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EL FUEGO Y LA SOMBRA

No es fácil. Sobre todo, si lo que se quiere es que el


fuego dure. Que tenga la doble función de asar la carne y
mantener la temperatura corporal de los comensales
arrojados a la intemperie del frío y de la noche. En in-
vierno, las brasas no llegan a consumirse y se apagan an-
tes: el asador está obligado a renovarlas permanentemen-
te y repartir su atención en dos focos de calor que no pue-
de descuidar. Se usa más leña, más carbón, más todo. Pe-
ro, por sobre todas las cosas, es preciso concentrarse en
las primeras decisiones (las únicas importantes cuando el
invierno impone la necesidad de mantener un calor cons-
tante, dentro y fuera de la parrilla). Son ellas, las primeras
decisiones, las que imponen el final, las que dictaminan el
momento en que todo se va apagar, en que todo se volverá
parte de un pasado cuyo único testimonio de existencia
previa serán unas pocas cenizas y el frío seco, cortante,
que llega con la fuerza inaugural de algo nuevo, de algo
que nunca estuvo pero llegó para quedarse, lo que, en
cierto modo, demuestra que, en verdad, estuvo siempre o,
al menos, estuvo su posibilidad, su existencia potencial,
contenida en la motivación de las primeras decisiones, en
su objetivo inicial, en su materialidad: el fuego. Después
de ellas, de las primeras decisiones, todo está escrito: los
actos intermedios no pueden aspirar más que a acelerar o
a demorar mínimamente la concreción que ya había sido
inevitablemente fijada por aquellas decisiones importan-
tes, las primeras, las únicas. Tal vez por eso Martín se to-
maba su tiempo para armar los aros cilíndricos con un
diario de la semana anterior, procurando que quedara
suficiente aire en el interior de cada uno. La de los cilin-
dros de papel de diario no es la técnica más tradicional:
Martín había hecho fuegos menos delicados en muchas
otras ocasiones (fuegos más silvestres) pero siempre en
verano, cuando no importa su duración porque cumple la

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única función de asar la carne. En verano, cuanto menos
fuego se haga, cuanto más se pueda limitar el calor al in-
terior de la parrilla, mayor es el placer de los comensales.
En invierno, en cambio, la cosa es bien distinta: se altera
la relación entre el fuego y el placer y hasta podría decirse
que presenta una lógica inversa: es mayor el placer cuan-
to más se propaga el calor, cuanto más fuego se hace y
cuanto mayor es su duración, garantizando, además de la
cocción de la carne, el bienestar y la salud de los comen-
sales. No es fácil.
A la izquierda de la parrilla, Martín había puesto
una mesita con las tablas, la carne y la sal. A la derecha, el
brasero. Una vez apilados los cinco aros, vació la bolsa,
desparramó las maderas en el piso y las acomodó de ma-
yor a menor, dejando los leños grandes más cerca del bra-
sero y los más pequeños a un costado. Luego, los carbo-
nes: se levantó las mangas de la campera, sacudió leve-
mente la bolsa y, removiendo su interior en cada nueva
extracción, seleccionó los carbones más grandes y los dejó
en el piso, en el espacio que había quedado entre los leños
grandes y los pequeños. Ya había anochecido cuando se
asomó por la ventana a mirar el reloj de la cocina y pren-
der la luz exterior, como si las dos acciones fueran una
sola o como si la luz debiera prenderse en la hora exacta
que marcaba el reloj cuando él lo había mirado: las siete y
once. Había estado casi una hora afuera acomodando to-
do, de manera que nunca pudo notar el corte de luz que
su mujer esbozaría como posible causa del retraso de los
invitados, dos minutos y medio después, cuando él le pre-
guntara. Volvió al brasero y empezó a colocar los leños
más grandes alrededor de los aros de papel. Los puso pa-
rados y levemente inclinados hacia adentro, formando
una especie de cono abierto. Aire. Mucho aire. El fuego es
frágil y muy sensible a la falta de oxígeno. Se asfixia con la
menor obstrucción. Y la asfixia es irreversible, fatal. No es
posible volver a empezar, volver al momento de las pri-
meras decisiones y modificarlas o alterarlas. No es posi-
ble. Las primeras decisiones (las que fijan el oxigeno dis-

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ponible, los conductos por los que viajará el aire para
mantener vivo al fuego hasta el momento del ahogo final,
también fijado por ellas) no se pueden volver a tomar, no
se pueden corregir. Si el fuego se ahoga, se ahoga. El más
mínimo descuido, la falla menos trascendente durante las
primeras decisiones puede precipitar el final y eso sería
devastador: en invierno, el fuego debe durar el tiempo
necesario para cubrir la sobremesa y la digestión. Si el
fuego se apaga antes, todo placer, todo disfrute previo es
sustraído abruptamente no sólo del cuerpo sino también
de la memoria como si el tiempo fuera cortado por el im-
placable filo del frío que llega para quedarse, como si hu-
biera estado siempre, como si nunca se hubiera ido y el
calor, el placer y el goce no hubieran sido más que una
ilusión anclada en un pasado paralelo, remoto, inaccesi-
ble.
Martín, en cuclillas, se movió alrededor del brasero,
observando los espacios huecos que habían quedado en-
tre los leños y entre éstos y los aros de papel. En ellos,
introdujo unas cuantas varillitas de madera que había
cortado de los laterales de un cajón de manzanas. Los
carbones grandes los puso en círculo, entre los leños y el
papel, cuidando que no se tocaran. También puso algunos
arriba, sobre el canto de los aros, cubriendo el perímetro
de los círculos apilados. Luego se irguió, con las manos en
la cintura y contempló el resultado. Silvana salió de la
cocina y se paró a su lado sin decir nada. Miró el brasero y
le convidó un vaso de cerveza. Martín bebió tres sorbos y
enrolló unas largas tiritas de papel de diario que luego,
una vez encendidas por uno de sus extremos, introduciría
en el interior de los aros. Pero no lo hizo en ese momento.
- ¿Y tus amigos?- preguntó a su mujer con un gesto
ascendente de cabeza, levantando las cejas en forma inte-
rrogativa.
- No sé…- respondió ella mirando el reloj.
- ¿Lo prendo o los esperamos? Les dijimos a las sie-
te…

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- Les dije entre las siete y las siete y media. Esperá
diez minutos más. Capaz que se perdieron en el apagón.
- ¿Qué apagón?
Y entonces Silvana le contó a Martín que había ha-
bido un apagón general en el barrio, que las calles de Saa-
vedra se habían oscurecido completamente durante más
de media hora: entre las seis y media y las siete y cinco de
la tarde, aproximadamente. Ella había llegado unos minu-
tos antes de que sucediera, después de comprar el salame,
el queso y las cervezas, una de las cuales acababa de abrir
para compartir con su marido antes de que llegaran las
visitas.

Las visitas, que eran Facundo y Carolina, habían ido


al cine a la tarde, al Multiplex de Belgrano, sobre Cabildo,
cerca de la parada del cincuenta y nueve que los dejaría a
ocho cuadras de la casa de Silvana, antes de que la aveni-
da se convierta en Maipú. Silvana y Carolina habían sido
muy amigas en la adolescencia. Facundo y Martín se co-
nocían también de esa época pero se habían vuelto cerca-
nos cuando empezaron a frecuentarse obligadamente en
calidad de acompañantes de sus mujeres.
Facundo y Carolina, que habían salido del cine a las
seis menos cuarto, habían tomado el cincuenta y nueve a
las cinco y cincuenta y cuatro. Habían viajado sentados,
en un asiento doble, en silencio. Él había dicho que la pe-
lícula le había gustado mucho, que nada de ese director
podía no gustarle. Ella había dicho que le había parecido
muy larga y que, probablemente, llegarían tarde a la casa
de Silvana. Facundo había dicho que iban a llegar bien,
que conocía casi de memoria el recorrido del cincuenta y
nueve y no podía tardar más de veinticinco minutos.
Y así fue: a las seis y veintinueve se bajaron del co-
lectivo y empezaron a caminar.
Atravesaron la anteúltima cuadra antes de Maipú y
se quedaron a oscuras.

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Las luces de la calle, los autos, la gente, las entradas
de las casas: todo desapareció de pronto. Se habían escu-
chado algunos gritos y algunas exclamaciones pero, des-
pués, silencio. Carolina parecía asustada: no había gritado
pero había aspirado mucho aire de golpe y éste, al entrar
rápidamente en su pecho contraído, había producido un
silbido inverso. Movió las manos a tientas en la oscuridad
para agarrarse de Facundo pero no lo encontró. No se
escuchaba nada: ningún movimiento, ninguna voz. Nada.
Cada tanto, Carolina gritaba el nombre de su novio en voz
baja, exclamándolo sin usar la voz, sólo con un hilo de
aire: Facundo. Facundo, repetía el hilo de aire que salía
de su garganta, seguramente, raspándole las cuerdas vo-
cales. Facundo no se movía. Se había apoyado en una de
las fachadas y había cerrado los ojos.
Acá estoy, dijo después de unos segundos. Carolina
lo agarró del brazo y le dijo que no la dejara sola. Él le dijo
que se trataba de un corte de luz general, que no había
razones para tener miedo. Sugirió que se quedaran ahí,
quietos, hasta que volviera la luz. Pero Carolina no quiso.
Esgrimió en endeble temor a ladrones y malandrines
aunque Facundo sabía que lo que le preocupaba era llegar
tarde a la casa de Silvana.
Volvieron a caminar y tres minutos después Facun-
do dijo que se habían perdido. Sugirió, por segunda vez,
quedarse quietos, esperar a que volviera la luz. Pero Caro-
lina dijo que iban bien, que estaban cerca, que faltaba
menos. Facundo se detuvo. Ella hizo lo mismo unos me-
tros después y prendió el celular para iluminarse. Facun-
do, perdido en la oscuridad, en la infinitud de lo negro,
vio la cara de su novia, resplandeciendo entre la nada.
Caminó hacía ella sonriendo y la besó. Carolina lo alejó
con la cara interna de las muñecas y le susurró un reto
tibio, cálido. Facundo, después de eso, se alejó hasta una
esquina para ver en qué calle estaban: se habían pasado.
Eran las siete en punto.
Se quedaron tres minutos en silencio y hubieran si-
do, sin dudas, muchos más, los minutos de nada, si la luz

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no hubiese vuelto, en un único fulgor, a iluminarlo todo
de golpe. Como un flash.
Carolina se pasó las manos por los ojos y dijo que no
sabía dónde estaban. Facundo dijo que él tampoco. Eran
las siete y cinco cuando propuso volver a Cabildo y tomar
un taxi.
El viaje lo hicieron en silencio, sin hablar, pero to-
mados de la mano. Cuando se bajaron, Carolina besó a
Facundo.
Y Facundo sonrió. A las siete y veinte.

- Se perdieron en el apagón, ¿no?- preguntó Silvana


cuando Facundo y Carolina cruzaron la puerta que conec-
ta al patio con la cocina. Antes los había llevado hasta el
sillón del living para que dejasen los abrigos y la cartera
de Carolina y, antes de eso, los había saludado afectuo-
samente con un abrazo a cada uno.
- Sí. Tomamos un taxi en Maipú, no queríamos lle-
gar tarde.- dijo Facundo sonriendo, después de cruzar la
puerta del patio.- Me parece que mejor me quedo con la
campera.- agregó al final y desanduvo sus pasos hasta
llegar al sillón y tomar su campera. Levantó la de Carolina
y le dirigió un gesto interrogativo moviendo la cabeza.
Carolina dijo que no y saludó a Martín. Facundo los al-
canzó y le dio la mano al asador, que le devolvió un abra-
zo breve, una amistosa palmada en el hombro. Después,
dibujó una apertura con el brazo izquierdo en un movi-
miento similar al que hacen los toreros la primera vez que
se enfrentan cara a cara con el toro. A medida que el reco-
rrido de su mano iba pasando por los elementos destaca-
bles de la disposición del patio, los iba nombrando.
- Las cervezas. La picada. El fuego. El vino. La car-
ne.- fue el listado.- Después de Silvana, las únicas cosas
importantes en el mundo- dijo y dirigió una mirada a su
esposa. Silvana bajó la cabeza y negó sonriendo con los
labios apretados (tal vez, para reprimir un suspiro) mien-
tras servía cerveza en dos vasos vacíos para los invitados.

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Facundo se quedó mirando el fuego con el vaso en la
mano. Bebió dos tragos. El primero corto y el segundo
demorando el acto de tragar, manteniendo el líquido en la
boca sin moverlo. En el medio, donde antes habían estado
los aros de papel, los carbones ya estaban envejeciendo,
blancos de una cara. La llama que los había encendido
ahora era azul y se ramificaba en pinceladas amarillas que
envolvían las varillitas y chocaban contra el canto de los
leños más grandes. No había chispas. Parejo, ordenado,
controlado. Carolina pasó delante de Facundo y éste, des-
pués de pestañar, miró a su mujer y caminó hasta la me-
sa. Carolina le devolvió la mirada y luego miró a Martín,
que salaba la carne en silencio. Tomó una de las tablas y
se la pasó a Facundo. Diez segundos después, Facundo
estaba cortando el queso. Tres minutos después, peló y
cortó el salame. Otros cuatro minutos y entonces cortó el
pan. Dos minutos más tarde fue hasta la cocina a lavarse
las manos. Veintisiete segundos después miró a su alre-
dedor buscando algo para secarse, y no encontró nada.
Silvana entró con un repasador en la mano y, sonriendo,
se lo ofreció. Facundo aceptó y se secó. Cuarenta segun-
dos después, Silvana volvió al patio. Facundo seguía se-
cándose, mirando el fuego desde la ventana. Casi tres mi-
nutos después, volvió al patio con los demás: Silvana
inauguraba la picada que él había preparado, Martín pa-
saba las primeras brasas a la parrilla ayudándose con una
pequeña palita y Carolina fumaba un cigarrillo con las
piernas cruzadas, apoyando sobre ellas los codos.
Comieron el salame, el queso y el pan y terminaron
dos cervezas más. Hablaron de amigos en común, pregun-
taron por la salud de familiares de los que tenían una le-
jana memoria juvenil, se sorprendieron con alguna que
otra muerte, Martín y Facundo intercambiaron comenta-
rios deportivos mientras que Carolina y Silvana se elogia-
ban las prendas elegidas para la velada (esto último, su-
cedió a través de un mecanismo que se repetiría tres veces
a lo largo de la noche: la conversación cruzada. Las pala-
bras que salían de la boca de Facundo viajaban hacia los

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oídos de Martín o viceversa en una línea recta que era
interceptada por las que iban de la boca de Silvana hasta
los oídos de Carolina o viceversa. La interferencia, sin
embargo, era nula. Las dos conversaciones se mantuvie-
ron con total independencia una de otra, a no ser por un
mínimo descuido de Facundo que, por un momento, ha-
bía dejado de escuchar a Martín), recordaron situaciones
muy vergonzosas que habían vivido juntos en un pasado
remoto, cuando eran otros y hasta se permitieron un si-
lencio compartido mientras Martín limpiaba la parrilla
con bollos de papel de diario que tiraba, luego de usarlos,
en una bolsa que había colgado de una de las ramas del
árbol del que también pendía un reflector.
Silvana fue hasta la cocina, abrió la heladera y volvió
con una bolsa blanca que, envuelta en cinta adhesiva,
formaba un pequeño paquete. También traía un cilindro
de cartón que alguna vez había contenido un juego de ro-
pa interior que le había regalado su marido. Se sentó y
abrió la bolsa con cuidado, sin romperla, sacando la cinta
y pegándola en el canto de la mesa. Tomó con ambas ma-
nos el paralelogramo perfecto, lo quebró en dos haciendo
presión hacia arriba y luego repitió la operación con las
dos mitades obtenidas. Rehízo el paquete con tres de los
pedazos recién cortados, volviéndolos a colocar dentro de
la bolsa blanca y envolviendo todo con la cinta que había
dejado pegada en el canto de la mesa. Separó el cuarto
que iba a usar y se fue a la cocina a guardar el resto en la
heladera. También fue al baño. Al volver al patio, vio que
Facundo miraba sin mirar, con las pupilas fijas, sin pes-
tañear, el lugar donde ella había estado sentada. No repa-
ró, tal vez, en que la mirada de Facundo era una de esas
miradas perdidas que sólo se producen cuando se repite
una acción física, casi mecánicamente, cuando la acción
se apodera del cuerpo y de la mente, dejando en aparente
suspensión el resto del sistema nervioso: mascar un chi-
cle, fumar un cigarrillo o, en este caso, rotar las palmas de
las manos en sentidos opuestos. Facundo había abierto el
cilindro de cartón, había extraído los utensilios necesarios

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y continuaba el ciclo de acciones que Silvana había empe-
zado antes de irse a la cocina.
Tres minutos después, los cuatro compartían el pri-
mer cigarrillo de marihuana de la noche en una ronda de
tres vueltas que duró diecisiete minutos.

- Llegó el momento… - dijo Martín antes de tomar la


tira de asado con las dos manos, besarla y acomodarla
sobre la parrilla. El extremo más alto lo ubicó del lado
derecho, tal vez para aprovechar el calor que irradiaba el
brasero. Luego la salchicha parrillera, a la izquierda de la
tira, sin deshacer el espiral en el que había venido empa-
quetada. El morrón lo puso debajo de la salchicha mien-
tras miraba el espacio que quedaba debajo de la tira. Pro-
bó si entraba el matambre y luego lo retiró volviéndolo a
poner sobre la tabla.- Cuando doy vuelta el asado…-
murmuró. Envolvió con cierta rusticidad las dos cebollas
en papel aluminio y las colocó debajo de la parrilla, sobre
las brazas, bien en el fondo y a un costado. Luego ajustó la
ubicación de la tira. Amagó mover el morrón pero no lo
hizo. La acción completa duró seis minutos y medio du-
rante los que nadie había hablado. - Ahora sí.- agregó an-
tes de caminar hasta la pileta del patio, atrás del árbol,
para lavarse las manos.
Los demás seguían callados, escuchando el ruido de
la canilla abierta, mirando la carne sobre la parrilla, las
brasas al rojo blanco. El fuego balanceándose en sus bi-
furcaciones, agitándose con movimientos continuos pero
firme, uniforme, total, proyectando sobre las paredes del
brasero una tenue sombra que se agitaba, ella también,
pero en otro tiempo, en un tiempo distinto que el del fue-
go. Porque, cuando se apagara, el fuego dejaría brasas
calcinadas, trozos de leña y fragmentos de carbón que
atestiguarían su ardor previo pero la sombra no dejaría
nada. Nadie jamás notaría su ausencia ni sería capaz de
hallar el más mínimo rastro de su presencia. En el tiempo
de la sombra no importa cuánto dure el fuego. La sombra

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no tiene duración porque su duración también es una
sombra, la sombra de otra duración. Se puede intentar
recrearla, se puede pretender recordarla, volver a con-
formarla en la memoria pero el resultado, sea cual fuere,
no guardará ninguna relación con la sombra original por-
que la sombra original nunca existió en el tiempo finito
del fuego. Y en el final del fuego, en el apagón, la sombra
se escurre, irrecuperable, en su propio tiempo, un tiempo
inaccesible que la convierte a ella, a la sombra, en una
ficción, en una ilusión, en un fragmento de otro tiempo
inalcanzable en este, el del fuego, por mucho que se crea
en la memoria, por mucho que se intente materializar el
recuerdo de la sombra que no fue, no ha sido, o, si ha si-
do, ha sido en otro tiempo, un tiempo absoluto, que exce-
de al fuego pero a la vez lo contiene. El recuerdo de la
sombra es imposible porque es, también él, una sombra.
La sombra de un recuerdo.
Volvió Martín sacudiéndose las manos en las caras
de su mujer y sus invitados. El agua helada los sacó del
trance y dos segundos después los tres se movían, sin ha-
blar. Martín bebió lo que le quedaba de cerveza. Facundo
prendió un cigarrillo y se acercó a Carolina. Carolina le
dijo en voz baja que lo quería. Todos parecieron quedarse
quietos otra vez. En silencio.
- Falta algo…- dijo Silvana entonces y se frotó las
palmas de las manos sobre los muslos. Luego aplaudió
una vez y dejó sus manos quietas, pegadas una contra la
otra.- ¡Música!- agregó.

Pasó una hora y cuarto en la que:


Silvana volvió con unos pequeños parlantes que co-
nectó a la corriente y la luz del reflector parpadeó dos ve-
ces; los conectó a su celular, puso Comfort y música para
volar y abrió la tercera cerveza; Facundo juntó los vasos y
Silvana los llenó con precisión: la misma cantidad para
cada uno; Carolina fumó dos cigarrillos en silencio, casi
sin cambiar de postura; Martín trasladó tres tandas de

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brasas a la parrilla y sumó dos leños grandes y cuatro car-
bones al fuego del brasero; distribuyó las brasas recién
ingresadas hacia el fondo de la parrilla mientras cantaba
el estribillo de Entre caníbales; Silvana superpuso su voz
a la de su marido en los coros, antes del segundo estribillo
(no se miraron, cada uno cantaba mientras hacía sus co-
sas: Martín acomodando las brasas, Silvana armando el
segundo cigarrillo de la noche. Ninguno de los dos parecía
advertir el canto del otro, como si la otra voz que resona-
ba sobre la grabación formara también parte de ella. Fa-
cundo y Carolina se miraron. Carolina negó con la cabeza.
Facundo sonrió); Carolina fue al baño y se miró en el es-
pejo; pasó por el sillón del living, tomó su campera y un
frasco de pastillas del bolso; miró el frasco y lo guardó; se
quedó cuatro minutos observando la decoración del living
y luego volvió al patio donde nadie parecía haber notado
su ausencia (cada uno hacía lo suyo: Silvana fumaba el
cigarrillo que había armado, Martín cortaba más pan y
más queso y Facundo, de espaldas, sosteniendo un vaso
vacío en la mano derecha, movía la cabeza inclinando el
cuello hacia adelante respetando el tempo de Disco
Eterno); mencionó la calidad de los muebles del living y
hablaron once minutos sobre los lugares en los que Mar-
tín y Silvana los habían comprado, los precios, los que
habían descartado y los inconvenientes con el flete, mo-
mento en el que Facundo se unió a la conversación y la
fue desviando, de los viajes de los muebles en camiones, a
los viajes de fin de semana largo que, aclaró, hacía mucho
tiempo que no realizaba; Carolina preguntó quién tenía el
cigarrillo y cuando Silvana se lo dio, lo prendió y lo fumó
sola casi hasta terminarlo; Silvana le pidió el resto, le dio
una única pitada que contuvo en el pecho y, mientras lar-
gaba el humo por la nariz, le ofreció el último resto a Fa-
cundo; se produjo la segunda conversación cruzada de la
noche, que duró dieciocho minutos (Silvana le preguntó a
Carolina qué tenía ganas de escuchar cuando terminara el
disco y luego hablaron de música, mientras que Martín le
contó a Facundo el argumento de una novela que había

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leído hacía muchos años y de la que no podía recordar el
nombre ni el autor. Facundo le dijo que no la conocía pe-
ro aprovechó para recomendarle otras de temática simi-
lar. La única interrupción de la charla doble, el único
momento en el que ambas conversaciones habían pareci-
do confundirse había sido cuando Silvana, ante la indeci-
sión de su amiga, había puesto Toba trance y Facundo le
había preguntado a Martín qué era lo último que había
dicho porque no lo había escuchado); los cuatro se calla-
ron por un momento; Martín renovó las brasas de la pa-
rrilla y dio vuelta la tira de asado; hizo lugar y puso el ma-
tambre a la izquierda del morrón; sacó la salchicha parri-
llera y la cortó en trozos de no más de tres centímetros
cada uno; después raspó la piel del morrón con el filo del
cuchillo y lo cortó en largas tiras que arremolinó en un
plato; esparció unas gotas de aceite de oliva sobre las tiras
de morrón y lo revolvió; llevó todo a la mesa y dijo: Para
ir arrancando.

No era fácil. Tres leños grandes y dos pequeños era


todo lo que quedaba en el piso y todavía no habían comi-
do. Martín separó el matambre y, sobre la tabla apoyada
en la mesita, lo cortó en cuatro pedazos. Era claro que el
fuego no iba a alcanzar, que se iba a terminar, que ya se
había terminado porque la inminencia de un final es ya el
final. Se podía estirar, claro que se podía estirar, pero el
fuego se iba apagar mucho antes de que se fueran los invi-
tados. Tal vez durante la comida, tal vez en la sobremesa,
en media hora, en una o en dos, de la gran llama azul con-
tenida entre los leños grandes, de las pinceladas amarillas
que se bifurcaban flameando no iba a quedar nada. Lo
que ahora era una sombra viva, movediza, sobre las pare-
des del brasero, en media hora, en una o en dos, no habría
existido nunca. Ni despojos, ni recuerdos. Martín llevó la
tabla y sirvió los cuatro pedazos de matambre, uno en
cada plato.

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Antes de empezar a comer, mientras esperaba a que
los anfitriones ocuparan los primeros asientos, Carolina
se acercó a Facundo y lo besó. Un beso breve, de labios
secos, sin sonido. Tal vez incluso se rasparon las bocas,
ajadas por el frío. Martín hizo otro viaje a la parrilla para
traer las cebollas. Las peló sobre la tabla, las cortó en cua-
tro y sirvió un cuarto en cada plato, junto al matambre.
- ¿Guardamos la otra para el asado?- preguntó.
Todos asintieron y Silvana sirvió la ensalada. Caro-
lina se sentó y miró a su novio. Facundo, le devolvió la
mirada y buscó el sacacorchos. Abrió el vino, sirvió las
cuatro copas, alzó la suya, esperó a que los demás levan-
taran las propias y entonces dijo: Salud.

Un pedazo y medio de matambre, tres huesos de la


tira de asado, dos tiritas de morrón y cuatro trozos pe-
queños de la salchicha parrillera fueron las sobras, los
restos, lo que nadie comió. Martín había juntado todo en
una tabla que había dejado en la mesita, al lado de la pa-
rrilla. Diez minutos después, envolvió la tabla con papel
aluminio. Carolina y Facundo estaban en silencio, toma-
dos de la mano. Silvana fumaba y armaba el tercer ciga-
rrillo de la noche. Nadie hablaba. Hasta que Martín dijo:
- ¿Les gustó la película? Silvana quería verla…- y los
tres sacudieron levemente las cabezas. Silvana levantó la
vista. Facundo soltó la mano de Carolina. Ella dijo que no.
Él dijo que sí. Silvana dijo que no podía ser mala, que na-
da de lo que hiciera ese director podía ser malo. Facundo
sonrió, nombró seis de sus películas, una detrás de otra, y
sucedió la tercera conversación cruzada de la noche: Ca-
rolina le improvisaba a Martín una breve sinopsis del
film, enfatizando las escenas más ridículas, y Facundo y
Silvana repasaban diálogos de otras películas del mismo
director. Las conversaciones cruzadas pronto se volvieron
dos monólogos continuos sobre una misma temática, dos
comentarios sobre el argumento de la misma película, la
que habían visto Facundo y Carolina antes de perderse en

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el apagón y mucho antes de llegar a la casa de sus amigos.
Los dos se interrumpían o completaban las frases del otro
respetando el orden cronológico de los hechos ficticios,
agregando detalles, completando las elipsis. Finalmente,
todo se unificó en una única sinopsis de la película, a dos
voces.

C: Viajan a visitar a los padres de ella, a Europa…


F: A París…
C: … porque se casan en unos días. De casualidad,
ella se encuentra con un ex compañero de facultad…
F: Un ex novio…
C: … que ahora estaba casado y quedan para cenar
los cuatro a la noche.
F: Eso es después, primero van a un museo.
C: Sí, y el ex novio de ella sabía más que la guía. El
otro no habló.
F: Después sí van a cenar, y…
C: Después de comer, alguien propone ir a bailar,
conocer no sé qué lugar de París que no se podían per-
der…
F: Lo propone el tipo.
S: ¿El novio?
F: No, el ex.
C: El novio dice que está cansado, que quiere traba-
jar.
S: ¿Trabajar?
C: ¡Trabajar!
F: Es escritor…
C: Se va solo a caminar por la noche de París, muy
bohemio. Y de pronto…
F: No encuentra nada abierto, es casi medianoche.
C: … aparece una carreta que se estaciona enfrente
de él.
F: Es un taxi, un taxi antiguo.

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C: Desde adentro, unas personas lo llaman y le dicen
que suba. Están todos borrachos, el tipo no entiende na-
da.
F: No sabe a dónde lo llevan ni quiénes son los que
viajan con él.
C: Y lo llevan a una fiesta… ¡de otra época!
F: De los años veinte. En París. Estaban todos: Pi-
casso, Fitzgerald, Hemingway…
M: Un viaje en el tiempo…
F: Donde el tipo conoce una mina.
C: Una chica del pasado...
Silencio.
C: Entonces empieza a salir a la noche con ellos, con
los del pasado. Y, mientras su novia se encarga de los
preparativos…
F: La novia sale. No se encarga de los preparativos.
Sale con el ex novio y su pareja.
C: …, él se empieza a enamorar. De la chica del pa-
sado.
F: Que a su vez quería vivir en la París de fines del
diecinueve, en la Belle Époque…
C: Y una noche, así como le pasó a él, se suben a un
taxi y van a otra fiesta, anterior a la del pasado donde se
conocieron.
F: Una fiesta en la Belle Époque. Hay que decir que
el tipo estaba escribiendo una novela…
C: Que hacía años que no terminaba…
F: … y se la llevaba a la París de los años veinte para
que se la corrija Gertrud Stein.
C: Se llevaba la novela al pasado.
F: Ahí se entera de que la chica de la que se había
enamorado era la novia de Picasso…
C: Y que se había separado.
F: Pero una noche que viajan a la Belle Époque, ella
le dice que se quiere quedar.
C: Y se queda. El tipo entonces vuelve al presente y
deja a la novia.

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F: Le dice que se quiere quedar en París, en reali-
dad…
C: La novia se vuelve a Estados Unidos con sus pa-
dres…
F: … como la chica del pasado, que le había dicho
que lo amaba pero que quería quedarse en la Belle Épo-
que. Era su sueño…
C: … y él se va a caminar solo, como toda la película.
En un puente se cruza con una chica…
F: Que tenía un puesto de discos en una plaza. Unos
días antes, él le había comprado un disco y habían habla-
do un rato.
C: … y se larga a llover.
F: Se van caminando juntos, bajo la lluvia. En París.
De Noche.

Silvana había escuchado el doble relato casi sin mo-


verse. El episodio había durado nueve minutos en los que
había fumado dos cigarrillos. Facundo había hablado pa-
rado, gesticulando; Carolina sentada, cruzada de piernas,
sosteniendo un vaso en la mano derecha del que nunca
bebió. Martín, que había llevado su silla hasta el árbol y la
había puesto debajo del reflector, había escuchado con
atención, casi sin moverse también. Hasta que dijo lo que
había dicho: Un viaje en el tiempo… Y cuando lo había
dicho, también había negado con la cabeza lentamente,
pronunciando el movimiento hacia cada lado. Así, negan-
do con la cabeza de un lado a otro, con los ojos muy
abiertos desde el lugar en el que había puesto la silla, lo
había visto y, entonces, no había vuelto a participar de la
charla.
De los leños, apenas unos trocitos calcinados, cu-
biertos de ceniza, sin calor, sin vibraciones. Fríos, muer-
tos. Del carbón, polvo, que con algunas ráfagas de viento
se despegaba de las piedras a las que había pertenecido y
flotaba por el aire para volver a caer unos segundos des-
pués convirtiendo su vuelo en un olvido. La luz del reflec-

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tor, que era lo único que iluminaba la noche ya sin fuego,
demasiado blanca, demasiado cortante, demasiado eléc-
trica. Facundo, Carolina, Silvana y Martín, cuatro desco-
nocidos en un frío silencio ajado por palabras cortantes,
filosas, que salían de la boca de los dos presentes más
próximos al brasero, acaso los primeros en haber experi-
mentado, aunque tal vez sin darse cuenta, el frío del final
que, mientras hablaban, había descubierto Martín, mi-
rando precisamente en ese momento y no en otro, el lugar
exacto en el que unos segundos atrás había estado la
sombra del fuego que había prendido hacía cuatro horas y
diecinueve minutos. Ese momento, fijado inevitablemente
por aquellas primeras decisiones que habían dictaminado
que todo se apagara mientras Facundo decía que el prota-
gonista de la película había conocido a otra mujer, otra
noche, en otro lugar, en otro tiempo, un tiempo ficcional
que imitaba a la realidad dentro de otro tiempo ficcional
que imitaba a la realidad, un tiempo no eterno, fijo y pre-
ciso, con duración y final que no dejaba ninguna huella en
la continuidad del presente pero sí la certeza de una exis-
tencia previa: un tiempo que había sido, pero que no era,
como si hubiera dos ejes, uno continuo e infinito, el tiem-
po del fuego, y otro preciso, fijo, con la falsa infinitud de
lo cíclico, paralelo, intocable, un tiempo al que no se pue-
de acceder con la memoria ni los sentidos porque es un
tiempo que no fue, que en la continuidad de nuestro
tiempo, el tiempo del fuego, no deja huellas, no deja mar-
cas, no lo modifica: el tiempo de la sombra. Un tiempo
pasado, pero de hechos ficticios, el insignificante testimo-
nio de algo que nunca existió porque su existencia implica
su fin y algo que para ser debe dejar de serlo, porque en
su ser lleva su final, en cierto modo, en cierto tiempo, en
cierto lugar, no fue, nunca había sido. La sombra del lento
y pesado fuego azul bifurcado en llamitas amarillentas,
proyectada sobre las paredes del brasero, moviéndose,
flameando, ella, la sombra, a otra velocidad, a otro tiem-
po, en otra dimensión de la existencia, la dimensión de lo
ficticio, de las invenciones que forjan los recuerdos de la

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niñez, la sustancia inmaterial de los sueños, del arte, de
las ilusiones, del deseo. En ese tiempo en el que opera
otra causalidad, en el que los actos contenidos en él no
tienen consecuencias por sí mismos en el tiempo real, el
tiempo continuo, el tiempo del fuego, pero sí la tienen las
operaciones que se hacen luego de haberlo experimenta-
do y que extraen de él fragmentos que se incrustan en el
tiempo real, el del fuego (por ejemplo, contar una serie de
episodios ficticios de una película, que en el acto de ser
contados, pasan de algún modo a ser reales y dejan hue-
llas vivas en el presente real de un pasado inexistente,
ficcional). En ese tiempo, en ese tiempo que sólo vuelve
palpable la intervención humana, habrá que buscar la
línea imaginaria, la superficie invisible que fue la sombra
del fuego sobre las paredes del brasero, sombra que los
cuatro, Facundo, Carolina, Silvana y Martín, habían visto,
pero cuyo recuerdo ya era una ilusión, una mentira, una
sombra.

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