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En primer lugar hay que decir que Jesús es el enviado, el ungido, el Hijo
predilecto de Dios. Que fue enviado a este mundo con una misión: en mostrarnos
el rostro de Dios y en acercarnos a ese padre creador del cielo y la tierra a
nosotros, y a la vez para que nosotros también al escucharlo nos acerquemos y
dirijamos nuestra vida a él. Dentro de esa misión también está el de mostrarnos el
verdadero camino que nos conduce a la salvación y allí poder llegar a heredar el
Reino de Dios.
Una filosofía que tenga en cuenta toda la realidad no podrá jamás aceptar que
la parte sea igual al todo; sin embargo, podría quizá comprender un poco tal
pretensión pensando que en la parte contingente, siempre criticable a los ojos de
la razón universal, se pudiesen concentrar de forma especial aspectos importantes
de la verdad total, de manera que el acontecimiento histórico pudiera tener una
gran incidencia. Por una parte no es difícil comprender cómo la vida y la
predicación de Jesús han sido condicionadas por la situación histórica, como lo
demuestra la investigación histórica moderna cada vez más obvia e irenista, que
penetra siempre más en la mentalidad y en los hechos de la época.
Afirmando “yo soy la verdad”, “yo soy la resurrección”, Jesús dice que Dios
está presente en él. Pero “si comprendes, no es Dios”. Dios se manifiesta en
Jesucristo. Siempre lo esencial es esto: lo que me es dado como gracia sólo
puede ser comprendido como tal, pero no puede ser construido después por el
entendimiento. No puedo decir: esto es lo que “realmente” siempre había
esperado, aquello hacia lo que se dirigían mi pensamiento y mi sentimiento, de tal
manera que fue suficiente un pequeño impulso desde fuera para que cristalizase
mi vaga intuición en una visión plena. Lo que se ofrece con el carácter
fundamental de gracia libre no puede ser captado racionalmente jamás sin destruir
su propiedad más auténtica. Y precisamente en cuanto no puede ser captado
jamás, es para quien lo recibe una bienaventuranza continua. Lo “dado” como
gracia no se da jamás del todo, sino que permanece continuamente en su acto de
donación; por eso se trata de algo que engendra incesantemente sentido y que
obliga al entendimiento a no cerrarse sobre el sentido ya adquirido. Al contrario,
cuanto más accesible se muestra este sentido tanta más le puede tener quien lo
recibe en quien se lo da.