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ÉTICA A NICÓMACO

LIBRO TERCERO

De la fortaleza y la templanza

Puesto que la virtud se refiere a las pasiones y a las acciones, y que sobre los actos
voluntarios puede recaer alabanza o censura, mientras que sobre los involuntarios, por el
contrario, cabe la indulgencia cuando no la compasión, parece necesario definir lo
voluntario y lo involuntario; lo que no dejará de ser también útil a los legisladores para
calcular los premios y los castigos.

involuntarios nos parecen los actos hechos forzosamente o por ignorancia; es forzoso
aquello cuyo principio es extrínseco, sin participación alguna por parte del agente o el
paciente, como cuando somos arrastrados por el viento o por hombres que nos tienen en
su poder. Es dudoso si deberán considerarse voluntarios o involuntarios los actos
realizados por temor de mayores males o por una causa noble; por ejemplo, en el caso de
que un tirano nos obligase a hacer algo deshonroso amenazando matar a nuestros padres
o a nuestros hijos si no lo hacemos. Y lo mismo pasa con el cargamento arrojado al mar
durante la tempestad: nadie en su sano juicio hace algo así por gusto sino si de ello
depende su salvación y la de sus compañeros. Actos como los descritos, si bien podrían
calificarse de mixtos, se parecen más bien a los voluntarios, puesto que constituyen la
opción elegida en un momento dado, en el que se tiene en vista el fin de la acción. O sea
que, para calificar a una acción de voluntaria o involuntaria, es importante considerar el
momento en que se obra. Así, cuando un hombre actúa lo hace voluntariamente, puesto
que en él reside el principio del movimiento de sus miembros (que son como
instrumentos de su voluntad) y si el principio de tales acciones está en él, también lo
estará el hacerlas o no. De modo que tales actos son voluntarios, aunque, en sentido
absoluto sean involuntarios, pues nadie escogería realizarlos por sí mismos. Incluso, en
aquellas ocasiones se soporta la deshonra o el dolor a cambio de grandes y bellas cosas,
esos actos son alabados. Por lo contrario se censura como propio de miserables el cubrirse
de oprobio por nada bello o por algo mezquino. Y aun habrá ocasiones que serán objeto,
si no de elogio, cuando menos de indulgencia, como cuando alguien hace algo indebido
bajo amenaza de males que están más allá de la humana capacidad de soportarlos. Sin
embargo, hay cosas a las que uno no puede ser obligado, siendo preferible morir en
medio de horribles padecimientos. ¿No son evidentemente ridículas las razones que
obligan al Alcmeón (1) de Eurípides a cometer matricidio? A veces sin duda puede ser muy
difícil discernir por qué se debe optar, y qué debe soportarse, y más difícil todavía
mantener la decisión tomada, siendo que generalmente lo que nos espera es doloroso y lo
que se nos impone deshonroso. Y es justamente en virtud de si cedimos o no a la violencia
que nacen el elogio o la censura. Entonces, ¿qué actos deben llamarse forzados: aquellos
cuya causa es extraña al agente (hasta el punto de que éste no interviene en absoluto) o
aquellos otros, involuntarios en sí mismos, pero que son voluntarios porque en el
momento de obrar son preferidos y su principio está en el agente? En realidad, estos actos
se parecen más a los voluntarios, porque voluntaria es la determinación concreta de la
acción, y no hay sino acciones concretas. Lo que no es fácil de definir, ahora, es qué cosas
deben preferirse a otras, en razón de que en los casos particulares tienen lugar muchas
diferencias.

Lo que no tiene basamento es decir que son forzados los actos placenteros u honestos,
como si el placer y el bien (por sernos exteriores) nos coaccionaran, pues entonces todos
los actos serían forzados, siendo que todos hacen todo cuanto hacen por placer o por el
bien. La diferencia radica en que los que actúan forzados contra su voluntad lo hacen con
pena, mientras que los que lo hacen a causa de lo agradable y lo honesto lo hacen con
placer. En estos casos sería ridículo culpar a las circunstancias en vez de a nosotros
mismos (que caemos fácilmente víctimas de ellas), con el objetivo de atribuirnos las
buenas acciones, mientras que las malas, en cambio, Las imputamos a la seducción del
placer. Por consiguiente, forzado es sólo aquello cuyo principio es extrínseco, y donde el
sujeto pasivo de la fuerza no participa para nada.

Es no voluntario todo lo que se hace por ignorancia; pero solamente es involuntario si


produce dolor y arrepentimiento. El que ha actuado mal por ignorancia, pero no siente
desagrado alguno por su acción, no ha hecho voluntariamente lo que no sabía, pero
tampoco involuntariamente, puesto que no le pesó haberlo hecho. Entre los que actúan
por ignorancia, resulta evidente que el que se arrepiente ha obrado involuntariamente,
pero es distinto el caso del que no se arrepiente, del cual diremos sólo que no ha obrado
voluntariamente, y por esta diferencia es mejor darle un nombre especial. Además, obrar
por ignorancia y obrar con ignorancia no son lo mismo: el borracho o el colérico no
parecen obrar por ignorancia sino por alguna de las causas mencionadas; pero tampoco lo
hacen a sabiendas sino, con ignorancia. Pues todo hombre perverso ignora qué debe
hacer y qué no; y por eso, precisamente, es que son todos los de esta clase injustos y
malos en general. Porque del que no sabe lo que le conviene hacer no puede decirse que
obra involuntariamente: la ignorancia en la elección no es causa de lo involuntario sino de
todo lo contrario, de la perversidad; y tampoco lo es la ignorancia de lo universal, por la
que con justicia se censura, sino sólo la ignorancia de las condiciones concretas, es decir,
de las circunstancias de la acción y de los objetos afectados por ella. Aquí sí debe haber
compasión o indulgencia, porque actúa involuntariamente el que lo hace ignorando
alguno de esos extremos.

A lo mejor seria útil determinar esas circunstancias, cuáles y cuántas, quién obra y qué y
respecto de qué cosa o persona, e incluso con qué instrumento, por qué causa (por
ejemplo si lo hace para salvar la vida) y cómo, esto es, si lo hace con serenidad o con
violencia. Nadie en sus cabales podría ignorar todas estas circunstancias, tomadas en
conjunto, siendo evidente, sobre todo, que no puede ignorarse el agente, como no podría
uno ignorarse a sí mismo. Mas es posible que un hombre ignore lo que está haciendo,
como aquellos que dicen que al hablar se les escaparon ciertas palabras o que no sabían
que era un secreto, como Esquilo con los misterios (2), o aquellos a los que, al querer
demostrar cómo funciona una catapulta se les dispara el proyectil. Otro podría, como
Mérope (3), considerar a su hijo como su enemigo, o creer que en la punta de una lanza
puntiaguda está Roma, o que un pedrusco es piedra pómez, o que dando a otro una
poción para salvarlo, lo mate, o que queriendo sólo tocar a un hombre, como se hace en
el pugilato, lo desmaye de un golpe. En todos estos casos, dado que se pueden ignorar las
circunstancias de la acción, parece actuar involuntariamente el que ignora alguna de ellas,
sobre todo de las principales (considerando así a la naturaleza de la acción y su fin); pero
para que, aludiendo a la mencionada ignorancia, pueda llamarse involuntaria a la acción,
es necesario además que ésta nos provoque pesar y arrepentimiento.

Siendo, entonces, involuntario lo que se hace por la fuerza y la ignorancia, lo voluntario es,
por oposición, aquello cuyo principio está en el agente que conoce las circunstancias
concretas de la acción. En este sentido, no podrían llamarse involuntarios los actos
realizados por causa del apetito irascible o del apetito concupiscente (4). De ser así, en
primer término, ninguno de los demás seres vivos ni tampoco los niños obraría
voluntariamente; además, ¿vamos a negar nuestra voluntad en todo cuanto hacemos por
apetito concupiscible o irascible, y a decir que hacemos voluntariamente las buenas
acciones y de modo involuntario las malas? Esta proposición será ridícula, pues unas y
otras tienen la misma causa, y absurdo sería, por otra parte, llamar involuntarios a los
actos que debemos anhelar. En efecto, respecto de ciertas cosas, debemos irritamos, y
hay otras que debemos desear, como la salud y el saber. Además, puede verse que los
actos involuntarios son penosos, mientras que los realizados con deseo resultan
placenteros. Y por último, con respecto a su carácter de involuntarios, ¿qué diferencia hay
entre los errores de cálculo y los causados por el coraje? Como sea que ambos deben
evitarse, las pasiones irracionales parecen ser tan humanas como la razón; y por
consiguiente, las acciones que proceden del apetito concupiscible o irascible también son
acciones del hombre, por lo que no sería entonces razonable considerarlas involuntarias.

II

Ahora que hemos dejado establecido lo voluntario y lo involuntario, trataremos enseguida


de lo que concierne a la preferencia volitiva o elección, ya que se nos presenta como lo
más propio de la virtud, aquello que permite juzgar los caracteres más que los actos
mismos.

Aunque es manifiestamente voluntaria, la elección no se identifica con lo voluntario, cuya


extensión es mayor; así, los niños y los demás seres vivos participan de lo voluntario, pero
no de la elección, y de los actos repentinos decimos que son voluntarios, pero no
producto de una elección.

Tampoco aciertan quienes identifican la elección con el apetito sensitivo, concupiscible o


irascible, o con la voluntad o con cierta clase de opinión. En primer lugar, no compartimos
la elección con los seres irracionales, mientras que sí tenemos en común con ellos el
apetito concupiscible y el irascible. luego, el hombre incontinente no actúa por elección
sino por concupiscencia, a la inversa que el continente. Además, la concupiscencia es
contraria a la elección, pero no lo es a sí misma. Y, finalmente, la concupiscencia tiene
relación con lo placentero y lo penoso, mientras que la elección no se relaciona con ellos.

Tampoco podrá identificarse la elección con el apetito irascible, ya que de ningún modo
los actos que éste origina se nos aparecen como producto de una elección; y ni siquiera es
lo mismo que el deseo volitivo, aunque obviamente esté muy próximo a él. Efectivamente,
la elección, no puede recaer sobre lo imposible (el que lo hiciere sería considerado
demente), mientras que el deseo lo hace con frecuencia, como es el caso del deseo de no
morir. Además, el deseo puede serlo de algo que el sujeto deseante jamás podría hacer,
como cuando deseamos el triunfo de nuestro actor o atleta favorito; pero nadie hace
recaer su elección sobre esas cosas sino sólo sobre las que cree que podrá hacer por sí
mismo. En suma, el deseo se fija más que nada en el fin de la acción, mientras que la
elección se concentra en los medios: deseamos estar sanos, pero elegimos los medios
para tener salud. También deseamos ser felices, y lo decimos, pero no es absolutamente
cierto que elegimos la felicidad. Resumiendo, la elección se hace sobre aquello que
depende de nosotros.

No obstante todo lo dicho, tampoco podría ser la elección una opinión, porque ésta es
extensiva a todas las cosas, sean eternas e imposibles o dependientes de nosotros.
Además, las opiniones se clasifican por su verdad o falsedad, no por su bondad o malicia,
mientras que la elección sí se distingue en estos términos. En general, entonces, nadie
diría que la elección es igual que la opinión; mas tampoco podremos identificada con
cierta clase de opinión: somos buenos o malos según elijamos el bien o el mal, y no
porque opinemos un sentido u otro. Por un lado elegimos algo o le rehuimos, y por otro
opinamos sobre qué es esa cosa o a quién beneficia o cómo; pero no podemos opinar
sobre el acto de tomarla o dejarla. Además, se alaba a la elección por recaer sobre lo
correcto más que por ser teóricamente correcta, mientras que la opinión es alabada por
ser verdadera. Elegimos también lo que sabemos con certeza que es bueno, pero
opinamos de aquello de cuya verdad no estamos seguros. Ni, por lo que parece, son
siempre los mismos los que eligen lo mejor y los que mejor opinan sino que algunos
opinan bien, pero por vicio eligen lo que no deben. No importa si la opinión precede o
acompaña a la elección, porque no es este el objeto de nuestro estudio sino si la elección
es lo mismo que cierta clase de opinión.

¿Qué es la elección, o cuál su naturaleza, si no es ninguna de las cosas que hemos dicho?
Ya ha quedado establecido que es voluntaria, aunque no todo lo voluntario sea pasible de
elección. ¿Es, entonces, lo que ha sido materia de una deliberación previa? Razón y
comparación reflexiva acompañan, efectivamente, a la elección; y la palabra misma
parece sugerir que la elección es tal porque es algo que escogemos con preferencia a
otras cosas.
III

¿Deliberamos sobre todas las cosas y todo puede ser objeto de deliberación o existen
algunas cosas sobre las que no es posible deliberación alguna? Es probable, debemos
decirlo, que lo deliberable sea aquello sobre lo que podría deliberar un hombre razonable,
y no un tonto o un loco. Nadie delibera sobre las cosas y verdades eternas (como el
cosmos o la inconmensurabilidad de la diagonal y el lado de un cuadrado) ni sobre las
cosas que están en movimiento, pero siempre según las mismas leyes, sea por necesidad,
sea por su naturaleza o por otra causa, como los solsticios y los equinoccios; ni sobre las
cosas que son ya de una manera ya de otra, como las sequías y las lluvias; ni sobre las
casualidades, como el hallazgo de un tesoro. En efecto, ninguna de ellas podría hacerse
por nuestra intervención.

Deliberamos, entonces, sobre las cosas que dependen de nosotros y que podemos hacer.
De hecho son las que nos falta mencionar, como quiera que se consideran causas la
naturaleza, la necesidad y el azar, junto con la inteligencia y todo cuanto depende del
hombre. Pero no deliberamos sobre todas las cosas en general (ejemplo, los lacedemonios
sobre cómo se gobernarán mejor los escitas) sino que cada individuo delibera sobre lo que
él mismo puede hacer. No hay deliberación sobre los conocimientos que han alcanzado
exactitud e independencia, como no dudamos de cómo escribir las letras del alfabeto. Sí
deliberamos, en cambio, sobre todo lo que se hace mediante nuestra intervención, y no
siempre de igual manera, como los problemas de medicina y de negocios, y más todavía
respecto de la navegación (arte que no ha alcanzado tanta precisión) que de la gimnástica,
y así con todo. Y deliberamos más en las artes que en las ciencias, porque tenemos
mayores vacilaciones en relación con las primeras.

La deliberación es posible sobre las cosas que acontecen de cierta manera la mayoría de
las veces, pero cuyo resultado no es claro, y respecto de aquellas cosas en que es
indeterminado. Y cuando tenemos que decidir asuntos de importancia recurrimos a
consejeros, porque desconfiamos de nuestro propio criterio. No deliberamos sobre los
fines sino sobre los medios. El médico no somete a deliberación si curará, ni el orador si
persuadirá, ni el político si legislará correctamente. Nadie, en materia alguna, delibera
sobre el fin sino que, una vez que se lo ha propuesto, considera cómo y por cuáles medios
alcanzarlo: si parece posible obtenerlo por muchos medios, se averigua cuál es más fácil y
mejor; si no hay sino un sólo medio disponible, cómo se logrará mediante éste, y después
el procedimiento para lograr este último, hasta llegar al primer factor causal, que es el
último en el proceso de descubrimiento. El que así delibera investiga y analiza como
pudiera hacerlo en una figura geométrica. Sin embargo, y evidentemente, no toda
investigación es una deliberación (caso, por ejemplo, de las matemáticas), pero sí, en
cambio, toda deliberación es una investigación. Y lo último en el análisis es lo primero en
la génesis. Y si tropezamos con lo imposible, desistimos, como cuando no podemos
conseguir los recursos que necesitamos; pero si es posible, actuamos. Son posibles las
cosas que pueden hacerse por nuestra intervención, o incluso por la de nuestros amigos,
que es como si las hiciésemos nosotros, ya que en nosotros está el principio de la acción.
A veces, al practicar un arte, estudiamos los instrumentos, otras su uso; y en cualquier
otro caso, de manera análoga, se investiga ora el medio, ora cómo usarlo o conseguirlo.

De lo que hemos dicho ha quedado establecido, entonces, que el hombre es el principio


de sus actos; que delibera sobre lo que puede hacer, y que sus actos son causados por
otras cosas. Además, que el fin no es deliberable, pero los medios sí; que tampoco se
delibera sobre los datos de la percepción, como sí esto que tenemos delante es pan o si
está bien cocido, ya que si todo fuera motivo de deliberación, sería cosa de nunca acabar.

Deliberación y elección tienen el mismo objeto, salvo que el de la elección ya esté


determinado, puesto que lo decidido tras la deliberación es lo que se elige. Todo el que
indaga cómo ha de actuar, deja de investigar cuando refiere a sí mismo el principio de la
acción, y más precisamente a la parte directiva de nuestra alma, que es la que elige, lo
cual puede observarse con nitidez en los antiguos regímenes políticos que Homero nos ha
descrito, en los que los monarcas promulgan ante el pueblo las decisiones que han
tomado.

Siendo lo elegible algo que está a nuestro alcance y que deseamos después de haber
deliberado, entonces la elección podría ser el deseo deliberado de lo que depende de
nosotros, toda vez que, cuando decidimos después de haber deliberado, deseamos algo
conforme a la deliberación.

He aquí esquemáticamente descritos la elección, los objetos sobre los que ésta recae, y
aquello que concierne a los medios.

IV

Hemos dicho que la voluntad mira al fin; pero este fin constituye para algunos, el bien
real, y para otros el bien aparente. Para quienes dicen que el bien es el objeto de la
voluntad, no será objeto de la voluntad lo que quiere el que no elige bien: si fuese
querido, sería bueno; si es malo, es porque eligió mal. Al revés, para quienes dicen que el
bien aparente es el objeto de la voluntad no habrá nada, sino sólo lo que parece bueno a
cada uno, que pueda ser deseado por su naturaleza. A uno le parece bien una cosa y a
otro otra; y puede pasar que así aparezcan incluso las cosas opuestas.

Como no resulta satisfactoria ninguna de ambas soluciones, es necesario afirmar que en


absoluto y de acuerdo a la verdad, el bien es el objeto de la voluntad, pero que para cada
Uno en particular el bien es lo que se le aparece como tal. Para el hombre bueno, será el
verdadero bien; y para el malo cualquier cosa. Pasa lo mismo con los cuerpos: para los
bien dispuestos, las cosas saludables verdaderamente lo son, mientras que para los
enfermizos son otras cosas. ¿Y no sucede igual con las cosas amargas, las dulces, las
calientes, las pesadas, y en particular con cada una de las otras?

Todas las cosas juzga rectamente el hombre bueno y en todas ellas se le muestra lo
verdadero. Pues, para cada disposición particular, hay cosas concretas que son bellas y
agradables, lo cual quizá es lo que diferencia de los demás al hombre bueno: en que capta
lo verdadero en todas las cosas, como sí él mismo fuese su canon y medida. En cambio, el
extravío de la mayoría se origina, presumiblemente, en el placer, que no siendo un bien, lo
parece; y en consecuencia, eligen lo placentero como si fuera un bien y huyen del dolor
como si de un mal se tratara.

Siendo el fin, entonces, el objeto de la voluntad, y los medios para alcanzar ese fin, objeto
de deliberación y elección, entonces los actos por los que disponemos de dichos medios,
realizados en concordancia con la elección, son voluntarios. Ahora, si el ejercicio de las
virtudes concierne a los medios, en nuestro poder están tanto la virtud como el vicio,
porque si podemos actuar, también podemos no hacerla, y donde está el no, también está
el sí.

O sea que si en nosotros está el hacer lo correcto, también estará el no hacer lo que es
vergonzoso; y si en nosotros está no hacer lo que es bueno, también estará en nosotros sí
hacer lo que es vergonzoso. Pero si en nosotros está el realizar obras nobles o ruines, y
también el no hacerlas, y en esto radica la diferencia esencial entre los buenos y los malos,
entonces estará en nosotros el ser hombres de bien o perversos. Decir que nadie es
malvado voluntariamente ni involuntariamente dichoso (5) parece ser a la vez falso y
verdadero. En efecto, nadie es feliz involuntariamente, pero la maldad sí es algo
voluntario; de no ser así, habría que dudar de las afirmaciones precedentes, y decir
entonces que el hombre no es el principio generador de sus actos como lo es de sus hijos.
Pero si esto parece evidente, y si no podemos remitir nuestras acciones a otros principios
fuera de los qué están en nosotros mismos, entonces habrá que aceptar que dependen de
nosotros y considerar dichas acciones como voluntarias.

De todo esto parece dar testimonio lo que hace cada particular y lo que hacen los
legisladores, los cuales, en efecto, castigan y toman represalias de los que hacen el mal, a
menos que lo hagan forzados o por ignorancia inimputable¡ y al revés, rinden honores a
los que hacen el bien, como si buscasen estimular a éstos y contener a aquéllos. Mas
nadie nos impele a hacer todas las cosas que ni están en nosotros ni son voluntarias, ya
que convencernos de no sentir calor, frío, hambre o cualquiera cosa semejante no evitará
que las padezcamos. E incluso sancionan los legisladores la ignorancia cuando el
delincuente es responsable de su ignorancia¡ en este sentido, se castiga doblemente a los
ebrios (6) porque el principio de sus actos radica en ellos, pudiendo no haberse
embriagado, y esta acción fue la causa de su ignorancia, y también a los delincuentes que
ignoran algún precepto legal que es obligatorio y fácil saber. Y del mismo modo en otros
temas que se desconocen por negligencia, cuando de los culpables dependía no ignorarlas
y podían haberse preocupado por saberlas.

Y aun si existiese un hombre que por su vida disoluta no se ocupe de lo debido, éste sería
culpable de haber llegado a semejante estado, como son culpables de ser injustos o
libertinos, los primeros, por cometer actos fraudulentos, y los otros, por pasarse la vida en
parrandas o cosas semejantes¡ y esto en razón de que son las acciones particulares las que
forman los caracteres correspondientes. Esto salta a la vista en el caso de quienes se
entrenan habitual y continuamente en cualquier tipo de disciplina corporal. Sólo un
insensato desconocería que los hábitos se crean a partir de la actividad desplegada con
relación a cada clase de objetos. De manera que si alguien realiza acciones por las que se
hará injusto, no ignorándolo, será entonces voluntariamente injusto. Pero decir que el que
comete injusticia no quiere ser injusto, o que el que se entrega al libertinaje no quiere ser
libertino, tiene la misma falta de racionalidad que sostener también que una vez que
alguien se ha convertido en injusto no dejará de serlo, y que no llegará a ser justo porque
lo desee, como el enfermo no puede, por sólo desearlo, recuperar la salud. Y si fuera el
caso de que enfermó voluntariamente por haber vivido de manera poco moderada y sin
hacerles caso a los médicos, en aquel tiempo en que todavía estaba en su poder no
enfermarse, este poder desapareció después de que se hubiera abandonado. Ni tampoco
el que la ha lanzado una piedra puede volver a tomarla, aunque en su mano estuvo
tomarla o arrojarla, ya que el principio de la acción estaba en él. Lo mismo sucede con el
injusto o con el libertino: en un principio estuvo en su poder el no ser así, es decir que si
ahora lo son es producto de su voluntad, y ya no pueden dejar de serlo.

Tampoco debemos considerar a los vicios del alma como los únicos voluntarios, también
lo son los del cuerpo en ciertos hombres, a quienes por ello censuramos. Nadie critica a
los deformes por naturaleza, pero sí a quienes lo son por falta de ejercicio y por desidia, y
lo mismo con relación a débiles o mutilados: nadie podría reprocharle su defecto a un
ciego de nacimiento, o por enfermedad o por accidente sino que más bien lo
compadecería; pero sí censuraría al que ha quedado ciego por abuso de alcohol u otro
desenfreno. De manera que son censurables los vicios físicos que dependen de nosotros,
pero no los que son independientes. O sea que, de ser esto así, en los otros casos también
dependen de nosotros los vicios reprensibles.

Uno podría decir que todos aspiran al bien aparente pero que no dominan su imaginación
sino cada uno tiene su propia concepción del fin, según su modo de ser. Ahora, si cada
uno es, de un modo u otro, responsable de su modo de ser, entonces también lo será en
su fantasía; porque, de no ser así, nadie sería responsable de su mala conducta, hecho el
mal por ignorancia y creyendo que así se tendía hacia el mayor bien. La consecución del
fin no sería entonces materia de libre elección sino que uno debería nacer con un órgano
de percepción especial que le permitiera juzgar con rectitud y elegir el verdadero bien. Y
el hombre que estuviera bien dotado por naturaleza de esto (el don más grande y noble,
ya que no puede ni recibirse ni aprenderse sino que se nace con él), sería poseedor de la
perfecta y verdadera excelencia de su disposición natural.

De ser verdad todo esto, ¿en qué sentido será más voluntaria la virtud que el vicio?

El fin es mostrado y establecido por la naturaleza, o de otro modo cualquiera, para el


bueno y para el malo por igual, y uno y otro, actúen como lo hicieren, refieren todo lo
demás al fin. Entonces, ya sea que el fin, sin importar cuál, no se presente naturalmente a
cada uno sino que el agente lo determine en algo, o que se trate de un fin natural, el
hecho de que los medios sean puestos en acción voluntariamente por el hombre bueno
hace de la virtud algo voluntario. Por consiguiente, no será menos voluntario el vicio,
puesto que en los actos también hay una parte reservada a la iniciativa del malo, aunque
no hubiera alguna en el fin mismo. Si, como se afirma, las virtudes son voluntarias desde
el momento en que somos por lo menos en algo responsables de nuestros hábitos, y el fin
que nos proponemos se corresponde con lo que somos, entonces los vicios también serán
voluntarios, porque igual pasa con respecto a ellos.

Hasta ahora hemos tratado en general y esquemáticamente de las virtudes en común,


indicando su género (al decir que son términos medios y hábitos) (7), los actos en que se
originan y los que ellas pueden, de acuerdo con su naturaleza, producir a su vez, según
prescriba la recta razón; y, en fin, que las virtudes dependen de nosotros y que son
voluntarias.

En cambio, los actos y los hábitos no son igualmente voluntarios. Si somos conscientes de
los hechos particulares, dominamos a nuestros actos del principio al fin, mientras que a
los hábitos sólo podemos controlarlos al principio, pero después ya no podemos distinguir
cada incremento, tal como sucede con las dolencias; aun así, son voluntarios porque
estaba en nosotros actuar en este o en aquel sentido.

VI

Ahora analizaremos cada virtud, cuáles son, a qué se aplican y cómo (lo cual nos dirá de
paso cuántas son), empezando por la valentía. Ya hemos dejado establecido antes que la
valentía es el término medio entre el miedo y la temeridad; por otra parte, también está
claro que tememos las cosas temibles, y que éstas constituyen males, hablando en
general, razón por la cual el miedo es definido como expectación del mal (8). Males como
la infamia, la pobreza, la enfermedad, la privación de amigos y la muerte, son temidos por
todos; e incluso el hombre reputado como valiente parece no serlo tanto respecto de
ellos. Algunos de estos males son realmente dignos de temor (y temer lo digno de
temerse es noble mientras que el no hacerlo es vergonzoso), como la infamia. El que teme
a la infamia es hombre de honor y de vergüenza mientras que el que no la teme es un
desvergonzado; que si alguno llamara valiente a este último, sería sólo en sentido
metafórico, por el parecido que guarda con el valiente en el sentido de que ambos son
hombres que no temen. Pero quizá la pobreza y la enfermedad no deberían causar temor,
como nada que no tenga su origen en el vicio o en nosotros mismos. Pero ni así el que no
tiene miedo de estas cosas es por eso valiente; sólo por analogía lo llamamos valiente,
porque hay quienes se muestran cobardes en la batalla, pero son, por otra parte, liberales,
y enfrentan con ánimo resuelto la pérdida de su fortuna. Tampoco es cobarde el que teme
el perjuicio que puedan recibir su mujer o sus hijos, o la envidia de los demás o cosa
parecida; ni, por lo contrario, es valiente el que se muestra con entereza cuando van a
azotarlo.
Entonces, ¿respecto de qué cosas temibles será tal el valiente? ¿Acaso las mayores entre
todas? Nadie hay más capaz que él para soportar los peores males. Y sin duda el más
temible de todos los males es la muerte, porque es el final, y después de ella, para el
muerto ya nada bueno ni malo hay.

Pese a esto, el valiente no es el que sabe afrontar la muerte en cualesquiera


circunstancias, por ejemplo en el mar o en la enfermedad. ¿En cuáles, pues? Sin duda, en
las más bellas, como las que se dan en la guerra, pues aquí son mas grandes y nobles los
peligros, como lo confirman los honores que otorgan a los valientes en la batalla los
gobiernos de las ciudades libres y las monarquías. Por lo tanto valiente en sentido sumo
será llamado el hombre que no teme a la muerte noble ni a los peligros que la atraen, los
cuales se presentan sobre todo en la guerra.

Porque si el valiente también enfrenta sin temor el mar y la enfermedad, no lo hace del
mismo modo que los hombres de mar: en tanto que aquél desespera de su salvación y se
indigna ante este género de muerte, éstos, gracias a su experiencia, continúan
esperanzados hasta último momento. Y a esto podemos añadir que los hombres muestran
valor en situaciones en que pueden valerse de sus fuerzas o en que es glorioso morir;
condiciones éstas que no se cumplen en desastres semejantes.

VII

Lo temible no es para todos lo mismo. Y de ciertas cosas decimos que están por encima de
las fuerzas humanas; cosas estas temibles para todo hombre sensato. Mas las cosas
temibles a la medida del hombre, y así también las cosas que inspiran valor difieren en
magnitud y grado.

El valiente es tan intrépido como puede serlo un hombre; incluso podrá temer cosas que
no superan lo humano, pero las enfrentará como es debido y razonable, y por un motivo
noble, porque ese es el fin de la virtud. Y en el temer tales males puede haber
graduaciones, e inclusive puede temerse algo que no lo amerita. Así surgen errores,
provenientes de que tememos lo que no hay que temer, o lo tememos de modo
incorrecto, o cuando no hay por qué temer, o cosa análoga; y algo similar pasa con lo que
nos inspira coraje. Valiente es el que enfrenta lo que debe, aunque le tema, y lo hace por
un noble motivo, del modo y en el momento debidos, y es osado con los mismos
requisitos, porque el valiente sufre y actúa dando a cada cosa el valor que tiene y de
acuerdo con lo que ordena la razón. Así como el fin de cualquier actividad está de acuerdo
con el hábito que le corresponde, lo mismo pasa en el valiente. Bella cosa es la valentía,
por lo que bello será en consecuencia su fin, porque por el fin se definen todas las cosas. A
causa del bien glorioso el valiente afronta y obra todo lo que la valentía exige.

Como ya hemos dicho antes, muchos hábitos no tienen nombre particular, y este es el
caso de aquel, entre los que se exceden, que se excede en no temer. Si a nada temiera, así
fuese un terremoto o las olas, como se dice de los celtas (9), podríamos llamarlo loco o
insensible. El que se excede en audacia en relación con las cosas temibles, es temerario; a
veces, incluso, puede parecer un fanfarrón con apariencia de valiente, ya que realmente
quiere parecerse al valiente, y hasta lo imita en lo posible. Por eso la mayoría son unos
cobardes jactanciosos, que, al mismo tiempo que ostentan su temeridad en situaciones
que no la requieren, no saben enfrentar las cosas temibles. Es cobarde el que en el temer
se excede; teme lo que no debe y de manera indebida, y le pertenecen todas las demás
disposiciones viciosas concomitantes. También le falta coraje; pero es más notable por su
excesivo temor ante una situación de dolor. El cobarde se desespera con facilidad, porque
a todo le teme, mientras que el valiente, por lo contrario, no se desespera, ya que el
coraje caracteriza al hombre esperanzado. Es decir que el cobarde, el temerario y el
valiente se definen en relación con las mismas cosas, según se comporten a su respecto.
Los primeros pecan por exceso y por defecto, en tanto que el último busca el término
medio y lo correcto. Los temerarios se lanzan a los peligros voluntariamente, pero ceden
ante ellos, a diferencia de los valientes, que se muestran serenos antes, para luego, en el
momento de la acción, desplegar toda su energía.

Entonces, como hemos dicho, la valentía es el término medio entre las cosas que inspiran
coraje o miedo, en las condiciones establecidas, cosas que el valiente afronta y sufre
porque es noble hacerlo y vergonzoso rehuirlo. No es propio del valiente sino más bien del
cobarde matarse para huir de la pobreza, las penas de amor o el dolor; es molicie huir de
lo penoso y enfrentar la muerte por escapar del mal, y no porque sea noble hacerlo.

VIII

Más o menos esto, pues, es la valentía; pero suele aplicarse el término también a otras
cinco especies secundarias. La primera es el valor cívico, que es lo más que parecido a la
valentía propiamente dicha. A menudo, como se ve, los ciudadanos enfrentan los peligros
para evitar las penas establecidas por las leyes y la vergüenza consiguiente a la cobardía,
como también para obtener los honores otorgados a la valentía. Por esta causa los
pueblos más valientes son aquellos en que los cobardes son deshonrados, y los valientes
homenajeados. Así nos los pinta Homero, como a Diómedes y a Héctor, de los cuales dice
el último: Polidamas el primero me cargará de oprobio (10); y Diómedes: Héctor dirá algún
día, arengando a los troyanos: Por mí huyó el hijo de Fideo ... (11). Este tipo de valentía se
parece a la que antes hemos descrito en que nace de la virtud, ya que procede de la
vergüenza y el ansia de honor, que es un fin noble, y del asco por la infamia, que es cosa
vergonzosa.

No consideramos en la misma categoría a los que son obligados por sus jefes a mostrarse
valientes, porque la verdad es que son inferiores, en cuanto realizan las mismas acciones
no por vergüenza sino por temor, y no para evitar el deshonor sino para huir de la pena, y
eso sólo porque se ven obligados por sus superiores, como Héctor al decir: Aquel a quien
yo vea aterrado huir de la batalla, no estará seguro de escapar a los perros (12). Lo mismo
hacen los que ponen a sus soldados en la primera línea y castigan a los que retroceden, o
los ubican ante fosos u otros obstáculos por el estilo: todos ellos están ejerciendo
coacción. Pero el valiente no lo es por necesidad sino porque es bello serlo.

También pasa por valentía la experiencia que surge del enfrentamiento con ciertos
peligros; lo que induce a Sócrates a pensar que la valentía es un saber (13). Unos exhiben
este valor en unas circunstancias, otros en otras. Por ejemplo, los soldados lo hacen en los
asuntos bélicos; así, los soldados experimentados pueden distinguir entre las
aparentemente numerosas falsas alarmas que hay en la guerra, ofreciendo la apariencia
de valientes ante los demás que no tienen esta visión entrenada. A causa de su
experiencia son óptimos en cuanto a hacer daño al enemigo sin sufrirlo ellos y suelen
tener los mejores equipos y armas, tanto de ataque como de defensa, siendo tan hábiles
en su uso que podría decirse que combaten como armados contra inermes y como atletas
profesionales contra aficionados, pues en ese tipo de contiendas, como en el pugilato, los
que mejor pelean no son los más valientes sino los que tienen más fuerza y mejores
condiciones físicas. Pero cuando el peligro apremia y se ven en desventaja numérica y
armamentística, estos soldados se acobardan, siendo entonces los primeros en huir,
mientras que los civiles mueren en sus puestos de combate, como sucedió en el templo de
Hermes (14). Porque a los civiles la huida los avergüenza, siéndoles preferible la muerte a
ese tipo de salvación, en tanto que los soldados, que cuando son superiores al peligro le
hacen frente, huyen al darse cuenta que éste los supere, ya que le temen más a la muerte
que al deshonor. Ciertamente, el valiente no es así.
También es frecuente que se tome el coraje como valentía, considerándose valientes a
quienes actúan impelidos por el coraje, como los animales que atacan a quienes los
hieren, error que se funda en que los valientes también son animosos, y a que nada hay
que sea tan impetuoso ante del peligro como la fogosidad del ánimo. De ahí que Homero
(15) diga: Depositó la fuerza en su ánimo; y Despertó su ira y su ánimo; y La furia reventó
por las narices; y hervíale la sangre. Todas estas y otras expresiones semejantes parecen
significar el despertar y el empuje del coraje. Empero, los valientes actúan por nobles
motivos, y el coraje no hace más que colaborar. Los animales, en cambio, actúan
empujados por el dolor, porque atacan cuando se les hiere o asusta, pero mientras están
en su hábitat no se acercan al hombre; por consiguiente, no son valientes por enfrentar el
peligro impelidos por el dolor o el coraje y sin calcular los peligros que las esperan, porque
si así fuese también serían valientes los asnoS famélicos, que por más que los golpeen no
se apartan de la pastura. Y lo mismo los adúlteros, a quienes su concupiscencia impulsa a
hacer muchas cosas atrevidas.

De manera, pues, que la valentía no es enfrentar el peligro por impulso del dolor o el
coraje, aunque la valentía motivada por el coraje parece la más natural y, si se le suman la
elección y la conciencia del fin, se convierte en verdadera valentía. Del mismo modo en
que la cólera es un sentimiento doloroso y la venganza, placentero, los hombres que
combaten por dolor o venganza son combativos, pero no valientes, ya que no actúan
movidos por la pasión, y no por un fin noble ni de acuerdo con la razón; algo, sin embargo,
comparten con los valientes. No son valientes tampoco los intrépidos, que basan su
esperanza y confianza en haber vencido antes a muchos y en muchas ocasiones; aunque
se parecen a los valientes en que ambos están animados por la osadía. Pero mientras que
los valientes son osados por los motivos que hemos dicho, estos otros lo son por creerse
los más fuertes e invulnerables (esperanza de la que también suelen hacer gala los
borrachos). Hasta que las cosas se les presentan poco favorables y entonces se dan a la
fuga, a diferencia de lo que caracteriza al valiente: enfrentar las cosas que son y que
parecen temibles para el hombre, y por el motivo formal de que es noble hacerlo y
vergonzoso no hacerlo. Por esta razón, la marca distintiva de la valentía es permanecer
más sereno e imperturbable ante los peligros repentinos que ante los que son previsibles,
como que la valentía procede más del hábito y menos de la preparación. Cualquiera
puede aceptar los peligros previsibles por cálculo y razonamiento, pero los repentinos,
sólo por hábito.

Los que desconocen el peligro también pueden aparentar ser valientes, y no están
demasiado distantes de los animosos, aunque son inferiores a éstos en cuanto a que no
confían tanto en su superioridad. Y por esto unos aguantan algún tiempo, mientras que
los otros, en cuanto se dan cuenta de que se han engañado y que las cosas son distintas
de como suponían, huyen, como los argivos cuando cayeron sobre los lacedemonios
confundiéndolos con siconioS (16).

Y con esto queda establecido cuáles son los valientes y cuáles tienen sólo la apariencia de
tales.

IX

Por más que la valentía se refiere a la osadía y el temor, no lo hace a ambas por igual sino
más bien a las cosas de temer. El que se mantiene sereno ante las cosas de temer y está
dispuesto como es debido en relación con ellas, es más valiente que si mantiene esta
disposición de ánimo respecto de las cosas que inspiran osadía. Porque los valientes,
como dijimos, son calificados como tales por soportar lo que es penoso; y porque es algo
penoso, es que la valentía es justamente alabada, pues es más dificil soportar lo penoso
que evitar lo placentero. Sin embargo, parecería razonable creer que el fin a que aspira la
valentía es placentero, aunque empañado por las circunstancias. Tal sucede en las luchas
gimnásticas, donde, efectivamente, para los pugilistas es placentero el fin por el que
combaten (la corona y los honores), pero, siendo como son de carne, los golpes no dejan
de serles dolorosos y penosos, como todo el esfuerzo; y como las penas son muchas
comparadas con el fin, éste parece pequeño y nada agradable. Y si lo mismo puede
decirse que pase en el caso de la virtud de la valentía, entonces, y aunque la muerte y las
heridas resulten penosas para el valiente y contra su voluntad, las soportará, porque
hacerla es glorioso y vergonzoso no hacerlo. Y cuando mejor posea la virtud completa y
más dichoso sea, más se apenará por la muerte, ya que para un hombre así la vida es lo
más valioso, por lo que ser privado de los mayores bienes tiene que resultarle doloroso en
verdad. No obstante, esto no lo hace menos valiente, y aun puede ser que lo sea más, ya
que prefiere el honor en la guerra por sobre aquellos bienes. De modo que no es
agradable el ejercicio de todas las virtudes sino en la medida de la consecución del fin. Por
lo demás, los mejores soldados son otros menos valientes y que carecen de otro bien,
porque éstos, por un salario miserable, están dispuestos a enfrentarse a los peligros y
arriesgar la vida.

Sea suficiente con lo que hemos dicho sobre la valentía, después de lo que cual no será
difícil comprender su naturaleza en general.
X

Hablemos ahora de la moderación, que junto con la valentía parecen ser ambas las
virtudes de la parte irracional del alma. De la moderación ya hemos dicho que es el
término medio respecto de los placeres, mientras que con los dolores tiene también
relación, aunque menor y diferente; por su parte, la intemperancia se manifiesta
igualmente en las mismas cosas. y ahora estableceremos con qué placeres se relaciona la
templanza. Primero dividamos los placeres entre placeres del cuerpo y del alma, como son
el ansia de honor y de saber, de amar los cuales el alma se complace mientras que al
cuerpo esto en nada lo afecta. Como tampoco pasa en relación con todos los otros
placeres que no son corporales, los que se dan a estos placeres del alma no son llamados
ni templados ni desenfrenados. Así, no calificamos de desenfrenados, sino de charlatanes,
a los amantes de escuchar y contar cuentos, que se pasan el día ocupados en cotilleos,
como tampoco a los que se mortifican por la pérdida de dinero o de los amigos. Es decir,
entonces, que la moderación se relaciona con los placeres corporales, y ni siquiera con
todos ellos, puesto que no se llama ni templados ni desenfrenados a quienes disfrutan de
los placeres visuales, como el gozo de los colores, las formas y la pintura, y aunque incluso
en este tema podría pensarse que un modo correcto de gozar y uno incorrecto, y que
también aquí puede pecarse por exceso y por defecto. Lo mismo sucede en relación con
los placeres del oído: nadie llamaría desenfrenados a quienes se deleitan en exceso con la
música o el teatro, ni moderados a quienes disfrutan guardando las conveniencias; y otro
tanto respecto de los placeres del olfato: no aplicamos la calificación de desenfrenados a
quienes gozan del olor de las manzanas, las rosas o el incienso, o de los manjares cuando
tienen hambre, sino que la reservamos para los que se complacen en los aromas de los
perfumes o los platillos delicados, y esto porque les recuerdan sus concupiscencias.
Hablando en general, complacerse en estas cosas es propio del desenfrenado, porque
ellas son objeto de sus deseos. Los demás animales tampoco encuentran placer en este
tipo de sensaciones, salvo por asociación; así, los perros no se complacen en oler a las
liebres sino en comérselas, aunque el olor les dé la sensación de ellas. Tampoco el león
goza del bramido del buey, salvo en la medida en que le indica que su presa está cerca, ni
de la visión de un venado o una cabra salvaje sino porque significa que tendrá comida.

Sin embargo, la moderación y el desenfreno se dan en relación con los placeres del tacto y
del gusto, de los que sí participan también los demás animales, denunciando así la
naturaleza servil y bestial de dichos placeres. Menos se nota esto en relación con el gusto,
del que los desenfrenados se sirven poco, ya que no saben disfrutar de la discriminación
de los sabores al modo en que lo hacen los catadores de vinos y los que condimentan los
manjares; pero sí gozan mediante el tacto, tanto en las comidas y bebidas como en el
amor sexual. Esto aparece bien representado en el deseo de cierto glotón (17) de tener el
cuello más largo que un cisne, sugiriendo con ello que experimentaba placer en el
contacto.

Es decir que el desenfreno se relaciona con el sentido más universal de todos, el que
poseemos en razón del hecho básico de nuestra animalidad, y que justamente por eso es
también el más vituperado. Bestial es entonces disfrutar y preferir por sobre todo los
placeres del tacto. Con excepción de ciertos placeres de este género que son considerados
convenientes para el hombre libre, como los masajes en los gimnasios y los baños tibios,
pues en el desenfrenado el placer del tacto no afecta a todo el cuerpo sino sólo a ciertas
partes.

XI

Algunos deseos parecen ser comunes a todos los hombres, mientras que otros son
particulares y adquiridos. Por ejemplo, es natural el apetito de alimento, porque se basa
en la necesidad de comida o bebida, y a veces de ambos. Y también el joven vigoroso
apetece la compañía sexual de una mujer, como dice Homero (18). Pero no todos desean
las mismas cosas, determinado alimento o compañera: diferentes cosas son agradables a
diferentes gentes, lo que parece indicar que, aunque natural, el deseo está revestido de
cierto carácter personal.

Pocos se equivocan respecto de los deseos naturales, y si lo hacen en cuanto se exceden


en su satisfacción. Comer y beber hasta el hartazgo es exceder lo determinado por la
naturaleza en cuanto a la cantidad, pues el deseo natural consiste sólo en paliar la
necesidad, y los que se exceden así, hinchando sus vientres más allá de lo necesario, son
llamados glotones, y demuestran con esto su naturaleza extremadamente servil. Por lo
contrario, respecto de los deseos particulares son muchos los que yerran, y de muchos
modos. La diferencia entre los llamados aficionados a esto o aquello y los desenfrenados
es que los primeros disfrutan de lo que no deben o en mayor medida de lo que lo hace la
mayoría, mientras que los segundos se complacen en todo, desde cosas indebidas y
aborrecibles hasta otras cuyo goce es licito, si se mantienen cierta medida y corrección. En
resumen, el desenfreno es el exceso en los placeres, y es censurable.

En cuanto a los pesares, no pasa lo mismo que respecto de la valentía: no por soportar los
dolores se dice de alguien que es moderado, o desenfrenado si no los aguanta. La
calificación de desenfrenado se aplica más bien al que se aflige en demasía de la falta de
placer, siendo entonces éste lo que le produce aflicción; mientras que se llama el
templado al que no se conduele de la ausencia o privación de lo placentero. El licencioso,
entonces, ansía todos los placeres o los más placenteros, y su deseo lo arrastra hasta el
punto de hacerle preferir éstos a cualquier otra cosa, afligiéndose tanto por no alcanzarlos
como simplemente por desearlos (como quiera que el deseo va acompañado de dolor, por
más que parezca absurdo entristecerse por el placer).

Apenas existen personas a quienes pueda calificarse de deficientes en relación con los
placeres o que gocen de éstos menos de lo conveniente, siendo tal insensibilidad impropia
de los humanos. Hasta los animales discriminan entre los alimentos que les dan placer y
los que no. Y si existe alguna criatura a la cual nada le produce placer y que no diferencia
entre las cosas en razón del goce que le dispensan, está tan distante de la condición
humana y es tan difícil de hallar que no ha recibido nombre especial.

El hombre templado es el que observa el término medio con relación a estos extremos, no
complaciéndose en las cosas indebidas o que son de preferencia del desenfrenado sino
repugnándose ante ellas, así como tampoco se aflige por la privación de placeres, ya que
no los desea sino moderada y convenientemente ni, en general, se excede en nada. Es
propio de la templanza el deseo moderado de todas las cosas que contribuyen de modo
conveniente y medido a la salud o al bienestar; así como de los otros placeres que no se
contraponen a dichos bienes o al decoro moral o que exceden sus recursos. El que no
contempla estas condiciones, sobrevalúa los placeres más allá de la dignidad,
diferenciándose así del moderado, que estima el calor de cada cosa de acuerdo con la
recta razón.

XII

Parecería más voluntario el desenfreno que la cobardía, ya que mientras el primero es


motivado por el placer, de por sí deseable, la segunda lo es por el dolor, del que parece
natural huir; además, en tanto que el dolor altera y destruye la naturaleza del que lo sufre,
el placer no produce efectos semejantes. Y por esto de que es más voluntario, el
desenfreno es también más censurable. Porque a los placeres (tantos como hay en la vida)
es cosa sencilla habituarse y hacerlo sin peligro, mientras que con las cosas temibles
sucede lo contrario. Podría además pensarse que la cobardía no es igual de voluntaria que
sus manifestaciones concretas, porque en sí misma aquélla es indolora, mientras que las
circunstancias concretas (el dolor extremo) alteran al hombre hasta al punto de hacerle
arrojar las armas y otras descomposturas; dando esto la impresión de que la cobardía es
forzada. Por lo contrario, los actos particulares del desenfrenado son voluntarios, ya que
han sido por él deseados y apetecidos, pero no así conjunto, pues nadie desea ser
licencioso en sí.

También aplicamos el calificativo de desenfreno (19) a las faltas infantiles, que se


asemejan en cierto modo general con el desenfreno, importando poco cuál de los dos
debe su nombre al otro.

Sin embargo, es evidente que el segundo deriva del primero, en una transferencia de
sentido muy razonable, ya que necesario, efectivamente, penar todo deseo de cosas
vergonzosas y que puede incrementarse, ambas situaciones comunes al deseo y los niños,
los cuales viven de deseo y cuyo apetito de placer es más notable. Si este deseo no se
somete al principio directivo, puede llegar muy lejos, porque en un ser irracional es
insaciable y se incentiva ante el mínimo estímulo, y su ejercicio aumenta lo que ya es
tendencia innata, llegando hasta expulsar por completo al raciocinio si es demasiado
grande y vehemente. De manera que es necesario que los apetitos sean pocos y
moderados, y para nada opuestos a la razón. Así como el infante debe obedecer a su
preceptor, también la parte concupiscible debe acomodarse a las directivas de la razón. En
el hombre moderado esta parte concupiscible debe concordar con la razón, pues ambas
tienen por blanco lo honesto; lo que se traduce en desear lo conveniente, del modo
debido y en el momento oportuno, tal y como lo ordena la razón.

Y esto es lo que teníamos que exponer sobre la templanza.

NOTAS

(1) En una tragedia de Eurlpides que se ha perdido, Enfile, sobornada, induce a su marido
Anfiarao, rey de Argos, a sumarse a la expedición de los Siete contra Tebas. Cuando está a
punto de morir, conjura a sus hijos para que venguen en su madre la muerte de su padre.

(2) Esquilo parece haber revelado, en alguna de sus obras perdidas, algo de los misterios
eleusinos; pero fue absuelto por el Are6pago en atención a sus méritos literarios y cívicos.

(3) Personaje del Cresfontes, tragedia perdida de Euripides.


(4) Alusión a Platón (Leyes, 863 B), que asimilaba erróneamente esos actos a los
cometidos por ignorancia.

(5) Proverbio atribuido a Solón.

(6) En la legislación de Pitaco, tirano de Mitilene. Cf. Pol., 1274 b.

(7) Probable interpolación, toda vez que el género de la virtud es sólo el habitus, en tanto
que la medietas es su diferencia específica con respecto al hábito vicioso.

(8) Definición de Platón (Laques, 198 B).

(9) Cf. Ética Eudemia, 1229 b, donde se dice de los celtas que toman las armas y marchan
contra las olas. En Estrabón se leen cosas semejantes, y quizá hay un eco de esas leyendas
en Shakespeare: to take arios against a sea of troubles.

(10) Iliada, XXII, 100.

(11) Iliada, VIII, 148.

(12) Iliada, II, 391. Es Agamenón y no Héctor el que habla.

(13) Xen. Mem., III, 9.

(14) Alusión a la batalla de Coronea (353 a. C.). Los pobladores se hicieron matar
defendiendo su ciudad, mientras que los mercenarios beodos huyeron.

(15) Las tres primeras citas en este orden: Ilíada, XIV, 151; Ilíada, V, 470 y Odisea, XXIV,
318. La cuarta no está en Homero, sino en Teócrito: XX, 15.

(16) En la batalla librada en las murallas de Corinto (392 a. C.). La caballería espartana
acababa de armarse con los escudos pertenecientes a los vencidos sicionios. Xen. Hel., IV,
4.

(17) Parece tratarse de Filoxeno, personaje real o de comedia, cuyo nombre aparece en el
pasaje correspondiente de la Ética Endemia (III, 2).

(18) Ilíada, XXIV, 130.


(19) Vocablos griegos que nos resulta imposible reproducir, cuyo significado es castigar, y
se aplica tanto a los castigos de los niños como a los que el adulto se autoinflige para no
exceder el término de la templanza.

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