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Fue precisamente esta escuela la que comenzó a tener influencia en Estados Unidos. Los
principales académicos que llegaron a este país venían de la escuela germana y fueron los
que formaron la primera generación de polítólogos en el país de norte. La escuela germana
tenía una visión histórico-política cuyo acercamiento era el estudio de largos procesos
históricos que permitirían comprender la fundación de las estructuras políticas de europa
(Ej: Adams estudiaba los orígenes germánicos de los pueblos de Nueva Inglaterra). En lo
principal la tradición histórico política, tenía como fundamento observar la naturaleza
histórica como un todo progresivo, que estructuraba y condicionaba el desarrollo de las
instituciones políticas del presente. La idea era ir lo más atrás posible para llegar a entender
fenómenos actuales, con declaraciones que intentaban explicar la historia como el pasado
de la política y la política como el presente de la historia.
Este tipo de comparación histórica y búsqueda de las raíces de los fenómenos, fue pronto
desplazada por una nueva concepción analítica de la ciencia política. Precisamente los
primeros graduados en Estados Unidos fueron quienes sugirieron un agotamiento del
acercamiento histórico-político principalmente porque no se preocupaba de los factores
locales que podían conformar las instituciones. Willouby, por ejemplo, concebía al Estado
como algo estático y ahistórico, yendo totalmente en contra de la construcción gradual y de
largo tiempo que proponía la escuela germana, es más, tomaba a la historia sólo como un
instrumento de ilustración. De la misma manera, se comenzó a entender a la ciencia
política como instrumento que podría influir en la toma de decisiones de las autoridades, lo
que llevó a que mayor parte de la producción fueran trabajos descriptivos, ateóricos y
ahistóricos.
Esta idea de la ciencia política como construcción descriptiva estuvo presente hasta la
segunda década del siglo XX, donde una nueva visión de análisis de los fenómenos sociales
comenzó a tomar forma en la política comparada. Se trataba del conductismo. Esta escuela,
que Munck da por iniciada en 1921 con un trabajo de Merriam sobre el nuevo giro que
debiera dar la ciencia política, se fundamentó en cuatro medidas principales: i) generar
equipo adecuado para la colección y análisis del material político, ii) ampliar los
instrumentos de observación social y técnicas analíticas (fundamentalmente llamando a
otras ciencias como la psicología, etnología, biología, sociología, etc) iii) conseguir una
organización más adecuada de la profesión y iv) adecuar la investigación y coordinarse con
otras disciplinas.
Merriam, que se instaló en la Universidad de Chicago, comenzó su proyecto de nuevo
paradigma en la ciencia política junto con dos destacados académicos: Harold Gossnell
(principalmente preocupado de trabajar movilización electoral a través de métodos
experimentales) y Harold Laswell (que observaba comunicación de masa y características
psicológicas de los líderes totalitarios). La escuela conductista de Chicago, tuvo un gran
apogeo incluso en momentos donde las dos guerras mundiales parecían estancar la
producción de conocimiento social en los Estados Unidos. De hecho, el departamento de
ciencia política logra graduar a cerca de 100 nuevos doctores entre los que se encuentra
Gabriel Almond, quien además de contribuir fuertemente en la investigación comparada, es
autor de uno de los libros más importantes para entender el desarrollo de la disciplina a lo
largo de la historia (Almond, 1990).
Paralelo a esta línea socio-histórica institucional, surge en los años sesenta, la llamada
teoría política positiva. Esta aproximación, que tiene como padre fundador a William Riker
Riker, entendía la necesidad de complementar los problemas de agregación que habían
detectado Duncan Black y Kenneth Arrow. La teoría política positiva entendía un
compromiso metodológico que la hacía estar más cerca de las ciencias como la economía o
incluso la física, utilizando leguaje formal y métodos estadísticos que le permitían hacer
generalizaciones. De la misma manera, observaban la toma de decisiones de las personas
como un recurso de resultados políticos colectivos, postulando además que la función
individual de preferencias estaba dada por los intereses. Es decir, a diferencia de los
antiguos conductistas, el “interés” estaba por encima de las “actitudes”.
La meta más importante de la teoría política positiva –y que de cierta manera- los
diferenció de otras técnicas del Public Choice, fue la de predecir acciones autorientadas de
los individuos que los hacía generar resultados colectivos. Fue de esta forma como las
generaciones de Rochester comenzaron a desarrollar temas como el control de agenda, la
herestética, el equilibrio inducido por las estructuras, entre otros, que fueron una
contribución importante a la teoría del rational choice y que derivaron en lo que
posteriormente se llamó neo-institucionalismo. Aunque la hegemonía de este tipo de visión
hacia fines de los ochenta hizo patentes ciertos resquemores en la academia (basta leer el
artículo de Sartori sobre el Estado de la Ciencia Política), debemos a la teoría política
positiva mucho de los avances de la ciencia política. En efecto, no es cierta la idea de una
ciencia política subsumida por la economía, pues la visión sobre la relevancia de las
instituciones en la agregación de los intereses, fue precisamente el punto que la economía
no pudo resolver durante mucho tiempo.
Hoy, la hegemonía que presentaron las técnicas cuantitativas, se ha vista enfrentada a una
revisión importante de quienes propugnan líneas de investigación más centradas en los
procesos causales. Es así como, a pesar de que discusión sobre las técnicas cuantitativas y
cualitativas, en un primer momento estaban divididas, hoy entienden la necesidad de
compartir algunos estándares y diferenciar otros para generar un buen camino para el
entendimiento de los fenómenos sociales.
FORMAS DE GOBIERNO
Ciertamente debemos a Linz una de las líneas teóricas más relevantes de la política
comparada en los últimos años. Su preocupación sobre la quiebra de la democracia y su
intento por explicarla con variables políticas, desembocó en uno de los debates más
controversiales e interesantes en la literatura institucional: la significancia de los
presidencialismos sobre la caída de las democracias. En una explicación que le atribuía a
elementos endógenos del presidencialismo, la mayor parte de los problemas en los que
incurrieron los países que vieron caídas sus democracias, Linz intentaba advertir sobre los
componentes negativos de la estructura presidencialista. En apretada síntesis, el autor
observaba cuatro características fundamentales. a) la doble legitimidad de los poderes de
gobierno, originada por la elección independiente del presidente y el congreso, b) la rigidez
de los mandatos, dado la duración preestablecida; c) el estilo plebiscitario que puede
asumir la elección del presidente y iv) el mayoritarismo o lógica de “suma cero” derivado
de la contienda electoral por la presidencia.
Así, estas características que le eran propias de esta forma de gobierno conllevaban a una
concatenación de causas que producían un conflicto entre el ejecutivo y el legislativo
detonante principal de los quiebres democráticos. El autor entendía que las características
endógenas del presidencialismo producían efectos secuenciales que comenzaban con bajos
incentivos para las coaliciones y seguían con la generación de gobiernos de minoría,
inefectividad legislativa y bloqueo. Todos ellos conducirían a conflictos entre el ejecutivo y
el legislativo que posteriormente detonarían en crisis.
Los estudios posteriores fueron botando una a una las hipótesis de Linz. Por ejemplo,
debemos a Carey y Shugart (1992) la reversibilidad de las características negativas, al
señalar que los presidencialismos también contaban con ciertos componentes que tendían a
reforzar más que debilitar la estructura de los gobiernos. Es así como los autores centraron
su observación en la capacidad de los presidencialismos para reforzar el chequeo mutuo, la
capacidad de accountability entre el votante y el presidente, la identificabilidad y la
capacidad de actuar como árbitro de los conflictos. De cierta manera lo que ellos intentaban
demostrar es que bajo adecuados diseños institucionales los presidencialismos no deberían
tener problemas en su funcionamiento.
Autores como Mainwaring (1993), Mainwaring y Shugart (1997) Cheibub (2002), Cheibub
y Limongi (2002). También contravienen la idea de que los gobiernos de minoría puedan
mermar la capacidad del régimen. Los primeros señalan que los gobiernos de minoría
tienen salidas especialmente con los poderes que los presidencialismos les confieren a los
primeros mandatarios. Esto es lo que se ha hecho llamar poderes proactivos (porque le
permite al presidente tratar de establecer un nuevo statu quo legislativo y reactivos (porque
sólo le permite al Presidente defender el statu quo ante las pretensiones de cambio del
legislativo). Por su parte, tanto Cheibub (2002) como Cheibub y Limongi (2002), sugieren
que no sólo en los presidencialismos se dan gobiernos de minoría sino también los
parlamentarismos lo presentan. La clave entonces estaría en observar el apoyo del
Congreso a través de la disciplina y reglas institucionales como el veto. En este sentido
Cheibub señala que las mayorías que el Presidente tiene sobre una u otra cámara legislativa
en sistemas bicamerales, influye mucho en disuadir cualquier tipo de bloqueo.
Sin embargo, incluso llegando a situaciones de bloqueo algunos autores señalan que la
visión linzeana está equivocada en creer que ésta pudiera llagar a transformarse en causa
detonante del conflicto y el quiebre. Cuando Cheibub (2002) se centró en analizar el
bloqueo legislativo, encontró tres elementos importantes. Primero que las características del
sistema electoral afectan los niveles de soporte legislativo de los presidentes y aumenta la
probabilidad de gobiernos minoritarios, que sin embargo los gobiernos minoritarios no
hacen más probables los bloqueos y que el bloqueo no necesariamente afecta la
sobrevivencia democrática. Así con un análisis multivariados demostró que el quiebre
democrático no tiene nada que ver con la condición de bloqueo.
Pues bien, la caída uno a uno de los supuestos de Linz, hizo que el propio Cheibub (2007)
buscara zanjar un punto que aún quedaba pendiente: la idea de que los elementos
endógenos del presidencialismo llevaran a democracias menos estables. De esta forma la
hipótesis de su libro fue que las causas de la fragilidad de la democracia presidencialista no
provenían de la estructura presidencial en sí misma, sino que de una estrecha relación de
esta forma de gobierno con el tipo de país que la ha adoptado en el mundo. Es decir, el
presidencialismo había sido acogido por países donde cualquier tipo de democracia tenía
probabilidad de quebrarse. Es así como Cheibub encuentra en la variable legado militar, la
forma en que el presidencialismo deje de ser significativo estadísticamente hablando. Ya
con este trabajo Cheibub da por zanjada mucha de la discusión sobre el tema.
Sin embargo, a pesar de que Cheibub da por terminada la discusión al demostrar que las
desestabilización democrática es una variable exógena, otro autor más contemporáneos
como Pérez-Liñán y su trabajo Presidential Impeachment (2008), novedosamente toma el
tema desde la punta causal de conflicto ejecutivo-legislativo con su relación de quiebre. Así
el autor nos sugiere que las crisis ya no son parte de los regímenes, sino de los gobiernos.
Que las salidas a conflictos que anteriormente detonaban en golpes Estado hoy eran
resueltas por una institución constitucional que, a pesar de tener muchos años de vida, se
hizo frecuente sólo a fines de los 90´: el impeachment. De esta forma, el autor indaga lo
ocurrido a seis presidentes que enfrentaron juicio político a partir de 1992 e intenta
generalizar factores que podrían incrementar las probabilidades de llegar a esta instancia:
las protestas, los escándalos, el apoyo legislativo. Este último punto es quizá el factor que
más se relaciona con la discusión que hemos llevado, principalmente porque incorpora
juegos estratégicos de los legisladores que se apartan de las tradicionales negociaciones del
parlamento y se relacionan mucho más en el cómo conseguir agentes leales para enfrentar
el juicio político.
Con todo, la nueva literatura también ha intentado cambiar la variable dependiente quiebre,
para reemplazarla por otras de interés. Haggard y McCubbins (2001), por ejemplo,
observaban los presidencialismos en relación con las políticas, señalando que esta forma de
gobierno se inclinaba más por el political resoluteness, es decir, la tendencia a mantener
políticas ya aprobadas, que el political decisiviness, entendida como la decisión marcada a
cambiar el curso de una política. Esto se debería principalmente porque los actores de veto
suelen ser mayores en una que en otra forma de gobierno. Otros en tanto han observado
incidencias de los presidencialismos en temas como la corrupción (Akerman y Kunicova) o
el rule of law.
DEMOCRACIA
Definición de democracia
No alejándose de la línea anterior, pero con la idea de hacer más operativo el concepto,
Przeworski (1991) y Przeworski et al (2000), buscaron una definición más minimalista al
señalar que la democracia era un sistema en el cual algunos partidos pierden las elecciones.
Utilizando la dimensión de contestación pública, los autores entendían que el rasgo esencial
para identificar la democracia era el carácter de competencia abierta a la participación. Un
punto central –sobre todo en el argumento de Przeworski (1991) era que ninguna fuerza
concreta podía controlar el desarrollo de los hechos ni conocer de antemano el desenlace de
los conflictos particulares, es decir, la democracia es un sistema de incertidumbre
organizada, donde los actores saben qué es posible y qué es probable, pero nunca conocerán
el verdadero desenlace.
Aunque existen otras definiciones, todas de una u otra manera se acercan Dahl. Huntington
(1991), por ejemplo utiliza la dimensión de contestación al señalar que la democracia
consiste en la selección de líderes a través de elecciones competitivas por parte de las
personas gobernadas por ellos. En definitiva, gran parte de quienes se acercan a
definiciones procedimentales de democracia tienden a buscar una definición formal del
concepto mucho más cercana a Dahl que a Shumpetter (Coppedge et al. 2008). Sin
embargo, la estructuración de las dimensiones sigue siendo un problema no resuelto. En
efecto, la cantidad de dimensiones -o grado de intensidad del concepto- es sumamente
importante para observar cómo éste se operacionaliza. Muchas dimensiones podrían
generar un concepto inviable sin ningún tipo de capacidad para moverse ni en el tiempo ni
en los casos. Este cuidado es mucho mayor en los análisis cross nacionales. La intensión de
hacer comparable muchos países en distintos periodos de tiempo, ha llevado a la academia
a proponer desde índices continuos como los de PNUD (IDE), dicotómicos como
Przeworski et al. (2000) o, incluso, tricotómicos como lo plantean Mainwaring, Brinks y
Perez-Liñán (2001). No obstante, casi todos ellos confluyen en una elaboración que
contempla las dos dimensiones de Dahl (participación y competencia).
Democracia y Desarrollo
La relación entre democracia y desarrollo ha sido una de las líneas más importantes de la
investigación comparada desde los últimos 50 años. Desde que Lipset (1959) comenzó con
lo que posteriormente O’Donnell catalogaría como la “ecuación optimista”, muchos autores
se han centrado en analizar la estructura causal entre estas dos variables. Tanto en Political
Man (1960) como en Social Requisites of Democracy (1959) Lipset buscaba analizar los
indicadores de salud, urbanización, industrialización y educación como un solo factor de
desarrollo que hacía más viable la democracia. Lipset entendía que estos factores eran
moderadores de los sectores medios y hacía más tolerantes a los estratos bajos. A pesar de
que las revisiones posteriores le asignaban una relación unidireccional del desarrollo sobre
la democracia (Es decir, democracia como variable dependiente del desarrollo), el problema
de su artículo no fue precisamente ese, sino que su argumento contemplaba una
ambivalencia entre lo que luego Przeworski et al. dividieron entre sobrevivencia y
transición. En efecto, en muchos de sus pasajes, el autor argumentaba la capacidad de una
modernización eficiente sobre la estabilidad del régimen, incluso incorporando otras
características como la efectividad y legitimación del sistema político. Sin embargo, sus
comprobaciones fueron en otra dirección al incorporar una relación causal que explicaba
mucho más el paso de un régimen a otro, que la propia “estabilidad”.
A pesar de que muchos autores prosiguieron el análisis propuesto por Lipset, tres autores
entre los sesenta y setentas son los que me referiré para esta relación causal y relativizar –
directa o indirectamente- este argumento: Barrington Moore, Samuel Huntington y
Guillermo O´Donnell. El primero, en su estudio sobre los orígenes sociales de la
democracia entiende que el paso a una sociedad capitalista puede confluir en distintas
salidas de régimen político dependiendo de cómo cada país enfrenta la modernidad y la
forma en cómo se estructura la relación campesinado, burguesía y aristocracia. Es así como
países con burguesías insertadas en el proceso capitalista (principalmente a través de la
explotación comercial del campo), llevan a la democracia, mientras que si el proceso lo
lleva la aristocracia o el propio campesinado deviene en fascismos o comunismos
respectivamente. “sin burguesía no hay democracia”, a dichos de Moore.
Por otro lado, Huntington (1968), rebate a quienes creen que existe una relación directa
entre modernidad y democracia. Aunque está mucho más preocupado por la estabilidad y el
orden que por el propio régimen político, el autor advierte la presencia de un proceso
peligroso de quienes se embarcan en la carrera hacia la modernidad. Su idea central es que
no es precisamente la ausencia de la modernidad, sino que los esfuerzos por alcanzarla los
que producen lo que él llama “desorden político”. Es decir, lo clave es cómo se lleva a cabo
el proceso de modernización más que la modernidad en sí misma. En efecto, los procesos
de modernización para Huntington serían detonantes de altos niveles de movilización social
y expansión de la participación que, sumados a bajos niveles de institucionalización,
habrían conducido a una decadencia del orden político.
O’Donnell, por su parte, fue quien hace una crítica directa a la literatura desarrollista. Es así
como el autor argumentaba que la modernización social y económica en contextos de países
de desarrollo tardío y enmarcados en una estructura de dependencia, tenían mayor
probabilidad de llegar a un autoritarismo que a una democracia. El análisis de O’Donnell se
enfoca en la emergencia de regimenes militares en Argentina y Brasil a mediados de los 60.
Estos regímenes los llamaría “burocráticos autoritarios” para distinguirlos de las formas
oligárquicas y populistas encontrada en los países menos modernizados. En otras palabras,
en países con alta modernización en el centro como son los casos de Argentina y Brasil,
existió un grado de afinidad electiva entre la modernidad y el surgimiento de regímenes
burocráticos-autoritarios. Lo interesante de O’Donnell fue la observación de que en las dos
puntas del desarrollo podían surgir regímenes no democráticos. Es decir, tanto en los países
de alta modernidad en el centro como los de baja modernidad. Lo que para O’Donnell hizo
que los modelos de alta modernización cayeran en regímenes no democráticos, fue la
transformación de las estructuras sociales que se dio en la etapa de industrialización
extensiva (industrialización fácil) de sustitución de bienes primarios de consumo, lo que
generó la activación y entrada de los sectores populares, mediante la coalición populista de
Vargas y Perón. Sin embargo, el agotamiento del modelo de sustitución expansiva, sumado
a los problemas de balanza de pagos llevó a un dilema importante para lograr el salto a la
integración vertical: o importar materias primas y bienes intermedios para mantener los
niveles de la actividad económica y seguir afectando el crecimiento, o bien, importar bienes
de capital para favorecer el crecimiento, pero con grandes consecuencias en la actividad
económica interna.
Estos problemas activaron a un sector que precisamente surgió del desarrollo: los
tecnócratas. Esta activación se debió precisamente porque este grupo veía que sus
propuestas no podrían ser implementadas en las condiciones antes señaladas. La
penetración del sector tecnocrático en todos los sectores y la emergencia de una amplia red
de instituciones y medios de comunicación en vastos sectores sociales. En definitiva, la alta
modernización generó una situación de pretorianismo de masas, la evaluación de sus
capacidades conjuntas por quienes desempeñan roles tecnocráticos tenderá a influir en la
formación de una coalición golpista en la que jugarían un papel predominante.
Luego del clásico trabajo de O´Donnell sobre el paso de una sociedad modernizada a un
tipo de autoritarismo burocrático, la literatura sobre democracia se enfocó en el análisis de
las transiciones desde un gobierno autoritario, pero desde un prisma mucho más
relacionado con la interacción entre actores (O´Donnell y Schmitter). Sobre esto hablaré en
sección aparte, pues no es lo que ocupa la discusión sobre la variable desarrollo. No
obstante, quienes sí se ocuparon de observar la transición desde un punto de vista
económico fueron Haggard y Kauffman quienes plantearon que las crisis económicas
parecían acelerar –si no causar- el colapso de los regímenes autoritarios. Su argumento se
refiere a que el pobre desempeño económico juega un rol importante en la caída de los
regímenes autoritarios, siendo importante comprender los efectos de deterioro económico
que afectan en la trasformación política. Es decir, cómo se afecta la relación entre adherente
y opositores al régimen, o por qué algunos gobiernos son más susceptibles que otros al
colpaso. De igual manera, Haggard y Kauffman se refieren a lo determinante que fue el
impacto de la crisis económica en la salida de los regímenes autoritarios. Si los gobiernos
autoritarios lograban evitar o sabían resolver la crisis, les permitía estar mucho mejor
posicionados para mantener el control y el timing de su salida. En suma, la estabilidad de
los regímenes autoritarios dependía de los niveles de desarrollo y las condiciones
económicas de corto plazo. Esto porque el punto que subyace en la negociación autoritaria
en las crisis económicas, resulta en la reducción de los recursos que tienen las elites
políticas para mantener la adhesión. Si las elites autoritarias resuelven la coerción les es
muy costoso. De igual forma se les torna dificultoso responder al sector empresarial, a la
clase media y a las organizaciones populares. Lo interesante es que Haggard y Kauffman
plantean –desde la transición- un modelo contraintuitivo a la literatura desarrollista de
Lipset, pues el tránsito desde un régimen autoritario a otro democrático tiene como variable
independiente central precisamente una baja en los niveles de bienestar económico que
activa a los agentes y organizaciones. Luego, sin embargo, se verá cómo esta teoría también
tiene disonancias con los últimos hallazgos de Przeworski et al. (2000).
Otros autores muy importantes han seguido la discusión sobre democracia y desarrollo. Los
más importantes sin duda son Rueschemayer Stephen y Stephen (1992) y Carles Boix
(2003). Los primeros entendieron que la industrialización generó cambios en las sociedades
que logró empoderar a las clases subordinadas haciendo poco viable la exclusión política de
este sector. De esta forma el desarrollo capitalista habría fortalecido a las clases populares y
debilitado a las latifundistas. Es precisamente este proceso de fortalecimiento y
debilitamiento el que habría llevado a la democracia ya que su consecución no se habría
logrado por la burguesía sino por el nivel de organización de las clases populares. El rol
ambiguo que juega la clase media es también una contribución interesante de los autores.
Boix (2003), en tanto, ofrece una teoría sobre las democracias relacionando los regímenes
con factores de equidad, movilidad de capitales y el balance del poder organizacional entre
clases. De esta forma, mientras la equidad y movilidad de capitales podrían explicar las
preferencias de los actores sobre las alternativas de régimen, el balance de poder entre las
clases sociales determinaría la forma de alcanzar esas preferencias. Boix desarrolla un
argumento muy similar al de Dahl (1971) respecto a cómo los gobernantes ponderan los
costos de tolerancia y de exclusión, señalando que en condiciones de baja equidad y
especificidad de capitales por parte de las elites, la amenaza de distribución en democracia
es alta y las elites prefieren mantener políticas autoritarias. Al contrario, alta equidad y
movilización de capitales hace que los grupos sociales sean menos propensos a perseguir la
redistribución y por tanto bajar fuertemente los costos de tolerancia de la elite para optar
por la democracia.
Transición y consolidación
Uno de los textos más importantes de la transición es sin duda O´Donnell y Schmitter
(1986), quienes observan la transición como el intervalo comprendido entre el comienzo
del proceso de disolución del régimen autoritario y la instalación de la democracia. Lo
interesante de la propuesta de los autores es que señalan dos procesos secuenciales de
transición, el de liberalización y el de democratización. El primero se relaciona con
implementación efectiva de algunos derechos y libertades sin que existan actos ilegales y
arbitrarios cometidos por el estado, mientras que la democratización entiende una
obligación de las autoridades de respetar la legitimidad de las decisiones y –más aún-
promover la efectividad de esas decisiones.
Este proceso de liberalización luego llevaría a una democratización donde la pugna intra e
inter bandos sería la clave de la salida hacia una democracia. Este punto estaría en
concomitancia con la idea de pugna entre duros y blandos, sobre todo porque tanto
Przeworski como O´Donnell y Schmitter hablan de los pactos entre sectores blandos del
gobierno y moderados de la oposición. Ambos enfrentados también a pugnas importantes
con los duros y radicales de cada bando. Así entonces el paso de una “dictablanda” a una
“democradura” sería un juego de ajedrez de múltiples actores que harían imposible una
generalización.
PARTIDOS
Asumiendo el riesgo de dejar fuera algunos temas, centraré esta respuesta en cuatro grandes
líneas teóricas. El primero se responde el por qué de los partidos y cuál es su contribución
para la democracia, el segundo se enfocará en las funciones de los partidos tanto a nivel de
vínculos con electorado como la representación dentro del gobierno, el tercero se
preocupará de la estructuración de los partidos y sistema de partidos, además de los
procesos de transformación y realineamiento partidario, para finalizar con algunos trabajos
enfocados en los partidos como organización.
La idea de por qué surgen los partidos, tiene en la mayor parte de las líneas teóricas, la
necesidad de generar una entidad que lograra aunar intereses y preferencias para hacer
mucho más óptimas las funciones de representación. En cierto sentido, como dice
Valenzuela (2008) parafraseando a Sundquist, el partido surge con el rol de unificar poderes
separados del gobierno y generar coherencia a la implementación de políticas. En efecto
parecían ser importantes para cumplir las funciones de gobierno y, más principalmente,
llevar a cabo la democracia. Autores como Bryce o Schattschmeider (En Dalton y
Wattemberg) pensaban que la democracia era inconcebible sin los partidos y que, por lo
tanto los partidos eran inevitables. En efecto, los partidos parecen ser endémicos en las
democracias tal y como lo señala Stokes, entonces la pregunta sería el por qué estas
organizaciones parecen ser tan importantes en democracia. Esta respuesta se la debemos
principalmente a Aldrich (1995) y Cox y McCubbins (2002), al entregarle a los partidos la
función de agregación de las responsabilidades e intereses, fundamentalmente porque
entienden la existencia de dilemas de acción colectiva tanto en el ámbito de los intereses
como de movilización social. Según los criterios de los autores, la forma de superar este
tipo de dilemas se encontraría en el enmarcamiento partidario tanto de las ambiciones de
los agentes como de las propuestas de programas. Así, mientras el primero entregaría
mayor certeza a los actores políticos, la segunda permitiría simplificar las propuestas en
torno a ofertas programáticas. En la esencia de estas explicaciones está la idea de
representación como también de organización para llevar a cabo el gobierno. Me centraré
en cada uno de esos puntos a continuación.
Muchos autores se han preocupado de analizar las funciones de los partidos políticos. V.O.
Key, por ejemplo, entiende que los partidos actúan en distintas arenas desarrollando tareas
paralelas tanto en el gobierno, como en el electorado y la propia organización. En el mismo
punto Kaare Strom (1990) señala tres funciones que están interrelacionadas entre sí. Esas
funciones responden a las estrategias e intereses de los partidos y líderes partidarios en la
estructura de competencia. La idea de Strom es que los partidos maximizan sus preferencias
en torno a si lo que buscan son votos (votes seekers) cargos (office seekers) o políticas
(policy seeker). Así, aunque la mayor parte de la teoría de Rational Choice las había
tomado por separado el año 90, Strom señala que estas funciones están presentes en mayor
o menor rango dentro de los partidos. Sobre precisamente estas divisiones y su interacción
donde me centraré esta primera parte.
Sobre la primera es bueno señalar los textos “The American Voter” y “The New American
Voters”, quienes utilizaron los datos del centro de investigación y encuestas de Michigan.
El principal aporte de estos trabajos es que señalan que la decisión de votos dependen de
seis niveles, entre ellas las características económicas y sociales, identificación partidaria,
preferencias y evaluaciones tanto retroespectiva, prospectiva como de cualidades
personales. MACROPOLITY Erikson, Mackuen y Stimson (2008)
Para la línea instrumental, la literatura sobre modelos espaciales del voto inaugurada
Anthony Downs (1957) en su libro Teoría de la Democracia, ha sido bastante prolífica hasta
este último tiempo. La importancia de Downs fue hacer un análisis sobre las dinámicas de
competencia de los partidos. En el modelo donwsiano la distribución de las preferencias de
los actores tiende a ser unimodal y concentrase en el centro. Producto de ello, los partidos
se ven forzados a proponer políticas que vayan en esa dirección para maximizar su
votación, debido a que los electorales votan por proximidad ideológica. Este modelo que
asume que las personas votan por el candidato que está más cerca de sus preferencias es la
que ha generado muchos frutos y adeptos en el análisis. También, en modelos espaciales
existen otras formas de observar las dinámicas de competencia. Rabinowitz y McDonald,
por ejemplo, utilizan la teoría direccional para explicar las preferencias. Es decir que los
votantes quieren al candidato que está de su lado o dirección. Esta teoría sugiere dos
hipótesis, la primera es que los votantes prefieren a candidatos que están de su lado y la
segunda es que, ante dos candidatos que están de su lado, prefieren los más intensos y más
creíbles sobre su causa. Una tercera línea de investigación es la teoría del discounting, en
ella se entiende que los candidatos no pueden cumplir todas sus promesas, por eso, los
votantes descuentan la campaña y juzgan de acuerdo a lo que ellos esperan que haga en el
gobierno. Aquí se enfatiza el rol del statu quo en configuración de las expectativas que el
candidato puede realmente hacer. Estas líneas asumen una relación programática o
ideológica de los partidos y entienden que las decisiones del electorado están precisamente
centradas en propuestas de políticas o posicionamiento ideológico.
Quienes en cambio están más cerca de los vínculos y la correspondencia programática entre
votantes y partidos (Luna y Zchemeinster; Kitschelt at al.) se preocupan de contrastar las
posiciones ideológicas o issues de los representantes a través de encuestas parlamentarias,
con las de la ciudadanía hecha a través de encuestas. Esta técnica vendría a relativizar el
fuerte supuesto que se cierne sobre la teoría espacial del voto, principalmente porque
demuestra que las posiciones no son tan lineales ni estáticas como se suelen colocar.
Para el caso de América Latina, los autores observan el mismo proceso, pero con distintas
estructuras institucionales y lógicas de competencia. Lo interesante de los autores que
observan AL es que asumen que lo que es constante en la política americana, es variable en
el continente. Morgenstern por ejemplo, estructura su argumento señalando que la
observación de la representación en AL no puede hacerse trabajando con una unidad de
observación homogenea como los partidos, sino que es necesario cambiar a otra que se
relacione con los agentes. Los agentes pueden ser partidos, pero también fracciones como
en Uruguay o Coaliciones como en Chile, señala. Lo importante, sin embargo, es cómo los
agentes ordenan su juego estratégico.
Configuración
Otra línea importante que es posible observar en la literatura de partidos es la que dice
relación con la configuaración y transformación de los sistemas de partidos. Sobre la
primera, aparte de la ya mencionada explicación endógena de Aldrich respecto al por qué
surgen los partidos, se encuentra la explicación de determinantes sociales de la
conformación del sistema de partidos. Por cierto que a quienes debemos esto es a Lipset y
Rokkan. La idea de divisiones sociales (cleavage) que ayudaron a formar el sistema de
partidos es una de las más aceptadas en la Ciencia Política. Analizando el surgimiento de
los partidos en Europa y utilizando el modelo parssoniano para el análisis, los autores
señalaron que Europa se vio enfrentada a dos momentos que provocaron distintas fisuras, el
primero dice relación con la revolución nacional. Aquí se presentaron conflictos entre 1) la
cultura central que construye la nación y las sometidas provincias y periferias, además de 2)
el conflicto entre el estado nación centralizante y los privilegios corporativos de la iglesia.
El segundo momento es la revolución industrial, donde los conflictos estuvieron presentes
entre la clase terrateniente y los emergentes industriales, y otro entre los propietarios o
patrones y los arrendatarios, jornaleros y obreros en el otro extremo. Sin embargo, los
mismo autores advierten que los partidos no surgen automáticamente luego de estos
cleavages, sino que se ven enfrentados a ciertos umbrales que los movimientos deben
resolver y, la forma que lo resuelvan es cómo va a ser el sistema de partidos resultante. La
línea de cleavage se siguió utilizando para el análisis de la formación del sistema de
partidos en distintos trabajos de política comparada.
Transformación
Otros trabajos sobre partidos tienen directamente relación con la transformación del sistema
y las estructuras. En esto los trabajos de Kirchheimer (1966), Kitschelt (1996) y Kitschelt el
al (2000), tienen fuerte importancia. El primero advierte la posible transformación del
sistema ante el surgimiento –después de la segunda guerra mundial- de una nueva tipología
de partidos llamada catch all parties, principalmente porque se comenzó a advertir
preferencias menos leales de la población, lo que condicionó la apertura de las plataformas
más allá de los sectores sociales fundadores.
Finalmente, Kitschelt et al. (1996) intentan definir como se configuró el sistema de partidos
luego de los regimenes comunistas, la visión de ello se refería una estructura de
dependencia relacionada con el tipo de régimen que cada país vivió. Muy similar a los
argumentos de Haggard y Kauffman, los autores sugieren que la forma en que enfrentaron
las crisis a mediados de los ochenta, luego impactaron en la configuración de las nuevas
democracias.
Otras teorías de transformación son las que se refieren al dealignment y realignment. Las
visiones que se barajan se sostienen tanto en los cambios sustantivos en las lealtades
partidarias a efectos de cambios en las correlaciones de fuerzas en una elección particular
generando nuevas dinámicas de competencia al incorporarse nuevos temas. Otra mirada es
la que señala V.O. Key respecto a elecciones críticas como consecuencias de periodos de
dealingment electoral o incluso de eventos traumáticos como crisis económicas o guerras.
Aunque la lógica de crisis fue importante por mucho tiempo, algunos señalaron que los
realignment pueden ser producto del desgaste del anterior, especialmente debido al cambio
de las agendas partidarias. Los mecanismos que activan los realignment suelen ser producto
de la movilización de electores que previamente no participaban, el cambio de las
preferencias y/o la mediación de activistas o policy-driven. Sobre este último mecanismo es
donde descansa la visión de issue evolution.
Para America Latina, el artículo de Coppedge sobre darwinismo político, es uno de los
trabajos importantes sobre transformación de los partidos. Coppedge analiza el proceso de
evolución de los partidos en el periodo los ochenta donde se genera una transición de
partidos de masa a profesionales electorales y un proceso de reemplazo de los partidos
tradicionales por nuevos partidos. Lo que el autor observa es un debilitamiento de los
partidos incumbentes al no ser capaces de amoldarse a los cambios producidos por las crisis
económicas. Así, observa cómo algunos partidos son capaces de adaptarse y otros no,
aunque sus opciones de políticas son muy restringidas.
Institucionalización
Dos de los trabajos más importantes respecto a la institucionalización de los partidos es
Scully y Mainwaring (1995) y Mainwaring (1999). Para los autores, los principales agentes
de la política representativa continuaban siendo los partidos políticos, al ser éstas
instituciones las que proveían acceso a los puestos de representación popular a través de las
plataformas y etiquetas que eran capaces de entregar a los candidatos. Así, definen
institucionalización como el proceso donde una práctica u organización está bien
establecida y es ampliamente conocida. En consecuencia, definen 4 condiciones para
lograrla: a) La estabilidad en las reglas y una competencia partidaria natural b) raíces
estables en la sociedad de los partidos importantes, c) actores que legitimen el proceso
electoral y d) la organización partidaria. Con ello logran catalogar al sistema de partidos de
AL como sistemas institucionalizados, incoados y hegemónicos en transición. Luego
Mainwaring (1999) complementa la visión de institucionalización, señalando que para
poder configurar un determinado sistema, es necesario tener en cuenta como el Estado y las
elites políticas tienden configurarlo desde arriba.