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Manuelcha Prado
SERIE: 500 – I
AYACUCHO – PERÚ
2019
BIOGRAFÍA
Manuel Prado Alarcón (Puquio, Ayacucho, Perú, 16 de junio de 1957), más conocido
como Manuelcha Prado es un guitarrista, cantante, compositor y compilador de
música peruano. Es también conocido como El saqra de la guitarra. El
nombre Manuelcha proviene del uso del sufijo diminutivo quechua -cha.
Nació el 16 de junio de 1957 en Puquio, Ayacucho, donde fue al colegio Nacional
Manuel Prado hasta 1972. Empezó tocar la guitarra a los doce años de edad, motivado
por la tradición musical de su ciudad natal. Inició como integrante de diferentes
conjuntos musicales para posteriormente ser solista. Estudió Tecnología Electrónica en
la Universidad Nacional de Educación Enrique Guzmán y Valle en Chosica desde 1972
hasta 1973 y después Antropología en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos
en Lima.
Los arreglos realizados para guitarra, un logro musical importante, son, en algunos
casos, versiones originales de arpa y violín. Otro de los aportes es la aprehensión de
sonidos onomatopéyicos de la naturaleza en la guitarra, consiguiendo diferentes
afirmaciones o «temples» como son el «comuncha», «diablo», «baulín», «arpa»,
«decente 2», «conchucano», «sanchecerro», «morochuco», «manuelcha», entre otros.
Eventos nacionales
1982: Ocupa el segundo lugar en el Primer Festival de la Canción Peruana
«Daniel Alomia Robles» con el tema Piedra en el Camino.
1983: Ganador absoluto del Festival «Chabuca Granda», con el tema Trilce.
Eventos internacionales
1988 -1994: Ha participado en eventos internacionales para guitarra alternando
con concertistas como Rafale Riquelni (España), Eulogio Dávalos (Chile), Toto
Blanke (Alemania), Rudolf Dasek (Checoslovaquia), John Butler, William
Matheus (EE.UU.), Progetto Avanti (Suecia).
1985: Participa en el Festival Cosquín de la ciudad de Córdova, Argentina.
Presentación en el Teatro Municipal de Buenos Aires.
1992 – 1994: Viaja a Europa, invitado fundamentalmente por instituciones
culturales (universidades, organizaciones de maestros, sindicatos, iglesias, etc.),
realizando múltiples recitales en Dinamarca, Alemania, Noruega y Suecia.
Producciones fonográficas
1981: Guitarra Indígena, para Trilucero – Producciones Culturales.
1885: Testimonio Ayacuchano, para Trilucero – Producciones Culturales.
1987: Galopando al Sur, para Trilucero – Producciones Culturales.
1991: 25 Aniversario, para Trilucero – Producciones Culturales.
1996: Romance de Guitarrero, para Trilucero – Producciones Culturales.
1998: Cavilando, para Trilucero – Producciones Culturales.
1999: Kukulinay, para Trilucero – Producciones Culturales.
2000: Saqra, para Trilucero – Producciones Culturales.
1988: 2 Videoclips: Lucero y Cavilando.
Teatro
1978 – 1979: Llegó a realizar y participar en dos montajes teatrales: «Amor
Mundo» y «Yawar Fiesta» de José María Arguedas, bajo la dirección de Vidal
Luna.
Edición de libros
1990: Ha editado junto con el concertista Raúl García Zarate y Javier Echecopar
el libro denominado «Música para Guitarra del Perú» que actualmente está
siendo incluido en la currícula de estudios de guitarra en los diferentes centros
de enseñanza musical y conservatorios oficiales y privados del Perú.
Manuelcha Prado es —y ha sido desde inicios de los años ochenta— uno de los más
destacados intérpretes de la guitarra andina, ese instrumento traído de España que en
las alturas ayacuchanas se volvió indígena y cobró nueva vida, y acompañó a los
hombres en las cosechas, en los cumpleaños, en las chicherías y en las serenatas. “Es
muy difícil no ser músico en Puquio”, dice con cierta modestia. Y tal vez tenga razón,
pues, en esta provincia, desde que nace la gente se acostumbra a escuchar las
campanadas de las iglesias, los cantos de la milenaria fiesta del agua, el arpa y el violín.
De esta región esencialmente musical —el sur andino peruano—, Prado ha rescatado
huainos de origen prehispánico y colonial, ha reactualizado yaravíes y harawis, ha
musicalizado poemas quechuas y ha compuesto temas en los que ha recogido —como
dice— ese espíritu arguediano que siempre lo acompaña. Después de todo, él también
creció en esos pueblos que se narran en Los ríos profundos, entre Puquio, Lucanas y
Andahuaylas.
Una selección de estos temas —además de una mulisa a Grau, con versos de Juan
Gonzalo Rose, y de un poema de José Santos Chocano traducido al quechua— se
podrá escuchar el próximo miércoles 29 de noviembre en el Gran Teatro Nacional. Esa
noche Manuelcha Prado, acompañado por Nancy Manchego y la Princesita de Yungay,
volverá a subir a un escenario. Uno más en una carrera que ya lleva casi cuatro décadas
como profesional y toda una vida como intérprete de las tradiciones de su tierra.
El relato lo cuenta Prado mientras sus dedos juguetean con las cuerdas de la guitarra.
“Yo conocí este instrumento a través de mis tíos y algunos vecinos que se
acompañaban y punteaban un poco, muy bonito. Pero me capturó realmente cuando
escuché a don Arturo Prado, un guitarrista de Huamanga, quien enamorado de una
mujer había llegado a vivir a Puquio. No era familiar mío, a pesar de tener el mismo
apellido, sino un maestro de la escuela en la que estudiaba. Lo escuché tocar y cambió
todo para mí. Tenía una bufanda y un sacón enorme, y por las tardes se iba a las
afueras del pueblo, a las cantinitas, a las chicherías, a tocar. Yo lo seguía, escondido,
para que no me viera. Me quedaba ahí, oyendo sus historias. Él tocaba, tomaba su
cuartito de cañazo y hablaba. Explicaba qué era un yaraví, qué era una qashua (danza
y canto alegre de la siembra). Interpretaba un huaino de los morochucos, y explicaba
quiénes eran estos personajes. Contaba que eran unos jinetes blancos, barbados y de
ojos claros, que descendían de los almagristas, quienes habían perdido la guerra civil
en los años de la Conquista, y se habían refugiado en las pampas de Cangallo donde
habían aprendido a hablar quechua y a chacchar coca. Me pasaba dos, tres horas
escuchando estos relatos hasta que un día me descubrió. ‘¿Quién eres?’, me preguntó.
‘Manuelcha Prado’, le respondí. ‘Caramba, ¡qué tal nombre!’, me dijo. ‘Serás mi sobrino
entonces’, y me abrazó”.
Manuelcha a los 12 años, con su primera guitarra. Lo acompañan su tío Moisés y su hermano Percy.
[Foto: archivo familiar]
Manuelcha Prado parecía estar encaminado a ser maestro de escuela como su padre,
su madre y sus tíos. Nacido en la comunidad de Pichqachuri, en el barrio más indígena
de Puquio, pasó sus primeros años entre dos culturas, como alguna vez le contó al
periodista Antonio Muñoz Monge: “Yo recuerdo a mi abuela materna quechuahablante,
con su rostro bellísimo y su atuendo tradicional. Pero, además, viví con mi otra
abuela misti (blanca), que me hablaba en un castellano exquisito, lleno de metáforas”.
De ellas aprendió las dos lenguas. En Pichqachuri la música que más escuchó fue la
de los indios de los pueblos y no tanto la mestiza que se oía en las ciudades. Así
empezó a descubrir las fiestas campesinas, a disfrutar del sonido de la naturaleza, del
agua y del viento, ecos que más tarde incorporaría en sus composiciones.
Los matricularon en el colegio Pedro Coronado, en la cuadra tres del jirón Moquegua.
En ese momento, a inicios de los setenta, la ciudad hervía entre la crisis económica,
los paros sindicales y la chicha, el nuevo sonido de los migrantes. Los dos
adolescentes, sin embargo, no tardaron en adaptarse a esta nueva vida y, al poco
tiempo, con otros tres muchachos provincianos, ya habían formado el grupo Tempestad
Cinco. “Nos conseguimos dos guitarras eléctricas, unos timbales, aprendimos las
canciones de moda y nos fuimos a amenizar fiestas. Tocábamos cumbia, pero, al final,
la gente nos pedía huaynitos y nosotros sabíamos como cancha”, cuenta Prado, y
suelta una carcajada que compite con las bocinas, afuera en la calle.
Esta aventura terminó pronto. Su madre, otra vez, los llamó al orden. “Yo no los he
mandado a Lima para esto —les dijo—, ahora mismo se ponen a estudiar”. Percy
ingresó a la Villarreal y Manuelcha entró a La Cantuta, pues quería ser maestro. En la
universidad, se olvidó de las guitarras eléctricas y volvió a las acústicas. “Con esto —
dice, mientras, nuevamente, interpreta una melodía— es más difícil hacerse oír, se
requiere más técnica, pero uno se ve recompensado con la belleza de la armonía”.
El intérprete ayacuchano en Alemania, a inicios de la década de 1990. [Foto: archivo familiar]
—La cosa estaba movida. En esos años había tremendas broncas en el comedor de
estudiantes entre las distintas facciones que había en la universidad. Nosotros
estábamos tratando de descubrir la política y en una oportunidad marchamos hacia
Chosica, con la Federación Universitaria. Se produjo un enfrentamiento con la policía,
mataron a un estudiante, y uno de mis amigos recibió varios perdigonazos en el cuerpo.
Ese fue nuestro bautizo en la lucha social. El asunto es que seguimos estudiando y una
noche se produjo la intervención. La universidad terminó cerrada y fuimos a parar con
nuestros huesos al colegio Leoncio Prado, que se convirtió en un campo de
concentración. Estuvimos detenidos cerca de un mes, y después, poco a poco, nos
fueron soltando. Fueron épocas de mucha lectura, nos leíamos todos los periódicos
que llegaban de Moscú, también el Granma de Cuba, amén de todo lo que se producía
en el país. Cuando salí ya no quería ser maestro, sino antropólogo. Yo siempre he dicho
que ingresé a La Cantuta con lentes ahumados y salí con ojos dialécticos. Ahora me
doy cuenta de que mi ojo dialéctico no era marxista, sino socrático.
De La Cantuta pasó a San Marcos. La estancia ahí también fue breve. La infiltración
senderista era cada vez más notoria y “las balas corrían por todos lados”. “Era muy
peligroso —cuenta—. Además, ya me había casado con Josefina (Díaz) y había nacido
Trilce, la mayor de sus cuatro hijos (los otros son Lucero y Amaru; y Sonia, de otro
compromiso). Un día le dije a mi mujer: ‘Dejemos la universidad y dediquémonos al
arte’. Felizmente, nunca me había apartado de la guitarra y en el camino había conocido
gente, poetas y artistas, y en los restaurantes y peñas se nos fueron abriendo algunas
puertas”.
Por esa época, produjo su primer casete. “Ya no llegué al vinilo”, ríe. Lo tituló Guitarra
indígena y no pudo ser más preciso. Lo que Manuelcha Prado reunió en aquella
producción era lo que él llama “el gran soplo de la música pentatónica andina”. Música
que se formó en un proceso de muchos años a través de la fusión entre la guitarra y la
profundidad de las armonías ancestrales, hasta dar a luz algo nuevo. En 1982 ocupó el
segundo lugar en el Festival de la Canción Peruana Daniel Alomía Robles, con el tema
“Piedra en el camino”, y luego sorprendió al jurado del festival Chabuca Granda con
una canción dedicada a su hija: “Trilce”. Le dieron el primer premio. De esta manera,
llegó el concierto en el Teatro Segura, el padrinazgo de Raúl García Zárate y la
consagración.
El especialista, también puquiano, Rodrigo Montoya Rojas, autor del libro Encanto y
celebración del wayno, me dice por el teléfono: “Manuelcha logró, con extraordinario
talento, convertir la música del arpa y del violín, que era típica de la fiesta del agua en
Puquio, en una melodía de la guitarra. Era algo que nunca antes había ocurrido. Cuando
lo escuchamos en el Segura, los que conocíamos esa música, quedamos conmovidos”.
Prado baja la voz y cuenta: “Tengo una composición que se llama ‘Panorama
ayacuchano’ y la hice en la época de la guerra interna, cuando no se podía hablar
mucho. Entonces, dialogué con la guitarra”.
—Fue una época terrible para Ayacucho y todo el país… —Sí, a mí me afectó
mucho… Perdí un hermano, hasta ahora está desaparecido. Venía de Ayacucho a Lima
y no sabemos en qué circunstancias desapareció. Se llamaba Efraín Llamoca; éramos
hermanos de madre. Toda la familia se movilizó en su búsqueda, pero nadie nos dio
razón. Hace poco hubo una comisión de búsqueda de personas desaparecidas; he
tratado de averiguar, pero nada. Esas son heridas que quedan de una situación de
conflicto. Fue una época fatídica que ojalá no se repita.
—Usted ha dicho que la música ayacuchana también fue cortada por la violencia.
—Sí, antes de eso yo sentía que la música ayacuchana se erigía como la vanguardia
peruana, con muchas posibilidades de trascender. Luego nos dieron en la columna
vertebral. Se apagó el estilo, la melodía, muchos músicos migramos y hubo una
discontinuidad. Ahora estamos tratando de reconstruir lo perdido ya desde otros
lugares; yo desde Lima (vive desde hace varios años en San Juan de Lurigancho), otros
desde Cusco, y otros desde el extranjero. El peligro que veo es que nos dejemos
envolver solo por lo comercial, que eso desborde lo artístico.
—¿Un ejemplo?
—Que solo se haga música bailable y se pierda lo histórico, lo profundo.
El hombre deja por un momento la guitarra. Cuenta que, si antes había hecho un
homenaje a Vallejo, ahora anuncia para el próximo miércoles un agasajo a José Santos
Chocano, un poeta que considera olvidado. Dice que, con su hija Trilce, ha traducido al
quechua el poema “Nostalgia”, y se pone a recitar: “Hace ya diez años/ que recorro el
mundo. / ¡He vivido poco! / ¡Me he cansado mucho!”. Después ríe y dice que siempre
se ha considerado alguien que ha ido contra la corriente. Por eso se dejó crecer el pelo
sin importar lo que le dijeran los mayores. Con esa melena, ahora casi blanca, reconoce
que se parece más a ese saqra de la Virgen del Carmen.
Es, en el fondo, un diablo travieso que un día, en el colegio, decidió cambiar para
siempre su serio nombre de pila —Manuel Prado— por el juguetón Manuelcha, como
lo llamaba su abuela.
COCA QUINTUCHA
Esta frase encierra toda una vida de sufrimiento, de olvido, de lucha de penas y alegrías;
de trabajo, de marginación, de nostalgias y melancolías; de añoranza por la santa tierra.
Los migrantes preguntan en su idioma materno, a la hoja sagrada “por su suerte en
este mundo cruel”. Con la secreta esperanza de volver algún día a la tierra que los vio
nacer, porque allá dejaron enterrado su corazón, porque allá fueron felices… y que
hasta el gran José María Arguedas la solicitara para el momento de su sepelio.