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¿Por Qué Permite Dios El Mal En El Mundo?

Por Ana Jachimowicz


2ª edición revisada y corregida

1
NO ME RECONOZCO AUTORA DE ESTE LIBRO. SÓLO HE SIDO UN IMPERFECTO
CANAL PARA LA SABIDURÍA UNIVERSAL QUE DESEA EXPRESARSE A TRAVÉS
DE MÍ COMO UNA DE SUS PARCIALIDADES.

DESDE ESE LUGAR LO DEVUELVO AL UNIVERSO, CON LA ESPERANZA DE


QUE, A PESAR DE SUS LIMITACIONES, PUEDA CUMPLIR LOS FINES QUE DICHA
SABIDURÍA PERSIGUE.

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Indice
Cap. I: El mundo como manifestación de Dios ................................................ 4

Cap. II: El Misterio de Ser un Yo en un Mundo ................................................. 6


El error, testimonio de la alteridad del mundo. Las difíciles relaciones entre el
mundo y yo. Diferencia entre Yo y No-Yo. Lo No-Yo. Yo básico y Yo psicofísico. Los
otros. Un interlocutor que llamamos “Dios”. Las experiencias místicas.

Cap. III: El mal en el mundo .............................................................................. 14


El mundo como mensaje. Ciencia, Filosofía y Religión frente al mensaje del
mundo. Ciencia, Filosofía y Religión frente al problema del mal. La libertad
humana. El mal de origen humano. El mal natural. El mal como desfasaje. La
consideración alternativa de la realidad.

Cap. IV: Consideración alternativa de la propia circunstancia ..................... 21


La circunstancia física. La circunstancia psicológica. La circunstancia social. La
decrepitud. El escándalo de la muerte. La enfermedad. ¿Un Dios bueno, poderoso
y sabio? Giro copernicano.

Cap. V: A la búsqueda del paraíso perdido....................................................... 33


La caída. El relato bíblico. La dualidad. A la búsqueda del paraíso perdido. Un
cuerpo sano y eficiente. Ansia de perdurabilidad. Recorrer el espacio y el tiempo.
Comunicarse a distancia. La civilización del confort. El afán de poder. La
curiosidad: la búsqueda del Tú en el Ello. La póiesis o creación de mundos. Una
fantasía teológica. La necesidad de diálogo. La capacidad de diálogo y la libertad.
El encuentro. El ocultamiento. La intuición de Dios. La búsqueda de la felicidad. El
paraíso recuperado. Conclusión.

Cap. VI: El porqué de la deficiencia ............................................................... 58


El porqué de la deficiencia, según el Génesis. Las ventajas de un mundo
defectuoso. La falibilidad humana. La excepción a la regla. La locución divina.
Autodesconocimiento. Locus ontológico del error. La libertad humana. El “Tú”
imprevisible. La libertad divina. Alienación divina, alienación humana.
Individualización y mal. El mal surge con la parcialización de la conciencia.

Cap. VII: Necesidad o contingencia de este universo ................................... 77


Dios y la necesidad o contingencia de este universo. Aporía divina. Dios y las
determinaciones. Necesidad o contingencia de esta configuración particular del
mundo. La contingencia como requisito de todo diálogo auténtico. El gran porqué.
La persona divina. La conjunción Ser / No-Ser. Dios y la temporalidad. Las
diversas vertientes de la historicidad divina.

Cap. VIII: Propuesta de conclusión .................................................................. 91


El mal de origen humano. El mal de origen no humano. Tat tvam asi.

Epílogo, por el Prof. Walter Gardini ................................................................ 94

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CAPÍTULO I
EL MUNDO COMO MANIFESTACIÓN DE DIOS

Dios existe.
Dios no existe.
La sustancia del mundo es material.
La sustancia del mundo es espiritual.
El azar rige al universo.
Una inteligencia rige al universo., etc., etc.

Quizás nunca nos detuvimos a pensarlo, pero sin saber porqué, adherimos
en cada caso a alguna de estas afirmaciones y no a su contraria. Y no sólo eso:
quienes comparten la creencia en alguna o varias de ellas evidencian una actitud
básica similar ante la vida. Por ejemplo, reaccionarán distinto frente a una
adversidad quienes consideren que todo es fruto del azar que quienes vean en
ella un designio divino.

Este tipo de proposiciones –de máximo nivel de generalidad- constituye la


trama fundante, consciente o inconsciente, de nuestras creencias. Por su situación
axiomática, no pueden ser racionalmente demostradas, y sin embargo colorean
con su matiz peculiar todos nuestros pensamientos, sentimientos, actitudes,
acciones, opiniones y decisiones: en suma, nuestra vida entera. Explícita o
implícitamente, todos hemos optado por alguna o varias de ellas, estructurando,
de esta forma, nuestra particular cosmovisión.

Quien haya presenciado o protagonizado alguna vez una discusión entre un


ateo y un creyente estará de acuerdo conmigo en que dichas discusiones pueden
terminar de cualquier forma, salvo con el convencimiento del uno por parte del
otro.

Es que nuestro mecanismo de adhesión a los axiomas de máxima


generalidad acerca de la estructura de la realidad y que van a regir nuestra vida
cotidiana o es un acto racional, sino un acto de fe. La fe no puede ser
discursivamente demostrada, sino sólo intuitivamente vivenciada. Nuestras
convicciones más fundamentales se constituyen en puntos de partida de ulteriores
razonamientos, pero no pueden ser ellas mismas demostradas por razonamiento.

Mas lo notable es que ello no disminuye un ápice su efectividad. Por el


contrario, nos aferramos a ellas con uñas y dientes, y aún a veces hasta damos la
vida por dichas convicciones. Recordemos cuántos y cuántas han muerto sin
abjurar de su fe en las arenas de Roma o en las hogueras de la Inquisición.

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No nos detendremos aquí a considerar el proceso genético por el cual
algunos adhieren a una creencia y otros a otra. Apuntemos sencillamente que
dicho proceso resulta de condiciones psicológicas, familiares, sociales e históricas,
de la sensibilidad y de la intuición propias de cada quien, y de factores
imponderables relacionados con nuestra libertad esencial.

Una vez precisado entonces, el carácter axiomático, y por lo tanto


definidamente indemostrable, de dichas certezas vitales básicas, quiero declar
que, en cuanto a mí, me resulta evidente y creo profundamente que:

El mundo, en su infinita diversidad y complejidad, es la manifestación de


una inteligencia y un poder superiores a los nuestros. El Universo
testimonia la existencia de otro dimensionlmente diferente a él, de quien
constituye la expresión.

Esta postulación, que sé inverificable tanto experimental como


deductivamente, acompaña constitutivamente todos los actos de mi vida. Podría
descalificarla por no ser racional, pero prefiero, por el contrario, reconocer la
limitación de la razón respecto de las cuestiones de máxima generalidad, con el
agravante de que dichas cuestiones me son vitalmente ineludibles. No puedo vivir
sin haber tomado partido –así sea difusamente- por la existencia o no existencia
de Dios, por la primacía del azar o del orden causal en el mundo, etc. Busque
cada cual en su corazón y hallará su respuesta.

Permítaseme denominar “intuición” a esta facultad que me proporciona


conocimientos inmediatos, en este caso de máxima generalidad y vitalmente
imprescindibles. No pretende, como la razón, la universalidad intersubjetiva, sino
que mora en la profundidad de lo interior.

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CAPÍTULO II
EL MISTERIO DE SER UN YO EN UN MUNDO

El Error, Testimonio de la Alteridad del Mundo

El mundo, en su despliegue, resulta inteligible para nuestro entendimiento:


el hombre descubre que puede comprender las leyes que rigen el funcionamiento
de la realidad. Sobre esta base ha desarrollado, desde los albores de su historia,
las diversas ciencias, con suerte variable respecto a su grado de efectividad.

Pero bien podría suceder, como lo propone el idealismo, que el propio


sujeto cognoscente proyectara sus estructuras fuera de sí, para luego volverlas a
encontrar como categorías objetivas ajenas a sí mismo. En este caso, el mundo
no sería realmente distinto de nosotros mismos. La conciencia, al formular las
leyes científicas, estaría expresando su propia estructura formal, pues no se
explica el idealismo cómo podría la conciencia “salirse de sí” para captar algo
fuera de ella misma.

La historia de la ciencia constituye para el idealismo –y suscribo dicha


opinión- el desarrollo progresivo de la conciencia frente a sí misma, la toma de
conciencia cada vez mayor del espíritu por sí mismo. Pero lo que justamente
deseo destacar es que el desarrollo del corpus científico es histórico: no surge
perfecto y acabado de una vez para siempre, sino que se desenvuelve
progresivamente, superando sus errores en un proceso que parece no tener fin.

Si hubiera una identidad absoluta entre la conciencia y su objeto de estudio,


la ciencia estaría ya siempre ahí, total, surgida “como de un pistoletazo”. Sin
embargo, no es así cómo sucede. La ciencia es una tarea de autocorrección
constante, en la que siempre hay lugar para la sorpresa, la novedad o el
descubrimiento inesperado que relega lo anterior al estatus de “erróneo”.

El error constituye el testimonio de un hiato, una fisura entre la conciencia y


su objeto de estudio. Su existencia garantiza la alteridad del mundo respecto de la
conciencia individual. Intuyo que existe una inteligencia que se expresa a través
de la naturaleza. Mi intelecto puede captarla y formularla. Sin embargo, al hacerlo,
a veces se equivoca; esta falla, esta interferencia, este “ruido” en la comunicación
me está señalando la presencia real de otro.

Decía Martín Buber que la prueba de que un diálogo interpersonal había


sido auténtico era la presencia en él de lo imprevisto. En nuestro caso lo
novedoso, bajo la forma del inesperado error, constituye la prueba de que el
diálogo entre el mundo y la conciencia individual es realmente tal. Para expresarlo
desde una cosmovisión espiritual: Dios y el ser humano se encuentran en un

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lenguaje común en la naturaleza, pero como en todo diálogo auténtico, en éste
también hay lugar ¡y mucho! para la sorpresa.

Las Difíciles Relaciones entre el Mundo y Yo

Yo soy. Yo existo. Así dude de todo lo que hay en el mundo, no puedo dudar
de mi propio ser. Este basamento, firme como una roca, fue paradigmáticamente
establecido por Descartes.

Ahora bien, puede suceder que el pensar, firmemente establecido en dicha


certeza, encuentre que ya no puede salir de ella: nada en el ámbito delo exterior al
yo le parece confiable en cuanto al autosustentamiento del propio ser.

1. El mundo como creación de la conciencia individual.


Contra la existencia de otro distinguido de la conciencia, se podría
argumentar que ésta pone fuera de sí la realidad, a la manera del Yo
Absoluto de Fichte. Este autor afirma la absoluta primacía del Yo, el cual, al
ponerse a sí mismo en un acto de libertad absoluta, pone simultáneamente
la oposición a sí mismo. Es decir, el Yo Absoluto se crea a sí mismo y al
mundo.

Este Yo tan poderoso queda luego sin embargo aprisionado en la trama que
él mismo construyó.

Ciertos yoguis o místicos afirman haber trascendido estas coordenadas


espacio-temporales, y aún la distinción Yo / No-Yo, que según Fichte, el Yo
se auto-impone, pero sus experiencias, además de ser intransferibles,
pueden ser calificadas de muchas maneras, salvo la de sencillas de lograr...
Si permanecemos en la perspectiva fichteana, todo sucede como si el Yo se
hubiera preocupado por bloquear todos los caminos que pudieran conducir
al reconocimiento de su propia naturaleza. Además, el hecho de poder salir
del mundo cotidiano ni prueba ni invalida que éste sea obra mía.

¿Por qué el Yo se ocultaría a sí mismo todo este procedimiento, que debe


ser laboriosamente redescubierto por el trabajo reflexivo del filósofo o la
praxis del místico, no acompañados, por cierto, por la inmensa mayoría de
los demás yoes existentes? El estado en que cada yo se encuentra siendo
es el de opacidad respecto de la auto-postulación del Yo y de lo No-Yo. Yo
no tengo conciencia de haberme creado ni de mantenerme a mí mismo/a ni
al mundo. ¿Cómo y por qué se produciría este ocultamiento? Resulta difícil
imaginar una conciencia que se crea dificultades para aprehenderse a sí
misma; estaría actuando prácticamente como un otro respecto de sí.

2. El mundo como creación no consciente del yo.

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Sólo existo yo. Solipsismo radical. Yo mismo creo y sostengo el mundo
inconscientemente, del mismo modo como lo hago con las distintas
funciones fisiológicas (digestión, circulación, secreciones internas y demás
órganos y sistemas), o en el sueño, donde creo mundos que se me
aparecen como reales y distintos a mí.

El argumento cartesiano del sueño es racionalmente imbatible. Para salir de


él, Descartes tuvo que apelar al principio de razón suficiente, destacando la
presencia en mí de la idea de Dios. Detecto en mí la idea de Dios; no la
pude haber imaginado, porque no puedo imaginar algo ónticamente
superior a mí; por lo tanto, esa idea proviene de algo que tiene por lo menos
su mismo rango óntico, y ese algo sólo puede ser Dios mismo. De allí que
Dios existe, y como Dios es infinitamente bueno, no puede ser que me
engañe haciéndome caer en la ilusión de un mundo que me rodea pero que
no existe. En consecuencia, también existe el mundo exterior como distinto
de mí.

Esta deducción se basa en la aplicación del principio de razón suficiente.


Este es un principio de funcionamiento de la razón. Pero ¿quién me
garantiza de que sea válido a nivel inconsciente? ¿Cómo podría, desde esa
punta del icebeg que es mi yo consciente, dictaminar las leyes que rigen el
funcionamiento de mi hiperpoderoso e hiperinteligente inconsciente? Todo
lo que la conciencia toca, al modo del rey Midas, lo convierte en objeto de
conciencia. Por definición, por lo tanto, no puedo formular nada acerca de
mi inconsciente: al observarlo desde la conciencia, ya entra en el ámbito de
la misma.

Además, un inconsciente que pudiera crear y mantener un mundo tan


complejo como el que nos rodea sería tan ajeno a mí como una deidad.

En suma, no puedo demostrar que la idea de Dios no sea una creación de


mi propio inconsciente. Si mi inconsciente es capaz de crear el universo,
¿por qué no sería capaz de crear la idea de Dios? Y héme aquí, de vuelta,
inmersa en el solipsismo absoluto, a solas conmigo misma. La tesis
solipsista es racionalmente irrefutable.

Una idea similar, pero partiendo desde la pluralidad de los yoes, es la del
Inconsciente Colectivo de Jung. Lo inconsciente crea la conciencia a partir
de sí mismo. Pero al ser inconsciente actúa como un otro respecto de mí
mismo/a.

Y sin embargo, en mi fuero íntimo, estoy convencida de la existencia de lo


otro y de los demás, y actúo en consecuencia. Es que el Yo, por ser Yo,
discierne entre Yo y No-Yo. El Yo consiste, propiamente, en ser un “desde
aquí” que se distingue y prioriza respecto de todo lo demás.

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La elección entre confiar o no confiar en la realidad de dicha distinción
constituye un acto de fe. La razón no puede terciar, pues la distinción Yo /
No-Yo es previa a ella misma.

Me encuentro siempre ya instalada en la diferencia Yo / No-Yo.

Cuestionar desde el Yo la realidad del No-Yo en cuanto tal, como lo hace el


solipsismo, es metodológicamente improcedente, pues ambos son
inseparables como las dos caras de una misma moneda.

A partir de allí, la alteridad del No-Yo puede ser experimentada de múltiples


maneras. La relación entre ambos términos (Yo y No-Yo), puede adoptar mil
modalidades diferentes.

3.El mundo como manifestación de otro ónticamente inferior a mí.


Algunas concepciones consideran que el mundo es manifestación de otro
distinto, pero ónticamente inferior a mí.

Para el materialismo, por ejemplo, el universo está íntegramente compuesto


de materia, la cual es autosustentante, eterna, y se nos aparece siempre
integrando alguna configuración. Esta materia, carente en sí de conciencia
y/o de inteligencia, se organiza por obra del azar en formas cada vez más
complejas (minerales, vegetales, animales, seres humanos, etc.) generando
la aparición de cada vez más conciencia en el mundo.

Pero, algo ininteligente, ¿puede ser la causa de algo inteligente? Algo


inconsciente, ¿puede ser la causa de algo consciente?

Si consideramos que la inteligencia y/o la conciencia representan un plus


cualitativo respecto de sus respectivas carencias, el principio de razón
suficiente obliga a una respuesta negativa. Es decir que, o bien renegamos
de la validez universal de dicho principio, o bien sostenenmos que el mundo
es producto de algo igual o superior a él. Y en el mundo hay conciencia y
hay inteligencia.

Diferencia entre Yo y No-Yo

¿Cómo distingo entre Yo y No-Yo? Procedamos al recogimiento interior


para intentar percibir nuestro ser más profundo y verdadero.

“Yo” soy un “desde aquí” íntimo, una familiaridad de ser; una perspectiva
desde dónde percibo el universo. Yo soy mi dato más inmediato: el centro de la
experiencia de ser.

Yo soy un foco de patencia de ser, lugar del ser del mundo.

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En Mí confluyen y se diferencian el Yo y lo No-Yo: Yo soy el locus
apparitionis del mundo como experimentado. Soy un foco de ser, desde el cual el
mundo es.

No-Yo es lo distinto de Mí: es aquello de lo cual Yo me distingo. Es aquello


que adopta distintas formas de ser, mientras qye Yo soy puro y simple ser. El
mundo se compone de múltiples formas, cualidades, determinaciones o modos de
ser (sonidos, olores, gustos, colores, figuras, rugosidades y suavidades, conceptos
de toda índole, sentimientos, los demás, mis sueños, etc.)

Yo, en cambio, simplemente soy.

Esa interioridad de ser que soy está siempre ahí. Yo acompaño siempre los
fenómenos, “estando ahí”, pero sin confundirme con ellos. Nada puede predicarse
de Mí; ninguna determinación, ninguna característica, pues Yo estoy siempre “un
paso más atrás”, como testigo o lugar de lo fenoménico.

En este nivel de realidad que habitamos nunca se da el Yo solo o lo No-Yo


solo. Siempre aparecen simultáneamente. Son inseparables como las dos caras
de una misma moneda; son mutua condición de posibilidad, pero a la vez lo más
opuesto que se pueda imaginar. Este mundo se caracteriza por la aparición
conjunta de Yo y No-Yo. Toda priorización o jerarquización ontológica del uno
sobre el otro cae en el ámbito de la especulación teórica.

Experimentamos en nosotros la paradoja del ser simultáneo de lo


indeterminado (Yo) y lo determinado (No-Yo). Yo aparezco como el acompañante,
testigo o “trasfondo” de todos los fenómenos.

Lo determinado, además, cambia. Las configuraciones se van sucediendo


unas a otras. El mundo de las formas es, también, el mundo de lo efímero. Del Yo,
o lugar de aparición de dichas formas, no puedo decir que cambie, pues no puedo
predicar de él ninguna característica que pase a ser otra. Puedo fantasear con su
aniquilación o su expansión a conciencia universal, pero ambos caen fuera de lo
experienciable en este nivel de realidad.

Lo No-Yo

¿Cómo reconozco lo que no es Yo?

Lo No-Yo es lo que aparece para Mí, es decir, lo que es pasible de ser


observado, considerado, percibido o captado por mi Yo básico. Puede estar o no
actualmente atencionado, pero nunca puede “cruzar la barrera” y volverse Yo-
perceptor. Está siempre del lado de lo observado. Consideremos un caso
cualquiera: una piedra, por ejemplo. La piedra siempre aparece para Mí, para mi
Yo. Por definición, nunca sabré cómo es la piedra “en-sí”, independientemente de

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todo observador. El solo identificarla como “piedra” ya requiere de un Yo
conceptualizador. A semejanza del legendario Rey Midas, que todo lo que tocaba
lo convertía en oro, Yo transformo en “para-Mí” todo aquello con lo cual Me
relaciono.

Lo No-Yo se caracteriza por aparecer siempre para-Mí: nunca en-sí.

Yo Básico y Yo Psicofísico

Existen ciertas determinaciones a las que el Yo básico parece estar más


ligado que a otras. Les atribuye Yoidad, un contagio de su propia esencia, hasta
llegar al punto de no poder distinguirse de ellas. Se trata, por ejemplo, de mi
cuerpo, mis pensamientos, mis sentimientos, mis sueños, mis propósitos, mis
ideas, etc. Yo puedo estar enojada, pero también puedo observar ese enojo mío.
Puedo estar enamorada, pero también puedo observar ese enamoramiento mío,
etc.

Llamaremos “yo psicofísico” o “ego” a ese conjunto de propiedades que se


caracterizan por una suerte de labilidad y “contagio mutuo” entre Yo y No-Yo. Se
presentan como modalizaciones del Yo que éste vive en su intimidad pero que,
como tales, participan también de lo No-Yo. En el lenguaje cotidiano, abarca todo
aquello a lo que le antepongo el adjetivo posesivo “mi”: mi cuerpo, mi edad, mis
sentimientos... Pero también: mi casa, mi coche, mi hijo, mi país, etc. Se trata de
un sector de lo No-Yo con el cual Yo tiendo a identificarme, constituyendo el “yo
psicofísico” o “ego”. Cuando el Yo focaliza su atención mayoritariamente hacia lo
No-Yo, estas determinaciones tienden a aparecer como en-sí. Pero, a poco que
reflexione sobre ello, centrando mi atención sobre Mi ser verdadero, percibo que
son para-Mí.

Cuando me observo a mí mismo / a, al hacer introspección, se produce la


distinción entre un Yo que observa y un yo que es observado. El Yo que observa
puede ir colocando sucesivas partes del yo bajo el foco de la conciencia. Pero
siempre permanece un “residuo” percipiente que nunca puede “pasar del otro
lado”: ése es el Yo básico, Yo-desde aquí, Yo-lugar de ser, Yo-soy o Yo-ser, al que
distinguimos en este texto mediante la grafía inicial mayúscula.

El yo psicofísico es una configuración, un conjunto de determinaciones y,


como tal, es cambiante. Del yo-básico ya hemos visto que no tiene sentido afirmar
que cambie, pues no presenta forma alguna que pueda trans-formarse.

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Los Otros

Dentro de la imponderable variedad de lo No-Yo, existen determinadas


configuraciones que tienen para Mí una especial forma de ser. Yo las comprendo
en su interioridad y me siento a la vez íntimamente comprendido por ellas. Cuando
esto sucede, intuyo que me encuentro ante la presencia de otro Yo, otro foco de
patencia de ser. Se establece la relación del diálogo, tan acabadamente
estudiadda por Martin Buber. El diálogo podrá componerse de rosas o de espinas,
pero su posibilidad misma se fundamenta en la vivencia de una identidad de ser.
La experiencia del diálogo no sería posible sin la percepción de la presencia de un
otro.

El concepto clave aquí es el de respuesta. Al Yo invocar los entes, éstos me


responden, cada cual a su manera, o bien no me responden nada. Invocar es
interpelar lo No-Yo en busca de respuesta. Responder es dirigirse un Yo a otro Yo.

Yo soy. Lo No-Yo es para-Mí. Los Otros, además de ser para-Mí, en el


diálogo, son hacia-Mí.

Me invocan, Me señalan, Me apuntan, Me ponen en evidencia. Se tornan


hacia Mí, solicitándome una respuesta en comunión dialógica. Dichas formas de lo
No-Yo, por las cuales Me siento reconocido como Yo, adoptan el modo de ser no
sólo para-Mí, como el resto de lo No-Yo, sino también hacia-Mí. Al señalarme
como Yo, se revelan como Otros hacia-Mí, como Tú, en lenguaje buberiano. Y, en
este nivel de realidad, el Yo-básico construye el yo-psicológico para responder a la
apelación, al llamado, en el mundo de lo determinado.

Sentirse llamado. He aquí otra experiencia fundamental de la que ni la


razón ni los sentidos pueden dar cuenta. Lo percibo por una intuición especial. La
intuición o contacto directo, sin intermediarios, es en general el modo en el que el
Yo-básico testimonia de lo No-Yo, o, dicho de otra forma, en que mi en-sí
experimenta la presencia de lo para-Mí. Por otro lado, “sentirse llamado” esla
forma peculiar en que Yo experimento la presencia de lo hacia-Mí.

Un Interlocutor que llamamos “Dios”

El sector de lo No-Yo percibido como Otro –o como Tú- varía de un Yo a


otro.

Habrá quien, a la manera de San Francisco de Asís o de Konrad Lorenz, se


comunique con los animales, quien con las plantas, o aun quien encuentre su
interlocutor en el mundo que nos enseñaron a llamar “inanimado”, como el escultor
al dialogar con el mármol o el granito o el tallista con las piedras preciosas. Entre

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los seres humanos, el misterio de las afinidades determina el acercamiento o
alejamiento de los Yoes entre sí.

En cuanto a mí, he afirmado antes que me resulta evidente y creo


profundamente que el mundo, en su infinita diversidad y complejidad, es la
manifestación de una inteligencia y un poder inconmensurablemente superiores a
los nuestros. Para mí, el universo que perciben nuestra mente y nuestros sentidos
testimonia la existencia de un Otro dimensionalmente diferente a él.

Me encuentro viviendo en un mundo al que puedo eventualmente modificar,


pero cuya existencia y leyes de funcionamiento no son obra mía. El saber
acumulado por generaciones a nivel del lenguaje lo sugiere cuando se refiere al
universo como “lo dado”, o cuando hablamos de los “datos” dela realidad. El
mundo me es dado como un don, un regalo que remite a un dador. ¿Quién me ha
puesto el mundo ahí, al alcance de mi mano y de mi mente, para que lo disfrute, lo
mejore o lo destruya? Vivenciar el mundo como don remite a un dador y de allí al
diálogo entre éste y los seres humanos.

Desde que la humanidad es tal, parte de sus miembros ha percibido la


presencia de este peculiar interlocutor. Tradicionalmente, nuestra cultura lo ha
llamado “Dios”, y así lo nombraremos aquí también. Entiendo esta especial
interlocución a la manera de Buber: Dios pone mi circunstancia, y yo respondo con
mi conducta.

Las Experiencias Místicas

Cabe señalar que existe otra modalidad de experiencia dialógica además


de la mencionada, a saber: las experiencias místicas. En todas las culturas, a lo
largo de la historia de la humanidad, algunos seres refieren haber vivenciado
contactos directos con Dios. En una lista a todas luces incompleta, podemos citar
a Abraham, Moisés, Jesús, los profetas, Mahoma, los santos cristianos, Shri
Ramakrshna, Rumi, etc.

Dichas experiencias místicas, a pesar de sus múltiples diferencias,


presentan por lo menos una característica en común: son intransferibles e
irreproducibles para su comprobación intersubjetiva.

Nos limitaremos por lo tanto a señalar su existencia, registrando su


aparición en todas las civilizaciones del mundo y la trascendencia de su impacto
transformador en quienes la vivencian.1

1
La perspectiva dialógica del mundo a la que hicimos referencia más arriba tampoco se puede transferir,
siendo también, en ese sentido, una experiencia mística. Pero es, si se quiere, más accesible “al común delos
mortales”, pues sólo requiere una cierta actitud de “apertura receptiva” hacia el mensaje del mundo. No es
comunicable intersubjetivamente, pero es en cierta medida “contagiosa”.

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CAPÍTULO III
EL MAL EN EL MUNDO

El Mundo como Mensaje

Queda claro, entonces, que nos situamos en una perspectiva creyente,


afirmando la existencia de Dios –para utilizar un término consagrado por la
tradición occidental-, entendiendo por tal un poder y una inteligencia superiores a
los nuestros, que se manifiestan a través del mundo.

El mundo, así entendido como obra divina, testimonia la voluntad de diálogo


de Dios. Dentro de este enfoque dialógico, que reconoce su antecedente en Martin
Buber, el mundo aparece como un mensaje a interpretar, una clave a decodificar.

Ciencia, Filosofía y Religión frente al Mensaje del Mundo

La actitud científica también considera al mundo como un mensaje a


decodificar.

Pero la ciencia, para ser tal, debe limitarse a describir cómo suceden las
cosas, cómo se encadenan los acontecimientos unos a otros en la modalidad de
causa a efecto. Para ello, utiliza como herramientas de investigación la razón y los
sentidos.

La filosofía, por su parte, reflexionará acerca de las condiciones generales


de toda experiencia, la estructura básica de los distintos tipos de fenómenos. Su
principal instrumento de trabajo será la razón y, subordinados a ella, los sentidos.

Pero al inquirir, el ser humano no queda satisfecho por ninguno de ambos


tipos de respuesta: se sigue preguntando no sólo cómo, sino por qué y para qué
suceden las cosas. Y aquí, su reflexión y su vivencia se tornan espirituales. A la
razón y a los sentidos se les agrega el alma.

Quisiera ilustrarlo retomando una metáfora cara al Renacimiento. La ciencia


renacentista instaba a “leer el libro de la Naturaleza”, al cual consideraba “escrito
con caracteres matemáticos”. Desarrollando esta imagen, podríamos agregar que

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a la filosofía le tocaría desentrañar la naturaleza del papel y dela tinta con los
cuales está escrito el libro, así como el mecanismo de nuestra visión y lectura del
mismo. A la religión, en cambio, le cabría pronunciarse acerca de quién escribió el
libro y porqué.

Ciencia, Filosofía y Religión frente al Problema del Mal

Determinados hechos en el mundo, como por ejemplo las guerras, las


matanzas, la enfermedad, la decrepitud, la muerte, la injusticia, la intolerancia, el
odio, las catástrofes naturales, los accidentes, las malformaciones congénitas,
etc., nos provocan sufrimiento y angustia, así como sentimientos de rebeldía e
impotencia.

Frente a esta situación, ¿qué nos cabe esperar de las tres actitudes
mencionadas más arriba?

La ciencia se limitará a describir los hechos naturales o humanos,


develando su intrincada trama causal. Se abstendrá de formular juicios de valor
acerca de su objeto de estudio. Como debe ser moralmente neutra para cumplir
con los requisitos de imparcialidad y objetividad, la ciencia, frente a un
determinado fenómeno “A”, tiene por misión explicarlo, es decir, relacionarlo con
otro fenómeno “B” en una relación específica denominada “relación causal”. Si se
cumple que, cada vez que sucede “B”, entonces sucede “A”, diremos que “B” es la
causa de “A”. El universo aparece como un gigantesco mecanismo
determinísticamente ordenado. La visión científica, en última instancia, remite el
fenómeno “A” a series infinitas de causas que confluyen en él.

La filosofía se ocupará de analizar en qué consisten exactamente estos


hechos que llamamos “negativos” o “malos”: cuáles son los rasgos característicos
englobantes que nos los hacen reconocer como tales y las distintas modalidades
en que los podemos clasificar. También estudiará los tipos de actitudes básicas de
los seres humanos frente a dichas circunstancias.

En general, las concepciones no espirituales del universo no necesitan dar


cuenta de los acontecimientos negativos. Los describen, los analizan, los
relacionan entre sí, inclusive los modifican, pero no se preguntan por qué están
ahí ni para qué suceden.

Por el contrario, las cosmovisiones que postulan un principio creador y


organizativo del universo, distinto del mero azar - las concepciones espirituales en
general y las religiones en particular- no pueden conformarse con describir el
fenómeno particular, explicarlo o aún dilucidar su esencia, como la ciencia y la
filosofía: se ven en la obligación (en el brete...) de comprender el sentido de lo
negativo. Deben aceptar el desafío de rendir cuenta de la existencia del mal en el
mundo.

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Para una concepción espiritual, el mundo está teleológicamente ordenado:
las series causales explicativas se agrupan alrededor de grandes líneas directoras
de sentido, que se trata de descubrir. Reconnoce la confluencia de series causales
en un hecho determinado, pero a la vez intenta develar, en un plano superior, el
ordenamiento direccional que las entreteje. No niega el determinismo, sino que lo
supera integrándolo.

La Libertad Humana

El ser humano se propone metas u objetivos y ordena voluntariamente sus


acciones a fin de cumplirlos. En este sentido es libre.

No lo hace eludiendo milagrosamente la cadena de las causas, sino que,


conociéndola, la utiliza para el logro de sus fines. Por ejemplo, cuando quiso volar,
desplazarse por el aire, no infringió para ello la ley de la gravedad que lo adhería
al suelo, sino que, por el contrario, la puso a su servicio, ingeniándoselas para
elevar y movilizar el peso de un avión.

También los animales ordenan teleológicamente sus acciones. Por ejemplo,


al suministrar a determinadas larvas un alimento especial, la jalea real, las abejas
provocan que éstas, en lugar de dar nacimiento a abejas obreras, se desarrollen
como reinas.

La diferencia que observamos en este aspecto entre el ser humano y los


demás animales radica en que, generación tras generación, una misma especie
animal tiende siempre hacia los mismos objetivos a cumplir, mientras que el ser
humano los varía históricamente, no sólo de una civilización a otra o de una
generación a otra, sino en el transcurso de la propia vida individual. Mis objetivos
actuales no son los mismos que los de mis padres o los de mis coetáneos; incluso
difieren de los que yo misma tenía hace diez o veinte años, ¡o el año pasado!

No puedo vivir sin proponerme metas, sin un proyecto vital. Tanto a nivel
individual como grupal o social, las cosas son, para el ser humano, aquello que
significan. Explícito o implícito, inmanente o trascendente, grandiosos o minúsculo,
todos los seres humanos rigen sus vidas según un fin jerárquicamente superior
que estructura los fines subordinados. Este fin privilegiado será, para algunos,
“servir a Dios”, para otros “servir a los demás”, “servirme a mí mismo”, “a mi
patria”, “a mis hijos”, “a mi cuerpo”, etc.

En el mundo, mis sentidos y mi razón sólo perciben series causales


determinísticamente ordenadas. Pero mi voluntad, que las ordena para realizar los
fines que mi libertad le propone, percibe por analogía la presencia de otras
voluntades que a su vez operan sobre las series causales, con vistas a algún
objetivo.

16
El ser humano, ese formidable creador de sentido, reconoce a otros
forjadores de sentido cuando los encuentra: en este nivel, los demás seres
humanos y, a nivel cósmico, ese misterio llamado “Dios”. Quienes no lo perciben
proclaman consistentemente la “falta de sentido”, el absurdo del universo. Esa
postura es perfectamente válida y plausible, (aunque resulta difícil, desde ella,
explicar, por ejemplo, la “simple” coloración de las alas de una mariposa o la
delicada armonía de una flor). La sola presencia de la belleza en el Universo, valor
superfluo desde el punto de vista de la utilidad, obliga a dirigir la mirada hacia un
Autor con quien compartimos una cierta afinidad de lenguaje.

El Mal de Origen Humano

Dijimos, entonces, que el ser humano se reconoce libre en su posibilidad de


postularse metas.

Claro que en el interjuego de las múltiples libertades, éstas se coartarán


mutuamente. Pero ello no falsifica, sino más bien confirma, la esencial libertad
humana: al experimentar libertades que se oponen a la mía, verifico la existencia
de ambas.

Entre los objetivos que puedo elegir, los hay éticamente buenos y
éticamente malos. Y así el ser humano se ha convertido en causa de gran parte
del bien y de gran parte del mal que existe en el mundo. Como en este trabajo nos
preocupa el tema de lo negativo, nos centraremos en él, señalando que el ser
humano, no a otro sino a sí mismo debe atribuir las guerras, las matanzas, la
violencia en general, la injusticia social, la mentira, la intolerancia, el odio y demás
males que nos infringimos unos a otros.

Denominaremos “mal ético” o “mal de origen humano” a aquella porción del


mal cuya existencia se origina en la libertad del ser humano.

Desde la óptica de una visión espiritual, debemos preguntarnos: ¿por qué


ha creado Dios al ser humano con la capacidad de hacer el mal, de ocasionar a
sabiendas sufrimiento a sí mismo y a sus semejantes? Es, obviamente, el precio
de la libertad humana. Pero, ¿por qué quiere Dios que el ser humano sea libre?

El Mal Natural

Hay sin embargo, un ámbito de aparición de lo negativo que no es atribuible


a la responsabilidad humana: el de la naturaleza, en la que la enfermedad, la
decrepitud y la muerte son concomitantes a la vida. Y nuevamente toda visión
teísta de la realidad debe intentar una respuesta, pues si Dios crea lo natural, ¿por
qué lo crea “con errores”, como por ejemplo las diversas deficiencias congénitas

17
físicas o mentales? ¿Cómo insertar en un contexto significante las catástrofes
naturales, en las que la furia de los elementos causa muerte y destrucción?

¿Cuál es el sentido del sufrimiento humano, cuando no es causado por el


propio ser humano?

¿Cuál es el sentido del sufrimiento en general, sea o no de origen humano?

El Mal como Desfasaje.

Porque si el mundo es un mensaje a decodificar, el mal también debe tener


un sentido. Constituye un problema, porque el mal es en general lo que se opone
al ser, lo que se opone a la subsistencia o desarrollo de lo que hay, y no resulta
comprensible un Dios que destruye lo que El mismo crea.

La existencia del mal –humano o natural- remite, en primer lugar, a la finitud


del hombre y del universo. Un universo de formas efímeras a las que nos
apegamos, sufriendo luego por su desaparición. Un universo en el que la violencia
ocupa un lugar por derecho propio, ya que para subsistir, los seres vivos necesitan
de la destrucción de otros seres vivos. No sabemos si todos los protagonistas de
este drama lo viven comotal, pero los seres humanos sí lo percibimos así, y la
conducta de los animales más evolucionados también testimonia conciencia de
sufrimiento.

El mundo de lo determinado aparece maravilloso en su complejidad, belleza


y estructuración, pero también constitutivamente transido de negatividad. Y eso, a
los seres humanos, nos molesta. ¿Por qué Dios permite que el mal no sólo se
cuele, sino que integre estructuralmente el mundo de las formas?

El mal se opone, en primera instancia, a lo perfecto. Y ¿qué es la


perfección? Etimológicamente: lo completo, lo terminado, aquello a lo cual no le
falta ni le sobra nada para realizar su ser en grado máximo. Cualquier cambio lo
tornaría imperfecto. Así, por ejemplo, una rosa perfecta será aquélla que posea en
grado sumo las características que conforman la esencia de “rosidad”. Si variamos
imaginariamente su color, forma, aroma, etc., nos iremos alejando
progresivamente de la rosa ideal, pasando por rosas imperfectas, hasta que, en
determinado momento, no nos hallaremos más frente a una “rosa”, sino frente a
otro tipo de objeto.

El mal surge siempre de una consideración alternativa de la realidad.

Cuando decimos que algo está “mal” queremos significar –Perogrullo


mediante- que no está “bien”. Este “bien” hace referencia a un estado del objeto
que en ese momento es irreal, a saber:

18
-un estado anterior del hecho u objeto en cuestión (por ejemplo, un jarrón
sano respecto a su estado actual de jarrón roto).

-el estado de otros miembros de la misma clase (por ejemplo, niños


considerados “normales” respecto de un chico parapléjico de nacimiento).

-un estado absolutamente inexistente (por ejemplo, el estado final de una


escultura sobre la cual un artista está trabajando, cuyo estado actual no lo
satisface, aunque no tiene una idea exacta de adónde lo llevará su labor creativa).

-un estado ideal (el ejemplo anterior de la rosa y la “rosidad”).

Llamamos “mal” al defasaje existente entre el hecho u objeto concretos y lo


que consideramos su máxima plenitud de realización.

Por ejemplo, las enfermedades congénitas (agudas, crónicas o congénitas)


son consideradas males porque nos impiden, temporaria o definitivamente,
realizar determinadas funciones que hacen a la plenitud del ser humano. Cuanto
mayor sea la cantidad de funciones suprimidas y la duración de la inhabilitación,
más grave será la enfermedad, y, por lo tanto, el mal padecido. Si ambas variables
siguen aumentando, en un momento dado el enfermo perderá incluso su condición
de ser humano.

También el dolor es un mal, a pesar de su función de alerta; mi estado ideal


incluye, por supuesto, el bienestar físico.

Asimismo, solemos llamar “mal” al adversario, al obstáculo que se opone a


mi voluntad, impidiéndole realizar el objetivo ideal propuesto por mi libertad.

El mal es la distancia que separa lo real delo ideal; llevado a su máxima


expresión, implica la aniquilación del ente que lo padece.

La Consideración Alternativa de la Realidad

Fácticamente constatamos que, en este mundo determinado, las cosas y


los hechos nunca son perfectos. O aun sin llegar a semejante nivel de exigencia,
digamos que, la mayoría de las veces, el estado actual de las cosas, por infinidad
de motivos, no nos satisface.

Si, efectuando un giro copernicano, consideramos ahora la facultad humana


de percibir el mal como tal, comprobaremos que se fundamenta, en primer lugar,
en esa capacidad tan peculiar del ser humano de poder ver en un objeto lo que
ese objeto no es, a la que denominaremos, de aquí en más, aptitud de
consideración alternativa dela realidad.

19
Esta aptitud de la consideración alternativa de la realidad fundamenta, a su
vez, otros dos rasgos distintivos de los seres humanos:

 Su poder de simbolizar. Un signo, un símbolo es,


básicamente, una cosa que está en lugar, en reemplazo, en
representación, de otra. La grafía “A” remite a un sonido
determinado, la palabra “PERRO” remite a una clase
determinada de entes, una bandera remite a una determinada
nación, etc.
 Su enorme poder de transformación de la realidad,
íntimamente relacionado con su facultad de percibir el mal.
Por ejemplo, el percibirse a sí mismo como “no-volador”
constituye el requisito previo del deseo humano de volar.

Si no tuviéramos una idea de cómo deben ser las cosas, nunca podríamos
compararla con lo que las cosas efectivamente son, proceso del cual surge la
percepción del mal como tal. El ser humano no se contenta con el simple ser de
las cosas, sino que que concibe cómo éstas deberían ser. Cuando el ser no
coincide con el deber ser, la diferencia da lugar a la percepción de lo malo.
Nuestra aptitud para percibir lo defectuoso testimonia nuestra facultad de concebir
lo ideal.

Nuestra consideración del mal nos ha obligado a efectuar un “giro


copernicano”, llevándonos a enfocar nuestra atención nuevamente sobre nosotros
mismos, sobre nuestro yo.

A ello dedicaremos el próximo capítulo.

20
CAPÍTULO IV
CONSIDERACIÓN ALTERNATIVA DE LA PROPIA CIRCUNSTANCIA

La Circunstancia Física

El estado físico en que se encuentra siendo no satisface al yo. Aun en su


estado de plenitud física, la especie humana ha encontrado, desde el principio de
su historia, que su cuerpo no le permitía hacer determinadas cosas, como por
ejemplo volar, desplazarse a altas velocidades, recorrer grandes distancias por
agua, comunicarse con sus semejantes a lo lejos, soportar la intemperie más allá
de cierto límite, tallar, cortar, moler materiales duros, cazar a distancia, ver con
nitidez objetos muy lejanos o muy pequeños, entre otras.

Y así surgieron los diversos utensilios que la humanidad fue creando para
potenciar sus facultades corporales o adquirir otras nuevas. Previo a la creación
del instrumento, debe estar muy claro el concepto de la carencia que se desea
subsanar, y por lo tanto la visión de una función en ese momento inexistente.

La consideración alternativa de la realidad es condición del surgimiento de


la herramienta, elemento a tal punto típicamente humano que, en arqueología, su
presencia resulta decisiva a la hora de decidir si un resto óseo es humano o no.

La Circunstancia Psicológica

La educación en general constituye la prueba más espectacular de que el


ser humano no se conforma con lo dado, sino que intenta potenciar sus facultades
o aun crear otras nuevas. La sociedad integra a sus miembros desde su
nacimiento, mediante múltiples circuitos educativos, tanto sistemáticos como
asistemáticos, cuya finalidad es modelar y transformar principalmente la estructura
psicofísica de quienes la constituyen.

21
Inteligencia, memoria, voluntad, creatividad, cualidades morales, percepción
estética, afectividad, destrezas y demás facultades son ejercitadas y conducidas
hacia objetivos previamente establecidos por la política educativa (educación
sistemática) o no (educación asistemática).

El caso de Kaspar Hauser, aquel muchacho encontrado en Alemania a fines


del siglo XIX, quien, por razones que se desconocen, se había criado y había
sobrevivido en un bosque, aislado de todo contacto humano, constituye una
prueba impactante, por contraste, del poder formativo de la educación.

La existencia del fenómeno educativo prueba que los seres humanos no se


vivencian a sí mismos como algo terminado e inmodificable, sino como materia
prima de su propia autotransformación. Su naturaleza “dada” es vista sólo como
un punto de partida. La pregunta que suele hacerse a los chicos. “¿Qué querés
ser cuando seas grande?”, es elocuente en este sentido. El niño es percibido y se
percibe a sí mismo como no siendo tal o cual cosa (aviador, ingeniero, enfermera,
cantor de rock). Para sentirse feliz en este mundo, cada persona debe organizar
su vida en torno a un proyecto vital que será siempre un bosquejo de cambio y de
transformación que ilumine su existencia confiriéndole un sentido.

La Circunstancia Social

El ser humano es un animal social. No es el único: también las abejas, las


termitas o los gorilas lo son. Sin embargo, la estructura social de dichos animales
permanece inalterable, generación tras generación. La persona humana es la
única capaz de tomar distancia frente a la sociedad en la que vive, considerarla
críticamente y eventualmente intentar modificarla. Así ha intentado sucesivamente
diversas formas sociales, como el clan, la tribu, la monarquía, la aristocracia, la
democracia, etc.

La sucesión de las diversas estructuras sociales prueba, una vez más, la


capacidad humana de la consideración alternativa, aplicada en este caso a la
convivencia grupal. Convengamos en denominar “transformaciones sociales”
aquéllas que realmente modifican la estructura de distribución de las riquezas, del
poder y de las oportunidades, y no aquéllas en las que una persona o un grupo
simplemente suplantan a sus predecesores ocupando los mismos cargos. Este
último tipo de rotación también se produce en las sociedades animales no
humanas.

Tironeada entre su egoísmo y su afán de justicia, la sociedad humana


parece avanzar lentamente en dirección a esta última.

22
La Decrepitud

El ser humano no acepta la declinación de sus facultades. La ve como algo


que atenta contra su naturaleza e intenta por todos los medios minimizar sus
efectos. Considera el envejecimiento como un mal.

¿Por qué? Envejecer es un suceso natural que compartimos con los demás
seres vivos, al igual que nacer, crecer, reproducirse y morir 2.¿Por qué aceptamos
ciertos aspectos de nuestro ser natural y repudiamos otros?

Vemos como un bien todo lo que signifique un aumento de nuestras


potencialidades, y como un mal todo lo que avance en sentido contrario, como si
lo “normal” para la persona humana fuera evolucionar siempre hacia “lo mejor”,
sea cual fuere el sentido que le demos a este término. Todo en la naturaleza crece
y luego declina. Nuestra personalidad acompaña gustosa el primer tramo del
proceso, pero se resiste al segundo.

El Escándalo de la Muerte

Hemos visto en el capítulo I que en el yo confluyen y se distinguen el Yo y el


mundo: el yo es el locus apparitionis del mundo experimentado. “Con un pie” en el
Yo básico y el otro en el mundo de lo determinado, se encuentra el yo psicológico.

En su comienzo psicogenético, el yo se percibe como inmortal. De niños


somos imperecederos. Un día, nos enteramos de que en algún momento
moriremos. Este conocimiento nos espanta, nos conmociona. La perspectiva de
nuestra aniquilación nos lleva de pavor y de angustia.

Lo notable del caso es que obtenemos este saber “desde afuera”: no lo


sabíamos “desde adentro”. Nuestra conciencia de ser no incluye la conciencia de
ser mortal. Adquirimos este conocimiento porque alguien nos lo transmite o porque
lo concluimos inductivamente, tras observar la muerte de otros seres vivos.

Intimamente, sin embargo, no estamos convencidos. Tenemos pretensión


de perdurabilidad: experimentamos dentro de nosotras mismas un Yo básico que
permanece constante a través de los cambios del yo psicológico, fundamentando
nuestra vivencia de identidad a lo largo del tiempo. Este Yo básico está siempre
ahí, siempre pasible de ser actualizado como el observador, observando el mundo
y al propio yo psicológico. Ser efímeros nos resulta un escándalo, porque nuestro
Yo básico se percibe poseedor de ser , “instalado” en el ser: vivenciamos en

2
Por cierto aun el proceso de reproducción goza de mala fama en ciertos paradigmas.

23
nuestro interior una íntima “seguridad de ser”. Vemos la muerte como algo “ajeno”
que nos sobrevendrá algún día: no nos sentimos constitutivamente mortales.

Yo soy un foco de patencia de ser en el que confluyen el yo y el mundo. Yo


soy el locus apparitionis del mundo como experimentado. La muerte como
anulación de la conciencia es vivida como un escándalo, pues el Yo-patencia de
ser no se percibe como “aniquilable”. Aprendemos que somos mortales por
nuestra experiencia sensible, que nos evidencia la muerte de los demás y la
transitoriedad de todas las formas de este mundo. No lo aprendemos por
percepción de nuestra propia esencia interior. Nos enteramos de que somos
mortales por inducción y no por intuición. Tenemos pretensión de inmortalidad.
Desde sus inicios históricos, el ser humano ha dejado testimonios de sus intentos
por prolongar su vida psico-física. No nos resignamos a nuestra condición de
mortales.

La Enfermedad

La enfermedad es una distorsión del estado de salud de un ser vivo. Implica


la supresión, disminución o alteración de ciertas funciones corporales o psíquicas
consideradas esenciales en una sociedad dada. Ello puede ir o no acompañado
de dolor. “Dolor” es toda alteración del estado de bienestar de un individuo.

Disfunción, deformación estéticamente repulsiva, dolor y posibilidad de


muerte constituyen los elementos de la enfermedad que nos hacen considerarla
un mal.

Nuestro cuerpo y nuestra mente cumplen un número muy elevado de


funciones. Cuando alguna de ellas se altera, disminuye o desaparece, decimos
que hay enfermedad y lo consideramos como un mal. Sin embargo, la importancia
de una disfunción cualquiera es relativa a la sociedad y a la circunstancia peculiar
de quien la padece. Un bebé espartano aquejado por una enfermedad de la
gravedad de la que padece el profesor británico de Física Stephen W. Hawking era
sacrificado apenas nacido. El avance de la técnica y una distinta jerarquización de
valores, en cambio, permiten al profesor Hawking seguir escribiendo y dictando
clases en la Universidad. Una miopía puede ser considerada una bendición para
quien debe trabajar con elementos muy pequeños. En la antigua Grecia, el límite
entre la demencia y la posesión divina no estaba muy claro: las pitonisas de Delfos
emitían sus mensajes en estado de “entusiasmo” -etimológicamente, “con el alma
plena de divinidad”. ¿Cómo consideraríamos hoy en día sus balbuceos
incoherentes? Algunos estudios médicos sugieren que bien podría tratarse de
crisis epilépticas. Quienes tratan con niños con síndrome Dawn coinciden en
descubrir en estos últimos una percepción afectiva y una sensibilidad
hiperdesarrolladas, capaces de captar el estado de ánimo de otra persona por
más esfuerzos qu ésta haga por ocultarlo.

24
Queda claro, entonces, el relativismo del valor social de una disfunción. Sin
embargo, queda igualmente claro que cada uno/a está capacitado/a para
reconocer el buen y por lo tanto el mal funcionamiento de un órgano. Y así
reconocemos a nuestro alrededor ojos que no ven o ven mal, oídos que no oyen u
oyen mal, nervios que no transmiten los impulsos nerviosos o que los transmiten
mal, etc. La medicina ha desarrollado, con éxito variable, artes y técnicas para
corregir o al menos paliar dichas deficiencias.

Ahora bien, desde la perspectiva de este trabajo, surge aquí un terrible


interrogante: ¿cómo se explica que la Naturaleza, y por ende la Inteligencia que
guía su desarrollo, capaz de crear y mantener estructuras maravillosas por su
complejidad y precisión, permita el contrasentido de un órgano que no cumpla
acabadamente su cometido? También resulta notable que el ser humano esté
capacitado para captar dicho defasaje.

Observamos además algo muy llamativo: disfunciones tales como los


disturbios metabólicos, las deficiencias vitamínicas, las neoplasias, las alergias y
las enfermedades degenerativas, si bien aquejan a todos los seres vivos, lo hacen
con muchísima mayor frecuencia a los seres humanos o a aquéllos seres vivos
que se encuentran bajo su órbita de influencia. Parece muy factible que, como
insiste el naturalismo, el alejamiento de la vida natural, la vida sedentaria, los
malos hábitos alimentarios, el estrés, el contacto cotidiano con numerosos y
diversos agentes de polución y elementos tóxicos producto de nuestra civilización,
sean responsables de la mayor parte de nuestros achaques 3.

Otros especialistas opinan que las enfermedades citadas aparecen también


en la naturaleza silvestre, aunque con menor frecuencia, pero resultan menos
evidentes, pues los débiles o enfermos sucumben en la lucha por la supervivencia,
antes de alcanzar la senectud. Uno de los signos de “humanización” del ser
humano es, justamente, el de proteger la existencia de sus hermanos más débiles.

Mientras los demás seres vivos en estado natural “saben” mantenerse


sanos en un porcentaje razonablemente elevado, ¿por qué la humanidad no?
¿Por qué la Inteligencia Rectora ha creado a un ser que por su modo de vida se
enferma a sí mismo?

El ser humano no se encuentra instintivamente adaptado a un medio


ambiente como los demás animales. Esto le ocasiona desventajas, como tener
que reinventar siempre su modus vivendi, pero también importantes ventajas,
como la facultad de adaptarse a condiciones muy variadas: muy pocas especies
se encuentran simultáneamente en el Artico y en el Ecuador, y ciertamente
ninguna ha visitado la Luna, como la humana. Cada una se halla restringida a
determinadas condiciones de hábitat, temperatura y alimentación. Por citar un
ejemplo cualquiera: una familia de focas colocada en tierra firme, lejos del mar,

3
“El Creador nos ha dado la vida para vivir sanos, siendo la enfermedad fruto de nuestra ignorancia y de
nuestros errores” (Acosta y otros, Tratado de Naturopatía Superior, Ed. Cabal, Madrid, p. 105)

25
perecerá. La especie humana, en cambio, no se conforma con el hábitat que le es
dado: quiere recorrer toda la Tierra y aun los demás planetas y las estrellas.

Para el ser humano, lo dado nunca es lo definitivo.

Otra de las variedades posibles de las enfermedades es la infecciosa, es


decir, aquella causada pro la acción de gérmenes patógenos sobre nuestro
organismo. La vida de dichos gérmenes en detrimento de la nuestra. Esta
supervivencia de unos a costa de otros es una constante en todo el ámbito de la
Naturaleza: el león se come a la cebra, la cebra se alimenta de hierbas, las
hierbas se nutren de sustancias provenientes de la descomposición de los seres
vivos, y así sucesivamente, formando sistemas ecológicos interdependientes.

Paradójicamente, la vida, para desarrollarse en una determinada dirección,


necesita cobrarse de otras formas de sí misma. La violencia anida en su propio
seno, pero, salvo la des-honrosa excepción de la raza humana, se detiene ante la
especie: los miembros de una misma especie no se aniquilan entre sí de forma
estadísticamente relevante. ¡El bíblico “No Matarás” saltaría de gozo si sólo fuera
respetado por la humanidad aunque sea respecto de la propia especie! Respecto
del faenamiento de animales para consumo humano, las sociedades más
evolucionadas intentan reglamentarlo “humanitariamente”, provocando el menor
sufrimiento posible, aunque tal actitud compasiva no se ha hecho todavía
extensiva al reino vegetal.4

Si lo consideramos en sentido genérico, el “No Matarás” postula un ideal


que, sin embargo, no se cumple en la Naturaleza. Desde ese punto de vista, el
mundo de la Naturaleza sería moralmente imperfecto, pues la vida de unos se
sustenta sobre la muerte de otros.

Siendo seres capaces de reconocer el mal como el defasaje entre un hecho


u objeto y su máxima plenitud de realización, lo padecemos en carne y mente
propias y lo verificamos constitutivamente inserto en la Naturaleza.

Si la Naturaleza, como creemos, es manifestación de lo Divino, ¿cómo


debemos interpretar la violencia inserta en ella?

Siguiendo la misma línea de pensamiento: ¿cuál es el sentido de las


malformaciones congénitas, esos desarrollos anormales que resultan de la
evolución defectuosa de uno o más órganos fetales y que Hegel gráfica y
cruelmente denominaba “abortos de la Naturaleza”? ¿Cómo los hemos de
entender?

Muchos médicos suelen decir a los angustiados papás que se trata de


“accidentes” que atribuyen a la intervención del azar en el desarrollo fetal. Pero
esta apelación al azar acarrea graves consecuencias teóricas.

4
Resulta paradójico, después de lo que hemos visto, que el término “humanitario” equivalga a “compasivo”.

26
Cada vez que nos encontramos frente a un hecho del cual desconocemos
la causa, lo atribuimos al azar. Cuando tiramos una moneda al aire, decimos que
la casualidad determinará de qué cara caerá. Pero si conociéramos con exactitud
todos los factores que intervienen en su caída (fuerza y dirección del impulso de
nuestra mano, distribución exacta del peso de la moneda, etc.) podríamos prever
la respuesta. No se trata aquí de azar, sino de ignorancia acerca de la totalidad de
las causas intervinientes.La auténtica casualidad es la ausencia de causa.

Decir que algo se debe al azar y no a la mera ignorancia de los factores


intervinientes implica infringir el principio del determinismo, que reviste el estatus
gnoseológico de axioma. La experiencia, en efecto, no constituye factor de prueba,
pues por más que hasta ahora todos los hechos observados se hayan podido
remitir a alguna causa, ello no garantiza que lo mismo ocurrirá en la próxima
experimentación. Y a la inversa: para quien cree en el determinismo, el no hallar
causa visible para un fenómeno dado sólo demuestra que nuestros métodos
actuales de investigación son insuficientes. El principio del determinismo es a
priori de toda experiencia.

La decisión depende, en última instancia, de un acto de fe: creer o no creer


en el determinismo universal. Como todo acto de fe, no es demostrable ni
refutable racional ni experimentalmente, pues es previo a la experiencia. A pesar
de ello, podemos reflexionar sobre el tema, para intentar hallar orientaciones que
nos inclinen hacia una u otra delas opciones.

Examinemos qué consecuencias ha traído la organización causal del


mundo.

En primer lugar, la inteligibilidad de lo determinado: nuestra inteligencia y el


universo de las formas se ensamblan y funcionan armónicamente. La estructura y
el funcionamiento de lo determinado se tornan comprensibles para nuestra razón.
El fruto de este “matrimonio” bien avenido es la ciencia, en todas sus ramas.

En segundo lugar, la operabilidad de lo cualitativo. Podemos operar,


intervenir sobre lo determinado, previendo de antemano cómo reaccionará. De allí
el inmenso poder transformador de la especie humana sobre lo dado, patentizado
en el extraordinario desarrollo de la técnica.

La adhesión al principio del determinismo permite, en suma, una mayor


efectividad en el mundo de las formas.

Al remitir un fenómeno a su causa “terrestre”, ésta a la suya, y así


sucesivamente, no resulta usualmente evidente la intervención de un designio
divino. Por ello la imaginería popular registra la actuación divina principalmente en
los milagros, esto es, precisamente, aquellos acontecimientos que salen de la
órbita de la red causal conocida. Sin embargo, para un creyente, no hace falta
incursionar fuera de lo cotidiano para percibir la “mano” de Dios. Desde una

27
perspectiva creyente, la conexión de los hechos entre sí revela por sí misma la
inserción de una Inteligencia rectora en el acontecer universal.5

Si visualizáramos el mundo como un conjunto de acontecimientos


absolutamente desconectados entre sí, sería ininteligible e inoperable. Sus causas
deberían ser buscadas en un ámbito trascendente al sistema factual.

Por el hecho de su libertad, la conducta de los seres humanos escapa al


férreo determinismo. Por ello nuestros congéners nos resultan (¡felizmente!)
muchas veces ininteligibles e inoperables.

Volviendo al tema de las malformaciones congénitas que motivó esta


disquisición respecto al determinismo, optamos por adherir a la tesis del
determinismo universal, en vista de la efectividad lograda por el ser humano en su
trato con la Naturaleza. Una perspectiva espiritual rechazará la hipótesis del
accidente o del azar, prefiriendo la del desconocimiento de las causas.

En este trabajo, así como adherimos a la tesis del determinismo universal


en el nivel de los fenómenos, también creemos en el ordenamiento telelógico
universal de las series causales. Entonces, desde un punto de vista creyente,
queda más que nunca en pie la pregunta inicial: ¿cuál es el sentido, el mensaje
oculto de, por ejemplo, las malformaciones congénitas?

¿Puede Dios equivocarse? ¿Podrían las deficiencias genéticas testimoniar


simplemente errores de Dios? En ese caso habría un hiato, una diferencia
esencial entre el Creador y Su Creación, entre Dios y la Naturaleza. La Naturaleza
podría ontológicamente ignorar la Voluntad de su Creador. Pero en este caso, la
Naturaleza sería más poderosa que el principio de su propio ser, lo cual es un
absurdo. En ese caso, es la Naturaleza misma la que debería ser considerada
Dios.

Otra posibilidad sería que lo que nosotros consideramos un “mal” no lo sea


en el Plan Divino, cuyas metas y objetivos pueden no ser los que nosotros
imaginamos. Partiendo sin embargo del axioma de la posibilidad humana de
comprender el Plan Divino, agotemos primero todas las posibilidades racionales
de análisis de la cuestión. Si el mundo es un mensaje, intentemos descifrar en él
la respuesta a esta pregunta.

5
Permítaseme referir aquí una anécdota personal. Creo haber presenciado un milagro en mi vida, pero la
certeza de la existencia de Dios también se me hace patente en todos los hechos, aun los más banales y
cotidianos: por ejemplo, la caída de los dientes de leche. Dicho acontecimiento siempre me había intrigado,
pues no lograba entender su finalidad. ¿Para qué nacer equipados con doble provisión dentaria, y desechar
una de ellas al cabo de seis años? Si era a causa de su desgaste por el uso, ¿por qué no cambiarlos hacia la
mitad de la vida, pongamos por caso, a los treina o cuarenta años? Un día caí en la cuenta de que una
respuesta posible podía ser la relación de tamaño entre los dientes y la cabeza: las mandíbulas de un niño
pequeño son demasiado chicas para que los dientes definitivos se acomoden en forma regular; a su vez, los
dientes de leche resultarían insuficientes, por su tamaño, para las mandíbulas y las necesidades de un adulto:
de allí el cambio a los seis años. Me parece muy patente la “mano” de Dios en la previsión de este detalle.

28
Las cosas que consideramos “malas”, ¿son errores de Dios?

Las grandes religiones monoteístas de Occidente postulan un Dios perfecto,


omnipotente, omnisapiente, moralmente perfecto, creador y sostenedor del
mundo. Sin embargo, este maravilloso mundo está transido de negatividad: hemos
visto la presencia del mal en la naturaleza y en la conducta humana. Frente a ello,
sólo caben dos alternativas respecto de la Divinidad: o bien Dios, aún siendo
infinitamente más real que nosotros, no es perfecto, o bien, siendo perfecto, por
algún motivo permite que el mal se cuele en el mundo.

Si Dios no es perfecto, cabe la posibilidad de que se equivoque: los niños


con disfunciones congénitas serían la prueba viviente de ello.

Nos encontramos aquí nuevamente ante un dilema de fe: ¿puede Dios


“equivocarse”? Las cosas “que no funcionan” o que “funcionan mal” en la
naturaleza, ¿ponen en evidencia errores de Dios? Se trata de una opción posible
desde un punto de vista teórico. La posibilidad del error divino implica la
intervención del azar en la propia Inteligencia rectora del mundo. El absurdo
entraría en la conformación misma del plan divino.

Pero resulta cuanto menos sospechoso que un Dios que mantiene en


funcionamiento un universo tan complejo como el nuestro, con sus múltiples
interrelaciones, pueda simplemente “equivocarse” en algo tan grueso como la
conformación de un órgano o la información genética del ADN de un individuo.

Prefiero optar por la creencia en la totalidad significante del universo. Esta


es una opción de fe, tan indemostrable como su contraria, a saber, que el universo
carece de significado intrínseco. Creo que todos los acontecimientos tienen un
sentido: los que dependen de los seres humanos lo tienen dado por la finalidad
perseguida y, análogamente, los que dependen de Dios también apuntan a
objetivos que probablemente no podamos dilucidar en este nivel.

Si el niño, al nacer, es absolutamente inocente, libre de culpa y cargo,


entonces las malformaciones congénitas resultan una aberración moral, un
handicap odioso de ciertos individuos respecto de los demás. Si, en cambio, el
niño trae tras de sí el historial de una vida anterior, entonces las malformaciones
congénitas pueden insertarse en una trama significante. Occidente, salvo algunas
tradiciones ocultas, limita a una sola existencia biológica la vida del individuo.
Oriente, en cambio, organiza su cosmovisión sobre la base dela reencarnación de
las almas.

También el caso de los genios, o sea los niños con habilidades llamativas y
precoces para determinadas actividades (matemáticas, piano, etc.), inexplicables
desde la óptica occidental, es usado como argumento, para su cabal comprensión,
para ensanchar los estrechos límites de la vida biológica del individuo.

29
Los hechos de las malformaciones congénitas y de los genios, si los
consideramos en el marco de una totalidad moral significante garantizada por un
Dios bueno, poderoso y sabio, encuentran una posibilidad de sentido en el marco
del paradigma de la reencarnación de las almas.

¿Un Dios Bueno, Poderoso y Sabio?

El poder y la sabiduría divinos quedan manifiestos en Sus obras: este


mundo de las formas en el que nos encontramos siendo, y nosotros mismos, que
recibimos el don de la existencia, que no es obra nuestra.

Pero, ¿Y Su bondad?

La bondad divina no puede entenderse como una propensión a favorecer a


unos en detrimento de otros, pues ello sería injusto. La bondad divina debe ser la
amorosa intención de que todas las criaturas logren su máxima plenitud de ser. En
este mundo cambiante, la plenitud de ser de cualquier criatura es transitoria.
Incluso hemos visto que, en la naturaleza, la vida de uno se sustenta sobre la
base de la muerte de otros.

En este mundo, la bondad divina, entendida como tendencia al ser


plenificado de las criaturas, no se manifiesta en su cabal expresión.

La justicia es la forma deficiente que asume el bien en este mundo. En


efecto, sustituye la vigencia absoluta del ser, que sería el bien absoluto, por una
vigencia relativa del ser de unos en función del ser de otros, en la combinación
que garantice el mayor bien posible para cada uno. Pero aun esa forma deficiente
está lejos de haber sido alcanzada en lo que respecta al ser humano. Y respecto
de la Naturaleza, observamos la paradoja de la vida de unos a expensas de la
muerte de otros, estableciendo un contradictorio equilibrio sui generis entre el ser
y el no-ser.

El mal integra este universo, impidiendo la expresión absoluta de los seres


individuales en plenitud. Esto ¿acontece por voluntad divina o le es impuesto a
Dios?

Si consideramos que Dios está condicionado por el mal en este mundo,


jerarquizamos el estatus de la negatividad, equiparándola con el poder divino.
Sería, aproximadamente, la tesis zoroastriana 6 o maniquea7.

6
Zoroastro (Persia, s. VI a.C.). Al reformar la religión persa incluyó a Ahura Mazda como dios del bien y a
Ahrimán como ente maligno, recogiendo su doctrina en el libro sagrado, Zend Avesta.
7
Mani (Babilonia, s. III). Fundó una religión dualista, en la que el mundo es visto como un campo de batalla
entre las fuerzas del mal y las fuerzas del bien.

30
Si optamos por pensar que Dios permite el mal en este cosmos, conferimos
al mal un sentido dentro del plan divino: en última instancia, el mal también sería
“para bien”. Sería la tesis el libro de Job y del Antiguo Testamento en general.

Lo que está en juego entre esas dos opciones es la omnipotencia divina: o


bien Dios no es omnipotente, y se encuentra condicionado por el mal, o es
omnipotente, y permite a sabiendas el mal en este mundo.

La presencia del mal, del no-ser , en la trama universal, nos coloca


asimismo ante otras posibles disyuntivas referidas a los atributos divinos.

Las malformaciones congénitas podrían testimoniar, como vimos, errores de


Dios, y ello iría en desmedro de Su omnisapiencia. A su vez, la presencia de la
violencia en la Naturaleza podría deberse, simplemente, a la ignorancia, a la
impotencia o a la no intención divina de hacer un mundo moralmente satisfactorio
para los cánones humanos.

O bien, tercera posibilidad: quizás Dios es omnisapiente y todopoderoso,


pero no es absolutamente bueno, en cuyo caso las deficiencias morales
observadas en la creación responden a los designios de una voluntad divina no
del todo bondadosa.

Todas estas reflexiones pretenden referirse a un ser que no se encuentra en


la Naturaleza, pero al cual el ser humano percibe que la Naturaleza remite. Esta
percepción de que lo existente no se autosustenta, sino que depende de un
creador y sostenedor, sólo se explica gracias a la capacidad humana de
trascender lo dado. Si a ello le agregamos una consideración moral y causal de la
realidad, surge la problemática anterior referida a los atributos divinos, que
podríamos resumir de la siguiente manera:

Partimos de la intuición de un Dios creador y mantenedor del mundo y de


nosotros mismos, y de la comprobación de la imbricación del mal en el universo,
bajo la forma de lo que degrada, lo que carencia, lo que lesiona, lo que destruye.
Según una perspectiva humana, este mundo es moralmente imperfecto; si es el
único existente y la vida biológica del individuo es la única que posee, entonces
Dios o no es todopoderoso o no es omnisapiente o no es bondadoso.

Giro Copernicano

La razón se encuentra en este punto en un callejón sin salida. Para


avanzar, tendremos que apelar nuevamente a la intuición o a la fe.

Pero antes de ello, propongo efectuar un giro copernicano, destacando el


hecho de que un ser natural -el ser humano, nosotros- sea capaz de efectuar
estas consideraciones.

31
Para formular dichos pensamientos, el ser humano debe poder tomar
distancia de su circunstancia para considerarla críticamente. Ahora bien, ¿cómo
podría un ser puramente natural tomar distancia de la Naturaleza, y, más aun,
verla como carenciada? Nosotros humanos nos sentimos inmersos en una
situación deficitaria, nos hallamos “incómodos” en nuestra circunstancia. Esta
“incomodidad” es problemática. Nuestro yo padece de “nostalgia de perfección” en
un mundo que considera imperfecto. Esta situación parece sugerir que el ser
humano no es un ser puramente natural, porque si así fuera, no podría “salirse” de
lo natural para considerarlo alternativamente, fantaseando sobre lo que lo dado no
es.

Para juzgar, como lo hace, a la Naturaleza, tenemos que tomar distancia


frente a ella, comparándola con un estado de cosas inexistente. Nuestra
percepción del mal es la prueba tangible de que no estamos ónticamente
adheridos a nuestra circunstancia, sino que podemos “desligarnos” de ella,
repensándola críticamente, posibilidad que no parecen tener los demás seres
naturales de la Tierra.

La posibilidad ontológica de trascender lo dado fundamenta la percepción


humana del mal.

Detengámonos en la intrigante situación de este ser que somos, que se


halla siendo en un mundo al que no encuentra satisfactorio.

32
CAPÍTULO V
A LA BÚSQUEDA DEL PARAÍSO PERDIDO

La Caída

Si fuéramos seres puramente naturales, no percibiríamos la muerte, la


enfermedad, la decrepitud, etc., como “males”, sino como fenómenos naturales
inherentes a nuestra propia esencia: no podríamos “tomar distancia” frente a ellos.
Hasta la misma actividad sexual, hecho “natural” si los hay, es vivenciada en
algunas religiones o prácticas espirituales como atentatoria para el desarrollo del
yo, considerado prioritariamente como un ente espiritual no material. Tal rechazo
merece ser calificado, con propiedad, de “antinatural”.

El ser humano es el único animal que se rebela contra su estatus natural.

El animal cumple cabalmente lo que la Naturaleza ha “grabado” en sus


genes; generación tras generación, el pez nada, el águila vuela, las abejas
construyen sus panales, etc. La especie humana, por su parte, de cuadrúpeda se
irguió a bípeda, luego se le antojó navegar por agua y aire, agenciarse mil habitats
diferentes, modificar su cuerpo (tatuajes, perforaciones, teñidos, gimnasia, cirugía
entre otros), usar vestimenta y adornos.

Para el ser humano, su condicionamiento natural es sólo un punto de


partida.

El yo experimenta un hiato, una fractura, entre su estado ideal y la situación


en la que se encuentra siendo. ¡Extraña paradoja la de un ser que se percibe
como inadecuado a su propio ser! Identificamos esta “inadecuación básica” como
el mal, concretamente en la muerte, la enfermedad, el dolor, el sufrimiento, la
injusticia o la violencia.

El yo se percibe a sí mismo y percibe a las cosas como inadecuados


respecto de un estado ideal, y caracteriza dicha situación como “mal”.

Esta percepción del mundo como imperfecto evidencia una incomodidad


existencial del yo, un “no hallarse en casa” en este mundo. ¿Qué hace un ser con
anhelo de perfección en un mundo imperfecto? Mal que le pese a Leibnitz, yo sé
que este mundo no es el mejor de los mundos posibles. Este saber, que se

33
actualiza frente a cada deficiencia concreta, no puede provenir de este nivel de
realidad, pues remite a un estado que no se encuentra en él.

Esta intuición básica de “no estar en casa” ha originado, en prácticamente


todas las religiones y tradiciones espirituales, los diversos arquetipos acerca de la
“caída” o degradación del ser humano a partír de un mítico estado paradisíaco
previo y ontológicamente superior al actual.

Decimos que este universo presenta un estatus ontológico inferior al


edénico, porque en él percibimos una distancia entre “ser” y “ser perfecto”, entre el
ser real y su concepto, entre la existencia y la esencia en sentido escolástico. En
los distintos paraísos transmitidos por las respectivas tradiciones, las cosas se
adecuan a sus esencias: son como deben ser. En ello radica, precisamente, su ser
edénico.

Pero el ser humano introduce una novedad: desea ser otra cosa, ser
“mejor”, cambiar su situación, ser “como Dios”, etc. Se siente carente de algo y por
ende desea. Pareciera que, aun en el estado ideal paradisíaco, lleváramos
incorporada esa sensación de carencia, de deficiencia, que es el fundamento de la
percepción del mal. La tradición mítica, depositaria del autoconocimiento
arquetípico de la humanidad, percibe la consideración alternativa como inherente
al ser humano.

Según surge de las más importantes cosmogonías, nuestro propio deseo de


experimentar lo diferente puso en marcha algún inexorable mecanismo
conducente a la satisfacción de dicho deseo. Algo así como un afán de aventuras,
un probarse a sí mismo, un independizarse de la tutela divina: una suerte de
“adolescencia del alma” que nos precipitó a este purgatorio. Luego, a medida que
vamos arribando a la adultez, deseamos retornar al Padre en el marco de una
nueva relación.

Ese deseo de experimentar lo diferente se fundamenta en la consideración


alternativa de la realidad: revela la atracción por el “no”, por lo que lo dado no es.
El sentirse dis-conforme con la circunstancia paradisíaca condujo, según las
diversas tradiciones míticas, a la degradación óntica, a la pérdida del paraíso.

El Relato Bíblico

En el Antiguo Testamento, la creencia en un creador y sostenedor separado


del universo requiere la postulación previa dela contingencia de este último. Creo
en un Dios trascendente porque considero que el mundo no se autosostiene:
ontológicamente, tanto podría estar como no estar. Si yo creyera que esta realidad
porta en sí la causa de su propia subsistencia, la hipótesis adicional de un creador
resultaría superflua.

34
Si el mundo fuera necesario, un Dios ajeno a él no lo sería: Dios y el mundo
coincidirían.

Por lo tanto, entre las dos opciones de haber o no haber un mundo


contingente, la concepción bíblica de Dios desestimó la segunda. El hecho mismo
de la existencia de un mundo contingente, ¿no prueba acaso que Le resulta
insatisfactoria la situación inversa? Si Dios crea el mundo es porque “Le molesta”
su ausencia. Si Dios nos crea, es porque Le “hacemos falta”.8 La consideración
alternativa es la condición sine qua non del acto creativo.9 En el relato del
Génesis, luego de cada etapa creativa, Dios contempla Su obra y ve “que está
bien”: como si Dios verificara la no existencia de una situación diferente, que
estaría “mal”. Si Dios hubiera estado conforme con lo que había -o no había- al
principio de los tiempos, no hubiera creado el universo.

El autor bíblico vivencia al mundo como lógiamene contingente; se plantea


que lo que es bien podría no ser. Se pregunta por qué hay algo y no más bien
nada. Asimismo imagina a un Dios que bien podría haberse planteado, previo a la
creación del mundo, porqué no habría de haber algo además de Él, en lugar de
nada.

“A imagen y semejanza” de Dios, el ser humano percibe el no ser. Dicha


percepción conduce al acto creativo, tanto en Dios (macromundo) como en la
humanidad (micromundos de la ciencia, del arte, de la economía, de la cultura en
general). La creatividad se fundamenta en la consideración alternativa, que
determina una realidad como insatisfactoria. En su memoria arquetípica
corporizada en los relatos míticos, el recuerdo de la especie vincula dicha
consideración con una degradación óntica.

No sabemos si la creación de algo distinto de Sí significó también para Dios


una degradación óntica. Pero lo que sí podemos afirmar es que Le significó pasar
de la soledad a la convivencia: hubo que avenirse a la relación con Sus criaturas.
Y si hemos de dar crédito a los escritos sagrados, dicha relación, sobre todo con la
criatura humana, distó mucho de transcurrir sin asperezas. El Dios del Antiguo y
del Nuevo Testamento sufre, en su contacto con el ser humano, una evolución
histórica.

La Dualidad

La dupla binaria sí / no, ser / no-ser, parece por lo tanto estar a la base del
concepto judeo-cristiano de creación de mundos. Si hay algo más bien que nada
por voluntad divina, entonces dicha voluntad jerarquizó la existencia por encima de
la no-existencia: Dios se lanza a la aventura del “haber” en el modo de la dualidad
pluralizada. El mal, el no-ser, aparece como la sombra, el trasfondo necesario para

8
Todas metáforas antropocéntricas, a falta de una forma mejor de expresarlo.
9
Desarróllese o no en un marco temporal.

35
que se destaque la figura del ser, y viceversa. Todo lo existente está transido por
la dupla “sí-no”, en dos modalidades:

1. determinado versus no-determinado (por ejemplo: blanco y no-


blanco)
2. determinado versus determinado (por ejemplo: blanco y rojo).

Según el Génesis, la especie humana cae a este mundo cuando decide


desobedecer a Dios, probando el fruto que otorga “el conocimiento del bien y del
mal”. Hasta ese momento Adán y Eva vivían en uno de los términos de la dupla,
en el sí, en el puro ser. Pero al prohibirles Dios comer el fruto de uno de los
árboles del Edén, Dios mismo introduce el no, el otro término de la dupla, en la
conciencia humana, sembrando así el germen de la consideración alternativa:
“¿Obedecer o no obedecer?”, pregunta que antes de la orden divina ni siquiera
rozaba el espíritu de la pareja arquetípica. No el fruto, sino la prohibición, introdujo
en el alma humana la conciencia de la negatividad y con ella, la duda acerca de
cómo actuar. Los animales obran por instinto: no tienen dudas acerca de qué
hacer. Nada les está prohibido porque no tienen opciones: no son libres. El ser
humano, para bien o para mal, ha perdido su guía instintiva: reflexiona antes de
proceder.

La discriminación entre opción correcta y opción incorrecta le es dada a la


especie humana con la primera prohibición explícita: “No comerás…”. Con sólo
mirar el fruto luego de esta directiva, ya veía corporizadas en él las dos
posibilidades de acción, a saber, comerlo o no comerlo. Antes de ello, no había
opciones: su instinto le dictaba en cada caso el curso de acción a seguir. El primer
no divino permitió a la disyuntiva “no” colarse en el alma de los humanos
arquetípicos, desbarrancándolos a este mundo. El segundo no de Dios –la no
aceptación de la ofrenda de Caín- tuvo como consecuencia el primer homicidio. El
relato bíblico atribuye a Dios el haber insertado en nuestro espíritu la
consideración alternativa, esa aptitud para ver el no-ser de las cosas.

Simultáneamente, nos volvimos mortales. Quien vive en el puro ser vive en


el eterno presente, aquí y ahora. No puede concebir nada fuera de su percepción
espacio-temporal actual, llámese “pasado”, “futuro” o “allí”, pues todas ellas son
formas del relativo no-ser. Al abrírsenos las puertas del no-ser, pudimos ver el
futuro y en él el mutar de nuestras formas individuales.

A la búsqueda del paraíso perdido

Abandonemos ahora por un momento el relato mítico para volver nuestra


mirada al ser humano actual: ¿hacia dónde tienden las labores de ese gran
transformador de mundos que es el ser humano? ¿Cuál es ese estado deseable al
que aspiramos y que no encontramos en esta tierra?

36
Intentaré discriminar las metas generales tras las cuales la humanidad
parece alinear sus objetivos intermedios o subordinados.

Utilizaré el método de la extrapolación imaginaria para investigar hacia


dónde nos conducirían dichas finalidades llevadas a su máxima expresión.

a. Un Cuerpo Sano y Eficiente

Hasta que no se la pierde, la salud física no suele constituir una meta


consciente del accionar humano. La salud física podría definirse como aquel
estado en que el cuerpo no molesta, “no se siente”, permitiéndonos realizar todas
las actividades que están en sus posibilidades sin oponer resistencia, sin
constituirse en un obstáculo. En la práctica, un órgano o un músculo se consideran
“sanos” cuando cumplen sus respectivas funciones sin hacerse notar. Y, en
general, somos bastante inconscientes de ellos, pues su funcionamiento no está a
cargo de nuestra conciencia egoica o personal. Cuando evidencian su presencia
con alguna molestia o dolor, nos advierten que algo está fallando. Para preservar y
recomponer la salud física, surgen la ciencia y el arte médicos.

El objetivo final es lograr que el cuerpo esté al servicio de la voluntad, en la


plenitud de sus potencialidades, sin causar molestia o dolor. Extrapolando,
podríamos afirmar que mi cuerpo debe servirme para llevar a cabo mis designios
sin hacerse sentir, funcionando tan eficientemente como si no existiera.

b. Ansia de Perdurabilidad

El ser humano desea perdurar en su ser. Se da por sentado que el objetivo


de la medicina es preservar el estado de salud y prolongar al máximo la vida física
de las personas, aunque dicho objetivo se cuestione en los casos de pérdida
definitiva de la conciencia, deterioro presuntamente irreversible o sufrimiento
intolerable sin perspectivas de curación según los actuales conocimientos
médicos. Sin embargo, dicha cuestión está lejos de ser zanjada. El perdurar en el
propio ser aparece, para la mayoría, como un bien incuestionable en sí mismo.

El ser humano padece anhelo de eternidad: el deseo de prolongar


indefinidamente su ahora. Incluso intenta infructuosamente eternizar su presente a
través de la fotografía o el video familiar. El seguir perdurando le parece inherente
a su naturaleza, y el morir, un escándalo.

c. Recorrer el Espacio y el Tiempo

Desplazarse de un punto a otro por mar, tierra y aire, cada vez con mayor
rapidez y comodidad, aparece como uno de los objetivos más característicos de la
civilización tecnológica, o sea, occidental.

37
Desde la invención de la rueda, la domesticación de animales de transporte,
la construcción de rutas, carros, naves, trenes, autos, aviones, cohetes y demás
vehículos, Occidente amplía sin cesar las coordenadas y la velocidad de sus
desplazamientos espaciales. Cada vez viajamos más lejos, más rápido y más
cómodamente, dándose por sentado que ello constituye un bien en sí mismo.

¿Adónde queremos llegar? El punto límite al que tiende la humanidad en


este afán sería el de desplazarse instantáneamente a voluntad y sin esfuerzo a
cualquier lugar del espacio.

d. Comunicarse a Distancia

El ser humano ha intentado siempre comunicarse con su prójimo obviando


el alejamiento físico, hallando en ello una peculiar alegría. Así surgen a lo largo de
la historia los mensajeros, los tambores, el correo, el telégrafo, el teléfono, la radio,
la televisión, el fax y la Internet.

¿Cuál sería el fin último de toda esta tecnología de la comunicación? Pues


comunicarse instantáneamente a voluntad y sin esfuerzo con cualquier persona
situada en cualquier rincón del universo.

e. La Civilización del Confort

Desde que la ausencia de pelambre lo ha desguarnecido físicamente, el ser


humano ha debido idear la vestimenta para ponerse a resguardo de las
adversidades climáticas. En cuanto a la búsqueda de refugio, su versatilidad lo
distinguió, desde el comienzo, de los demás animales. Aprender a domesticar el
fuego le permitió crear un microclima en su hogar, garantizado luego por los
distintos métodos de calefacción, ventilación y refrigeración que fue inventando a
lo largo de su historia.

Si hace demasiado frío, o demasiado calor, o demasiado viento, mi cuerpo


me molesta, me duele: me siento incómoda. Por el contrario, el estado de
comodidad llevado a su máxima expresión sería aquél en que puedo olvidar la
existencia de mi cuerpo. Aquí, como en el caso de la salud física, se pretende
alcanzar un estado en que el cuerpo “no se siente”, no se opone a mis fines.

La comodidad, el confort, constituyen valores sagrados en nuestra cultura


occidental. ¿En qué consisten, exactamente? Consideremos algunos de los
avances tecnológicos de los que se afirma que “aumentan el confort”.

Con un automóvil, por ejemplo, me desplazo a grandes distancias en


posición sentada, efectuando pequeños movimientos de manos, pies y cabeza. Un

38
auto más confortable podrá manejarse con menor cantidad de movimientos y
permitirá gozar en su interior de un microclima que me aísle del calor, del frío, de
los ruidos, del Sol, y en general de las vicisitudes climáticas del ambiente exterior.

Mediante el ascensor soy elevada a grandes alturas con sólo permanecer


de pie unos minutos. Gracias al teléfono, la radio, la televisión o la Internet, veo y
escucho lo que sucede a miles de kilómetros o lo que sucedió en el pasado, sin
siquiera moverme de mi casa.

Las procesadoras, licuadoras, hornos a gas, eléctricos o de microondas, los


lavarropas y tantos otros aparatos domésticos, me permiten picar, moler, licuar,
cocinar o lavar con sólo pulsar un botón. Ciertas computadoras, preparadas para
el uso de discapacitados parapléjicos, permiten efectuar operaciones como
atender el teléfono o prender el televisor sólo con la mirada.

Y así podríamos multiplicar los ejemplos, comprobando que la civilización


del confort pretende lograr efectos cada vez mayores con movimientos corporales
cada vez menores, tendencia tan contraria a aquello para lo cual nuestro cuerpo
está preparado, que éste reacciona con obesidad y problemas cardiovasculares y
de columna, tan difundidos en los países de alto nivel de confort.

Extrapolando, podríamos decir que si la civilización del confort lograra su


objetivo, realizaríamos todas nuestras acciones flotando a una agradable
temperatura constante, sin que nos afecten las variaciones climáticas ni los
agentes naturales, en una inactividad física total.

f. El Afán de Poder

El afán de poder moviliza la evolución de Occidente.

El poder refleja la medida en que puedo realizar mi voluntad, dar


cumplimiento a mis deseos.

Cuando la satisfacción de las necesidades es algo adquirible, la búsqueda


del poder se identifica con la búsqueda del dinero. El dinero permite acceder a
aquellas cosas que se pueden comprar. Otras veces, el logro de mis objetivos
puede requerir la colaboración -libre o forzada- de mis semejantes, y entonces
nos encontramos frente a las distintas modalidades del poder político. Finalmente,
la concreción de mis metas puede depender principalmente de mí misma: en este
caso, el poder se identificará con el ejercicio de mi voluntad.

La realización de mi voluntad puede asumir formas bastardas, como la


violencia hacia el prójimo, tornándose causa de sufrimiento tanto para quien la
padece como para quien la ejerce. Casi siempre los violentos han sido, a su vez,
niños maltratados, formándose cadenas generacionales de violencia y de

39
sufrimiento. Pero hasta el peor torturador busca, en algún lugar, la paz y el afecto
que se le escabullen. La persona necesita de la armonía y del amor para ser feliz;
el gozo en el sufrimiento ajeno se revela, a la larga, degradante e insatisfactorio.
En su evolución, el ser humano termina por valorar y gratificarse más con el
respeto y el amor que con el temor de sus semejantes. Algunos visionarios se han
afanado, con éxito efímero, en proponer la no-violencia como medio de acción. La
carrera actual hacia el aumento del material bélico en lugar de su disminución
permitirá obtener muchas cosas, pero jamás la felicidad.

El ejercicio total del poder sería, en última instancia, la actualización plena y


absoluta de mi voluntad; el cumplimiento instantáneo de todos mis objetivos.

g. La Curiosidad: la Búsqueda del Tú en el Ello.

Cuando la ciencia investiga un fenómeno para lograr su manejo (por


ejemplo, el estudio de la fisión del átomo con miras a la obtención de energía
nuclear), se encuentra al servicio del afán de poder. Pero ya Aristóteles, en un
célebre pasaje, observaba que el ser humano encuentra en el conocer un gusto y
un placer independientes de su aplicación práctica. Consideremos más de cerca
este fenómeno. ¿Qué es conocer?

En un primer nivel, “conocer” supone inventariar lo más exhaustivamente


posible las características de un objeto. Por ejemplo, “conocer las calles de
Buenos Aires” es ser capaz de enumerarlas, describirlas y dar su localización e
interrelaciones con la mayor exactitud posible.

“Conocer” puede aludir también a la capacidad de reproducir un objeto lo


más ajustadamente posible. Se dirá que alguien “conoce una poesía” si puede
transcribirla o recitarla, o que “conoce una partitura musical” si puede ejecutarla.

En otros ámbitos, “conocer un fenómeno” equivale a ser capaz de enumerar


las causas que lo provocan. Por ejemplo, “conocer el proceso de la fotosíntesis”.

“Conocer” implica, en otras áreas, tener la facultad de prever el


comportamiento de un objeto. Tal el caso del astrónomo que anuncia la hora, la
duración y la evolución de un eclipse de Luna.

En el caso de una persona o sociedad, “conocerla” supone comprender las


motivaciones íntimas de sus conductas.

Hablamos de conocimiento “intuitivo” para designar un conocimiento


directo, sin intermediarios, sea en el ámbito de lo sensible o en el ámbito de lo
espiritual.

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La especie humana desea conocer todo: lo pequeño y lo grande, lo cercano
y lo lejano, lo que sucedió y lo que sucederá. El conocimiento resulta ser,
entonces, un modo de superar las barreras espacio-temporales, poniendo a
nuestra disposición el pasado y el futuro, el micro y el macrocosmos.

Un saber humano totalmente realizado abarcaría todo lo que sucede en


cualquier tiempo o lugar, trascendiendo las limitaciones del yo psico-corpóreo,
para lograr la revelación total de lo existente.

Un conocimiento totalmente actualizado implicaría la transparencia total del


Universo a la luz de mi mirada inquisitiva. El mundo presentaría una accesibilidad
total para el “desde aquí” que soy. Todo el ámbito de lo No-Yo sería conocido. Para
un saber total no subsistirían espacios oscuros o desconocidos. Si el
conocimiento, ese afán de desalienación del sujeto respecto al objeto, lograra
cabalmente su cometido, se desvanecerían la opacidad y la discontinuidad entre el
Yo y el No-Yo. El ámbito del objeto estaría siempre a disposición del sujeto,
eliminándose a fin de cuentas el hiato entre el sujeto y el objeto, fundamento de la
relación de conocimiento tal cual hoy la conocemos. El conocimiento es el
esfuerzo por superar esa división: su meta última sería la perspectivización “desde
aquí” de un mundo íntegramente accesible.

¿En qué consiste exactamente dicha “accesibilidad”? ¿Se refiere al “estar


disponible”, al modo de una película de la cual seríamos, en todo momento,
potenciales espectadores?

Según el célebre esquema de Nicolai Hartmann, en el proceso del conocer


surge en el sujeto cognoscente una imagen –sensorial o no- del objeto conocido.

Me gustaría agregar al análisis fenomenológico de Hartmann la pregunta


acerca de cuál es la motivación del ser humano que lo lleva al proceso del
conocer. En mi opinión, el cometido principal del conocer no se agota en sí mismo,
ni surge exclusivamente con fines de manipulación o poder sobre la realidad, sino
que nace en primera instancia del ansia del sujeto humano por lograr una cierta
familiaridad con el objeto, cuyas características variarán de acuerdo al objeto en
cuestión. La Ciencia Biológica logrará con la ameba una familiaridad distinta a la
que la Psicología entablará con un escolar de seis años, la Química con el cloruro
de sodio o una persona con su amigo. El ser humano busca acercarse al Universo
del cual se encuentra separado, estableciendo con él una comunión, una suerte
de desenajenamiento mutuo.

Conocer, desde esta perspectiva, significa iluminar con la luz del Yo la


estructura y el funcionamiento de un objeto. Implica humanizar el universo,
tornarlo accesible, comprensible desde una óptica humana. Experimentamos la
curiosidad, ese deseo de familiarizarnos con el universo, de comunicarnos con él,
de volverlo transparente a nuestra percepción sensorial, mental y espiritual, de
hacerlo nuestro hogar. A través del conocimiento, el Yo intenta “domesticar” lo

41
distinto, tornarlo su amigo, como el Principito con el zorro en la novela de Saint-
Exupéry.

El Yo no se contenta con ser un mero espectador del acontecer universal.


Desea encontrar en el Cosmos un interlocutor. Este diálogo, al igual que todos los
diálogos, puede frustrarse si no se encuentra un lenguaje común, una actitud de
escucha respetuosa, un ofrecerse sin reticencias, un no querer someter ni dominar
al otro. La humanidad no logrará jamás dialogar con la Naturaleza, si transforma la
Ciencia en un instrumento de dominación.

El deseo de conocer refleja el afán del Yo por comprender, por


comunicarse, por familiarizarse con lo No-Yo. Al Yo le molesta su situación de
distanciamiento respecto de lo No-Yo: desea superarlo, pero no al punto de perder
su identidad, confundiéndose con lo No-Yo. Lo No-Yo se le aparece como algo
ajeno a su intimidad con lo cual desearía poder establecer un código común, un
diálogo auténtico. A lo largo de su historia, Occidente ha ensayado formas de
conocimiento de lo No-Yo que han resultado sustitutivas del ansiado diálogo, como
por ejemplo el inventario, la producción, la interferencia, el manipuleo, el
enunciado de las causas, el uso, la previsión del comportamiento o la explotación.
Estas formas de relacionarse con el mundo han devengado en una soledad
ontológica del ser humano en el universo. Occidente se encontró solo en un
universo indiferente, apto solo para la explotación y el consumo.

En mi opinión, sin embargo, la meta subyacente –a menudo inconsciente-


ha sido la comunicación, el diálogo, la comprensión profunda, la amistad y aun -
¿por qué no?- el amor, siendo éste último, como bien lo señalan las Escrituras, la
forma más elevada de conocimiento a la que el ser humano puede acceder. El
afán auténtico de conocimiento avanza en pos de la comprensión amorosa del
universo, en quien adivinamos a nuestro compañero de ruta, nuestro hermano,
nuestro par.

El ser humano percibe al mundo como un misterio, como un mensaje en


clave al que intenta descifrar. Las distintas modalidades cognoscitivas, por
exhaustivas que sean, si permanecen dentro del ámbito de la relación Yo-Ello,
dejan al Yo un gusto de frustración. El Yo, para sentirse plenamente satisfecho,
necesita la comprensión profunda de las motivaciones, que sólo se da en el marco
del Yo-Tú.

Nuestro sueño sería establecer un diálogo con el Universo, con la


Inteligencia que a través de él se manifiesta. Más allá de la mera formación de una
imagen del objeto en el sujeto, aspiramos a una comunicación íntima y plena, sin
secretos, que en su grado sumo equivaldría a una lograda relación amorosa. Se
mantiene la diferencia Yo / No-Yo, pero se transmuta lo No-Yo de un Ello
enfrentado y cerrado en sí mismo en un Tú dialógico.

Transformar lo No-Yo de un Ello en un Tú, de otro ajeno en un interlocutor.


Buscamos desentrañar el idioma de cada sector de la realidad para poder

42
comunicarnos con él. Tanto cuando hacemos ciencia pura como cuando
invocamos conscientemente a Dios, estamos a la búsqueda de ese gran Tú que
nos devele el sentido de encontrarnos siendo en este mundo y en esta
circunstancia.

h. La Póiesis o Creación de Mundos

Otro de los objetivos propios de la especie humana, independientemente de


raza, credo, clase social o cultura, es la póiesis (creación de mundos) o Arte.

Todos los seres vivos elaboran la materia que se encuentra a su alcance


para tornarla apta para su supervivencia. Para alimentarse y guarecerse,
transforman la materia circundante, provocando en ella reacciones físicas y
químicas.

La especie humana, en su actividad, genera además un determinado tipo


de realidades (pinturas, bajorrelieves, esculturas, estatuillas, artesanías, poesías,
narraciones, obras de teatro, sonidos, música, óperas, conciertos, murales,
danza, etc.) que responden a una necesidad de expresión y no a un requerimiento
de supervivencia.

El ser humano encuentra placer en la pura y simple auto-expresión, es decir


la producción de algo que pueda reconocer como auténticamente propio. Este
algo puede ser monumental, como el Guernica de Picasso o la epopeya del
Mahabharata, o cotidiano como un arreglo floral. Y así surgen objetos, hechos,
acciones y obras expresión de Yoes que se deleitan con la creación de productos
de su autoría.

El Yo necesita verse exteriorizado en obras o acciones del ámbito del Ello,


que reflejen de alguna manera su interioridad. Cuando esto sucede, lo
denominamos el “estilo” de una persona, una época o una cultura. Por ejemplo, el
estilo de Góngora o de Cortázar, de Van Gogh, de Beethoven, del expresionismo o
de la cultura celta. Ellos han logrado dejar impresas en lo Ello sus respectivas
“formas de ser”. Pero ello no sucede sólo con los grandes artistas: todos y cada
uno de nosotros tenemos nuestra peculiar y exclusiva “forma de ser”. Cuando
logramos plasmarla en un hecho concreto, grande o pequeño, que reconocemos
como íntimamente nuestro, nos sentimos particularmente felices y “realizados”
(nunca mejor aplicado este término tan remanido). Al conformar el mundo objetivo
para que, por una afinidad difícil de explicar desde la razón, refleje externamente
su interioridad, el Yo se explicita a sí mismo a través de lo Ello, utilizándolo como
medio de manifestación.

La expresión auténtica de mi propio ser siempre trae novedad al mundo,


pues todos somos maravillosamente diferentes. Cuando logro dar cauce exterior a
mi propia intimidad, el resultado es el surgimiento de algo nuevo en el universo. La
creación, el Arte, para ser tales, no requieren monumentalidad sino autenticidad..

43
Contrariamente a lo que afirma el Eclesiastés, no sólo existe lo nuevo bajo el Sol,
sino que es algo muy cotidiano.

La creación es el testimonio de la actividad de un Yo.

Todos nuestros gestos, aun los más ínfimos, si surgen “de dentro”, de la
fuente primigenia del Yo, son únicos, porque cada Yo es único. Dar expresión a mi
propia peculiaridad y exteriorizarla bajo una forma hasta ese momento inexistente
me gratifica muy especialmente. Lamentablemente, nuestra alienante civilización
del consumo no nos brinda muchas oportunidades en este sentido, y ello redunda
en detrimento de nuestra salud física y mental.

En la póiesis, el Yo modela lo No-Yo a su imagen: quiere verse allí re-


producido. Citemos el deslumbrante ejemplo de los jardines barrocos, en los que
la racionalidad de un momento cultural estampa su impronta en la Naturaleza. El
Yo exterioriza su identidad sin debilitarla; por el contrario, la afianza. Al salir
poiéticamente hacia fuera, su interioridad se enriquece. Al manifestarse a través
de lo No-Yo, el Yo afianza su propio ser. El Yo no se contenta con quedar
encerrado en su propio interior. Es, paradójicamente, una “ensimismidad
extrovertiente”. Caso contrario, es infeliz. Se vale de lo No-Yo para verse
“espejado” fuera de sí.

Por otra parte el Arte, esa exteriorización de lo interno, vehiculiza también el


diálogo entre Yoes; toda expresión auténtica de un Yo constituye una pro-
vocación, una in-vocación hacia los demás Yoes.

En la póiesis, el Yo se ex-pone, in-vocando la respuesta de algún Tú.

Como en el caso del conocimiento, el Yo no considera la separación Yo /


Ello como infranqueable, sino como un punto de partida, una materia prima a
moldear, una situación a transformar. En el origen de la creatividad del ser humano
se encuentra su necesidad interior de salir de sí, de “ex–presarse”, utilizando lo
Ello que encuentra “a mano”. De esta forma, el Yo se alteriza, se “pone fuera”. Si
dicha alterización es auténtica, tenemos una obra de arte, por ínfima que sea.
Caso contrario, surge un producto o conducta enajenados que no producen
gratificación. Como todo lo que hace el ser humano en este mundo, puede hacerlo
bien o puede hacerlo mal.

Al conocer, el Yo sale hacia fuera en actitud expectante, tratando de


aprender el “idioma” de lo No-Yo. En la póiesis, sale en actitud creativa, in-
formante, fecundante, postulativa. “Desde aquí” sale a ponerse “allí”; al hacerlo, se
“re-conoce” y se “pro-pone” a los demás Yoes como locutor, como generador de
mensajes.

La póiesis cumple entonces simultáneamente dos finalidades:

44
 Estructura expresivamente lo Ello para tornarlo portador de la
interioridad del Yo, y
 Constituye una señal de presencia de Yo para un eventual receptor, o
sea, para otro Yo.

Si extrapolamos la actividad de la póiesis llegaremos a:


 Una capacidad de creación, tanto de materia como de forma, por el
simple poder de la voluntad
 Un Yo como interioridad totalmente extro-vertida, transparente a los
ojos de todo otro Yo, usando lo No-Yo como mediación.

Una fantasía teológica

Séame permitido abandonar aquí por un instante el análisis


antropológico para incurrir en una fantasía teológica. Las Escrituras judeo-
cristianas afirman que hemos sido hechos “a imagen y semejanza” de Dios.
Mucho se ha especulado sobre el carácter de dicha semejanza. ¿No podría
ésta radicar en nuestra facultad de póiesis, de hacer surgir algo nuevo por el
puro gozo de crear y expresarnos?

Por supuesto que el ser humano, a diferencia de Dios, no puede –por


ahora- crear materia. Pero sí puede crear ideas, acciones, formas, estructuras
o relaciones que extroyecta hacia lo No-Yo, tiñendo e informando lo Ello. Dicha
actividad no se encuentra subordinada a fines de supervivencia, sino que
intenta plasmar una obra afín al ser del agente.

¿Nos equivocaremos mucho si, análogamente, vemos el mundo como la


manifestación poiética de Dios? Dios y el ser humano se asemejarían por su
capacidad de creación. Dios, a través del universo, estaría expresando su
propio ser.

El mundo aparecería así como un colosal mensaje a descifrar, cuya


clave sería nada menos que la naturaleza y el designio divinos.

Personalmente intuyo, detrás de la totalidad del Universo, al gran Yo que


se expresa a través de él. Dios, para mí, es el centro de irradiación de ser de lo
Ello, el “Yo de lo Ello”. En tanto Dios se manifiesta poiéticamente a través de la
totalidad de lo Ello, nosotros lo hacemos a través de sus parcialidades.
También nosotros, a semejanza de Él, utilizamos lo No-Yo para expresar
nuestra espontaneidad.

Ya hemos visto (Capítulo I) que las proposiciones acerca de Dios son


racionalmente indemostrables. Ni siquiera la existencia de otros “Yo” en
general –o del “Yo” divino en particular-, además de mi propio “Yo”, se puede
demostrar mediante la mera razón.

45
Sin embargo, Yo sé positivamente cuándo me encuentro frente a otro
Yo. Poseo un sentido que me indica cuándo me encuentro frente a una
espontaneidad, a un centro de ser distinto del mío propio. Podríamos
denominarlo “facultad de percepción del Otro”. El Yo intuye la expresión y el
llamado de otro Yo. Este sentido, como todos los demás, se encuentra
diversamente desarrollado en cada persona. Consideraremos este tema más
detenidamente en el próximo apartado. Dicha “facultad de percepción del Otro”
es la que debo ejercer para poder captar el mundo como expresión divina.

A través de una actitud expresiva (arte) o indagatoria (conocimiento), el


Yo aspira a la superación dialéctica de la diferencia Yo / No-Yo.

Esta necesidad de interacción del Yo con lo No-Yo, vehiculizada a través


de la póiesis y del conocer, nos conduce a otra de las grandes estructuras
yoicas: el diálogo.

i. La Necesidad de Diálogo

Para que haya comunicación, alcanza con que haya un lenguaje común, o
sea, un intercambio de mensajes. Así se puede decir que me comunico con una
computadora. También me “comunico” con la empleada de ventanilla que me
vende un boleto de subte o con el mozo del bar que me sirve un café. Mediante un
código común, emitimos y recibimos información: nos comunicamos. Dicha
comunicación sucede en la mayoría de los casos sin un compromiso real del Yo.

Pero un día, una mirada o un comentario provocan un cambio cualitativo


palpable en la relación. Se produce un encuentro, es decir, un reconocimiento
mutuo de presencia yoica. Dos centros de ser se presentan, se exponen y se
admiten mutuamente como tales. Dicho reconocimiento no sucede a través de
ninguno de los sentidos físicos: “No puedes ver al que ve, ni oír al que oye, ni
tocar al que toca…” dice una Upanishad10. El Yo posee la facultad no-sensorial de
percibir a otro centro de ser.

Dicho encuentro puede ser fugaz o bien puede desarrollarse en el tiempo.


Denominaremos diálogo a la expansión y crecimiento del encuentro en el tiempo.

Cuando un Yo reconoce a otro Yo, se dirige a él en la modalidad del Tú. Su


apertura es “tuificadora”, constitutiva de “Tú”. En un diálogo auténtico, ambos Yoes
cumplen simultánea y recíprocamente los roles de “Yo” y de “Tú”: propiamente, se
“tutean”.11

En mi relación cotidiana con el mundo de lo No-Yo, me topo además con


ciertas configuraciones (una silla, una piedra) que no dan señales de reconocerme
como el Yo que soy. Buber las caracterizó como el ámbito de lo Ello. Entre Yo y
10
Brhad-âranyaka-upanishad, III,4,2.
11
Este enfoque es obviamente deudor del magistral análisis de Martín Buber.

46
Ello no sucede el reconocimiento mutuo de dos centros de ser. Yo trato lo Ello
como algo que no tiene en su interior un foco de patencia de ser y lo Ello se
comporta conmigo de idéntica manera. Existe un mutuo ignorarse, una cerrazón
recíproca.

Sin embargo, si lo invocamos12 o nos sentimos invocados por él, dicho Ello
se transformará en un Tú. Es mi apertura la que varía: si sé escuchar, cada ente
me enviará su mensaje peculiar. Cada ámbito de lo No-Yo exigirá su propia
modalidad de encuentro y de diálogo.

Percibo la presencia de un Tú cuando, en respuesta a mi salida hacia lo No-


Yo, me siento, a mi vez, señalado, invocado, como “Yo”; se produce el encuentro,
quizás el diálogo. Intuyo otro “centro de ser” y me siento recíprocamente intuida
como tal por él.

Pero así como puedo ampliar el campo de los Tú, también puedo
restringirlo. Puedo cosificar al prójimo tratándolo como si fuera un Ello, o sea, no
reconociéndolo como foco de ser ni dejándome reconocer como tal por él. Esta
relación, lamentablemente tan frecuente en nuestro trato cotidiano, resulta
mutuamente empobrecedora.

“Tú” y “Ello”, si bien caracterizan distintas modalidades de aparecer lo No-


Yo, no constituyen compartimentos estancos, fijados de una vez para siempre.
Corresponden en realidad a dos actitudes del Yo, que podríamos denominar,
siguiendo a Buber, “Yo cosificante” y “Yo dialogante”. Este último posee una
actitud receptiva al ser de lo Otro. El Yo cosificante, en cambio, se cierra sobre sí
mismo y a la vez atribuye esta cerrazón a lo No-Yo, cosificándolo. En este caso
ambos, Yo y No-Yo se cosifican, se cierran, se aíslan.

“Yo”, “Tú” y “Ello” resultan ser términos correlativos. Habitualmente, lo Ello


soporta pasivamente mi actividad de conformarlo. Pero si cambio mi actitud, lo Ello
puede volverse un Tú y sorprenderme -si me dejo sorprender. El adiestramiento o
la domesticación pueden constituir una peculiar forma de diálogo con los
animales, visible en las demostraciones hípicas o circenses.

La caída en el mundo de lo Ello consiste precisamente en la pérdida o


disminución de la capacidad de diálogo, la degradación del Yo dialogante en Yo
cosificante. En esta última modalidad existenciaria, cosificamos y somos
cosificados, aislamos y somos aislados. El ser humano, en su evolución espiritual,
ansía pasar de Yo cosificante a Yo dialogante.

San Francisco de Asís constituye un ejemplo de Yo dialogante llevado a su


máxima expresión. El podía percibir un Tú en todos los seres, grandes o
pequeños, animados o supuestamente “inanimados”.

12
En el sentido etimológico de “vocación” como “llamado”.

47
La Capacidad de Diálogo y la Libertad

No todos los entes poseen libertad; pero ello no invalida su aptitud para ser
un Tú en potencia. La Cábala, el sistema místico del judaísmo, lo expresa
alegóricamente afirmando que cada ente “inanimado” está regido por un ángel.
Por ejemplo, el planeta Tierra tiene un ángel que lo gobierna, haciéndole cumplir
todas las leyes físicas, químicas y biológicas instituidas por la Inteligencia Divina.
Dicho ángel no es libre, porque no puede apartarse de las órdenes divinas, pero
no por ello deja de ser un interlocutor en potencia si sabemos “sintonizar” la “onda”
adecuada.

Todos los seres que conocemos, con excepción del ser humano, aceptan
sumisamente la colosal voluntad de Dios que se expresa a través de ellos: leyes
inmutables grabadas en la materia, conductas instintivas de los seres vivos.
Nosotros mismos, en este nivel de realidad, estamos muy lejos de ser totalmente
libres. Fuera de nuestro poder de decisión quedan el hecho mismo de nuestra
propia existencia, su modo y circunstancias (este cuerpo, esta familia, esta fecha
de nacimiento y de muerte, este país, este estrato social, etc.), el funcionamiento
de nuestros órganos y sistemas (respiración, digestión, latido cardíaco,
fecundación, gestación, regeneración epitelial, etc.). Pero todo Ello, libre o no,
puede tornarse un Tú, y viceversa. Todo dependerá de la actitud que adopte el Yo.

j. El Encuentro

En toda expresión auténtica sucede la mostración, el develamiento del Yo.


El Yo encuentra allí la oportunidad para revelarse tal cual es, manifestándose en la
modalidad “salir hacia otro Yo”. Si dicha ex-presión es captada por otro foco de
ser, se produce el encuentro. El encuentro motiva y alienta la mutua mostración.
Se constituye en una recíproca incitación al desocultamiento, a la aventura del
mutuo descubrimiento y expansión del propio ser que se plasma en el diálogo. El
diálogo brinda la ocasión de alétheia, ser en la verdad como de-velación. Es el
locus de la mutua comprensión, de la revelación del ser verdadero de cada
interlocutor, para-sí y para-el-otro. La mirada amorosa del Otro arroja luz sobre mi
intimidad, y a su vez mi mirada resulta develadora de su ser interior. Accedo al
conocimiento profundo de Mí y del Otro. El diálogo exitoso consuma una tercera
variante –además de la póiesis y del conocimiento- de la superación dialéctica 13 de
la división Yo / No-Yo.

El Ocultamiento

Pero en este nivel de realidad en el que nos hallamos, el Yo puede también


deliberadamente evitar el encuentro, mediante el ocultamiento. Al ser libre, el ser
humano tiene abierta la opción para la mentira o ser inauténtico. Cuando, en lugar
de permitirse ser sí mismo, el Yo se embreta en roles a los que luego se aferra

13
Que a la vez niega y conserva

48
desesperadamente, la mirada del Otro puede tornarse un infierno, pues lo fuerza a
develar lo que pretende ocultar.14

Esta preeminencia del rol, de la máscara, del personaje por sobre el Yo


auténtico señala el predominio del Yo cosificante, cerrado y egoísta, por encima
del Yo dialogante, abierto y receptivo. El diálogo se ve frustrado por el
autoocultamiento total o parcial del Yo. Avanza lo Ello sobre el Tú, lo cuantitativo
sobre lo cualitativo.

El yo egoísta prefiere acumular en lugar de compartir, someter en lugar de


respetar. En consecuencia, va quedando cada vez más solo, más aislado, en el
silencioso mundo de lo Ello. Como el Harpagón de Molière, su único disfrute
consiste en contar y recontar las riquezas materiales que acapara.

Al ver al Otro como un Ello, el Yo cosificante ejerce sin culpa el


sometimiento de su voluntad, subordinándola a sus propios fines egoístas. Pero
esta actitud tiene un efecto boomerang: quien cosifica se priva del goce de la
relación dialógica, acabando a su vez también cosificado. No se puede ejercer
violencia sobre un semejante sin violentar a la vez la propia naturaleza,
degradándola. Ningún tirano puede disfrutar de paz y armonía interior.

El Yo cosificante, llevado a su máxima expresión, conduce al egoísmo


absoluto, a la máxima cerrazón sobre sí mismo y sobre los demás. Se pierde la
aventura de la apertura dialógica, infinitamente más gratificante y enriquecedora,
pudiendo sólo acceder a un nivel autista de dicha, más cercano al ser cósico que
al ser humano.

En este nivel de realidad, el Yo puede equivocarse en detrimento propio.


Paradójicamente, puede elegir ser deficientemente. En el capítulo siguiente
intentaremos dilucidar los fundamentos ontoteolóogicos de dicha situación.

Ahora continuaremos explorando cuál sería el posible desarrollo máximo de


la situación dialógica.

Hemos visto que, al expandirse y crecer en el tiempo, el reconocimiento


mutuo de presencia yoica (“encuentro”) evoluciona a “diálogo”. Este, a su vez, al
afianzarse, sufre un salto cualitativo y se transforma en amor. El amor, fenómeno
inexplicable desde el ámbito del Yo cosificante, consiste en el deseo del bien del
Otro. Supera a la actitud egoica, que se limita al deseo del bien propio. En el amor,
la direccionalidad del Yo apunta hacia el bienestar de lo No-Yo. Se llega a producir
el olvido del Sí-mismo con vistas al Otro. En la vida cotidiana, lo vemos florecer
con frecuencia en la relación madre-hijo. Los grandes maestros de todas las
tradiciones nos piden que extendamos el amor a toda la humanidad. Más aún:
también podemos amar a los animales, a las plantas, a las piedras, al planeta y al
universo todo.

14
Cfr. la obra de teatro Huis-clos de Jean-Paul Sartre.

49
Si somos capaces de ver en todo No-Yo a un Tú, podremos acceder al
deseo del bien de todas las criaturas. La extrapolación del amor nos conduce al
reinado del amor universal, anticipado en Isaías XI, en el cual cada criatura desea
el bien de todas las demás, consumándose la superación terrenal de la egoicidad,
es decir la máxima negación posible del yo en el marco de la separatividad de las
conciencias.

En aquel día el lobo y el cordero se echarán juntos, y el leopardo y las


cabras estarán en paz. Los becerros y el ganado engordado estarán a
salvo entre los leones, y un niñito los pastoreará a todos. Las vacas
pacerán entre los osos: los cachorros y los terneros se echarán juntos, y los
leones comerán hierba como las vacas. Los bebes gatearán seguros entre
las serpientes venenosas, y el niñito que meta la mano en un nido de
víboras no sufrirá ningún daño. Nada habrá perjudicial ni destructivo en
todo Mi santo monte, pues así como las aguas llenan el mar, la Tierra
estará llena del conocimiento del Señor.

j. La Intuición de Dios

La actividad religiosa, es decir, aquella cuya inteligibilidad remite a la


existencia de una o más entidades sobrenaturales, caracteriza a la especie
humana desde su aparición sobre este planeta. En ningún otro animal se avizoran
siquiera atisbos de conductas que revelen una comprensión de esta índole.

Desde los albores de su historia, el ser humano intuye el poder


imperceptible que sustenta lo perceptible. Le ha atribuido sucesivamente formas
múltiples o unitarias, más o menos “terrenales”, variables según el ámbito cultural
y el momento histórico. Pero a medida que la humanidad evoluciona, va buscando
cada vez más lo no fenoménico detrás de lo fenoménico.

El homo sapiens se pregunta cómo suceden las cosas; el homo spiritualis


se pregunta por qué y para qué suceden. Generación tras generación, se
empecina en una búsqueda absurda desde un punto de vista estrictamente
natural.

Dios, por definición, no puede ser un ente natural. Como debe dar cuenta
de la existencia de todo lo natural, no puede estar encerrado en sus límites.

Ignorando toda lógica convencional, el homo spiritualis salta por encima de


las barreras de sus propias determinaciones, ansiando aquello que ni siquiera
puede concebir. Se constituye así la paradoja de un ser que postula la existencia
de algo que, por definición, lo trasciende, pues excede los límites de su propia
condición.

Esta “sed” de Dios resulta racionalmente incomprensible en el marco de


una concepción puramente natural del ser humano: ¿cómo podría, en efecto, un

50
ser “salirse” de su propio marco dimensional y bucear en coordenadas ajenas a
las de su propia existencia? Sin embargo, hay que rendirse a la evidencia de
millones de seres humanos a lo largo de la historia y de la prehistoria: la
humanidad indaga más allá de sus propios límites espacio-temporales.

Las diversas religiones no sólo han postulado la existencia de una o más


entidades sobrenaturales, sino que además les han atribuido una participación
activa y trascendental en el acontecer terrenal. Como en todos los asuntos
humanos en este mundo, tampoco sobre este punto hay acuerdo universal: pero
aun los ateos que niegan su existencia comprenden qué significa la expresión
“ámbito de lo sobrenatural”. Esta misma comprensión ontológica distingue al ser
humano como “ciudadano de dos mundos”, no limitado al campo de lo natural.

La consideración alternativa le permite al ser humano ver que las cosas que
lo rodean no son Dios. Pero ¿de dónde extrae siquiera la idea de Dios y, en
general, las ideas que superan en excelsitud a las realidades de este mundo?
¿Alcanzará para explicarlo con recurrir a la facultad de la imaginación, o habrá que
suponer estancias en otros órdenes de realidad? La investigación parapsicológica
no ha dado hasta ahora un corte científico a esta disyuntiva. Las diversas
religiones y espiritualidades, en cambio, se pronuncian decididamente por la
segunda alternativa.

¿Cuál sería la culminación extrapolada de esta búsqueda de lo Divino? El


anhelo del devoto se vería colmado con una vida eterna de contemplación
beatífica de la divinidad. En la cercanía de este ser cuyas características no puede
describir confía el homo spiritualis encontrar la plenificación de sentido de su vida.

k. La Búsqueda de la Felicidad

Ya señaló Aristóteles que todo miembro de la especie humana anhela eso


que designamos con el nombre de “felicidad”. Bajo todos los macro-objetivos
mencionados hasta ahora subyace la búsqueda de dicho estado. Cada ser
humano intenta ser feliz a su manera; su forma de lograrlo, en la cultura
occidental, se subsumirá bajo alguno de los ítems anteriores.

Con frecuencia se confunde “felicidad” con “placer”.

El placer está ligado a la satisfacción de una carencia. Puede tomar la


forma de una sensación de bienestar físico relacionado con los órganos de los
sentidos (el placer de una buena mesa, de un concierto, o el placer sexual, por
ejemplo), de un gozo intelectual (resolver un acertijo o un problema matemático) o
moral (vencer las propias tendencias negativas, ejercitar la fuerza de voluntad,
cumplir con un deber).

51
El yo psicológico accede a lo físico, a lo intelectual y a lo moral a través del
tiempo. Como todo lo temporal es perecedero, el placer que de ello depende
también lo es.

La persona desearía que el placer fuera eterno, que no se acabara jamás.


¿Por qué? Porque a través del placer, en realidad lo que está buscando, es la
felicidad. Pero un estado continuo de placer es inconcebible, pues para que se
produzca el placer tiene que haber existido previamente un estado de necesidad.
Una buena mesa sin interrupciones termina por hartar, pero… ¡qué diferencia si
accedemos a ella después de un día de ayuno! Y lo mismo sucede con todos los
demás placeres.

El placer depende de lo No-Yo, y como este último es cambiante, el placer y


su contrario, el displacer, también lo son.

Y ¿qué es la felicidad?

Lo que solemos denominar “felicidad” se caracteriza por una vivencia de


alegría profunda, de bienestar existencial, de armonía con el cosmos. Cuando
somos felices, percibimos que “todo está bien”, que “todo está en su lugar”. Nos
sentimos satisfechos con el orden existente, con un sentimiento de paz interior y
de contento espiritual. No se trata de una actitud conformista; por el contrario,
aparece asociada al proceso de realización de la propia vocación, las propias
potencialidades latentes. La felicidad suele aparecer durante la lucha por el logro
de una meta; el placer, al logro de la misma. Por ello el placer es efímero, mientras
que la felicidad puede acompañar toda una vida.

Podríamos caracterizar la felicidad como un “estado de vivencia aumentada


de ser”. Tanto el yo psicológico (pensamientos, sentimientos, emociones,
fantasías) como el resto de lo No-Yo (el mundo de lo determinado en general) se
perfilan con más detalle y profundidad, como si tuvieran más “densidad de ser”. El
Yo parece brillar con más intensidad de ser: lo vive todo con más definición, con
más “luz”, con “más realidad”.

Cuando somos felices, “fluimos” con el mundo: no le resistimos. Utilizamos


la corriente que nos toca para navegar hacia la meta –no luchamos contra ella. La
felicidad consiste en un sometimiento gozoso al orden del cosmos, un sentirse
integrado al orden del universo; sentimos que cada cosa, incluyéndonos a
nosotros mismos, ocupa el lugar que le corresponde, aunque no podamos
comprenderlo del todo.

El ser feliz no percibe el mal como tal. Visualiza cada carencia como una
oportunidad de cooperar con la creación, el mantenimiento y el enriquecimiento
del universo.

La persona que ha accedido al estado de felicidad depende cada vez


menos, para mantenerlo, de las vicisitudes cotidianas. Los acontecimientos

52
diarios no son los determinantes de su estado de ánimo. Si bien la afectan, lo
hacen en mucho menor medida que a quien está centrado en la búsqueda del
placer. La felicidad descansa sobre un estado de consolidación interna del Yo, que
se manifiesta en un desapego de los bienes transitorios.

Como en este mundo siempre el ser humano encontrará algo para corregir,
algo que esté “mal”, los logros obtenidos, sean cuales fueren y de cualquier
ámbito, nunca son definitivos. Por eso la felicidad aparece más ligada con la lucha
que con la victoria. Más que depender del logro de algún objetivo en particular,
tiende a constituirse en un estado del Yo independiente de las vicisitudes externas.

Sin embargo, en este nivel de realidad, la felicidad absoluta es imposible,


pues estamos encarnados en una dimensión espacio-temporal y por lo tanto
ligados, en mayor o menor medida, a lo mutable y perecedero. El amor a los seres
de este mundo se ve constantemente amenazado por lo efímero de su existencia.
Por ello el ser humano, en algún momento de su evolución, comienza a buscar en
lo eterno (llámese conocimiento, espiritualidad o arte) un asidero firme para su
vida.

¿Cómo sería esa felicidad absoluta, es decir, la felicidad extrapolada a su


máxima expresión?

Sería un estado eterno de hipervivencia de lo real, acompañado por un


estado de contentamiento, de armonía con el cosmos, de percibir que “todo está
bien”.

El propio Dios bíblico nos da un ejemplo, en el relato de la Creación


(Génesis I,1), acerca de cómo acceder a la felicidad en este mundo. Luego de
cada una de las etapas creativas, contempla Su obra y “ve que está bien”. ¡Pero
seguramente no “estaba bien” en un sentido de completitud o acabamiento,
porque si no, no hubiera proseguido su labor de creación, sino que la hubiera
concluido allí mismo! “Estaba bien” como una etapa del camino a recorrer. El
despliegue temporal torna perfectible la realidad. La clave de la felicidad radica en
ver que todo está bien, aunque todavía esté incompleto. Es un estado interior que
ilumina lo real, elevándolo al estatus de “bien”. La infelicidad consiste en la
percepción del mal detrás de cada bien. La felicidad, en cambio, percibe el bien
que existe detrás de cada mal.

l. El Paraíso Recuperado

Propongo ahora al esforzado lector que me acompañe en la siguiente


ficción: imaginar que la especie humana ha logrado en forma completa la
concreción de los objetivos generales que hemos estado analizando en este
capítulo, de modo tal que estuvieran al alcance de todos. ¿Cómo viviríamos?

Nuestro cuerpo funcionaría sano y eficiente: no constituiría un obstáculo


para el ejercicio de nuestra voluntad, sino un medio para su cumplimiento. No

53
haciéndose sentir, casi como si no existiera, se adaptaría dócilmente a nuestros
designios.

Seríamos inmortales: no nos abrumaría la perspectiva de la muerte.

Podríamos desplazarnos instantáneamente a voluntad y sin esfuerzo a


cualquier lugar del espacio, y quizás del tiempo, así como comunicarnos de la
misma forma con cualquier Yo en cualquier lugar del universo.

El confort, en su máxima expresión, implicaría el logro de nuestras


voliciones con sólo accionar nuestra mente. Nuevamente la eficiencia absoluta de
del cuerpo en este estado ideal sugiere su ausencia. Cada uno de nosotros
actualizaría plena y absolutamente su voluntad, en el marco del respeto a la
voluntad ajena.

Conoceríamos lo que sucede en todo tiempo y lugar, accediendo a la


revelación total del universo. No sólo seríamos cuantitativamente omnisapientes,
sino que comprenderíamos la causa y la finalidad últimas de la existencia del
mundo.

Nuestra capacidad creativa, totalmente actualizada, nos permitiría modificar


y crear forma y materia a voluntad.

Cada Yo, además, se expresaría con la máxima autenticidad y


transparencia, exponiéndose sin ocultamientos a los ojos de los demás. Cada Yo
habría evolucionado a la categoría existenciaria de Yo dialogante, en su apertura
máxima del amor universal, o sea, el deseo del bien de todo Otro. El reinado del
amor universal tornaría superfluas las restricciones externas al ejercicio de la
voluntad. Todos adaptarían espontáneamente y sin necesidad normas coercitivas
su accionar a la prioridad del bien de todos. Y si aceptamos que la sabiduría
florece en la conjunción del conocimiento con el amor, deberemos admitir que
seríamos todos sabios.

Nada habrá perjudicial ni destructivo en todo Mi santo monte, pues así


como las aguas llenan el mar, la tierra estará llena del conocimiento del Señor.
(Isaías XI, 9)

Todos conocerán a Dios. Todos tendrán acceso a la patencia de Su


presencia. Según Isaías, esto provocará la desaparición del mal sobre la faz de la
tierra. En efecto, “conocer” a Dios en el marco ideal de un encuentro amoroso,
implica comprender sus designios para este mundo. El mal cobraría un sentido en
el plan divino, apareciendo en realidad como un bien dentro de un contexto mayor.
En la cercanía de Dios, máximo amor y máxima sabiduría, esperamos que
nuestras dudas existenciales se derritan como la nieve al fuego.

Además, el propio “conocimiento del Señor” provoca una mutación hacia el


bien. El bien absoluto atrae por la fuerza de su sola presencia, abrasando con Su

54
luz todas las impurezas. También nuestra necesidad de amor se vería colmada por
el reinado del amor universal entre las criaturas y por la proximidad a la fuente
suprema del amor.

Y entonces ¿qué duda cabe? vivenciaríamos ese estado de completitud,


gozo y contentamiento con el ser que denominamos felicidad.

ll. Conclusión

Hemos intentado discriminar aquí las grandes asíntotas hacia las que
tiende la actividad humana, en sus rasgos más significativos y generales.
Consignando los macro-objetivos de la especie humana, los hemos llevado a su
máxima expresión posible, imaginando cómo sería nuestro estatus existencial en
caso de que alcanzaran cumplimiento absoluto.

El resultado es sumamente notable: revela el acceso a un estado muy


similar al que, en todas las culturas, la humanidad atribuye a la divinidad
(omnisapiencia, omnipotencia, amor absoluto, omnipresencia). Se trata de un
mundo en el que han sido superadas las barreras del espacio, del tiempo y del
egoísmo: un mundo de seres espirituales omniscientes, todopoderosos, amorosos
y felices. Lo extraño es que se trata de un modo de ser cuyas características no se
encuentran en este nivel de realidad.

La humanidad tiende, en su actividad, a crear un modo de vida cuyo


modelo no se halla en este universo material.

¿Tenemos acaso grabados en nuestros genes recuerdos ancestrales de


otras formas de vida que intentamos reproducir? ¿Nuestra facultad de creación
nos permite lucubrar “algo nuevo bajo el Sol”, mal que le pese al Eclesiastés? 15

No somos una tabula rasa como quería Locke, sino que traemos impresos
objetivos por lograr que no son de este mundo y que, por lo tanto, no pueden
provenir de él. Nuestra “programación” excede el nivel de realidad en el que nos
hallamos siendo.

Consideremos, a modo de contraejemplo, el caso de los demás animales.


Están tan adaptados a su medio a través del programa “instinto” que, si se los
somete a variaciones significativas de sus condiciones de hábitat, la mayoría de

15
Aunque también en Eclesiastés (III, 15) leemos: Lo que ahora existe ya existió en lo antiguo y lo que va a
existir ya ha existido; Dios hace que vuelva lo que ya fue en el lejano pasado y desapareció. Esta cita parece,
a primera vista, apuntar hacia una concepción cíclica de la historia. Pero dentro de nuestro marco de análisis,
podríamos interpretarla como una referencia a ese pasado que suele aparecer en los mitos de todas las
tradiciones como “paraíso” o “edad de oro”; un estado que se distingue antológicamente del actual, que por
algún motivo perdimos y que intentamos reconstruir con los elementos materiales que encontramos a nuestro
alcance.

55
las especies perece. El ser humano, en cambio, habita desde el Polo hasta el
Ecuador, ha ido a la Luna y explora el espacio exterior.

¿De dónde proviene el programa? ¿Quién, cómo y por qué lo “imprimió” en


nuestro ser? ¿Por qué deseamos transmutarnos en seres diferentes de lo que
somos, saltar de nivel de realidad? ¿Cómo es que deseamos algo que no es de
este mundo?

Todo funciona como si hubiéramos conocido previamente un estado


“angelical” de ser que intentamos restablecer.

La humanidad ha expresado esta intuición de su naturaleza “angelical” no a


través de la ciencia -más proclive a ocuparse de lo puramente sensible o racional-
sino a través del mito, la leyenda, la religión y el arte. Todas las culturas refieren,
con distintos nombres, una edad de oro, un paraíso o un estado edénico previos a
una degradación.

El ser humano percibe su modo de ser actual como un estado de alguna


manera inadecuado o insuficiente, que no es el que debiera ser.

El defasaje entre ese modo de ser deseado y el modo de ser en el que nos
hallamos siendo constituye, propiamente, lo que llamamos el mal. Cuanto más se
aleje la realidad de dicho ideal, mayor nos parecerá el mal con el cual debemos
habérnoslas. La percepción del mal presupone una comparación entre un mundo
dado real y un estado no-real de las cosas.

La percepción del mal nos provoca sufrimiento. Por lo tanto, la causa última
del sufrimiento humano radica en hallarnos siendo en un mundo que juzgamos
falible, en condiciones de vida imperfectas, siendo capaces, al mismo tiempo, de
imaginar y anhelar otras diferentes. Encontramos que ni nuestro mundo ni
nosotros mismos son lo que debieran ser, y denominamos “mal” a la diferencia
entre el ser y el deber ser de ambos.

El mal es la distancia que separa el ser del deber ser. El sufrimiento


proviene de la conciencia de esa distancia, cuando es vista como insalvable.

No sabemos porqué, pero nos encontramos en una situación a mitad


camino entre lo absolutamente bueno y lo absolutamente malo, entre el infierno y
el paraíso. El mundo sensible es maravilloso, complejo y bello: testimonia un
poder y una inteligencia superiores, pero carece de ciertos elementos que el ser
humano le quiere agregar. Este estado de inadecuación básica a la propia
circunstancia no se encuentra en ningún otro ser natural.

Dicha inadecuación básica es problemática, pues suscita los siguientes


interrogantes:

56
¿Hemos existido previamente en ese estado hacia el cual tendemos? ¿Lo
hemos conocido de alguna manera?

En caso afirmativo, ¿por qué caímos o nos alejamos?

En caso negativo, ¿por qué lo añoramos? ¿De dónde puedeprovenir esa


capacidad humana de desear algo mejor que lo dado?

La indagación acerca de estas preguntas proviene del campo de la


espiritualidad, la religión, la mitología y la teología.

57
CAPÍTULO VI
EL PORQUÉ DE LA DEFICIENCIA

Hemos visto en el capítulo anterior que el ser humano, en su diaria


actividad, va tendiendo hacia el logro de macroobjetivos cuyo modelo no es de
este mundo. Surge entonces la pregunta: ¿de dónde extrae dicho modelo?

Un ser puramente natural no tiene la posibilidad de trascender su propia


condición. Los minerales, vegetales y animales a nuestro alrededor, generación
tras generación, mantienen los mismos hábitos de alimentación, refugio,
comunicación y convivencia, exceptuando aquellos que conviven con el ser
humano. Sólo la humanidad tiene historia, una historia que va marcando una
evolución.

La especie humana posee las facultades de la imaginación y de la fantasía,


que le permite imaginar entes y acontecimientos que nunca existieron en el mundo
percibido por los sentidos. A su vez, la fantasía es posible gracias a la
consideración alternativa, que le permite ver lo que una cosa no es.

Vemos expresarse dicha facultad en el arte y, en general, en todas las


creaciones poiéticas de la humanidad, tanto las grandiosas como las íntimas.
“Crear” implica hacer surgir algo donde antes no lo había. Por lo tanto, es lícito
afirmar que las metas que el ser humano postula para sí, inexistentes en la
naturaleza, constituyen también una creación poiética. Se revela así como un ser
natural que, sin embargo, trasciende su ámbito: el ser humano tiene algo de
sobre-natural.

Aun prescindiendo de la hipótesis de un estado paradisíaco previo,


debemos admitir que la especie humana es portadora de una semilla que la
impele a trascender este mundo, actuando como motor de transformación
consciente del mismo. La esencia del ser humano no se agota en sus
características naturales (satisfacción de las necesidades materiales de
alimentación, abrigo o reproducción). Hemos recorrido en el capítulo anterior
algunos de los principales fines netamente humanos.

Desde una perspectiva creyente, resulta imposible dejar de cuestionarse


cuál pueda ser el sentido de haber colocado Dios un ser con anhelo de perfección
en un mundo imperfecto, en el cual parece “no encajar”. Esta bipolaridad provoca
inevitablemente en dicho ser una tensión que lo impulsa a intentar modificar su
circunstancia. El ser humano modifica su entorno dramáticamente más que el
resto de los seres naturales.

58
La conciencia de un defasaje entre “ser” y “deber ser” fundamenta,
asimismo, nuestra percepción del mal y su secuela de sufrimiento. Quien no
discrimina en lo existente lo “bueno” y lo “malo” no sufre ni intenta modificar una
realidad percibida como deficiente para aproximarla a un ideal preestablecido.

El Porqué de la Deficiencia, según el Génesis

Según el relato bíblico (Gén., III:5-6), hemos deseado conocer la diferencia


entre el bien y el mal. Como resultado de ello, caímos a un mundo de
imperfecciones, sufrimientos, dolor y muerte. ¿Cambió realmente el ámbito óntico
o tan sólo nuestra perspectiva acerca de la realidad? Si fuéramos inocentes, como
los demás animales, aceptaríamos sumisamente lo dado tal cual es, en actitud
leibnitziana, conformes con el mejor de los mundos posibles, a saber, el real. En
cambio, somos como dioses (Gén., III:5): discriminamos lo bueno de lo malo,
añoramos un mundo mejor y creamos realidades nuevas.

Partimos del supuesto de que, así como nuestro cuerpo es una forma de la
materia universal, también nuestra conciencia individual es una forma de la
conciencia universal, Dios individualizó la conciencia al dotarla de un cuerpo
material. La pareja arquetípica, al comer el fruto del conocimiento del bien y del
mal, no sólo modalizó lo existente en bueno / malo, agradable / desagradable, y
demás polaridades. También “achicó” su conciencia a un puntual “desde aquí”, a
un ser material perecedero, sede, en su finitud, de la dualidad sí / no, otorgando
preeminencia a su condición de mortal, pero sin perder por ello una inexplicable
nostalgia por un mundo diferente.

Dijo Adonai Elohim: He aquí que el hombre se siente similar a uno de


nosotros para conocer el bien y el mal y ahora, no sea que tienda su mano y tome
también del árbol de la vida y coma y viva para siempre. Le expulsó Adonai
Elohim del huerto de Heden, para trabajar la tierra, desde donde había sido
tomado. (Gén. III,
22-23)

Dios le insufla vida a Adán mediante Su aliento (Gén. II, 7). Después del
episodio del fruto prohibido, en una actitud aparentemente contradictoria, coloca
una espada flameante para impedirle el acceso al Arbol de la Vida (Gén. III, 24). Si
Dios no hubiera querido que Adán permaneciera con vida, Le hubiera bastado con
retirarle el aliento vital previamente insuflado. El aliento vital divino es
autosustentante por definición: no requiere de ningún agente externo -llámese
“Arbol de la Vida” u otro- para subsistir en su ser. Quizás debamos comprender
entonces que el “Arbol de la Vida” proporciona vida eterna al cuerpo material de
quien ingiera su fruto. Ello no formaba parte del designio divino: quizás no
estábamos destinados a la vida eterna en el modo de ser corporal individualizado.

La actitud divina bien podría tender a evitar, en Su misericordia, que el ser


humano se vuelva inmortal en este estado parcializado de ser en el que ha caído

59
al adoptar una conciencia de dualidad. Penoso sería estar condenados a la vida
eterna en un mundo de imperfección y sufrimiento. Envejecer interminablemente
en este cuerpo físico no constituye por cierto una perspectiva demasiado
atrayente…La vida eterna que añoramos en nuestras fantasías no conlleva
decrepitud y envejecimiento constantes, sino una plenitud de ser con cierto
componente intemporal que remite a un nivel de realidad distinto de aquél en el
que nos encontramos siendo.

Según el relato bíblico, hemos caído por nuestra propia cuenta en esta
dimensión de la conciencia, por “mal” uso de nuestro libre albedrío. Pero Dios
respeta nuestra decisión: no “rebobina” hacia atrás los acontecimientos a la
manera de un salvador Deus ex machina, sino que, por algún motivo, permite que
nuestra existencia se desarrolle en un mundo transido de negatividad y de
falencias, en el que aún la violencia, por ejemplo, no es patrimonio exclusivo de la
libertad humana, sino que aparece en todos los niveles de la Naturaleza. 16

Las Ventajas de un Mundo Defectuoso

Si en la obra de un ser inteligente, todo debe tener un sentido, entonces es


lícito preguntarnos: ¿qué puede ofrecer al ser humano un mundo defectuoso, a
diferencia de uno perfecto? He aquí una lista de posibles respuestas:

1. La necesidad de perfeccionarlo. Y aquí Dios-Universo Inteligente le


brinda al ser humano la oportunidad de co-operar, de ser co-partícipe
en la tarea creativa de Dios.
2. Valorar la ayuda mutua, aprender la solidaridad. Al no ser
omnipotentes ni auto-suficientes, nos vemos obligados a recurrir al
prójimo en busca de colaboración. Con el tiempo aprendemos que la
solidaridad es mucho más gratificante que la violencia. Los
ecosistemas testimonian la misma idea de cooperación, solidaridad e
interdependencia.
3. La necesidad de desentrañar el sentido oculto del ser. En un mundo
perfecto, dicho sentido sería transparente. Aquí nos vemos obligados
a intentar, por nuestra propia cuenta, riesgo y esfuerzo, el
desocultamiento del eclipse divino.
4. La libertad de creer o no creer en Dios. En un cosmos perfecto, la
patencia divina dejaría un margen nulo a nuestra libertad.

16
Cabe acotar que, en un primer momento de la Creación, tanto el ser humano como los demás animales eran
vegetarianos (Génesis, I:29-30). Si bien las plantas también son seres vivos, parecen tener un nivel de
conciencia y sufrimiento menor que el de los seres más evolucionados de la escala biológica. Dado que la
Tierra conforma un ecosistema cerrado, parece imposible evitar que la vida de unos implique la muerte de
otros, al menos de los vegetales. Según el texto bíblico, habría tres etapas en la obra divina en esta Tierra: a)
un estado paradisíaco, b) el estado actual y c) un estado futuro en el que se vuelve a abolir la violencia de la
faz de la Tierra (Isaías XI:6-9). El ser humano pasa del estado a) al estado b) por su desobediencia a las
directivas divinas, pero parece arrastrar consigo, en su caída ontológica, a los demás seres vivos. ¿Cómo
subsistían los seres vivos en el estado edénico?

60
5. La historia, el cambio, la evolución, eventualmente el progreso. La
completitud de un mundo perfecto impediría cualquier mutación.
Consecuentemente, nuestras relaciones con todos los niveles de la
realidad (Dios, mundo, seres humanos, seres naturales) se
desenvuelven históricamente.
6. La presencia del trabajo en el logro de los objetivos humanos.
Obtener lo que deseamos, sea lo que fuere, nos cuesta trabajo. Tras
la expulsión del Paraíso, el mundo inmediato y accesible se
transformó en ajeno y distante, mediatizándose; nada estuvo más “al
alcance de nuestra mano”.

Parirás con dolor. (Gén. III:16)

Con el sudor de tu rostro cultivarás la tierra… (Gén. III;19)

Si queremos compatibilizar nuestra situación existencial con la creencia en


un Dios sabio, todopoderoso y amante, deberemos admitir que los rasgos
anteriores sugieren poderosamente que este mundo es un lugar de aprendizaje,
una oportunidad de crecimiento y evolución.

El texto bíblico parece sugerir que la lección hubiera podido ser menos
amarga de asimilar. Se podría interpretar que, en un principio, Dios nos instaló en
la separatividad insertándonos en una forma corporal efímera, pero sin permitirnos
perder el recuerdo de nuestra esencia inmortal. Centrados en la chispa divina
interior, la pareja arquetípica no concedía mayor importancia a la condición
corpórea. No se percibían desnudos, carenciados ni mortales (Gén. II;25 y Gén.
III; 3). Amos y guardianes de los demás habitantes del agua, del aire y de la tierra
(Gén. I;28), no sentían vergüenza ante la mirada del otro sobre el propio cuerpo.

Luego la serpiente pondrá a prueba, con sus semi-verdades, la confianza


de Eva en Dios. Aparece por primera vez la utilización falaz, o por lo menos
ambigua, de la palabra. A mi modo de ver, Dios y la serpiente utilizan el término
“morir” en dos sentidos diferentes. Adán y Eva, en efecto, ya eran mortales, pues
el cuerpo de Adán había sido hecho con polvo de la tierra (Gén. II;7). y el de Eva
con parte del cuerpo de Adán (Gén. II:21-22). Ambos, a su vez, poseían un
aspecto inmortal, a saber, el hálito de vida insuflado por Dios directamente a Adán
(Gén. II;7). e indirectamente a Eva, “fabricada” a partir del cuerpo vivo de Adán.
Este aspecto, la Vida misma, parte de Dios, es inmortal, y a ello se referiría la
serpiente al afirmar: Morir, no habréis de morir (Gén. III;4).17

Adán y Eva, en el Paraíso, antes de conocer el bien y el mal, vivían en la


no-preocupación por sus cuerpos materiales, incluyendo el aspecto de su
mortalidad. Quizás, en ese estado más feliz de existencia, estaban más
17
Nuestra interpretación respeta el esquema dualista alma / cuerpo (hálito divino / tierra) del relato bíblico.
Desde una perspectiva holística, el binomio sería conciencia universal / conciencia individual. Ni la materia
(polvo de la tierra) ni la conciencia (hálito divino) mueren como tales: lo que “muere” es la conciencia
individual como esta configuración separada.

61
focalizados en la chispa interior de conciencia y menos en sus cuerpos físicos
(Gén. II;25). El sentido de la advertencia divina (Gén. II;17) estribaría en que, si
dejan dominar su alma por los impulsos de su cuerpo (comer a pesar de la
prohibición), se apegarán a él y, olvidando su origen divino, creerán morir junto a
sus cuerpos mortales.

Olvidamos nuestra inmortalidad esencial –y en ese sentido nos volvemos


mortales- al descender de estatus ontológico del paraíso a la Tierra, lo cual no fue
un cambio geográfico, sino un cambio de condición vital. Pasamos de morar en la
conciencia de la Unidad a habitar la conciencia de la dualidad y la separatividad.

La Falibilidad Humana

Hemos visto que el ser humano es falible: puede equivocarse en detrimento


propio y elegir ser deficientemente. No sabe buscar su propio bien por instinto;
requiere, en cada caso individual, ser instruido mediante el aprendizaje y la
educación. La paradójica posibilidad existencial de la inautenticidad
(etimológicamente: “no ser uno mismo”) se verifica únicamente en el ser humano.
Los demás seres de este mundo cumplen acabada e instintivamente las
aspiraciones de su propio ser. Sustancias “inanimadas”, plantas y animales
manifiestan su propia esencia sin disonancias, salvo, significativamente, los que
han entrado en contacto con el ser humano. Este ha introducido variaciones
estructurales, genéticas y conductuales en minerales, vegetales y animales. Para
la especie humana, ninguna esencia es definitiva, empezando por la propia. Esta
labilidad en el manejo de las determinaciones acarrea consigo el riesgo del error.
El homo sapiens se equivoca respecto de todo, y en primer lugar respecto de sí
mismo. La infelicidad resultante es la medida de la dimensión de su error.

El ser humano, ese “animal paradójico” (Lorite Mena), no sólo se siente


incómodo en su situación existencial, en el sentido de “no sentirse en casa” en
este mundo, ¡sino que además tiene la opción de concretar o no su esencia, ser o
no ser plenamente sí mismo, desarrollar o no sus latentes potencialidades sumas!
Ningún otro ser de este mundo se encuentra en una situación similar. Todo, en el
reino natural, tiende “naturalmente” a su estado óptimo.

“Ser sí mismo” sería aquella forma de ser en la que acaece una


concordancia, íntimamente percibida, entre el ser interior y su expresión exterior;
el ser interno fluye, manifestándose sin distorsiones ni cortapisas. Ocurre una
conjunción armónica global de los diversos componentes del sujeto humano,
involucrando en una unidad inefable el ser profundo y su expresión bio-psico-
social. El yo psicofísico se siente en armonía con el Yo básico, y ello le
proporciona paz interior. De hecho, es la forma de ser que le permite el máximo de
felicidad. En la mayoría de los casos que observamos a nuestro alrededor, los
seres humanos no logran acceder a esa felicidad que sin embargo buscan detrás
de los demás objetivos de su vida. Ser feliz, ser uno mismo, debería ser lo más
fácil, lo más cercano, lo más accesible. Pero la conformación humana es tal, que

62
aun esta cuestión aparentemente obvia debe ser voluntaria y conscientemente
conquistada.

La discontinuidad entre el ser interior (perceptible sólo por uno mismo) y el


exterior (perceptible por los demás seres) parece presentarse en este nivel de
realidad sólo en el ser humano. No se observan en los demás reinos de la
Naturaleza situaciones que pudieran hacer suponer un estado de angustia o
infelicidad existencial; más bien observamos un laborioso y constante ejercitar de
la propia esencia. No se evidencia en los reinos mineral, vegetal o animal esa
tensión intrínseca que se plasma en el cambio exterior. Las conductas se reiteran,
generación tras generación, siempre iguales a sí mismas o, llegado el caso,
modificadas “desde afuera” por requerimientos exógenos.

El sujeto humano, en cambio, no está satisfecho ni con su circunstancia ni


consigo mismo. Tanto esta insatisfacción básica como su falibilidad que ya hemos
considerado presuponen ambas una indeterminación esencial en el ser humano.
Todo sucede como si Dios hubiera dejado en la especie humana un “segmento”
sin elaborar, para que ésta lo diseñara a voluntad.

El “ser plenamente Yo-Mismo” no le es dado al ser humano, sino que


constituye una tarea a cumplir que puedo o no llevar a cabo: depende de mi
propia elección.

Y si hemos caracterizado el mal (Cap. II) como el desfasaje existente entre


un hecho u objeto concretos y lo que consideramos su máxima plenitud de
realización, deberemos admitir que la especie humana lleva el mal inscripto en lo
más íntimo de su ser. Somos internamente discordantes: la armonía interna no
nos es dada, sino que debe ser trabajosamente construida.

¿Qué más pueden aportar a este tema los textos sagrados de la tradición
occidental?

La Excepción a la Regla

En el primer relato de la Creación, Dios crea conjuntos o clases de


individuos: las tierras, los mares, los vegetales, los animales, las luminarias, los
seres humanos (Génesis I). Sus directivas son globales y positivas: indican al ser
humano y a las demás criaturas qué deben hacer (Gén. I:20,22,24,28-30).

En el segundo relato de la Creación, en cambio (Génesis II y III), vemos


surgir la excepción, la prohibición, la diferencia. De los siete primeros días del
universo, distingue y bendice al séptimo entre todos los demás (Gén. II:3). De
entre todos los árboles frutales del Huerto de Edén, ubica en el centro el árbol de
la Vida y el árbol del Conocimiento del Bien y del Mal (Gén II:9), protagonistas del

63
drama posterior. Luego instruye a Adán acerca de que puede comer de todos los
frutos del Huerto, salvo de los del conocimiento del bien y del mal (Gén. II:17).

Buscando compañera para Adán, crea todo tipo de animales y de aves


(Gén II:19) -conocedor, en Su omnisapiencia, de que resultaban inadecuados
para dicho cometido- hasta que, por último, le presenta la pareja adecuada,
distinguiéndola por contraposición. Resulta llamativo que a continuación la
serpiente utilice el mismo esquema al inquirir insidiosamente si Dios prohibió
comer los frutos de todos los árboles del Huerto, poniendo así en evidencia el
único caso discordante.

¿Por qué el “no” es más irritante que el “sí”? ¿Por qué ese “no” incitó a
Adán a la desobediencia, a diferencia de las directivas de Génesis I? Todo sucede
como si Adán estuviera programado para el “sí”: frente a una directiva, no se le
ocurre no cumplirla; pero frente a un “no”, se plantea “¿y por qué no?”.

Hasta ese momento, las órdenes divinas eran absolutamente positivas, sin
contemplar siquiera la posibilidad del no acatamiento. En Génesis II:17, en
cambio, junto con la formulación de la prohibición, Dios describe las
consecuencias de la infracción, haciendo volar de esta forma la imaginación de
Adán. Adán aprende a distanciarse de la inmediatez de “lo que hay” para
incursionar en el área de “lo que no existe pero podría existir”, inaugurando esa
facultad humana que hemos denominado “consideración alternativa” (Cap. IV).

Cabe imaginar que si Dios no hubiera llamado la atención de Adán sobre el


árbol prohibido, éste muy probablemente le hubiera pasado inadvertido.

La Locución Divina

En el Génesis, podemos discriminar diversas modalidades utilizadas por


Dios para dirigirse a Sus criaturas. A los reinos mineral y vegetal, y a los animales
terrestres, les corresponden directivas impersonales, en el modo del “ello”. Los
peces y las aves, en cambio, comparten con el ser humano el privilegio de la
bendición y la vocación en el modo del “tú” (Génesis I).

Sólo el ser humano emite una respuesta verbal a la locución divina. El


hablar divino implica, en ambos casos, la presencia de una mediación entre el
Creador y la criatura; el lenguaje, a modo de puente, a la vez une y separa a los
interlocutores

La respuesta de las criaturas no humanas a las directivas divinas, tanto las


impersonales como las dialógicas, consiste en la obediencia, expresada a través
del sometimiento a las leyes físico-químicas, el funcionamiento de los órganos y
sistemas, y las conductas instintivas.

64
El tipo de respuesta que Dios requiere de la criatura humana, en cambio, es
consciente (de allí la modalidad dialógica), libre (de allí la no programación
automática a través del instinto) y responsable (Dios pone en conocimiento de
Adán las consecuencias de un eventual desacato: “Pues cuando comieres de él,
morir, habrás de morir” (Gén. II:17). Si para Dios lo más importante hubiera sido
concretamente que la pareja humana no comiera del fruto del árbol del
conocimiento del bien y del mal, simplemente habría cerrado en ellos el impulso a
comer de aquél árbol mediante una conducta instintiva como la que vemos en las
especies animales, que en estado natural evitan determinados alimentos.

La consecuencia resultó ser que la pareja humana arquetípica exploró esa


nueva “puerta ontológica” entreabierta por la Inteligencia Rectora, a saber la
desobediencia. El ser humano desobedece y debe pagar las consecuencias de su
acción (su progresivo alejamiento de Dios, con su secuela de angustia y
desamparo), pero conserva el don de la libertad.

Al expulsarlos del Huerto de Heden, en efecto, dice Adonai Elohim: “He


aquí que el hombre se siente similar a uno de nosotros para conocer el bien y el
mal y ahora, no sea que tienda su mano y tome también del árbol de la Vida…”
(Gén III:22, destacado de la autora). Dios mismo no puede predecir qué hará la
especie humana. El ser humano es imprevisible. Es libre.

El Dios bíblico le está pidiendo al ser humano que voluntariamente no


desee siquiera conocer el mal, optando libremente por permanecer en estado
edénico, con la conciencia de inmortalidad propia de tal estado.

Autodesconocimiento

Las tradiciones espirituales señalan coincidentemente que la mayor parte


de la humanidad padece de autoignorancia acerca de las mejores potencialidades
de su propio ser. Buda la llamó en sánscrito Avidya y la constituyó en origen de
todos los males que aquejan al ser humano. En un diálogo que se ha vuelto
célebre, Buda, tras haber logrado el Nirvana, es inquirido por su discípulo
predilecto Subuthi acerca de la diferencia entre quien ha logrado la “budidad” y
quien no la ha logrado. La respuesta del maestro es la siguiente:

Un Buda sabe que es un Buda y se comporta como tal, en tanto que un No-
Buda no sabe que es un Buda y, por ello, no se comporta como tal.

La diferencia determinante entre el estado de iluminación y el de no-


iluminación radica simplemente en la autoconciencia de que ya somos iluminados.
Sufrimos un estado de conciencia distorsionante acerca de nuestro propio ser.
Mataji Indra Devi solía afirmar en sus charlas: El ser humano es un dios asustado.

¿Por qué nos encontramos en esta llamativa situación? ¿Cómo puede un


dios, un Buda, un iluminado, desconocer u olvidar su verdadera naturaleza?
¿Cómo se genera ontológicamente ese ocultamiento de la verdad, tanto acerca

65
del mundo como acerca de nosotros mismos? ¿Cómo y por qué se origina la
distorsión del ser, posibilitadora del error? Los relatos primigenios acerca del
origen del ser humano proponen distintas respuestas míticas a estos
interrogantes.

Locus Ontológico del Error

La verdadera naturaleza de lo No-Yo no nos es dada en patencia. El propio


término griego alétheia, “verdad”, recoge en su etimología el “develamiento” como
tarea del ser humano. Allí están el error y la historia de la Ciencia para probarlo. La
procesualidad de la tarea científica se refleja en la historicidad gnoseológica
(cambio en el tiempo de las concepciones acerca del mundo y de la realidad).

¿Cuál es el lugar ontológico de ocurrencia del error?

Lo No-Yo no se oculta, sino que se ofrece: ocurre en el modo del “darse”;


es, propiamente, “lo dado”. Se encuentra siempre disponible, “a mano”, para ser
estudiado, manipulado o experimentado. Lo No-Yo no es el locus ontológico del
error.

El Yo básico, por su parte, consiste en un puro testimoniar, inaccesible a la


categoría de “falsedad” como a cualquier otra. Así como un espejo no adquiere las
cualidades que refleja, permaneciendo inalterable en su reflejar, así el Yo básico
se mantiene incólume en su ser testigo de las distintas determinaciones.

Yo y No-Yo son dos modos de ser, cuya diferenciación es previa al


surgimiento de la categoría ontológica del error.

¿Cómo sería la relación Yo / No-Yo si no existiera el error? Sucedería la


transparencia absoluta de lo “No-Yo” respecto del Yo. Todo lo “No-Yo” sería “Para-
Mí”. Seguiría existiendo una perspectivización de la realidad desde un Yo
omnisapiente. Parafraseando a Mataji Indra Devi, podríamos decir que el ser
humano es un dios que se equivoca.

Por lo tanto, el lugar ontológico de ocurrencia del error no puede ser otro
que el yo psicofísico. Y, en efecto, éste resulta ser el ámbito de la realidad en el
que sucede el ocultamiento del ser. El yo psicofísico evidencia vocación de
distorsión y de ocultamiento, aunque a la vez posee la facultad de discernir entre
las modalidades auténtica e inauténtica de ser. El ser humano puede distinguir en
sí mismo lo auténtico de lo inauténtico, lo verdadero de lo falso que son sus
propias creaciones.

El yo psicofísico puede equivocarse inclusive en detrimento propio,


causando su propia infelicidad. Paradójicamente, tiene la posibilidad de elegir ser
deficientemente. A diferencia del Yo básico, puede ser opaco respecto de sí

66
mismo. La inmersión en el mundo de las determinaciones conlleva el pasaje de la
transparencia a la opacidad.

Desde una perspectiva creyente, debemos preguntarnos porqué dispuso la


Inteligencia Rectora establecernos con el yo psicofísico en un estado de semi-
ignorancia acerca de nosotros mismos y del resto de la realidad. , sin ejercer a
pleno la facultad del conocimiento.

Además del error y del sufrimiento, ¿qué otras consecuencias existenciales


provoca esta Avidya en el ser humano?

Hemos visto que es propia del yo psicofísico la capacidad de proponerse


metas novedosas (no presentes en el mundo actual), de postular un ideal para
luego conformarse a sí mismo según ese ideal. El ego posee la facultad de la
autodeterminación. Pero la especie humana, junto con la autodeterminación, trae
al universo el modo de ser de lo inauténtico.

Un ser exodeterminado (aquél que no se da a sí mismo sus propias


determinaciones, sino que se limita a desarrollar las que ha recibido como don;
por ejemplo, una tortuga, por nombrar uno) no puede equivocarse motu propio,
pues carece de impulso creador de conductas espontáneas distintas del esquema
heredado, que se repite generación tras generación. No carga sobre sus hombros
ni la responsabilidad, ni el honor, de sus elecciones. Pero a su vez, a ese ser cuyo
modo de ser le viene impuesto no le resulta posible ser “inauténtico”. No cabe en
su estructura óntica la posibilidad de traicionar su propia esencia.

La humanidad, en cambio, posee la facultad de autoelegirse, de


autodeterminarse; pero a partir de Avidya, esa ignorancia básica acerca del propio
ser, puede elegir el camino de la inautenticidad.

La Avidya (no-sabiduría, ignorancia acerca de los fundamentos y metas


últimas de la realidad y de nosotros mismos) resulta ser la condición “sine qua
non” de la libertad.

La sabiduría, por su parte, implica el saber acerca de los estratos fundantes


del ser; en última instancia, el conocimiento de Dios y del plan divino.

Cabe destacar que el saber acerca de los fundamentos últimos de la


realidad tendría sobre nosotros un poder determinante total. El bien y la verdad
absolutos tienen sobre el ser humano un poder de atracción tan fuerte que le
resulta imposible no adherir a ellos. Para preservar nuestra autodeterminación,
hay que poder ignorarlos, hay que poder saber “a medias”. Puestos en presencia
de lo absoluto, seríamos determinados por él, sin la menor chance de ejercer
nuestra libertad. Si conociéramos el plan divino, no podríamos dejar de seguirlo.
Para permitir la libertad, lo absoluto debe ocultarse. Martin Buber lo llamaba la
“eclipse de Dios”.

67
Avidya, la ignorancia básica, causa de nuestros errores y de nuestras falsas
opciones, que nos hace privilegiar a veces un modo inauténtico de ser, también es
lo que nos permite ser libres.

La posibilidad del ser inauténtico, dada por la ignorancia básica constitutiva


de mi ser, es la que me faculta para elegir libremente la autenticidad. Elegir
libremente el ser auténtico importa una diferencia en cuanto a mayor dignidad para
el ser humano, frente a la opción alternativa de ser un autómata programado para
hacer el bien.

Sólo podemos ser digna y libremente auténticos, si disponemos de la


opción de la inautenticidad.

Por otro lado, si fuéramos absoluta y totalmente ignorantes, seríamos seres


inconscientes, cerrados al mundo y a nosotros mismos, incapaces de acciones
conscientes y menos aún libres. La Avidya, semisaber o semiignorancia, condición
del error, lo es también de nuestra libertad. La condición gnoseológica de la
libertad excluye tanto la omnisapiencia como la ignorancia absoluta.

La Libertad Humana

¿Qué es la libertad?

En una primera aproximación, podemos afirmar que la libertad se presenta


como la posibilidad de determinar el propio ser, sin ser “programada” por algún
poder exógeno.

Está claro que, para la especie humana, en este nivel de realidad, la


libertad dista mucho de equivaler a la ausencia de condicionamientos. Muy por el
contrario, vivimos inmersos en una intrincada madeja de circunstancias
condicionantes de muy variado tenor.

Nuestras coordenadas espacio-temporales, familiares y sociales, nuestra


constitución física, el funcionamiento de los órganos y sistemas biológicos que
aseguran nuestra supervivencia, y demás condicionantes, configuran la materia
prima que nos es dada para urdir la trama de nuestra vida. Quizás haya sido
intención divina la de “simplificarnos” el oficio de vivir, eximiendo nuestra voluntad
de la tarea de mantener las funciones vitales, cuya complejidad absorbería o
probablemente superaría nuestra capacidad de atención, impidiéndonos atender a
fines más elevados.

Nuestra libertad puede acertadamente calificarse como libertad


condicionada.

Pero así como el piso contra el cual nos golpeamos al caer nos proporciona
simultáneamente el apoyo para reincorporarnos, o así como el agua que nos

68
opone resistencia al nadar también nos sostiene para tomar impulso, así es propio
de la libertad humana el utilizar los condicionamientos para realizar los fines
autopropuestos, ejerciendo la autorrealización del propio ser. Un ser libre se
autodetermina: esto significa que el impulso que dará lugar a la acción se origina
en su interior y no en factores externos.

Las presiones y los condicionamientos externos existen, por supuesto, e


influirán sobre la elección de los medios para dar cumplimiento al objetivo
deseado. Pero cuando el fin está claro, y la voluntad está comprometida en su
consecución, los diversos escollos suelen constituir un acicate más que un
impedimento para el ejercicio de la libertad, siempre y cuando la espontaneidad de
autonomía que mora en nuestro interior no se encuentre ahogada por alguna
enfermedad espiritual (por ejemplo: depresión, sometimiento a otra voluntad o a
un sistema de valores incorrecto). Los obstáculos externos sólo frenarán
efectivamente la acción si el yo psicofísico lo permite.

Si a la posibilidad de autodeterminación le sumamos la sapiencia


defectuosa (Avidya) y en general la finitud propia de este nivel de realidad,
comprenderemos el origen de los errores que acumulamos en todos los planos de
este mundo. Una vez fijados los objetivos, en efecto, son las limitaciones propias
de nuestro ser finito (no-omnipotencia, no-omnisapiencia, finitud espacio-temporal,
fallas de la voluntad, etc.) las que nos alejan de ellos.

La conjunción autonomía + finitud que caracteriza nuestro actual estado de


conciencia confiere a nuestra libertad el sesgo de “opcionalidad”. Nos
encontramos con frecuencia ante disyuntivas entre las cuales debemos optar, sin
contar con todos los elementos de juicio pertinentes que nos permitirían
inclinarnos por una o por otra en función de sus consecuencias previsibles. El
transcurrir de la vida, en tanto, nos urge a decidirnos; tenemos que “tirarnos al
agua” sin el “salvavidas” de la omnisapiencia ni el del instinto.

Entiendo por “libertad de opcionalidad” la categoría existenciaria de poder


decidir voluntariamente llevar o no cabo acciones cuyas consecuencias no son
totalmente conocidas, con conciencia de tal desconocimiento.

El estado de falibilidad gnoseológica en el que nos hallamos, aun respecto


del mero conocimiento científico, dificulta la elección de los medios para el logro
de un fin dado. La opcionalidad de las decisiones humanas, en este aspecto,
radica en la deficiencia de nuestro conocimiento basada en la finitud de nuestras
facultades cognoscitivas.

Por esta misma falibilidad gnoseológica, se cuela el azar en el mundo de lo


perceptible. Lo podemos ejemplificar palpablemente en el caso de los juegos
denominados, precisamente, “de azar”, que consisten en elegir un número
careciendo del criterio efectivo para saber si dicha cifra va a “salir” o no. Lo
“azaroso” del juego no reside en los procesos físicos que desembocan en la salida

69
de una bolilla o de una ficha, perfectamente determinados, sino en su complejidad
inaccesible para nuestro conocimiento limitado.

Nuestra finitud nos obliga a elegir constantemente. Para un ser


omnisapiente, la única opcionalidad residiría en la elección moral. A su vez, un ser
omnisapiente y moralmente bueno no se encontraría nunca en trance de tener que
elegir entre diferentes caminos de acción, a menos que se topara con un ser
imprevisible.

El “Tú” Imprevisible

Desde la óptica de un observador externo, la opcionalidad en la elección de


fines y medios se manifiesta como imprevisibilidad. Las múltiples conciencias
individuales resultan en gran medida imprevisibles unas a otras.

La autodeterminación, unida a la opcionalidad y a la finitud gnoseológica


transforman a quien las ejerce en imprevisible para un observador externo. 18

“Prever” implica que, al conocer las leyes de funcionamiento de


determinado ser, podemos predecir cuál será su comportamiento en una
circunstancia dada. Tal es el proceder de la ciencia respecto de sus objetos. Pero
si se trata de prever la conducta de un ser humano, resulta que éste posee una
relativa libertad, o sea que puede autodeterminar ciertos aspectos de sus
conductas. De esta forma se torna imprevisible, es decir, parcialmente “velado”
para un Otro.

La imprevisibilidad sólo debiera poder predicarse de otro Yo: por la vivencia


de mi íntima cercanía interior yo no podría ser imprevisible para mí mismo. Sin
embargo, la opacidad constitutiva del yo psico-biológico lo torna a veces
imprevisible hasta para sí mismo.

Desde la interioridad del propio Yo, ser libre implica autodeterminación y


opcionalidad. Visto desde la perspectiva de Otro, en cambio, asume la forma de la
imprevisibilidad.

Por supuesto que la sola imprevisibilidad no constituye garantía de


autodeterminación. Para que haya autodeterminación, debe haber fines
claramente propuestos y elección consciente de los medios para llegar a ellos.

Ahora bien, ¿por qué somos libres? Formulado desde una perspectiva
creyente: ¿por qué quiere Dios que seamos libres?

18
Una sociedad, por ejemplo, considerará inclusive “loco” a quien se aparte muy mucho de los cánones
respetados por la mayoría. Los límites entre “cordura” y “locura” varían considerablemente de una cultura a
otra; tienen que ver con la flexibilidad de sus normas y su aceptación de lo diferente. Ser considerado
“cuerdo” o no será proporcional a la capacidad del individuo de integrarse o no a su sociedad.

70
La Libertad Divina

Para intentar responder a este interrogante, consideraremos en primer lugar


las relaciones entre Dios y la libertad en general, partiendo de la hipótesis de un
Dios absolutamente bondadoso y gnoseológicamente infalible.

Dios es libre en el sentido de la autodeterminación. Por definición, es causa


sui: si algo ajeno Lo determinara, no sería Dios.

Dios no es libre en nuestro sentido cotidiano de tener que optar entre


disyuntivas de consecuencias parcialmente desconocidas, que hemos
denominado libertad de opcionalidad. Al conocer los datos en juego, no existe
duda posible. Si el objetivo está fijado y las consecuencias de las opciones son
totalmente conocidas, sólo existe un camino a seguir. La libertad en el sentido
finito de elección de un curso a seguir entre un abanico de posibilidades,
careciendo del conocimiento total de las consecuencias de cada opción, no puede
ser atributo de lo omnisapiente.

Como además de omnisapiente, Dios es absolutamente bueno, tampoco le


sucede tener que optar entre el bien y el mal.

Decidirse siempre por lo mejor, con pleno conocimiento de causa, no puede


considerarse ejercicio de la libertad de opción. En dicho caso no hay opción. Para
que se conforme una disyuntiva auténtica, el agente debe verse confrontado por lo
menos con dos posibilidades entre las que, por falibilidad gnoseológica o por
indefinición moral, la decisión no se encuentre predeterminada.

Para que ocurra un real ejercicio de la libertad en sentido opcional, el


agente debe ser:
 O bien moralmente definido (hacia el bien o hacia el mal) pero
gnoseológicamente finito,
 O bien omnisapiente pero moralmente indefinido (puede tender tanto
hacia el bien como hacia el mal),
 O bien a la vez gnoselógicamente finito y moralmente indefinido.

Dios no se encuentra en ninguno de estos tres casos, pues Lo suponemos


omnisapiente y absolutamente bueno.

A Dios, por lo tanto, no se le puede atribuir libertad en sentido de


opcionalidad.

El relato del Génesis sugiere que la especie humana fue creada


originariamente según el primer esquema (finitud gnoseológica con orientación
hacia la positividad). Luego, al discriminar “el bien y el mal”, cae en la tercera
categoría.

71
¿Por qué querría Dios crear un ser parcialmente autodeterminado y además
optante?

Un ser absolutamente bueno pero gnoseológicamente falible, como Adán y


Eva antes de probar del fruto prohibido, resulta imprevisible en sus decisiones
para un observador externo. La posibilidad del error inserta el azar dentro de la
realidad… ¡la falibilidad no es legislable!

Tras incorporar “el conocimiento del bien y del mal”, la pareja humana
arquetípica se torna, si cabe, “doblemente imprevisible”, pues a la falibilidad
gnoseológica se le agrega la ambivalencia moral.

La humanidad ejerce su libertad programando su accionar con vistas a fines


autónomamente elegidos. Así constituye, por ejemplo, los macro-objetivos
analizados en el Capítulo V. Al elegir las metas que guiarán sus acciones, ejerce
su libertad de autodeterminación, recorriendo todo el espectro de posibilidades
entre el bien y el mal.

Dios, en cambio, escogerá siempre aquéllas que mejor se adecuen a Su


plan, que caracterizamos como el Bien absoluto, el Bien del universo. El ser
humano, no hallándose en posesión inmediata de dicho plan, generará sus
propios objetivos, individuales o colectivos, y en ello consiste propiamente su
libertad. Al resto del reino natural le está vedada esta generación de objetivos
propios. Un animal no puede elegir modificar su conducta instintiva, a través de la
cual manifiesta la voluntad divina, la cual por definición elige lo mejor para el
planeta y el universo en su conjunto. Lo mismo vale para los reinos mineral y
vegetal.

La especie humana posee el dudoso privilegio de no expresar


necesariamente la voluntad divina en cuanto a manifestar lo que sea mejor para la
Creación.

Supongamos ahora que Dios deseara acceder a la libertad de opcionalidad:


para ello debería toparse con un ser cuya conducta no pudiera prever. ¿Somos
impredecibles para Dios? Dios accede en todo momento al conocimiento de la
totalidad del despliegue temporal. A pesar de ello el ser humano con su libertad
puede, desde el presente instantáneo, hacer variar el bloque de la eternidad en su
conjunto.

Nuestra finitud moral y gnoseológica nos torna imprevisibles para el propio


Ser Supremo. Dios se encuentra frente a un ser que no le resulta del todo
transparente. Más aún, este ser ni siquiera es totalmente transparente para sí
mismo.

A través de la humanidad se cuela el azar en la Creación. La especie


humana aporta al universo el elemento de lo fortuito, de lo impredecible, de lo que

72
puede hacer cambiar el rumbo de las cadenas causales de forma inesperada aun
para Dios. Para ello fueron necesarias la separación de la fuente divina, la
falibilidad y la constitución del semi-ilusorio / semi-real yo psicofísico del devenir.

Esta especie de “media luz”, de semi-penumbra cognitiva y moral en la que


nos movemos se revela como la condición misma de nuestra libertad. 19

Dios es libre en el sentido de la autodeterminación, pero no en el de la


opcionalidad. Es imprevisible para nosotros en virtud de nuestra finitud
gnoseológica, pero no es imprevisible per se.

Para un observador omnisapiente, Dios sería absolutamente previsible. Por


lo tanto Dios, para Sí Mismo, es absolutamente previsible.

Dios, al ser omnisciente, sabe de la existencia de la falibilidad, pero, por


definición, no puede padecerla. También conoce la existencia de la libertad de
opción, basada en la finitud cognitiva o en la indeterminación moral, pero tampoco
puede experimentarla.

La única forma que tendría Dios de “no saber” algo, sería respecto de los
designios de un ser libre en el modo de lo imprevisible.

De esta manera, Dios vería vulnerada Su omnisapiencia y podría, El


también, experimentar la libertad de opcionalidad. Para que esto suceda, Dios
debería encontrarse frente a seres libres, poseedores de voluntades autónomas,
pero además gnoseológicamente falibles o moralmente indeterminados. Para que
dichos seres puedan existir, debe ocurrir un auto-ocultamiento divino, esa “eclipse
de Dios” caracterizada magistralmente por Martín Buber. En el relato del Génesis,
la serpiente simboliza el auto-ocultamiento divino, que permite la aparición de la
duda, la desobediencia y el error.

La existencia de un ser libre –en este caso, el ser humano- sería la


condición de posibilidad de la libertad de opcionalidad de Dios, y recíprocamente,
el auto-ocultamiento divino sería la posibilidad de la libertad de la
autodeterminación humana.

El auto-ocultamiento divino es la causa del mal en el mundo, pues la


realidad se degrada a medida que se aleja de Dios. Por ende, la existencia del mal
19
Si la oscuridad gnoseológica fuera total, hasta el grado de la absoluta ausencia de conciencia, seríamos
incapaces de determinar así fuera mínimamente nuestra conducta, pues ello presupone cierto saber.
Manifestaríamos en nuestras acciones, no ya la libertad sino el puro azar, la ininteligibilidad más completa.
Pero una ininteligibilidad absoluta es inconcebible; equivale a la ausencia total de cualquier ordenamiento,
cualquier racionalidad interna, equivale al no-ser. Sería el caso de un ente totalmente “dejado de la mano de
Dios”. Una entidad tal no podría ni siquiera acceder a la existencia. Si Dios se retirara totalmente de algo, ese
algo desaparecería. Todo lo que hay –en la medida en que existe- participa de la fuente del ser y posee, por
ende, una onticidad, una cierta patencia, aunque sea elemental, algún núcleo de ínfima conciencia, en niveles
que nos cuesta imaginar. La irracionalidad absoluta implica el no-ser. “Dios”, “Ser”, “Logos”,
“Sacchidânanda”, son distintas formas de nombrar la inefable arché del mundo.

73
en el mundo es concomitante con la posibilidad de nuestra libertad, y, a través de
ella, de un aspecto de la libertad de Dios.

Alienación Divina, Alienación Humana

El ser humano padece el curioso privilegio de ser capaz de velar la


expresión de su propia naturaleza óptima, generando modos inauténticos de ser.

Por otro lado, desde la creencia en un Dios todopoderoso y bondadoso, el


fenómeno del mal sólo puede atribuirse… ¡a un auto-ocultamiento divino! Dios se
manifiesta pero a la vez se esconde tras el velo de Mâyâ, el ámbito del devenir, de
lo cambiante, de lo imperfecto, de lo histórico.

¿Será muy osado analogar la existencia del mal en el mundo con un “mal-
estar” divino, similar al que sentimos los seres humanos cuando no expresamos
plenamente nuestra esencia? El propio universo, además de expresar a Dios,
también testimoniaría de un “sentirse mal” de la Divinidad, por no expresarse
cabalmente. Dios en este mundo “no es plenamente Sí mismo”, no “Se realiza” del
todo. Nuestra célebre “imagen y semejanza” con nuestro Creador incluiría,
sorprendentemente, el “mal-estar” de no encontrarse instalados en la plenitud del
ser.

Tal “mal-estar” simultáneamente denota y provoca un proceso evolutivo


hacia el “bien-estar”. El proceso de autorrealización divina se encontraría “en obra”
a través de este mundo 20. En Occidente, alquimistas y cabalistas poseyeron
exacerbada conciencia de ser copartícipes con Dios en esta “gran obra” de
transmutación.

A modo del artista que produce un objeto distinto de sí mismo, pero


proyecta su ser en su obra, manifestándose a través de ella, Dios se aliena en Su
creación (Se presenta a Sí mismo como distinto de Sí), pero a la vez se expresa a
través de ella. El artista necesita, para sentirse plenamente realizado, objetivar
fuera de sí algo de su ser interior, para reconocerse luego en ese producto.

En el artista humano también juega un rol importante la necesidad del


diálogo. La obra le permite la apertura hacia los demás. Si no la hubiera
producido, permanecería encerrado en sí mismo. Para acceder a la interlocución,
debe producir algo ajeno a sí. Si nos mantenemos dentro de este símil, podemos
decir que Dios, para acceder a la interlocución, deebe crear no sólo la obra, ¡sino
también a los interlocutores!21

Ambas modalidades de deficiencia (el auto-ocultamiento divino y la


inautenticidad humana) se implican mutuamente: la potencial inautenticidad de las
20
Cfr. infra, “Dios y la temporalidad”.
21
El paralelismo entre el artista humano y el Artista Divino, por supuesto, es limitado. La obra divina, a
diferencia de la humana, posee espontaneidad vital e historicidad.

74
criaturas sería imposible de no mediar la no-transparencia de la manifestación
divina, pues no se puede ser inauténtico bajo el resplandor de Dios. Viceversa, la
expresión divina nos resulta potencialmente opaca en razón directamente
proporcional a nuestra propia inautenticidad: cuanto más me alejo de mi propia
naturaleza, más me alejo de Dios.

Esta “sincronicidad de opacidades” no debería sorprendernos, si


recordamos que todas las grandes tradiciones espirituales coinciden en señalar
que somos partículas desprendidas del Ser Divino.

El reconocimiento del universo como manifestación divina acaece


sincrónicamente con el reconocimiento del Yo básico como chispa del gran fuego
divino. Al encontrarLo “afuera” lo encontramos “adentro” y viceversa.

Individualización y Mal

No sabemos porqué Dios crea el mundo. Pero sí podemos inclinarnos y


reflexionar acerca de los resultados visibles de dicha Creación. Esta exhibe el
surgimiento de lo limitado a partir de lo ilimitado, para luego retomar el camino
ascendente hacia la fuente de origen.

Para que algo finito pueda generarse a partir de un Todo infinito, debe
recurrir a la ilusión de separatividad, de alejamiento de la Unidad originaria.

Para experimentar la finitud, Dios ha debido autolimitarse. Los seres


humanos, tal como existimos en este nivel de realidad, somos la prueba palpable y
sufriente de dicha autoenajenación divina. Por ello percibimos nuestra naturaleza
como deficiente; tenemos nostalgia de perfección. Dios se autoaliena en nosotros,
y de esta forma padece -padecemos- la finitud. Esta semilla de negatividad en
nuestro origen contamina nuestro ser de opacidad.

Dios, la fuente primigenia, se torna cada vez más difuso y lejano a medida
que aumenta la individualización, la fragmentación, y el olvido de la pertenencia a
la totalidad. Surgen el Yo básico y el yo psico-físico.

La existencia del mal en el mundo encuentra su raíz en el mismo


surgimiento del yo separado. La conciencia de parcialidad posibilita la conciencia
del mal como tal.

El Mal Surge con la Parcialización de la Conciencia

La conciencia de la totalidad omnidimensional del universo no percibe


“deber ser” ni “falencias de ser”. Si sólo tuviéramos conciencia de la unicidad total
del universo, no percibiríamos el mal como tal, pues éste siempre consiste en la

75
no-plenitud del ser de una parte. La totalidad, por definición, es perfecta (en su
sentido etimológico de “completa”). No cabe predicar de ella que “todavía” le falta
algo, pues abarca el conjunto del desarrollo temporal.

El mundo tal cual lo conocemos sugiere un laboratorio de ensayo con


muchas formas posibles de parcialidad. Las configuraciones pueden ser
espaciales, temporales, ideales, o de otras dimensiones, conocidas o
desconocidas para nosotros. Las dimensiones o categorías constituyen el marco
de conceptualización de lo individualizable.

El mal aparece cuando se prioriza la preservación de una determinada


parcialidad, calificando como “mal” todo lo que atente contra ella.

Al considerarnos separados del resto del mundo, creamos las categorías de


“bueno” y “malo”, refiriéndonos respectivamente a lo útil y a lo perjudicial para ese
sector de la realidad con el cual nos identificamos.

La distinción entre “bueno” y “malo”, fundante de nuestra libertad en la


medida en que diseña la opción ética básica, proviene de la conciencia de
separatividad.

El todo no privilegia parte alguna.

Cuando esta parcialidad (el ser humano en la cultura occidental), “para


colmo de males”, se identifica prioritariamente con la modalidad de lo material,
prioriza el existenciario del “apropiarse” o “tener” por encima del de “ser”, con su
secuela de deseos, apegos, pasiones, envidias y sufrimientos, alejándose aun
más de su verdadera naturaleza.

La multiplicidad aparece como el producto del Ser y del No-Ser, pues


resulta de la limitación del Ser. Para que haya varios entes, cada uno de ellos
debe terminar (dejar de ser) allí donde comienza el otro.

La inserción del No-Ser en la realidad, al fragmentarla en unidades


discriminables, posibilita la aparición del mal como resultado de la identificación de
la conciencia de ser con alguna de sus partes. Pero también posibilita la
diversificación y el enriquecimiento de la monolítica unidad del Ser a través de su
tránsito dialéctico por la diversidad y las determinaciones.

CAPÍTULO VII

76
NECESIDAD O CONTINGENCIA DE ESTE UNIVERSO

Dios y la Necesidad o Contingencia de Este Universo

Nuestra razón es constitutivamente binaria. Sólo podemos percibir el Ser


sobre el fondo contrastante del No-Ser. Aun el magistral análisis hegeliano, del
cual surge la indiferenciación lógica entre el puro Ser y la pura Nada, tuvo que
distinguir previamente estos dos términos para poder enunciar su discurso. La
propia demostración de tal identidad toma como punto de partida el principio
aristotélico de No-Contradicción.

Frente a la existencia de cualquier ente en particular, nuestra razón


dicotómica, estructurada sobre la base de la dupla “sí / no”, construye la
bipolaridad de una disyuntiva: el haber o no haber dicha realidad. Frente a la
existencia del mundo en su totalidad, la razón se plantea el hecho de que el
mundo bien podría no estar, o bien ser de otra manera de lo que es. Hemos
denominado “consideración alternativa” a esta modalidad organizadora dela
percepción22.

Como este mundo de movilidad y cambio configura constelaciones que tan


pronto están como tan pronto desaparecen, hemos creado las categorías de
contingente para designar aquello que tanto puede estar como no estar y
necesario para aquello cuyo no-ser es imposible. El ser humano, siempre
insatisfecho con lo efímero, siempre a la búsqueda de lo permanente, se pregunta
bajo cuál de esas dos categorías ontológicas debe colocar el dato global de la
existencia de la realidad.

Consideraremos este problema desde un punto de vista espiritual,


denominando “Dios” el término último de la cadena causal de lo ente, del cual no
cabe plantear la posibilidad de Su no-ser. Este ser fundante , “Dios”, se define
como el ser necesario por antonomasia, ontológicamente previo a cualquier otra
forma de ser, previo por lo tanto también a la bipolar razón humana. Desde esta
perspectiva, la cuestión de la contingencia o necesidad del universo puede
formularse como sigue:

De la existencia de Dios, ¿se sigue necesariamente la existencia del


mundo?

Dicho en términos teológicamente más familiares:

22
Cf. Cap. III.

77
¿Cupo la posibilidad de que Dios no creara el universo? ¿Cabe la
posibilidad de que no siga sosteniéndolo?

En la reflexión acerca de este interrogante no haremos intervenir terceras


entidades ajenas a lo Divino, pues hemos definido a Dios como el fundamento
último de todo ser, la autodeterminación misma. Su obra es expresión de Su
propia naturaleza y no cabe postular intervención heterogénea alguna: Dios es
todo y no hay nada fuera de El que le pudiera “torcer el brazo” (con perdón del
antropomorfismo). Dios es supremamente libre en el sentido de la
autodeterminación.

Consideramos a Dios, asimismo, la fuente última de toda Personalidad y


Conciencia, de la cual nuestras propias personalidades y conciencias -aunque
participando de Su naturaleza- constituyen pálidos reflejos en evolución.

Si Dios optó por la existencia de esta realidad, frente a la posibilidad


ontológica de su no existencia, este universo es contingente. Según esta
perspectiva, Dios es diferente del mundo. La realidad de este universo es
jerárquica y ontológicamente menos “densa” que la del “ente supremo”. Aquí
podríamos inscribir las concepciones de la Creación ex nihilo, que consideran la
existencia de Dios previa e independiente de la de Su obra.

Si Dios no optó por la existencia de este mundo, sino que directamente no


cabía la posibilidad de su no-existencia, este universo es necesario. En este caso,
Dios coincide con el mundo, que constituye Su manifestación, pues Dios es el
único ser necesario; todos los demás seres dependen de Él para existir. Postular
otro ente necesario además de Dios implicaría la multiplicación innecesaria de los
entes divinos.23 Dios es el ser necesario por definición: toda autosustentación de
ser denota la Presencia Divina.

El universo, o bien es un producto divino discriminable de Dios –y por lo


tanto contingente, con un grado ontológico de necesidad inferior al de la propia
divinidad- o bien es él mismo Dios manifestándose, y entonces es necesario.

Imaginar la posibilidad de la contingencia, tanto del “que sea” como del


“cómo sea” la obra y/o la acción divinas, implica introducir un hiato lógico de
negatividad, una falencia de ser en el seno mismo de la divinidad, una “grieta” de
no-ser en la plenitud de la Presencia. Desde esta perspectiva, el mundo podría:

 Ser o no ser
 Ser determinado o indeterminado
 Poseer tales determinaciones o tales otras

23
El principio de la navaja de Occam (no multiplicar innecesariamente las hipótesis) sigue tan válido hoy
como en el momento de su formulación.

78
Estas opciones presupondrían por parte de Dios el ejercicio de una
alternatividad (un “esto” o “esto otro”) incompatible con la omnisapiencia,
omnipotencia y bondad divinas.

Aporía Divina

Este planteo acerca de Dios y del universo, basado en la visión bipolar ser /
no-ser propia de nuestra razón finita, nos conduce a la siguiente aporía:

 Si Dios es trascendente al mundo, no se explica cómo dicho


universo pueda persistir en su ser
 Si Dios es inmanente al mundo, no se explica el cambio (la
desaparición de algo y el surgimiento de otra cosa)

Quizás la creación, de alguna manera incomprensible para nuestra limitada


razón, sea a la vez contingente y necesaria, Dios es simultáneamente inmanente
y trascendente a Su obra, como el artista humano lo es respecto a la suya. Los
axiomas del “sí / no” resultan insuficientes para comprender los niveles
fundacionales de la realidad.

Con sólo retirarse de algo, Dios lo aniquila, transformándolo


retrospectivamente en contingente. Para nuestro entendimiento bivalente, algo
únicamente puede “retirarse” de lo que no es él: no puede “retirarse de sí mismo”.
Si Dios se retira de algo era porque ese algo, diferenciado de Dios, poseía
existencia propia. Pero ¿cómo puede haber algo cuya base de sustentación no
sea Dios? Dicho desde lo ontológico: lo que es, posee Ser, y, sin embargo, vemos
continuamente desaparecer cosas que son.

El devenir, aunque lógicamente inconcebible, es ónticamente comprobable.

O bien el cambio es ilusorio, o bien nuestras categorías lógicas basadas en


la binariedad del “sí / no” resultan inadecuadas para el análisis global o fundante
de la realidad.

Las tradiciones espirituales nos proponen una tercera opción: la


autoalienación divina, cuyo resultado concreto somos nosotros mismos. Para el
fondo común del conocimiento humano intuitivo, somos partes de la divinidad que
han olvidado su origen.

Esta visión presupone simultáneamente una dualidad de lo Divino y Su


capacidad de superar dialécticamente dicha dualidad. En efecto, “alienarse”
significa percepcionar como ajeno algo que es propio; estar y a la vez no estar en
un mismo “lugar” óntico.

79
Nuestra propia existencia como partículas divinas no conscientes de su
procedencia, testimoniaría, por un lado, una estructuración binaria, diferenciante,
según la dupla “sí / no”, y por el otro, una interpenetración de ambos opuestos,
puesto que se trata de una autodiferenciación en el seno mismo de la divinidad.

Formulado ontológicamente: las categorías “Ser” y “No-ser” subyacen en


cualquier diferenciación de entidades, pero, a su vez, todas las entidades
diferenciadas comulgan en el Ser.24

Aun atribuyendo a nuestra propia estructura mental la percepción de un


mundo ordenado en torno a pares de opuestos, manteniendo así supuestamente
incólume la pura “positividad” divina, el hecho de que seamos nosotros mismos
“partes” de Dios retrotrae nuevamente la fuente de la separatividad a la propia
divinidad. Somos la prueba viviente de la capacidad divina de autofragmentarse.

Si somos partes de Dios, la binariedad “sí / no” resulta constitutiva, no sólo


de nuestra racionalidad, sino también de la racionalidad divina. Nuestra razón
binaria sólo puede plantear binariamente las cuestiones fundacionales de la
realidad (así como todas las demás). Pero si, siguiendo las grandes tradiciones de
sabiduría, consideramos nuestra existencia, y la del resto de la realidad (aun
limitándola al rango ontológico de Mâyâ o ilusión) como autoparcializaciones
divinas, se sigue inevitablemente la binariedad de la Divinidad, incluyendo dentro
de Sí la Negatividad.

A su vez, la Autoalienación Divina y el cambio universal testimonian la


superación abarcativa de ambos opuestos en el seno del Misterio Divino. Ser, No-
Ser y Devenir constituyen las tres caras, cristalizadas por nuestra razón analítica,
de una misma “moneda” dialéctica.

Dios y las Determinaciones

Hasta aquí hemos considerado el hecho global de que el mundo sea. Dicha
indagación culmina, o bien en el reconocimiento de la inadecuación de las
herramientas lógicas de nuestro pensamiento en lo que hace a formulaciones
totalizadoras acerca del Ser, o bien en la descalificación de la realidad de la
mutación, fenómeno que sin embargo registramos a diario. Obligados a admitir
que el misterio de la presencia imponente del ser excede la posibilidad de análisis
de nuestra razón dicotómica, recurrimos al aporte de las grandes tradiciones
espirituales de la Humanidad, a través de las cuales descubrimos las simultáneas
bipolaridad y dialecticidad de la Mente Divina.

24
No sabemos en qué medida las criaturas no humanas son o no conscientes de su origen divino. Sí
comprobamos en ellas su imposibilidad ontológica de “desobedecer” a Dios, o sea de infringir Sus leyes , Su
propósito para cada especie. En cambio, registramos nuestro propio ego, que se postula como aislado y
autosustentante en su parcialidad.

80
Ahora bien, avanzando un paso más en el requerimiento acerca del ser total
del universo, advertimos que el mundo, además de simplemente ser o estar ahí,
es de determinada manera. El devenir, como síntesis dialéctica entre el Ser y el
No-Ser, es pura dinamicidad, puro movimiento, pero carece de peculiaridades
distintivas. Sin embargo, la Dialecticidad Divina se concreta en cualidades
determinadas.

¿Por qué el Ser, lo indeterminado por antonomasia, se presenta bajo la


forma de las determinaciones? ¿Cómo y por qué se produce el pasaje de la
homogénea esfera parmenídea del Ser a la heterogeneidad de las
determinaciones? ¿Cómo se pasa del indeterminado fluir hegeliano al cambio de
las determinaciones concretas?25

Consideremos las consecuencias observables del autodespliegue divino. La


Divinidad (el Ser autofundante) parece recorrer una catarata de autodiferenciación
creciente, estructurada en torno a la síntesis dialéctica Ser / No-Ser. Toda
característica, toda cualidad, toda determinación, presupone la negatividad, pues
para identificarse, necesita diferenciarse de lo que no es ella.Para comprender el
surgimiento de las determinaciones, debemos suponer la negatividad ya presente
en Dios, como motor de autodiferenciación. Sólo podemos concebir las diferencias
como surgiendo a partir de Dios mismo, pues no existe otra fuente de ser aparte
de Él.26

Aun partiendo de una postulación puramente positiva, “ponencial” del Ser,


debemos echar mano del No-Ser para fundamentar la presentación determinada
del mundo.

Si suponemos que nunca hubo tal estado de puro Ser, sino que siempre lo
Ente fue determinado, con mayor razón la negatividad, en su función diferenciante,
aparece como constituivamente ínsita en lo que hay.

La trama de la realidad determinada que es la nuestra está constituida por


hebras entermezcladas de positividad y negatividad. Dios sintetiza el Ser y el No-
Ser, surgiendo a partir de allí el mundo de las determinaciones.

El hecho mismo de la realidad determinada -y la expresión de este


pensamiento, sin ir más lejos, ya constituye una determinación-, sea cual fuere el
grado ontológico de ser (absoluto o relativo) que le concedamos, remite a la
negatividad como su fundamento. Parafraseando a Descartes (con perdón del
Maestro), podríamos decir: “Hay pensamiento, por lo tanto hay Ser y No-Ser”.

25
Nuestra razón analítica “congela” el Devenir bajo la forma de las determinaciones. Para aprehender
cognoscitivamente la “película” del cambio universal, analiza uno por uno los “cuadros” estáticos de las
cualidades, cuando éstas, en realidad, se están continuamente transformando unas en otras.
26
También el relato del Génesis, en consonancia con las grandes tradiciones espirituales, parece sugerir que la
Mente Divina Se articula sobre la dupla “sí / no” y la consideración alternativa.

81
Necesidad o Contingencia de esta Configuración Particular del Mundo

Este “así” de la realidad, a su vez, ¿es necesario o contingente? Lo que


hay, ¿podría haber sido de otra manera?

Discriminadas las dos concepciones del universo, como necesario o


contingente, según se considere a Dios como inmanente o trascendente a él, y
evidenciada la necesidad de la negatividad como constitutiva del ser determinado,
cabe ahora preguntarse por el status ontológico de este “así”. Esta realidad que
conforma “lo dado”, ¿podría haber sido de otro modo?

Esta pregunta sólo puede formularla un ser, como el humano, dotado de


consideración alternativa.27

Todo hecho consumado se presenta, a posteriori, como necesario. Por ello,


la dilucidación en cuanto a la necesidad o contingencia de un hecho culauqiera,
debe considerar el estado ontológicamente previo, fundante, de dicho hecho. Los
fenómenos que dependen, para su concreción, de la voluntad de seres dotados de
consideración alternativa, atraviesan primero una faz de “contingencia mental”
antes de plasmarse, o no, en la realidad material. Nuestra metne, antes de llevar
algo a la práctica, considera las diversas alternativas posibles, de las cuales
realizará una o varias.28 Proyectando esta característica a la constitución del
universo como totalidad, nos planteamos si Dios también opta entre varias
modalidades de ser.

Un Dios omnisapiente y todobondadoso, creando un mundo causalmente


determinado, no encuentra oportunidad de ejercer opción alguna. Para optar,
debería encontrarse frente a un ser libre, imprevisible, dotado de espontaneidad
de acción, capaz de desconcertarLo. Dicho en términos míticos: la Tierra, antes de
Adán, era el reino de la pura necesidad, del puro autodespliegue divino, sin
cavilaciones ni vacilaciones. Sin la presencia de un ser finito libre, obligado por su
propia finitud a deliberar antes de actuar, a esta realidad no le cabía la disyuntiva
de poder “ser de otro modo”.

Un mundo causalmente determinado, emanado de Dios, es necesario. Pero


el ser humano, con su finitud e imprevisibilidad, introduce la contingencia en el
universo.

La Contingencia como Requisito de todo Diálogo Auténtico

27
Si lo único que hubiera fuese el bloque compacto de Ser de la Divinidad, lo Ente homogéneo sin
determinaciones de ninguna especie, ni siquiera podría suceder dicha consideración alternativa. Cualquier
disyuntiva requiere, para sustentarse, de la dupla bivalente “sí-no”.
28
El profundo saber que heredamos a través del lenguaje ha denominado “deliberar” a esta operación de la
mente, trasuntando su relación con el ejercicio de la libertad.

82
Frente a las distintas posibilidades de considerar la relación entre Dios y el
universo -el Dios inmóvil e inconmovible de Aristóteles, el Dios bíblico que,
aunque trascendente al mundo, de tanto en tanto incursiona en él, etc.- optamos
en este trabajo por concebir al universo como una manifestación divina. Se trata
nuevamente de un artículo de fe, vivenciable intuitivamente, aunque indemostrable
por la razón.

Manifestarse implica ser hacia lo No-Yo, exteriorizarse, “salir de sí”


posibilitando una eventual comunicación.29

Dios se manifiesta, gozándose y deleitándose en el abanico de la


multiformidad, con una alegría que perciben las almas sensibles. Pero
aparentemente, el mero placer del solitario autodespliegue no fue suficiente: Dios
se autoalienó en egos cuya ilusoria independencia los constituyó en receptores de
la expresión Divina.

Ahora bien, los interlocutores de Dios sólo pueden ser Dios mismo
autofragmentado, pues nada hay fuera de Él. Para que la relación de interlocución
o diálogo fuera auténticamente tal, estos interlocutores debían ser libres y
autónomos; sobre todo, libres de reconcer o no la Presencia Divina. En efecto, si
se encontraran abrumados por Su plena Presencia y Majestad, experimentarían
necesariamente una rendición absoluta de la voluntad y un ansia irresistible de
fusión.

En el estado de soledad de Dios, previo a la aparición de un interlocutor


finito relativamente libre y autónomo, Sus emprendimientos sólo pueden ser
automotivados y, por lo tanto, necesarios. No se puede calificar de “contingente”
una acción generada en la propia espontaneidad divina. Las acciones pre-
dialógicas de Dios son autodetrminadas. Resulta insostenible suponer en Dios una
“opcionalidad” previa a la interrelación con un ser finito libre autodeterminante. De
allí que podamos considerar necesaria la manifestación de Dios en un universo
determinista.

Sólo en Sus respuestas a un ser imprevisible, puede Dios experimentar la


no-necesidad.

Sólo a través de la finitud (por ejemplo, la humana), unida a su autonomía


en la postulación de objetivos, puede filtrarse la contingencia en el mundo,
erigiendo una barrera aun respecto a la Sabiduría Divina. ¿Cómo actuará un ser
que no es sabio, ni omnipotente, ni todobondadoso, pero sí parcialmente libre? El
margen de impredeterminabilidad de sus acciones logra constituir una incógnita
aun para la plenitud del Ser, resultando de ello la imprevisibilidad de la criatura
humana aun frente a la omnisapiencia divina. Dios se oculta parcialmente a Sí
Mismo. Dios produce una opacidad para Sí Mismo dentro de Su propio ser. 30
29
Cfr. Cap. V,h: la póiesis o creación de mundos.
30
Esta perspectiva coincide con el concepto buberiano del universo como manifestación dialógica de la
divinidad. Le agregamos el considerar a la especie humana, ese problemático interlocutor que somos, como

83
En nuestro nivel de realidad el despliegue de lo necesario apunta al
surgimiento de lo libre. Pero siendo que lo finito libre también es Dios, todo sucede
como si Dios, a partir de Su primigenia libertad de autodeterminación, pasara
primero por una etapa de expansión multiforme de lo necesario -plasmada en el
desarrollo de la Naturaleza- y luego por una finitud autoalienada pero libre,
concretada, aquí en la Tierra, en la forma del ser humano, para finalmente retornar
-si hemos de creerles a las grandes tradiciones esotéricas- a Sí Mismo, en una
colosal síntesis dialéctica de lo finito con lo infinito.

Todo el proceso, incluyendo la aparición de la libertad finita, optante y


generadora de opcionalidad en Dios, al proceder de la Voluntad Divina, posee el
carácter de necesidad. La creencia en un Dios que se manifiesta en el universo
provoca que toda la realidad se torne necesaria, incluyendo por supuesto el mal,
tema de nuestras reflexiones. Nosotros mismos, con nuestra espontaneidad,
somos necesarios para introducir la espontaneidad de lo imprevisible em el
cosmos divino.

El Gran Porqué

El ser humano, insaciable en su búsqueda de respuestas, , no se arredra


ante un interrogante a todas luces superior a las posibilidades de su
entendimiento.

¿Por qué Se manifiesta Dios en el universo?

La pregunta acerca del “porqué” se formula desde la categoría de la


causalidad, que supone remitir un fenómeno dado “B” a otro fenómeno “A”,
denominado su “causa”. Cualquier fenómeno posee un conjunto infinito de causas,
pero los parámetros de finitud humana priorizan una o varias en virtud de su
cercanía temporal y/o espacial respecto del hecho analizado. En sentido estricto,
cualquier hecho es causado –en mayor o menor medida- por la totalidad de los
fenómenos del universo, dado que todos están interrelacionados entre sí. La
respuesta definitiva y completa a la pregunta causal escapa a las posibilidades de
los métodos experimentales habituales.

La razón científica se ve obligada a discernir tan sólo las sincronicidades


más gruesas entre los fenómenos considerados. A tal efecto, establece
previamente un universo de discurso cerrado y finito, admitiendo la validez
inevitablemente relativa de los resultados obtenidos.

Si esto sucede con cualquier pregunta causal sobre un fenómeno limitado,


cuánto más sucederá con la pregunta por la causa de la totalidad del despliegue
fenoménico. Esta pregunta no puede ser lícitamente respondida dentro de los

resultado de la autoalienación divina.

84
cánones científicos habituales de nuestro finito entendimiento. El método científico
basado en las facultades humanas de los sentidos y la razón se limita, en última
instancia, a describir cómo suceden las cosas, pero se le escapa el porqué.

La causalidad es una relación: sólo puede establecerse previa


fragmentación de la realidad en hechos diferenciables. Nuestro conocimiento finito
individualiza primero un hecho o acontecimiento dados, y luego delimita o prioriza
uno o más hechos cercanos a él, señalándolos como sus causas. Es propiamente
dicha parcialización la que resulta inaplicable si nos preguntamos por la totalidad.

Quizás el error radique en diferenciar a Dios de Su manifestación, para


luego preguntarse porqué Se manifiesta.

Cuando en el ámbito de lo experimental se inquiere por la causa, sin


embargo, no se considera satisfactoria una respuesta tautológica, del tipo “Dios Se
manifiesta porque Se manifiesta”. Se espera, por el contrario, que la causa sea
diferente del efecto analizado, aportando elementos novedosos al conocimiento.

El método hipotético-deductivo-experimental es limitado, pues el


entendimiento se ve obligado a establecer coordenadas que determinan su finitud.
Cuando tratamos la relación entre Dios y el mundo, estamos abarcando la
totalidad de lo ente. Nada queda fuera de nuestro universo de discurso: ninguna
entidad explicativa ulterior a la cual recurrir.

Si sólo consideramos válido el conocimiento hipotético-deductivo-


experimental, podemos abandonar nuestra búsqueda aquí. Si queremos seguir
inquiriendo acerca de asuntos divinos, deberemos incursionar en ámbitos ajenos a
los del conocimiento científico occidental .

La Persona Divina

Si compartimos con la Entidad Divina el Ser Persona, podemos pretender


una comprensión analógica más que una explicación causal-disociativa de Sus
motivaciones. Estaríamos preguntando por aspectos Divinos que nos permitieran
comprender desde dentro la generación de lilah.31

Esto podrá sonar descabellado, pero todas las grandes Tradiciones de


sabiduría nos aseguran que hemos sido hechos / as a Su imagen y semejanza,
que somos Sus hijos e hijas, chispas desprendidas del gran brasero divino. No es
ilícito, entonces, recurrir al tesoro de sabiduría intuitiva que poseemos en nuestro
interior en busca de empatías iluminadoras. Siguiendo el consejo del Maestro
Platón, debemos esforzarnos por recordar.

31
En sánscrito, el Juego de lo Divino en el universo.

85
La autofragmentación en múltiples formas de la monolítica unidad divina
remite a una creatividad que se expande en una suerte de juego evolutivo.
Asistimos y participamos del autodesarrollo de una fuerza que parece
complacerse en la multidiferenciación de Sus producciones. Dicho proceso de
enriquecimiento determinativo culmina, en nuestro mundo, en el encuentro con el
ser humano. Este existente, dotado de la libertad, a nivel consciente, de
reconocer o ignorar a Su Creador, de enfrentarlo o de amarlo, posibilita la
transmutación de la soledad divina en diálogo.

Quizás el secreto del gran misterio de lo Uno y de lo Múltiple radique en


esta posibilitación del diálogo entre las partes.

La Conjunción Ser / No-Ser

Nos encontramos inmersos en un mundo en incesante transformación.

Ahora bien, todo cambio presupone el No-Ser, ya que la plenitud de Ser


sólo puede concebirse como inmutable (no le falta ni le sobra nada que justificara
una modificación). De la combinación del Ser y del No-Ser, como bien lo
determinara Hegel, resulta el Devenir, fundamento de la temporalidad del Universo
manifestado.

Por otro lado, el No-Ser, la negatividad, constituye la condición de


posibilidad de ese defasaje entre Ser y Deber-Ser, entre ser plenamente y ser
carenciadamente, que hemos caracterizado propiamente como el mal. Este hiato
entre un objetivo y su cumplimiento constituye a su vez el núcleo fundante de la
historicidad.

El Devenir, el mal y la temporalidad aparecen como tres aspectos


manifestativos mutuamente dependientes dela conjunción Ser / No-Ser o Real /
Irreal.

Dios y la Temporalidad

Desde una perspectiva creyente, un mundo en evolución trasunta la


existencia de un plan divino en proceso de cumplimiento. El desfasaje teórico
entre el “desde dónde” (punto de partida) y el “hacia dónde” (punto de llegada) se
desarrolla lo dado, estructura y fundamenta la coordenada de la temporalidad.32 Si
creemos en la existencia de una Inteligencia ordenadora, un universo en proceso
de cambio debe serlo teleológicamente, desde un estado de imperfección hacia
uno de perfección, evidenciando la realización histórica de algo que aún no está
completo.

32
La kantiana forma pura a priori de la sensibilidad, según esta perspectiva, resulta derivada del
teleologismo del autodespliegue divino.

86
La primera acción divina, “al principio de los tiempos”, inaugura la
temporalidad. Pero todo podría haber acabado ahí: la Automanifestación Divina
podría haber surgido completa, “de un pistoletazo”, instantáneamente, de la fragua
divina, como Atenea de la cabeza de Zeus. Sin embargo, Su primer movimiento,
que instaura la existencia del mundo, lo hace en el modo de la procesualidad. Al
insertarnos como seres temporales en un mundo en evolución, Dios ha
determinado que Su “completitud” se desarrollara gradualmente para / en
nosotros. ¿Por qué ha preferido Dios expresarSe en un universo que, en su fluir,
configura un marco dinámico de temporalidad?

Ya hemos visto que las dilucidaciones sobre los porqués más


fundamentales exceden los límites de nuestro entendimiento. Sin embargo,
podemos efectuar algunas comprobaciones a posteriori sobre la existencia del
mundo tal cual se nos presenta. En el caso que nos ocupa, resulta que sólo sobre
el trasfondo de la temporalidad puede cobrar sentido una problemática del
accionar divino o humano, de la libertad de opción, en suma, del bien y del mal.
Cualquier accionar, sea divino o humano, en tanto equivale a modificar una
situación existente, instaura un devenir y por lo tanto una temporalidad.

Obviamente, desde el punto de vista supratemporal de la globalidad, hay un


solo estado de completitud. La totalidad como tal no puede modificarse, pues por
definición ya incluye todos los cambios posibles. Pero el desenvolvimiento
temporal del todo constituye el marco posibilitante de cualquier accionar en
general y del ejercicio de toda opcionalidad y de toda toma de decisiones. En un
universo inmutable, literalmente, “no pasa nada” y por lo tanto nadie, ni siquiera
Dios, podría ejercer su libertad de opción.

La opción, forma de actuar propia de un ser finito, implica una deliberación y


un desfasaje entre propósito y cumplimiento que sólo pueden ocurrir en un mundo
que admita el devenir.

Cambio y temporalidad constituyen la condición de posibilidad de todo


accionar. La libertad de opción, en particular, importa una separación entre sus
distintas fases, que requiere para su ejercicio del desarrollo temporal.

La historicidad de nuestro mundo permite el despliegue de la procesualidad


moral. Dios como totalidad supratemporal configura una completitud óptima de la
cual no cabe predicar una evolución moral ni de ninguna especie. En cambio, Dios
autofragmentado -el ser humano-, al ser, en su finitud, temporal, sabio e
ignorante, bondadoso y malvado, parcialmente autodeterminado y optante, tiene la
posibilidad existencial de la historicidad en general y de la historicidad ética en
particular.

Dios, en esta relación alienada consigo mismo, Se encuentra con un ser


capaz de desconcertarLo.33
33
Y arrepintióse el Eterno por haber hecho el hombre en la tierra y entristecióse su corazón (Génesis, VI,6).
Si la especie humana hubiera sido previsible, no hubiera provocado el arrepentimiento divino. Este versículo

87
Desde una perspectiva gnoselógica absoluta, todos los seres pueden
reducirse lógicamente a un eterno presente, comprimiendo atemporalmente –para
un ser omnisapiente- el desarrollo de su ser. A pesar de ello, sucede la paradoja –
incomprensible para nuestra razón- de que el ser humano, con su libertad,
provoca a cada instante posibles bifurcaciones en las cadenas causales de los
acontecimientos. Su finitud optante introduce el misterio de lo imprevisible en el
desenvolvimiento temporal. Dios permite al ser humano representar en la tierra el
factor sorpresa, posibilitando así un diálogo creativo con imprevistos para ambos
interlocutores, paradigma buberiano del diálogo auténtico.

A partir de la existencia de Dios (necesidad e inteligencia del Ser) y la del


ser humano, nos vemos obligados a admitir el misterio de un universo
simultáneamente completo y terminado, e imprevisible y mutante.

Las Diversas Vertientes de la Historicidad Divina

a) Plan Divino y Libertad Humana

La modalidad temporal, histórica y cambiante de la automanifestación divina


en el universo nos obliga a remitirnos a un aspecto divino no absolutamente
perfecto en el sentido de “terminado”, “completo” o “acabado”, sino compartiendo
el proceso de desenvolvimiento de Su obra.

Las miríadas de formas evolutivas de la materia testimonian una línea de


desarrollo. Su aspecto más relevante para nosotros en la etapa actual consiste en
la aparición de la conciencia humana, con su capacidad de pautar su propio
desenvolvimiento.

Somos lucecitas de conciencia en el misterio de un universo que se


despliega temporalmente. Con el ser humano surge el espejo del mundo, el testigo
de lo existente, el que le pone nombre a lo que hay (cfr. Génesis II,19). 34

Estas chispas divinas de conciencia que somos los seres humanos, ¿para
qué se sumergieron en el mundo de lo efímero y cambiante, construyéndose
diversas envolturas35, de las cuales la material es la más densa de este mundo?
¿Es algo planeado desde el comienzo de los tiempos o es algo novedoso aun
para un ser supremamente omnisapiente? Si el ser humano es realmente libre, la
meta debería ser desconocida para el mismísimo Dios.

sólo es comprensible desde una sorpresa divina.


34
Para el materialismo, la conciencia es un subproducto de la evolución de la materia. Ello implica atribuir a
la materia propiedades de inteligencia, poder, intencionalidad, etc., que la acercan sospechosamente a la
jerarquía de Deidad, invalidando el punto de partida materialista de una materia prima ininteligente y pasiva,
sometida a los vaivenes de ese extraño cóctel de determinismo y azar que nos propone el materialismo.
35
Las kelipot de la Cábala; las koshas de las Upanishad.

88
A mi entender, la disyuntiva “libertad humana vs. omnisapiencia divina” se
resuelve reconociendo que la meta de la historia es conocida, no sólo por la
divinidad, sino por nosotros mismos.

Todas las grandes Tradiciones coinciden en que transitamos hacia el


reencuentro con Dios y terminaremos inevitablemente por reintegrarnos a Él. Todo
sucede como si Dios realizara primero un doble movimiento de autoalienación y
densificación (involución) seguido por otro de autorreunión mediatizada y
espiritualización (evolución), quedando librado a nuestro arbitrio el “cómo”, los
caminos que recorreremos hasta retomar conciencia de nuestro origen divino.
Estos caminos van dibujando una trama, una filigrana íntegramente humana: el
mapa de nuestro distanciamiento y posterior reacercamiento a Dios.

b) Requerimientos Humanos y Respuesta Divina

El ser humano -Dios autoenajenado- está capacitado, aunque no


compelido, para percibir lo Divino. Desde el fondo de su ser, sin embargo, intuye
oscuramente su origen y tiende hacia El por diversas vías, inevitablemente
limitadas por su finitud. Se establece una relación con lo Absoluto, adulterada o
no, y con todos los matices propios de las relaciones humanas.

¿Reside la Perfección Divina en permanecer indiferente, al modo del Primer


Motor aristotélico, ante las súplicas, invocaciones, alabanzas o imprecaciones de
Sus criaturas, en tan manifiesta inferioridad de condiciones? No lo cree así la
Filosofía Perenne.36

Pide, y se te concederá lo que pidas. Busca y hallarás. Toca y te abrirán.


Porque el que pide, recibe. Y el que busca, halla. Y al que llama, se le abrirá.
(Mateo, VII:7-8)

Así formula Jesús un antiguo adagio esotérico. Dios, ante el requerimiento


de Sus criaturas, no permanece indiferente. Ingresa en la historicidad por mérito
de Su responsabilidad creadora, que asume en este caso una modalidad de
relación paternal.

Haciendo estallar los moldes de nuestras limitadas categorías intelectivas,


Dios aparece simultáneamente:

 Ahistórico en Su modalidad premanifestada


 Inconscientemente histórico en Su modalidad manifestada no
humana
 Consciente y alienadamente histórico en Su modalidad
humana

36
Denominación acuñada por Aldous Huxley en su libro homónimo para designar ese fondo común de
Sabiduría que reaparece, bajo distintas modalidades, en todas las culturas.

89
 Propiamente histórico en Su relación con el ser humano
 Supratemporal en Su completitud global.

CAPÍTULO VIII

90
PROPUESTA DE CONCLUSIÓN

El cuerpo es un adelantado del alma que quiere cumplir por


caminos rectos o torcidos la aventura suprema: el amor al prójimo.
(Víctor Massuh)37

Yo, el Rey, les responderé: “todo lo que hicieron a sus hermanos,


a Mí me lo hicieron.” (Mateo, XXV:40)

El Mal de Origen Humano

Con la sola excepción del ser humano en este nivel de realidad, Dios recibe
el reconocimiento espontáneo de todas Sus criaturas, manifestado en el
sometimiento incondicional a Sus designios. ¿De qué otra forma interpretar, si no,
ese acatamiento universal a las leyes que denominamos “de la Naturaleza”?

Tan sólo la criatura humana, como lo registra el mito del Génesis, se ha


atrevido a desobedecer a su Creador, con la conseciente caída a un estamento de
mayor alejamiento de la Fuente Divina. A partir de allí la criatura humana habría de
recorrer, en su relación con la Divinidad, la más variada gama de actitudes, desde
la rebeldía y el resentimiento hasta el amor más absoluto, pasando por la
negación o la simple indiferencia.

El ser humano no está “programado” para amar a su Creador, ni siquiera


para reconocerLo. Pero por ese mismo motivo, es el único ser que conozcamos
que es capaz de relacionarse con El / Ella / Ello libre y no compulsivamente.

Sólo la criatura humana podría satisfacer un hipotético deseo divino de


interacción libre y espontánea. La interrelación desde la libertad es el gran aporte
de la especie humana a la Creación.

El Dios bíblico anhela la adhesión a Su plan universal y el amor a Su


persona por parte de seres libres. El reconocimiento y el amor no desde la
obediencia, sino desde seres capaces de desobedecer.

Hemos visto que la posibilidad del mal es condición sine qua non de nuestra
libertad. El error, la no-autenticidad y las múltiples distorsiones que configuran el
gran drama cósmico-humano, con sus correspondientes secuelas de sufrimiento y
dolor, podrían ser el precio del retorno a Dios desde la libertad y no desde el
automatismo. La especie humana, a diferencia de sus congéneres naturales, tiene
la posibilidad de elegir colaborar o no en la tarea de la Creación.

37
Suplemento cultural del diario “La Nación” (19/04/92).

91
Puede sonar paradójico, pero la experiencia del mal garantiza a la criatura
humana el acceso a la Divinidad desde una situación de libertad y dignidad, y a
Dios la experiencia de un amor no inevitable.

El Mal de Origen No Humano

El auto-ocultamiento divino -el buberiano “eclipse de Dios”- del que resulta


la defectuosidad de este mundo, manifestada como el mal de origen no-humano,
también contribuye a contingenciar nuestro eventual acercamiento a Dios. En
efecto, si El se nos mostrara en la plenitud de Su magnificencia, nuestra voluntad
y nuestra libertad se esfumarían alegremente ante la felicidad de rendirnos a Su
gloria y a Su voluntad.

El mal que vela la manifestación divina en este nivel de realidad protege la


auto-determinación humana frente al Ser Supremo. La negatividad que se cuela
en este universo permite el surgimiento de una relación entre Dios y un ser libre.

Por otro lado, si Dios Se ocultara del todo y no tuviéramos el menor indicio
de Su existencia, nada nos incitaría a buscarLo. Este tampoco es el caso. La
complejidad y maravilla de la naturaleza, el “simple” hecho de la existencia del
mundo, así como el misterio de nuestra propia conciencia, constituyen mojones
que apuntan hacia una Inteligencia y un Poder trascendentes, indicadores que el
Creador deja tras de Sí, pasibles de llamar la atención de una criatura pensante.
El total ocultamiento divino implicaría, lisa y llanamente, el no despliegue del
universo.

La manifestación semi-velada de Dios va constituyendo mundos cada vez


más inconscientes de Su Centro de Emanación a medida que se consolida la
direccionalidad del Creador hacia la criatura (lo “otro de Sí”).

Todo sucede como si en el seno de lo Absoluto ocurriera el siguiente


proceso dialéctico:

a) posición de lo Absoluto (tesis)


b) auto-alienación y auto-fragmentación de lo Absoluto (antítesis)
c) amoroso auto-reconocimiento mediatizado por la libertad (síntesis)

Dios se autofragmenta analíticamente, para volverse a unir por medio del


amor. El amor es el pegamento que vuelve a unir, en un nivel enriquecido de
determinaciones, las partes del Dios autofragmentado. El mal, inherente a la
manifestación de este mundo bipolar, aparece, paradójicamente, como la
condición de posibilidad de la libertad y el amor.

Experimento el sufrimiento a través de Mis parcialidades:

92
Pero fue la única forma posible de multiplicar Mi amor.

Tat tvam asi.38

EPÍLOGO
POR EL PROF. WALTER GARDINI

38
Sánscrito: “Tú eres eso” (Chândogya-upanishad, VI,8,7).

93
Ningún ser humano, en un momento u otro de su vida, puede evitar la
experiencia del mal. Lo más inmediato es el mal físico: enfermedades y muerte.

Más doloroso es el mal moral: dudas, frustraciones, depresiones,


incomunicación, falta de agradecimiento, la lucha entre la virtud y el vicio, entre la
verdad y el error. Muchas veces el ser humano se sientet como un pájaro
encerrado en una jaula, con nostalgia de vuelos en los espacios infinitos, que no
puede realizar.

Existen otros condicionamientos que vienen de afuera: injusticias sociales,


guerras, amenazas apocalípticas de destrucciones nucleares o ecológicas, robos,
terremotos, monsones. El mal está al acecho en todas partes y siempre. Está
como imbricado en el universo y parece degradarlo, lesionarlo y hasta destruirlo.
Nunca somos nosotros lo que quisiéramos ser; nunca el mundo es lo que debiera
ser.

Más angustiante es la existencia del mal en los inocentes: niños que


nacieron con malformaciones genéticas que afectaron su ccuerpo o su mente,

94
buenos que fueron marginados o muertos, condenados a la cárcel por delitos que
nunca cometieron.

Frente a este cuadro nacen numerosos interrogantes. ¿Por qué la muerte


de un niño o enfermedades tan dolorosas? ¿Por qué la traición de un amigo, el
alejamiento de una esposa o un esposo, la ingratitud de un hijo? ¿Por qué las
crueldades de tantas guerras, el triunfo de los corruptos y de los prepotentes?
¿Por qué todo esto si existe una Mente Universal y un Arquitecto primordial, lo que
parece evidente en el examen de las perfecciones existentes en la Naturaleza, en
el cuerpo humano, en una flor o en un insecto? ¿Cómo conciliar este desorden
con aquella armonía cósmica que existe en el reino de lo infinitamente grande,
entre millones y millones de estrellas, y de lo infinitamente pequeño, entre átomos,
protones y neutrones que constituyen la esencia de la materia? ¿Cómo conciliar
tantos males con una pretendida existencia de un Ser Superior, un Dios personal o
impersonal, sumamente sapiente, bueno y omnipotente?

Estos son los interrogantes que se han planteado las literaturas, las
filosofías y las religiones de todos los tiempos y son interrogantes que acosan hoy
a millones de seres humanos.

Las Respuestas

La respuesta más inmediata es la rebelión. Para aalgunos la vida es


absurda, sin sentiso, una “chispa entre dos nadas”, “una pasión inútil” (Sartre). El
hombre es un ser manejado, como un títere, por un azar caprichoso y cruel. No
falta quien, aplastado bajo un peso que parece excesivo, llega al suicidio, la
manifestación extrema de la rebelión.

Otros prefieren aturdirse. Son como un enfermo que no quiere ver sus
males y desea evitar el diagnóstico; son como el avestruz que esconde su cabeza
en la arena. Se aferran a un rayo de luz, al placer, que también es una parte dela
vida, y lo absolutizan. Persiguen los paraísos artificiales de la droga, el alcohol y el
libertinaje.

Hay quien busca paliativos en un frenesí de acciones o en el consumismo,


en todo lo que está vinculado con lo exterior y lo superficial. Es otra forma de
escapismo que no permite ver la realidad y la cubre con máscaras.

Otros se resignan. Aceptan pasivamente las múltiples manifestaaciones del


mal como una fatalidad que no pueden eludir. Falta en ellos cualquier esfuerzo
para sacar conclusiones, darse cuenta de lo que está pasando, investigar sus
causas. Siguen adelante pacientes y resignados, apagados, faltos de alegría, bajo
los golpes del destino. Indudablemente es algo más que una rebelión histérica o
una evasión que no lleva a ningún resultado, pero no es todavía una postura
adulta. Con estas acitutes el misterio del mal no se aclara, por el contrario, se
agranda cada vez más.

95
En este callejón sin salida se inserta este trabajo de Ana Jachimowicz con
una respuesta nueva, fruto dela razón, la fe y su experiencia personal.

La autora es Profesora de Filosofía y Dra. en Ministerio y cita algunos


filósofos, desde Aristóteles a Martin Buber. A partir de ellos saca esta conclusión:
el mal es parte integrante y constitutiva de un ser humano finito, esencialmente
imperfecto. Le sigue como la sombra al cuerpo. Nadie puede estar libre de
enfermedades y límites de todo género que afectan la mente y la voluntad.
Difícilmente el hombre reconoce su finitud, sobre todo cuando muchos lo engañan
haciéndole creer que tiene un poder infinnito, peor todavía, que es infinito. El mal
le recuerda insistentemente que no es pefecto, ni autónomo, ni autosuficiente:
verdad de por sí evidente que pocos aceptan.

La fe retoma y perfecciona el principio propuesto por la razón. Ana


Jachimowicz cita el Génesis, al profeta Isaías y al autor del Eclesiastés. La ley, los
Profetas y los escritos son las tres partes de la Biblia hebraica, el Antiguo
testamento de los cristianos.

De la doctrina de los textos sagrados el mal surge como una desobediencia


a Dios, la reivindicación de una autonomía que el hombre no posee. Quien es
finito no puede prescindir de lo infinito que es su justificación y fundamento. El
rayo se apaga si se desconecta de la fuente que le da vida. El árbol, sin raíces,
muere.

La desobediencia es posible porque el hombre es libre. Todos los


elementos dela Naturaleza, todos los seres no racionales están regidos por leyes
fijas. Sólo el ser humano, en virtud de la razón, puede optar. Frente a él se abren
los caminos del bien y del mal que solicitan su elección. El mal se disfraza, hace
falsas promesas, es permisivo y fácil, acaricia los instintos primarios como el
orgullo, la codicia y la lujuria. Así fácilmente domina sembrando en todas partes
las consecuencias negativas que conocemos.

¿Por qué fue dada al hombre la libertad, la que, aun siendo el don más
precioso, es también el más peligroso? Es una consecuencia del fin conferido a la
existencia humana: la unión con Dios en el amor. El amor es libre o no es y Dios
quiere hijos y no esclavos.

El mal aparta de la amistad divina, pero Dios se sirve de él para el logro de


sus fines. Todo obedece a un plan divino que no es de destrución sino de vida.
Todos los acontecimientos, aun los más dramáticos e incomprensibles, tienen un
sentido positivo. Es lo que afirma la sabiduría popular con las palabras: “Dios
escribe derecho sobre renglones torcidos”.

La Biblia, reflejo de la vida, lo prueba infinitas veces. Los hermanos de José


lo habían vendido como esclavo a mercaderes egipcios para ganar plata, pero
Dios, como expresa el Génesis, “retomó sus proyectos malos y los transformó en

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buenos”. José fue virrey de Egipto y salvó a sus hermanos y a su pueblo de una
terrible hambruna.

Job perdió todo lo que había poseído: grandes bienes, mujer, hijos y
también la salud. En el abismo de sus sufrimientos logró percibir a Dios como una
realidad nueva: “Antes creía en Ti por lo que me decían los otros, pero ahora te
ven mis ojos”. El dolor destruye todos los falsos ídolos que se presentan como
absolutos y como meta última de la vida. También esto debería ser evidente, pero
¿cuántos lo reconocen en la vida ordinaria?

“Quien no sufrió ¿qué sabe?” se pregunta un sabio bíblico. Las lágrimas


purifican los ojos y les dan más brillo y claridad. Cuando alguien ha experimentado
hasta el fondo su total finitud y ha aceptado su muerte física y psicológica puede
mirarla vida con ojos nuevos, puede entender y compartir mejor el dolor de los
otros, ser más humilde, libre y abierto a los valores del espíritu. Sin lágrimas, el
hombre sería más egoísta y superficial. Todos los grandes de la historia tuvieron
que hacer esta experiencia.

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Razón y fe se unen en las páginas de este libro, pero no como en una fría
clase magistral, sino como una doctrina encarnada en la vida. Ana Jachimowicz es
una creyente. Acepta el mundo como un don y a través de las maravillas del
cosmos llega no a un Algo impersonal o a una Energía Cósmica, sino a un Tú,
Alguien con El Cual puede entablar un diálogo especial. Siente Su presencia y
describe Su amor, que se manifiesta en las luces y sombras de la vida. (También
el Artista Divino necesita las sombras para dar relieve y valor a Sus obras). Sus
palabras, sencillas y espontáneas, son el reflejo de una vivencia y de una profunda
convicción. No repite enseñanazas ajenas, sino que vive lo que escribe. Aunque
ella no hubiera confesado: “creo profundamente” y “me resulta evidente”, el lector
lo habría advertido inmediatamente. Este es el factor que más convence.

La Enseñanza de Buda y de Cristo

La autora cita una frase de Buda. Era un príncipe de la dinastía Sakya, rico
y feliz, y se llamaba Gautama. Su padre había hecho construir para él un
magnífico palacio con todas las comodidades y diversiones. Para hacerlo más feliz
le había prohibido salir. El contacto con la realidad de la vida habría podido
amargarlo. Un día, eludiendo la vigilancia, salió a la calle. Inmediatamente se le
acercó un mendigo hambriento que le pidió limosna; más adelante encontró a un
enfermo que gritaba por el dolor, después a un viejo que con gran dificultad podía
moverse y por último a un muerto llevado al lugar de la incineración. Entendió
inmediatamente que la vida que llevaba no era la verdadera. No tenía necesidad
de mendigar, pero seguramente también para él habría llegado, algún día, la
enfermedad, la vejez y la muerte. ¿Valía la pena vivir? ¿Podía ser éste el fin de la
vida?

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Dejó todo y empezó una larga peregrinación con pausas de retiro y
meditación. Se transformó así en el Buda, el Iluminado. El contacto con la realidad
del dolor le había permitido descubrir el verdadero sentido de la vida: la práctica
de la benevolencia con los afortunados, y el amor compasivo por los que sufren, la
alegría junto a los buenos y la indiferencia hacia los malos. Así vivió él y así viven
los discípulos fieles a su doctrina.

Ana Jachimowicz cita también algunas palabras de Jesús. El era más que
un príncipe: era, según la fe cristiana, el Hijo de Dios. El Padre no quiso aislarlo
del mundo, sino que lo envió a él. Jesús entró en contacto con las múltiples
manifestaciones del dolor y del mal: todo género de enfermedades, ricos, egoístas
burócratas arrogantes, adúlteras, recudadores de impuestos, maestros hipócritas
del pueblo, un proceso injusto y la muerte en la cruz.

¿Cuál fue su conducta? Curó a los enfermos, lloró la muerte de un amigo,


pidió alivio en un momento de extrema angustia (“mi alma está triste hasta la
muerte”; “Señor, si es posible, aleja de mí este cáliz”) y gritó sobre la cruz: “Dios
mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Estas últimas palabras
desconciertan, pero hay que ponerlas junto a otras: “Señor, hágase tu voluntad.”
“Si el grano de trigo no muere queda solo, pero si muere, da mucho fruto”. “No hay
mayor amor que dar la vida por los que se ama”. Para Jesús, el dolor es un medio
para crecer, la aceptación de una voluntad divina que quiere nuestro bien más
verdadero y una manifestación de amor hacia los demás. Con su muerte en la
cruz, Jesús mereció ser el Salvador del mundo.

En Jesús es Dios mismo quien sufre y quien confiere al sufrimiento humano


una fuerza divina capaz de abrir la jaula de la finitud humana y de permitir el vuelo
hacia espacios infinitos. Se rompe la cáscara de la crisálida y, según las palabras
de Dante, se posibilita la aparición de la “mariposa divina”.

El dolor de Jesús es el de un inocente que se solidariza con todos los que


sufren injustamente, para dar un valor también a sus sufrimientos. Escribió Pascal:
“Jesús está en agonía todos los días hasta el fin del mundo”. Esta presencia
confiere al dolor humano el sentido más completo. No elimina el misterio del dolor
y del mal, pero lo hace más aceptable.

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Amigo lector, no sé si la angustia ahora te está apretando, pero estoy


seguro de que en el porvenir no podrás evitar la suerte de todos los mortales. No
escribo esto para asustarte. “Es suficiente el dolor de cada día y no hay que
preocuparse por el mañana”, dijo Jesús. Pero es necesario prepararte al
encuentro con el sufrimiento; no sirve, y es peor, cerrar los ojos. Este libro te
ayudará. No es uno de los tantos manuales que con fáciles y dudosas promesas
de felicidad explotan el sufrimiento y la credulidad de la gente. Algunas páginas
podrán parecer difíciles. Sigue adelante. Es un compañero seguro y honesto.

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WALTER GARDIDNI

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