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Universidad de Puerto Rico

Recinto de Río Piedras


Facultad de Ciencias Sociales
Departamento de Sociología y Antropología

Claudia Morales Figueroa 10 de abril de 2018


Prof. Paola Schiappacasse ANTR 4325

En su libro La familia en desorden, Élisabeth Roudinesco hace una reflexión acerca de las vicisitudes y
cambios por las que ha atravesado la institución familiar. El capítulo titulado El poder de las madres
comienza afirmando que Freud desestimaba la idea de que fuese posible una separación entre lo femenino
y lo maternal, el ser mujer y la procreación. A pesar de esto, había creado todo un marco teórico capaz de
conceptualizar lo mismo que creía imposible.

Roudinesco hace un recorrido por la última mitad del siglo XX para demostrar el peso que tuvieron las
mujeres para cambiar y revertir lo que es conocido como la familia tradicional. Terminada la segunda
guerra mundial, las técnicas médicas de regulación de los nacimientos comenzaron a sustituir el uso del
preservativo masculino. Técnicas destinadas a impedir la fecundación de las mujeres tales como
dispositivos intrauterinos, la píldora y el aborto le permitieron a las mujeres reivindicar su derecho al
placer y a la maternidad. A esto se le suma la pérdida de fuerza simbólica del matrimonio con la
legalización y aceptación del divorcio. Con esto aparece la “familia recompuesta” que remitía a un
movimiento de desacralización del matrimonio y humanización de los lazos de parentesco.

Las mujeres habían adquirido la posibilidad de quererse estériles, libertinas y sin temores de una condena
moral o justicia represiva. Sin embargo, el incremento de divorcios, la procreación extramarital y la baja
fecundidad creó la sensación de que la familia corría peligro. Durante las décadas del 1960 al 1970 se
comenzó con un peritaje donde “se procuró poner bajo control la trivialidad de la vida cotidiana mediante
la promulgación de reglas idóneas para distinguir las buenas maneras de vivir la sexualidad en pareja o
asesorar a los padres sobre la mejor forma de educar el deseo infantil.” (Roudinesco, 2002, p. 168-169)
Lo que aconteció con esto fue el surgimiento de la “parentalidad” (parenthood) como definitorio de lo
que un padre o una madre debía hacer con sus hijos/as. Este peritaje llevado a cabo por “expertos”
eventualmente desencadenó en toda una serie de proyectos parentales y programas de fecundación.

Para Roudinesco el poder de las mujeres no recaía únicamente en los métodos que podían elegir para no
ser madres sino también en los que posibilitaban la maternidad. Los progresos de la inseminación
artificial permitieron la procreación sin necesidad de las relaciones sexuales. La inseminación artificial
interconyugal facilitó la concepción de niños/as sin placer, pero no cuestionó la filiación biológica porque
el niño/a nacido/a de esta manera tenía por padre y madre a sus verdaderos progenitores. Con la

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inseminación artificial con donante esto cambiaría puesto que el padre biológico no actuaría como padre
social. La fecundación in vitro, por otra parte, mediante la fecundación fuera del cuerpo permitía ser
madre a aquella que no estaba destinada a serlo. Nuevamente la institución del matrimonio debía ser
replanteada porque el padre corría el riesgo de ser reducido a semen.

No obstante, estos programas de fecundación posibilitaban por un lado diversas maternidades y, por el
otro, respondían a proyectos eugenistas. Los donantes, por ejemplo, debían ser socialmente y
psíquicamente “normales”, y muchas veces eran escogidos según criterios aberrantes. Para el último
cuarto del siglo XX, la medicalización se vio más consumada de procreaciones asistidas como la
donación de óvulos y la fabricación de embriones. Como ejemplo de esto menciona el caso de las “tres
madres”. La primera madre donaría el ovocito que es fecundado, la segunda madre recibiría el huevo en
su útero y, por último, la tercera madre sería quien se quedaría con el/la niño/a.

En la última parte de la lectura, Roudinesco utiliza el caso de Jeanine Solomone para cuestionar el uso de
las recolecciones de semen. Esta mujer trajo al mundo a sus 62 años un niño que fue concebido por
óvulos comercializados y con el semen robado de su hermano. En adición, tuvo otra niña con un embrión
adicional y una madre portadora. Adoptados por ella, el niño y la niña eran hermanos, medios hermanos y
primos. Para el registro civil, sin embargo, eran hijos/as de una madre célibe y un padre desconocido.
Cuando se le pregunta a la mujer que por qué lo hizo, contestó que quería hijos/as nacidos/as de su
sangre. Este orden procreativo planteó el principio de que una filiación adoptiva debía imitar con
exactitud la filiación biológica. Lo que abrió las puertas a preguntar: ¿debían los/as niños/as saber sobre
sus orígenes? Por un lado estaban los/as partidarios/as de la transparencia quienes creían que los/as
niños/as debían saber y, por el otro lado, estaban los/as que negaban el “origen verdadero” y preferían
callar.

Al cerrar su reflexión, Roudinesco afirma que “el orden creativo se convirtió entonces en potestad total de
las madres, poseedoras hoy del poder exorbitante de designar al padre o de excluirlo.” (2002, p. 181) Los
hombres tenían entonces un papel “maternante” en el momento en que las mujeres conquistaron el control
de la procreación. Concluye entonces que los modelos familiares que se crearon con los avances
tecnológicos se pusieron al alcance de aquellos/as quienes históricamente habían sido excluídos: los y las
homosexuales.

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Preguntas
1. ¿El poder materno equivale al poder social de las mujeres?
2. ¿Qué límites plantea dicho poder? ¿Qué relación guarda dicho poder con la idea de la tiranía?

Referencia
Roudinesco, É. (2002). El poder de las madres. La familia en desorden. Barcelona: Editorial Anagrama.

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