron escasas
pero notablemente extensas. Pocos latifundios del sur del país llegaron a tener casas de
cierta importancia arquitectónica y aun menos de ellas sobrevivieron hasta el siglo actual.
De ahí el carácter excepcional de Bomboná. Para su construcción debió ser necesario
recorrer infinidad de veces las leguas que separan su localización del punto más próximo
donde era posible obtener teja de arcilla, buen adobe y ante todo, buena cal. Y devastar, de
paso, una enorme área de bosques para sacar de ellos las gruesas columnas, dinteles y
soleras que conforman la recia estructura de cubiertas y galerías de la casa. Al ver una casa
de hacienda en un paraje remoto, se tiende a olvidar el esfuerzo físico y tecnológico que su
construcción supone y que califica decisivamente su arquitectura. Izquierda, El mirador
atípico que rompe la unidad volumétrica de los tejados. Se requiere muy poco para alterar
la continuidad y la armonía formal de los tejados coloniales. Esta atalaya, indispensable
para la vigilancia de la comarca circundante en una región de larga y difícil historia de
contiendas militares y azarosa existencia cotidiana, es una adición de la primera mitad del
siglo XIX, no un rasgo original de la edificación colonial de mediados del siglo XVIII.
Papare, Ciénaga, Magdalena. Al extremo opuesto de la geografía colombiana, la casa de
hacienda de trapiche de Papare, Magdalena, es un ejemplo tan excepcional y aislado como
Bomboná. Las técnicas constructivas presentes en casas urbanas de Santa Marta y Ciénaga
fueron obviamente utilizadas en Papare, incluyendo las cubiertas en terrazas planas con
áticos, lo cual la hace análoga a San Pedro Alejandrino, localizada en la misma región. Sólo
estos dos ejemplos de las regiones costeras del Caribe se apartan de la omnipresencia de
tejados en las casas rurales ilustradas en este volumen. Papare tiene, además, un innegable
aspecto de casa urbana debido al uso de balcones perimetrales voladizos, en lugar de
amplias galerías sobre columnas o pies derechos de madera. Aquéllos semejan, en la
independencia entre piso de balcón y tejadillo, los que aparecen durante el siglo XIX en
todas las ciudades costeras del Caribe.
MITOS Y REALIDADES
Texto de: Germán Tellez

La casa es la conciencia del campo.


Este se vuelve para mirarla de todas
partes y se mira en ella como si la
hubiera visto nacer por una íntima
necesidad de la tierra.

Eduardo Caballero Calderon.


Diario de Tipacoque

Como se indicó en capítulos anteriores, Andalucía fue la última etapa cumplida en el


proceso de transculturación arquitectónica que trajo al Nuevo Mundo las casas urbanas y
rurales, pero ello no significa que éstas tuvieran una índole exclusivamente andaluza o que
fuesen un simple trasunto de conceptos o tradiciones mediterráneas. La casa de hacienda
neogranadina es original en cierto modo y a su manera, habiendo obtenido tal carácter por
un proceso de adaptación casi biológico al medio ambiente de las diversas regiones
geográficas donde se localizó. En Casa Colonial se mostró cómo lo que ésta tiene de
americana, o de hispanoamericana, es justamente haber sido construida en el Nuevo
Mundo, aunque pueda haber sido pensada en siglos anteriores en el Medio Oriente y las
comarcas del sur de Europa. Es vital tener claro que la materialización de una forma
construida en un lugar específico modifica en cierta medida la idea que la creó
inicialmente, pero esa alteración suele ser de grado y no de principio. La construcción de
una casa en el campo depende casi por completo de lo que el campo provea para esa tarea,
y así, el lugar y la casa terminan perteneciendo el uno a la otra, en sentido físico y
metafísico. Una casa de hacienda neogranadina lo es por haber sido levantada en tierra
americana, aunque con ideas europeas. Su origen, es decir, su originalidad como especie
arquitectónica se sitúa de modo geográfico, mas no ideológico. No sería de ninguna manera
lo mismo construir un cortijo en los alrededores de Carmona, en la provincia de Sevilla,
que una hacienda a cierta distancia de Popayán, aunque los principios ordenatorios de
espacios interiores y exteriores pudieran ser genéricamente los mismos, y a pesar de las
similaridades paisajísticas que se quieran entre uno y otro lugar. La pretensión formal y
elegante de la casa andaluza del cortijo de La Baldía, por ejemplo, parece pertenecer
circunstancialmente a un mundo formalmente muy distante de la modestia y reticencia de la
casa caucana de Antón Moreno, aunque conceptualmente ofrezcan analogías y
proximidades. La una sigue siendo exclusivamente original de Andalucía, la otra, creada
solamente para un lugar de la Nueva Granada. La arquitectura rural es precisamente el
género en el cual las circunstancias materiales –el lugar– dominan a las ideas, mientras que
en las ciudades y pueblos los conceptos ordenatorios, especialmente si tienen un origen
académico, invierten ese orden de control.

Según el historiador español Mario Sartor en su ensayo “La vivienda mediterránea y la tipo

logía de la casa colonial americana”,33. la casa rural es un conjunto arquitectónico que no


configura, como sí lo hace la “domus”, es decir, la casa urbana, una tipología fija. Esta es
una típica constatación de historiador español, al no hallar en las construcciones rurales las
necesarias analogías formales necesarias para clasificar en grupos tipológicos la anárquica
riqueza de variantes que presentan estas últimas. Es así como el mismo autor resuelve la
cuestión aludiendo a la abundancia de “modelos paralelos” en la arquitectura del campo,
cuyo paralelismo necesariamente habrá de ocurrir respecto de sus contrapartidas urbanas, o
bien entre construcciones rurales de diferentes regiones geográficas. Situando las haciendas
neogranadinas en el contexto del continente americano se verá cómo existen inevitables
analogías en el origen socio-económico, la tenencia de la tierra y las modalidades de
explotación de ésta, pero también es posible establecer también notables diferencias en los
procesos históricos de conformación de las unidades productivas y aun en los “modelos
paralelos” arquitectónicos de las edificaciones rurales de una y otra región.

Las casas de hacienda neogranadinas carecen de la variedad y extensión de dependencias


observables en las haciendas mexicanas, por ejemplo. Mientras en la Nueva Granada
existieron sólo dos tipos básicos de haciendas, las de ganadería y las de producción
agrícola, y entre estas últimas dos subtipos, la hacienda de trapiche (como en el caso del
Valle del Cauca) u obraje (en el caso de Boyacá) y la hacienda carente de tales elementos
de producción, en la Nueva España llegaron a existir haciendas no sólo cerealeras o
ganaderas sino también adscritas a otras actividades tales como la minería, el cultivo
especializado del algodón o el del fique (henequén), la producción de pulque y mezcal
como bases para alcohol y licores, los productos forestales especiales (maderas preciosas o
exóticas), etc. Cada una de estas actividades generó distintos tipos arquitectónicos de casas
complementadas con variadas estructuras destinadas a albergar funciones cada vez más
especializadas. En el caso neogranadino, sólo los trapiches (cuando se utilizaba fuerza
animal para los procesos industriales) o ingenios (cuando se usaba fuerza hidráulica)
azucareros llegaron a requerir estructuras aparte, radicalmente diferentes de las de las casas
de los propietarios, como se puede observar en San Pedro Alejandrino (Santa Marta) o
Piedechinche (Valle del Cauca).

La estupenda variedad formal y técnica observable en México de silos, trojes, estanques,


acueductos, norias, hornos con inmensas chimeneas o torres de atalaya y vigilancia no se
produjo jamás en la Nueva Granada, por las razones socioeconómicas ya explicadas. Las
tendencias técnicas opuestas en el continente fueron la del empleo de espacios genéricos –
no especializados– para las funciones de habitación y trabajo, usual en la Nueva Granada; y
una creciente especialización y sofisticación de los espacios arquitectónicos en función del
uso eventual que deberían tener, como en efecto ocurrió en México, Cuba y en el Brasil.
Cuando en la segunda mitad del siglo XX surgieron tardía e inevitablemente industrias de
buen tamaño en la inmediata vecindad de las casas de hacienda de época colonial, como
sería el caso de la industria de lácteos al lado de Fagua (Cundinamarca) o los varios
ingenios azucareros en el Valle del Cauca, ello vino a suceder con un retardo de casi dos
siglos con respecto a lo ocurrido en México.

De modo muy general, es posible establecer que la casa de hacienda neogranadina consta
de los siguientes elementos constitutivos: La casa de los propietarios o “los señores”,
incluyendo habitaciones, uno o más salones, destinados a comedor y/o lugar de reunión, y
con dependencias accesorias tales como los baños al aire libre (“chorros”) de las haciendas
caucanas, o las capillas u oratorios exentos o incorporados a la casa, como en los casos de
Calibío y Antón Moreno, en los alrededores de Popayán. Una prolongación de lo anterior
sería el conjunto de lo que hoy se denomina “servicios”, usualmente agrupado en torno a un
espacio libre aparte, e incluyendo cocinas, alacenas, lavaderos y complementarios. La
cocina podía formar parte de la casa, estando por lo general dispuesta “a la andaluza”, es
decir, con toda la cubierta del espacio de cocción y preparación formando chimenea, pero
también, por temor a los frecuentes incendios, se localizaba en un rancho o tambo aparte,
construido con técnicas y materiales indígenas. En las haciendas del occidente de la Nueva
Granada tuvieron cierta importancia los alojamientos para trabajadores permanentes
(peonías) y esclavos, que podían o no estar combinados con trojes (graneros) o bodegas, o
con las caballerizas y corrales. Estas últimas dependencias se construyeron invariablemente
aparte de la casa “de los señores”, pero en las casas de fincas de menor tamaño, en
Cundinamarca y Boyacá, el alojamiento de la servidumbre se dispuso con frecuencia en
prolongación de la cocina y alacenas. Cabe indicar que las caballerizas, en las casas de
hacienda del altiplano cundiboyacense, con frecuencia se edificaron en prolongación de lo
que eventualmente se convertiría en el verdadero acceso usual a la casa, en el costado
opuesto a lo que sería la “cara principal” de ésta.

Se mencionó anteriormente cómo las casas de hacienda y de finca neogranadinas presentan


variantes de organización espacial derivadas de sólo dos esquemas básicos de origen
mediterráneo: Uno, organizado perimetralmente en torno a un espacio central abierto y
formado por tramos de volúmenes cerrados. Entre éstos y el patio central se sitúan las
galerías o corredores, espacios de transición entre lo totalmente cerrado y lo completamente
abierto. Este es el esquema que ofrece la mayor versatilidad de uso posible, prestándose con
igual facilidad al uso conventual, educacional o institucional, y siendo, por ello mismo,
utilizado indistintamente en la arquitectura urbana y rural.

El segundo esquema invierte los términos de organización de espacios: el lugar central, es


decir, el patio, en la alternativa anteriormente descrita, está ahora ocupado por una o dos
crujías de espacios cerrados y cubiertos, y en torno a éstas se disponen las galerías o
corredores, que ahora son perimetrales. Ejemplos de esto serían las casas de Suescún o
Tipacoque en Boyacá y Japio o La Concepción de Amaime, en el Valle del Cauca. El
espacio abierto, en este caso, es todo el entorno natural de la edificación. Es posible pensar
que este último esquema es más propio de la arquitectura rural, donde se dispone de
grandes áreas libres y no existe la restricción dimensional de los solares o lotes de un
pueblo o ciudad. Adicionalmente, es de suponer que el dominio visual del territorio
circundante se lleva a cabo más eficazmente a partir de galerías exteriores (y de un mirador,
desde luego). Abunda en la Nueva Granada la casa de hacienda que combina los dos
sistemas espaciales, estando organizada en torno a un patio central pero teniendo a la vez
galerías o balcones perimetrales. Esto se puede hallar en Fusca, Cundinamarca, Antón
Moreno, Cauca o El Colegio, Cundinamarca. Para el propietario o el constructor rural no
existió jamás contradicción alguna entre el mundo interior del patio y la prolongación del
espacio circundante en la galería vertida hacia éste. El patio sería un trozo simbólico de
campo incrustado dentro de la casa para vivir en él, o alrededor de éste. El campo
circundante, en cambio, sería un espectáculo para mirar a distancia y en redondo. La casa
sería una realidad interpuesta entre la existencia cotidiana y la contemplación.
Un elemento compositivo tan importante como la casa de hacienda misma son sus muros
circundantes. Mediante éstos se organiza y dosifica la mirada desde la casa hacia el mundo
exterior, tornándolo comprensible al ponerle límites y dimensiones inteligibles. Los muros
inscritos en el paisaje le otorgan un orden a la vez poético y matemático. Por las más
prosaicas y utilitarias razones, había que hacer también portadas, corrales, huertas,
caballerizas o sembradíos y así quedaría establecido el doble origen de los muros
circundantes, quizá el rasgo más fascinante de las casas de hacienda neogranadinas. En
Casa Colonial se dijo: “La casa de hacienda es ella y sus muros circundantes, su espacio
real y el espacio virtual determinado por aquéllos…Las cercas de piedra o de humilde tapia
pisada, con las cicatrices de la intemperie y el paso del tiempo, vinieron a delimitar en un
primer perímetro, los jardines próximos a la casa cuando los hubo, la llegada a caballo, el
patio de los aperos y las monturas, el pozo o el aljibe.

Un segundo perímetro englobaría la huerta, el gallinero, los potreros más cercanos y los
árboles frutales. Por último, un tercer perímetro lejano, visible apenas entre los arbustos y
las laderas, vendría a delimitar los pastales de la ganadería o los sembrados más extensos.
Cada uno de estos espacios sucesivos contiene todos los anteriores. Cada uno de los
anteriores anuncia y presagia el siguiente, más amplio y distante. Todos parten del centro
de la casa de hacienda”.

Estas consideraciones sobre la ordenación del espacio natural incorporan a la casa de


hacienda uno de los elementos básicos: el aire. Otro de ellos, el agua, merece también una
honrosa mención como punto esencial de la existencia de las formas construidas. En el
primer capítulo de este estudio se indicó cómo es inconcebible la vida misma, y las formas
artificiales que la rodean, sin la presencia del agua. En las regiones áridas del norte de
México fueron necesarias obras extraordinarias de ingeniería hidráulica para llevar agua
potable y de riego a muchas haciendas distantes de cualquier fuente o curso de agua. Las
zonas cultivables de la Nueva Granada fueron más generosas en la provisión de agua, y así,
no resultaron necesarios los ingentes esfuerzos observables aún hoy en lo que fuera la
Nueva España para darles vida a la tierra y a quienes la explotaban. La presencia del agua
determinó la calidad de las tierras por poseer o conquistar, y los litigios de época colonial
sobre el uso y repartición de los cursos y fuentes de agua conforman la mayor parte de la
pequeña historia rural neogranadina.

En las regiones del altiplano andino fue rara la construcción de un acueducto que fuese algo
más que una sucesión de piezas acanaladas en piedra colocadas sobre el terreno, o una
simple acequia excavada en éste, desembocando por lo general en un estanque o aljibe. Aún
son observables algunos restos de las llegadas y surtidores de agua en las dependencias
auxiliares de las casas de hacienda cundiboyacenses, “testigos” de las formas tradicionales
de aprovisionamiento de agua, pero la totalidad de las fuentes de piedra incluidas hoy con
fines puramente estéticos en los patios de casas rurales de época colonial son incongruentes
“aportes” modernos (decoración de interiores) que falsean el testimonio de historia que
éstas puedan proveer. No son otra muestra de la tendencia a “elegantizar” la modesta
arquitectura de las casas de hacienda de época colonial. Aunque excepcionalmente se
hubiese colocado un aljibe o pozo subterráneo en el patio central de la casa (y no fuera de
ésta como sería más lógico y conveniente), en el mejor de los casos lo que habría sobre
aquél sería un modesto brocal para sacar agua. Es obvio que lo que hubo en algunos patios
interiores fue alguna modesta alberca para recoger el agua lluvia de los tejados
circundantes. Es de imaginar la renuencia de los hacendados neogranadinos, para quienes el
costo de unas columnas de piedra era excesivo, a pagar primero por una pieza de arte
tallada en forma de fuente barroca, y luego por toda una obra hidráulica para traer el agua al
centro de la casa.

El baño fue una tradición hispanomusulmana renuentemente traída al Nuevo Mundo por
gentes que según la evidencia documental se bañaban muy poco. Cabe recordar la sorpresa
de los castellanos reconquistadores de las ciudades andaluzas en el siglo XV ante
edificaciones cuyo uso era tan novedoso como extraño: los baños públicos de Granada,
Córdoba, Jaén o Sevilla, así como el dicho campesino hispánico: El agua para los caballos,
la lavaza para los cerdos, el vino y el aguardiente para los cristianos (o en versión
neogranadina, el agua para las mulas, la lavaza para los marranos y la chicha para los de a
pie). Sería en los climas tropicales del Valle del Cauca y más moderados del alto Cauca
donde la tradición del baño al aire libre como elemento arquitectónico, y con ella, la de los
elaborados sistemas de acueducto, fuese retomada en las casas de ciudad y de hacienda.

En el Valle del Cauca, la hacienda de trapiche de Piedechinche (actual Museo de la Caña de


Azúcar) posee un sistema de suministro de agua para uso industrial que data del siglo
XVIII, y resulta ejemplar en su género. Japio, otra hacienda de trapiche en el Cauca,
incluye un vistoso acueducto sobre arquillos de mampostería, y Cañasgordas, una hacienda
de ganadería en las afueras de Cali, tiene un baño cubierto incorporado a la casa principal,
todo lo cual comprueba la importancia y cuidado que se le otorgaba al agua en la
construcción rural del occidente neogranadino. Es en las casas de hacienda en torno a
Popayán donde el manejo del agua como material de construcción alcanza un inspirado
nivel. La tradición islámica granadina, cuyo máximo ejemplo es el empleo arquitectónico
en el Generalife y la Alhambra del agua fresca y fría traída desde las cumbres montañosas y
orientada por atarjeas y estanques para irrigar jardines, saciar la sed y lavar “bestias y
cristianos”, tuvo una continuidad tan hermosa como utilitaria en las casas de hacienda de
Antón Moreno, Calibío o Yambitará. Buena y bella arquitectura es aquella que parte del
aire y del agua para cualificar el espacio natural y darles sentido a las formas construidas.

La totalidad de las observaciones anteriores enfatizan la inutilidad o irrelevancia de una


tipificación o clasificación de las casas de hacienda neogranadinas sobre la base de
tipologías espaciales, ambientales, funcionales o simplemente climáticas. El autor de estas
líneas cayó también, en 1975,. en la atractiva tentación ideada por otros historiadores, de
relacionar la variedad de climas de la Nueva Granada con los “tipos” arquitectónicos de las
casas de hacienda, categorizándolas como localizadas en “tierras altas” y “tierras cálidas”.
Esto es tan entretenido pero tan fútil como organizarlas según su situación en lugares donde
llueve mucho o poco, o haya murciélagos o insectos. Luego de los estudios inventariales de
la arquitectura rural de época colonial llevados a cabo en los últimos veinticinco años o
más, y la incontrovertible conclusión derivada de aquéllos, de que los mismos esquemas de
ordenación espacial, la misma tecnología y los mismos resultados volumétricos se
presentaron indistintamente en las casas de hacienda de todas las regiones y climas de la
Nueva Granada, con apenas algunas diferencias técnicas marginales (v.g., el uso de
diferentes especies de maderas para montar los mismos sistemas estructurales), se debe
admitir con toda franqueza la carencia de sentido o validez de la teoría de una relación
causal clima-casa. Esto lleva, desde luego, a enfatizar la tendencia del hacendado y el
constructor coloniales a enfrentar el problema climático de los páramos boyacenses o del
extremo sur del país, del trópico extremo en la costa del Mar Caribe o en las altiplanicies
andinas con idénticos esquemas arquitectónicos, y en el fondo, siempre con la misma casa.
El poblador español, acostumbrado a soportar los feroces veranos extremeños y andaluces,
o el frío de los inviernos castellanos o manchegos, trajo consigo a la Nueva Granada la
elementalidad ¿o la disciplina? arquitectónicas, de quien suple a base de recio estoicismo lo
que las formas construidas no le pueden dar. Es así como buena parte de las reformas
perpetradas en casas de hacienda coloniales durante el final del siglo XIX y comienzos del
XX son concesiones tácitas a los climas, tratando de elevar el nivel de “confort” (noción
que hubiera resultado escandalosa para un hacendado del siglo XVIII) mediante el curioso
intento de mantener el calor fuera de la casa en el trópico y dentro de ésta en las “tierras
altas”, con muy limitado éxito en ambos casos.

La segunda consideración que invalida aún más toda posible clasificación tipológica de las
casas de hacienda neogranadinas es de orden formal. Estas fueron creadas como
herramienta de trabajo y refugio contra la intemperie, pero no como obras de arte. Poseen,
claro está, una dimensión y calidad estética, pero ésta deriva y es accesoria a las dos
primeras, careciendo por lo tanto de existencia autónoma. La casa de hacienda no tiene lo
que se podría llamar “forma original” y menos aún “forma final”. Comienza de muchas
maneras (o de cualquier manera) y formas, incluyendo la adopción temporal de un bohío
indígena, y durante su vida útil está sujeta por naturaleza a un crecimiento gradual y una
decadencia que resultan evidentemente aleatorios o “desordenados” desde un punto de vista
académico. Durante su existencia está destinada a pasar por las manos de sucesivos
propietarios que van a destruir, restaurar, reconstruir y rehacer partes de la casa
obedeciendo a necesidades concretas, caprichos temperamentales, intenciones de cualquier
índole y accidentes de la naturaleza o provocados por la torpeza humana. La casa crecerá
para albergar más gente, para luego ser demolida en parte o del todo cuando ya nadie
requiera de ella más que uno o dos cuartos para existir en la tremenda soledad del campo o
su destino sea el del abandono y la muerte.

Será una notable excepción la casa de hacienda cuya historia no incluya constantes cambios
y reformas sin fin. Son innumerables las casas de hacienda que surgieron con la firme
intención de sus dueños o constructores de envolver un patio central en cuatro tramos
circundantes de construcción, y luego los azares y vaivenes del destino, incluyendo alguna
repentina escasez de dinero o crédito, redujeron la edificación a un solitario pabellón en el
paisaje, con una modesta galería en uno de sus frentes, y otras en las cuales cada nueva
generación de hacendados fue añadiendo “algo más”, con tanto afecto como desparpajo
arquitectónico, creando una cálida o curiosa “colcha de retazos” arquitectónica. Las casas
de hacienda son tan inclasificables como los rostros de sus habitantes o sus constructores,
habiendo sido creadas exactamente a imagen y semejanza de éstos, de sus idiosincrasias,
sus virtudes y sus torpezas.
Se ha ponderado frecuentemente lo que se denomina “la variedad dentro de la uniformidad”
a propósito de la arquitectura doméstica colonial. Por desmañado que pueda parecer ese
término de arquitectos, lo cierto es que las casas de hacienda neogranadinas son siempre las
mismas y, a la vez, siempre diferentes, como las manos del hombre, invariablemente
dotadas de la misma anatomía pero con huellas digitales de infinita variedad. A ellas no se
les puede aplicar el dicho campesino: Vista una, vistas todas. En vano se buscarían dos
casas de hacienda exactamente idénticas, o más absurdo aún, localizadas en dos parajes
totalmente iguales, en toda la Nueva Granada. Para un estudioso de la arquitectura la
paradoja de la variedad y la uniformidad es una erudita constatación, pero un biólogo dirá
que no sólo es asunto sabido sino que carece de importancia, puesto que para él lo vital y
decisivo no son las similaridades sino las sutiles diferencias, no la tipificación sino las
mutaciones.

La casa de hacienda colonial no fue pensada para hacer concesiones al clima y muy poco a
las exigencias mínimas de habitabilidad posibles. Su rusticidad o dureza ambiental sólo
podría ser un reflejo de la implacable, aunque hermosa naturaleza que la rodea. Los lujos
del mobiliario y la decoración fueron invariablemente asuntos burgueses reservados a las
casas de la ciudad más próxima o a la capital de la provincia. Los palacetes extraordinarios
que son algunas casas de hacienda mexicanas corresponden a grupos sociales muchísimo
más poderosos económicamente que los neogranadinos, y a niveles de conducta social en
los cuales vuelven a aparecer las nociones europeas de la arquitectura como simbología de
clase y muestra de poder. Y a gentes que no tenían inconveniente en invertir cuantiosas
fortunas en el más caro de todos los lujos posibles, el de la arquitectura. La Nueva Granada
tendría, como corresponde a las clases terratenientes que surgieron en ella, casas de
hacienda amplias y ambientalmente amables, pero sin otro lujo que el de su noble estirpe
arquitectónica. Para residir en una casa de hacienda en el campo neogranadino hay,
entonces como ahora, que tener buena capacidad de adaptación a circunstancias diferentes
de lo que hoy se entiende por habitabilidad, una infinita paciencia y un ánimo
condescendiente y afectuoso, pues la arquitectura del pasado así lo exige. No se debe
olvidar que la gracia evocativa y el atractivo ambiental que poseen y no pierden jamás del
todo las casas en el campo, están en el corazón, la mente y los sentidos de quien las vive o
las observa, y ante todo quien las conoce bien y las comprende, más que en sus
componentes arquitectónicos. La esencia de su posible gracia como forma construida no
reside en su inconmovible sencillez sino en la complejidad de las emociones o impresiones
que pueda despertar la percepción de sus espacios y el contenido de éstos. No se debe
olvidar que esa recia y humilde implacabilidad de la casa de hacienda colonial no es un
inconveniente sino su más noble virtud, siendo además el rasgo arquitectónico y ambiental
que le permite ingresar a la historia continental y ocupar en ella un destacado lugar. De la
casa de hacienda, en mayor grado que de su congénere urbano, se podría decir, según
Antoine de St. Exupéry35.: “…el palacio de mi padre, donde todos los pasos tenían un
sentido”.
Coconuco, Cauca.
Fagua, Cajicá, Cundinamarca. Los espacios complementarios definidos por los muros
circundantes establecen el espacio virtual en el que se inscribe la casa de hacienda
neogranadina.
, Casa de Antón Moreno, Popayán, Cauca. La más bella e inspirada relación de casa y
paisaje entre las haciendas próximas a Popayán es sin duda la de Antón Moreno. La
singular mezcla de dureza y suavidad de la arquitectura de la casa es la que presenta el
paisaje circundante, y la una surge y depende de lo otro. Alcanzó su forma durante la última
década del siglo XVIII, luego de terremotos y reformas sin cuenta, aunque la hacienda
existía como “de trapiche” al final del siglo anterior, pasando luego a ser ganadería. Antón
Moreno es una síntesis de los esquemas básicos de ordenación espacial más usuales en la
arquitectura de las casas de hacienda neogranadinas. Combina con elegancia un patio
principal, atravesado por una rama sobre arquillos del complejo acueducto –de raigambre
islámica– de la casa, con galerías exteriores abiertas al panorama circundante. Incluye una
capilla anexa ligada a la casa por el tramo que alberga las dependencias de servicios. Para
estar a tono con la modestia arquitectónica de su espacio, la capilla posee un singular
retablo pintado en falso relieve sobre lienzo.
, Casa de Antón Moreno, Popayán, Cauca. La más bella e inspirada relación de casa y
paisaje entre las haciendas próximas a Popayán es sin duda la de Antón Moreno. La
singular mezcla de dureza y suavidad de la arquitectura de la casa es la que presenta el
paisaje circundante, y la una surge y depende de lo otro. Alcanzó su forma durante la última
década del siglo XVIII, luego de terremotos y reformas sin cuenta, aunque la hacienda
existía como “de trapiche” al final del siglo anterior, pasando luego a ser ganadería. Antón
Moreno es una síntesis de los esquemas básicos de ordenación espacial más usuales en la
arquitectura de las casas de hacienda neogranadinas. Combina con elegancia un patio
principal, atravesado por una rama sobre arquillos del complejo acueducto –de raigambre
islámica– de la casa, con galerías exteriores abiertas al panorama circundante. Incluye una
capilla anexa ligada a la casa por el tramo que alberga las dependencias de servicios. Para
estar a tono con la modestia arquitectónica de su espacio, la capilla posee un singular
retablo pintado en falso relieve sobre lienzo.
, Casa de Antón Moreno, Popayán, Cauca. La más bella e inspirada relación de casa y
paisaje entre las haciendas próximas a Popayán es sin duda la de Antón Moreno. La
singular mezcla de dureza y suavidad de la arquitectura de la casa es la que presenta el
paisaje circundante, y la una surge y depende de lo otro. Alcanzó su forma durante la última
década del siglo XVIII, luego de terremotos y reformas sin cuenta, aunque la hacienda
existía como “de trapiche” al final del siglo anterior, pasando luego a ser ganadería. Antón
Moreno es una síntesis de los esquemas básicos de ordenación espacial más usuales en la
arquitectura de las casas de hacienda neogranadinas. Combina con elegancia un patio
principal, atravesado por una rama sobre arquillos del complejo acueducto –de raigambre
islámica– de la casa, con galerías exteriores abiertas al panorama circundante. Incluye una
capilla anexa ligada a la casa por el tramo que alberga las dependencias de servicios. Para
estar a tono con la modestia arquitectónica de su espacio, la capilla posee un singular
retablo pintado en falso relieve sobre lienzo.
, Casa de Antón Moreno, Popayán, Cauca. La más bella e inspirada relación de casa y
paisaje entre las haciendas próximas a Popayán es sin duda la de Antón Moreno. La
singular mezcla de dureza y suavidad de la arquitectura de la casa es la que presenta el
paisaje circundante, y la una surge y depende de lo otro. Alcanzó su forma durante la última
década del siglo XVIII, luego de terremotos y reformas sin cuenta, aunque la hacienda
existía como “de trapiche” al final del siglo anterior, pasando luego a ser ganadería. Antón
Moreno es una síntesis de los esquemas básicos de ordenación espacial más usuales en la
arquitectura de las casas de hacienda neogranadinas. Combina con elegancia un patio
principal, atravesado por una rama sobre arquillos del complejo acueducto –de raigambre
islámica– de la casa, con galerías exteriores abiertas al panorama circundante. Incluye una
capilla anexa ligada a la casa por el tramo que alberga las dependencias de servicios. Para
estar a tono con la modestia arquitectónica de su espacio, la capilla posee un singular
retablo pintado en falso relieve sobre lienzo.
, Casa de Antón Moreno, Popayán, Cauca. La más bella e inspirada relación de casa y
paisaje entre las haciendas próximas a Popayán es sin duda la de Antón Moreno. La
singular mezcla de dureza y suavidad de la arquitectura de la casa es la que presenta el
paisaje circundante, y la una surge y depende de lo otro. Alcanzó su forma durante la última
década del siglo XVIII, luego de terremotos y reformas sin cuenta, aunque la hacienda
existía como “de trapiche” al final del siglo anterior, pasando luego a ser ganadería. Antón
Moreno es una síntesis de los esquemas básicos de ordenación espacial más usuales en la
arquitectura de las casas de hacienda neogranadinas. Combina con elegancia un patio
principal, atravesado por una rama sobre arquillos del complejo acueducto –de raigambre
islámica– de la casa, con galerías exteriores abiertas al panorama circundante. Incluye una
capilla anexa ligada a la casa por el tramo que alberga las dependencias de servicios. Para
estar a tono con la modestia arquitectónica de su espacio, la capilla posee un singular
retablo pintado en falso relieve sobre lienzo.
Calibío. Popayán, Cauca. No sería raro que las mismas manos hubiesen construido, entre
los siglos XVII y XVIII, pero ante todo durante este último, la casa de Antón Moreno y la
de Calibío, a uno y otro lado de las afueras de Popayán. Calibío es casa “alta y baja” propia
de una llanura donde hay que otear el horizonte desde más arriba, mientras Antón Moreno
es casa de colina o altozano, ya situada en lo más alto. Aprovechando mayores recursos
económicos, Calibío asumió proporciones más amplias y elegantes que las de sus
congéneres payanesas, y cierto tono de gran casa de ciudad, superponiendo un piso alto a
una planta baja quizá más arquitecturada pero menos íntima y evocadora que la de Antón
Moreno. Calibío representa el lujo constructivo y el más refinado nivel tecnológico entre
las casas de hacienda caucanas. La celebridad de Calibío como escenario de historia
política y militar durante el siglo XIX ha opacado, en cierta medida, su importancia
arquitectónica y la destacada calidad tecnológica de su construcción. Calibío es un ejemplo
arquetípico de un género constructivo que fue dejando atrás su propio pasado andaluz o
manchego para asumir una nueva identidad en la tierra neogranadina. Es cierto que sus
tejas son de tipo árabe, como lo son sus armaduras de cubierta, pero están colocadas sobre
soportes de cañas entrelazadas a la manera indígena. Las maderas, los adobes, los ladrillos,
la cal, la arcilla, las cañas son de la región, trabajadas y unidas entre sí a la manera regional.
En cierto modo real, la casa salió del lugar donde fue levantada, así haya sido pensado su
carácter y organización espacial muchos siglos antes en remotas tierras de otros
continentes.
Calibío. Popayán, Cauca. No sería raro que las mismas manos hubiesen construido, entre
los siglos XVII y XVIII, pero ante todo durante este último, la casa de Antón Moreno y la
de Calibío, a uno y otro lado de las afueras de Popayán. Calibío es casa “alta y baja” propia
de una llanura donde hay que otear el horizonte desde más arriba, mientras Antón Moreno
es casa de colina o altozano, ya situada en lo más alto. Aprovechando mayores recursos
económicos, Calibío asumió proporciones más amplias y elegantes que las de sus
congéneres payanesas, y cierto tono de gran casa de ciudad, superponiendo un piso alto a
una planta baja quizá más arquitecturada pero menos íntima y evocadora que la de Antón
Moreno. Calibío representa el lujo constructivo y el más refinado nivel tecnológico entre
las casas de hacienda caucanas. La celebridad de Calibío como escenario de historia
política y militar durante el siglo XIX ha opacado, en cierta medida, su importancia
arquitectónica y la destacada calidad tecnológica de su construcción. Calibío es un ejemplo
arquetípico de un género constructivo que fue dejando atrás su propio pasado andaluz o
manchego para asumir una nueva identidad en la tierra neogranadina. Es cierto que sus
tejas son de tipo árabe, como lo son sus armaduras de cubierta, pero están colocadas sobre
soportes de cañas entrelazadas a la manera indígena. Las maderas, los adobes, los ladrillos,
la cal, la arcilla, las cañas son de la región, trabajadas y unidas entre sí a la manera regional.
En cierto modo real, la casa salió del lugar donde fue levantada, así haya sido pensado su
carácter y organización espacial muchos siglos antes en remotas tierras de otros
continentes.
Calibío. Popayán, Cauca. No sería raro que las mismas manos hubiesen construido, entre
los siglos XVII y XVIII, pero ante todo durante este último, la casa de Antón Moreno y la
de Calibío, a uno y otro lado de las afueras de Popayán. Calibío es casa “alta y baja” propia
de una llanura donde hay que otear el horizonte desde más arriba, mientras Antón Moreno
es casa de colina o altozano, ya situada en lo más alto. Aprovechando mayores recursos
económicos, Calibío asumió proporciones más amplias y elegantes que las de sus
congéneres payanesas, y cierto tono de gran casa de ciudad, superponiendo un piso alto a
una planta baja quizá más arquitecturada pero menos íntima y evocadora que la de Antón
Moreno. Calibío representa el lujo constructivo y el más refinado nivel tecnológico entre
las casas de hacienda caucanas. La celebridad de Calibío como escenario de historia
política y militar durante el siglo XIX ha opacado, en cierta medida, su importancia
arquitectónica y la destacada calidad tecnológica de su construcción. Calibío es un ejemplo
arquetípico de un género constructivo que fue dejando atrás su propio pasado andaluz o
manchego para asumir una nueva identidad en la tierra neogranadina. Es cierto que sus
tejas son de tipo árabe, como lo son sus armaduras de cubierta, pero están colocadas sobre
soportes de cañas entrelazadas a la manera indígena. Las maderas, los adobes, los ladrillos,
la cal, la arcilla, las cañas son de la región, trabajadas y unidas entre sí a la manera regional.
En cierto modo real, la casa salió del lugar donde fue levantada, así haya sido pensado su
carácter y organización espacial muchos siglos antes en remotas tierras de otros
continentes.
Calibío. Popayán, Cauca. Las grandes galerías del piso alto de Calibío son prácticamente
idénticas a las que se podrían hallar aún hoy en campos y ciudades desde La Mancha hasta
Córdoba, en tierras hispánicas, pero fueron creadas de esa manera y no otra porque el
paisaje caucano así lo exigía ante la memoria y la intuición de sus constructores. Por ello
son, como el resto de la casa, inseparables del lugar que ésta ocupa. La casa de hacienda es
un escenario para una modalidad existencial cotidiana que no podría ni quiso ser jamás la
misma, a un lado y otro del Mar Océano. En Casa Colonial se dijo: “Las casas
neogranadinas mostrarán una… mezcla de rasgos, mitad castellanos, mitad andaluces, es
decir, algo que no se había dado ni en Castilla ni en Andalucía. Se conformó así el matiz
original… del florecimiento, en el nuevo continente, de un género arquitectónico tan
antiguo como la humanidad misma. En éste fue siempre clara su estirpe, pero evidente
también su íntima relación con la tierra donde fue levantado”.
Calibío. Popayán, Cauca. Las grandes galerías del piso alto de Calibío son prácticamente
idénticas a las que se podrían hallar aún hoy en campos y ciudades desde La Mancha hasta
Córdoba, en tierras hispánicas, pero fueron creadas de esa manera y no otra porque el
paisaje caucano así lo exigía ante la memoria y la intuición de sus constructores. Por ello
son, como el resto de la casa, inseparables del lugar que ésta ocupa. La casa de hacienda es
un escenario para una modalidad existencial cotidiana que no podría ni quiso ser jamás la
misma, a un lado y otro del Mar Océano. En Casa Colonial se dijo: “Las casas
neogranadinas mostrarán una… mezcla de rasgos, mitad castellanos, mitad andaluces, es
decir, algo que no se había dado ni en Castilla ni en Andalucía. Se conformó así el matiz
original… del florecimiento, en el nuevo continente, de un género arquitectónico tan
antiguo como la humanidad misma. En éste fue siempre clara su estirpe, pero evidente
también su íntima relación con la tierra donde fue levantado”.
Piedechinche, El Cerrito, Valle del Cauca. (Actual Museo de la Caña). Las haciendas del
Valle del Cauca fueron divididas en dos géneros, ya bien entrada la Colonia, para la
implantación del cultivo de la caña de azúcar asiática en la región. Las haciendas
productoras de azúcar pronto superaron en rendimiento a las de ganado vacuno. Algunas de
las más prominentes haciendas de trapiche de la región, como El Alisal, han sido destruidas
recientemente. Piedechinche pasó a una existencia, preferible a la desfiguración
modernizante o la demolición, como museo histórico de una actividad agrícola regional,
con el mérito de hacer visible la organización espacial de una industria adscrita a una casa
de hacienda. Nótese cómo la casa de los señores de Piedechinche ofrece similaridades
espaciales con haciendas caucanas como Coconuco, Pisojé o Yambitará. Tales como la
sobre-elevación de un tramo a manera de mirador y el uso de galerías exteriores de gran
amplitud en piso alto y bajo, sin abarcar la totalidad de las fachadas.
Piedechinche, El Cerrito, Valle del Cauca. (Actual Museo de la Caña). Las haciendas del
Valle del Cauca fueron divididas en dos géneros, ya bien entrada la Colonia, para la
implantación del cultivo de la caña de azúcar asiática en la región. Las haciendas
productoras de azúcar pronto superaron en rendimiento a las de ganado vacuno. Algunas de
las más prominentes haciendas de trapiche de la región, como El Alisal, han sido destruidas
recientemente. Piedechinche pasó a una existencia, preferible a la desfiguración
modernizante o la demolición, como museo histórico de una actividad agrícola regional,
con el mérito de hacer visible la organización espacial de una industria adscrita a una casa
de hacienda. Nótese cómo la casa de los señores de Piedechinche ofrece similaridades
espaciales con haciendas caucanas como Coconuco, Pisojé o Yambitará. Tales como la
sobre-elevación de un tramo a manera de mirador y el uso de galerías exteriores de gran
amplitud en piso alto y bajo, sin abarcar la totalidad de las fachadas.
Piedechinche, El Cerrito, Valle del Cauca. (Actual Museo de la Caña). Las haciendas del
Valle del Cauca fueron divididas en dos géneros, ya bien entrada la Colonia, para la
implantación del cultivo de la caña de azúcar asiática en la región. Las haciendas
productoras de azúcar pronto superaron en rendimiento a las de ganado vacuno. Algunas de
las más prominentes haciendas de trapiche de la región, como El Alisal, han sido destruidas
recientemente. Piedechinche pasó a una existencia, preferible a la desfiguración
modernizante o la demolición, como museo histórico de una actividad agrícola regional,
con el mérito de hacer visible la organización espacial de una industria adscrita a una casa
de hacienda. Nótese cómo la casa de los señores de Piedechinche ofrece similaridades
espaciales con haciendas caucanas como Coconuco, Pisojé o Yambitará. Tales como la
sobre-elevación de un tramo a manera de mirador y el uso de galerías exteriores de gran
amplitud en piso alto y bajo, sin abarcar la totalidad de las fachadas.
Piedechinche, El Cerrito, Valle del Cauca. (Actual Museo de la Caña). Las haciendas del
Valle del Cauca fueron divididas en dos géneros, ya bien entrada la Colonia, para la
implantación del cultivo de la caña de azúcar asiática en la región. Las haciendas
productoras de azúcar pronto superaron en rendimiento a las de ganado vacuno. Algunas de
las más prominentes haciendas de trapiche de la región, como El Alisal, han sido destruidas
recientemente. Piedechinche pasó a una existencia, preferible a la desfiguración
modernizante o la demolición, como museo histórico de una actividad agrícola regional,
con el mérito de hacer visible la organización espacial de una industria adscrita a una casa
de hacienda. Nótese cómo la casa de los señores de Piedechinche ofrece similaridades
espaciales con haciendas caucanas como Coconuco, Pisojé o Yambitará. Tales como la
sobre-elevación de un tramo a manera de mirador y el uso de galerías exteriores de gran
amplitud en piso alto y bajo, sin abarcar la totalidad de las fachadas.
Piedechinche, El Cerrito, Valle del Cauca. En la mayoría de los trapiches “antiguos” del
Valle del Cauca se observan versiones propias de la tecnología industrial del siglo XIX o
XX en las estructuras destinadas a usos utilitarios. En Piedechinche el trapiche retiene su
carácter de época colonial, con reformas del siglo XIX. Los hornos y chimenea datan de la
misma época, pero la bagacera y las ramadas son más antiguas, como es también el
acueducto, parcialmente elevado sobre arcos de ladrillo. Al contrario de lo que ocurrió en
las haciendas de olivar, de Andalucía, donde la casa señorial estaba integrada a la industria
adyacente, los trapiches de caña del Valle del Cauca dan la sensación de estar por
casualidad en las proximidades de las casas de hacienda propiamente dichas. La
arquitectura industrial de la época colonial hizo uso de estructuras desprovistas de toda
concesión a la gracia posible de las formas construidas, creando así un marcado contraste
ambiental y plástico con las casas de hacienda adyacentes. Un trapiche se podía colocar en
cualquier parte donde hubiera agua, pero una casa de hacienda requiere un lugar en
especial.
Piedechinche, El Cerrito, Valle del Cauca. En la mayoría de los trapiches “antiguos” del
Valle del Cauca se observan versiones propias de la tecnología industrial del siglo XIX o
XX en las estructuras destinadas a usos utilitarios. En Piedechinche el trapiche retiene su
carácter de época colonial, con reformas del siglo XIX. Los hornos y chimenea datan de la
misma época, pero la bagacera y las ramadas son más antiguas, como es también el
acueducto, parcialmente elevado sobre arcos de ladrillo. Al contrario de lo que ocurrió en
las haciendas de olivar, de Andalucía, donde la casa señorial estaba integrada a la industria
adyacente, los trapiches de caña del Valle del Cauca dan la sensación de estar por
casualidad en las proximidades de las casas de hacienda propiamente dichas. La
arquitectura industrial de la época colonial hizo uso de estructuras desprovistas de toda
concesión a la gracia posible de las formas construidas, creando así un marcado contraste
ambiental y plástico con las casas de hacienda adyacentes. Un trapiche se podía colocar en
cualquier parte donde hubiera agua, pero una casa de hacienda requiere un lugar en
especial.
Piedechinche, El Cerrito, Valle del Cauca. En la mayoría de los trapiches “antiguos” del
Valle del Cauca se observan versiones propias de la tecnología industrial del siglo XIX o
XX en las estructuras destinadas a usos utilitarios. En Piedechinche el trapiche retiene su
carácter de época colonial, con reformas del siglo XIX. Los hornos y chimenea datan de la
misma época, pero la bagacera y las ramadas son más antiguas, como es también el
acueducto, parcialmente elevado sobre arcos de ladrillo. Al contrario de lo que ocurrió en
las haciendas de olivar, de Andalucía, donde la casa señorial estaba integrada a la industria
adyacente, los trapiches de caña del Valle del Cauca dan la sensación de estar por
casualidad en las proximidades de las casas de hacienda propiamente dichas. La
arquitectura industrial de la época colonial hizo uso de estructuras desprovistas de toda
concesión a la gracia posible de las formas construidas, creando así un marcado contraste
ambiental y plástico con las casas de hacienda adyacentes. Un trapiche se podía colocar en
cualquier parte donde hubiera agua, pero una casa de hacienda requiere un lugar en
especial.
El Puesto, La Ceja, Antioquia. Construida a mediados del siglo XVIII por el Alférez Real
Felipe Villegas y Córdoba, la casa ofrece rasgos volumétricos y tecnológicos presentes
también en las casas de la misma época en el Cauca y Valle del Cauca, quitándoles validez
a las tipologías que asocian determinadas formas arquitectónicas con algunas regiones
neogranadinas en particular. Nótese el realce volumétrico en el segundo piso a manera de
mirador, provisto de un balcón en voladizo (y no rehundido) y la galería exterior en el piso
bajo. Son escasas las casas de hacienda de la región antioqueña que conservan su
localización y espacio circundante como ocurre en este caso, y que no han sido
transformadas hasta perder por completo sus componentes arquitectónicos originales. La
presencia de la casa de El Puesto en su paisaje es ejemplar.
El Puesto, La Ceja, Antioquia. Construida a mediados del siglo XVIII por el Alférez Real
Felipe Villegas y Córdoba, la casa ofrece rasgos volumétricos y tecnológicos presentes
también en las casas de la misma época en el Cauca y Valle del Cauca, quitándoles validez
a las tipologías que asocian determinadas formas arquitectónicas con algunas regiones
neogranadinas en particular. Nótese el realce volumétrico en el segundo piso a manera de
mirador, provisto de un balcón en voladizo (y no rehundido) y la galería exterior en el piso
bajo. Son escasas las casas de hacienda de la región antioqueña que conservan su
localización y espacio circundante como ocurre en este caso, y que no han sido
transformadas hasta perder por completo sus componentes arquitectónicos originales. La
presencia de la casa de El Puesto en su paisaje es ejemplar.
El Puesto, La Ceja, Antioquia. Construida a mediados del siglo XVIII por el Alférez Real
Felipe Villegas y Córdoba, la casa ofrece rasgos volumétricos y tecnológicos presentes
también en las casas de la misma época en el Cauca y Valle del Cauca, quitándoles validez
a las tipologías que asocian determinadas formas arquitectónicas con algunas regiones
neogranadinas en particular. Nótese el realce volumétrico en el segundo piso a manera de
mirador, provisto de un balcón en voladizo (y no rehundido) y la galería exterior en el piso
bajo. Son escasas las casas de hacienda de la región antioqueña que conservan su
localización y espacio circundante como ocurre en este caso, y que no han sido
transformadas hasta perder por completo sus componentes arquitectónicos originales. La
presencia de la casa de El Puesto en su paisaje es ejemplar.
Saldaña, Capilla aislada, Saldaña, Tolima. La razón de ser de las capillas anexas, exentas o
aisladas en las casas rurales neogranadinas, era la necesidad de proveer el culto religioso a
feligreses venidos de haciendas, veredas o caseríos vecinos carentes de iglesia, aparte de los
residentes y trabajadores de la propia hacienda. En torno a ésta debía existir un espacio
adecuado para procesiones y otras ceremonias al aire libre. La casa de la hacienda Saldaña
vino a menos en el siglo XIX y ha perdido grandemente su fisonomía y carácter de época
republicana en el XX, pero de la construcción colonial resta aún la capilla, aparentemente
construida a fines del siglo XVIII. Sus ingenuos barroquismos, obviamente realizados “a
ojo” y de memoria por algún anónimo constructor, se limitan a dos medios óvalos cortados
en las diagonales del frontón en fachada, produciendo así una silueta mixtilínea, y en el
interior un singular retablo afacetado en mampostería. La capilla de Saldaña es lo que se
podría llamar “barroco recóndito rural neogranadino”.
Saldaña, Capilla aislada, Saldaña, Tolima. La razón de ser de las capillas anexas, exentas o
aisladas en las casas rurales neogranadinas, era la necesidad de proveer el culto religioso a
feligreses venidos de haciendas, veredas o caseríos vecinos carentes de iglesia, aparte de los
residentes y trabajadores de la propia hacienda. En torno a ésta debía existir un espacio
adecuado para procesiones y otras ceremonias al aire libre. La casa de la hacienda Saldaña
vino a menos en el siglo XIX y ha perdido grandemente su fisonomía y carácter de época
republicana en el XX, pero de la construcción colonial resta aún la capilla, aparentemente
construida a fines del siglo XVIII. Sus ingenuos barroquismos, obviamente realizados “a
ojo” y de memoria por algún anónimo constructor, se limitan a dos medios óvalos cortados
en las diagonales del frontón en fachada, produciendo así una silueta mixtilínea, y en el
interior un singular retablo afacetado en mampostería. La capilla de Saldaña es lo que se
podría llamar “barroco recóndito rural neogranadino”.
Saldaña, Capilla aislada, Saldaña, Tolima. La razón de ser de las capillas anexas, exentas o
aisladas en las casas rurales neogranadinas, era la necesidad de proveer el culto religioso a
feligreses venidos de haciendas, veredas o caseríos vecinos carentes de iglesia, aparte de los
residentes y trabajadores de la propia hacienda. En torno a ésta debía existir un espacio
adecuado para procesiones y otras ceremonias al aire libre. La casa de la hacienda Saldaña
vino a menos en el siglo XIX y ha perdido grandemente su fisonomía y carácter de época
republicana en el XX, pero de la construcción colonial resta aún la capilla, aparentemente
construida a fines del siglo XVIII. Sus ingenuos barroquismos, obviamente realizados “a
ojo” y de memoria por algún anónimo constructor, se limitan a dos medios óvalos cortados
en las diagonales del frontón en fachada, produciendo así una silueta mixtilínea, y en el
interior un singular retablo afacetado en mampostería. La capilla de Saldaña es lo que se
podría llamar “barroco recóndito rural neogranadino”.
Japio, Caloto, Cauca. La casa y trapiche (de cacao) de Japio llegaron a su máximo
desarrollo original en la segunda mitad del siglo XVIII. La casa colonial, de planta
compacta y volumetría similar a la de La Merced y El Hato está hoy rodeada de jardines
formales que datan del final del siglo XIX, al igual que el extenso acueducto sobre arcos de
ladrillo, una obra de ingeniería hidráulica de época republicana. La suerte de la casa ha sido
azarosa en el siglo XX. En 1917 fue demolida su capilla exenta luego de ser utilizada como
depósito. Esto del derribo de capillas rurales se tornó moda en la región, donde fueron
eliminadas también las de Cañasgordas, Pisojé y Puracé. La casa fue modernizada en la
década de los setenta, privándola de los recintos que conformaban las esquinas de la
edificación –lo cual alteró desfavorablemente el aspecto exterior de la misma– y dotándola
de una insólita escalera nueva “a juego” con la original.
Japio, Caloto, Cauca. La casa y trapiche (de cacao) de Japio llegaron a su máximo
desarrollo original en la segunda mitad del siglo XVIII. La casa colonial, de planta
compacta y volumetría similar a la de La Merced y El Hato está hoy rodeada de jardines
formales que datan del final del siglo XIX, al igual que el extenso acueducto sobre arcos de
ladrillo, una obra de ingeniería hidráulica de época republicana. La suerte de la casa ha sido
azarosa en el siglo XX. En 1917 fue demolida su capilla exenta luego de ser utilizada como
depósito. Esto del derribo de capillas rurales se tornó moda en la región, donde fueron
eliminadas también las de Cañasgordas, Pisojé y Puracé. La casa fue modernizada en la
década de los setenta, privándola de los recintos que conformaban las esquinas de la
edificación –lo cual alteró desfavorablemente el aspecto exterior de la misma– y dotándola
de una insólita escalera nueva “a juego” con la original.
Japio, Caloto, Cauca. La casa y trapiche (de cacao) de Japio llegaron a su máximo
desarrollo original en la segunda mitad del siglo XVIII. La casa colonial, de planta
compacta y volumetría similar a la de La Merced y El Hato está hoy rodeada de jardines
formales que datan del final del siglo XIX, al igual que el extenso acueducto sobre arcos de
ladrillo, una obra de ingeniería hidráulica de época republicana. La suerte de la casa ha sido
azarosa en el siglo XX. En 1917 fue demolida su capilla exenta luego de ser utilizada como
depósito. Esto del derribo de capillas rurales se tornó moda en la región, donde fueron
eliminadas también las de Cañasgordas, Pisojé y Puracé. La casa fue modernizada en la
década de los setenta, privándola de los recintos que conformaban las esquinas de la
edificación –lo cual alteró desfavorablemente el aspecto exterior de la misma– y dotándola
de una insólita escalera nueva “a juego” con la original.
Japio, Caloto, Cauca. La casa y trapiche (de cacao) de Japio llegaron a su máximo
desarrollo original en la segunda mitad del siglo XVIII. La casa colonial, de planta
compacta y volumetría similar a la de La Merced y El Hato está hoy rodeada de jardines
formales que datan del final del siglo XIX, al igual que el extenso acueducto sobre arcos de
ladrillo, una obra de ingeniería hidráulica de época republicana. La suerte de la casa ha sido
azarosa en el siglo XX. En 1917 fue demolida su capilla exenta luego de ser utilizada como
depósito. Esto del derribo de capillas rurales se tornó moda en la región, donde fueron
eliminadas también las de Cañasgordas, Pisojé y Puracé. La casa fue modernizada en la
década de los setenta, privándola de los recintos que conformaban las esquinas de la
edificación –lo cual alteró desfavorablemente el aspecto exterior de la misma– y dotándola
de una insólita escalera nueva “a juego” con la original.
Cañasgordas, Cali, Valle del Cauca. El “chorro” o baño de la casa de los señores presenta
una forma en ojo de cerradura, observable actualmente en excavaciones arqueológicas
realizadas en los grupos de casas artesanales de época islámica descubiertos en la Alhambra
granadina, y que datan de los siglos XI y XII. Un recuerdo arquitectónico renovado a
seiscientos años de su época de origen.
Cañasgordas, Cali, Valle del Cauca. La casa de Cañasgordas. data de comienzos del siglo
XVIII, con numerosas reformas y adiciones en ese siglo y el siguiente. Conserva el
trapiche, pero le fue demolida la capilla exenta, como se acostumbraba a comienzos del
siglo XX. Como la mayoría de las casas de hacienda de trapiche en el Valle del Cauca, es
de planta compacta (con prolongaciones) provista de las grandes galerías usuales en pisos
alto y bajo. Cañasgordas parece haber comenzado en el siglo XVII como una casa baja de
tramo único, creciendo luego al paso de las décadas. Los espacios dominantes en
Cañasgordas no son sus recintos sino sus galerías, donde transcurría la mayor parte de la
vida cotidiana de la casa.
El Abra, Zipaquirá, Cundinamarca. Definible como un caso límite entre una casa de
hacienda colonial modernizada y lo que en efecto es una casa de campo actual dotada de
una volumetría y localización tradicionales. El Abra pertenece al género ambiguo en el cual
habría que incluir las casas de Fute, Canoas, Cortés, Buenavista, La Conchita y otras
residencias campestres cundinamarquesas. La casa conserva la relación volumétrica más o
menos original con el espléndido lugar donde se localiza. La capilla y el muro atrial de
piedra son intervenciones modernas (década de los sesenta), siendo notable la alteración
provocada por este último en la organización de los espacios circundantes al frente de la
casa.
El Abra, Zipaquirá, Cundinamarca. Definible como un caso límite entre una casa de
hacienda colonial modernizada y lo que en efecto es una casa de campo actual dotada de
una volumetría y localización tradicionales. El Abra pertenece al género ambiguo en el cual
habría que incluir las casas de Fute, Canoas, Cortés, Buenavista, La Conchita y otras
residencias campestres cundinamarquesas. La casa conserva la relación volumétrica más o
menos original con el espléndido lugar donde se localiza. La capilla y el muro atrial de
piedra son intervenciones modernas (década de los sesenta), siendo notable la alteración
provocada por este último en la organización de los espacios circundantes al frente de la
casa.
El Abra, Zipaquirá, Cundinamarca. Resalta el contraste entre la elegancia del atrio con
bordillos y pináculos en piedra (plazas de Baeza o Ubeda, en Andalucía) y la discreta pero
evocadora modestia de los dos pequeños patios secundarios que retienen el carácter
tradicional.
El Abra, Zipaquirá, Cundinamarca. Resalta el contraste entre la elegancia del atrio con
bordillos y pináculos en piedra (plazas de Baeza o Ubeda, en Andalucía) y la discreta pero
evocadora modestia de los dos pequeños patios secundarios que retienen el carácter
tradicional.
El Abra, Zipaquirá, Cundinamarca. Resalta el contraste entre la elegancia del atrio con
bordillos y pináculos en piedra (plazas de Baeza o Ubeda, en Andalucía) y la discreta pero
evocadora modestia de los dos pequeños patios secundarios que retienen el carácter
tradicional.
Tilatá Chocontá, Cundinamarca. Datando aparentemente del siglo XVIII, Tilatá presenta
una atrayente volumetría que indica un crecimiento por etapas. Aunque no han faltado las
inevitables estructuras utilitarias surgidas al lado de casi todas las casas de hacienda
cundinamarquesas, la casa conserva en gran medida su notable implantación en un
territorio aún (1997) no invadido por canteras, fábricas o clubes campestres. Más
importante todavía, aún existe la envoltura espacial de muros y tapias que es vital
complemento de la casa.
Tilatá Chocontá, Cundinamarca. Datando aparentemente del siglo XVIII, Tilatá presenta
una atrayente volumetría que indica un crecimiento por etapas. Aunque no han faltado las
inevitables estructuras utilitarias surgidas al lado de casi todas las casas de hacienda
cundinamarquesas, la casa conserva en gran medida su notable implantación en un
territorio aún (1997) no invadido por canteras, fábricas o clubes campestres. Más
importante todavía, aún existe la envoltura espacial de muros y tapias que es vital
complemento de la casa.
Pisojé, alrededores de Popayán, Cauca. Parece haber sido construida en la segunda mitad
del siglo XVIII, reemplazando un humilde rancho en el mismo lugar, por quienes
levantaron también las de Coconuco y Yambitará, en la misma región, y Piedechinche, en
el Valle del Cauca. Este grupo de casas presenta idéntica tecnología constructiva y sistemas
estructurales, así como una organización espacial en planta compacta con generosas
galerías “incompletas” en sus frentes longitudinales. Tienen en común, además, una
sobreelevación parcial a modo de mirador.
Pisojé, alrededores de Popayán, Cauca. Pisojé está situada en un paraje en el cual se suman
prácticamente todos los elementos que conforman el paisaje regional: suaves colinas, cerros
más empinados, un río adyacente, panorama lejano de cordillera con volcanes y nieves
eternas, dramáticas puestas de sol. A fuerza de presenciar una y otra vez el espectáculo de
la precisa arquitectura de las casas de hacienda caucanas, se podría concluir que ese poético
sentido del lugar que las distingue se tornó en cierto modo en convencional. El reiterado e
invariable acierto de hacendados y constructores en el aprovechamiento de las posibilidades
ambientales de los lugares se hizo, al paso del tiempo, costumbre y tradición. Pisojé no fue
ajeno a las oleadas de vandalismo que recorren de vez en cuando el campo colombiano. Si
la casa ha escapado a una modernización incurable, la capilla exenta de la casa, similar a las
de Antón Moreno y Calibío, fue derribada para instalar en su lugar un “baño” para ganado
vacuno, con el argumento de que a menos de media legua de allí estaba la iglesia de La
Jimena, y que las almas se salvaban igual si se rezaba en la una o en la otra.
Pisojé, alrededores de Popayán, Cauca. Pisojé está situada en un paraje en el cual se suman
prácticamente todos los elementos que conforman el paisaje regional: suaves colinas, cerros
más empinados, un río adyacente, panorama lejano de cordillera con volcanes y nieves
eternas, dramáticas puestas de sol. A fuerza de presenciar una y otra vez el espectáculo de
la precisa arquitectura de las casas de hacienda caucanas, se podría concluir que ese poético
sentido del lugar que las distingue se tornó en cierto modo en convencional. El reiterado e
invariable acierto de hacendados y constructores en el aprovechamiento de las posibilidades
ambientales de los lugares se hizo, al paso del tiempo, costumbre y tradición. Pisojé no fue
ajeno a las oleadas de vandalismo que recorren de vez en cuando el campo colombiano. Si
la casa ha escapado a una modernización incurable, la capilla exenta de la casa, similar a las
de Antón Moreno y Calibío, fue derribada para instalar en su lugar un “baño” para ganado
vacuno, con el argumento de que a menos de media legua de allí estaba la iglesia de La
Jimena, y que las almas se salvaban igual si se rezaba en la una o en la otra.
Los Aposentos, Chocontá, Cundinamarca. Son varias las casas de hacienda en
Cundinamarca que llevan este nombre, el cual es también frecuente en Castilla y
Andalucía. Al comienzo del siglo XVIII existían haciendas Aposentos en Simijaca
(ilustrada en páginas anteriores), Sopó y Chocontá (la que se muestra aquí), y otras más
aparecieron en la región durante el siglo XIX. Al igual que con Casablanca, la proliferación
de ciertos nombres de propiedades rurales tendría las mismas razones que la abundancia de
Pedros o Juanes entre los pobladores españoles de la Nueva Granada. Los Aposentos, de los
alrededores de Chocontá, cuya edificación original parece datar de la primera mitad del
siglo XVIII, aunque la hacienda misma se conforma a mediados del XVII, carece del tono
académico “fuera de serie” de su homónimo de Simijaca y pertenece más al género
“clásico” de casa sabanera. Como tal, posee espléndidas proporciones modulares en las
columnatas de las galerías visibles aquí, y un delicado “acomodo” al paisaje circundante.
Parece ser que la casa original consistía solamente del tramo longitudinal visible a derecha,
lo cual asimilaría la casa al tipo de planta compacta con grandes galerías en sus lados
longitudinales. Esto corrobora la idea de que no existe una organización espacial de casas
de hacienda propia o típica de una región o zona climática en particular, puesto que las
casas de planta compacta existen desde el sur de la Nueva Granada hasta el altiplano
cundiboyacense. El crecimiento de la casa a través de las décadas se ha mantenido
afortunadamente dentro de límites volumétricos y una continuidad formal que hacen de Los
Aposentos uno de los ejemplos más depurados de casa de hacienda cundinamarquesa.
Los Aposentos, Chocontá, Cundinamarca. Son varias las casas de hacienda en
Cundinamarca que llevan este nombre, el cual es también frecuente en Castilla y
Andalucía. Al comienzo del siglo XVIII existían haciendas Aposentos en Simijaca
(ilustrada en páginas anteriores), Sopó y Chocontá (la que se muestra aquí), y otras más
aparecieron en la región durante el siglo XIX. Al igual que con Casablanca, la proliferación
de ciertos nombres de propiedades rurales tendría las mismas razones que la abundancia de
Pedros o Juanes entre los pobladores españoles de la Nueva Granada. Los Aposentos, de los
alrededores de Chocontá, cuya edificación original parece datar de la primera mitad del
siglo XVIII, aunque la hacienda misma se conforma a mediados del XVII, carece del tono
académico “fuera de serie” de su homónimo de Simijaca y pertenece más al género
“clásico” de casa sabanera. Como tal, posee espléndidas proporciones modulares en las
columnatas de las galerías visibles aquí, y un delicado “acomodo” al paisaje circundante.
Parece ser que la casa original consistía solamente del tramo longitudinal visible a derecha,
lo cual asimilaría la casa al tipo de planta compacta con grandes galerías en sus lados
longitudinales. Esto corrobora la idea de que no existe una organización espacial de casas
de hacienda propia o típica de una región o zona climática en particular, puesto que las
casas de planta compacta existen desde el sur de la Nueva Granada hasta el altiplano
cundiboyacense. El crecimiento de la casa a través de las décadas se ha mantenido
afortunadamente dentro de límites volumétricos y una continuidad formal que hacen de Los
Aposentos uno de los ejemplos más depurados de casa de hacienda cundinamarquesa.
Altamira, Tenjo, Cundinamarca. Es un buen ejemplo de la dimensión ambiental y
significados adicionales que una casa de hacienda adquiere al paso del tiempo, cuando su
carácter utilitario cede el lugar a otras razones para su conservación. Altamira parece ser
uno de los muchos nombres dados en el siglo XIX a propiedades y casas surgidas a raíz de
la desmembración de las haciendas más antiguas en la sabana de Bogotá y alrededores. En
una casa de dimensiones tan modestas como ésta, resulta aparente que para los
constructores de época colonial el tamaño físico de las construcciones no tenga importancia
conceptual. El acierto formal y ambiental que casi invariablemente lograban podía ser a
formato mínimo o enorme, sin que por ello debieran variar los materiales y técnicas
constructivas. En la arquitectura minimalista de Altamira los tejados no pueden ser más
expresivos (ni más bajos), ni su patio más reducido o más evocador.
Altamira, Tenjo, Cundinamarca. Es un buen ejemplo de la dimensión ambiental y
significados adicionales que una casa de hacienda adquiere al paso del tiempo, cuando su
carácter utilitario cede el lugar a otras razones para su conservación. Altamira parece ser
uno de los muchos nombres dados en el siglo XIX a propiedades y casas surgidas a raíz de
la desmembración de las haciendas más antiguas en la sabana de Bogotá y alrededores. En
una casa de dimensiones tan modestas como ésta, resulta aparente que para los
constructores de época colonial el tamaño físico de las construcciones no tenga importancia
conceptual. El acierto formal y ambiental que casi invariablemente lograban podía ser a
formato mínimo o enorme, sin que por ello debieran variar los materiales y técnicas
constructivas. En la arquitectura minimalista de Altamira los tejados no pueden ser más
expresivos (ni más bajos), ni su patio más reducido o más evocador.
Altamira, Tenjo, Cundinamarca. Es un buen ejemplo de la dimensión ambiental y
significados adicionales que una casa de hacienda adquiere al paso del tiempo, cuando su
carácter utilitario cede el lugar a otras razones para su conservación. Altamira parece ser
uno de los muchos nombres dados en el siglo XIX a propiedades y casas surgidas a raíz de
la desmembración de las haciendas más antiguas en la sabana de Bogotá y alrededores. En
una casa de dimensiones tan modestas como ésta, resulta aparente que para los
constructores de época colonial el tamaño físico de las construcciones no tenga importancia
conceptual. El acierto formal y ambiental que casi invariablemente lograban podía ser a
formato mínimo o enorme, sin que por ello debieran variar los materiales y técnicas
constructivas. En la arquitectura minimalista de Altamira los tejados no pueden ser más
expresivos (ni más bajos), ni su patio más reducido o más evocador.
Altamira, Tenjo, Cundinamarca. Es un buen ejemplo de la dimensión ambiental y
significados adicionales que una casa de hacienda adquiere al paso del tiempo, cuando su
carácter utilitario cede el lugar a otras razones para su conservación. Altamira parece ser
uno de los muchos nombres dados en el siglo XIX a propiedades y casas surgidas a raíz de
la desmembración de las haciendas más antiguas en la sabana de Bogotá y alrededores. En
una casa de dimensiones tan modestas como ésta, resulta aparente que para los
constructores de época colonial el tamaño físico de las construcciones no tenga importancia
conceptual. El acierto formal y ambiental que casi invariablemente lograban podía ser a
formato mínimo o enorme, sin que por ello debieran variar los materiales y técnicas
constructivas. En la arquitectura minimalista de Altamira los tejados no pueden ser más
expresivos (ni más bajos), ni su patio más reducido o más evocador.
Casablanca Sopó, Cundinamarca. En común con otras casas de hacienda de época colonial
en la región, ésta lleva los rasgos inequívocos de la predominancia dimensional de sus
tejados y la escasa altura de las galerías perimetrales en fachadas. Al igual que en Chaleche,
Sesquilé, Los Aposentos, Chocontá, o Fagua, Cajicá, las cubiertas y tejados de Casablanca
establecen la presencia de la casa en el paisaje y dominan por entero su volumetría, puesto
que sólo en época republicana, a mediados del siglo XIX, las fachadas (galerías y muros)
recobran importancia. Los constructores santafereños o sabaneros parecen haber levantado,
más que otras cosas, bellas y extensas cubiertas debajo de las cuales se podría, dado el caso,
refugiar una casa. El recurso genérico del tramo en dos pisos, realzado a la manera del de
Fagua y los de las casas de hacienda caucanas.
Casablanca Sopó, Cundinamarca. En común con otras casas de hacienda de época colonial
en la región, ésta lleva los rasgos inequívocos de la predominancia dimensional de sus
tejados y la escasa altura de las galerías perimetrales en fachadas. Al igual que en Chaleche,
Sesquilé, Los Aposentos, Chocontá, o Fagua, Cajicá, las cubiertas y tejados de Casablanca
establecen la presencia de la casa en el paisaje y dominan por entero su volumetría, puesto
que sólo en época republicana, a mediados del siglo XIX, las fachadas (galerías y muros)
recobran importancia. Los constructores santafereños o sabaneros parecen haber levantado,
más que otras cosas, bellas y extensas cubiertas debajo de las cuales se podría, dado el caso,
refugiar una casa. El recurso genérico del tramo en dos pisos, realzado a la manera del de
Fagua y los de las casas de hacienda caucanas.
El Hato de Córdova, Facatativá, Cundinamarca. Un buen ejemplo de las numerosas casas
de finca o hacienda construidas en el occidente y sur de la sabana de Bogotá entre el final
de la Colonia y las primeras décadas de la República, manteniendo las tradiciones de
organización espacial y lenguaje arquitectónico propios de la primera. Las casas de esta
época son ambiguas en su apariencia, teniendo en general carpintería de puertas y ventanas
propia de la segunda mitad del siglo XIX o comienzos del XX, habiendo sido aplicadas
éstas en muros que podrían ser de época indefinida. La relación casa-lugar es, en estos
ejemplos de carácter transicional, más genérica e indiferente que la que se observa en las
casas de finales del siglo XVII o comienzos del XVIII.
El Hato de Córdova, Facatativá, Cundinamarca. Un buen ejemplo de las numerosas casas
de finca o hacienda construidas en el occidente y sur de la sabana de Bogotá entre el final
de la Colonia y las primeras décadas de la República, manteniendo las tradiciones de
organización espacial y lenguaje arquitectónico propios de la primera. Las casas de esta
época son ambiguas en su apariencia, teniendo en general carpintería de puertas y ventanas
propia de la segunda mitad del siglo XIX o comienzos del XX, habiendo sido aplicadas
éstas en muros que podrían ser de época indefinida. La relación casa-lugar es, en estos
ejemplos de carácter transicional, más genérica e indiferente que la que se observa en las
casas de finales del siglo XVII o comienzos del XVIII.
Polmerán, Sotaquirá, Boyacá. Este es otro ejemplo de arquitectura ambigua. Puede ser,
indistintamente, una casa enteramente moderna, construida con algunos elementos
constructivos tradicionales, como serían las armaduras de cubierta en par y nudillo, o una
casa comparativamente antigua pero recientemente ampliada y reformada en gran medida.
La amplitud del patio interior y la manufactura de las armaduras de cubierta ilustradas, que
se aparta de las usanzas artesanales de la región, ejemplos de las cuales se ilustran en otras
páginas de este volumen, así lo indican. Como quiera que ello sea, en este género
arquitectónico, y en las presentes circunstancias, el fin (lograr un ambiente grato y
hermoso) justifica los medios.
Polmerán, Sotaquirá, Boyacá. Este es otro ejemplo de arquitectura ambigua. Puede ser,
indistintamente, una casa enteramente moderna, construida con algunos elementos
constructivos tradicionales, como serían las armaduras de cubierta en par y nudillo, o una
casa comparativamente antigua pero recientemente ampliada y reformada en gran medida.
La amplitud del patio interior y la manufactura de las armaduras de cubierta ilustradas, que
se aparta de las usanzas artesanales de la región, ejemplos de las cuales se ilustran en otras
páginas de este volumen, así lo indican. Como quiera que ello sea, en este género
arquitectónico, y en las presentes circunstancias, el fin (lograr un ambiente grato y
hermoso) justifica los medios.
Polmerán, Sotaquirá, Boyacá. Este es otro ejemplo de arquitectura ambigua. Puede ser,
indistintamente, una casa enteramente moderna, construida con algunos elementos
constructivos tradicionales, como serían las armaduras de cubierta en par y nudillo, o una
casa comparativamente antigua pero recientemente ampliada y reformada en gran medida.
La amplitud del patio interior y la manufactura de las armaduras de cubierta ilustradas, que
se aparta de las usanzas artesanales de la región, ejemplos de las cuales se ilustran en otras
páginas de este volumen, así lo indican. Como quiera que ello sea, en este género
arquitectónico, y en las presentes circunstancias, el fin (lograr un ambiente grato y
hermoso) justifica los medios.
El Chacal, Tenjo, Cundinamarca. Es una subdivisión, ocurrida al terminar el siglo XVII, de
la enorme propiedad de Tibabuyes, en el occidente de la sabana de Bogotá y los alrededores
de la población de Tenjo, Cundinamarca. La casa ilustrada aquí pudo haber sido construida
inmediatamente luego de la configuración de la hacienda, es decir, al comenzar el siglo
XVIII. A su vez, El Chacal fue subdividida en la segunda mitad del siglo XIX, por lo que
cabe suponer que la “republicanización” decorativa de la casa colonial tuvo lugar en las
últimas década de aquél. La casa de El Chacal retiene su bella localización, dominada por
la silueta de sus tejados, pero desprovista ya de la mayoría de las cercas y tapias
circundantes, es decir, de los límites de espacios complementarios dentro de los cuales se
inscribe su arquitectura.
La Loma, alrededores de Santa Fe de Antioquia. Se ilustran en estas y las siguientes
páginas dos casas de la misma región e idéntico nombre. ¿Es la casa que se incrusta en el
paisaje, o éste el que la invade? La casa de La Loma (nombre muy frecuente en una región
tan marcadamente montañosa) data en sus tramos originales del comienzo del siglo XVIII.
La exquisita integración de tejados, corredores y muros circundantes con el espacio natural
en torno a éstos, es el resultado de una profunda comprensión de lo esencial del paisaje y de
un prolongado y afectuoso cuidado de las formas construidas y la vegetación. La relación
expresada en estas imágenes es la de la casa y el lugar, pero también, y quizá la más
importante, la del hombre y el campo.
La Loma, alrededores de Santa Fe de Antioquia. Se ilustran en estas y las siguientes
páginas dos casas de la misma región e idéntico nombre. ¿Es la casa que se incrusta en el
paisaje, o éste el que la invade? La casa de La Loma (nombre muy frecuente en una región
tan marcadamente montañosa) data en sus tramos originales del comienzo del siglo XVIII.
La exquisita integración de tejados, corredores y muros circundantes con el espacio natural
en torno a éstos, es el resultado de una profunda comprensión de lo esencial del paisaje y de
un prolongado y afectuoso cuidado de las formas construidas y la vegetación. La relación
expresada en estas imágenes es la de la casa y el lugar, pero también, y quizá la más
importante, la del hombre y el campo.
La Loma, alrededores de Santa Fe de Antioquia. Se ilustran en estas y las siguientes
páginas dos casas de la misma región e idéntico nombre. ¿Es la casa que se incrusta en el
paisaje, o éste el que la invade? La casa de La Loma (nombre muy frecuente en una región
tan marcadamente montañosa) data en sus tramos originales del comienzo del siglo XVIII.
La exquisita integración de tejados, corredores y muros circundantes con el espacio natural
en torno a éstos, es el resultado de una profunda comprensión de lo esencial del paisaje y de
un prolongado y afectuoso cuidado de las formas construidas y la vegetación. La relación
expresada en estas imágenes es la de la casa y el lugar, pero también, y quizá la más
importante, la del hombre y el campo.
La Loma, alrededores de Santa Fe de Antioquia. Se ilustran en estas y las siguientes
páginas dos casas de la misma región e idéntico nombre. ¿Es la casa que se incrusta en el
paisaje, o éste el que la invade? La casa de La Loma (nombre muy frecuente en una región
tan marcadamente montañosa) data en sus tramos originales del comienzo del siglo XVIII.
La exquisita integración de tejados, corredores y muros circundantes con el espacio natural
en torno a éstos, es el resultado de una profunda comprensión de lo esencial del paisaje y de
un prolongado y afectuoso cuidado de las formas construidas y la vegetación. La relación
expresada en estas imágenes es la de la casa y el lugar, pero también, y quizá la más
importante, la del hombre y el campo.
La Loma, segunda casa con este nombre, alrededores de Titiribí, Antioquia. La localización
de la casa en un paraje de abrupta topografía bordea lo teatral. La casa invade el lugar
haciendo uso de los mismos recursos arquitectónicos que le permitirían estar en el paisaje
plano del Valle del Cauca o en el altiplano boyacense, incluyendo sus amplios tejados y
galerías exteriores, así como el tradicional patio interior. La casa en una loma en cercanías
de Titiribí fue, como la primera, construida en el siglo XVIII, en la región neogranadina
donde se conformó la mayoría de haciendas mixtas de tipo análogo a las de México:
mineras y agrícolas a la vez. Muchas de ellas, por la gran dificultad de acceso desde los
pueblos, adquirieron carácter, mobiliario y usanzas pseudo-urbanos, puesto que sus
propietarios preferían vivir en ellas durante temporadas muy prolongadas a emprender
reiteradamente las azarosas expediciones a las cabeceras de provincia. Esta tuvo por ello
mismo, y al igual que otras en la región antioqueña, un tratamiento ecléctico interior de
época republicana.
La Loma, segunda casa con este nombre, alrededores de Titiribí, Antioquia. La localización
de la casa en un paraje de abrupta topografía bordea lo teatral. La casa invade el lugar
haciendo uso de los mismos recursos arquitectónicos que le permitirían estar en el paisaje
plano del Valle del Cauca o en el altiplano boyacense, incluyendo sus amplios tejados y
galerías exteriores, así como el tradicional patio interior. La casa en una loma en cercanías
de Titiribí fue, como la primera, construida en el siglo XVIII, en la región neogranadina
donde se conformó la mayoría de haciendas mixtas de tipo análogo a las de México:
mineras y agrícolas a la vez. Muchas de ellas, por la gran dificultad de acceso desde los
pueblos, adquirieron carácter, mobiliario y usanzas pseudo-urbanos, puesto que sus
propietarios preferían vivir en ellas durante temporadas muy prolongadas a emprender
reiteradamente las azarosas expediciones a las cabeceras de provincia. Esta tuvo por ello
mismo, y al igual que otras en la región antioqueña, un tratamiento ecléctico interior de
época republicana.
La Loma, segunda casa con este nombre, alrededores de Titiribí, Antioquia. La localización
de la casa en un paraje de abrupta topografía bordea lo teatral. La casa invade el lugar
haciendo uso de los mismos recursos arquitectónicos que le permitirían estar en el paisaje
plano del Valle del Cauca o en el altiplano boyacense, incluyendo sus amplios tejados y
galerías exteriores, así como el tradicional patio interior. La casa en una loma en cercanías
de Titiribí fue, como la primera, construida en el siglo XVIII, en la región neogranadina
donde se conformó la mayoría de haciendas mixtas de tipo análogo a las de México:
mineras y agrícolas a la vez. Muchas de ellas, por la gran dificultad de acceso desde los
pueblos, adquirieron carácter, mobiliario y usanzas pseudo-urbanos, puesto que sus
propietarios preferían vivir en ellas durante temporadas muy prolongadas a emprender
reiteradamente las azarosas expediciones a las cabeceras de provincia. Esta tuvo por ello
mismo, y al igual que otras en la región antioqueña, un tratamiento ecléctico interior de
época republicana.
Rastrojogrande, La Virginia, Antioquia. Construida, al menos en parte, durante el siglo
XVIII, la casa tuvo durante el XIX las transformaciones usuales señaladas a propósito de
otras arquitecturas rurales en la región antioqueña, sumadas a no pocas ampliaciones de
vanos y otras modernizaciones más o menos inevitables. El frente longitudinal de la casa
conserva una placentera rusticidad que, si no es original, al menos resulta muy antigua.
Nótense los largos aleros y, en primer plano, un apeadero para descender del caballo o el
coche. Ocasionalmente es posible observar uno de éstos en algunos cortijos andaluces
donde se crían o se mantienen caballos.
Rastrojogrande, La Virginia, Antioquia. Construida, al menos en parte, durante el siglo
XVIII, la casa tuvo durante el XIX las transformaciones usuales señaladas a propósito de
otras arquitecturas rurales en la región antioqueña, sumadas a no pocas ampliaciones de
vanos y otras modernizaciones más o menos inevitables. El frente longitudinal de la casa
conserva una placentera rusticidad que, si no es original, al menos resulta muy antigua.
Nótense los largos aleros y, en primer plano, un apeadero para descender del caballo o el
coche. Ocasionalmente es posible observar uno de éstos en algunos cortijos andaluces
donde se crían o se mantienen caballos.
Rastrojogrande, La Virginia, Antioquia. Construida, al menos en parte, durante el siglo
XVIII, la casa tuvo durante el XIX las transformaciones usuales señaladas a propósito de
otras arquitecturas rurales en la región antioqueña, sumadas a no pocas ampliaciones de
vanos y otras modernizaciones más o menos inevitables. El frente longitudinal de la casa
conserva una placentera rusticidad que, si no es original, al menos resulta muy antigua.
Nótense los largos aleros y, en primer plano, un apeadero para descender del caballo o el
coche. Ocasionalmente es posible observar uno de éstos en algunos cortijos andaluces
donde se crían o se mantienen caballos.
La Casa de Hacienda colombiana

Texto de: Germán Tellez

El final del período colonial se puede situar, para el territorio colombiano, entre 1819 y
1830. Hasta entonces lo correcto es hacer referencia a las casas de hacienda coloniales
como siendo Neogranadinas, es decir, levantadas en territorio del Nuevo Reino de Granada.
De esas fechas en adelante, tanto las edificaciones nuevas como las transformaciones
operadas en las de época anterior se pueden llamar Colombianas con toda propiedad puesto
que, cronológicamente, se inicia allí el período formativo de la nueva nación y con él la
gran transformación de todo cuanto se construyó en el campo de lo que se llamaría
sucesivamente Estado de la Nueva Granada, Confederación Granadina, Estados Unidos de
Colombia, y por último, ya en 1886, República de Colombia. Escapa a los límites del
presente estudio la esquematización del complejo proceso histórico-político que implica el
paso de la Colonia a la independencia de la hasta entonces provincia española de Ultramar,
pero en lo que respecta a la arquitectura rural se pueden hacer algunas precisiones.

En la realidad campestre los cambios socioeconómicos de la transición política fueron


menos notables, y en algunos aspectos, inexistentes. A través de la historia, el mundo rural
ha sido tradicionalmente reacio al cambio social. La tesis de que lo único concreto logrado
por las guerras de independencia del siglo XIX en la Nueva Granada fue un cambio de
funcionarios en la burocracia y el paso del poder político regional de los españoles a sus
equivalentes neogranadinos, ha resultado cada vez más valedera, a medida que los estudios
de nueva ideología diluyen la versión “oficial” de la “historia patria”. Las jerarquías de
clases sociales, ahora con diferentes etiquetas, permanecieron mayoritariamente intactas. El
régimen de tenencia de la tierra, la condición del campesino, el aparcero, el colono y el
terrateniente no presentaron cambios significativos o éstos fueron marginales. Los sistemas
económicos de producción y abastecimiento continuaron los lineamientos establecidos
durante la Colonia, presentando cambios muy lenta y superficialmente. Las guerras de
independencia determinaron la desaparición o exilio de muchos terratenientes y burgueses
españoles o criollos, y en reemplazo de éstos comenzaron a surgir grupos sociales nuevos
que no modificaron sensiblemente las actitudes tradicionales respecto de la propiedad y
usufructo de la tierra.

El fraccionamiento de grandes propiedades rurales continuó como en las últimas épocas de


la Colonia, pero no está probado que aumentara sensiblemente durante la República. Prueba
de ello es que aún hoy (1997) el latifundio y el más estrecho minifundio continúan
coexistiendo en el campo colombiano. En regiones como la costa caribeña, el Cauca, los
llanos orientales o del Huila y el Tolima, los latifundios de origen colonial se mantuvieron
en proporción mayoritaria durante todo el siglo XIX, pese a que muchos se subdividieron al
pasar de propietarios españoles a criollos. La inestabilidad sociopolítica del siglo XIX en
territorio colombiano, marcada por numerosas guerras civiles y luchas interregionales, obró
para tornar más lento o nulo el desarrollo económico de zonas que habían presentado una
limitada producción agropecuaria durante la Colonia. Bastaba una breve pero sangrienta
guerra civil para arrasar con la mano de obra rural de toda una región, y el despoblamiento
del campo colombiano se planteó así como un fenómeno inevitable e ininterrumpido, junto
con su secuela de concentración poblacional en las ciudades y pueblos. En resumen, al
relativo orden económico colonial y autoritario (aun con todas sus fallas y limitaciones) no
sucedió, en Colombia, otro orden de marca protocapitalista o cualquier otra. La impresión
de conjunto que se tiene del examen de los estudios ya muy abundantes sobre la época es la
de un aparente desorden general, en medio del cual se perciben algunas continuidades
derivadas de hechos o tendencias de época colonial, como sería el acaparamiento de tierras
improductivas, la escasa tecnificación agrícola, la acción parasitaria de intermediarios entre
quienes trabajaban la tierra y los mercados posibles para la producción, las dificultades de
acceso y transporte en las regiones donde primaba la ganadería, etc.

La aparición en Colombia de lo que en Europa y los Estados Unidos se conoció como la


“revolución industrial” fue tardía, lenta y confusa. Entre los fenómenos nuevos que
afectaron decisivamente la estructura física del campo colombiano se podría citar el
desarrollo siempre difícil o trunco, de los ferrocarriles. Las vías férreas, junto con la
minería a gran escala y campo abierto, cambiaron para siempre, y no necesariamente para
bien, la fisonomía del paisaje de muchas regiones colombianas, y más de una casa de
hacienda colonial pasó a tratar de coexistir con un minidesierto en torno suyo. El sueño
capitalista del ferrocarril era el de la apertura de regiones hasta ahora inalcanzables para
transportar aludes de productos que no tardarían en fluir de la inmensa cornucopia
colombiana. Que la verdadera historia de esa esforzada red de vías férreas atravesando
heroicamente una geografía de pesadilla resultara en la realidad muy diferente de la que
planteaban los dirigentes políticos en la teoría, es tema para otra discusión. Más de un
trazado ferrocarrilero colombiano se hizo para satisfacción de hacendados convertidos o no
en caciques políticos de época republicana, serpenteando por entre las haciendas de época
colonial, a cuyos dueños había que comprar, a precios exorbitantes, una buena franja de
terreno o los derechos de paso para las carrileras. Apócrifa pero representativa de la época
es la leyenda del trazado de la vía férrea Girardot-Tolima-Huila. Al pasar por el latifundio
de algún lejano descendiente colombiano de sabe Dios qué ignoto encomendero español, el
trazado de los rieles estaba a cargo del hijo mayor (el mayorazgo) del terrateniente, quien,
siguiendo la nueva usanza de las clases pudientes de la joven república, había sido enviado
a los Estados Unidos a estudiar ingeniería (o como se llamara eso de los teodolitos y los
dibujos en papel de lino). “Si será bruto ese guámbito (muchacho) mío… –se lamentaba el
terrateniente ante sus amigos–. Se le ocurre pasar las vías del tren por en medio de la sala
de la casa vieja de la hacienda…”. Algún tiempo luego, el joven ingeniero, luego de
replantear sus trazados científicos, anunció sus conclusiones al jefe de familia : “Padre!
Ahora ya no pasa la vía del tren por el salón de la casa vieja!… Logré que atraviese por la
cocina y el comedor de los peones…”. En el inevitable choque triple entre las nuevas
tecnologías, el “progreso” y lo tradicional, ya se sabe quién lleva la peor parte. Las viejas
casas de hacienda, las más de las veces, perdieron la discusión, primero ante los
ferrocarriles, décadas más tarde ante las carreteras, y por último, fueron asfixiadas por el
apocalíptico crecimiento urbano de las ciudades colombianas.

La República heredó lo que geográfica y económicamente le deja la Colonia, incluyendo el


hecho fundamental de que las tierras más adecuadas, climática y demográficamente, para la
agricultura y la ganadería, tendrán una mayor concentración de haciendas consolidadas, y
por lo tanto, de casas de hacienda de buena calidad arquitectónica. Tal es el caso del
altiplano cundiboyacense, el Cauca y Valle del Cauca, regiones que incluyen un 80% de las
casas de hacienda coloniales ilustradas en el presente volumen. Sin embargo, ésta no es una
regla carente de excepciones. Regiones tan aptas para la ganadería y/o la agricultura como
el Valle de Upar, las llanuras del Magdalena, la llamada “depresión momposina”, las
llanuras de Casanare o del Tolima y el Huila, las cuales tuvieron cierto nivel de explotación
y desarrollo, no registran la presencia de casas de hacienda tan notables como las que
sobreviven en el Valle del Cauca o Boyacá. Lo que ocurre es claro: no siempre los
hacendados coloniales estimaron conveniente o necesario residir de modo permanente en
parajes rurales de clima extremo cuando podían hacerlo fácil y económicamente en alguna
ciudad o pueblo más o menos próximo, como sería el caso de Mompox. Los latifundios en
la región circunvecina a esta ciudad apenas llegarían a tener algún cobertizo de palma o
rancho de bahareque para el mayordomo y los vaqueros, como lo señala Orlando Fals
Borda en su Historia doble de la Costa36.. Aún en las regiones del país donde se sitúan las
mejores casas de hacienda coloniales, y como se indicó anteriormente, la aparición de éstas
fue lenta y tardía.

El ejemplo de la región antioqueña es más ambiguo. Dotada de una geografía montañosa


que favorecía la minería pero mucho menos la agricultura o la ganadería, tuvo un desarrollo
económico colonial aparte de otras zonas adyacentes, como las llanuras de la costa
caribeña. La tendencia de los pobladores allí fue muy marcadamente doble, quizá en razón
de las dificultades topográficas para las comunicaciones y transporte terrestre, así como el
hecho de la muy difundida actividad comercial de muchos de ellos: residir en los poblados
o ciudades como Santa Fe o Rionegro pero tener también casas de hacienda, aunque éstas
no llegaron a ostentar una arquitectura tan significativa como, por ejemplo, las del Valle del
Cauca. Cuando se requieren largas y dificultosas jornadas para ir de una ciudad hasta una
hacienda perdida en algún paraje de las montañas o los valles antioqueños, conviene tener
en ambos extremos del viaje lugares propios para el descanso y las costumbres cotidianas.
El advenimiento de la República cambió muy poco la situación descrita anteriormente, en
lo tocante a la geografía económica colombiana. Aún hoy la distribución regional de
haciendas agrícolas y ganaderas continúa los lineamientos coloniales, pese a la
diversificación de cultivos y desarrollo económico propios del siglo XX. Existe, sin
embargo, una notable excepción a la anterior regla general: lo que se ha dado en llamar la
“colonización antioqueña” de la región central (montañosa) del país, a partir de la segunda
mitad del siglo XIX, es decir, en pleno período formativo de la nación colombiana, y contra
todos los factores políticos y socioeconómicos imaginables. Lo de “antioqueña” es un
explicable regionalismo, puesto que una mayoría de los colonos que decidieron “abrir”
territorios agrestes y despoblados eran gente oriunda de las regiones centro y sur de
Antioquia. Las expresiones arquitectónicas de lo que en realidad vino a ser una
colonización sobre otra muy anterior pero bastante más tenue, fueron mayoritariamente
urbanas. Las zonas rurales del centro del país colombiano vieron surgir nuevas actividades
agrícolas aparte de las ya tradicionales, y así, aunque el cultivo del café ya era conocido al
final del período colonial, éste cobraría un impulso imprevisible y extraordinario en el siglo
XIX, dentro de los límites geográficos de las regiones antioqueña y lo que eventualmente se
conocería en la República como el “viejo” Departamento de Caldas. Allí se hallaron las
condiciones climáticas y geográficas ideales para el cultivo selectivo del café, de origen
africano y traído al Nuevo Mundo por la vía del Brasil. El café se tornó, en breves décadas,
en el factor socioeconómico dominante en la productividad del centro del país colombiano,
favorecido por la conformación de mercados internacionales para el grano y la creación de
grandes capitales en torno al cultivo y mercadeo de aquél.

Cabe señalar aquí que la inclusión de sólo dos ejemplos de casas de fincas o haciendas
cafeteras en el contenido del presente volumen obedece a que su considerable mérito e
interés requería un estudio aparte, el cual en efecto ha tenido lugar en La Arquitectura de la
colonización antioqueña37., serie de volúmenes dirigidos por el arquitecto Néstor Tobón.
Aparte de lo anterior, la casa de finca cafetera tuvo unos orígenes y desarrollo muy
diferentes de los que presentó la conformación de la cultura agropecuaria colonial, además
de ocurrir en regiones escasamente ocupadas y explotadas durante la dominación española.
El cultivo y mercadeo del café en Colombia es un hecho socioeconómico de índole
protocapitalista, inscrito en circunstancias históricas totalmente diversas de las que
mediaron en el inicio de la Colonia. La hacienda colonial deriva de nociones medievales de
tenencia y explotación de las tierras. La finca cafetera carece de tal origen. Se puede decir
que la arquitectura rural de la colonización del centro del país en el siglo XIX es un
remolino singular y atípico dentro del contexto general de la corriente histórica que lleva de
la Colonia a la República. Y también que la casa de finca cafetera antioqueña o quindiana
no se puede considerar simplemente una rama del árbol genealógico de la casa de hacienda
colonial, sino una especie arquitectónica original de la región, aunque dotada de ciertos
inevitables y muy genéricos rasgos espaciales en común con la primera y compartidos con
otras regiones centroamericanas y del Caribe donde se difundió el mismo cultivo. El
hacendado de los siglos XVII y XVIII en el Cauca o Boyacá tiene muy poco, o casi nada,
en común con el cultivador de café del XIX o el XX en el Quindío. El lugar que ocupan o
el papel que desempeñan uno y otro en los sistemas socioeconómicos de la Colonia y la
República no puede ser más diverso. Sus casas rurales, por lo tanto, reflejan esas
considerables diferencias.
Durante el período que ha recibido el apodo de “republicano”, es decir, el que va del final
del primer tercio del siglo XIX hasta la tercera década del XX en territorio colombiano,
muchas –aunque no todas– de las casas de hacienda de época colonial pasaron, en mayor o
menor grado, por un proceso de transformación formal y tecnológica que mal podía haber
existido durante la Colonia. Por otra parte, era lógica la aparición de cierto número de casas
de hacienda nuevas, es decir, construidas luego del primer tercio del siglo XIX, en un
lenguaje formal y técnico decisivamente distinto de lo establecido por las tradiciones
coloniales. Estos dos fenómenos arquitectónicos conforman lo que podría llamar la marca
distintiva de la época.

La transformación, ante todo interior, pero que eventualmente afectó también la volumetría
exterior de las casas de hacienda, iniciada en el siglo XIX, tuvo orígenes muy diversos de
los que se indicaron a propósito de la construcción de época colonial. El eclecticismo –la
escogencia y mezcla de elementos o motivos arquitectónicos de múltiples y abigarradas
procedencias– que reemplazó la unanimidad formal dominante hasta entonces, no tuvo un
origen tecnológico o tradicional sino comercial y superficialmente estético. Las
mescolanzas eclécticas llegadas a Colombia no fueron fruto de un consenso social o de
arraigadas costumbres sino de imposiciones económicas por parte de la industria y el “libre
comercio” de algunos países europeos (Francia, Inglaterra, Italia y en menor grado,
Alemania e incluso la misma España), así como los Estados Unidos. La arquitectura rural
era ahora un frente de consumo para productos masificados por la “revolución industrial”.

Se ha querido ver, en la simple rebatiña comercial del siglo XIX para imponer en el nuevo
país colombiano el uso de ciertos materiales decorativos y de construcción, una presunta
búsqueda de identidad social y política relacionada con vagas simbologías arquitectónicas.
Se han vislumbrado tendencias y “vertientes” estéticas en la mera fluctuación aleatoria del
nuevo fenómeno de la moda frívola, transpuesto mal que bien del vestir a la
arquitectura38.. Todo ello no pasa de ser un bondadoso intento historiográfico y crítico de
“mejorar” (o tomar demasiado en serio) arquitecturas que no pasan mucho de lo ordinario y
superficial, o de tornar profundo lo que, aun con buena voluntad, no va más allá de lo
simplemente ameno o divertido. A la casa colonial de hacienda, como a su congénere de
pueblo o ciudad, le fueron aplicados cielos rasos planos en pesadas tortas de cal y arena
embadurnadas sobre soportes de cañas o guadua (bambú), y en las superficies así logradas
surgieron rosetones, molduras, medallones, cornisas y cuanto se les ocurriera,
indiscriminadamente, a quienes vendían y aplicaban decoración en yeso, “el mármol del
pobre”, o en papier-mâché (papel mojado, aplastado y moldeado). Se ocultaron así tras una
máscara burguesa los “pobres palos de las armaduras de cubiertas coloniales y se perdió la
humilde y bella espacialidad interior de las casas de hacienda”. La rústica superficie de
muros interiores recibió un apresto de “cola de carpintero” y luego, adherido con engrudo
(pegante de almidón), el acabado universal del papel de colgadura, “la decoración mural del
pequeño burgués”. Las alfombras “persas” suplantaron las esteras de esparto tendidas sobre
los adobes o ladrillos de pisos. Sobre los modestos ladrillos o rústicos tablones (o en lugar
de ellos) aparecieron los pisos en primorosos parquets en maderas francesas. Luego
sobrevino la invasión de las fachadas exteriores mediante canales, cornisas, bajantes, etc. en
latón, “el bronce del pobre”.
En resumen, la arquitectura rural no podía escapar al aburguesamiento industrializado ni a
la versión subdesarrollada de cuanto rezago o “colilla” estéticos fuesen de fácil adquisición
en el extranjero. Se trataba de la complicada transición de la construcción artesanal a la
arquitectura de catálogo, que se podía pedir al almacén especializado, directamente a
Europa o a los Estados Unidos. No habría que olvidar la asombrosa transición campestre de
la letrina en el “patio de atrás” al “cuarto de baño” francés, ni los efectos de la aparición de
tecnologías tan exóticas como las tuberías de hierro galvanizado o de gres. O de los efectos
de la importación de máquinas para cortar molduras de madera y doblar barras de hierro
sobre las modestas puertas de tablones mal cepillados y ventanas con cuero de vaca en
lugar de vidrios de las casas de hacienda.

La entrada de las casas campestres coloniales a la modernidad tuvo la misma equívoca


torpeza de la repentina y torpe irrupción de algún hacendado vestido de ruana y sombrero
de jipa en una tertulia donde todos los asistentes lucían levitón francés y sombrero hongo
británico. Para el final del siglo XIX la antigua casa de hacienda había pasado de ser una
noble, eficaz y humilde herramienta de trabajo, a la imprevisible categoría de símbolo o
insignia de clase social. No se debe olvidar, eso sí, que en capítulo anterior de este volumen
se estableció que la historia de las casas de hacienda consiste en el cambio formal y
dimensional casi continuo e indefinido de éstas, por adición o sustracción, por lo cual no se
pueden asignar a éstas “formas finales” ni pronunciarse sobre presuntas “construcciones
originales”. Resulta lógico ahora suponer que las transformaciones ocurridas en aquéllas en
época republicana son simplemente episodios pertenecientes a esa sucesión de
metamorfosis. Asunto bien diferente son los juicios críticos o las elecciones de gustos que
se pueden hacer sobre las calidades estéticas o ambientales asignables a las épocas colonial
o republicana en unas u otras casas de hacienda.

Lo anterior no fue en modo alguno exclusivo de Colombia. El mismo proceso, a un nivel


cualitativo (y económico) muy superior, se produjo también en México y en el Brasil,
favorecido por la conformación de núcleos sociales cuya aristocracia y poder se basó en
enormes riquezas comerciales e industriales manejadas a escala internacional. Examínense
algunas casas de hacienda de época republicana (o coloniales pero “republicanizadas” hasta
las últimas consecuencias) en territorio colombiano y se verá, por ejemplo, en La Julia,
Valle del Cauca, La Ramada o El Corzo, Cundinamarca, las cuales son remodelaciones
republicanas de casas coloniales, la magnitud de las transformaciones operadas sobre
aquéllas durante el final del siglo XIX y el comienzo del XX. Ciertos ejemplos de casas de
hacienda netamente republicanas tales como La Industria o Piedragrande, Valle del Cauca y
Buenavista o El Noviciado, Cundinamarca39., todas las cuales reemplazaron edificaciones
coloniales o fueron levantadas en las vecindades de éstas, permiten establecer la existencia
de rasgos arquitectónicos comunes entre ellas. El más notable es, sin duda, el abandono de
los esquemas de organización espacial tradicionales, con su informalidad geométrica
generada por las usanzas familiares, las necesidades concretas y los hábitos cotidianos, en
favor de ordenaciones volumétricas y organización de ambientes basados en la imposición
de principios geométricos abstractos como es la simetría con respecto a un eje central
único, en dos o tres dimensiones. Es raro, o excepcional, detectar en una casa de hacienda
colonial algún indicio o intención simetrizante, pues ¿qué sentido o utilidad le podría hallar
un hacendado del siglo XVII o XVIII a una casa en la cual habría exactamente el mismo
número, tamaño y disposición de dependencias a un lado y otro de una línea imaginaria que
pasara por la mitad del patio y de las caballerizas? Sin embargo, muchas de ellas y casi
todas las de época republicana ostentan actualmente caminos de acceso que, en lugar de
contornear la casa, como se usaba tradicionalmente, para entrar “por atrás”, llegan a la
fachada principal de ésta en su centro, y requieren una escalera y un vano de entrada en la
galería del frente, los cuales cortan decisivamente la continuidad física y ambiental de ésta.
Véase, a este respecto, la entrada principal de la casa de La Sierra (El Paraíso) así como la
fina simetría de fachada de La Industria. Sin duda, de un modo vago e indefinible, la noción
de “elegancia”, de refinamiento formal hizo su ingreso a la historia de las casas de hacienda
colombianas.

En una casa colonial no intervenida en época republicana como Fusca, todavía es posible el
recorrido original de la llegada a caballo, el acceso a la casa por el corredor trasero, para
salir al patio central, contorneando éste y pasando a través del salón principal, para salir por
último a la galería del frente, desde la cual se capta el panorama de la sabana de Bogotá. En
El Paraíso, en cambio, el acceso tiene lugar de espaldas a la vista magnífica del Valle del
Cauca, y sin recorrer y percibir previamente la casa, de un modo propio de turista, pero no
de habitante de aquélla.

En casas de hacienda que datan de la segunda mitad del siglo XIX, como Buenavista, Cota,
Cundinamarca, la cual fue construida a cierta distancia de la casa colonial del mismo
nombre (actualmente irreconocible o prácticamente inexistente), el esquema espacial fue
establecido previa y deliberadamente a base de un eje longitudinal y una fachada
rigurosamente simétrica, como lo fueron los espacios de los salones originales antes de ser
desafortunadamente modernizados para crear un ambiente único. La simetría en este caso
no es una superposición a lo existente sino un rasgo original, creado para un burgués de
clase social alta cuyo nivel de cultura ya presentaba visos cosmopolitas, y tenía una idea
más snob y novedosa sobre la nueva casa por construir en Buenavista. En lugar de casa de
hacienda, o además de ello, ésta debía ser casa de campo, con la elegancia insólita en la
sabana de Bogotá de una alameda bordeada de cipreses traídos de Francia, una portada con
reja en hierro forjado y un patio para la llegada en coche, simétrico también, delante del
acceso principal. La transformación estético-social de las casas de hacienda alcanzó así su
punto culminante en las tres últimas décadas del siglo XIX.

El ingreso de las casas de hacienda, republicanizadas o no, a la modernidad rural del campo
colombiano supone un problema arquitectónico insoluble. El paso de una casa colonial a la
era republicana era posible puesto que las superposiciones de elementos y criterios
arquitectónicos implícitos podían tener lugar sin borrar por completo o contrastar
violentamente con lo existente, o lo antiguo. Las modernizaciones realizadas en las décadas
de los sesenta a los ochenta (del siglo XX) en casas de la sabana de Bogotá, Boyacá o el
Valle del Cauca, en cambio, plantearon toda clase de imposibles tales como el intento
absurdo de conciliación entre los ambientes penumbrosos dotados de pequeñas ventanas y
la destrucción de gruesos muros de adobe para insertar en ellos los enormes ventanales de
la nueva arquitectura. Esa brutal alteración de las relaciones entre interior y exterior de las
viejas casas es el equivalente, guardadas las proporciones, de los matrimonios de actrices
de cine ya muy averiadas por el paso de los años con apuestos efebos cada vez más jóvenes
y más inexpresivos. La estética de esos lamentables encuentros entre el pasado y el futuro
no puede ser más deprimente.

Sin duda, lo más grave que le puede ocurrir a una casa de hacienda durante el proceso de
modernización de reciente data es la pérdida o desfiguración del lugar donde se localiza, es
decir, de su inmediato entorno. Esto afecta la característica más importante de la casa de
hacienda, como es su relación entre ella misma y el espacio natural que la rodea. La tala de
árboles añosos y la demolición de muros circundantes son los principales ataques
vandálicos a los lugares propios de las casas de hacienda. Lo primero tiene lugar con el
pretexto de “despejar” un área en torno a la casa para instalar jardines “diseñados” y
estacionamientos para automóviles; lo segundo, para eliminar los obstáculos que “impiden
ver la vista”. Esto es el complemento de las ventanas modernas como de pecera, dado que
con frecuencia la apertura de grandes vanos en fachada revela la fastidiosa presencia
próxima de muros de cerramiento antiguos, los cuales ciertamente impiden apreciar las
vacas Holstein pastando a centenares de metros más lejos. Es cierto que algunas pocas
casas de hacienda, las menos, han logrado conservar milagrosamente su entorno, que otras
han adquirido a su alrededor bellos jardines de corte moderno, pero un número enorme de
ellas perdió para siempre la fisonomía y el ambiente del lugar donde se localizaron. Sin
éste, la casa de hacienda es otra edificación más, indiferente en su apariencia. Quizá los
“mejores” y más dolorosos ejemplos de lo anterior son el destrozo integral del entorno de la
casa de Santillana, Tibasosa, Boyacá, mediante el paso de una carretera y la construcción
de un “polideportivo”, y la mutilación de los hermosos muros de cerramiento de la casa de
Suescún, Tibasosa, para instalar los lúgubres corrales de una cría de toros de lidia.

Las inserciones llevadas a cabo con el ánimo de “mejorar” o decorar los ambientes
interiores o la apariencia exterior de casas de hacienda de época colonial son otros tantos
indicios de los equívocos culturales y estéticos característicos de las clases sociales
colombianas. Los modestos aleros coloniales fueron reemplazados por voladizos en
cemento y parecen estar apoyados sobre canes de madera totalmente decorativos, cortados
en perfiles a cual más amanerado. Insólitos elementos estructurales o decorativos de la
arquitectura religiosa surgieron como fantasmas de otras épocas, a veces en cómicos
batiburrillos de columnas, ménsulas, tirantes, cuadrales y “lazos sevillanos” en medio de
salones y alcobas. No hay que olvidar que el presente es la época del expositorio-bar, el
retablo-tocador, el oratorio-estudio, la caballeriza-gimnasio deportivo, de la troje-taller de
reparación de maquinaria agrícola. Otros tiempos, definitivamente…

Un caso excepcional sería la extrema modernización (1977-79) de la casa colonial de


Cortés, Bojacá, Cundinamarca, la cual ya había sido previamente “republicanizada” a
comienzos del siglo XX. Allí se conservó, mal que bien, la volumetría exterior y el
esquema espacial de lo existente, pero el lenguaje arquitectónico resultante es una difícil
amalgama entre lo contemporáneo y lo neo-colonial. Ciertamente, no hay lugar a equívoco
sobre la arquitectura actual de la casa de Cortés.

Quizá como una reacción nostálgica o tradicionalista contra el eclecticismo de fines del
siglo XIX y comienzos del XX fueron construidas en Antioquia, el Cauca y el Valle del
Cauca algunas casas de hacienda o finca que son exactamente el extremo opuesto a la
modernización señalada en Cortés. Como si el pasado fuera recuperable junto con las
formas construidas asociadas a éste, se pasó en algunos casos de la simple incorporación de
“detalles” falso-antiguos a la construcción completa de edificaciones rurales utilizando
exclusivamente las técnicas y materiales tradicionales de fines del siglo XVIII, con lo cual
lo que podría haber sido evocativo o alusivo descendió al nivel de mimesis o imitación
banal. El ejemplo más destacado de tan curioso género es sin duda la casa de Belalcázar, en
las afueras de Popayán, terminada en 1914 (!). Este “resumen” de otras casas coloniales
caucanas, esas sí auténticas, valga decirlo, no carece de gracia formal y ambiental, pero
engaña sobre su edad al más advertido de los observadores. Es, en cierto modo, la cumbre
colombiana del neo-colonial.

Cabría preguntar si no sería preferible, a lo anterior, el reemplazo de una maltrecha


edificación del pasado por una versión totalmente actual de la casa de hacienda. Tales
creaciones arquitectónicas existen ya en el país, en lenguaje contemporáneo, yendo desde el
acierto formal y ambiental salido de manos de buenos diseñadores, hasta los inenarrables
engendros rurales destinados a narcotraficantes y otros personajes de la misma laya. Es de
suponer que, en décadas venideras, se llevará a cabo una evaluación y selección de lo que
nuestra época dejó en el campo como formas construidas, y así se pueda apreciar, al fin, por
contraste o equivalencia, la extraordinaria calidad y nobleza de las casas de hacienda
coloniales y la ingenua pero atrayente bondad de las de época republicana.

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Fotografías:
Patio de la casa de Gotua, en Iza, Boyacá. Construido en los últimos años del siglo XVIII o
primeros del siglo XIX.
El Salitre, Bojacá, Cundinamarca. Extensamente reconstruida y reformada a fines del siglo
XIX.
El Molino, Cogua, Cundinamarca.
La Sierra, Valle del Cauca. El frente principal de la casa, simetrizado en el siglo XIX
mediante el cerramiento de los extremos de la amplia galería-balcón hacia la vista del valle
y la adición de un camino y entrada axiales, partiendo lo que debe ser un espacio unitario.
La transición de la Colonia a la República. La forma inicial de colombianización de las
casas de hacienda fue la de superponer ideas y formas eclécticas a las edificaciones de
época colonial, bajo la noción de la obsolescencia y vejez de “lo antiguo”. El ejemplo que
mejor ilustra este proceso es la casa de La Sierra, Valle del Cauca, llamada también El
Paraíso y restaurada como escenario de la novela María de Jorge Isaacs.
La Sierra, Valle del Cauca. El antiguo acceso, a pie o a caballo, a la casa a través del patio
“trasero”, el cual conserva sus muros perimetrales pero ha sido restaurado como jardín
“formal”.
La Sierra, Valle del Cauca. El espacio de la galería hacia la vista del valle.
La Sierra, Valle del Cauca. El espacio de la galería hacia la vista del valle.
La Sierra. Valle del Cauca. El funcionalismo de la cocina de época colonial.
La Sierra. Valle del Cauca. El eje de simetría impuesto a la casa como marca de una nueva
manera de ordenación espacial. Nótese el uso continuado de piso en ladrillos hexagonales
de origen andaluz, es decir, islámico.
El Rabanal, Ubaté, Cundinamarca. La transición arquitectónica de esta casa no consistió en
imposiciones academizantes sino en alteraciones técnicas que trastrocaron la austera
geometría de la construcción de época colonial. El volumen de la casa siguió siendo el
mismo, pero los pies derechos de la galería del piso alto se multiplicaron en número y este
peso adicional hizo necesario el “refuerzo” del piso bajo. Las improvisadas columnas de
piedra indican una total indiferencia o ignorancia respecto del funcionamiento estructural
de la antigua casa pero resultan pintorescas. La República improvisó donde la Colonia sabía
exactamente lo que hacía.
El Salitre. Sopó, Cundinamarca. Una casa admirablemente situada en el paisaje del
altiplano cundinamarqués, es un resumen de historia de arquitectura rural en la región. La
casa colonial existente allí fue construida tardíamente, en los primeros años del siglo XIX,
reemplazando otra más modesta, de fecha indeterminada. En la segunda mitad del XIX la
casa adquirió el volumen y área actuales, junto con un tratamiento simetrizante de la
fachada principal, cielos rasos interiores y tratamiento estructural y espacial de patios
interiores con elementos e ideas propios de la arquitectura urbana de Bogotá. Al final del
siglo XX ha sido modernizada, creando vanos de ventanas de mayor tamaño y rehaciendo
la casa con la fría precisión geométrica característica de la arquitectura contemporánea.
El Salitre. Sopó, Cundinamarca. Una casa admirablemente situada en el paisaje del
altiplano cundinamarqués, es un resumen de historia de arquitectura rural en la región. La
casa colonial existente allí fue construida tardíamente, en los primeros años del siglo XIX,
reemplazando otra más modesta, de fecha indeterminada. En la segunda mitad del XIX la
casa adquirió el volumen y área actuales, junto con un tratamiento simetrizante de la
fachada principal, cielos rasos interiores y tratamiento estructural y espacial de patios
interiores con elementos e ideas propios de la arquitectura urbana de Bogotá. Al final del
siglo XX ha sido modernizada, creando vanos de ventanas de mayor tamaño y rehaciendo
la casa con la fría precisión geométrica característica de la arquitectura contemporánea.
El Salitre. Sopó, Cundinamarca. La presencia del inevitable eje de simetría en el centro de
la casa. A derecha, el tratamiento espacial del pequeño patio interior con sus considerables
alturas. Compárese este espacio con el del patio de la casa de Altamira, Tenjo,
Cundinamarca, para evaluar lo que va de la Colonia a la República en arquitectura rural.

El Hato, Florida, Valle del Cauca. Luego de la superposición de elementos eclécticos sobre
la construcción de época colonial, el siguiente paso en la transición de las casas de hacienda
coloniales a las del período republicano fue la combinación de las tradiciones constructivas
hispánicas con las nuevas modalidades compositivas para crear así edificaciones nuevas.
Un notable ejemplo de ese proceso es la casa de El Hato, cuya airosa volumetría establece
una modalidad distinta en la relación entre casa y lugar. Sus rigurosas fachadas simétricas,
construidas “a mano alzada”, le permitirían estar situada indistintamente en cualquier lugar
de la región (lo cual no se podría decir, por ejemplo, de La Concepción de Amaime, o La
Merced). El Hato inaugura, en cierto modo, la época de la casa de hacienda vallecaucana
moderna, abstracta, independiente de su propia localización, aunque sin renegar por ello de
su pasado colonial. Nótese en esta y otras casas de la época la combinación muy original de
tejados a la manera campesina y, bajo éstos, fachadas academizantes.
Garciabajo, Caloto, Cauca. Actualmente existe en un complejo arquitectónico formado por
unas ocho edificaciones diferentes (casa de los señores, peonía, ramadas, corrales,
caballerizas, capilla, antiguos anexos del trapiche) que datan desde el siglo XVIII hasta las
últimas décadas del XX. La casa principal misma, a diferencia de La Industria, es un
singular ejemplo de inspirada improvisación o aprovechamiento de ruinas existentes. En
uno de tantos episodios de la guerra civil de 1884 y 1885 fue incendiada la bagacera del
antiguo trapiche. Las sólidas arquerías de ladrillo de ésta (siglo XVIII) resistieron la
destrucción de la cubierta. Sobre la curiosa y enorme “sala hipóstile”, formada por las
antiguas arquerías, se levantó una originalísima casa nueva, cuya fachada no dejó de
presentar la apariencia tradicional de una gran galería-balcón enfrentada a la vista y
terminada en sus extremos por volúmenes cerrados. Una reciente remodelación le dio un
tono decorativo y un tanto fantasmagórico a lo que fuera estrictamente utilitario en otras
épocas, como sería la gran extensión longitudinal de las arquerías y la “caída de agua” del
trapiche.
Garciabajo, Caloto, Cauca. Actualmente existe en un complejo arquitectónico formado por
unas ocho edificaciones diferentes (casa de los señores, peonía, ramadas, corrales,
caballerizas, capilla, antiguos anexos del trapiche) que datan desde el siglo XVIII hasta las
últimas décadas del XX. La casa principal misma, a diferencia de La Industria, es un
singular ejemplo de inspirada improvisación o aprovechamiento de ruinas existentes. En
uno de tantos episodios de la guerra civil de 1884 y 1885 fue incendiada la bagacera del
antiguo trapiche. Las sólidas arquerías de ladrillo de ésta (siglo XVIII) resistieron la
destrucción de la cubierta. Sobre la curiosa y enorme “sala hipóstile”, formada por las
antiguas arquerías, se levantó una originalísima casa nueva, cuya fachada no dejó de
presentar la apariencia tradicional de una gran galería-balcón enfrentada a la vista y
terminada en sus extremos por volúmenes cerrados. Una reciente remodelación le dio un
tono decorativo y un tanto fantasmagórico a lo que fuera estrictamente utilitario en otras
épocas, como sería la gran extensión longitudinal de las arquerías y la “caída de agua” del
trapiche.
Garciabajo, Caloto, Cauca. Actualmente existe en un complejo arquitectónico formado por
unas ocho edificaciones diferentes (casa de los señores, peonía, ramadas, corrales,
caballerizas, capilla, antiguos anexos del trapiche) que datan desde el siglo XVIII hasta las
últimas décadas del XX. La casa principal misma, a diferencia de La Industria, es un
singular ejemplo de inspirada improvisación o aprovechamiento de ruinas existentes. En
uno de tantos episodios de la guerra civil de 1884 y 1885 fue incendiada la bagacera del
antiguo trapiche. Las sólidas arquerías de ladrillo de ésta (siglo XVIII) resistieron la
destrucción de la cubierta. Sobre la curiosa y enorme “sala hipóstile”, formada por las
antiguas arquerías, se levantó una originalísima casa nueva, cuya fachada no dejó de
presentar la apariencia tradicional de una gran galería-balcón enfrentada a la vista y
terminada en sus extremos por volúmenes cerrados. Una reciente remodelación le dio un
tono decorativo y un tanto fantasmagórico a lo que fuera estrictamente utilitario en otras
épocas, como sería la gran extensión longitudinal de las arquerías y la “caída de agua” del
trapiche.

La Industria, Florida, Valle del Cauca. El paso final entre la arquitectura colonial y
republicana fue el de construir ex-novo enteramente. La Industria, según B. Barney y F.
Ramírez, “Fue trazada por el señor Francisco I. Caldas (descendiente del prócer Francisco
José de Caldas y como éste, arquitecto aficionado) y construida por el maestro (de obra)
Ramón Calero entre 1917 y 1920”. La casa luce una rigurosa fachada simétrica central,
intervención, ahora sí arquitectónica, que contrasta con la informalidad de otras fachadas
como la de La Concepción de Amaime, en El Cerrito. Lo que se gana en elegancia de
diseño académico se pierde en gracia ambiental y relación con el lugar.

Santa Bárbara, Tibitó, Cundinamarca. Es una casa construida en parte durante el siglo
XVIII y luego ampliada y reformada extensamente en la segunda mitad del XIX. En época
reciente ha sido objeto de una modernización sumada a las transformaciones anteriores. El
resultado de esos episodios es ambientalmente grato pero carente de la armonía formal
propia de una construcción exclusivamente de época colonial. La adición de gabinetes de
casa urbana y cerramientos en fachada en la galería frontal del piso alto (un espacio hecho
para ser abierto) son aportes “modernos”.
Santa Bárbara, Tibitó, Cundinamarca. Al modernizar una casa de hacienda antigua
frecuentemente se altera de modo decisivo uno de los rasgos vitales de aquélla, como es el
reemplazo de las pequeñas ventanas originales, que implican cierta manera de atisbar al
exterior, por grandes ventanales panorámicos. Cabría pensar qué es lo que se pierde al
ganar amplitud de vista.
Santa Bárbara, Tibitó, Cundinamarca. La casa conserva el entorno de un patio interior de
época colonial ambientalmente delicioso, dominado por una fuente bella pero incongruente
con el espacio que la acoge.
Santa Bárbara, Tibitó, Cundinamarca. La casa conserva el entorno de un patio interior de
época colonial ambientalmente delicioso, dominado por una fuente bella pero incongruente
con el espacio que la acoge.

Buenavista, Cota, Cundinamarca. La hacienda de este nombre se conformó en el siglo XIX


como resultado de la desmembración de la extensa propiedad de Tibabuyes. La casa
ilustrada no es una construcción de época colonial sino una edificación enteramente nueva
levantada para D. José Ma. Urdaneta, su primer propietario, a partir de 1872. Buenavista
sería un invaluable documento de historia, y un resumen de extraordinario interés de
virtudes y defectos de arquitectura de época republicana, incluyendo la pintura mural y
otras decoraciones de tono europeo agregadas a ésta por Alberto Urdaneta, su segundo
dueño, de no haber sufrido una desafortunada modernización interior en 1967 y 1969.
Actualmente conserva la volumetría de sus tejados y su ambiente exterior, incluyendo el
patio cochero en su frente y su gran entrada axial (derecha), a la manera de villa campestre
francesa, los cuales son aportes realizados de 1881 en adelante por Alberto Urdaneta.

Buenavista, Cota, Cundinamarca. La hacienda de este nombre se conformó en el siglo XIX


como resultado de la desmembración de la extensa propiedad de Tibabuyes. La casa
ilustrada no es una construcción de época colonial sino una edificación enteramente nueva
levantada para D. José Ma. Urdaneta, su primer propietario, a partir de 1872. Buenavista
sería un invaluable documento de historia, y un resumen de extraordinario interés de
virtudes y defectos de arquitectura de época republicana, incluyendo la pintura mural y
otras decoraciones de tono europeo agregadas a ésta por Alberto Urdaneta, su segundo
dueño, de no haber sufrido una desafortunada modernización interior en 1967 y 1969.
Actualmente conserva la volumetría de sus tejados y su ambiente exterior, incluyendo el
patio cochero en su frente y su gran entrada axial (derecha), a la manera de villa campestre
francesa, los cuales son aportes realizados de 1881 en adelante por Alberto Urdaneta.
Buenavista, Cota, Cundinamarca. La hacienda de este nombre se conformó en el siglo XIX
como resultado de la desmembración de la extensa propiedad de Tibabuyes. La casa
ilustrada no es una construcción de época colonial sino una edificación enteramente nueva
levantada para D. José Ma. Urdaneta, su primer propietario, a partir de 1872. Buenavista
sería un invaluable documento de historia, y un resumen de extraordinario interés de
virtudes y defectos de arquitectura de época republicana, incluyendo la pintura mural y
otras decoraciones de tono europeo agregadas a ésta por Alberto Urdaneta, su segundo
dueño, de no haber sufrido una desafortunada modernización interior en 1967 y 1969.
Actualmente conserva la volumetría de sus tejados y su ambiente exterior, incluyendo el
patio cochero en su frente y su gran entrada axial (derecha), a la manera de villa campestre
francesa, los cuales son aportes realizados de 1881 en adelante por Alberto Urdaneta.
Casa de los Mayores, Titiribí, Antioquia. Tuvo su comienzo durante la segunda mitad del
siglo XVIII como parte de la apertura de territorios mineros en Antioquia. La casa ha sido
ampliada y reformada en repetidas ocasiones durante el final del siglo XIX y parte del XX.
Al lado de la casa surgió una capilla exenta y junto con ella un minipueblo en los terrenos
de la hacienda. Nótese la similaridad de este caso con el de Guacarí, en el Valle del Cauca.

Casa de los Mayores, Titiribí, Antioquia. El uso de aleros muy largos apoyados en
jabalcones o pies de amigos se popularizó en Antioquia a fines del siglo XIX.
Casa de los Mayores, Titiribí, Antioquia. El uso de aleros muy largos apoyados en
jabalcones o pies de amigos se popularizó en Antioquia a fines del siglo XIX.
La Esmeralda, Quindío. A título comparativo se incluye esta casa de finca cafetera en una
región poblada durante la colonización antioqueña del centro del país. Nótese el uso de
maderas regionales, extensivo a los cielos rasos, pisos y zócalos, característico de la
construcción artesanal de la segunda mitad del siglo XIX en la región quindiana y caldense.
Los tejados observables en la región productora de café son, en general, de inclinaciones y
extensión menores con respecto a los de casas de hacienda de época colonial.
La Esmeralda, Quindío. A título comparativo se incluye esta casa de finca cafetera en una
región poblada durante la colonización antioqueña del centro del país. Nótese el uso de
maderas regionales, extensivo a los cielos rasos, pisos y zócalos, característico de la
construcción artesanal de la segunda mitad del siglo XIX en la región quindiana y caldense.
Los tejados observables en la región productora de café son, en general, de inclinaciones y
extensión menores con respecto a los de casas de hacienda de época colonial.
La Esmeralda, Quindío. La adaptación libre a finales del siglo XIX de tradiciones de origen
colonial, como son los patios interiores y la relación interior-exterior establecida mediante
galerías continuas. El ambiente logrado, debido a las usanzas artesanales de la región y sus
circunstancias históricas, es notablemente diferente de lo observable, por ejemplo, en las
casas de hacienda coloniales del Valle del Cauca.

San Felipe, Mariquita, Tolima. Construida (o re-construida) durante la segunda mitad del
siglo XIX y ampliada en el XX. Se observan los mismos síntomas de época republicana e
incluso contemporánea en una construcción donde, a manera de concesión al clima extremo
tropical, las galerías son predominantes.
San Felipe, Mariquita, Tolima. Construida (o re-construida) durante la segunda mitad del
siglo XIX y ampliada en el XX. Se observan los mismos síntomas de época republicana e
incluso contemporánea en una construcción donde, a manera de concesión al clima extremo
tropical, las galerías son predominantes.
San Felipe, Mariquita, Tolima. La interesante aparición de un volumen arquitectónico
nuevo en este género, como es el salón alto abierto, es decir, carente de muros portantes,
por la misma razón funcional y climática. Esto sería, en efecto, una actitud moderna en la
arquitectura rural, pero en cuanto a la construcción de época colonial, no hizo caso a las
características arquitectónicas tradicionales a esas condiciones climáticas en ninguna región
neogranadina.

Cartama, alrededores de Guamo, Tolima. Se le podría asignar también un carácter mixto, o


transicional, análogo al de las haciendas vallecaucanas de comienzos del siglo XIX, sin la
originalidad nueva de los ejemplos de época puramente republicana. El aspecto actual de la
casa de Cartama se conformó a raíz de recientes reformas y una considerable
modernización de lo que fue un caserón levantado a fines del siglo XIX sobre lo que debió
ser una modesta casa del siglo XVIII, sobre el terreno de una hacienda fundada a
comienzos del siglo XVII. Ha persistido a través de las épocas la organización en planta de
la casa en un tramo longitudinal, aunque las galerías perimetrales completas en postes y
dinteles de madera que tenía en la década de los cincuenta ya no existen, siendo
reemplazadas por columnatas “modernas”. El volumen realzado en uno de los extremos, a
la manera de las casas caucanas, existió desde época indeterminada.
Cartama, alrededores de Guamo, Tolima. Se le podría asignar también un carácter mixto, o
transicional, análogo al de las haciendas vallecaucanas de comienzos del siglo XIX, sin la
originalidad nueva de los ejemplos de época puramente republicana. El aspecto actual de la
casa de Cartama se conformó a raíz de recientes reformas y una considerable
modernización de lo que fue un caserón levantado a fines del siglo XIX sobre lo que debió
ser una modesta casa del siglo XVIII, sobre el terreno de una hacienda fundada a
comienzos del siglo XVII. Ha persistido a través de las épocas la organización en planta de
la casa en un tramo longitudinal, aunque las galerías perimetrales completas en postes y
dinteles de madera que tenía en la década de los cincuenta ya no existen, siendo
reemplazadas por columnatas “modernas”. El volumen realzado en uno de los extremos, a
la manera de las casas caucanas, existió desde época indeterminada.

Cartama, alrededores de Guamo, Tolima. Se le podría asignar también un carácter mixto, o


transicional, análogo al de las haciendas vallecaucanas de comienzos del siglo XIX, sin la
originalidad nueva de los ejemplos de época puramente republicana. El aspecto actual de la
casa de Cartama se conformó a raíz de recientes reformas y una considerable
modernización de lo que fue un caserón levantado a fines del siglo XIX sobre lo que debió
ser una modesta casa del siglo XVIII, sobre el terreno de una hacienda fundada a
comienzos del siglo XVII. Ha persistido a través de las épocas la organización en planta de
la casa en un tramo longitudinal, aunque las galerías perimetrales completas en postes y
dinteles de madera que tenía en la década de los cincuenta ya no existen, siendo
reemplazadas por columnatas “modernas”. El volumen realzado en uno de los extremos, a
la manera de las casas caucanas, existió desde época indeterminada.
Cartama, alrededores de Guamo, Tolima. Se le podría asignar también un carácter mixto, o
transicional, análogo al de las haciendas vallecaucanas de comienzos del siglo XIX, sin la
originalidad nueva de los ejemplos de época puramente republicana. El aspecto actual de la
casa de Cartama se conformó a raíz de recientes reformas y una considerable
modernización de lo que fue un caserón levantado a fines del siglo XIX sobre lo que debió
ser una modesta casa del siglo XVIII, sobre el terreno de una hacienda fundada a
comienzos del siglo XVII. Ha persistido a través de las épocas la organización en planta de
la casa en un tramo longitudinal, aunque las galerías perimetrales completas en postes y
dinteles de madera que tenía en la década de los cincuenta ya no existen, siendo
reemplazadas por columnatas “modernas”. El volumen realzado en uno de los extremos, a
la manera de las casas caucanas, existió desde época indeterminada.
San Rafael, Sesquilé, Cundinamarca. Esta casa, construida al final del siglo XIX se localiza
en las proximidades de la de Chaleche, algo más antigua e ilustrada en el Capítulo
“Hacienda y Casa”, y corresponde a una de las subdivisiones de época republicana de la
hacienda de ese nombre. Desde luego, su atrayente volumetría es una plasmación directa de
la de Casablanca, Sopó, y otras casas coloniales de la sabana de Bogotá, pues no habría
razón para “inventar” una arquitectura diferente con la cual enfrentar el paisaje de la región
o simplemente instalar una buena casa rural en un altozano adosado a los cerros vecinos.
San Rafael, Sesquilé, Cundinamarca. La época de construcción de la casa se deduce del uso
de armaduras de cubierta en cerchas “romanas” con pendolón, las cuales fueron lo único
que recordaban los constructores del siglo XIX, una vez abandonada u olvidada la tradición
del par y nudillo en versión santafereña. Los grandes ventanales modernos alteran
decisivamente los espacios interiores.

La Esmeralda, El Cerrito, Valle del Cauca. Fue incluida inadvertidamente en Casa


Colonial. Se trata, en realidad de una casa de hacienda netamente republicana pues su
construcción data de los últimos años del siglo XIX, con reformas y adiciones de la
segunda década del XX. Parece ser que en el lugar existió un pequeño rancho de época
indeterminada. La casa incluye los elementos compositivos tradicionales presentes en la
construcción colonial, como serían las galerías periféricas en poste y dintel de madera y la
sobreelevación de un pequeño tramo en piso alto, pero esto ocurre en combinación con
cielos rasos planos y cierta simplificación dimensional y desmedro estético de sistemas de
columnas, barandas, rejas, puertas y ventanas, lo cual es el indicio formal indicativo de la
época republicana. La casa continúa la tradición de una inspirada escogencia de lugar y
localización al aprovechar un altozano que domina la comarca circundante.
La Esmeralda, El Cerrito, Valle del Cauca. Fue incluida inadvertidamente en Casa
Colonial. Se trata, en realidad de una casa de hacienda netamente republicana pues su
construcción data de los últimos años del siglo XIX, con reformas y adiciones de la
segunda década del XX. Parece ser que en el lugar existió un pequeño rancho de época
indeterminada. La casa incluye los elementos compositivos tradicionales presentes en la
construcción colonial, como serían las galerías periféricas en poste y dintel de madera y la
sobreelevación de un pequeño tramo en piso alto, pero esto ocurre en combinación con
cielos rasos planos y cierta simplificación dimensional y desmedro estético de sistemas de
columnas, barandas, rejas, puertas y ventanas, lo cual es el indicio formal indicativo de la
época republicana. La casa continúa la tradición de una inspirada escogencia de lugar y
localización al aprovechar un altozano que domina la comarca circundante.
La Esmeralda, El Cerrito, Valle del Cauca. Fue incluida inadvertidamente en Casa
Colonial. Se trata, en realidad de una casa de hacienda netamente republicana pues su
construcción data de los últimos años del siglo XIX, con reformas y adiciones de la
segunda década del XX. Parece ser que en el lugar existió un pequeño rancho de época
indeterminada. La casa incluye los elementos compositivos tradicionales presentes en la
construcción colonial, como serían las galerías periféricas en poste y dintel de madera y la
sobreelevación de un pequeño tramo en piso alto, pero esto ocurre en combinación con
cielos rasos planos y cierta simplificación dimensional y desmedro estético de sistemas de
columnas, barandas, rejas, puertas y ventanas, lo cual es el indicio formal indicativo de la
época republicana. La casa continúa la tradición de una inspirada escogencia de lugar y
localización al aprovechar un altozano que domina la comarca circundante.

La Unión, Armero, Tolima. Las casas de hacienda de la región son, en general, posteriores
a la fundación de la ciudad de este nombre, a mediados del siglo XIX, por lo que la
construcción de ésta puede datar de 1875 en adelante. Habría una similaridad tipológica
entre San Felipe, en Mariquita, y La Unión, puesto que ambas se adaptan de modo análogo
al clima tropical de la región. La preponderancia de amplias galerías y la localización de
salones en piso alto son elementos arquitectónicos implantados en época republicana en la
construcción rural de las regiones centrales del país.
La Unión, Armero, Tolima. Las casas de hacienda de la región son, en general, posteriores
a la fundación de la ciudad de este nombre, a mediados del siglo XIX, por lo que la
construcción de ésta puede datar de 1875 en adelante. Habría una similaridad tipológica
entre San Felipe, en Mariquita, y La Unión, puesto que ambas se adaptan de modo análogo
al clima tropical de la región. La preponderancia de amplias galerías y la localización de
salones en piso alto son elementos arquitectónicos implantados en época republicana en la
construcción rural de las regiones centrales del país.
Juan Blanco, Santa Fe de Antioquia. Esta, como la mayoría de las casas de hacienda de la
región fue construida, en sus tramos originales, durante el auge de la colonización y
explotación del territorio antioqueño, a partir del comienzo del siglo XVIII. El rasgo
arquitectónico distintivo de las casas de hacienda antioqueñas siguen siendo sus galerías
perimetrales sobre columnas de madera apoyadas en basas de mampostería. El énfasis
espacial en este y otros casos en la misma región no es sobre los patios interiores sino hacia
las caras exteriores de la edificación.

Juan Blanco, Santa Fe de Antioquia. La abundante vegetación en torno a la casa ha sido


conservada como un elemento básico en la relación entre ésta y el lugar. La calidad
ambiental así lograda le suma autenticidad a una y otro.
Juan Blanco, Santa Fe de Antioquia. La abundante vegetación en torno a la casa ha sido
conservada como un elemento básico en la relación entre ésta y el lugar. La calidad
ambiental así lograda le suma autenticidad a una y otro.
Mesitas de Santa Inés, Cachipay, Cundinamarca. Aunque muy extensamente reconstruida,
la casa conserva buena parte de la ordenación espacial característica de edificaciones
residenciales urbanas de finales del siglo XIX en Bogotá, en las cuales los corredores y
galerías conforman la mayor área. Es posible que la casa haya surgido en la época de 1870-
1900, cuando el ferrocarril Bogotá-Girardot propició el desarrollo socioeconómico de la
región y Cachipay era una de las estaciones intermedias importantes. Nótese el uso
tradicional de galerías en poste y dintel de madera combinada con pisos, cielos rasos y
tabiques en el mismo material.
Mesitas de Santa Inés, Cachipay, Cundinamarca. Aunque muy extensamente reconstruida,
la casa conserva buena parte de la ordenación espacial característica de edificaciones
residenciales urbanas de finales del siglo XIX en Bogotá, en las cuales los corredores y
galerías conforman la mayor área. Es posible que la casa haya surgido en la época de 1870-
1900, cuando el ferrocarril Bogotá-Girardot propició el desarrollo socioeconómico de la
región y Cachipay era una de las estaciones intermedias importantes. Nótese el uso
tradicional de galerías en poste y dintel de madera combinada con pisos, cielos rasos y
tabiques en el mismo material.

Santa Rosa, El Rosal, Cundinamarca. Un destacado ejemplo de casa de finca de época


republicana localizada en terrenos resultantes de una subdivisión de subdivisiones de
propiedades de época colonial, ocurridas sucesivamente en el curso de los siglos XIX y
XX. Santa Rosa reemplaza, en los primeros años del siglo XX, a un modesto rancho
existente en el lugar. La casa presenta sucesivas ampliaciones en torno a un espacio central
y el uso correcto de elementos tradicionales como son los tejados y las galerías
perimetrales.

Santa Rosa, El Rosal, Cundinamarca. Un destacado ejemplo de casa de finca de época


republicana localizada en terrenos resultantes de una subdivisión de subdivisiones de
propiedades de época colonial, ocurridas sucesivamente en el curso de los siglos XIX y
XX. Santa Rosa reemplaza, en los primeros años del siglo XX, a un modesto rancho
existente en el lugar. La casa presenta sucesivas ampliaciones en torno a un espacio central
y el uso correcto de elementos tradicionales como son los tejados y las galerías
perimetrales.
Santa Rosa, El Rosal, Cundinamarca. Un destacado ejemplo de casa de finca de época
republicana localizada en terrenos resultantes de una subdivisión de subdivisiones de
propiedades de época colonial, ocurridas sucesivamente en el curso de los siglos XIX y
XX. Santa Rosa reemplaza, en los primeros años del siglo XX, a un modesto rancho
existente en el lugar. La casa presenta sucesivas ampliaciones en torno a un espacio central
y el uso correcto de elementos tradicionales como son los tejados y las galerías
perimetrales.
Santa Rosa, El Rosal, Cundinamarca. La edad de la casa de Santa Rosa es casi la misma de
la palma de cera plantada en el patio central.
Santa Rosa, El Rosal, Cundinamarca. En el interior del salón se observa una reforma
singularmente contraria a lo usual en una casa de época republicana o fuertemente
“republicanizada”, como es la eliminación de los cielos rasos planos destinados a ocultar
las rústicas armaduras de cubiertas.
Los Arboles, Madrid, Cundinamarca. La hacienda de este nombre se configuró al final del
siglo XVIII como parte del proceso de fraccionamiento de las grandes propiedades en el
suroccidente de la sabana de Bogotá. La estructura de la casa y su ordenación espacial en
torno a un patio central de bellas proporciones, de época colonial, se incluyen en el presente
capítulo debido al interesante y acertado proceso de republicanización integral llevado a
cabo entre las dos últimas décadas del siglo XIX y las dos primeras del XX.

Los Arboles, Madrid, Cundinamarca. La hacienda de este nombre se configuró al final del
siglo XVIII como parte del proceso de fraccionamiento de las grandes propiedades en el
suroccidente de la sabana de Bogotá. La estructura de la casa y su ordenación espacial en
torno a un patio central de bellas proporciones, de época colonial, se incluyen en el presente
capítulo debido al interesante y acertado proceso de republicanización integral llevado a
cabo entre las dos últimas décadas del siglo XIX y las dos primeras del XX.
Los Arboles, Madrid, Cundinamarca. Es una demostración de cómo es realmente posible el
paso de una edificación del siglo XVIII al eclecticismo europeizante del XIX y de éste a la
ambientación propia del XX, sin desmedro de la arquitectura original ni pérdida del valor
de la casa. Documento histórico.

Los Arboles, Madrid, Cundinamarca. Es una demostración de cómo es realmente posible el


paso de una edificación del siglo XVIII al eclecticismo europeizante del XIX y de éste a la
ambientación propia del XX, sin desmedro de la arquitectura original ni pérdida del valor
de la casa. Documento histórico.
Los Arboles, Madrid, Cundinamarca. Es una demostración de cómo es realmente posible el
paso de una edificación del siglo XVIII al eclecticismo europeizante del XIX y de éste a la
ambientación propia del XX, sin desmedro de la arquitectura original ni pérdida del valor
de la casa. Documento histórico.
Alcalá, Samacá, Boyacá. La casa data en su primer tramo del siglo XVIII, pero fue
ampliada y reconstruida durante el XIX. Es como Villa del Rosario, un caso limítrofe, en el
cual la construcción original ha perdido calidades arquitectónicas originales a través de
sucesivas transformaciones, pero retiene algunos rasgos espaciales y ambientales. Nótese el
uso moderno de un acabado de época republicana, el papel de colgadura.
Alcalá, Samacá, Boyacá. La casa data en su primer tramo del siglo XVIII, pero fue
ampliada y reconstruida durante el XIX. Es como Villa del Rosario, un caso limítrofe, en el
cual la construcción original ha perdido calidades arquitectónicas originales a través de
sucesivas transformaciones, pero retiene algunos rasgos espaciales y ambientales. Nótese el
uso moderno de un acabado de época republicana, el papel de colgadura.
Alcalá, Samacá, Boyacá. La casa data en su primer tramo del siglo XVIII, pero fue
ampliada y reconstruida durante el XIX. Es como Villa del Rosario, un caso limítrofe, en el
cual la construcción original ha perdido calidades arquitectónicas originales a través de
sucesivas transformaciones, pero retiene algunos rasgos espaciales y ambientales. Nótese el
uso moderno de un acabado de época republicana, el papel de colgadura.
Aposentos, Cogua, Cundinamarca. El singular tratamiento de antejardín con reja, propio de
“quinta” del antiguo Bogotá.
Aposentos, Cogua, Cundinamarca. La abigarrada colección de “dorados” coloniales en el
oratorio republicano.
El Noviciado, Cota, Cundinamarca. Fue fundada en el primer tercio del siglo XVII por el
jesuita José Hurtado. No se sabe si la edificación existente allí, hoy sede campestre de la
Universidad de los Andes, es la misma a la cual se refieren documentos del siglo XVIII o,
según indicios técnicos, una reconstrucción parcial llevada a cabo en el siglo XIX de las
ruinas de la que fuera abandonada por los jesuitas al ser expulsados de la Nueva Granada al
final del siglo XVIII. La inclusión de El Noviciado aquí se debe al aspecto y factura técnica
de época republicana que muestra actualmente.

El Noviciado, Cota, Cundinamarca. Galería del piso bajo que muestra las columnas de
piedra procedentes de la casa cural de Chía que reemplazaron recientemente los postes de
madera más antiguos y el piso de ladrillo que sustituyó al de adobes.
El Noviciado, Cota, Cundinamarca. Fachadas de la casa que dejan ver su carácter trunco o
incompleto.
El Noviciado, Cota, Cundinamarca. Fachadas de la casa que dejan ver su carácter trunco o
incompleto.
El Vergel, Ibagué, Tolima. Para este caso tendrían vigencia las observaciones hechas a
propósito de las casas de San Felipe en Mariquita y La Unión en Armero, pertenecientes a
la misma región geográfica y con una índole arquitectónica análoga. El Vergel ha sido
notablemente modernizada, pero conserva el ambiente y dimensiones de sus galerías de
piso alto.

El Vergel, Ibagué, Tolima. Para este caso tendrían vigencia las observaciones hechas a
propósito de las casas de San Felipe en Mariquita y La Unión en Armero, pertenecientes a
la misma región geográfica y con una índole arquitectónica análoga. El Vergel ha sido
notablemente modernizada, pero conserva el ambiente y dimensiones de sus galerías de
piso alto.
La Ramada, Madrid, Cundinamarca. Es resultado de sucesivos fraccionamientos y
reestructuraciones de haciendas de la sabana de Bogotá entre la segunda mitad del siglo
XVIII y la primera del XIX. Parece ser que sólo un tramo de la casa actual data de la época
colonial, siendo los restantes productos de ampliaciones y reformas que se prolongaron
hasta las primeras décadas del siglo actual. La casa, por último, ha sido objeto de la
modernización necesaria para adaptarla a los modos de vida contemporáneos. Página
opuesta, El cerramiento de corredores y galerías, originalmente abiertos, mediante celosías,
calados y antepechos, es un proceso arquitectónico común a todas las casas de hacienda de
cualquier época en las regiones de clima frío y templado. Se supone que por ese medio se
logra mayor comodidad y una apariencia más elegante.

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