Historia de Grecia
Día a día en la Grecia Clásica
La época alejandrina
Entre los siglos VIII y V, la polis o ciudad-estado
fue la estructura política en la que los griegos
desarrollaron su civilización. La producción esclavista
sostuvo su economía y la lealtad de los ciudadanos
amalgamó las instituciones cívicas y religiosas locales
y panhelénicas. Las polis no estaban demasiado pró-
ximas unas de otras y, aunque autónomas, en
momentos claves de peligro exterior habían sabido
superar sus diferencias individuales, como ocurrió en
la unión contra los persas. Las tensiones sociales
internas se fueron mitigando recurriendo a reformas
constitucionales, especialmente en el Ática, y a la
expansión colonial, que trajo mayor prosperidad
económica a las respectivas metrópolis y reforzó en
un primer momento el tradicional espíritu de lealtad a
los fines comunes.
Decadencia de la polis
Durante el siglo v, estos elementos comenzaron a
perder vigor y en los siguientes cien años los griegos
pasaron por vicisitudes políticas bastante delicadas,
aunque la polis aún continuó siendo el marco político
y social en que aquellas se desenvolvieron. Por un
lado, desde el exterior, el imperio persa seguía
amenazando la libertad de las ciudades griegas más
pró-ximas a sus lindes. Por otro lado, en el interior, el
expansionismo imperialista de las polis más ambicio-
sas, Atenas y Esparta, había reforzado en las demás
sus ansias de independencia, uniéndose entre sí con
más facilidad frente a la amenaza de aquéllas.
En cuanto a Atenas, los límites de su hegemonía
se alcanzaron muy pronto. En el momento de su
esplendor, durante la década de 440, el sistema
imperial ateniense abarcaba unas 150 ciudades,
principalmente jónicas. Esta hegemonía estimuló,
bien es cierto, el comercio y las manufacturas en el
Egeo —donde se extendió la moneda ática y se
acabó con la piratería—, aunque los mayores
beneficiarios de esta bonanza comercial fueron, como
ya vimos, los metecos de la propia Atenas. Por otro
lado, el imperialismo ateniense gozó de las simpatías
de las clases más desfavorecidas de las respectivas
poleis aliadas, porque la tutela ateniense significaba,
por lo general, la instalación en ellas de regímenes
democráticos, y porque la carga de los tributos a la
ciudad imperial recaía en las clases altas. Pero
Atenas fue incapaz de conseguir la integración de
estos aliados en un sistema político unificado. La ciu-
Pastora Barahona
dadanía ateniense era ya tan amplia en la propia
Atenas, que no fue posible extenderla al exterior,
pues esta medida habría impedido la participación di-
recta en la Asamblea, realizable sólo dentro de un
espacio geográfico muy pequeño. Así pues, los
fundamentos democráticos interiores del imperialismo
de Pericles generaron la explotación dictatorial de sus
aliados de la Liga de Delos, a los que convirtió en
siervos.
En Atenas, aunque es cierto que la democracia
directa que garantizaba la constitución se diluía, en la
práctica, por el predominio informal de los políticos
procedentes de las familias ricas de la ciudad, este
predominio siempre estuvo expuesto a trastornos y
enfrentamientos. La contradicción entre ciudadanos
ricos y ciudadanos pobres fue fundamental para la
estructura de la polis ateniense, como lo demuestra la
condena unánime de la democracia de la ciudad
realizada por los pensadores que encarnaron su ini-
gualada cultura: Tucídides, Sócrates, Platón,
Aristóteles, Isócrates o Jenofonte. Ya vimos cómo
Aristóteles era partidario de proscribir la ciudadanía
entre los trabajadores manuales. El esclavismo que
subyacía a la civilización ateniense halló, pues, su
expresión ideológica en el estrato social privilegiado
de la ciudad, cuyas cimas intelectuales, sobre las que
nos detendremos en este capítulo, se alcanzaron
gracias al sobretrabajo realizado por la masa
silenciosa de la polis.
Así mismo, la propia naturaleza democrática de
Atenas, cuyo principio era la participación directa no
la representación, imposibilitaba la génesis de una
maquinaria burocrática similar a la del imperio persa,
por ejemplo, capaz de someter por medio de la
coerción administrativa a un vasto imperio territorial.
La democracia ateniense representaba,
precisamente, el rechazo a tal separación entre
Estado y sociedad. El imperialismo ateniense, en
consecuencia, se derrum-bó relativamente pronto
debido tanto a las características de su estructura
política como a la resistencia de las ciudades más
oligárquicas de la Grecia interior, encabezadas por
Esparta.
La liga espartana o del Peloponeso tenía
precisamente las ventajas contrarias a las debilidades
atenienses. Era una confederación de oligarquías ba-
sada en la fuerza militar de los propietarios hoplitas —
en Atenas, como sabemos, éstas se mezclaron con
los marinos de la flota procedentes de la clase de los
1
tetes— y cuya unidad aliada no entrañaba ninguna
suerte de tributos monetarios ni tampoco, al
conservar sus propios ejércitos, el monopolio militar
de Esparta, cuyo poder fue siempre menos
amenazante pa-ra sus aliados y otras ciudades
griegas que el de Atenas.
Finalmente, la falta de un territorio anexo al Ática,
como tenía Esparta en la región de Mesenia, hizo que
el poderío militar de Atenas, tanto en reclutamiento
como en recursos, fuese demasiado débil para resistir
una ofensiva aliada por tierra. La guerra del
Peloponeso fue la mejor muestra. A pesar de todo, se
precisó el oro de Persia para que la flota espartana
logra-se acabar con el dominio ateniense en el mar,
antes de la derrota final del ejército ateniense en
tierra por mano de Lisandro. A partir de entonces no
hubo ninguna posibilidad de que las ciudades griegas
generasen un Estado unitario y centralizado, a pesar
de la recuperación económica relativamente rápida
que si-guió a los desastres de la guerra del
Peloponeso. La propia igualdad y multiplicidad de las
polis neutralizaba intentonas expansionistas.
La guerra del Peloponeso desquició todas las
estructuras; los cambios que se introdujeron en todos
los órdenes de la vida fueron considerables. Muchos
campesinos se arruinaron definitivamente con las
destrucciones sucesivas a que los espartanos
sometieron anualmente los campos del Ática. La
emigración forzada hacia la ciudad se convirtió para
muchos en un hecho ya definitivo e irreversible. La
pérdida en vidas humanas fue también considerable.
El hundimiento moral ocasionado por la peste que
asoló Atenas no hizo sino aumentar con la derrota
decisiva de 404 y la imposición consiguíente de un
régimen oli-gárquico, llamado de los Treinta, bajo la
supervisión espartana. El espíritu cívico, que desde
Pisístrato se había ido imponiendo con fuerza en
Atenas, decayó de forma notoria, y cada vez más se
pusieron de relieve elementos individualistas que
buscaban el beneficio y la salvación personales en
perjuicio de los intereses generales o públicos.
Uno de los ámbitos más afectados por la crisis
moral fue, sin duda, el de la religión políada. El
escepticismo sobre el culto estatal a las divinidades
protectoras empezó a difundirse entre la gente ante la
creencia, cada vez más generalizada, de que los
desastres del momento ponían de manifiesto un cierto
distanciamiento de la divinidad. Este espíritu
escéptico halló un amplio eco entre los sofistas y en
las obras de Eurípides. En consecuencia, se
reforzaron las co-rrientes religiosas que abogaban por
un contacto personal más intenso con la divinidad
como forma de conseguir la salvación individual —
pitagorismo, orfismo, etc. —. La polis como tal ya no
ofrecía esa sensación protectora de cohesión social,
que arropaba al individuo y le hacía sentirse miembro
de un colectivo a través de su participación en las bri-
llantes ceremonias cívicas. Los cultos que ahora se
imponían tenían, por tanto, una estrecha relación con
el individuo y con sus posibilidades de salvación
personal.
Las ciudades griegas del siglo IV se hundieron en
el agotamiento a medida que el modelo de la polis
clásica comenzó a evidenciar crecientes dificultades
económicas y de reclutamiento militar. Al mismo tiem-
po, había sufrido un vasto proceso de secularización
durante la etapa de Pericles. El campo estaba
abonado, pues, para que los sofistas plantaran en él
sus corrosivas dudas sobre la naturaleza de la justicia
y la reivindicación de la autonomía individual. El
cambio de atmósfera económica condujo a la
profesionaliza-ción de la política y de la milicia, que se
convirtieron en oficios, y consecuentemente se
debilitó el apego del ciudadano individual al Estado.
Los años de 404 al 336 —cuyos aspectos políticos
examinaremos en el presente capítulo— fueron un
periodo de crisis atravesado por múltiples fuerzas
contradictorias. En las primeras décadas se pretendió
cambiar el carácter de la polis, ya con la unificación
forzosa bajo la égida de los nuevos estados
hegemónicos de Esparta y Tebas, o con experimentos
federalistas. Estos intentos fracasaron y, por último,
una monarquía periférica de la Hélade, la de
Macedonia, apareció en escena y conquistó toda
Grecia. En conjunto, los cambios llevaron al mundo
Egeo directo a la gran explosión que se concluyó con
la conquista del Oriente Próximo a las órdenes de
Alejandro Magno.
Cambios de hegemonía
Tras la derrota de Atenas por Esparta en 404, el
ejército espartano no se retiró a su fortaleza del
Peloponeso, como habría sido previsible dada su
tradicional política de hacerse fuerte en su propio
territorio. Los tiempos habían cambiado mucho.
Probablemente la larga contienda de treinta años que
acababa de finalizar demostrase a Lisandro y los
otros jefes espartanos que, en adelante, ya no iban a
estar seguros ni siquiera en la tierra de sus antepasa-
dos, a menos que consolidaran su dominio sobre toda
Grecia. La solidaridad unánime que habían
demostrado sus aliados en la guerra contra la
«tiranía» de Atenas fue quizá lo que les llevó a
infravalorar las dificultades de semejante empresa. Lo
cierto es que Esparta decidió consolidar su
supremacía terrestre y naval, y esto la condujo directa
al desastre total en 371.
En 395, más de una década después de la
conclusión de la guerra del Peloponeso, los
espartanos se hallaban otra vez envueltos en un
conflicto armado contra Tebas, Corinto, Argos e
incluso Atenas. Al año siguiente, tras la derrota sufrida
frente a los persas con la ayuda ateniense, las islas
de Asia Menor se separaron de la dominación
espartana y formaron una liga propia. Grecia llevaba
treinta años bajo la dominación más o menos total de
Esparta, pero se hallaba cada vez más dividida.
Persia era ahora el árbitro de la suerte de los otros
estados griegos y Esparta estaba completamente
arruinada: la guerra había provocado cuantiosas
pérdidas no sólo en hombres, sino también en
posesiones territoriales, de modo que algunos
2
espartiatas se vieron privados de sus derechos
políticos. En realidad, las dos quintas partes de la
propiedad de la tierra se hallaba entonces en manos
de mujeres, para escándalo de los hombres ilustres
de Atenas. Los dirigentes espartanos intentaron
compensar la situación elevando al rango de ciudada-
nía a personas de las clases inferiores, pero esta me-
dida fue rechazada por los sectores más
conservadores encabezados por Agesilao. Estos
prefirieron, en su lugar, someter a los antiguos aliados
en la guerra del Peloponeso al pago de un tributo
para poder, así, financiar un ejército de mercenarios.
Pero el resultado fue que, con su política mezquina y
vengativa, los es-partanos perdieron su buena
reputación y la Liga del Peloponeso se disolvió en
cuanto los tebanos se plantaron en la zona.
A la hegemonía de Esparta sucedió la de Tebas,
que duró nueve años. La fuerza del Estado tebano ra-
dicaba en su posición dominante en la Liga Beocia,
que se había reorganizado como una verdadera
federación de polis democráticas en esa región.
También fuera de Beocia, Tebas alentó este sistema
federativo, que suavizaba las tradicionales tendencias
separatistas de las ciudades griegas. El poderío
tebano fue también consecuencia, en buena medida,
del ge-nio de sus dos jefes supremos, Epaminondas,
brillante general y estadista moderado y previsor, y su
colaborador Pelópidas. Este último se aseguró el
apoyo de los persas. Pero en 364, Pelópidas murió
combatiendo en Tesalia. Epaminondas tuvo entonces
que enfrentarse a una coalición formada por Esparta,
Mantinea, la Elide, Acaya y Atenas, que acabó en la
gran batalla de Mantinea dos años después (362) con
la victoria de los tebanos. Esto habría dado a Tebas la
posibilidad de extender su dominio a toda Grecia,
pero Epaminondas también resultó muerto en aquel
enfrentamiento. Los griegos firmaron entonces la paz
y constituyeron una liga para mantener el orden, pero
ello, ajuicio de Jenofonte en las Helénicas, no trajo
sino «mayor confusión e incertidumbre en el mundo
griego».
Hacia 355, las más importantes polis griegas se
hallaban políticamente desacreditadas. Esparta se re-
sistía a admitir su pérdida de prestigio, aunque, en
realidad, ya no tenía ninguna influencia. Y Tebas
seguía guerreando con sus vecinos, los focidios, que
se habían apoderado de Delfos y utilizaban el oro y la
plata del santuario para comprar ejércitos enteros de
mercenarios. Atenas, que primero apoyó a Tebas
contra Esparta y después a Esparta contra Tebas, ha-
bía perdido de nuevo su predominio naval en el Egeo.
Tanto en Grecia como en las colonias de Occidente,
los enfrentamientos políticos entre las ciudades
facilitaron las cosas a las ansias expansionistas de
las potencias extranjeras. En este mismo periodo,
Roma, en Italia, se reforzaba cada vez más, y en
Grecia, Fi-lipo ya se había proclamado rey de
Macedonia.
No sorprende, pues, que el «arte» de la guerra
hiciese bastantes progresos durante esta primera mi-
tad del siglo IV, especialmente en el aspecto de la es-
trategia. Por otro lado, el hastío de la población
helénica por las incesantes luchas entre sus estados
y entre estos y otras potencias extranjeras, provocó
un mayor ensalzamiento del sentimiento de unidad
panhelénica, lo que tuvo consecuencias notables en
el plano político, ya que en aquellas zonas de la
Hélade donde la polis no había arraigado
profundamente se desarrolló el federalismo. Los
intelectuales adquirieron mayor conciencia de la
necesidad de que Grecia se uniese. En Atenas, un
portavoz de esta corriente de opinión fue Isócrates, el
primero que en su Panegírico de 380 puso en forma
escrita la idea de que todos los griegos debían unirse
en una guerra santa contra Persia, que era, a la vez,
rica y débil. Durante cuarenta años este lema halló
amplia acogida entre el público, pero los intentos por
llevarlo a la práctica fueron en vano. Isócrates se
dirigió primero a Esparta y después a Atenas en
busca de un jefe noble y generoso que liderase la
cruzada griega, pero hacia me-diados de siglo, por las
razones ya señaladas, las más importantes ciudades
estaban reducidas a una situación de completa
parálisis. Por tanto, si había una fuerza capaz de
unificar Grecia, ésta debía provenir de fuera del
sistema estatal helénico.
Macedonia a la conquista de Grecia
El segundo gran ciclo de la conquista helénica
tuvo, pues, su origen en la periferia septentrional de
su civilización. En un primer momento, Macedonia,
estado mucho más vasto que todos los demás del
mundo griego, fue una monarquía tribal de las
montañas del interior, zona atrasada que había con-
servado muchas de las instituciones de la Grecia
postmicénica. La mo-narquía macedónica era
hereditaria, aunque estaba sujeta a la confirmación de
la asamblea de los guerreros del reino. Legalmente,
toda la tierra era propiedad del monarca, pero en la
práctica la nobleza tribal, que alegaba parentesco con
el rey, poseía fincas de este, formando un cortejo de
«compañeros» reales del que salían los consejeros y
gobernadores. La mayoría de la población estaba
formada por campesinos arrendatarios libres y había
pocos esclavos. La urbanización era escasa, y la
propia capital, Pella, era muy pequeña y de reciente
creación.
Los reyes macedónicos habían alentado en sus
cortes la cultura griega y eran aceptados como
griegos en los Juegos Olímpicos, pero tanto los cam-
pe-sinos como los nobles, aunque afines a los
griegos, no se consideraban como tales. A comienzos
del siglo IV, el desarrollo del comercio había hecho
surgir muchas ciudades, pero cuando en 359 el rey
macedonio Pérdicas III cayó en combate contra los
ilirios, la zona costera de su Estado quedó bajo el
dominio de la Liga calcídica, que se congregaba en
torno a Olinto. Filipo, hermano del rey fallecido,
asumió la regencia del jovencísimo heredero, pero
pronto se desembarazó de éste y se proclamó rey.
Filipo II no tenía mucho más de veinte años en el
momento de esta imprevista ascensión al trono; de
ellos había pasado tres (367 – 365) como rehén en
3
Tebas, donde contrajo una gran afición por la cultura
griega, así como una equivalente admiración por la
habilidad política y táctica de Epaminondas.
En el momento de su coronación, la posición de
Filipo II era muy débil. Había otros cinco
pretendientes al trono y su reino, desorganizado,
estaba rodeado por todas partes de poblaciones
bárbaras enemigas. Una de sus primeras medidas fue
comprar el alejamiento de éstas con dinero y ganarse
el favor de Atenas retirando la guarnición que
Macedonia mantenía en la importante ciudad de
Anfípolis. Después, en los dos años siguientes,
cambió de táctica: derrotó con las armas primero a los
peonios y después a los ilirios, recuperó Anfípolis y
entabló una alianza con la Liga calcídica, enemiga de
Atenas.
Mientras tanto, Filipo II también consolidó su
posición en el interior de Macedonia, proceso cuyas
fases es difícil de precisar. Un hecho decisivo que dio
impulso a su poderío en los Balcanes y a la
expansión exterior fue la anexión de las minas de oro
de Tracia, equivalentes a las minas de plata del Ática
en el siglo anterior. De este modo, Filipo II pudo ser el
primer go-bernante europeo que imitó al rey de los
persas acuñando «filipos» de oro. En poco tiempo las
fronteras de Macedonia se ensancharon y el prestigio
de su monarquía se reforzó. Se fundaron numerosas
ciudades, que en vez de ser políticamente autónomas
quedaron bajo el control del rey, y la capital, Pella, se
her-moseó.
El éxito de los ejércitos de Filipo se debía
esencialmente a sus innovaciones militares, que
reflejaban la diferente composición social del interior
tribal del norte de Grecia. La caballería, arma
aristocrática, fue renovada y vinculada a la infantería,
que, a su vez, abandonó parte de la pesada armadura
hoplita a cambio de una mayor movilidad y del uso
generalizado de la lanza en el campo de batalla. El
resultado fue la famosa falange macedonia,
flanqueada por la caballería, y que enlazaría victoria
tras victoria desde Tebas a Kabul. Se trataba de un
verdadero ejército nacional, bien adiestrado,
constantemente en activo y dirigido por una
solamente. Pero la expansión de Ma-cedonia por el
Asia no se debió únicamente a la destreza de sus
jefes militares y soldados o a la posesión de metales
preciosos, sino a la previa absorción de la propia
Grecia.
Las ciudades griegas seguían divididas por sus
inveteradas rivalidades y sus ciudadanos estaban,
como hemos visto, mucho menos dispuestos que en
el pasado a sacrificar vidas y haciendas por el interés
nacional. Las polis de la Grecia central estaban
ocupadas en la mencionada guerra contra los
focidios, y la liga naval de los atenienses acababa de
disolverse. En Atenas, los ciudadanos se debatían en
sus asuntos internos, sobre todo por la cuestión de
procurarse fondos estatales para los ciudadanos más
pobres, a los que había que pagar por intervenir en la
Asamblea, desempeñar cargos en los tribunales y
participar en las fiestas ciudadanas. No contamos, sin
embargo, con datos de porcentajes de participación
efectiva de este sector de la ciudadanía en los
órganos de decisión. Con todo, Atenas mantuvo e
incluso aumentó su flota, de modo que quizá habría
podido contar con el apoyo de varias otras polis si
hubiera decidido hacer frente a Filipo. Por entonces
brillaba entre la pobla-ción ateniense la oratoria de
Demóstenes, que sostenía con pasión que Atenas
aún podía ser poderosa si escuchaba sus consejos.
Hacia 351, cuando probablemente pronunció la
primera de sus famosas Filí-picas, ya había iden-
tificado en Filipo al auténtico ene-migo y previsto
cuáles iban a ser sus intenciones.
La primera ruptura clara entre Macedonia y Atenas
se produjo cuando Filipo decidió sujetar a Olinto en la
Liga calcídica, única región limítrofe que se mantenía
independiente, de modo que ésta dejó su orgullo
aparte y pidió la ayuda de Atenas. Demóstenes, en
sus tres discursos por Olinto, se declaró a favor de la
petición y la Asamblea votó por mayoría el envío de
una expedición militar. Sin embargo, Filipo maniobró
para que en la vecina Eubea se desatase una
revuelta, por lo que, obligados a intervenir también en
este conflicto, finalmente la ayuda de los atenienses a
Olinto resultó demasiado pequeña y llegó tarde. Los
habitantes de Olinto tuvieron que luchar solos y
fueron derrotados, en parte por la traición de agentes
introducidos por Filipo. Éste, como advertencia
general, destruyó la ciudad. Por tanto, los atenienses
buscaron en vano aliados para emprender un
esfuerzo conjunto de todos los helenos.
MAPA 18
Macedonia y la Liga de Filipo II
El propio Demóstenes tuvo que admitir que, en
esos momentos, Atenas no podía hacer otra cosa que
firmar una paz con los más importantes estados
griegos. Pero la Fócide quedó excluida de este
tratado e inmediatamente después Filipo la conquistó.
Aunque disolvió la liga política de los focidios, se
negó a aceptar la vengativa propuesta de los beocios
de venderlos como esclavos, decidiéndose a cambio
por ocupar su puesto en la Anfictionía de Delfos, que
todavía era la más sagrada asamblea de los griegos.
Muchas ciudades griegas, sin embargo, vieron con
buenos ojos la supremacía de Filipo. Isócrates le
dirigió una carta en 346 exhortándole a unir a los grie-
gos para marchar contra Persia. La última fase de las
hostilidades comenzó en 340, cuando Filipo avanzó
4
sobre el Helesponto, vía vital de comunicación, como
sabemos, para el comercio griego, y sitió Perinto y
Bizancio. Pero esta vez fracasó debido sobre todo a
que Atenas envió su flota en ayuda de las dos
ciudades. Fue entonces cuando Filipo declaró la
guerra a Atenas y en 339 invadió la Grecia central.
Ante las circunstancias, Demóstenes logró
convencer a los atenienses de que se aliaran con su
antigua enemiga, Tebas, y a ésta de que se aliara con
Atenas y no con Macedonia en favor de la libertad
griega. Algunas otras ciudades se unieron a esta
iniciativa, pero todo el Peloponeso permaneció prácti-
camente neutral. En 338, los ejércitos ateniense y
tebano avanzaron para cortarle el camino a Filipo, pe-
ro fueron derrotados en la batalla de Queronea (338).
Los supervivientes atenienses, entre ellos
Demóstenes, huyeron a Atenas, donde comenzaron
los preparativos para resistir un asedio. Filipo, sin
embargo, no pretendía destruir la cuna de la cultura
griega, ni asediarla sin contar con una fuerza naval;
de modo que ofreció a los atenienses un tratado de
rendición generoso y estos lo aceptaron. Tebas, en
cambio, fue privada de su poder en Beocia y ocupada
por tropas macedónicas.
Demóstenes había fracasado y Filipo era dueño de
toda Grecia. Tras la victoria, éste convocó en el istmo
de Corinto a todos los estados griegos y constituyó
una liga que unía a todos los del interior, menos a la
obstinada Esparta, y a muchas islas. El poder le-
gislativo se confió a un consejo de representantes, y
el hegemón o jefatura efectiva recayó en Filipo y sus
descendientes, que contrajeron una alianza formal
con la Liga. Los miembros se comprometieron a
respetar las libertades recíprocas, a luchar contra el
bandidaje y la piratería y a reprimir las sublevaciones
lo-cales, pues de nuevo los campesinos exigían la
redistribución de la tierra y la abolición de las deudas.
En política exterior, la Liga declaró en 337 la guerra a
Persia para vengar la devastación de los templos lle-
vada a cabo por Jerjes.
El hecho de que una de las tareas de la Liga de
Corinto instaurada por Filipo fuese la de defender la
estabilidad interna de Grecia da un indicio de la
virulencia alcanzada en este periodo por la stasis o
lucha de clases en el interior de los estados griegos.
Una de las consecuencias de la guerra del
Peloponeso, como dijimos, fue la dislocación de los
vínculos comunitarios tradicionales y el consiguiente
recrudecimiento de la lucha entre las clases. Las
grandes propiedades crecían a costa de los
campesinos, y tanto éstos como los trabajadores de
las ciudades se enfrentaban a la galopante subida de
los precios. Pero ahora, sin embargo, los ricos
también corrían el riesgo de ser asesinados en
cualquier momento o enviados al exilio, de modo que
se organizaron, como vimos, en res-tringidos círculos
oligárquicos o heterías, con el fin de salvaguardar su
posición de predominio a cualquier precio.
Incidentalmente, Aristóteles en su Política menciona
el juramento de una de estas heterías, en el que se
decía: «Yo seré enemigo del pueblo y trataré de
hacerle todo el daño que pueda». Para muchos
miembros de este «pueblo», el enrolamiento co-mo
mercenarios en el ejército macedónico en su
siguiente expansión por oriente fue una salida
obligada.
En la primavera de 336, Filipo envió la vanguardia
de su ejército más allá del Helesponto, pero antes de
partir hizo los preparativos para su boda con
Cleopatra, hija del rey del Épiro. Para ello tuvo que
repudiar a su primera esposa Olimpia, madre de
Alejandro, quien encolerizada, abandonó con su hijo
la corte. Pero éste regresó pronto, justo a tiempo de
producirse el asesinato de su padre a manos de un
noble macedonio durante la celebración de una fiesta.
Las fuentes aseguran que el asesino era un sicario de
los persas, pero también se refiere que Olimpia y el
mismo Alejandro tomaron parte en la conspiración
contra Filipo. De hecho, a la muerte de Filipo, Olimpia
volvió a Macedonia e hizo matar a Cleopatra, a la hija
de és-ta y a otros muchos de sus enemigos. Fuese
como fuere, Alejando subió al trono a la edad de
veinte años.
El nuevo debate político y filosófico
Hemos visto cómo la larga y cruel guerra entre
Atenas y Esparta trajo consigo una creciente
polarización social en el seno de la polis ateniense:
los campesinos áticos fueron despojados de sus
medios de vida tradicionales, mientras la riqueza se
concentraba cada vez en menos manos. Este deterio-
ro de las condiciones de vida en el campo provocó
una cre-ciente corriente migratoria hacia la urbe en
busca de nuevas oportunidades, alterándose así el
equilibrio entre campo y ciudad que se había
alcanzado en la época de Pericles. Para muchos
ciudadanos emigrados, la única forma de superviven-
cia era la pequeña subvención estatal y el empleo en
unas condiciones sólo ligeramente superiores a las de
los esclavos. Es probable que, en las nuevas
circunstancias, este sector económicamente
desfavorecido de la ciudadanía viese disminuir su
presencia e influencia en los órganos de gobierno de
la polis, en beneficio de los ciudadanos ociosos de las
clases más pudientes. El hecho es que el conflicto
entre ciudadanos ricos y pobres la-tía con más vi-
rulencia en el juego de tensiones que atravesaba a la
sociedad ateniense del siglo IV, y tan-to la milicia
como la política se convirtieron en actividades cada
vez más profesionalizadas, lo que a su vez refleja la
menor implicación de los ciudadanos particulares en
los asuntos públicos.
Pero en la derrotada Atenas, la profesionalización
también predominaba en el campo del saber. A pesar
de los consejos de Sócrates, sofistas y filósofos
componían una especie de aristocracia de la
inteligencia que ahora reivindicaba con mayor énfasis
y nuevos argumentos un papel más destacado en el
Estado: el vínculo entre el saber y el poder se
estrechaba. No era ya sólo que estos sabios hubiesen
hecho de la formación política de los jóvenes de las
familias adineradas un medio bastante holgado de
ganar fama y dinero, sino también que su interés por
5
identificar las causas de la crisis que afectaba a la
sociedad griega y proponer soluciones generó un
cuerpo de discursos en torno a la reforma política y al
estado ideal.
Isócrates, a cuya escuela de retórica acudían los
hijos de las familias más acaudaladas, tenía el
propósito de formar a la élite intelectual de la que
tenía ne-cesidad la Grecia de su tiempo. Vio en la
retórica la verdadera filosofía y el instrumento
necesario para el progreso y la civilización. Sin
embargo, alejándose de la mera elocuencia sofística,
dio a su enseñanza un valor político y moral. El
programa educativo que elaboró se mantuvo en vigor
durante las etapas helenística y romana, llegando a
influir de este modo en el estudio de las humanidades
futuras. Entre las propuestas que avanzó para
solucionar los problemas de la sociedad ateniense,
una fue la de conquistar territorios bárbaros en los
que fundar colonias, cuya población estaría
constituida básicamente por todas aquellas gentes
que habían quedado sin medios de vida y pululaban
por las ciudades ocasionando problemas de orden
público. Es decir, proponía solucionar el pro-blema de
la pobreza desterrando a los pobres a lugares
alejados donde, además, podían servir a Grecia de
escudo protector contra las invasiones bárbaras .Ya
vimos también cómo otro de sus argumentos des-
tacados fue la apelación a la unidad panhelénica que,
bajo un solo poder monárquico, emprendiera una
campaña contra el bárbaro.
Un aspecto relevante de las reformas políticas y
sociales que durante esta época se formularon, es
que todas ellas lo hicieron sin salirse de la concepción
tradicional de la polis. Ésta había constituido hasta
entonces el entorno económico, social y espiritual de
la vida en cuanto comunidad de gentes (kioinonía),
con independencia propia (autárkeia), bajo el imperio
de una ley (nomos) y de una organización (politeía)
reguladoras de sus poderes y funciones. Este
carácter universal de la polis lo reflejó Aristóteles en
su de-finición del hombre como zoon politikón (animal
poli tico), y en su consideración de la ética como una
rama de la praxis del Estado, esto es, de la política.
Sólo el ciudadano (polítes) era un hombre en plenitud,
porque sólo en cuanto tal estaba abocado a la
felicidad y a la perfección (arete).
Otro aspecto que debemos considerar es que, en
el debate social sobre las causas y las consecuencias
de la crisis, fueron sin duda muchas y variadas las
voces que se hicieron oír, pero sólo nos ha llegado el
testimonio de una parte, la que componen los sabios
más eminentes del momento —Isócrates, Jenofonte,
Platón, Aristóteles— cuya adscripción aristocrática,
como sabemos, les situaba en posiciones contrarias
al sistema democrático, o al menos favorables a un
recorte de los derechos de ciudadanía. Ya señalamos
en otro lugar que la preeminencia de este carácter
conservador en el círculo intelectual más influyente de
Atenas estuvo entre las causas de que en esta no se
llegase a producir nunca una teoría política de la
democracia —o si lo hizo, la desconocemos—.
Para los autores citados, uno de los principales
defectos del sistema democrático ateniense, que se
puso de manifiesto durante la guerra del Peloponeso,
fue el haber dejado en manos de una multitud
apasionada decisiones determinantes que exigían la
mediación de un cierto saber especializado y una
capacidad de reflexión que no estaba al alcance de la
mayoría. Aristóteles, en efecto, sostenía que la
democra-cia ateniense había degenerado en
oclocracia (gobierno de las masas). Sin embargo,
esta opinión habría que contrastarla con la situación
socioeconómica de parte de la ciudadanía ateniense.
Si «las masas» nunca tuvieron un protagonismo pleno
en los órganos de gobierno, por el predominio
informal de los ciudadanos liberados del trabajo
productivo, a partir de la guerra del Peloponeso es
legítimo dudar que dicho protagonismo se mantuviera
y más aún que aumentara —no olvidemos los
numerosos tetes ausentes con la flota en otros
lugares de la Hélade— y que la mayor mortandad
bélica se produjo entre sus filas. A pesar de ello,
muchos historiadores actuales dan por válidas las
explicaciones de estas figuras eminentes.
LA VISIÓN ARISTOCRÁTICA
JENOFONTE, escritor y filósofo griego, nació en un
demo cercano a Atenas en torno a 430 a.C., en el seno de
una familia aristocrática. Fue discípulo de Sócrates. En 401
viajó a Persia junto a su amigo, el tebano Proxenos, que
iba a dirigir el grupo de unos trece mil mercenarios griegos,
mandados en auxilio de Ciro el Joven en su lucha contra
su hermano Artajerjes. Cerca de Babilonia, Jenofonte estu-
vo presente en la batalla donde murió Ciro y a
consecuencia de la cual los griegos se vieron aislados en
medio de una tierra hostil, perdiendo a sus jefes militares,
incluido Proxenos, que fueron ejecutados por orden de
Artajerjes. Jenofonte se convirtió entonces en uno de los
que dirigieron a los mercenarios en un penoso viaje de
cinco meses, durante el cual tuvieron que combatir
constantemente, hasta que llegaron a Bizancio con unos
siete mil supervivientes. Este viaje lo relató Jenofonte en
su obra más im-portante, la Anabasis.
Aparte de la Anabasis, entre sus obras destacan Las
Helénicas, historia de Grecia que continúa la de Tucídides,
pero cuyo valor histórico es muy inferior, ya que en ella la
objetividad cede paso a la defensa de sus actitudes
político-morales; la Ciropedia, especie de novela histórica
basada en la vida de Ciro, también de intención
moralizante; varias obras donde se expone su visión del
pensamiento de Sócrates, y otros escritos de tema
económico, como el diálogo Económica, y político, como
La constitución de Es-parta. Se le atribuyó también,
erróneamente, la autoría del tratado La constitución de
Atenas.
El hecho político inminente era que la democracia
ateniense debía adaptarse a la nueva situación de
hegemonía de la realeza macedónica. Eri general, los
sistemas ideales de gobierno que estos intelectuales
avanzaron con el fin de afrontar con éxito los nuevos
desafíos y corregir las deficiencias de la polis, no con-
sistieron en crear fórmulas nuevas, sino en recurrir a
las ya conocidas, aunque con ligeros retoques. Así,
6
estos sistemas ideales se resumieron en dos
propuestas: el estado espartano y la monarquía
absolutista vigente en Macedonia y Persia. La
apelación a la monarquía, de la que los griegos
apenas tenían memoria histórica, se deja sentir en los
discursos de Isó-crates y en los relatos de Jenofonte,
dedicados a fi-guras como el persa Ciro o el
espartano Agesilao, que comenzaban a configurar lo
que iba a ser el prototipo del monarca ideal,
ejemplificado después en Alejandro de Macedonia.
Por otro lado, ya se tratara de monarquía,
democracia u oligarquía, todos los sistemas ideales
coincidían en reivindicar la presencia del sabio en el
poder, bien a modo de consejero y educador de los
nue-vos dirigentes, bien convirtiendo a éstos en ese
tipo de persona. Las especulaciones teóricas de
Platón, el mayor discípulo de Sócrates, acerca del
estado ideal responden sin duda a estos
planteamientos. Pero an-tes ya habían salido a la
arena pública iniciativas como la del arquitecto y
urbanista Hipodamo de Mileto, quien, a juzgar por el
testimonio de Aristóteles, postuló que el estado ideal
debía componerse de una comunidad de reducidas
dimensiones que incluyera a unos diez mil
ciudadanos, divididos a su vez en tres clases:
artesanos, campesinos y soldados. A estas tres
clases correspondería una correlativa división te-
rritorial del Estado en tres partes: una sagrada, que
proporcionaría los dones debidos a los dioses; una
comunal para los soldados defensores, y una privada
que estaría en manos de los campesinos.
El único planteamiento reformista que se dirigió al
problema principal de la sociedad helénica, el desi-
gual reparto de la riqueza, lo formuló Paleas de
Calcedonia, según el testimonio de Aristóteles,
proponiendo un reparto igualitario de las propiedades
entre los ciudadanos. Pero, mientras que en las
ciudades de reciente fundación el procedimiento para
llevarlo a cabo no resultaría complicado, no sucedía
lo mismo en los estados ya consolidados desde
antiguo; de modo que Paleas abogaba en estos por
un mecanismo regulador del desequilibrio mediante el
cual los ri-cos dieran dotes y no las recibieran,
mientras que los pobres las recibieran sin darlas .Y,
junto a la igualdad en las propiedades, Paleas
introdujo también como condición necesaria una
correlativa igualdad en la educación.
Con Platón volvemos a la jerarquización tripartita
de la sociedad. Su teoría del estado ideal la expuso
en dos diálogos, La República y Las Leyes. En el pri-
mero, nos presenta a Sócrates y a otros amigos que
en una conversación se esfuerzan por establecer cuál
es la esencia de la justicia. Sócrates enuncia el
principio de que la justicia puede ejercerse mejor en
un Estado perfecto, lo que demuestra la tendencia
aún dominante entre los griegos a enlazar la ética con
la política más que con la religión. Esta afirmación da
lu-gar a que se pase a considerar cómo podía
definirse la polis ideal. Básicamente, ésta tendría que
estar diri-gida por filósofos educados en la búsqueda
del bien, tendría que estar defendida por una casta de
solda-dos, a la que deberían servir las clases
inferiores, las cuales habrían de ser mantenidas
rígidamente en su posición subordinada. Para los
soldados, encargados de la seguridad, Platón
propone un rígido proceso educativo que desarrolle
las cualidades básicas para el desempeño de su
misión; cualidades que no de-bían ser sólo de ca-
rácter militar, como sucedía en Es-parta, sino también
intelectual, previendo la conveniencia de un proceso
de crianza cuidadosamente programado, así como la
tenencia colectiva de bienes y de mujeres, que, al
eliminar el particularismo, cortara de raíz toda
posibilidad de conflicto. La vida de la tercera clase
podía discurrir, en cambio, de forma me-nos austera,
disponiendo de los recursos necesarios pero sin
llegar a caer en la pobreza ni adquirir una riqueza
excesiva y peligrosa.
Para Platón, como para Jenofonte y otros
pensadores conservadores, el modelo estatal
espartano era mucho más atractivo que la mutable e
individualista práctica de la democracia ateniense. En
el diálogo Menexeno, Platón satiriza incluso el
sistema democrático de Pericles. Poco antes de
morir, volvió sobre el tema en Las Leyes, un largo
diálogo didáctico sobre las leyes necesarias en su
esquema de estado ideal, sobre todo con el fin de
garantizar su base religiosa. Particularmente
importante es su elaboración de una teología astral,
fundada en la idea de la animación de los cuerpos
celestes, como religión del estado ideal y elemento
fundamental de cohesión y estabilidad. Por ello,
propugna combatir, incluso mediante sanciones
penales, no sólo la religiosidad popular, sino sobre
todo la irreligiosidad en sus distintas formas. En
definitiva, Platón prescribe en esta obra, sin términos
medios, el control del estado sobre el pensamiento.
EL MUNDO DE LAS IDEAS
PLATÓN (427-347 a.C.), filósofo griego, nació en Atenas
en una familia aristocrática. Se inició en la filosofía de la
mano de Cratilo, que seguía las enseñanzas de Heráclito;
pero el hecho decisivo de su vida fue su encuentro con Só-
crates hacia 408. Tras la muerte de éste en 399, se
trasladó de Atenas a Mégara y, después, hacia 388, al sur
de Italia, donde entró en contacto con el pitagórico Arquitas
en Tarento, mientras que en Siracusa trabó amistad con
Dion, pariente y consejero del tirano Dionisio. De regreso a
Atenas, en 387, fundó la Academia, primera escuela de fi-
losofía de cuya existencia tenemos datos fidedignos.
Platón fue el único pensador de la Antigüedad cuyas
obras nos han llegado íntegramente. Entre ellas hay
algunas obras maestras incluso desde el punto de vista
literario, que han dejado profunda huella en todo el
pensamiento occidental posterior. Pese a la fidelidad al
método socrático, como atestigua su predilección por la
forma del diálogo, su obra revela un proceso de
investigación que le lleva hasta la revisión de sus propias
doctrinas. El corpus de las obras de Platón, tal como ha
llegado hasta nosotros, comprende la Apología de
Sócrates, 34 diálogos y 13 cartas. En total, 36 títulos que
fueron agrupados en 9 tetralogías por el gramático Trasilo
en el siglo i d.C. Esta es la ordenación seguida hasta ahora
en las ediciones críticas de las obras de Platón, aunque no
7
todos los diálogos se consideran auténticos. La
clasificación general comúnmente aceptada es la
siguiente: 1) diálogos juveniles denominados «socráticos»:
Apología de Sócrates, Gritón, Hiparco, Hipias menor,
Alcibíades primero, Protagoras, Eutifrón, Lisis, Cár-mides,
Laques, Hipias mayor, Ion y Menexeno; 2) diálogos
demadurez (escritos entre el primer y el segundo viaje a
Sicilia): Gorgias, Menón, Eutidemo, Cratilo, La República,
Fedón, El Banquete y Fedro; 3) diálogos de la vejez:
Teeteto, Parménides, El Sofista, El Político, Filebo, Timeo,
Cri-nas, Las Leyes; y las Cartas.
Estas construcciones ideales reflejan, en efecto,
las estructuras totalitarias del estado espartano, cuyo
prestigio había aumentado con su victoria militar
sobre Atenas en la guerra del Peloponeso. Este
triunfo traducía la superioridad de las instituciones
espartanas respecto de las atenienses, según el
pensamiento de estos círculos intelectuales, que
admiraban sobre todo los aspectos más autoritarios
del sistema. En los inicios de esta tendencia hay que
situar quizá a la oscura figura de Critias, de quien
deriva posiblemente la Constitución de los
Lacedemonios escrita por Jenofonte. En esta obra se
expresa la creencia de que la superioridad de Esparta
residía en sus particulares leyes acerca de la familia y
la propiedad. La igualdad en la educación y las res-
tricciones sobre la propiedad eliminaban, a su juicio,
las posibles diferencias entre ricos y pobres —
siempre dentro de los límites de la ciudadanía—.
Esparta se convertía, de esta forma, en un espejo
donde se buscaba de forma desesperada la solución
definitiva a los problemas concretos de Atenas, sin
que tales descripciones correspondieran en absoluto
con la situación real en que entonces se hallaba el
estado espartano.
Aristóteles, discípulo de Platón, en su Política, ha-
ce de la familia —entiéndase patriarcal— el
fundamento «natural» de la sociedad junto con la
sociedad civil; pero niega que, sentado este
fundamento, pueda señalarse de una vez por todas
cuál es el orden racional más adecuado para un
estado, como había intentado Platón. La teoría
política había de fundarse en una indagación objetiva
de varias formas de gobierno históricamente
atestiguadas, de modo que Aristóteles recogió con
ayuda de sus discípulos nada menos que las
constituciones de 158 grandes y pequeños estados.
En su opinión, las formas de gobierno podían ser
democráticas, aristocráticas y monárquicas, y cada
una de ellas podía degenerar en tira-nía, oligarquía y
oclocracia, respectivamente. Aristóteles observa que
en la historia griega se había verificado siempre una
progresiva degeneración de la forma buena de
gobierno a su correspondiente mala, y ya vimos cómo
pensaba que en su época Atenas era una oclocracia.
Pero Aristóteles no se aventura a de-cir en abstracto
cuál de estas formas de gobierno es la mejor: toda
forma de gobierno es buena si quien gobierna busca
el bien de los gobernados.Teniendo también en
cuenta la situación de Atenas, donde se trataba de
adaptar la tradición democrática al dominio
macedónico, Aristóteles se inclinaba personalmente
hacia una forma de gobierno, que combinase la
participación democrática de los ciudadanos con la
autoridad de un monarca. Y en cuanto al problema de
la pobreza, en armonía con su concepción de la virtud
como el ejercicio del justo medio, opinaba que para
combatir las diferencias entre ricos y pobres había
que estimular el crecimiento de la clase media.
Tanto Platón como Aristóteles tuvieron algún influjo
en la evolución política de su época, ya que el
primero estuvo dos veces en Sicilia como consejero
de Dinisio II, aunque sus consejos sirvieran de poco;
y, el segundo, como maestro de Alejandro, pudo
ensalzar al máximo la pasión del joven por la cultura
griega. Pero lo que es indudable es la enorme
influencia del pensamiento de ambos en la historia de
la filosofía, que posiblemente supera a la de cualquier
otro pensador en la historia.
En La República, una vez conseguida la definición
de la justicia, Platón dedica el resto de la obra a la
sabiduría, precisamente porque sin ésta —virtud
suprema del individuo y específica de los filósofos,
rectores del estado— no se realizaría tampoco la
justicia. En el libro VII, mediante el mito de la caverna,
alego-ría del proceso del conocimiento humano,
Platón muestra cómo el filósofo debe elevarse desde
las co-sas sensibles hasta las ideas y regresar luego
a este mundo, a fin de gobernarlo del mejor modo
posible. Divide el proceso de conocimiento en cuatro
grados: imaginación (eikasía), que aprehende
imágenes sensibles aisladas; creencia (pístis), que
aprende los objetos que dan origen a dichas
imágenes; razón discursiva (diánoia), que es el
conocimiento de los objetos matemáticos, y
entendimiento (nous), que aprende las ideas. El paso
de los dos primeros grados de conocimiento —que
juntos constituyen la opinión (dóxa)— a los otros dos
—que constituyen la ciencia (epistéme)— Platón lo
presenta como el paso de la visión del mundo
sensible a la visión del mundo de las ideas. Educado
en la aritmética, la geometría del plano y del espacio
y la armonía, el filósofo es capaz de acceder
eficazmente a la dialéctica, la única ciencia que se
funda en principios no hipotéticos como los son las
«ideas».
Las «ideas» o «formas» son para Platón las
entidades fundamentales del mundo, los universales
abstractos, como la justicia, la verdad, la belleza y,
por encima de todas, el bien. Los tipos terrestres
particulares de estas eternas ideas son
necesariamente im-perfectos, igual que el cuerpo
humano es menos perfecto que el alma. Es decir,
más allá de las realidades materiales, la verdadera
esencia es la idea universal o forma, que existe
separada de las cosas físicas y a la que éstas
aspiran. Los cambios que observamos realmente en
la naturaleza serían producto de un proceso por el
que la apariencia sensible de las formas se realizaría
en el espacio y el tiempo. Platón re-cogió este último
concepto, junto con otros muchos, de los pitagóricos,
que ejercieron sobre su pensamiento una influencia
casi tan grande como su maestro Sócrates. La
matemática, que era un instrumento necesario para
8
todos los pensadores, permitía contemplar los
conceptos abstractos. Pero para llegar a comprender
el bien, afirma Platón, se necesita una mística
comunión o comprensión que no puede expresarse
con palabras.
Para Platón, el cosmos material tiene una causa,
un principio representado por el Demiurgo, un artífice
divino que sacó al mundo del caos, dándole orden y
forma según un modelo. Este modelo es lo «vivo en
sí»: el mundo se presenta, pues, como un gran
organismo dotado de un alma (alma del mundo) y de
un cuerpo. El alma del mundo está formada por la
esencia de lo indivisible, por la esencia de lo divisible
y por una tercera esencia, que es una mezcla de lo
idéntico y lo diverso. El cuerpo está representado por
los cuatro elementos de Empédocles (tierra, aire,
agua y fue-go) y está dotado de movimiento circular.
Pero el De-miurgo no creó de la nada, sino que sacó
al mundo de una especie de materia prima, un re-
ceptáculo universal absolutamente informe, pues
había de ser capaz de acoger todas las formas: el
espacio (chora). El espacio es el reino de la ne-
cesidad, en el que interviene la inteligencia del
Demiurgo. En el mundo operan, pues, dos tipos de
causas: las finales o primarias, de orden intelectual, y
las mecánicas, subordinadas a las primeras. Por ello,
en Platón están presentes tanto el mecanicismo como
el finalismo, aunque el segundo es el que prevalece
claramente.
LA CIENCIA FILOSÓFICA
ARISTÓTELES (384-322 a.C.). Filósofo griego que nació
en Estagira, hijo de un médico del rey de Macedonia. En
367 entró en la escuela ateniense de Platón, la Academia,
en la que permaneció hasta la muerte del maestro,
acaecida en 347. Ese año dejó Atenas para trasladarse a
Atarneo y Mitilene (isla de Lesbos), donde se dedicó a
investigaciones de carácter biológico sobre la fauna
marina. En 343 Filipo de Macedonia le encomendó que se
hiciera cargo de la educación de su joven hijo, el futuro
Alejandro Magno. Cuando éste subió al trono en 335,
Aristóteles regresó a Atenas y fundó su escuela, llamada
Liceo por te-ner su sede en un lugar consagrado al dios
Apolo Liceo, y también «peripato», especie de paseo
cubierto que solía recorrer durante sus lecciones. Al morir
Alejandro en 323, el partido antimacedónico se afianzó en
Atenas y Aristóteles volvió a dejar la ciudad, retirándose a
Caléis, en la isla de Eubea, donde murió en 322.
Aristóteles es, con Platón, la figura que ha dominado
todo el desarrollo de la historia de la filosofía desde la
Antigüedad hasta la Edad Moderna. Por vez primera, la
filosofía se configura en su pensamiento como una ciencia
dentro de un sistema global del saber; en la cima de ese
sis-tema se sitúa la filosofía en su acepción específica de
me-tafísica, que señala a las otras ciencias sus límites y
sus conexiones. El corpus de las obras aristotélicas que
hoy conocemos recoge sólo los llamados escritos
acroamáticos o esotéricos, que no iban destinados al
público en general, mientras se ha perdido todo un grupo
de escritos, los exo-téricos, es decir, los destinados al gran
público, con una estructura literaria más acabada. El
corpus comprende cuatro grandes grupos de obras: los
escritos de lógica —el Organon—; un grupo de escritos de
filosofía de la naturaleza o física; los catorce libros
recogidos bajo el título
de Metafísica, así llamados porque en la serie ordenada
por Andrónico venían «después» (meta) de los escritos de
física; y las obras morales, políticas, de poética y de
retórica, entre las que figuran Ética a Nicómaco, Etica
mayor (cuya autenticidad se discute), Política, Poética,
Retórica y Constitución de Atenas. A estas obras se suma
una serie de escritos dudosos y apócrifos y varios escritos
de historia, ciencias naturales y ética. El estudio y
comentario de estas obras ha constituido ya en la
Antigüedad, la Edad Media y los primeros siglos de la
Edad Moderna uno de los aspectos más relevantes de la
actividad de todas las escuelas filosóficas.
Algunas de las primeras obras de Platón
recuerdan los últimos días de Sócrates, como la
Apología, que no es un diálogo, el Gritón y el Felón.
En otras polemiza con los sofistas, como en los
diálogos Pro-tágoras, Gorgias e Hípias. El resto se
dedica a exponer las conclusiones de su
especulación sobre un tema particular, pero en la
mayoría de sus escritos la forma dialogada le permite
mostrar el proceso de bús-queda de la verdad,
porque los interlocutores examinan un tema por todos
los lados, a veces con agudeza y siempre con una
lógica rigurosa. El Banquete (o Simposio), en el que
participan Alcibíades y Aristófanes, considera la
naturaleza del amor como fuente del ideal de belleza.
En el Felón, Platón se ocupa de la inmortalidad del
alma; en el Teeteto, del problema del conocimiento;
en el Timeo, de los orígenes del mundo. En este
último está contenida la famosa fábula de la Atlántida,
el supuesto continente perdido en occidente, que
también aparece en un fragmento del Critias. En otros
varios escritos, Platón recurre a fábulas y mitos como
metáforas de la verdad que quiere enseñar.
La Academia, escuela fundada por Platón en los
jardines atenienses del mismo nombre, siguió con
vida tras la muerte del maestro y no se cerró hasta el
siglo VI d.C.A través de ella, y más aún a través de
los diálogos, que nunca se perdieron, el pensamiento
de Platón ejerció una vasta influencia. En la época
helenística y romana, los hombres más cultos, desde
hebreos como Filón a romanos como Cicerón, se vie-
ron muy influidos por sus teorías. Y los pensadores
cristianos posteriores utilizaron en amplia medida los
conceptos idealistas de Platón, que concordaban per-
fectamente con la teología cristiana. La última gran fi-
losofía no cristiana, el neoplatonismo, difundirá los as-
pectos más místicos del maestro, como veremos más
adelante.
La originalidad de Aristóteles respecto de su
maestro, Platón, reside en el hecho de que, sin
abandonar las enseñanzas de éste, dejó de concebir
la filosofía como un ejercicio de sabiduría, como una
elevación del alma hacia las ideas, y, por tanto,
también como una ascesis, para entenderla más bien
como una actividad científica articulada en un sistema
de disciplinas diferentes cuyo propósito es abarcar
todos los aspectos de la realidad.Toda su reflexión se
refiere a tres aspectos básicos: en primer lugar, la
filosofía como forma de saber, es decir, qué es lo que
el filósofo sabe cuando filosofa; en segundo lugar, la
filosofía como función intelectual o la función que
9
desempeña el saber filosófico en el resto de los
aspectos de la vida, y en tercer lugar, la filosofía como
modo de actividad, como forma de ser del filósofo.
Esta nueva concepción de la filosofía nació de una
crítica del platonismo emprendida ya por los años en
que estudiaba con Platón en la Academia. Aristóteles
negaba que las ideas, en tanto que esencias y formas
de las cosas, subsistan separadas de las cosas
mismas, y proponía concebirlas más bien como los
predicados comunes de los entes de una misma
especie, inseparables de estos. El sistema del saber
elaborado por Aristóteles se funda en la concepción
de la realidad expuesta en la Metafísica. Los catorce
libros de esta obra, a pesar de que constituyen un
conjunto de tratados, tienen un hilo conductor.
Aristóteles parte del problema de qué significa saber
en el sentido más amplio del término y pasa revista a
las respuestas dadas por los filósofos del pasado;
discute después las dificultades que se oponen a la
búsqueda de la verdad y expone varias dudas acerca
de la ciencia, a la vez que ofrece una especie de
vocabulario filosófico sobre algunos términos clave.
Después de esta parte, que puede considerarse una
introducción, esboza el sistema de las ciencias y la
posición que ocupa la «filosofía primera» o
metafísica, es decir, las nociones de sustancia,
potencia y acto y la relación entre lo uno y lo múltiple.
En el libro XII brinda un tra-tado completo de las
diversas sustancias, con particular atención a la
sustancia suprasensible, es decir, Dios. En los libros
XIII y XIV critica la doctrina platónica de las ideas y
expone su teoría personal de los nú-meros.
El enorme interés de Aristóteles en toda clase de
fenómenos observables y su deseo de explicarlos a
través de sistemas de leyes físicas y biológicas le lle-
varon a escribir sobre toda clase de temas, desde la
física a la poética, pasando por la lógica, la retórica, la
ética, la biología y la política. Para Aristóteles, saber
significa conocer las causas y los principios. El saber
supremo es el que de alguna manera sabe todas las
cosas, porque posee las causas y los principios su-
premos de lo que todo depende. Los «principios
primeros» no son los que hacen que se califique a las
cosas de un modo y no de otro, sino los principios
que determinan el puro y simple ser de las cosas; es
decir, la «filosofía primera» estudia los principios
primeros del ser en tanto que ser. En el libro VI dis-
tingue Aristóteles entre ciencias teóricas, prácticas
(que con-ciernen a las acciones y comportamientos
del hombre) y poiéticas, relativas a la producción de
objetos, es decir, la técnica o manufactura. Entre las
ciencias teóricas, la matemática estudia los principios
del ser entendido como cantidad; la física estudia el
ser en tanto que devenir, cambio; la filosofía primera o
metafísica estudia el ser cuanto ser. En todos los
entes hay una estructura básica que constituye su
ser; dicha estructura aparece con mayor claridad allí
donde es independiente de la cantidad material o el
movimiento; de ahí que a la filosofía primera
Aristóteles la llame también teología; su objeto
privilegiado es el ente, que no tiene cantidad ni
movimiento, es decir, la sustancia divina.
El resto de la metafísica se desarrolla a lo largo de
estas dos líneas: el estudio del ser en general y el
estudio de la sustancia divina. Por lo que hace al
primer aspecto, las nociones centrales que Aristóteles
desarrolla son las de sustancia y accidente, potencia
y acto, materia y forma. Sustancia es la «entidad». El
accidente indica una determinación del ser que sólo
puede darse en tanto que le sucede otra cosa distinta
a la sustancia, la cual, en cambio, no se apoya jamás
en otro ser. A partir de esta distinción, Aristóteles
cataloga en diez categorías los varios modos en que
puede darse el ser: la primera es la sustancia, las
otras nueve son todas las posibles determinaciones
accidentales de la sustancia (p. ej., la cantidad, la
cualidad, etc.).
En la explicación del devenir, la distinción de
sustancia y accidente se superpone a la de materia y
for-ma: el núcleo estable de la sustancia, que
permane-ce, soportando el cambio de las
determinaciones, es la materia, la cual puede perder
una determinada for-ma y adoptar otras, como
sucede, por ejemplo, en la producción técnica (la piel
del animal se convierte en cuero y este en cinturón).
La forma es lo que hace que un cierto ente sea
aquello que es; en este sentido coincide con la
esencia. La sustancia, sin embargo, no es pura
esencia, sino siempre un «conjunto» de materia y
forma. Las varias formas que pueden deter-minar
sucesivamente una materia haciendo de ella una
sustancia nunca están ausentes por completo de tal
materia. De hecho, no se puede imponer una forma
cualquiera a cualquier materia: antes de tener en acto
una cierta forma, la materia debe poseerla en
potencia; por lo que el devenir es siempre un paso de
la potencia al acto. Por ejemplo, sólo la bellota tiene
en potencia la forma de la encina.
En la distinción entre potencia y acto se funda la
teología aristotélica expuesta en el libro XII de la
Metafísica. Lo que existe en potencia sólo puede
pasar al acto bajo la acción de algo que ya existe en
acto (un cuerpo frío se calienta por la acción de un
cuerpo que ya está caliente, un embrión se forma por
la conjunción de las células germinales de individuos
adultos). Por eso, para explicar el movimiento del
mundo, es necesario postular un primer motor, el
cual, puesto que ha de existir siempre en acto (ya que
de lo contrario necesitaría que otro ente lo pusiera en
acto), sólo puede ser inmóvil, eterno e inmutable.Y,
por ser eterno, el motor inmóvil debe ser también in-
material, puesto que la materia y sus elementos están
sujetos a cambio y corrupción. Y, si no es material,
entonces su esencia no puede consistir más que en el
pensamiento mismo; así, para Aristóteles, dios es
motor in-móvil, inmaterial, pensamiento que sólo se
piensa a sí mismo.
Aristóteles concibe el universo como un mundo
finito, encerrado dentro de la esfera o cielo de las
estrellas fijas, las cuales son cuerpos incorruptibles,
mo-vidos únicamente por un movimiento circular. Más
allá de este cielo sólo existe el motor inmóvil; bajo el
cielo de las estrellas fijas están los varios cielos del
Sol, de los planetas y de la Luna, todos ellos dotados
10
de movimiento circular. En la región sublunar, es
decir, entre la Luna y el centro de la Tierra, se hallan
los elementos dotados de movimiento rectilíneo: la
tierra y el agua se mueven hacia abajo; hacia arriba,
el aire y el fuego. En esta región, que Aristóteles
estudia en la Meteorología y en Del nacimiento y la
muerte, se na-ce y se muere porque los elementos,
gracias a su mo-vimiento rectilíneo, pueden en-
contrarse y separarse, determinando el nacimiento y
la disolución de las co-sas. Nacimiento y muerte son
cambios sustanciales; otros tipos de cambio son el
crecimiento y la disminución, o bien la alteración de
las cualidades.Todos estos tipos de cambio quedan
enmarcados en un orden riguroso que la razón puede
describir. Esta teoría completa del movimiento
constituye el contenido de la Física, que, como
ciencia, incluye todo el conocimiento de la naturaleza,
al que dedica sus grandes obras sobre los animales.
La psicología, expuesta en el tratado Del alma, es
para Aristóteles una parte de la biología: el alma se
define como «el acto primero del cuerpo natural que
tiene vida en potencia». Como acto primero, el alma
es el principio que da el ser; no es, por tanto, una
realidad separable del cuerpo, sino que es el mismo
ser viviente en cuanto viviente. Para Aristóteles, el
alma es tripartita: dado que es el principio de la vida y
esta se manifiesta en tres niveles fundamentales —
vegetativo (nacimiento, nutrición, crecimiento), sensiti-
vo (sensación y movimiento) e intelectivo
(conocimiento y decisión)— habrá, por consiguiente,
un alma vegetativa, una sensitiva y una intelectiva,
esta última sólo presente en el género humano.
Distingue entre intelecto potencial (porque se
convierte en todas las cosas) e intelecto activo
(porque produce todas las cosas); este último, del que
se dice que está «separado» y que es «inmortal y
eterno», se configura como una realidad sustancial,
capaz de fundamentar la actividad de abstracción y
deducción del conocimiento humano: las formas
universales están contenidas en potencia en las
sensaciones y en las imágenes de la fantasía; el
intelecto, en potencia respecto del conocimiento de
todas las formas, es también actividad, capacidad de
conocer en acto las formas transformadas en
conceptos.
En la Ética a Nicómaco, Aristóteles procede ante
todo a la individualización del fin que debe guiar la ac-
tividad del hombre. Ese fin es la felicidad; ella no
reside en los placeres sensibles, que el hombre tiene
en común con los animales, ni en la riqueza, que es
sólo un medio. Para el hombre significa ejercicio de la
ac-tividad que le es más propia, es decir, la vida
intelectiva. El ejercicio de la inteligencia no excluye,
sin embargo, el goce moderado de los placeres
sensibles y de otros bienes, como las riquezas, con
tal de que es-te no impida la contemplación de la
verdad. Sobre es-ta base desarrolla Aristóteles su
teoría de las virtudes. Estas se dividen en dianoéticas
y éticas. Las primeras se refieren al ejercicio de la
inteligencia, las segundas a las relaciones de estas
con la sensibilidad y los afectos.Todas las virtudes
son hábitos, es decir, disposiciones para obrar de un
modo determinado, que se adquieren mediante la
enseñanza y la repetición. Es característico de la
virtud el atenerse al justo medio entre excesos
opuestos, mas no se trata de una abstracta media
aritmética, sino de una mesura referi-da siempre a
cada uno de los individuos y a sus exigencias.
La enorme colección de estudios especializados
dejados por Aristóteles era, en la práctica, una
enciclopedia del saber del momento, pasada por el fil-
tro de sus ideas. En el Organón, codificó las
conquistas lógicas de los griegos más antiguos de
manera tan sistemática, que la lógica aristotélica y los
términos fi-losóficos empleados en ella han
constituido la base del pensamiento filosófico hasta el
siglo xix de nuestra era. También su ensayo sobre la
Poética, aunque fragmentario, se convirtió en un texto
de crítica literaria. A diferencia de Platón, Aristóteles
se ocupó sólo incidentalmente de la física y las
matemáticas, y sus obras en este terreno están llenas
de errores fundamentales. En las ciencias sólo
destacó en biología, utilizando un método científico —
recogida de datos, elaboración de hipótesis y
verificación de éstas— que después se desarrollaría
más en el periodo helenístico. La biología y la
mecánica aristotélica dominaron durante toda la Edad
Media, cuando la escolástica, en especial Santo
Tomás de Aquino, consideraban a Aristóteles una
autoridad sólo superada por la Biblia. En el
Renacimiento, sin embargo, este empleo de
Aristóteles como última prueba de lo justo y lo injusto
constituyó un obstáculo para la libre investigación de
las leyes físicas y mecánicas de Galileo y otros
investigadores que luchaban por la moderna
revolución científica, mientras que sus trabajos de
biología no fueron superados en la práctica hasta la
época de Linneo, en el siglo xvm d.C.
El nexo entre su concepto de forma y el de las for-
mas o ideas de Platón es evidente; pero mientras que
en Platón el elemento trascendental es primario y di-
ferente de sus encarnaciones terrestres, Aristóteles
partió siempre de la observación empírica del mundo
real para llegar a los conceptos más generales. Las
concepciones aristotélica y platónica fueron opuestas,
pero no por ello hay que considerar a los dos filósofos
como enteramente enfrentados. Tenían en común las
ideas políticas y su especulación sobre los problemas
del individuo llevó a las grandes filosofías éticas del
helenismo.
EL CÍNICO
DIÓGENES DE SÍNOPE (413-323 a.C.), llamado el
Cínico, fue un filósofo discípulo de ANTÍSTENES (466-336
a.C.), a su vez alumno de Gorgias y de Sócrates, que ha-
bía fundado la escuela cínica, así llamada porque solía
reunirse en el Cinosargos, es decir, «el perro blanco», gim-
nasio ateniense. La fama de Diógenes superó a la de su
maestro. En Atenas se hizo popular por la extravagancia
de sus costumbres y su desvergonzada independencia an-
te las instituciones y los poderosos. Vestía de harapos, ca-
minaba siempre descalzo, bebía en el hueco de la mano,
se alimentaba de mendrugos y dormía en un tonel. En
pleno día solía encender una linterna diciendo que
11
buscaba un hombre, por considerar indignos a todos los
conocidos por él.
Su filosofía está formada por un sólido núcleo doctrinal,
que se traduce en un extremado rigorismo ético de la
conducta y expresado en muchas obras hoy
desaparecidas. En su pensamiento, el bien supremo se
identifica con un retorno al estado de naturaleza y se
alcanza mediante la liberación de toda necesidad individual
(autarquía), concebida no sólo en la dimensión del
individuo, sino, más allá de los límites civiles y estatales,
en una perspectiva ampliada al universo humano
(cosmopolitismo). En el plano social, Diógenes predicaba
un comunismo extremo y patriarcal, extendido a la
propiedad común de las mujeres y los niños. Su mensaje
constituye un preludio de la ética es-toica y, en algunos
aspectos, de la cristiana.
El gran fermento del pensamiento filosófico
provocado por la crítica de los sofistas y de Sócrates
no se agotó en la obra de Platón y Aristóteles. Un
discípulo de Sócrates, Euclides de Megara, fundó la
escuela megarense, que unía a las ideas monistas de
Parménides las concepciones éticas de Sócrates.
Otro dis-cípulo de Sócrates fue Antístenes de Atenas,
que fun-dó la escuela cínica e inspiró a su personaje
más me-morable, Diogenes de Sínope. Vagando con
una linterna en busca de un hombre honrado y
viviendo en un barril, Diogenes pretendía manifestar
el escepticismo de los cínicos y su indiferencia por el
lujo exterior, pero tanto Antístenes como Diogenes
tenían un concepto positivo de la virtud de una vida
sencilla y autosuticiente, que desprecia las
convenciones formales y sigue las leyes naturales.
Por la misma época, Zenón de Cicio fundó otra
influyente escuela, conocida como estoica por haber
si-do instalada en el pórtico (Stoa) de las pinturas del
ágora ateniense. Sus principales preocupaciones
también fueron de índole moral. Su doctrina se
basaba en una concepción de la naturaleza según la
cual todo procede del fuego y vuelve a él cumpliendo
un ciclo que se renueva constantemente. Este fuego
se identifica con la divinidad o ley racional que
gobierna el mundo y a la que el filósofo debe
conformarse. Esta escuela fue evolucionando a lo
largo del tiempo hacia actitudes más espiritualistas,
convirtiéndose en una de las principales corrientes
filosófico-morales del helenismo y el mundo romano,
que tuvo una enorme influencia sobre el cristianismo,
como veremos más adelante.
EL GERMEN DEL ESTOICISMO
ZENÓN DE CICIO (333-263 a.C.), filósofo griego, nació
en Cicio (Chipre). Fenicio de origen y de lengua materna,
se trasladó en 313 a Atenas, donde frecuentó las lecciones
del académico Polemón, del megárico Diodoro Crono y del
cínico Cráteres. En 300 aproximadamente empezó a dar
sus propias lecciones bajo el Pórtico Pintado (Stoa Poikile)
del agora ateniense, de donde surgió el nombre de
«estoicismo» para indicar su doctrina filosófica. Fundó su
propia escuela a cuyo frente estuvo hasta su muerte.
Todavía bajo la influencia del cínico Cráteres, escribió
una obra titulada La república, y seguidamente una
veintena de obras, entre las que sobresalen Los signos, El
discurso, La naturaleza, La vida según la naturaleza y Las
pa-siones. Todos sus trabajos se han ido perdiendo, y los
tes-timonios posteriores sobre el estoicismo se refieren
generalmente a las formulaciones más elaboradas de
Crisipo.
En el otro extremo estaban los cirenaicos, así
llamados por su lugar de origen, Cirene. Los
cirenaicos, que tomaban sus concepciones de la vida
de Aristipo, nieto de un amigo de Sócrates,
consideraban que el placer es el objetivo de todo ser
vivo y que, en consecuencia, la vida del hombre debía
estar orientada a la satisfacción de sus necesidades,
única vía de alcanzar el placer. En su interpretación,
el momento presente es la única realidad y los
sentidos el único camino que lleva a la verdad. Esta
corriente fue seguida y perfeccionada por Epicuro.
Mientras los estoicos afirmaban, con ciertas
reservas, la realidad de las sensaciones, Epicuro
aceptaba plenamente este principio y erigió sobre él
uno de los sistemas filosóficos más coherentes
elaborados hasta entonces. Los hombres, para él,
buscan el placer y aborrecen el sufrimiento, por lo que
la meta de la vida debería ser asegurarse este
agradable fin: «Decimos que el placer es el principio y
el término de una vida feliz». Para librarse del miedo
a la muerte y a la intervención divina, para el epicúreo
no había nada mejor que el conocimiento de la
naturaleza del universo: «Sin conocimiento de la
naturaleza ningún goce perfecto es posible».
Epicuro fue el único filósofo ateniense en formar
una escuela —el Jardín— que admitía a mujeres y
esclavos. Él y sus discípulos retomaron la teoría
atómica de Demócrito, que describimos en el capítulo
5, y la perfeccionaron para demostrar que el universo
está compuesto por átomos, pero con un matiz
menos determinista, ya que dejaba un lugar para el li-
bre albedrío. Al estar sometidos cuerpo y alma a la
combinación de los átomos no había que temer al
destino, ni a los dioses, ni a la muerte, puesto que el
alma, también de naturaleza atómica, sería incapaz
de sobrevivir al cuerpo. Siguiendo a Demócrito,
sostenía que los cuerpos se formaban debido a que
las interacciones entre los átomos provocaban
colisiones que los engarzaban unos con otros,
mediante antenas. Supuso la existencia de un
número limitado de formas, e infinitos átomos de cada
una de ellas. La com-binación de átomos daría lugar
a una infinidad de universos con un espacio infinito.
EL JARDÍN DEL PLACER
EPÍCURO (341-270 a.C.), filósofo griego, fue fundador
de la escuela que lleva su nombre, una de las más
importantes en la época helenística y romana, seguidora
de la corriente del materialismo atomista desarrollada por
Demó-crito de Abdera. Nació en Atenas en una familia
humilde. Estudió primero con el platónico Panfilo, luego en
Teos, en las costas de Asia Menor, con el demócrito
Nausífanes. A la edad de 32 años fundó su escuela
filosófica, primero en Mitilene y en Lampsaco, finalmente
en Atenas en 306, en un jardín contiguo a su casa en el
que hospedó a sus discípulos. El Jardín de Epicuro, en el
que también fueron admitidos mujeres (como la célebre
hetaira Leoncio) y esclavos, estuvo intensamente
12
comprometido en la difusión de la doctrina del maestro, en
polémica con las escuelas socrática, platónica y
aristotélica, cínica y megárica, y con el naciente
estoicismo. De los muchos escritos de Epi-curo quedan,
gracias a la completa lista de Diógenes Laercio, tres
epístolas doctrinales, a Heródoto, Meneceo y Pito-cles,
junto con las Doctrinas capitales, que compendian en
forma divulgativa su pensamiento físico, ético y
astronómico. Quedan, además, las sentencias morales del
llamado Gnomologio vaticano epicúreo y numerosos
fragmentos de sus cartas. Los papiros de Herculano,
descubiertos alrededor de 1750, nos han restituido también
fragmentos de obras perdidas, entre las que destaca de
modo especial De la naturaleza de las cosas, en 37 libros.
El atomismo fue una teoría minoritaria y marginal
frente al platonismo y el aristotelismo imperantes
hasta el siglo XVI de nuestra era, y tuvo grandes
detractores como Cicerón, Galeno, Séneca y, en
general, toda la escuela estoica, así como el
cristianismo posterior, que persiguió a los epicúreos
por su ateísmo. Otros hombres de la Roma
republicana, como César, admiraron profundamente
las ideas epicúreas, pero después la influencia de
esta doctrina se debilitó. Era demasiado contrario al
carácter fundamentalmente religioso del pensamiento
dominante. Fue un epicúreo romano, Tito Lucrecio (98
– 55 a.C.) a quien se debe el último gran poema de la
Antigüedad sobre la naturaleza de las cosas, De
remm natura. Hombre de gran cultura, enfrentó
siempre la filosofía a la superstición y a las religiones
de su época, defendió el libre pensamiento y se
mostró partidario del atomismo. Gracias a su obra, el
atomismo sobrevivió a lo largo de la Edad Media
hasta la revolución científica moderna, en que
definitivamente fue aceptada como la mejor teoría
compatible con la nueva ciencia.
La aventura de Alejandro Magno
En la personalidad del joven Alejandro se
mezclaron la inteligencia política y la energía de su
padre con la aguda sensibilidad y tendencia al
misticismo de su madre. La educación que recibió
bajo la tutela de Aristóteles le hizo familiarizarse
desde muy temprano con la cultura griega y admirar a
sus héroes legendarios. Pero Alejandro era ante todo
un príncipe macedonio, que pronto se interesó por las
tareas de gobierno y los ambiciosos proyectos de su
padre. Su experiencia militar fue también precoz,
pues con sólo dieciocho años se puso al frente de la
caballería macedónica.
El asesinato de Filipo le llevó al poder antes de lo
previsto y tuvo que hacer frente a la resistencia
interna de ciertos sectores de la corte que no veían
con buenos ojos su ascenso al trono.También le tocó
afrontar el conato de resistencia de los griegos que,
tras la desaparición de Filipo y la llegada al poder de
un joven príncipe, habían concebido ciertas
esperanzas de liberación del yugo macedonio. Pero la
campaña helénica de Alejandro resultó arrolladura.
Anteriormente vimos cómo la ciudad de Tebas, que
había encabezado el inicio de la rebelión, fue
completamente arrasada por las tropas macedonias,
que sólo dejaron en pie la casa del poeta Píndaro y
los templos de los dioses. Con Atenas, sin embargo,
Alejandro hizo gala de una cierta moderación,
siguiendo el ejemplo de su padre.
Una vez sometida Grecia, Alejandro, que a la
intrepidez de la juventud unía la creencia de estar
llamado a realizar una gesta heroica similar a la de
los antiguos héroes helénicos, se propuso llevar a
término los planes de expansión en Asia que había
concebido Filipo; pero para ello necesitaba primero
ver el suelo griego libre de tensiones internas, por lo
que disfrazó sus intenciones expansionistas con una
gran campaña propagandística en la que proponía
una auténtica cruzada antipersa, una guerra de
represalias por las ofensas que los persas habían
infligido a Atenas durante las Guerras Médicas. Sin
duda, perseguía unos objetivos mucho más
ambiciosos, concebidos además desde una
perspectiva macedonia. Sin embargo, Alejandro,
mediante esta campaña de propaganda panhelénica,
trató de convertir su aventura personal en un proyecto
mucho más amplio, en el que fue capaz de implicar a
una buena parte de las ciudades griegas, tanto las del
viejo continente como aquellas otras, muy
numerosas, situadas dentro del propio imperio persa
a lo largo de las costas de Asia Menor.
En 334, Alejandro confió Macedonia a su
lugarteniente, Antípatro, y flanqueó el Helesponto con
37.000 hombres y contingentes griegos de todas las
ciudades, excepto Lacedemonia. Nada más
desembarcar en tierra asiática Alejandro realizó uno
de los muchos gestos simbólicos de que tanto gus-
taba: cla-vó su lanza en el suelo y declaró esa tierra
objeto de conquista. Inmediatamente, rindió visita a la
supuesta tumba de Aquiles, uno de los héroes a los
que deseaba emular, y procedió a la reconstrucción
del templo de Atenea en Ilion, la ciudad que ocupaba
entonces el solar de la antigua Troya. Después de
imponerse a los persas en las riberas del río Gránico,
mar-chó a través de las ciudades griegas de Asia
Menor, en la mayoría de las cuales fue acogido
favorablemente. A tono con su política de
propaganda, emprendió la reconstrucción de algunos
de sus templos y procedió a liberarlas de las tiranías
pro-persas que las gobernaban, restableciendo en
ellas la democracia. En realidad, sin embargo, las
ciudades cambiaban simplemente de dominador, ya
que las guarniciones macedonias sustituyeron a las
persas y los impuestos fueron a parar a manos del
nuevo administrador macedonio en lugar de al
sátrapa persa. Cada una de las ciudades recibía,
además, un trato diferente en función de la actitud
más o menos entusiasta con que habían acogido la
presencia de Alejandro.
Después de someter a las regiones del sur Licia,
Panfilia y Pisidia, en vez de proseguir camino hacia
oriente, Alejandro dio un giro inesperado a su ruta y
volvió a adentrarse de nuevo hacia el interior de
Anatolia, donde aún quedaban importantes focos de
resistencia. En Gordion, la antigua capital del reino de
Frigia, Alejandro entró en el templo de Zeus para in-
13
tentar desatar el nudo que unía el yugo al timón del
carro del rey Gordio; pero, como no pudo, lo cortó de
un sólo tajo.1 A comienzos del verano del año 333,
emprendió la ruta de Cilicia con el propósito de seguir
avanzando hacia Oriente, pero en Tarso sufrió una
enfermedad que lo tuvo al borde de la muerte. La in-
certidumbre que provocó este acontecimiento ponía
de manifiesto las débiles bases de la campaña, pues
toda la expedición dependía por completo de los
designios y proyectos personales del rey.
Tras atravesar las denominadas Puertas Cuidas,
un estrecho desfiladero que comunicaba Asia Menor
con las llanuras del norte de Siria, Alejandro tuvo que
hacer frente a una nueva batalla en toda regla. Esta
vez se enfrentaba al propio monarca persa, Darío III
Codomano, que dirigía personalmente sus tropas.
Otro golpe de fortuna y los errores tácticos del
enemigo dieron la victoria a Alejandro. Con este
triunfo no sólo consiguió la derrota de los ejércitos
persas, sino que se hizo, además, con toda la familia
real y el tesoro que estaba depositado en Damasco.
La moral de las tropas y las finanzas de la expedición
recibieron así un fuerte espaldarazo. Alejandro optó
por continuar el camino del sur, hacia Egipto, con el
objetivo principal de hacerse con el control de los
importantes puertos de la costa fenicia desde los que
el imperio persa ejercía su dominio naval. En el
trayecto tuvo que superar dos grandes obstáculos. La
ciudad de Ti-ro le opuso una enconada resistencia
que duró seis meses, le causó graves pérdidas e
importantes trastornos.Tras la caída final de la ciudad,
Alejandro ordenó masacrar a ocho mil de sus
habitantes y vendió como esclavos a otros treinta mil.
La oposición de Ga-za le costó dos meses de asedio.
Al igual que en Tiro, impuso un castigo ejemplar al
comandante de la plaza, arrastrándole por los tobillos
a la manera que Aquíles había hecho con Héctor
alrededor de las murallas de Troya.
ALEJANDRO EL GRANDE
ALEJANDRO III de Macedonia nació en Pella, capital del
reino macedonio, 356 a.C., hijo de Filipo II de Macedonia y
de Olimpia, princesa del Épiro. Aristóteles, que, en 343,
pasó a ser su preceptor, le transmitió una parte de su
abundante información científica, geográfica e histórica. El
joven Alejandro aprendió el arte militar en las campañas de
su padre contra los tracios y los ilirios y participó en la
batalla de Queronea (338 a.C). A la muerte de Filipo II en
336, Alejandro heredó el trono, hizo suprimir a todos
aquellos que pudieran oponérsele y se hizo nombrar
estratega de los helenos en la asamblea de la Liga de
Corinto (335). Tras haber sometido a las poblaciones
bárbaras del norte de Macedonia y reprimido la rebelión de
algunas ciudades griegas, en 334 reanudó los proyectos
de conquista asiática de su padre. En once años de
campaña recorrió 26.000 km y nunca perdió una batalla.
Conquistó Egipto, Palestina, Siria, el Asia Menor, Chipre,
Mesopotamia, Irán, Afganistán, llegando hasta el valle del
Indo en la India, donde se detuvo. Dueño ya del mundo
oriental, Alejandro murió en 323 en Babilonia, a la edad de
1
Se trata del famoso nudo gordiano acerca del cual un oráculo ha-
bía predicho que quien lograra deshacerlo se convertiría en el amo
de Asia.
33 años, habiéndose convertido en un rey absoluto.
La vida breve y gloriosa de Alejandro Magno representó
una tal encarnación del ideal heroico griego —una réplica
de Aquiles— que se insertó de manera natural en el mundo
de la ficción. Conquistador transfigurado en apasionado
enamorado del misterio y de lo inaccesible desde la
Historia de Alejandro Magno del seudo- Calístenes,
carácter que se mantuvo durante la Edad Media en obras
como el Román d'Alexandre, de Lambert le Torts, y
Alexander de París, o el Libro de Alexandre del Marqués
de Santillana, donde aparece como aventurero en busca
de lo absoluto, unido al de modelo de caballero feudal
según Albéric de Briacon o Gautier de Lile (Alexandreis).
Posteriormente Racine lo consideró el precursor del
soberano civilizado de Versalles (Alejandro). El oriente
árabe lo convirtió en Du-1-Qarmayn, el héroe bicorne del
Corán, o en el Iskander de Firdusi (Libro de los Reyes) y
de Nazami, hasta que Lami (La sabiduría de Alejandro) lo
presentó como un peregrino místico. Todavía en la
actualidad es el rey de tréboles de la baraja.
Su entrada en Egipto fue completamente triunfal:
el gran Alejandro apareció ante la población indígena
como un auténtico liberador de la tiranía persa. Fue
coronado como rey del país y adoptó a renglón segui-
do la titularidad tradicional de los faraones. Mantuvo
buenas relaciones con el clero egipcio, que constituía
la clave de cualquier intento duradero de dominar el
país. Prosiguió su política de restauración y
reconstrucción de los templos y fundó una ciudad en
el delta del Nilo, junto al mar, a la que dio su nombre:
Alejan-dría. Dividió el país en tres monarquías que
fueron gobernadas por egipcios, si bien el mando
militar que-dó en manos macedonias. Realizó más
tarde una visi-ta al santuario y oráculo de Arrimón en
Siwah, un oa-sis en medio del desierto, para ser
reconocido como hijo de Zeus, iniciándose
posiblemente con este acto simbólico el proceso que
más tarde desembocaría en su propia divinización en
vida.
En su retorno hacia el norte por la ruta de las
capitales fenicias, Alejandro llevó a cabo importantes
reformas administrativas. En línea con su campaña
de propaganda, procedió a la liberación de los
mercenarios atenienses que habían combatido del
lado de Darío. Sin embargo, al rechazar por segunda
vez una propuesta de Darío, contribuyó a ampliar de
manera decisiva la brecha que ya se había abierto
entre él y su estado mayor. Las tropas persas se
reagruparon y decidieron presentar batalla abierta en
la llanura de Gaugamela, en el último intento por
frenar el imparable avance de Alejandro hacia el
interior del imperio. Alejandro consiguió otra
aplastante victoria sobre Da-río, que logró escapar
indemne. Poco más tarde hizo su entrada en
Babilonia, donde fue objeto de otra acogida fastuosa.
Fue así mismo coronado rey de la ciudad, mantuvo
una buena relación con el clero local e inició una
política de colaboración con la nobleza irania.
Después ordenó la restauración del templo de
Marduk, la deidad principal de la ciudad.
MAPA 19
14

Primera incursión de Alejandro en el
Imperio Persa
En su marcha imparable, Alejandro llegó a Susa,
capital del imperio persa donde se hallaba el tesoro
real. Su captura le reportó importantes recursos
financieros. Inició también una política de
sedentarización de las poblaciones nómadas que
dificultaban su avance y el control de los territorios
sometidos. La toma de Persépolis adquirió un valor
simbólico cuando la ciudad fue incendiada a
comienzos del año 330 para demostrar a los griegos
con este gesto que la guerra de represalias había
culminado, poniendo fin de este modo al dominio
aqueménida y anunciando a los persas la
implantación de un nuevo imperio. Licenció a las
tropas griegas que habían figurado en la expedición
como aliados, ya que Alejandro era el he-gemón de la
Liga de Corinto. La guerra de represalias pregonada
por la propaganda quedaba concluida de esta forma y
empezaba una aventura personal y exclusivamente
macedonia.
MAPA 20
Ruta de Alejandro
Alejandro emprendió la persecución implacable de
Darío, que ya había logrado escapar en dos
ocasiones. A causa de las disensiones internas entre
los consejeros de Darío, éste fue primero
abandonado y después asesinado a manos de dos
sátrapas rebeldes. Alejandro, sin embargo, se erigió
en vengador del monarca y le tributó los debidos
honores fúnebres en Persépolis. A partir de entonces
comenzaban los momentos más difíciles de toda la
campaña. Alejandro tuvo que marchar a través de un
territorio montañoso y escarpado, habitado por unas
poblaciones nó-madas que le acosaban
continuamente en su marcha, y, para colmo, la
oposición de sus propias tropas iba creciendo de día
en día.
A partir de 330, Alejandro acometió una política de
urbanización en la zona de las satrapías superiores,
obligando al asentamiento de poblaciones nómadas
como los coseos, oxeos o mardos. La finalidad era in-
tegrar dentro del circuito agrícola productivo y, por
tanto, fiscal, a unas poblaciones rebeldes que se
mantenían fuera del control del rey. Ante la enconada
resistencia de los sátrapas y las numerosas bajas,
Alejandro adoptó una nueva estrategia de conquista
que consistió en sembrar el terror entre los sometidos
mediante masacres indiscriminadas y destrucciones
masivas. Esta campaña acabó en 327 con el
asesinato por los escitas de Espitámenes, cuya
cabeza entregaron a Alejandro. Con ello, se ponía
término a una etapa de inusitada crueldad. El
matrimonio de Alejandro con Roxana, la princesa
local, confirmó el acuerdo alcanzado y los aparentes
deseos de paz por ambas partes. Pero también tuvo
Alejandro que abortar varias conspiraciones contra su
persona, que supu-sieron la ejecución de su
historiador oficial, el griego Calístenes, y la de su
general Parmesión y su hijo Pi-lotas. Las tropas y los
miembros de su estado mayor mostraban también su
descontento ante la política de orientaliza-ción que
Alejandro había puesto en marcha con la adopción de
los ceremoniales y las costumbres de la corte persa,
como la proskynesis, es decir, la postración de los
subditos ante el monarca.
Alejandro andaba preparando desde hacía tiempo
la conquista de la India. Posiblemente habían influido
15
en él las fantasías y maravillas que había podido leer
en Ctesias de Cnido, pero también las cuantiosas ri-
quezas de todo tipo que albergaban aquellas tierras. 2
En la primavera de 326, la expedición macedonia
alcanzó el río Indo. La victoria contra el rey Poro le
abrió el camino hacia el este en dirección al otro gran
río de la zona, el Ganges; pero sus soldados se
negaron a continuar y le obligaron a emprender el re-
greso desde aquel punto/Alejandro, entonces, erigió
doce altares a los dioses sobre la ribera izquierda del
Hífasis, que sirvieron para marcar los límites de la
dominación macedonia y constituyeron a partir de
entonces un lugar emblemático de la geografía mítica
griega. Después, Alejandro restauró las fronteras del
viejo imperio aqueménida y se lanzó a la conquista
feroz de las regiones colindantes, imponiendo
durísimos castigos a los rebeldes. Fundó más
ciudades y situó guarniciones en puntos estratégicos
de la zona. Por fin, en 325, emprendió el regreso a
través de tres ru-tas diferentes.
Los últimos años de Alejandro no fueron
precisamente fáciles. Por un lado, hubo de hacer
frente a su-cesivas rebeliones de los sátrapas locales,
algunos de los cuales aspiraban a restaurar la
dinastía aque-ménida. Por otro, su política de
acercamiento creciente a la nobleza irania acabó por
desatar las iras y el descontento de los macedonios,
que iniciaron una rebelión contra Alejandro en Opis.
Este no abandonó, sin embargo, sus grandes
proyectos y todavía tuvo tiempo de organizar
suntuosas ceremonias de carácter simbólico, como
las bodas de Susa, en las que to-dos sus compañeros
contrajeron matrimonio con princesas de la nobleza
iranía. Preparó también nuevas expediciones, como
la conquista de la península arábiga, con el objetivo
de apoderarse de las considerables ganancias del
comercio de las especias que con-trolaban los árabes
de las regiones del sur. Sin embargo, en 323, la enfer-
medad dio el golpe de gracia a un cuerpo muy
debilitado por el esfuerzo continuado. Con él moría
también la idea de un imperio universal que abarcara
toda la oikouméne (ecumene, mundo habitado).
A la hora de valorar la personalidad de Alejandro y
sus hazañas nos encontramos con versiones muy
dispares. En un extremo surge el estadista que marcó
una nueva época y cuya personalidad, más que
ninguna otra, contribuyó a cambiar el curso de la
historia en su etapa antigua; también el rey-filósofo
que superaba en sabiduría a los sabios indios y los
magos persas, el científico educado por Aristóteles,
impresionado por las maravillas de todo tipo que iban
surgiendo ante sus ojos, el profeta visionario que
auspiciaba grandes ideales de hermandad entre los
pueblos, el brillante estadista que había concebido
una nueva forma de organización universal. En el otro
extremo, milita el aventurero sin escrúpulos, borracho
2
Ctesias de Cnido (ciudad de Caria en Asia Menor) es un
historiador griego del siglo v (h. 405-398 a.C.), que fue, además,
médico de Ciro el Joven y de Artajerjes. Compiló los archivos
persas de Susa. Sus obras Persika e Indica, de las que se
conservan algunos fragmentos y resúmenes, utilizan fuentes
orientales.
y pendenciero; el ególatra irascible que en un
banquete mató a su queridísimo amigo Clito, que le
había salvado la vida, por haberle criticado, lo cual le
deparó una violenta desesperación; el parricida, el
ladrón de pueblos y el despiadado asesino; en
definitiva, el príncipe depravado adornado con todos
los vicios.
En la imaginación popular, Alejandro se convirtió
pronto en un gran héroe cuyas gestas proporcionaron
tema para relatos cada vez más fantásticos. Fue un
personaje de leyenda desde Albania a Afganistán,
pero también entre los griegos. La historia, y con ella,
la literatura y el folclore, construyeron para la
posteridad la figura gigantesca e inimitable de
Alejandro el Grande.
Resulta imposible saber cuáles eran sus
verdaderos objetivos, aunque parece que se
consideraba a sí mismo una especie de semidios o, al
menos, un hé-roe destinado por los dioses a
convertirse en el rey del mundo, aspiración esta que
haría fortuna entre al-gunos monarcas medievales
europeos. De hecho, en 324 ordenó que en Grecia se
le deificara, para ponerse por encima de las deidades.
Bajo su dominio absoluto, macedonios, griegos,
persas y otros pueblos de-bían prestar sus servicios
unos al lado de los otros bajo su regia y divina
potestad.
En el plano militar, sí hay más elementos objetivos
que permiten situarlo como uno de los mejores o
quizá el mejor general de toda la historia. En sus once
años de campaña recorrió 26.000 km y nunca perdió
una batalla, si bien la suerte también tuvo bastante
que ver en algunas de sus victorias. Contaba, no
obstante, con más información sobre el terreno que
iba a conquistar que los propios nativos e insuflaba a
sus hombres valor y moral. Desde el punto de vista
táctico y estratégico, demostró rapidez y solidez de
juicio; y, por último, siempre llevó a buen fin sus
planes elaborados con minuciosidad.
En otros aspectos, Alejandro tuvo, así mismo,
miras audaces. En el terreno económico, había
proyectado unir las distintas partes de su reino
mediante la construcción de grandes puertos:
Alejandría en Egipto y Patala en las bocas del Indo.
Reorganizó el sistema de tributación del imperio
persa, dividiéndolo en nuevos distritos independientes
de las satrapías. Las ce-cas de Anfípolis, Babilonia y
otras ciudades comenzaron a emitir monedas con el
modelo ático, que debían servir de medio de
intercambio válido en todo el imperio.
El espíritu cosmopolita de la etapa helenística
posterior asignó a Alejandro el mérito de haber
proyectado la unión de oriente y occidente en un
mundo único. El amotinamiento de sus tropas en
Opis, cerca de Babilonia, se produjo, de hecho,
porque estaba adiestrando a las tropas persas según
el uso macedónico para insertarlas en su ejército, y
se cuenta que, tras el motín, Alejandro invitó a los
amotinados a una fiesta de reconciliación «por la
armonía y amistad, en el imperio, entre macedonios y
persas». Igualmente, él y muchos de sus oficiales se
casaron con mujeres persas, aunque no existe
16
constancia de que ningún noble persa se casara con
una mujer macedonia.
Alejandro tenía una visión del imperio más vasta
que la de Aristóteles, quien, según cuenta Plutarco en
La fortuna de Alejandro, le aconsejaba «que fuera el
jefe de los griegos y el amo de los demás pueblos,
que considerara a los griegos como amigos y afines y
que se comportara con todos los demás pueblos
como si fueran plantas o animales». Sin embargo,
parece que la mayor preocupación de Alejandro fue la
de ejercer un imperialismo de carácter cultural,
extendiendo la cultura helénica por todo su vasto
reino. Las setenta colonias militares,
aproximadamente, que fun-dó, sobre todo en Asia
central, se construyeron como ciudades griegas,
aunque a menudo se alzaran sobre las ruinas de
ciudades anteriores. En el florecimiento económico
del mundo helenístico, ciudades como Kandahar y
Herat seguirían durante mucho tiempo irradiando
influencia griega. Las conquistas de Alejan-dro, en
suma, representaron una explosión de la civilización
helénica en el Próximo Oriente.
La actitud griega hacia Alejandro, en general, no
fue favorable. Desde el principio, se le vio como un
simple conquistador que había acabado con la
independencia de las ciudades griegas, y sólo la
fuerza de las circunstancias (y por supuesto la
presencia de las guarniciones macedonias) mantuvo
las cosas dentro de una tranquilidad aparente. La
hostilidad de casi to-dos los griegos hacia el monarca
macedonio se refleja en la persistencia de la cam-
paña propagandística de Alejandro, empeñado en
cambiar su mala imagen insistiendo en el carácter
liberador y panhelénico de su campaña, así como
también en las rebeliones que estallaron entre los
griegos cuando se tuvieron noticias de su muerte. Los
autores griegos desplegaron toda una leyenda negra
sobre la persona de Alejandro, poniendo el acento en
los excesos y defectos de toda clase que
caracterizaban su conducta. Los casos de brutalidad,
como la destrucción total de Tebas, al-gunos
episodios de resistencia griega heroica, como los de
Mileto, Halicarnaso o Aspendos, y el heroísmo de
algunos individuos como Memnón, que murió com-
batiendo contra Alejandro, o el propio Calístenes, eje-
cutado por haberse opuesto a la proskyne - 5/5,
contribuyeron a alimentar, sin duda, esta clase de
sentimientos en el mundo griego.
A lo largo del periodo helenístico se fue
constituyendo toda una literatura sobre Alejandro en
la que predominan los elementos fantásticos y ma-
ravillosos, dando origen a toda una tradición
legendaria que de-rivó en un género literario llamado
la novela de Alejandro o romances alejandrinos.
Algunos de estos materiales se encontraban ya
presentes en los escritores de su tiempo, como el
historiador Onesícrito, que lo acompañó hasta la
India, en Clitarco de Alejandría, autor de una Historia
de Alejandro, que se leía como una especie de novela
por la abundancia de sus detalles más pintorescos
que exactos, aunque fue durante cuatro siglos la
principal fuente de los estudios alejandrinos. A partir
de estos escritos comenzaron a circular versiones
completamente ficticias de algunos episodios de la
campaña, supuestas entrevistas de Alejandro con
otros personajes, como los filósofos indios, cartas atri-
buidas a su persona dirigidas a personajes tan
destacados como Aristóteles, citas literales
supuestamente extraídas de los diarios reales, etc. La
literatura helenística se encargó de de-sarrollar estos
temas y motivos en un ambiente en que predominó el
gusto por lo sensacional y lo exótico.
Historia de Grecia
Día a día en la Grecia Clásica
Pastora Barahona
La época alejandrina
Editorial Libsa
Madrid 2.008
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