Академический Документы
Профессиональный Документы
Культура Документы
fue mi amiga
Jacques Sagot
Centro de Estudios Generales
Heredia, Campus Omar Dengo
Costa Rica
Teléfono: 2562–6754
Fax: 2562-6761
Correo electrónico:
Apartado postal: 86–3000 (Heredia, Costa Rica)
© Viviana Gallardo fue mi amiga
Jacques Sagot
Primera edición 2018
De conformidad con la Ley N.º 6683 de Derechos de Autor y Derechos Conexos es prohibida la reproducción de este
libro en cualquier forma o medio, electrónico o mecánico, incluyendo el FOTOCOPIADO, grabadoras sonoras y otros,
sin el permiso escrito del editor.
Para Vilma, Carlos y Adalberto, que como Atlas, cargan aun sobre sus espaldas todo el
dolor del mundo.
“El mejor homenaje que podemos rendirle a un ausente es decir lo que él hubiera dicho,
de estar entre nosotros”.
Pascal
Mi gratitud
Dicen que cuando una bala entra en el organismo, rompe la piel, desgarra
los músculos y contamina todo a su paso. De inmediato, un veneno como un
dardo tranquilizante duerme las fibras mientras el sistema envía un mensaje
directo al cerebro: le llaman dolor; ese mismo que hace vociferar en el
término más alto lo que siente por dentro. Eso le sucedió a una niña en una
descarga de balas hace ya muchos años, por eso desde el Centro de Estudios
Generales (CEG) decidimos contar su historia y hacer memoria de aquella
Costa Rica.
El 29 de julio del 2011, Jacques Sagot escribió para el periódico La Nación
un artículo titulado “Viviana fue mi amiga”:
Viviana Gallardo fue mi mejor amiga de infancia y juventud. La
hermana de mi alma. El lunes 2 marzo de 1969, primer día de clases -
terrible experiencia iniciática- mi mamá me lleva de la mano al Liceo
Franco-Costarricense. Yo, aterrorizado, abandonado en un aula llena
de criaturas extrañas y de una temible figura de autoridad que era la
profesora, mudo, crispado, al borde de las lágrimas. Sentada al lado
mío estaba Viviana Gallardo.
Luego de leer aquel primer párrafo, conversé con el decano del Centro de
Estudios Generales, Enrique Mata, y le escribimos a Jacques para que nos
contara su historia. Nuestra iniciativa tuvo que esperar porque una misión
diplomática en Francia nos impedía tenerlo en vivo.
Tuve que esperar unos años para coincidir con este pianista extraordinario
en un programa de Radio para organizar la actividad tan ansiada. En esto, la
actual decanatura dirigida por Roberto Rojas nos dio todas las facilidades
para lograr nuestro cometido: tener a Jacques Sagot hablando de aquella
mujer de apellido Gallardo.
Jacques se educó en el Liceo Franco-Costarricense desde muy chiquillo, ya
tenía en las venas esas dotes de artista que ha esculpido como escritor con
potentes cuentos y textos en medios de comunicación colectiva.
Sería en esa casa de estudios donde se encontraría con Viviana; donde
aprendió a quererla y convivir con ella. Al preguntarle sobre aquella
coincidencia la definió como sensible, idealista, joven y culta mientras le
brillaban los ojos como si la tuviese de frente.
“Viviana Gallardo es la amiga más cerca del corazón que he tenido en la
vida”. Imaginen qué lindo hablarnos desde el corazón entre amigos, eso lo
decimos siempre en nuestras clases de humanismo. Por eso me atreví a
organizar una actividad donde escucháramos hablar de esa chica tan
desconocida para la sociedad costarricense, y que hoy desemboca en un libro
con memoria humanista.
Jacques Sagot, el pianista, el escritor, el dos veces doctor ha dado recitales
en toda América, Europa y Japón. Los veranos franceses en octubre ponen el
piano de la mano de este artista costarricense a crecer las flores de la avenida
de los Campos Elíseos -esos Champs Elysées son testigo de mis palabras-.
Amante de las bibliotecas al viejo estilo de la atención humanista, este
estudiante de por vida, fue declarado por el Gobierno Francés Caballero de la
Orden de las Artes y las Letras. Como diplomático, impulsó que las esferas
costarricenses se declararan patrimonio del Mundo por la UNESCO.
Sabe de fútbol una barbaridad: le escuché la mejor semblanza de George
Best que conozco, pero ustedes ya quieren leer este texto tan nuevo y tan
genuino como real. Les dejo con la historia de este casto de las redes sociales,
Jacques Sagot y la mujer que se sentó a su lado el primer día de clases en un
marzo a finales de los sesenta.
“Cuando falleció Viviana, yo llegaba a la casa y con su mamá doña Vilma
nos sosteníamos unos a otros. Mi relación con Viviana no terminó con su
muerte, te lo confieso”, me dijo mientras sus cachetes enrojecidos hacían
juego con su barba: esa que le caracteriza el garbo de artista moderno. Con
ustedes la historia de Jacques: un hermano durante trece años de la chiquita
que nadie conoció.
Este es un libro dictado por el amor. ¿Le confiere tal cosa una lucidez, una
preclaridad particulares, o antes bien, lo torna sesgado y parcial? Resta
considerar la posibilidad de que sucedan ambas cosas: no son en modo
alguno excluyentes. Cela étant dit, quizás convenga comenzar declarando
que no creo en la objetividad. Vamos, me corrijo: creo en ella como una
entelequia, una facultad loable hacia la que es saludable propender (como la
Justicia, el Amor, la Libertad, la Verdad), pero que nunca alcanzaremos.
Recomendable como tránsito, como “ir hacia”, como travesía, partiendo de la
comprensión de que nunca llegaremos al ansiado litoral. Lo que la Justicia, el
Amor, la Libertad, la Verdad posiblemente nos permitan será un viaje más
placentero. Por lo demás, bueno es saber que nos embarcamos en un navío
que nunca llegará a su destino. Y tal es el caso de la objetividad: asumimos
que conviene bogar hacia ella, pero que jamás lograremos habitarla.
Yo soy más radical. Repito: salvo como compañera de viaje, no creo en la
objetividad. La “objetividad” (asumir como un hecho objetivo -y por
consiguiente, universal- la excelencia humana de Sócrates, Sir Thomas More,
Mahatma Gandhi) no es más que la suma de esas incontables e irreductibles
subjetividades que llamamos posteridad. Si erra el individuo, igual puede
errar esa inimaginable suma de individuos que llamamos “historia”. Así pues,
amigos y amigas, lo único honesto de mi parte es comenzar por confesarles
que no pretendo ser objetivo. Antes bien, voy a ser profundamente subjetivo.
¿Por qué? Porque para mí, ahí es donde palpita y se ovilla la Verdad. ¿Mi
verdad? No me importa, jamás me ha importado ninguna otra. Así las cosas,
cuando les ofrezco mi subjetividad -grávida de sentimiento y experiencias
personales- tengo la certeza de ofrecerles lo más cercano a la Verdad de que
soy capaz. Obligarme a la “objetividad” adulteraría las vivencias que quiero
compartir con ustedes, y me sometería a un régimen de violencia epistémica
que rechazo desde el fondo de las vísceras. Lo que contaré es verdadero
justamente por cuanto subjetivo -partiendo, eso sí, de esta premisa: la
subjetividad no es el paraje de los espejismos, sino la residencia de la Verdad,
la única Verdad de que los seres humanos somos capaces-. Mi subjetividad
no supone cosmetizar hechos, omitir información, ignorar el dolor de unas
víctimas para exaltar únicamente el del bando contrario, caer en la apología
ciega y bobalicona, someter la historia a las más artificiales torsiones, en
suma, falsear o adulterar los acontecimientos de esos últimos, aborrascados
meses de la vida de Viviana. Mi subjetividad consiste en declarar, a priori,
que adoré y sigo adorando a ese ser que en su momento el país satanizó, que
comprendo plenamente la magnitud de su error, y que condeno el hecho de
que nuestro “Estado de Derecho”, actuando como una sórdida, foucauldiana
urdimbre de focos de poder, la haya privado, asesinándola, de la oportunidad
de expiar su falta, y de entender en qué había consistido su trágico yerro.
Hablaré sobre un ser que me es entrañable. Un ser muerto -aniquilado- hace
treinta y seis años. E inevitablemente, hablaré también sobre mí. Como
hermosamente sostiene Vladimir Jankélévitch, el presente no requiere ser
auxiliado. Por el mero hecho de ser presente, tendrá la fuerza y la presencia
vital como para defenderse a sí mismo. El pasado, en cambio, está condenado
a irse adelgazando, disminuyendo, limitándose a un puñado de imágenes que
no cesarán de acercarse a la nada asintóticamente, sin por ello jamás
desaparecer: nadie puede hacer que lo que fue no haya sido. Por ínfimo que
sea el homenaje que el ser humano rinda al hecho en cuestión (una nota a pie
de página, una mención en un libro perdido en una biblioteca con diez
millones de volúmenes, el recuerdo de una anciana que se extingue), este no
será devorado por la nada. Si fue, seguirá siendo -aun cuando cada vez más
consumido, más erosionado por el tiempo-. Hoy es siempre todavía -observa
Machado-. Mi libro está escrito desde ese “todavía” que se enturbia y
difumina. Es por esto -nos dice Jankélévitch- que el pasado demanda
socorristas. No el presente -ese goza de perfecta salud-, sino el pasado. Todo
hecho pasado, por el mero hecho de ser tal, nos lanza una llamada de auxilio,
y convoca nuestra responsabilidad: somos custodios, depositarios de algo que
la lepra del tiempo está erosionando: debemos actuar como buenos
museógrafos, como arqueólogos, biógrafos y -más aún- como aquellos que
insuflarán a ese pasado una vida insólita, impensada.
El pasado es elástico, maleable: cambia cada vez que lo revisitamos, es
sustancia susceptible de reinterpretación, de relectura, es -contrariamente a lo
que alguna gente cree- abierto, dinámico y mutable. A su modo, es
actualizable y aun más: futurible. Una avezada relectura de un hecho
histórico puede cambiar completamente la idea que el mundo de él
conservaba: lo que se había considerado una gesta épica, es re-
conceptualizado como el más abyecto genocidio. Las canciones de gesta -que
amo, y cuyo esplendor literario sería el último en negar- deben ser
reinterpretadas, re-concebidas, desde nuestra actual perspectiva, como la
crónica de atroces campañas de sojuzgamiento, pillaje, muerte y devastación.
¿Eran Rolando y el Mio Cid un par de genocidas? Sería un anacronismo
pretenderlo, toda vez que el término y la noción misma de genocidio no
existían en los siglos XI y XIII, pero desde nuestra actual perspectiva, es
difícil no releer, no revisitar sus gloriosas campañas como lo que realmente
fueron: gestiones de pillaje, de hegemonismo cultural, el horror del
imperialismo (¡otro anacronismo!) expresándose en su más primaria forma.
Y es por eso que este libro parte al auxilio del pasado. Ya mucho de él ha
muerto. A treinta y seis años de los hechos, un considerable coeficiente de él
es absolutamente irrecuperable. Pues bien, elaboraremos el duelo de lo que ya
duerme en el fondo del océano donde todo se disuelve y evanesce, y
partiremos en pos de lo que aun pide a gritos nuestro socorro. El tiempo es
como un disolvente natural. Dice Georges Brassens: el tiempo es un bárbaro
de la estofa de Atila: en los corazones donde sus caballos pasaron, no vuelve
a brotar el amor. No pretendo que rebrote: mi misión es preservar las flores,
huertos, e islotes de zacate que dejó intactos. Y contra ello, ese tiempo-Atila,
con sus legiones de caballos, no puede nada. Ya hizo todo el daño que podía
hacer. Ahora nos corresponde a nosotros detener su insidiosa carcoma de
lepra en la memoria de las gentes. Y tengo la certeza de que lo derrotaremos.
Son curiosas, las malas pasadas que el tiempo juega con nosotros. De aquí a
mil años, la gente sostendrá que Proust era contemporáneo de Voltaire. De
aquí a diez mil, que nosotros fuimos contemporáneos de San Francisco de
Asís. Hoy, apenas pasa un día sin que oiga hablar de “los griegos de la
Antigüedad”, y ver cómo la gente pone a Homero al lado de Platón… cuando
en realidad los separan cuatro siglos de historia. La compresión del pasado,
que tiende a aglutinarnos y confundirnos en una masa amorfa y promiscua.
Eso y la ignorancia supina e irritante de la gente -añadamos, para trazar el
cuadro completo de los hechos-. Viviana Gallardo comparte íntimamente el
segmento de mi vida que va de los seis años -primer grado de la escuela
primaria- a los dieciocho -segundo año de mis estudios universitarios-. Desde
marzo de 1969 hasta junio de 1981. Seis años de escuela primaria, cinco de
colegio, y uno y medio de universidad. Hoy, a mis cincuenta y cinco años de
edad, me digo: “doce años no es, después de todo, una travesía tan larga…
¿cómo es que este recorrido compartido me hace el efecto de una eternidad?”
Pero tal es el hecho. Lo abarco retrospectiva y panorámicamente, y me parece
que la aventura duró cien años. Luego tomo el paisaje, comienzo a
desmenuzarlo, y descubro paulatinamente en él una densidad, un espesor, una
riqueza… y por poco suscribo a la paradoja de Zenón, y me digo: al dividir y
subdividir las miles de vivencias compartidas con mi amiga, no veo cómo
pueden siquiera ser contenidas en el espacio acotado y pírrico de doce años.
Fue, paradójicamente, una eternidad cerrada, contenida, acotada. Quizás no
extensivamente -tiene un comienzo y un final perfectamente determinables-,
pero sí intensivamente (uso ambos términos con el sentido que les confiere
Spinoza: “el ser humano muere extensivamente, pero no intensivamente”).
Viviana fue mi amiga. Mi mejor amiga -añadiré, a sabiendas de que esta
expresión ya tiende a suscitar la sonrisa indulgente de los pedantes-. Sí: creo
que existe eso que se llama “una mejor amiga”. Empero, no utilizo la
expresión en términos absolutos -he tenido amigas igualmente entrañables
después de ella-. Lo fue durante más de doce años de mi vida. Y lo sigue
siendo en la medida en que, aun cuando aprecio en lo que valen las
magníficas amigas que la vida me ha deparado tras la muerte de Viviana,
advierto que pocas han estado tan cerca de mi corazón y me han conocido tan
hondamente… Mi alma no tenía piel para Viviana: la leía como un texto
abierto. Podría haber sido perturbador, de no ser porque le tenía absoluta
confianza, y sabía que nunca usaría su conocimiento para hacerme el mal. Su
perspicacia hermenéutica por un lado -su capacidad para leerme-, la
transparencia de mi ser por el otro… Esto generó un inusitado grado de
conocimiento. De ella por mí. El mío por ella era mucho más limitado. No
porque ella fuese más críptica, más opaca que yo, sino simplemente porque
yo era más tonto. Pero mis limitaciones como descifrador de almas importan
poco, puesto que, de todas formas, este libro no es únicamente -quizás ni
siquiera fundamentalmente- una biografía. Es la historia de una relación, de
un vínculo excepcional, por poco diría inexplicable, entre dos niños, luego
adolescentes, por fin, jóvenes adultos. No solo celebro a Viviana: celebro
nuestra amistad, y como tal, esta no puede sino ser un fenómeno à deux.
Canto a una casi incomprensible consonancia de las almas, a algo que va
más allá de la mera identificación cordial (del latín cor: corazón). Tentado me
siento a hablar de un fenómeno de gemelitud de espíritus, pero sé que con tal
ocurrencia suscito ya la sonrisilla condescendiente de los ya mencionados
cretinos. Por lo demás, si con tanta frecuencia hablo de mí, ello se debe a lo
que decía Unamuno: soy el hombre que tengo más cerca de mí.1
“Pero si no una biografía, ¿qué es su libro, señor Sagot?” -es la pregunta
legítima de los lectores-. Es una rapsodia. Una rapsodia era un género poético
de la Antigüedad. Etimológicamente, significa “zurcido de cantos”. La
noción misma de lo rapsódico sugiere libertad, improvisación, paráfrasis,
analepsis, prolepsis, heterogeneidad del discurso, heteroglosia -hubiera dicho
Bajtín, refiriéndose a la novela-. Con ello quiero decir que el libro será
biografía cuando me plazca, ensayo cuando me dé la gana, reminiscencia
cuando se me antoje, jirón sangrante de la historia patria cuando así lo sienta,
y homenaje siempre, siempre, siempre. Algo más: durante largos trechos, el
libro asume el carácter de una “biografía intelectual” de Viviana: la historia
de su pensamiento, de sus lecturas, de sus posiciones ante el mundo. La
“biografía” de un espíritu, no solo la de una figura civil. No obedezco a
ningún itinerario predeterminado. Juego rayuela sobre las casillas del tiempo,
y tanto voy del pasado al futuro, como del futuro al pasado. La libre
asociación de ideas -más que el apego a una cronología rigurosa- fue mi guía.
Fiel a mis procedimientos literarios, he dejado que el libro se escriba a sí
mismo. Le he dado la palabra a la palabra. El resultado solo puede ser un
bazar, una cornucopia de reminiscencias, un caleidoscopio de recuerdos, y
también una bacinica llena de bilis y jugo pancreático. Creo que los escritores
escriben mejor cuando usan sus fluidos vitales que cuando se sirven de la
tinta. La historia de Viviana es la historia de una inmensurable injusticia.
Escribiré con excremento -tal los prisioneros en sus celdas de máxima
seguridad- cuando lo considere necesario. Y si tengo que vapulear a alguien,
lo haré. “Miserable”: la lengua española no habrá jamás acuñado término más
adecuado para aludir a la suma de todo lo que consideramos anti-valores:
cobardía, traición, abandono, pusilanimidad, abuso de poder… el zoológico
es grande y ofrece una variopinta multitud de bichos viscosos, nauseabundos
y escurridizos.
Una vez más, llamo en mi auxilio a don Miguel de Unamuno: Si al
lector le resultan estos aforismos sin concierto es porque no ha
aprendido a leer en lanzadera, pensando, despensando y repensando.
Que es propiamente la rumia. O la meditación. Cuando en las
novenas, allá al oscurecer, el cura, después de leer un pasaje, dice,
cerrando el libro y con voz gangosa: “¡Meditación!”, y apaga la vela
a cuya mortecina llama leía en el libro, pónense las devotas y los
devotos a rumiar pensamientos, a darles vueltas, a discurrir en ovillo
y como quien devana. O se duermen. Y en sueños deshacen el hilo de
la vida. Medite, pues, el lector y déjese del orden de los pensamientos.
¿Qué no seguimos un método, o sea un camino o un cauce? ¡Claro
está que no! Es decir, sí le seguimos. Vamos haciendo el camino
según caminamos. Un hilo de agua que se vierte por una pendiente
sigue la línea de menor resistencia, pero es en cada momento de su
curso y no en la resultante. Si en un punto dado le quitaran un
obstáculo, es fácil que el resto de su curso fuese de menor resistencia,
de mayor pendiente que el que sigue a partir del obstáculo aquel. Y en
esto se diferencian los ríos de los canales. Y esta nuestra disertación
aforística, con sus meandros, sus vueltas, sus remansos, sus
rompientes, sus lagos, es como un río al que no queremos acanalarle
entre pretiles de lógica.
Lo mío son los ríos, no los canales.
“Nostalgia” es una palabra débil, muy débil, para describir esos momentos
en que el pasado se enseñorea del presente, nos duele respirar y el pecho se
cierra como si quisiera proteger y triturar a un tiempo el corazón. Pesadez del
alma, pesadez del ser.
El diagnóstico que generalmente se emite es demasiado fácil: tal vivencia
tiene que ser dolorosa, puesto que representa una forma de exilio: salirse del
aquí y del ahora -del “aquihora”- e instalarse en algo que ya no es, y que,
como tal, participa de la definición misma de la muerte: no ser. Porque, según
San Agustín, el pasado -como el futuro- es justamente aquello sobre lo no se
puede predicar nada, excepto que “no es”.
¡Ay!, para que algo deje de ser, tiene que haber sido: he ahí el problema.
Así vistas las cosas, la filosofía de Heráclito, el devenir, el río en cuyas aguas
nadie se baña dos veces, es la concepción del tiempo más profundamente
melancólica que sea dable concebir. Bajo el rostro luminoso de la renovación
se oculta el de la pérdida. Y el “devenir”, ¿qué es, sino el más piadoso
eufemismo jamás inventado para aludir a la muerte? Antes que celebrar mi
nuevo río, lloro el que ya se fue, ese que, al decir de Jorge Manrique, “va a
dar en la mar, que es el morir”.
Heráclito es el modelo y el santo patrono de toda la poesía de la melancolía
(¿existe acaso otra?) que en el mundo se ha escrito. Infinitamente más que
Lamartine, Musset, Bécquer, Verlaine, Dickinson, Machado, Juan Ramón
Jiménez… que solo se permitían ser melancólicos cuando querían. Sí,
Heráclito era, por lo menos, tan poeta como filósofo. Pertenece a ese linaje de
pensadores caracterizados por una agudísima sensibilidad temporal -más que
espacial-, la estirpe de San Agustín, Unamuno, Machado, Bergson, Proust.
Siempre he propendido -lo cual no está de moda, ya lo sé- a su antípoda:
Parménides. La quimera de un Ser redondo, perfecto, eterno, inmóvil -o más
precisamente, donde el movimiento y el cambio no serían más que una
ilusión- ha despertado ecos profundos en mi corazón. ¿Quimera? ¡Acaso no
lo sea, después de todo! Es, por lo menos, mi intuición profunda, atávica,
inexplicable.
El tiempo lineal solo es concebible en su representación gráfica, espacial y
geométrica: la línea recta. Por lo demás, no existe. No reconstruyo mi vida de
manera cronológica. No puedo. No debo. La vida no es una línea ni un
vector, no va del pasado hacia el futuro, con breves paradas en el presente
(“distensiones”, las llama San Agustín). No es un trayecto continuo,
unidireccional y entrópico. ¿Sugiero que la vida debe ser reconstruida de
adelante hacia atrás o comenzando in media res y procediendo en una u otra
dirección? ¿Dejaría acaso por ello de ser cronológica y lineal? La prolepsis
como la analepsis son, ambas, hijas de Cronos: nada cambia con el hecho de
que nos dejemos llevar por la corriente hacia la desembocadura, o que
remontemos el río en pos de su olvidada naciente.
Hay otro criterio para “organizar” y “reconstituir” la vida, y “experimentar”
el tiempo: un criterio primordialmente emocional y, en cierto sentido,
cristalizado fuera de los relojes y calendarios. Llamémoslo, con toda
propiedad, impresivo y subjetivo. Solo es válido en la reminiscencia, en la
evocación, en la cercanía o la lejanía emotivas que ciertas vivencias dejan en
nuestra memoria. Lo más cercano a nuestro presente no es el día de ayer: es
la más intensa de las alegrías o el más atroz de los dolores que hayan
marcado nuestra vida. Lo más lejano al presente -lo que ha quedado
realmente rezagado o enterrado en el pasado- son aquellas vivencias que no
dejaron huella en nuestra conciencia.
Eso es el tiempo para mí. Una jerarquía de intensidades, o si así lo
prefieren, un calendario puramente personal, subjetivo, impresivo y nunca
lineal. El pasado lejano -o lejanísimo- es el naufragio de aquellas vivencias
que no penetraron la primera capa histológica del alma. El presente
constitutivo de la personalidad, el presente activo, el presente que realmente
está presente (valga la redundancia) es una suma de impresiones y de
sobreimpresiones cuya inusitada intensidad establece una perspectiva hecha
de presencias y ausencias, de improntas y olvidos, de paroxismos y meros
archivos. Y es así como mi presente bien puede ser el día, allá en el fondo de
la infancia, en que descubrí el agua; e inversamente, el minuto que acabo de
vivir, o el día de ayer, o los últimos diez años de mi vida, quizás vacíos de
agonías y de éxtasis, formen ya parte de un pasado pasadísimo, posiblemente
irrecuperable.
Siendo la evocación mi manera de asomarme a mi propia vida, el único
método organizacional que juzgo honesto es el que se fundamenta en una
concepción del tiempo -repito- emotiva, impresiva, subjetiva, jerarquizada,
completamente ajena a la cronología “objetiva”, y categorizada aeterno
modo. La emoción informa y estructura al tiempo.
Aunque el hecho aconteció hace quince años, yo puedo afirmar que mi
hermano murió ayer. La hondura de la impresión, la brutalidad del trazo de
gubia sobre la piel de mi alma, harán que mi hermano haya siempre muerto
ayer. También puedo decir que fue ayer cuando toqué, para un público
delirante, el Segundo Concierto de Rachmaninoff en el Teatro Nacional, o
que publiqué mi primer libro -cosas que, me dicen los almanaques,
acontecieron en 1997-. Cuando Machado afirma: Hoy es siempre todavía, la
reflexión vale únicamente para aquellas vivencias que representaron
paroxismos -de gozo o de dolor-. El pasado cercano, inmediato, siempre está
hecho de experiencias extremosas: es por ello que la conciencia, haciendo
trizas los calendarios, las ubica ahí. Y correlativamente, esa tediosa fila que
tuve que hacer ayer para resolver un banal embrollo burocrático, no sucedió
realmente ayer: mi corazón ya desterró la experiencia a un pasado por poco
antediluviano, con el propósito de que siga alejándose, y propendiendo
asintóticamente hacia la nada.
El tiempo es, también, una función de la emoción. Es ella quien lo
estructura, es ella quien lo constituye, es ella quien lo informa, es ella quien
lo corporeíza. La emoción dispone qué viene antes y qué viene después. Y
dentro del antes, qué fue a escorar al antes del antes; y dentro del después,
que fue remitido al después del después.
Tiempo = emoción. He ahí la ecuación que quiero compartir con ustedes.
Ahí me dirán qué les parece.
Yo nunca digerí espiritualmente el asesinato de mi amiga. Tampoco
pretendo a estas alturas -o a estas bajuras- de mi vida lograrlo. No significa
esto que cada vez que la evoque aúlle de dolor. Significa que la injusticia es -
creo yo- una de esas vivencias para las cuales carecemos de enzimas
digestivas. Se nos queda atorada, asfixiante e irreductible, en algún lugar del
esófago. Y no hay remedio para eso. Nunca lo ha habido. No, por lo menos,
para mí. Es, en suma, algo que jamás le voy a perdonar al mundo. ¿Que esto
me condena al desasosiego y la rabia impotente? Pues que sea. No me
interesa ser potente ni sosegado. Por momentos me pregunto si la justicia no
será parte de nuestro aparato instintivo. Nada en el mundo causa más rabia y
tan desesperada necesidad de compensación como la injusticia. Un niño en su
cuna es ya capaz de reconocerla, y la repudia desde el fondo del ser. Las
diversas maneras en que la justicia se codifique, ritualice y protocolice son,
evidentemente, constructos culturales. Pero la natural, espontánea, telúrica
indignación que en nosotros despierta la injusticia me parece constituir, antes
bien, parte de nuestro “disco duro” instintivo.
Marguerite Duras decía que escribir es gritar sin hacer ruido. Sí, alaridos
silenciosos, como los de las desquijaradas figuras del Guernica, que arrastran
sus cuerpos en medio de una conflagración universal… de la que no
alcanzamos a oír absolutamente nada. Pienso en la irreparable, por siempre
irreversible, incompensable injusticia del pasado, y escribo… es decir, grito
en silencio.
Este libro no pretende cancelar, agotar el discurso en torno a Viviana. Antes
bien, mi sueño es que lo abra en direcciones nuevas e insospechadas. Que
genere más estudios y aproximaciones. Que opere como una fuente primaria,
básica, en la que posteriores investigadores podrán apoyarse para proponer
estudios especializados. Las dimensiones jurídica y criminológica del caso de
Viviana, por ejemplo, piden a gritos el análisis riguroso de los entendidos en
tales materias. No eran canteras que yo hubiera podido explorar: carezco del
instrumental teórico para hacerlo. La saga de Viviana tiene mil vertientes, y
obviamente yo no podía sino examinar algunas de ellas. De nuevo, mi más
cara ambición es que este libro suscite una profusa y especializada
bibliografía.
Cuatro observaciones antes de iniciar nuestra aventura. Uno: hablo siempre
en primera persona, y asumo absoluta responsabilidad por los criterios
emitidos. Execro -el término no es excesivo- la práctica consistente en hablar
desde el “se” (“se” dice, “se” propone, “se” demuestra). ¿Quién diantres es
“se”? Así pues, proscrito queda el “se” heideggeriano, puesto en boga por
cierto tipo de ejercicio académico con veleidades cientificistas. Con asco
quizás mayor evito hablar en la primera persona del plural: el mayestático
“nosotros”. ¿Por qué habría de hacerlo? El pronombre en cuestión no me
representa. Solo aquellos que padecen de parásitos intestinales o sufren de
trastornos disociativos de múltiple personalidad deberían permitirse hablar
desde el “nosotros”. Dos: me he fijado, como meta, que en mi escritura
figuren siempre tres componentes: información, interpretación y pasión. En
otras palabras, cifras, pensamiento y corazón. A ustedes les corresponderá
evaluar si lo he logrado. Tres: soy digresivo, reiterativo y enumerativo.
Cuatro: yo soy mejor preguntador que “respondedor”. ¿A qué bueno
proponer respuestas, cuando de toda suerte el mundo está repleto de
“contestadores” profesionales que parecen segurísimos de sus respuestas? Así
pues, quedan debidamente advertidos. Si están dispuestos a tolerar estas
proclividades retóricas, bienvenidos a mi texto.
Inevitablemente, en el libro hablo mucho de mí. Repito las palabras de
Unamuno: “Perdonen que hable tanto de mí, pero sucede que soy el hombre
que tengo más cerca de mí”. Visitar esa arriscada comarca del pasado que fue
Viviana, es cosa que comprometía todo mi ser, y que me forzó
constantemente a la introspección. En casi cualquier recuerdo o
reminiscencia, se me venía de cuajo también mi propia persona, partícipe
frecuente de sus correrías vitales e intelectuales.
Este libro no es solo un trabajo histórico o una mera serie de anécdotas y
reminiscencias. Hube de investigar en diversas fuentes -expedientes
judiciales, documentos diversos, manuscritos de Viviana- para dar forma al
opus. Fue, en buena medida, una labor de excavación, de exhumación de
papeles hoy decolorados por el tiempo, y algunos de ellos inexistentes en
archivos públicos.
Terminado este preludio en modo menor, y a punto de comenzar el primer
capítulo, me pregunto, como Barthes, Par où commencer? Pues entérense,
amigos y amigas, que están ustedes ante un escritor tan irresponsable y
autoindulgente, que a estas alturas no tiene aun la menor idea de qué va a
escribir en la página que sigue. Esa es la vida. La verdadera. La que no se
planifica, la que nos sorprende a cada párrafo. La “inconexa”, la “carente de
sentido”, la “inarticulada”, la “divagante”, la que “no tiene pies ni cabeza”.
Mallarmé reivindicó en un texto admirable la legitimidad de la divagación en
la gestión filosófica: comprendió que se puede hacer filosofía desde el caos
discursivo de la vida. ¿Por qué habría yo de “acanalarla”, de pretender
ponerme por encima de ella? Juguemos su juego, y hablemos, en cada preciso
momento del texto, sobre lo que me dé la regalada gana escribir. Me eximo
de los pruritos de estructura, unidad, desarrollo o conclusión: esto no es un
trabajito universitario de la Niña Pochita (esos que, tan pronto escritos, son
publicados cual si se tratase de obras canónicas de la literatura universal). Sin
brújula, sin sextante, sin velas ni radar: partiremos al auxilio del pasado a
nado y siguiendo el impulso del momento. Lo que hará las cosas más
difíciles: tendremos que vérnosla con un mar chúcaro y proceloso. Es media
noche. La media noche fosca sin luna y sin estrellas donde el cielo no puede
hacer las veces de guía. Momento de zambullirse en el océano.
1 Del sentimiento trágico de la vida.
I
Viviana vivió sus primeros días bajo el signo de la ceniza, cuando el volcán
Irazú, entre 1963 y 1965, cubrió de este material, con erupciones de tipo
strombolianas, el Valle Central y prácticamente todas las regiones altas del
país. La mamá la sacaba a asolearse únicamente cuando la lluvia de ceniza
amainaba. A mí me paseaban en un cochecito provisto de protección contra la
ceniza, pero mi mamá rememora cómo sobre mi cráneo de bebé se
depositaban, pese a todo, los granitos que provenían de la entraña misma de
la tierra. Era insidiosa y terriblemente sutil, la ceniza: se colaba por el menor
resquicio, taqueaba las canoas, invadía los cuartos, se acumulaba a los lados
de las aceras y carreteras, y formaba sobre los techos cúmulos peligrosos por
su peso.
Viviana fue la primera nieta en ambas familias, y ello, además, con tías
solteras. Esto significa que… sí, lo adivinaron: fue mimada y reinó como
soberana indisputada en sus predios durante cuatro años. Era el centro de su
entorno familiar. La llegada de su hermanito, Adalberto, suscitó la habitual
crisis de inseguridad, el sentimiento de invasión que puede generar el
aterrizaje de un extraño con quien será menester en lo sucesivo compartir el
trono. Pero la situación no generó en ningún momento fricciones o
disonancias que dejasen huella alguna. En algún momento, un psicólogo
dictaminó que, en efecto, Viviana podía estar atravesando el síndrome del
forastero que viene a robarle el afecto exclusivo de sus padres, pero estos
supieron equilibrar la delicada economía de los afectos con sagacidad y un
mínimo de asesoría profesional. Pronto Viviana comprendió la bendición que
significaba el “aterrizaje” de aquel “forastero”, y -repito, y no será la última
vez que lo diga- el vínculo de hermanos fue más que saludable: un afecto de
una solidez conmovedora. Se adoraban mutuamente: es así de simple, todo el
resto es literatura (Verlaine).4
A Viviana siempre le gustaron los peluches. Adulta, conservaba en
magnífico estado los de su temprana niñez. Como a los tres años de edad
todavía usaba chupeta -rasgo que comenzó a preocupar a su mamá-, esta le
propuso un trueque: le compraría un hermoso osito de peluche si dejaba el
adminículo en cuestión. Y su mamá llegó un buen día con un osito a casa…
que era, en realidad, un gato. Por inadvertencia, y hurgando un poco
distraídamente entre los peluches, su mamá cometió el error zoológico de
comprar un minino en lugar del amistoso panda o el imponente grizzly que
habían convenido. Viviana recibió su animalito con disimulada reserva, con
diplomática suspicacia… “A ver… tiene el rabo muy largo para ser un oso, y
luego estas orejitas son más bien como de gato… ¡pero me gusta!” Y la
transacción -gracias a la transigencia de Viviana- fue un éxito. Yo recuerdo
haber visto sobre su cama osos, conejos, y -atípicamente- focas y morsas de
peluche. Adoraba las muñecas, y las tuvo de todas las facturas imaginables.
Muñecas que cantaban, que hablaban y que caminaban. Su hermano observó
en cierta ocasión que una de sus muñequitas cantaba sin mover la boca:
¿cómo podría ser tal cosa posible? Por supuesto, la autómata cantaba merced
a unos discos insertos en su espalda. Viviana ignoró el comentario de
Adalberto: ¿decir que la muñeca no cantaba porque no movía su boca? ¡Qué
falta de visión poética de la realidad! ¡Qué chato realismo, el de su hermano!
En última instancia, ¡qué consternante falta de imaginación! ¡Una muñeca
que canta moviendo su boca no es ya una muñeca: es María Callas!
Viviana le regaló su muñeca favorita, “Patatina”, a la hija de uno de los
obreros que trabajaban construyendo la casa contigua a la suya. Y un
descomunal oso de peluche que rugía cuando lo sentaban, fue a parar a la hija
del guarda de la misma construcción. Por cierto, Viviana se preocupaba por
los operarios que a su lado consagraban sus mejores horas al levantamiento
de la casa. Eran gente sencilla, rústica, que por todo bien, vendían su fuerza
de trabajo. Viviana les llevaba regularmente limonada y alguna golosina.
Ellos la tenían por una verdadera amiga.
Por lo demás, los juguetes de Viviana eran los de cualquier niña de su
generación y su posición social: jueguitos de cocina, casas de muñecas,
patines… Porque adoraba patinar, y no desaprovechaba cumpleaños o ágape
cualquiera celebrado en el Salón de Patines de San Pedro para ir a
experimentar esa voluptuosa, liberadora sensación del patinaje… salvo por la
vez en que sintió que la celebración carecía de atmósfera, y tomó el taxi para
devolverse a la casa. Entre sus juguetes, una muñeca en su cuna, mecida por
la energía de las baterías eléctricas, gozaba de su predilección. Al arrullar a la
muñeca, la cuna mecánica emitía una melodía de campanitas: era el
Wiegenlied de Brahms, su milagrosamente simple “Canción de Cuna”, en Fa
mayor. Un odioso anuncio publicitario de colchones y almohadas corrompió
esta bella melodía: en Costa Rica, el tema se convirtió en sinónimo de la
fábrica en cuestión. En tanto que pianista, he tocado con frecuencia el
Wiegenlied en mis recitales, generalmente como bis. La reacción de la gente
es siempre la misma: por pasada la risa inicial que la asociación con el
anuncio genera, comienza el redescubrimiento y la revaloración de la piecita,
y el público termina ganado por su ternura y su hipnótica melodía (el
reiterado uso de la tercera menor es característico de las canciones de cuna en
el mundo entero). Nunca la he tocado sin pensar en Viviana, que ya duerme,
como diría Vigny, “du sommeil de la terre”.5
A los tres años ya tenía su bicicleta con rueditas auxiliares… pronto su
destreza le permitió prescindir de ellas. Su infancia fue más una infancia de
juegos al aire libre que de televisión. Se veía poca televisión, en la casa. En lo
sustancial, lo único que llamaba su atención eran las sempiternas, las
infatigablemente repetidas “fábulas” (dibujos animados) de Canal 6 y, en
menor medida, las de Canal 7. Ella las vio, yo las vi, todo el mundo las vio,
eran las mismas, y cabe afirmar que no hubo un niño en Costa Rica con
acceso a la televisión, que no las viese, a menudo memorizando su música,
que consistía frecuentemente en piezas clásicas (la Obertura de Tannhäuser y
la Cabalgata de las Valquirias de Wagner, las Danzas Húngaras de Brahms, la
Segunda Rapsodia Húngara de Liszt, la Obertura Las Hébridas, la Música
para el Sueño de una Noche de Verano y la Canción de Primavera de
Mendelssohn, la Obertura de Guillermo Tell o el Largo al factótum de El
Barbero de Sevilla de Rossini, el Träumerei de Schumann, la música de Peer
Gynt de Grieg, la Suite del Cascanueces o la Obertura 1812 de Tchaikovsky).
Fue una bella infancia, qué duda cabe. Por superado el período de
adaptación a la llegada del “intruso”, su mundo no pudo haber sido más
seguro, más normal, más saludable.
Su infancia no careció tampoco de socialización. Aparte de sus sesiones de
patinaje, donde compartía el gozo con docenas de niños y niñas de diversas
edades, tenía una amiga llamada María del Milagro Royo, que vivía en la
casa contigua. Era alumna de la Metodista, y la separaban de Viviana apenas
un mes de edad y una cerca de madera. La imagen que guardo de quien
llegaría ser mi entrañable amiga es la de una niña perfectamente integrada
socialmente. Su descomunal inteligencia no hizo de ella una nerd, una
inadaptada, una criatura socialmente disfuncional. Era hablantina,
tremendamente locuaz, desinhibida y siempre presta a expresar su sentir u
opinión en cualquier campo en que fuese interpelada. Era vivaz, efervescente,
dinámica, lo que Ortega y Gasset llamaría una persona con un alto grado de
calorías emocionales.
Tenía Viviana ocho años de edad, cuando osó interrumpir una conversación
entre adultos -más aun, entre ancianos-. Simplemente, no se abstuvo de dar su
opinión en torno al tema que estaban tratando. Más tarde, Vilma, su mamá, le
llamó dulcemente la atención, con la monserga inmemorial: “Vivi, cuando los
adultos hablan, los niños deben escuchar, pero no entrometerse en la
conversación”. “¿Ah, sí? ¿Por qué? Yo diría que los niños no deben hablar -
que nadie debe hablar- únicamente cuando no tengan nada interesante que
decir”. Vilma tuvo que aceptar su réplica. Y es que, en efecto, el cuento
según el cual “los niños no deben meterse en las conversaciones de los
mayores” es una falacia, un lugar común deletéreo y, en última instancia,
parte de una estructura de poder vertical que tiende a descalificar la palabra
del niño, a excluirlo del juego social. Algo que Françoise Dolto, la médica y
psicoanalista francesa, habría impugnado severamente.
Ante la Navidad -que desde muy temprano percibió como lo que es: una
patología colectiva, una orgía consumista absolutamente demencial- tuvo
siempre una actitud crítica y suspicaz. Transcribo el siguiente texto, de su
autoría. Aquí vemos ya a Viviana la pensadora exponer sus puntos de vista
con esa claridad que siempre la caracterizó. Lo escribió a los quince años de
edad.
Cuando observo esta Navidad comercial pletórica de Heidi y La Guerra de
las Galaxias, es cuando la soledad bulle en mi ser. Entonces necesito una
mano amiga que me recuerde que el mundo no es sólo mentira y
propaganda. Que me recuerde que aún existe un mundo de amor, que me
recuerde que la poesía no ha muerto. Que Bécquer vive, y que Marx no
estaba equivocado. Que me diga, que me engañe, que me repita que los niños
no mueren de hambre, que me diga que en el mundo no hay una anciana
muriéndose de frío. Que me diga que me puedo acostar tranquila, y que
mañana las noticias van a cambiar, que el aire navideño soplará para todos,
con el mismo gusto para los que comen bien y los que apenas tienen que
comer. Pero no la encuentro y la verdad está desnuda, fría ante mis ojos
incapaces y mis manos yertas, mientras millones de seres mueren de hambre,
de frío y torturas, mientras que curas mentirosos imploran a un Dios
enmohecido. Yo pido un Dios fuerte, que no haya muerto en vano, y que
resucite todos los días en mí y en los demás. Un Dios justiciero: eso sueño.
Quiero una Navidad verdaderamente feliz…
Sí, Viviana era todo menos Shirley Temple. Antes bien, pasaba por un
avatar de Mafalda en versión costarricense. Ambas cuidaban un globo
terráqueo -como el Principito, acicalando diariamente su planeta-, y ambas
tuvieron, en un momento dado, la ocurrencia de ponerlo en la cama y cubrirlo
con cobijas. Mundo enfermo, que rechazaba la medicación, y no prestaba
atención a sus lúcidas, preocupadas enfermeritas.
Una anécdota que se me sale del saco, para terminar este capítulo. La
Biblioteca Nacional construída en 1907 -uno de nuestros más bellos edificios
capitalinos- fue demolida inmisericordemente en 1971, para dar lugar a un
sucio, ruidoso y contaminante parqueo. De la venerable edificación solo
quedó la base del murito externo: triste, cruel memento mori de la que fuera
una construcción soberbia. Un día cualquiera, Vilma caminaba por la acera
sur de la Biblioteca, cuando descubrió, entre sus pies, la enorme cabeza de
Minerva que horas atrás todavía ornamentaba el pórtico principal del edificio.
Impresionada por este insólito encuentro, llegó a su casa y contó la
experiencia: “y de pronto me encontré la cabeza de Minerva en mitad de la
acera”… A lo que Viviana de inmediato respondió: “¿Su Nerva?” “No, mi
amor, Minerva: era la diosa griega de la sabiduría y la estrategia militar”.
“Pero… ¿era suya, la diosa?” Y bueno, eso dio material para risas y
aclaraciones durante varios minutos. Viviana tenía a la sazón siete años de
edad. La vida está hecha de cosas así. Hay que atesorarlas, y volver a
conferirles la magia de lo actual, de lo presente.
4 “Art Poétique”: Jadis et naguère.
5 “Del sueño de la tierra”: “Moïse”, de Les Destinées. Dormirse “del sueño de la tierra” equivale, para Vigny, a
despertar en otra latitud del ser. La vida es un sueño, y es preciso “dormirse” de él, para descubrir una dimensión de
eterna vigilia y lucidez.
III
Viviana fue una niña extremadamente sensible. Creció con los Cuentos de
la Tía Panchita y las canciones de Cri-Crí: un extraordinario acervo musical
cuyo valor nunca ha sido debidamente justipreciado. Francisco Gabilondo
Soler es a México lo que Hans Christian Andersen es a Dinamarca, y si sus
textos no tienen quizás el mérito poético y alegórico del autor del “Patito
Feo” y “La sirenita”, su música es, en cambio, insuperable. Empero, Vilma,
la mamá, debía a menudo adaptar los textos de Gabilondo. La bella canción
“La muñeca fea” le resultaba intolerable a Viviana: esa muñequita con su
carita cubierta de hollín y su bracito quebrado, que en su soledad del viejo
ático se limitaba a conversar con los ratones, era una figura que la
impresionaba hondamente. Se identificó con ella desde el fondo del instinto.
Lo único que le gustaba de la canción eran las confortadoras palabras del
ratón: “Te quiere la escoba y el recogedor, te quiere el plumero y el
sacudidor, te quiere la araña y el viejo feliz, y también yo te quiero y te
quiero feliz”. Por lo que atañe a la famosa canción sobre las brujas, Viviana
no podía soportarla. El crujido de los pasos en el tabanco, la torre negra de la
que salen volando las hechiceras en sus escobas, los coscorrones que infligen
a los chicos malos, el ruido del viento nocturno, y la risotada, en mitad de la
pieza, de la bruja, le producían pavor. Es un sentimiento que comprendo, por
cuanto de idéntica manera reaccionaba mi hermano, en la misma época, al
escuchar la pieza en cuestión. Mi hermano era un par de años más joven que
Viviana, así que su miedo era quizás más explicable. La verdad sea dicha,
creo que la canción es eficazmente torva, y tiene todos los elementos que
podrían asustar a un niño pequeño… y aun a los no tan pequeños. Esta pieza
era el opus prohibido de Viviana, por lo que a Gabilondo concernía.
Luego estaba la Tía Panchita. También aquí Viviana, a sus cinco años de
edad, exigió la “edición” de ciertos episodios. Tío Coyote no se quemaba el
trasero, tan solo salía corriendo, asustado. Y el ratón Pérez jamás se fue a la
olla ni la cucarachita Mandinga debió llorarlo y llorarlo: en realidad no pasó
de “quemarse la manita” hurgando en el caldero. Forzoso es convenir en el
hecho de que este relato es grávido de contenidos subliminales y explícitos
que lo convierten en uno de los más cruentos, escabrosos y sexualmente
cargados textos de Carmen Lyra. Una obra maestra -qué duda cabe-, más
degustable por los adultos que por los niños. Otra “edición”: en la canción
tradicional “Estaba una pastora larán, larán, larito. Estaba una pastora,
cuidando un rebañito”, el gatito que “mira sus quesitos con ojos golositos” no
era sometido a la castración que supone el rabito cortado. Era menester
sustituir tan tremendo castigo por “la pastora enojada le jaló el rabito”. Aun
cuando en la versión original el rabito crece después del beso expiatorio de la
pastora, Viviana juzgaba inaceptablemente cruento el suplicio impuesto al
minino. La mutilación, física o espiritual, era cosa que siempre la perturbó.
Sobra decir que en “Caperucita roja”, el lobo no se comía a la abuelita: esta
se escondía y burlaba a su depredador. Y fue así como Vilma le presentó una
visión del mundo “editada”, civilizada, embellecida, purgada de sus más
siniestras facetas.
Viviana amaba la literatura de Carlos Luis Sáenz, en particular ese
manantial de poesía que es Mulita mayor,10 y la novela Yorusti. Cursábamos
primer año de la secundaria, en mayo de 1975, -el Liceo estaba aun en el
Paseo Colón-, cuando el gran escritor -que tenía dos nietos en la institución-
llegó a visitarnos, por invitación expresa de nuestra profesora de español,
doña Graciela de Broitman. La presencia y las palabras de este hombre
luminoso nos dejaron el alma transida de sueños. Trágicamente, don Carlos
Luis Sáenz, nacido en 1899, sobrevivió a Viviana por dos años.
La entrada al kínder no fue tarea fácil. La primera tentativa tuvo lugar en la
Escuela Católica Activa, con maestras pensionadas a guisa de docentes. Ocho
días duró la aventura: según Viviana, estaba a merced de un montón de
señoras “muy feas y muy viejitas”. Por supuesto, fue iniciada en la
experiencia de orinarse in situ, después de recibir una negativa para ir al
baño, y fue acremente regañada por ello. Luego vino el kínder de las monjas
del Sagrado Corazón. Viviana lloraba con frecuencia, miraba con aprensión
los altos portones de hierro de la fachada -¿quién no lo haría?-, y desarrolló
una aversión por sor Hecker, la directora alemana de la institución. A buen
seguro se habrá sentido asustada por aquella mujer alta, lacónica y angular.
Era el sentimiento que reencontraría en tercer año, en 1977, cuando, leyendo
David Copperfield, topara con el metálico, maquinal personaje de Miss. Jane
Murdstone. En el kínder de sor Hecker una profesora propuso en cierta
ocasión la dinámica consistente en organizar la clase en grupos: algunas niñas
serían margaritas, otras rosas, y las restantes harían las veces de violetas.
Pues bien, Viviana experimentó como un oprobio el hecho de que la ubicaran
entre las violetas. Su protesta no se hizo aguardar: ella tenía que ser rosa, una
hermosa rosa roja: cualquier otra opción era inconcebible. Su autopercepción
como rosa evidencia un saludable nivel de autoestima, y su resistencia a
dejarse catalogar de ninguna otra manera, un tipo de personalidad asertiva y
poco proclive a la negociación. La estadía en el kínder del Sagrado Corazón
duró quince días.
Como muchos niños de su edad, Viviana buscaba asilo de los entornos
hostiles dibujando, subsumiéndose en el mundo de la ensoñación creativa, de
la plástica, de la forma, el color y la textura. De conformidad con la
sensibilidad de los sesenta, sus dibujos propendían al psicodelismo, o bien a
un tipo de pintura fauve a lo Matisse, con superficies de colores planos tan
bien delimitadas, que por poco hacían el efecto de vitrales. Pero Viviana iba
más lejos que Matisse, propendiendo a la abstracción más que a la figuración.
Sí: ahí estaban la clásica casita con su sol, sus montañitas, papá, mamá, el
hermanito y alguna solitaria nube, pero con llamativa frecuencia su fantasía
se regodeaba en lo abstracto, y renunciaba de plano a toda reproducción -a
menos de que fuese la reproducción de sus sueños, con lo cual nuestra artista
se aproximaría más bien a los surrealistas-. Siempre fue una persona
predominantemente visual, con un don especial para el grafiti, que cultivaba
de una manera muy civilizada: no rayaba las paredes, sino que dibujaba
cartoncitos o pequeñas pancartas que colgaba de los muros de su casa.
Siempre fue una artista del grafiti doméstico: cuando se sentía contrariada, se
encerraba en su cuarto, y daba voz a su malestar mediante cartoncitos que sus
padres y su hermano encontraban inopinadamente pegados a las paredes y
puertas de la casa familiar. El movimiento de repliegue que suponía
encerrarse en su habitación no era un mero berrinche: Viviana reivindicaba
así un espacio de privilegio, un ámbito acotado, que era, en lo sustantivo, una
metáfora de su ser: “don´t trespass!” -era su mensaje implícito-.
Sensible en no menor grado a la música, Viviana estudió percusión, y tuvo
para ello su batería. Recuerdo que cuando me veía tamborilear con los dedos
-a veces con las palmas de las manos- sobre los pupitres de la escuela, mi
sentido del ritmo la maravillaba. Pienso que Viviana reconocía
instintivamente en el ritmo la esencia misma de la música. A fe mía que no se
equivocaba. Los niños se dividen en dos tipos: aquellos que escucharon
regularmente a su mamá cantar, y aquellos cuyas madres no les hicieron el
don del canto. La música es, de manera ingénita y primordial, un regalo de la
madre a su hijo. El útero materno es una caja de resonancia llena de música.
Está presente en el ritmo de palpitación cardiaco, que es percibido como
regularidad -stasis-, como accelerando o como ritardando, según el “tempo”
corporal de la madre, y como melodía por el vaivén del líquido amniótico.
Todo niño -en tanto que no carezca de alguna facultad- es naturalmente
músico, y es al venir al mundo que este se encarga de alejarlo de la música.
Su universo intrauterino es esencialmente musical: el niño flota en un océano
de música. La chora semiótica de Kristeva, ese lenguaje presimbólico,
presintáctico, pregramatical, prelógico y preedípico, se asemeja en mucho a
la música. Es con la aparición del logos patris, y con la preceptiva paterna,
que el músico se divorcia de la música. Y es así como, absurdamente, tiene
que reaprenderla -cuando la reaprende- mucho más tarde en su vida, en
medio de metrónomos y reprimendas.
En algún momento, durante el año 1973, Viviana fue admitida como
estudiante de violín en el Programa Juvenil de la recién remozada Orquesta
Sinfónica Nacional. Como todos los violinistas de la institución, estudió con
el método Suzuki. Es oportuno recordar que la reestructuración de la vieja
Orquesta Sinfónica Nacional, en 1971 -obra del viceministro de cultura,
Guido Sáenz, del presidente José Figueres Ferrer, y del maestro Gerald
Brown- había generado una verdadera efervescencia musical en el país. Los
nuevos músicos de la Orquesta Sinfónica Nacional -traídos de Europa,
Estados Unidos, Suramérica y Japón- le dieron un perfil genuinamente
profesional a la agrupación y propiciaron la venida al país de muchos grandes
solistas. Pero el gesto esencial fue este: no se limitaron a tocar sus
instrumentos: se comprometieron además a formar una nueva generación de
jóvenes músicos. A todo esto hemos de añadir la locura colectiva que desató
en el país la venida de Dylana Jenson, la niña prodigio que en julio de 1972, a
los once años de edad, cautivó a todo Costa Rica interpretando con la
Orquesta Sinfónica Nacional el Concierto para Violín de Tchaikovsky. Fue
un verdadero coup de foudre. Todas las familias costarricenses comenzaron a
soñar con producir una Dylana Jenson criolla. Viviana entró al Programa
Juvenil de la Orquesta Sinfónica Nacional, donde -en medio de la vasta oferta
de la institución- se decantó por el violín. Me consta que tenía talento para la
música. Si desistió del instrumento después de un año de estudio, ello se
debió a que la ejecución musical le inspiraba mucha aprensión, y a que su
profesor le generaba crisis de nervios que se traducían en ataques de asma.
Recuerdo que Viviana se refería a su profesor con antipatía, imitaba sus
gestos autoritarios y su tono de voz. Lo admiraba pero le temía, y el segundo
sentimiento sobrepujó al primero.
Carlos, su padre, le trajo un día una quena de Bolivia. Con ella se entretenía
Viviana, tocando “de oído” sus melodías favoritas, en particular “El Cóndor
pasa”, que tenía una significación honda en su infantil mitología. A buen
seguro, la quena fue el instrumento que más eficazmente la aproximó a la
experiencia íntima de la música.
Parte de la exquisita educación de Viviana la constituyeron las clases de
italiano que recibió junto a su hermano en la Casa Italia, ubicada -hasta el día
de hoy- en el barrio Los Yoses. Su conocimiento del italiano, y los cursos de
francés e inglés -este último más bien deficiente- que recibió en el Liceo,
habrían hecho de ella una persona cuatrilingüe. Tenía facilidad para los
idiomas. Su francés era magnífico, y su español podía ser sofisticado y
erudito cuando tal cosa procedía. Recuerdo sus conferencias sobre temas
diversos al frente de la clase: irradiaba una autoridad pedagógica natural, su
personalidad era asertiva y vigorosa.
Abogada de profesión, Vilma, la mamá, trabajaba a la sazón en el Servicio
Civil. Comenzó en 1960 como recepcionista, terminó en 1994 como
Directora: pasó por todas las funciones y rangos imaginables: Vilma llegó a
ser una leyenda en el Servicio Civil, parte fundamental de su memoria
institucional. Empero, esto suponía un excesivo alejamiento de sus hijos. Era
entonces que la figura de la abuela materna entraba a suplir las necesidades
de los niños. Doña María cuidaba a Viviana desde que la niña tenía un mes
de edad. El volcán Irazú oficiaba su saturnal de ceniza, y sacar a la chiquita a
la calle era peligroso (lo fue para todos los niños de nuestra generación). El
resultado fue que cuando Vilma venía a recogerla después del trabajo, la niña
se sentía arrebatada a quien tenía mayor presencia en su vida. Fue entonces
cuando resultó imperativo que la familia comprase una casa, y que todos
convivieran en ella: la abuela integrada al grupo, y asistiendo a la crianza de
los niños. La casa resultó ser la residencia en Curridabat que yo conocí, esa
desde la que escribo el presente texto, y donde mil veces fui a visitar a
Viviana, a lo largo de once años de escuela primaria y secundaria, y un año y
medio de universidad. La casa era… pues la casa -perdonen la tautología-, la
antonomástica, la casa de una vida, la casa donde quedó flotando el aroma de
Viviana devenida ausencia-presencia, la casa que me resulta imposible
disociar de mi amiga, esa casa que, en cierto modo, era y nunca dejó de ser
ella.
Viviana y yo experimentamos procesos paralelos: yo nací en la Clínica
Bíblica, pasé mis primeros días en Hatillo uno, hasta que mi familia se mudó
a San Francisco de Dos Ríos en mayo de 1966, cuando yo tenía tres años y
medio de edad. Viviana nació en una de las pensiones -atendidas por monjas-
del hospital Calderón Guardia, pasó sus primeros siete años en una casa que
quedaba a doscientos metros de la definitiva residencia en Curridabat, y llegó
a esta en 1970. Siempre fue orgullosa vecina de la húmeda comarca, en las
altas estribaciones de la montaña, irrigada por diversos ríos, zona de cultivo
ideal para el café, y dominio mítico del cacique Curridabat. Las monjas de la
pensión (creada en el hospital para quienes requerían un tratamiento un poco
más personalizado) se llamaban unas a otras para que vieran a la niña recién
nacida: todas convinieron en compararla a “una rosita”. Bien se ve que,
cuando reivindicó para sí la identidad de rosa, tenía razones poderosas para
hacerlo. El parto fue fácil, natural, sin anestesia, “como quien tiene un confite
en la boca que súbitamente resbala fuera de los labios” -recuerda Vilma-. En
contraste, a su lado las mujeres lloraban, el personal médico se agitaba sin
cesar, y una de las parturientas perdía a su hijo. Una y otra vez preguntaba
por él, y nadie se atrevía -en la frágil condición física en que se encontraba- a
decirle que había muerto. Entretanto, Viviana hacía su pacífica, dulce entrada
en el mundo.
A continuación, dos hermosos episodios de la infancia de mi amiga.
A su casa llegaba una niñita de unos diez años de edad, llamada María -
nadie supo nunca su apellido-, que siempre pedía que le regalaran “pan
añejo”. Era un poquito menor que Viviana. Como sus “visitas” no eran
regulares, Vilma optó por colocar el pan que sobraba en una caja de aluminio
(el contenedor de las antiguas “galletas de soda”), a fin de que tanto la
empleada como los miembros de la familia supiesen siempre dónde estaba el
mendrugo de María. Un día la niña llegó, y como Vilma estaba ocupada, le
pidió a Viviana que la atendiera, que le diera su pancito, y le recordó dónde
lo guardaba. Ella se dirigió a la caja y regresó para decirle a su mamá que le
parecía cruel que le dieran “pan añejo”, solo porque la niña, humilde y
temerosa, no se atrevía a pedir pan fresco. En ese momento Vilma cobró
conciencia de que en realidad no estaba siendo suficientemente generosa. Así
fue como le dijo a María que pasara todos los días para que aprovechara el
pan fresquito y no el de días anteriores. Muchos años después, cuando la niña
supo del asesinato de Viviana, vino a rogarle a Vilma que le regalara algo que
hubiera sido de ella. La mamá le obsequió alguna ropa y un anillo de plata
que le habían traído a Vivi desde México.
Otro gesto memorable: a fin de año Vilma solía recoger los muchos
juguetes que Viviana y Adalberto ya no usaban, los limpiaba, los acicalaba,
los envolvía en bello papel navideño y se los regalaba a los niños pobres.
Aunque Vivi participaba gozosamente de estos envoltorios rituales, un día le
dijo a su mamá que no le parecía correcto obsequiar cosas usadas, que era
mejor dar menos regalos, a fin de que los niños pudiesen disfrutar siquiera de
un flamante juguete nuevo. Vilma comprendió que su hija tenía razón. Desde
entonces cultivó la práctica de ir comprando cositas en el transcurso del año,
para envolverlas y regalarlas en Navidad. Viviana comenzó a participar con
más alegría, con más ilusión en la tarea de preparar los paquetes.
Sí, amigos, la generosidad y la vocación de justicia eran rasgos
estructurales, constitutivos de la personalidad de Viviana. Así fue desde su
temprana infancia, así fue durante los años del Liceo Franco-Costarricense,
así fue hasta el final de su vida.
El secreto de Viviana se llama solidaridad. Existen dos posibles reacciones
ante el dolor del prójimo (el “próximo”): la disociación, la desidentificación,
o bien la asociación, la identificación cordial. Si nos asociamos al dolor del
otro es para compartirlo y contribuir a aliviarlo. Es la commiseratio de
Spinoza, la compasión (padecer-con) de los budistas, la caritas o agapé de la
cristiandad. Si optamos por asociarnos al dolor del otro, activamos la facultad
que el filósofo Henri Bergson llama “empatía imaginativa”. Es la capacidad
para “transmigrar” -así no fuese más que por algunos segundos- al lugar del
otro, y formarnos una idea -mediante la invocación de imágenes- de su dolor.
Vivirlo y sufrirlo en carne propia. “Convertirnos” en él momentáneamente.
Para realizar este ejercicio ético -basamento de toda compasión concebible-
necesitamos -como bien lo dice Bergson- imaginación, y la capacidad para
vibrar por empatía con el otro, tal las cuerdas tensadas de un piano, que
pueden vibrar empáticamente, sin necesidad de ser percutidas o rasgadas. La
reacción más frecuente ante el dolor del prójimo es la disociación, la
desidentificación, la toma de distancia (vista de lejos, la peor tragedia se
convierte en comedia, vista de cerca, la más hilarante comedia se transmuta
en tragedia). La gente no quiere sufrir. No quiere acercarse más de la cuenta
al hervidero humeante del dolor humano. Es comprensible, pero ello nos
llevaría a la indiferencia, la impasibilidad, la inmisericordia. Antes bien,
hemos de acercarnos al dolor de los demás. Hacerlo, en cierto sentido,
nuestro. No al punto en que nos incapacitemos a nosotros mismos para servir,
pero sí lo suficiente como para comprender “desde dentro” el dolor de quien
sufre. Mis muchos años de amistad con Viviana me probaron, más allá del
menor asomo de duda, que era una muchacha compasiva, solidaria, piadosa,
caritativa (lo que etimológicamente significa “llena de amor”), y por encima
de todo, justa. Ante el dolor de los demás, no temió acercarse, asociarse,
identificarse, no interpuso la distancia psíquica que la protegerá a ella de
sufrir con el otro, mirándolo -por así decirlo- desde la seguridad de una
plataforma invulnerable en la que el dolor no mordería. Lejos de ello, Viviana
fue la persona que tendió la mano, la socorrista, la que de manera muy
discreta, muy pudorosa -y supremamente elegante- se prodiga en caridad.
Una mujer solidaria: he ahí el primer epíteto que se me viene a la mente al
describirla.
En su encíclica Sollicitudo Rei Socialis, su santidad Juan Pablo II define la
solidaridad como “el hecho de que los hombres y mujeres, en todas partes del
mundo, sientan como propias las injusticias y las violaciones de los derechos
humanos”. “Sientan como propias”: he ahí la noción que quiero aquí
subrayar. La palabra “solidaridad” ha sido vaciada de su significado
profundo, y se ha convertido en un lugar común de la retórica política y de
cierta forma de sensiblería burguesa, eso que el filósofo francés Vladimir
Jankélévitch llama “la buena - mala conciencia satisfecha de sí” (gente que
con una obrita de caridad cree poder comprar la eterna beatitud “en cómodas
mensualidades”). Tal actitud tiende a exacerbarse en la Navidad, como si,
para ejercer la solidaridad, existiese una temporada oficial, un período
acotado del año, durante el cual fuese recomendado detenerse a pensar en el
dolor de los demás y olvidar momentáneamente las propias calamidades.
La solidaridad no es un sentimiento esporádico, es, antes bien, una forma de
vivir, una manera de concebir nuestro vínculo con los demás, un factor
estructurante de la sociabilidad, el fundamento de toda ética concebible.
Evoquemos dos paradigmas literarios -aunque no ficticios, por cuanto
ambos están tomados de experiencias reales- de la solidaridad en su forma
más auténtica. El primero pertenece a La Caída, de Camus. Un hombre es
confinado al calabozo, una celda tan estrecha que no permite al prisionero
estar de pie ni extenderse horizontalmente sin imponer a su cuerpo las más
dolorosas contorsiones. Su amigo, que nada puede hacer por rescatarlo, se
dice a sí mismo: “¿Cómo puedo yo reposar todas las noches en una cama
blanda y tibia, mientras mi compañero es objeto de tan atroz suplicio?” Y
opta entonces por dormir en el suelo, forzando su cuerpo a una tortura que en
alguna medida le aproxime espiritualmente a su amigo. El segundo ejemplo
está tomado de La Condición Humana, de Malraux. Tres revolucionarios han
caído en manos de la armada rival. A todos les espera la muerte a través del
tormento y de las más refinadas formas de suplicio. Uno de ellos tiene dos
ampollas de cianuro de potasio: suficiente para infligir la muerte inmediata de
dos hombres y liberarlos del horror de la tortura. Y, en un acto de solidaridad
suprema -pues hasta la muerte puede ser un acto de amor-, les ofrece a sus
amigos las dos pócimas, y se condena a sí mismo a la lenta agonía del
suplicio.
La solidaridad es el acto de identificación por excelencia con el dolor del
prójimo. Es un sentimiento que no se queda en las lágrimas, sino que se
traduce en acción inmediata y sostenida. Su sustento es la asociación cordial
entre los seres humanos. Volvemos a la expresión de Juan Pablo II: “sentir
como propios”, esto es, hacer nuestro el dolor de los demás a través de la
“empatía imaginativa” de Bergson. Es lo que los personajes de Camus y
Malraux hacen egregiamente.
Solidaridad es no darnos nunca por satisfechos con nuestra dación, entender
que, una vez que lo hayamos dado todo, no habremos sino comenzado a ser
personas en el sentido cabal de la palabra. No caer en lo que Paulo Freire
llamaría “una concepción bancaria” del bien, esa acumulación de buenas
acciones con la que pretendemos comprar boleto para la eterna
bienaventuranza. Si algo debe recordarnos la Navidad es que Dios es dación
pura, irrestricta, gozosa. Goza de sí mismo a través de su creación. No es un
banquero cósmico a la espera de réditos y recompensas por su inversión.
Vivir es amar, y amar es actuar. El ser humano se aproxima a la divinidad por
mor de la solidaridad y de la dación de sí mismo. La solidaridad no es una
transacción: es libre, gratuita, desinteresada, y en ello radica su grandeza.
10 El autor la subtitula Rondas cuentos y canciones de mi fantasía niña.
V
No bien había puesto punto final al capítulo anterior, cuando llamé a Vilma,
la mamá de Viviana, para verificar un par de datos, y esta me contó que
nuestra amiga sí había tenido dos novios -hasta dónde ella sabía-. Y bueno,
así es este tipo de libros: hay que rectificar sobre la marcha, y reconstruir los
hechos conforme vayan decantándose. De modo que, amén de uno que otro
soupirant no favorecido por las dilecciones de la princesa, Viviana tuvo dos
novios. El primero de ellos, Daniel, tenía, como su compañera, quince años.
Viviana lo conoció durante sus actividades de proselitismo político en su
barrio, cuando militó -con la pasión y el compromiso que la caracterizaban-
en la campaña presidencial de Rodrigo Carazo, que concluiría con su triunfo
sobre el candidato liberacionista (“oficialista” y “gobiernista”, lo llamaban
sus contrincantes), Luis Alberto Monge.
Corrían los meses de enero y febrero de 1978. Liberación Nacional había
copado el poder en dos elecciones consecutivas, con José Figueres en el
cuatrienio 1970-1974, y Daniel Oduber en el cuatrienio 1974-1978, una
elección que Liberación ganó con el 43.4 % de los votos (minoría), ante una
oposición que cometió el error de atomizarse, de disgregarse en una diáspora
de partidos “tureca”. Pero ya en 1978, Liberación -como todo partido en el
gobierno- se había erosionado. Carazo ganó con claridad -aunque no tan
masivamente como algunos pretenden-. El candidato “de la sonrisa” obtuvo
el 50.5 % de los votos, mientras que Liberación consiguió el 43.8 %. Es
destacable el hecho de que, tanto en cifras porcentuales como absolutas,
Liberación haya incrementado su caudal electoral entre 1974 y 1978: Luis
Alberto Monge perdió con más votos de los que obtuvo el victorioso Daniel
Oduber en 1974. Pero Liberación, con una importante obra social y logros
notables en el área de la cultura, cometió errores “de absolución papal”:
corrupción, padrinazgos, amiguismo, tolerancia al fraude, comisiones
inconcebibles para beneficiar a los tagarotes de siempre, gigantismo estatal
generador de la más parasitaria e inoperante de las burocracias, y de manera
notoria, la presencia en el país del gánster Robert Lee Vesco -nacido en 1935,
muerto en 2007-, que tanto Figueres como Oduber habían avalado. Carazo
utilizó todo esto en su campaña, y con su apostura física y una personalidad
carismática, se vendió como “aquel que había de venir”, el hombre
providencial, el hombre “del cambio”, el hombre enviado por la Virgen de
los Ángeles para salvar al país del abismo al que raudo se precipitaba. ¿Qué
sucedió? Pues lo que menciona Lampedusa en El Gatopardo: todo tenía que
cambiar, para que todo siguiera igual. Y en honor a la verdad, no “siguió
igual”: la administración Carazo es recordada como un episodio apocalíptico
en la historia del país, como una crisis de gargantesca magnitud que dejó un
trauma profundo en la memoria colectiva de los costarricenses. La gente
hablaba del “Carazazo” como se hablaría de la caída de un descomunal, ígneo
aerolito en el Parque Central de San José. Carazo fue el mejor candidato
concebible: logró unir a la oposición que en 1974 se había dispersado (la
diáspora fue producto de una magistral jugada política de Oduber), pero pasó
a la historia como el peor presidente de los tiempos modernos. A todo esto,
recordemos que Carazo -niño mimado de José Figueres- era un desertor de
Liberación. Abandonó su partido porque Figueres y Oduber se “barajaron”
las nominaciones liberacionistas en 1966, 1970 y 1974. Cuando Liberación
Nacional designó a Oduber candidato para esta última justa, Carazo decidió
romper filas y se lanzó de manera independiente con el partido Renovación
Democrática, que en 1974 no hizo otra cosa, irónicamente, que contribuir a la
fragmentación de la oposición, y contribuir al triunfo de Oduber. Pero Carazo
trazaba su carrera a largo plazo. Cuatro años más tarde, en 1978, al frente de
la Coalición Unidad, logra por fin la presidencia, infligiéndole a su partido de
origen una categórica derrota electoral. La absoluta falta de “ángel”, “musa”
y “duende” (Lorca) del candidato “oficial”, Luis Alberto Monge, facilitó el
triunfo caracista.
La Costa Rica bipartidista de 1978 era todavía sufragánea de la mítica
gigantomaquia que opuso a Rafael Ángel Calderón Guardia y a José Figueres
Ferrer. Aunque ninguna persona de la generación de Viviana fue testigo de la
Guerra Civil de 1948, está claro que las irradiaciones ideológicas de la
contienda se prolongan hasta la década de los noventa, cuando los respectivos
hijos de ambos líderes ocupan la presidencia de la República: Rafael Ángel
Calderón Fournier en 1990, y José María Figueres Olsen en 1994. Ahí se
cierra -de manera ejemplarmente pacífica- ese vasto capítulo de la historia
patria que coincide con la segunda mitad del siglo XX. El partido Liberación
Nacional fue, sin duda alguna, la fuerza política más propositiva y exitosa de
ese período. Las capitales reformas sociales de que fueron responsables
Calderón Guardia, Manuel Mora y monseñor Sanabria durante los cuarentas,
sumió en la paranoia a los descendientes de la vieja oligarquía cafetalera
costarricense. Liberación Nacional entró en el panorama político como una
violenta opción reaccionaria ante el proyecto de creciente socialización y
colectivización de Calderón Guardia y Teodoro Picado Michalski. Lo irónico
del caso es que Liberación Nacional y su caudillo, don Pepe Figueres, les
salieron “güeros” a quienes desde la extrema derecha habían apoyado sus
causas. En efecto, con la llegada de Figueres al poder, las conquistas sociales
de Calderón Guardia, Manuel Mora y monseñor Sanabria no hicieron sino
fortalecerse y consolidarse (piénsese nomás en la nacionalización de la banca,
promulgada el 21 de junio de 1948 por la Junta Fundadora de la Segunda
República). La socialdemocracia esculpió lo esencial de la sociedad
costarricense durante la segunda mitad del siglo XX: este es un hecho que
pocos negarían. Los sucesivos avatares del calderonismo posteriores a 1948
pasaron a representar, paradójicamente, los intereses de la derecha radical. La
Unión Nacional, la Coalición Unidad, el Partido Unificación Nacional y el
Partido Unidad Social Cristiana se relevaron ofreciendo oposición a
Liberación Nacional. Su doctrina puede ser descrita como populista, católica,
y en mucho afín al modelo peronista argentino. Algunos de sus líderes
asumieron posiciones virulentamente liberales y anticomunistas. Los
presidentes Mario Echandi (inicialmente opositor del calderonismo), José
Joaquín Trejos, Rodrigo Carazo (emancipado por “mitosis política” de
Liberación Nacional), Rafael Ángel Calderón Fournier, Miguel Ángel
Rodríguez y Abel Pacheco lograron todos en su momento arrebatarle el poder
a Liberación Nacional. En algunos casos tuvieron que gobernar con minoría
de diputados en la Asamblea Legislativa, y esto sin duda entrabó sus
gestiones. Pero en otros casos, su ejercicio del poder político fue simplemente
incompetente y corrupto. En sendas instancias de “edipismo político”, los
hijos de los caudillos de los cuarentas, Rafael Ángel Calderón Fournier y José
María Figueres Olsen, se encargaron, a sus respectivas maneras, de conspirar
contra el importante legado social de sus padres. La administración Calderón
Fournier, en particular, toleró graves irregularidades en el seno de la
benemérita Caja Costarricense de Seguro Social, verdadero eje de nuestra
arquitectura social, la obra más importante de su padre, Calderón Guardia.
Como muchos jóvenes de su época, Viviana vivió las elecciones de 1978
con inusitada intensidad. Trabajó -desde la atalaya de sus quince años de
edad- como líder juvenil, y se encargó de organizar la campaña de Carazo en
su barrio: cuestión de levantar listas, conversar con la gente, distribuir
insignias, asegurar el transporte de los votantes. Iba de casa en casa, tocaba
puerta tras puerta. Fue incansable. Vilma, su mamá, la acompañaba en estas
extenuantes campañas de reclutamiento. Unas pocas tortas de carne hacían
las veces de almuerzo y cena, pues comer en restaurantes era demasiado
oneroso.
Viviana no tuvo la ocasión de votar en ninguna elección presidencial. En
1974 era un niña de once años, en 1978 tenía quince, y para los comicios de
1982 estaba muerta. Así las cosas, la elección de 1978 fue la que vivió más
de cerca, y con mayor beligerancia. Viviana fue una de los muchos
ciudadanos que demonizaron a Liberación Nacional para la contienda
electoral: tal había sido la consigna de Carazo, y mucha gente le creyó. El
partido “gobiernista” fue criticado por su corrupción -era, en efecto, el más
vulnerable de sus flancos- y los ocho años de mandato consecutivo sirvieron
para generar en los votantes el miedo que naturalmente produce el ejercicio
del poder durante tiempo demasiado prolongado. De hecho, en la Costa Rica
posterior a la Revolución de 1948, ningún partido ha gobernado más de ocho
años consecutivos (dos administraciones). Es una especie de tácita, no escrita
ley: debe verse con suspicacia todo ejercicio del poder que exceda los ocho
años. Y fue así como Carazo ganó en 1978.
Pero el costarricense no solo teme eso que, tendenciosamente, algunos
llaman “continuismo” político (término acuñado para evitar las positivas
resonancias de la palabra “continuidad”), sino que tiene la costumbre de
atarle las manos a los gobernantes electos, con una asamblea llena de
partidúsculos, producto del voto “quebrado”: toda decisión debe negociarse y
pactarse mediante arduas, friccionadas alianzas en la Asamblea Legislativa.
Viviana cifró en el nuevo gobierno entrañables esperanzas. Pero, ¡ay!, no
tardó la administración Carazo en dar inequívocas señas de ineptitud,
incapacidad para la negociación, y una inexplicable impermeabilidad a los
consejos, advertencias y señales de alarma que todos, en torno a ella, le
prodigaron. Carazo no escuchaba a nadie: era un hombre afecto de esa
limitación interpersonal consistente en la absoluta incapacidad para asumirse
equivocado, en nada de lo que atañía a su gobierno. Su propio gabinete lo
desertó, y la prensa le dio la espalda (La Nación le fue propicia mientras
encarnó el rostro de la derecha costarricense, del neoliberalismo, de la
apertura a los mercados internacionales, de la reducción de las funciones del
Estado intervencionista, paternalista, providencial, empresario, “tía
regalona”, propugnado por Oduber, pero pronto Carazo viró hacia la social
democracia en la que se había amamantado, y que por otra parte tampoco
representó eficazmente). La inflación se disparó a ritmo vertiginoso, mientras
el colón caía a la velocidad de cien gravedades, día tras día, generando una
verdadera crisis de pánico en el país. Ya en marzo de 1978, cuando
comenzaban las clases, y faltaban dos meses para que Carazo asumiera la
presidencia, Viviana parecía desencantada, y temía lo peor. Al avanzar el
año, todos advertimos que habíamos sido estafados políticamente, y
estábamos en manos del gobierno más desbrujulado y desastroso de la
historia reciente del país. Por lo demás, Costa Rica siguió siendo tributaria
del modelo de sustitución de importaciones (con el Mercado Común
Centroamericano), y cultivando una economía agroexportadora y extractiva
hasta bien entrados los años ochenta. De hecho, Luis Alberto Monge, especie
de trasnochado fisiócrata, ganó la elección presidencial de 1982 con el
eslogan “Volvamos a la tierra” (que bien podría ser también interpretado
como un macabro memento mori, la más desoladora consigna política jamás
propuesta).
El distinguidísimo pensador Luis Fernando Araya propuso, en su artículo
“Voces en el laberinto”, publicado en La Nación, el 30 de marzo de 2017, un
generoso perfil del ideario político de Carazo. Le cedo la palabra, a fin de
balancear mi sentir al respecto.
Carazo introdujo en el país una nueva sensibilidad política marcada por
conceptos como “participación popular organizada”, “independencia”,
“autonomía” e “identidades culturales”. No creía en las ideologías que todo
lo reducen al crecimiento del PIB, y el tiempo le ha dado la razón; ahora es
Christine Lagarde, directora general del Fondo Monetario Internacional
(FMI), quien habla de una “globalización inclusiva” porque el
“crecimiento” -dice- solo ha beneficiado a unos pocos.
Para el expresidente Carazo, “la gente” debe impulsar cambios al margen
de los partidos políticos, “Fuenteovejuna -me dijo- va a cambiar esto, no un
partido político sino alguien sin rostro que sea todos los rostros”.
En Costa Rica -pensaba don Rodrigo- hay tendencias contrapuestas que se
complementan, como ocurrió con las reformas educativas de Jesús Jiménez y
de Mauro Fernández. En el año 2009 me entregó un texto donde reitera el
Leitmotiv de su acción pública: “decencia, honradez, dignidad”.
Pues fue durante los meses de militancia caracista, que Viviana conoció a
Daniel, su primer novio, un muchacho de cuna humilde. Ambos eran
quinceañeros. Vilma recuerda a Daniel con afecto. Comprendo perfectamente
que Viviana haya tenido que buscar novio fuera del Liceo Franco-
Costarricense: la oferta varonil del colegio era lamentable, y por su parte, ella
no gozaba -como lo he dicho- de una posición de privilegio en tanto que
seductora, femme fatale, o mero objeto del cortejo de los hombres. Otro novio
sobrevendría durante sus primeros meses en la Universidad de Costa Rica, en
1980: Fernando, compañero suyo en la escuela de Sociología. Fue un
pretendiente que Vilma también recuerda con ternura. Después del asesinato
de Viviana, habló varias veces con ella, y al día de hoy, sigue sosteniendo:
“No, Vilma, no puedo ir a su casa, no lo resisto, no podría soportarlo”. Es un
sentir que comprendo plenamente. Aun para mí -que regularmente paso
tardes y días enteros en la que fuera la casa de mi gran amiga- tocar a su
puerta nunca ha sido una experiencia anodina: algo dentro de mí siempre se
arruga, se contrae. Pero el cariño que siento por Vilma, Carlos y Adalberto,
me hace olvidarlo todo, y me abandono con descaro de gato mimado a su
afecto y hospitalidad. Vilma me dice “mi chiquito”, y ya está: con eso estoy
ganado.
Al considerar los trágicos hechos de junio y julio de 1981, se impone
considerar el momento histórico que vivía el país. Con la toma de poder por
el Frente Sandinista de Liberación Nacional en Nicaragua, el país estaba en
proceso de acoger una ola migratoria que transformaría a Costa Rica en casi
todos los aspectos concebibles. Fue un tsunami demográfico que el país no
estaba en condiciones de absorber. Los inmigrantes se integraron
mayoritariamente a las fuerzas de trabajo, en calidad de mano de obra, y se
beneficiaron de las garantías laborales, de la educación pública y de la
medicina socializada que les brindaba el país. No hay duda de que el auge
infraestructural y el crecimiento económico que el país comenzó a
experimentar alrededor de 1985 reposan sobre los hombros de cientos de
miles de nicaragüenses. Es vergonzoso que muchos empleadores hayan
encontrado la manera de soslayar las cargas sociales, y hayan dejado a sus
trabajadores en estado de intemperie social. ¿Explotó Costa Rica a los
inmigrantes nicaragüenses? Por supuesto que sí. Desde todos los puntos de
vista imaginables. Pero, por principio, nadie sale de su país si está a gusto en
él, y el hecho de que los nicaragüenses llegaran en oleadas a Costa Rica
prueba que, aun explotados, gozaban de un mejor nivel de vida aquí que en
su país de origen. Por otra parte, es imperativo recordar que los empleadores
que desaten- dieron sus deberes, no asegurando a sus asalariados, fueron
minoría. La seguridad social en Costa Rica es, en esencia, un sistema
convivencial que reposa sobre la solidaridad. Y nunca faltan canallas que
antepongan sus intereses a los de la comunidad. Quien, cegado por el
egoísmo y la codicia, conspira contra el bonum commune, termina por cavar
su propia tumba. El bonum privatum es inconcebible, en un país destrenzado
por las luchas sociales, la desigualdad y la miseria. El cuatrienio 1978-1982,
con su inestabilidad económica y cambiaria, el empobrecimiento de la clase
trabajadora y la clase media, el surgimiento de células re- volucionarias, el
pánico colectivo, la torva, amenazadora multiplicación de agentes de
seguridad en nuestras calles, la obscena presencia de un ministro de Estado
que tenía un arsenal oculto en el sótano de su casa y traficaba armas con
Cuba, la aparición de esa siniestra figura política que se conoce como el
“gorila”, el manifiesto de una junta de expresidentes y notables que le
imploraban a Carazo renunciar antes de que la catástrofe fuese irreversible, la
sombra de Somoza que planeaba ominosa sobre nuestro país (era una
rivalidad que databa de 1948, cuando José Figueres y su Legión Caribe
habían anunciado que se abocarían a defenestrar a Somoza y Trujillo, entre
otros dictadores de la región), el nuevo gobierno sandinista que enarbolaba la
bandera del marxismo en plena Guerra Fría, cuando las heridas de la
Revolución Cubana aun sangraban, y un sentimiento de paranoia
anticomunista reinaba en la mayoría de países de la región… Esa fue la Costa
Rica en que Viviana naufragó. Años difíciles y desconcertantes. Como diría
Victor Hugo: “De quel nom te nommer, heure trouble où nous sommes?”13
Decir que entre 1978 y 1982 Costa Rica se haya militarizado es sin duda
excesivo. Pero hubo gorilas en el gobierno, torvos personajes, megalómanos
afectos de delirios de grandeza, sujetos peligrosos y delirantes que se dejaron
contagiar por la psicosis guerrera en que estaba sumida toda Centroamérica.
Trazo, a continuación, un somero boceto de la situación del istmo, durante los
años setenta y la primera mitad de los ochenta.
Es doloroso -más aun, trágico- ver cuántos jóvenes en Costa Rica
desconocen lo que significó este amargo capítulo en la historia
centroamericana. Abro un paréntesis para hablar de mí. En 1981 tuve la
oportunidad -en el que fue mi primer viaje profesional como músico- de
pasar una semana en San Salvador. Hasta la habitación de mi hotel llegaba,
regularmente, un sordo, amenazador retumbar, algo así como el eco de
truenos distantes, en mitad de días perfectamente soleados y de noches sin el
menor asomo de tormenta. “¿Qué son esas especies de explosiones que se
oyen a cada momento?” -le pregunté inocentemente al recepcionista-. “Pues
justo lo que usted viene de decir: explosiones”. Como viera que yo
permanecía boquiabierto, perplejo, el mozo añadió: “Aquí las bombas son
cuestión de todos los días: ya estamos acostumbrados, pero no se preocupe:
este hotel nunca ha sido amenazado por la guerrilla”. Seguí estupefacto. “El
señor es de Costa Rica, ¿no es cierto?” “Sí”. “¡Pues si es que ustedes no
tienen ejército, con seguridad ni siquiera ha visto en su vida una pistola!” “A
decir verdad, no”. “Pues considérese muy afortunado: aquí hasta los niños las
andan por la calles”. No intentaré describir el grado de perturbación en que
aquellas palabras me sumieron. A duras penas podía conciliar el sueño.
Bástenos con decir que el recital que en esa ocasión ofrecí no se cuenta entre
los mejores de mi carrera. ¡Ah, cada estallido, más o menos lejano, más o
menos cercano, y la evidencia de que en cada uno de ellos le iba la vida a
varios seres humanos! ¿Qué importancia podía tener para el mundo, un
recital de piano? Por atroz que esto pueda parecer -inconcebible para los
costarricenses- hasta la muerte termina por trivializarse, al devenir a tal punto
cotidiana. Es el fenómeno de la “banalización del dolor”, que tan agudamente
estudia Hanna Arendt en Eichman en Jerusalén: un muerto es una tragedia,
mil muertos son apenas una estadística. Fue -créanmelo- un recital muy, muy
difícil para mí. Como nunca antes ni después, la superfluidad, la frivolidad, la
insignificancia de mi profesión de músico se me hizo penosamente obvia.
¡Nadie, en lugar alguno del mundo, ha jamás muerto porque un pianista toque
un Do sostenido en lugar de un Mi bemol!
Veamos cómo estaban las cosas en muestra región alrededor de 1980. En
Guatemala, la guerra civil originada con el derrocamiento de Jacobo Arbenz,
en 1954, auspiciado por la administración Eisenhower y la CIA, ha cobrado
ya más de doscientas mil vidas.14 En su mayoría, civiles indígenas
desarmados. Los grupos guerrilleros de la izquierda y los escuadrones de la
muerte de la derecha fueron ambos responsables de ejecuciones sumarias,
desaparición de personas, y de haber recurrido a la tortura cuando tal cosa se
juzgaba necesaria. Amigos, amigas: hay muchas maneras de elaborar el duelo
asociado a la muerte de un ser querido, ¿pero un desaparecido? Ese no hay
forma de llorarlo: no tenemos la inapelable evidencia de su cadáver, una parte
nuestra sigue por siempre esperándolo, la palabra lo dice todo:
“desaparecido”, sí, desmaterializado, evanescido, borrado de la faz de la
tierra. Ni muerto ni vivo. ¿Cómo llorar -el último de nuestros derechos- a
alguien de cuya muerte ni siquiera tenemos certeza? No hay proceso más
doloroso en el mundo. Quienes lo han vivido pueden dar testimonio de ello.
El gran pianista Gyorgy Sándor me contaba que una de las imágenes
indelebles en su vida era la de haber visto, mientras esperaba en la terraza de
su hotel, poco antes de un concierto, a un grupo de hombres que avanzaban
por la calle, cabizbajos, encadenados por el cuello, las manos y los tobillos.
“¿Qué sucede con esos hombres?” -preguntó-. “Van a ser fusilados esta
noche” -le respondió el mozo del hotel-. Esto sucedió en Guatemala, a fines
de la década de los cincuenta, bajo la dictadura militar del tiranillo marioneta
Castillo Armas. Esa noche, mientras tocaba, Sándor no pudo arrancarse del
alma la atroz imagen que había presenciado. Siempre abría un paréntesis de
introspección y tristeza, cuando la evocaba.
Los informes de la Comisión de Esclarecimiento Histórico y de la Oficina
de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala estiman que a las
fuerzas del gobierno les es imputable el 93 % de las violaciones a los
Derechos Humanos. Otros estudios reducen su responsabilidad a un 80 %.
¡Vaya diferencia! ¿Es menos criminal un militarote por haber matado a
ochenta personas que por ser responsable de noventa y tres muertes?
El Salvador es una víctima destrenzada por dos fieras: la Fuerza Armada y
el Frente Farabundo Martí. Como decíamos, las bombas y las ráfagas de
metralla se oyen a cualquier hora del día, y ya han llegado a trivializarse, a
fuer de consuetudinarias. Desde 1931 hasta 1979, El Salvador agonizó bajo la
égida de una sucesión de gobiernos militares. Durante la década de los
setentas, el país se transformó en un Armagedón: setenta y cinco mil muertos
en las confrontaciones fratricidas inevitables en una nación donde el 80 % de
la riqueza estaba concentrada en el 10 % de la población.
Si no hay guerra que no sea, por definición, absurda, la llamada “Guerra del
Fútbol” o “Guerra de las Cien Horas”, entre El Salvador y Honduras,
acaecida en 1969 por un pingüe partido que le significó al primero clasificar
para el Campeonato Mundial México 70, solo puede ser descrita como
surrealista, algo que bien podría haber sucedido en Macondo, una
manifestación del realismo mágico en su forma más decantada. Para que El
Salvador fuera a jugar tres misérrimos encuentros en esta copa, quedando en
último lugar, no anotando un solo gol y encajando nueve en contra, tuvieron
que morir cerca de cinco mil civiles, quedar hecho añicos el proyecto de
integración regional conocido como Mercado Común Centroamericano, y
consolidarse los militares en el poder en ambos países. Cada minuto en que
El Salvador se paseó por el terreno de juego le costó a las dos naciones
exactamente dieciocho muertos. Un tanto oneroso, ¿no creen ustedes? El
partido de fútbol no fue más que un detonante: las verdaderas causas
debemos buscarlas en la reforma agraria que Honduras implementó durante la
década de los sesenta, en la inmigración masiva de campesinos salvadoreños
al territorio hondureño, en factores demográficos, políticos y
socioeconómicos, pero ello no quita que la conflagración desatada por la
infausta mejenguilla sea un homenaje a la imbecilidad humana,
resplandeciendo en su más egregia vitrina. Desde “la Guerra del Fútbol”
hasta 1987, El Salvador fue un campo de batalla, una pesadilla, una mezcla
de cámara de tormentos y de laboratorio del horror, con no poco de
manicomio, además.
La epopeya nicaragüense es mejor conocida por los costarricenses. Bajo la
dictadura militar de los Somoza (que usurparon el poder en 1936 y abolieron
las elecciones populares en 1941), el país de Rubén Darío, Pablo Antonio
Cuadra, José Coronel Urtecho y Gioconda Belli es, básicamente, una serie de
latifundios agrícolas en manos de un puñado de familias -los Somoza, en
primerísimo lugar-, donde miles de campesinos fueron desalojados y
convertidos en mano de obra barata para el levantamiento de las cosechas.
Ignorancia, analfabetismo, opresión, miseria sin fin. En 1972, el sesenta por
ciento de la población no sabía leer, el cuarenta por ciento estaba
desempleada y, en una rapiña sin precedentes en la historia de Centroamérica,
la ayuda económica internacional recibida después del terremoto de Managua
(¡cómo olvidar, aquella funesta noche del 23 de diciembre!), se evaporó en
manos de los Somoza y sus corifeos. Muchos de los 19 320 cadáveres nunca
fueron sacados de debajo de los escombros, y hedieron durante cinco meses,
hasta la llegada de la estación de las lluvias. El Frente Sandinista de
Liberación Nacional derrocó al dictador en julio de 1979. Seis años más
tarde, los Estados Unidos de Ronald Reagan decretaron un embargo
comercial de Nicaragua. El país era una enorme, áspera, sangrienta
disonancia. La “contra” comenzó a operar, desde Honduras y Costa Rica,
para volver a poner al país en manos de la oligarquía que lo había sojuzgado
desde tiempos de la invasión norteamericana liderada por William Walker.
Hechos a no olvidar: la devastación de Granada en 1856 (un genocidio a
escala de la “Noche de San Bartolomeo”, el “Domingo Rojo”, “Guernica”, la
“Noche de los Cristales”, “Auschwitz”, el “Sitio de Leningrado”, de las más
inimaginables atrocidades que registra la historia); el asesinato de Augusto
César Sandino, en 1934; el asesinato del periodista Pedro Joaquín Chamorro,
en 1978; el aplastamiento de la insurrección popular de ese mismo año, con
la muerte de cientos de civiles por resultado.
Estados Unidos había ocupado bases militares en Honduras, e intervenía en
las guerras civiles de El Salvador y Guatemala. Estos gestos suscitaron la
indignación y el encono de los partidos de izquierda de todo el istmo,
incluidos, por supuesto, los de Costa Rica. El grupo “La Familia” se
identificaba particularmente con El Salvador. Su programa de “Guerra
Popular Prolongada” se inspiraba primordialmente en los modelos
salvadoreño y nicaragüense.
En las elecciones presidenciales de 1978, la coalición de izquierda Pueblo
Unido participó por primera vez de manera legal en el proceso (los partidos
marxistas habían sido proscritos por decreto legislativo, aprobado el 17 de
julio de 1948), y obtuvo el 2 % de los votos y tres diputados para la
Asamblea Legislativa. Por su parte, el también izquierdista Frente Popular
Costarricense logró consolidar una curul. Este hecho llevó a sus dirigentes a
proclamarse, altisonantemente, “la tercera fuerza política de Costa Rica”.
Stricto sensu, la afirmación es correcta, pero conviene recordar que el partido
triunfador (Unidad) obtuvo el 50.5 %, y el partido oficialista, Liberación
Nacional, perdió con el 43.8 %. Claro que los partidos de izquierda se las
habían arreglado, desde su prohibición constitucional, en 1948, para
participar en los procesos electorales (con la tolerancia de un Estado que no
veía en ellos peligro inminente, y se negaba a fiscalizar sus contenidos
ideológicos), disfrazando su orientación marxista, y proponiéndose como
agrupaciones socialistas, tal los casos del Partido Acción Socialista (PASO) y
el Partido Socialista Costarricense (PSC). La legalización de los partidos de
izquierda fue, en buena medida, producto del proyecto de reforma
constitucional que Daniel Oduber, presidente socialdemócrata de Costa Rica
durante el cuatrienio 1974-1978, presentó ante la Asamblea Legislativa. Con
esta enmienda, los partidos marxistas pudieron por fin inscribirse en las
elecciones populares sin tener que recurrir a la cosmética política, sin ocultar
su orientación marxista-leninista o trotskista. La coalición Pueblo Unido
logró la proeza consistente en unificar, por una vez, a la dispersa izquierda
costarricense. El histórico partido Vanguardia Popular (que había sido
excluido con el veto de 1948), el Partido Socialista Costarricense, y el Partido
Socialista de los Trabajadores (escindido del Movimiento Revolucionario del
Pueblo) aunaron fuerzas para lograr el 2 % de los comicios electorales de
1978. Fue un momento crucial para la izquierda costarricense. El comunismo
se sintió consolidado, reconocido, y empezó a adoptar una pose más
farouche, más abiertamente beligerante. Viviana fue hija de este proceso
(pocos jóvenes no se sintieron interpelados, en algún nivel de su ser, por la
voz de un marxismo remozado, que se beneficiaba con el desgaste de los
partidos tradicionales, y reeditaba su discurso romántico y seductor, hecho de
los eslóganes que todos conocemos).
La política exterior agresivamente intervencionista de Ronald Reagan
contribuyó, claro está, a polarizar las posiciones, y a dar argumentos
legítimos a las izquierdas latinoamericanas. El cuatrienio de Jimmy Carter
había sido relativamente sereno. Ronald Reagan volvió a crispar los ánimos,
y retrotrajo la relación entre Estados Unidos y Latinoamérica a la
combustibilidad de los amargos años de Truman, Eisenhower y Nixon.
Por otra parte, la tensión fronteriza entre Nicaragua y sus países vecinos,
Honduras y Costa Rica, no cesaba de agudizarse. En suma: Centroamérica
era una de las llagas supurantes, uno de los infiernos políticos del planeta. El
gobierno de Luis Alberto Monge (1982-1986) no cumplió con su voto de
“mantener una posición equidistante de las dos grandes potencias” (frase
dicha, ad literam, desde el “Balcón Verde”, en entrevista televisiva, por el
presidente electo de Costa Rica, la noche del domingo 7 de febrero de 1982).
Lejos de cualquier equidistancia, la administración Monge permitió la
construcción de un aeropuerto en Guanacaste, desde el cual operaría la
contrarrevolución financiada por los Estados Unidos de Ronald Reagan.
Costa Rica fue violada: con esta marrulla, nuestra tradición de paz, civilidad
y no intervencionismo fue traicionada. Contrariamente a lo que nuestra
constitución estipula, el espacio físico -terrestre, marítimo y aéreo- de Costa
Rica fue usado para el transporte de armas livianas y pesadas. Por supuesto
que “el país más feliz del mundo” fue “recompensado” por su abyecto
colaboracionismo. ¿Cómo? Es cosa que habría que preguntarles a los
gobernantes que decidieron los destinos de la patria durante esos años. El país
iba a ser arrastrado en la vorágine política del istmo. Costarricenses: todo este
dolor debe ser recordado, revisitado, revaluado. Tanta sangre no puede correr
en vano: podría llenarse el Lago de Nicaragua con ella.
Una noche, Viviana y yo salíamos del cine. Corría el año 1980. Era un
sábado, me parece. Habíamos visto Roma, de Fellini, en la Sala Garbo. Creo
que habíamos ido a tanda de siete, de modo que sería ya cerca de las diez. La
noche era fría y seca, y la película sin duda daba material para la
conversación. Caminamos lentamente hasta el Parque Central, remontando el
Paseo Colón de oeste a este, y pasando al lado de la iglesia La Merced. Al
llegar al centro de la ciudad, yo le pregunté a Viviana qué significaban los
ruidosos y raudos motociclistas que, en el epílogo de la película, entran por
los puentes y se dirigen hacia el Foro y el Coliseo, con vista de algunos de los
monumentos romanos, y por único sonido, el aturdidor estrépito de sus
motores. “Son una presencia agresiva, tenés razón” -me contestó ella-. “Y
Fellini no hace nada por callarlos, antes bien, nos atormentan con su
horroroso soliloquio de motores durante no menos de cinco minutos”. “Pues
sí”. “Según yo, Vivi, esos motociclistas representan una especie de nueva
invasión de bárbaros: ya no es Atila, el rey de los Hunos, pero es una
generación de salvajes urbanos que van a tomar por asalto la ciudad”. “Sí,
sí… yo veo en ellos a los fascistas, a las juventudes de Mussolini, a los skin
heads, a toda esa lacra, vos sabés”. Como de costumbre, la lectura de Viviana
había sido más política que la mía. Esta es la hora en que no sé, a ciencia
cierta -ni quiero saber- lo que significa -si algo concreto significa- la
irrupción de los motociclistas al final de Roma. Una cosa es segura: son una
fuerza Unheimlich (Freud), una presencia torva, amenazadora.
Mientras esperábamos el taxi, en el Parque Central (sería ya pasada la
medianoche), Viviana se quedó pensativa, silenciosa, mirando en derredor
con temor. Por fin, me dijo: “¿Te has dado cuenta de lo que ha pasado en
Costa Rica?” “¿A qué te referís?” “¿Que a qué me refiero? Mirá alrededor
tuyo, solo mirá, y decime lo que sentís”. Demasiado ocupado como estaba
atisbando un taxi, no escruté mi entorno con la atención que Viviana me
solicitaba. Después de unos segundos de angustioso silencio, me dijo: “Este
país se ha transformado en algo muy raro”. “¿Como Gregorio Samsa, en la
Metamorfosis de Kafka?” “Exactamente, Jacques, exactamente. ¿Será posible
que no notés cómo han proliferado los carros de policía, la presencia de
agentes de seguridad en las calles, la forma en que te mira alguna gente? Hay
desconfianza y severidad en sus miradas… posiblemente sean policías
vestidos de civiles. Nuestro país se está armando, se está armando, y eso no
me gusta… Es como si se preparara para un Armagedón, para alguna
revolución u otro hecho sangriento. Mirá: ahora mismo, un sábado por la
noche, somos los únicos en el parque, esperando un taxi, y las calles están
desiertas y desoladas como los paisajes urbanos de De Chirico. ¿Se te parece
a San José, esto? ¡Una ciudad fantasma! La gente tiene miedo: lo adivino, lo
siento. Por poco creería que estamos bajo toque de queda. San José siempre
fue una ciudad populosa y fiestera… pero hoy, hoy nosotros somos las únicas
almas en esta avenida, en este parque, en esta cuadra, y eso me llena de
miedo. Demasiados policías, Jacques, demasiados revólveres en torno
nuestro… nadie se arma de esa manera si no es para reprimir algún sordo,
potente movimiento social que ya fermenta bajo nuestros techos… No sé vos,
pero a mí todos esos revólveres me hacen sentir ajena a mi país,
completamente extraña. Mirá: allá va otra patrulla… y una sirena que se
acerca por el lado sur… Esto no es Costa Rica”.
Yo oía en silencio, y aguzaba la mirada. Viviana tenía una sensibilidad que
por poco podía calificarse de hiperestésica, o quizás paranormal. Sentía venir
las cosas. Y su diagnóstico político del país no era en lo absoluto infundado.
Durante los años 1978-1982 Costa Rica estuvo muy cerca de perderse a sí
misma. Luego repuntó, pero ya para Viviana sería muy tarde. Su
circunstancia histórica -volátil, inestable, proclive a generar tumores sociales,
tal los grupos guerrilleros y terroristas- la perdió a ella. Como costarricense
nacido en 1962, hijo de la Segunda República, he visto a mi país oscilar
durante medio siglo entre la social democracia (Partido Liberación Nacional)
y la derecha liberal (Partido Republicano, y sus avatares). Dejo testimonio de
que el cuatrienio 1978-1982 (con Carazo -disidente de Liberación Nacional-
en el poder) ha sido el más ominoso, el más lleno de amenazas latentes de
que guardo memoria. Tanto desde los frentes revolucionarios como desde el
partido gobiernista, Costa Rica estuvo cerca de militarizarse. Hubiese sido la
negación de nuestra identidad profunda y de nuestra especificidad cultural. El
caso de Viviana -su asesinato- prueba que Costa Rica era todo menos inocua,
en materia de represión y métodos para silenciar a quienes representaban un
peligro para el status quo político del país.
13 “¿Con qué nombre llamarte, hora turbia en la que somos?”: “Prélude”: Les chants du crépuscule.
14 Entre otros gestos incómodos para los Estados Unidos, Jacobo Arbenz estaba promoviendo una reforma agraria que
perjudicaría los intereses de la todopoderosa United Fruit Company.
IX
15 Anteriormente
16 “Con todas las antorchas del solsticio”: Valéry: “Le cimetière marin”.
17 “Una vez profesor, siempre profesor”.
18 Amador de vidas.
19 Perfectamente y sin respirar.
20 Alguien a quien le gustan los placeres de la vida.
21 Velocidad moderada, cómoda.
22 Enmierdamiento
23 ¡Mierda!
24 El fuego sagrado.
25 Sentencia
26 Rabelais: Gargantua et Pantagruel.
27 Mal preparado
X
Los paseos alrededor del colegio, durante los recreos, eran una práctica
ritual, no solo entre Viviana y yo, sino entre diversos compañeros. Durante la
escuela primaria, los bloques de la mañana estaban divididos por tres recreos.
Las clases comenzaban a las 7:30 de la mañana. Había un recreo breve a las
8:30. Otro un poco más generoso -el que usábamos para la merienda- a las
10:00. El tercero -de nuevo, una pausa breve- a eso de las once. Finalmente,
la jornada matutina se daba por terminada a las 11:30. La mayoría de los
estudiantes iba a almorzar a la casa, pero no pocos lo hacían en el colegio.
Mientras el Franco estuvo en el Paseo Colón, yo siempre fui a almorzar a mi
casa. Nuestros horarios estaban más o menos sincronizados con los de mi
papá, que trabajaba en el Banco de Costa Rica, así que la familia almorzó
junta hasta 1976, cuando el colegio se mudó a Concepción de Tres Ríos. Era
un ritual familiar inamovible, y además grávido de significación.
Almorzábamos con la Radio Universidad de Costa Rica que, justamente,
programaba de 12:00 a 2:00 p. m. su “Concierto del Mediodía”. Entre la
ensalada, el arroz y los frijoles, la carne mechada, y el postre -o en su defecto,
las inmemoriales “Tricopilias”- Beethoven, Tchaikovsky, Brahms, Bach,
Lszt, Schumann, Mozart y todos los grandes se encargaban de hacer de
nuestro almuerzo una pequeña aventura musical. La programación de la
Radio Universidad era, en esa época, sagaz y psicológicamente acertada: no
le infligía a las familias que trataban de tener un buen almuerzo -tanto en lo
nutricional como en lo convivencial-, la crispante música de Boulez, Berio o
Stockhausen, o bien cosas tan pesadas y apabullantes como el Te Deum de
Bruckner (es música por la que siento gran aprecio, pero creo que hay un
momento para ella, y el almuerzo familiar ciertamente no lo es). Tampoco
eran programaciones concesivas: el sentido común las guiaba, eso era todo.
Hoy, la Radio Universidad se ha convertido en feudo de un grupo académico
que la utiliza para su constante autopromoción, y -por otra parte- en una
vulgar tarima política donde los trotskillos, maoillos y fidelillos criollos nos
infligen, un día sí y el otro también, sus cafetinescas prédicas.
Las conversaciones con Viviana en el Liceo eran, a menudo, notables por la
complejidad de los temas y el abordaje siempre sorprendente de Viviana. A
ella debo, por ejemplo, mi primer contacto con el psicoanálisis. En 1975,
cuando ambos teníamos doce años de edad, y cursábamos nuestro primer año
de la secundaria, Viviana hizo para mí las veces de Virgilio, o de baquiana,
en el fascinante tema que tanta relevancia adquiriría para mí durante mi
juventud. Viviana había leído El malestar en la cultura, de Freud, y estaba
bien familiarizada con Jung. De Lacan solo conocía lo que un niño de esa
edad hubiera podido entender: la fase “del espejo”, la constitución del sujeto
a través del lenguaje, el subconsciente expresándose de manera “poética” por
medio de metonimias y metáforas (la condensación y el desplazamiento
respectivamente). Lo que nunca vi a Viviana hacer fue servirse del
subconsciente para la elusión de la responsabilidad (eso que Sartre llama “la
mala voluntad”). Jamás le echó a sus fantasmas subconscientes la culpa de
sus actos conscientes.
Viviana no se quedó prendada toda la vida del psicoanálisis: su
enamoramiento con esta disciplina constituyó apenas un momento de su vida,
pero sucede que, como todos los “momentos” en su vida, lo vivió a plenitud.
Recuerdo que también había leído La interpretación de los sueños, de Freud.
Estas lecturas, sumadas al posterior contacto con los grandes pensadores
franceses, refinaron la que era nuestra actitud básica ante la vida: todo era
jeroglífico, y todo era susceptible de interpretación, de descodificación. De
manera preeminente, los sueños, pero también las instituciones sociales y los
productos de la cultura. Éramos una camada de seres radicalmente
suspicaces, que se negaban a caer en la trampa de las apariencias, de los
discursos oficiales en torno a esto o lo otro.
Fuere como fuere, hubo una época durante la que yo le traía todos los días
mis sueños a Viviana para que ella, la gran hermeneuta, me propusiese sus
exégesis. Según ella, aun las pesadillas formulaban un deseo latente y
subconsciente de mi parte. No creo que Viviana haya prodigado sus servicios
como psicoanalista ad hoc a otros estudiantes: yo era su único “paciente”. Y
era así como, en medio de los remolinos de arena -ya dije que las áreas
“verdes” del colegio habían sido reducidas a eriales, a páramos donde el
viento constantemente levantaba sus pequeños simunes-, salíamos de la clase
a comprar algún caramelo o bebida en la diminuta soda del Liceo, para luego
caminar cavilosamente alrededor de la casona “de los leones”. ¿Qué
comprábamos? Pues las golosinas de la época: “morenitos”, “chiclosos”,
“tapitas”, “Nutella”, “jaleítas”, “guaritos”, “botonetas”, “aritos”,
“salvavidas”, “chicles Adams”, “chocoleche”, “frescoleche”, alguna gaseosa,
“chupa-chups”, “bolis”, “meneítos”, “tortrix”, “malvaviscos”, “corazoncitos”,
“gofio”, “chocoletas”, “cremoletas”, “cremitas”… En su mayoría nulas desde
el punto de vista alimenticio, estas cuchufletas quedaron indisolublemente
ligadas a nuestra infancia: les debemos nuestra obesidad, diabetes y caries
dentales, pero no por ello dejamos de evocarlas con una sonrisa.
A Viviana he de agradecer mis primeros alumbres en el psicoanálisis y en
el marxismo: ¡y era una niña de doce años! Yo intentaba reciprocar su dación
compartiendo con ella todo cuanto sabía de música. Beethoven era figura
recurrente en nuestras conversaciones. En más de una ocasión yo había
presentado pequeñas ponencias en la clase, para hablar sobre el autor de la
Novena Sinfonía, pero me temo que mis disertaciones no tuvieron mayor
efecto sobre mis compañeros. O tal vez sí, un poquito. Es difícil saberlo.
Probablemente yo pasaba por un personaje similar al afanado Schroeder, el
pequeño pianista de “Peanuts”. Ante la clase, Viviana era una estudiante de
verbo fluido y natural. No padecía de inhibiciones para dirigirse a la clase.
Yo tampoco, por cierto. Eso hizo que fuéramos considerados la pareja ideal
para una conferencia à deux. El tema sería Francia -decidió Monsieur André
Vicat, nuestro profesor de francés en cuarto y quinto grado de la primaria-.
Viviana y yo convinimos en reunirnos el sábado por la tarde en mi casa,
libros en mano, para preparar la ponencia. Le di a Viviana la dirección de la
que había sido mi morada desde que tenía tres años de edad, en San Francisco
de Dos Ríos. Pero sucedió algo curioso: asumí que no llegaría. No la tomé en
serio. ¿Una compañera que llegase a mi casa? Jamás había sucedido. Además
-recordemos- yo era un niño que apenas socializaba, que por serias razones
de salud vivía recluso en sus predios, sin derecho siquiera a ir más allá de los
portones del jardín. No tenía amigos en el barrio, y todo lo que estaba allende
los batientes era por mí percibido como algo vagamente amenazante, como
una terra incognita peligrosa y prohibida. La “zona perusta” de que hablaba
Aristóteles, esa franja ecuatoriana en la que el calor sería tan violento, que
derretiría la brea de los barcos: eran latitudes peligrosas y apenas
imaginables.
Para mi estupor -más aun, mi terror- Viviana llegó a mi casa. Sus papás la
llevaron en carro, y la dejaron justo en mi puerta. Sonó el timbre, me asomé a
la ventana, y ahí estaba mi amiga. Vestía una blusa roja y unos shorts azules.
Entré en pánico. No quería recibirla. No logro determinar de qué estrato de
mi ser provenía la crisis de miedo. Corría por los cuartos, preguntándole a
mis padres si sería una buena idea pretenderme ausente o enfermo, y enviarla
de vuelta a su casa. Para mí, había algo escandalizante, inadmisible, en el
hecho de que aquella niña en shorts azules se dejara venir hasta mi casa.
¿Creería mi padre que era una novia? ¿Me haría objeto de irónicas cantaletas,
de sonsonetes y oblicuas alusiones tan pronto ella se fuere? La menos grave
sería, a buen seguro, el clásico “tiene novia, tiene novia”, o acaso “le gusta, le
gusta”. No sé por qué, le tenía horror a esos cánticos y chascarrillos. Y heme
ahora sorprendido en pleno predicamento: Viviana había tomado al pie de la
letra mi invitación, y ahora estaba al otro lado de la puerta. Si bien recuerdo,
fue mi madre la que terminó recibiéndola y haciéndola pasar adelante.
Viviana se sentó en la sala. Yo emergí de mi cuarto algunos minutos después,
lívido, trémulo, como un vampiro arrancado en pleno día a su profundo
sueño. Fue -por lo menos al principio- una experiencia muy incómoda para
mí. No para Viviana: ella actuaba con absoluta espontaneidad y sin la menor
inhibición. Yo veía sus piernitas blancas y carnosas que los shorts ocultaban -
a mi parecer- insuficientemente, y me perturbaba. No recuerdo haberla
deseado: era el mero hecho de tener aquellas piernas tan cerca de mí, lo que
me hacía experimentar la coyuntura como una experiencia esencialmente
sexual y, por consiguiente, prohibidísima. Sí, mi conturbación fue inmensa.
No es cosa que me guste revivir y referir, pero así fue.
Supongo que después de algunos minutos debo de haber superado mi
estupor inicial. Terminamos por enfrascarnos en la preparación de nuestra
conferencia. Sería solemnemente impartida el lunes, a las diez de la mañana.
La ponencia fue un desastre, y ello por culpa mía. Embriagado con la lectura
de Julio Verne como lo estaba desde hacía varios meses, no quise hablar
sobre otra cosa que el gran novelista francés y, en su defecto, del túnel del
Mont Blanc, obra de ingeniería que me fascinaba, y que se inscribía sin
problemas en el hiperbólico registro imaginario del célebre escritor. Así que
el lunes “oficiamos” nuestra conferencia. Fue desordenada y décousue: yo me
perdí por los andurriales de Julio Verne y del túnel del Mont Blanc, mientras
Viviana se esforzaba desesperadamente por retrotraer la conferencia a su
tema “oficial”: Francia, sus límites geográficos, su extensión, su población,
su clima, sus principales ríos, sus más altas montañas, su agricultura, su
industria, algo de su historia. Entretanto, yo forcejeaba a cada momento por
torcer el discurso hacia Julio Verne y el túnel… fue una catástrofe. Monsieur
Vicat no nos juzgó con severidad -la conferencia había sido idea nuestra, no
una imposición del colegio-. Fue afable, interviniendo a cada momento para
que nuestra ponencia no terminase de desintegrarse temáticamente de manera
irreparable. Fuimos aplaudidos.
Pese al flop, Viviana y yo volvimos a participar en varias conferencias
juntos. Ambos nos desenvolvíamos bien ante la clase, y no teníamos
problema como comunicadores: tanto ella como yo sabíamos encarnar el rol
de profesores cuando la situación lo demandaba. Disfrutábamos haciéndolo.
Viviana siempre fue más estructurada que yo. En una conferencia, yo era
literalmente incapaz de hablar sobre nada que no me apasionara. Ella era más
disciplinada, más multi-discursiva, y sin duda menos autocomplaciente.
Lo que sigue, al día de hoy, consternándome, fue mi reacción cuando
Viviana llegó a la casa. Mi mamá me dijo, después de la reunión, que yo “no
sabía dónde meterme y corría por toda la casa horrorizado”. Recuerdo la
angustia que de mí se apoderó tan pronto vi a Viviana tocando el timbre de
mi casa… y ello pese a que yo la había invitado. Tenía yo diez años de edad.
Jamás había tenido en mi casa a una compañera de la escuela. ¿Amigos? Sí,
esos sí habían venido a visitarme, y correlativamente, yo los había visitado en
sus casas (y que no se crea que esto tampoco era frecuente). Pero una mujer -
más aun, una mujer que me descubría mucho más de su cuerpo que lo que el
uniforme escolar me había permitido hasta entonces sospechar- me hizo el
efecto de un cuerpo celeste que hubiese entrado en mi atmósfera y se
aprestase a colisionar con mi planeta. Fue terrible, simplemente terrible. Sentí
que aquello iba a ser tomado por mi padre como material para infligirme por
los próximos diez años su acostumbrado “le gusta, le gusta, le gusta”
(canturreado con un intervalo de tercera menor descendente, exactamente el
mismo gesto melódico que se usa para el “ñaca-ñaca”, o el “lero, lero, calzón
de cuero”, y que Músorgski reproduce para evocar una algarabía de niños
juguetones en “Les tuileries”, de sus Cuadros de una exposición). Cuarenta y
tres años han pasado desde la efeméride, y aun la evoco con malaise y
consternación. Recuerdo que, para la época de la desafortunada conferencia,
yo ya había ido a fiestas de la clase, y había socializado con algunos
compañeros. Pero la visita de Viviana era algo radicalmente diferente: no era
un grupo de amigos o amigas: era, de manera muy concreta y puntual, una
muchacha -en shorts que se me antojaron bastante más cortos de la cuenta-
que me sitiaba en mi propia madriguera: no, no, no, era más, mucho más de
lo que mis enzimas sociales podían digerir a la sazón.
Viviana tuvo una infancia socialmente saludable, nunca careció de amigas y
amigos: en cierto modo, era una social butterfly. Yo, en cambio, estaba cerca
de ser un inadaptado, una criatura disfuncional en sociedad. En quinto año de
la secundaria, la jovial Viviana se transformó en una persona más reservada,
más grávida de misterio. Por supuesto que todavía reía, bailaba y se divertía
con sus amigos, pero ya era evidente que un hondo estrato de su ser se había
decantado, y muy pocos eran los que tenían acceso a él. En medio de las más
fragorosas carcajadas, era capaz de modular, y asumir un tono
inquietantemente serio. Algo había coagulado en su ser íntimo, algo había por
fin asumido forma definitiva. Atrás había quedado la chiquilla que
improvisaba sus disertaciones sobre los más encumbrados temas, mientras
dábamos vueltas a la “Casa de los Leones”. Cuando hablaba en serio, era
aterradoramente seria.
Los seres humanos comenzamos por tener ideales. Una vez racionalizados,
se convierten en convicciones. En el mejor de los casos, se traducirán en
militancias. Tan pronto comienza el proceso de deflación, pasan a ser
“modestas” opiniones. Un paso más, y ya son puros sentires. Al rato, nos
atrevemos a lo sumo a ofrecer un consejo -las más de las veces, no
solicitado-. Y un buen día, de manera inexplicable, nos descubrimos
transformados en una enorme colección de desencantos. En la última fase del
proceso, nos acogemos al mutismo. Viviana había llegado a la fase de las
militancias: ya nunca saldría de ella.
XIII
Se llamaba Eladio. ¿Su edad? Setenta y dos años, para no tratarlo muy mal.
En aquella época, un hombre con más de siete décadas era, rigurosamente, un
anciano. Persona sencilla, que leía y escribía con dificultad. Tenía una esposa
llamada Tola. Con frecuencia se refería a ella. Eladio era el “chapiador” en
casa de Viviana. ¿El jardinero? Sí quieren decirle así, yo no tengo nada que
objetar. Pero recordemos que la noción de “jardinero” designaba a artistas
como André Le Nôtre, hortelano y floricultor de Luis XIV, responsable de
los palaciegos jardines de Versalles, Vaux-le-Vicomte y Chantilly. Era más
un arquitecto de los diseños florales, los terraplenes, los grottos, las zonas
verdes, que un jardinero, tal como nosotros lo concebimos. En Costa Rica,
hasta hace poco, lo único que había eran “chapiadores”, y su utensilio no era
otro que el machete. Cortaban el césped, hacían las orillas (de ahí que
también se les llamase “orilleros”, con un matiz despectivo; en los cafetales,
aporcaban el espacio entre la última hera y la cerca de madera, tenían un
rango superior a los “paleros”, que trabajaban en la parte interna del cafetal),
arrancaban la mala hierba, tenían las espaldas gibadas por el trabajo, los
rostros curtidos, y los brazos recios y sarmentosos, con venas descomunales
como altorrelieves en una escultura de piedra. Todas las casas burguesas de la
época tenían su jardinero. Generalmente era bien conocido en el barrio -aun
cuando viviese en lugar remoto-, se le daba regalo de Navidad, a veces se le
encomendaban mandados, y terminaba por ser como parte de la familia.
Así que Eladio y sus manos rugosas, Eladio y su joroba, Eladio que ya se
inclinaba sobre la tierra como un buey con sed (Victor Hugo), Eladio el del
chonete, Eladio el que chapiaba el pequeño jardín externo y el amplio patio
de la casa de Viviana. Al pobre se le hacían ampollas en los pies. No usaba
medias. Sus piernas se hundían en las botas que constituían parte de la
indumentaria de todo chapiador. En mi casa también tuvimos empleados de
estas características: en Hatillo fue don Marcial, en San Francisco de Dos
Ríos, Carlos. Al primero le faltaba un ojo. Murió en una chocilla que tenía
por los bajos del río María Aguilar. El segundo se volvió loco, después de
consumir drogas durante décadas.
El jardín externo de la casa de Viviana era apenas una parcelita en declive,
una de esas islitas verdes que resultan inevitablemente de las fachadas
construidas en alto, sobre las cuestas, cuando son muy cercanas a la acera. El
patio, en cambio, era espléndido, con árboles de cas, naranjeros, incontables
flores, un garaje y una terraza techada donde los amigos solíamos reunirnos
para hacer juntos las tareas escolares. Jamás vi a don Eladio. Era, según me
dice Vilma, un buen chapiador. Viviana tenía la costumbre de aliviar el dolor
de sus ampollas, lavándolas y tratándolas con crema. El viejo se dejaba
mimar: a fin de cuentas, ¿por qué no aceptar la caridad -percibida como
afecto- de una niña, de una muchacha a quien le preocupaban sus ampollas,
su dolor físico? Tenía que ser inmenso: la piel ulcerada estaba en contacto
permanente con el áspero cuero de las botas. Tola hacía sin duda lo que
podía, pero las vejigas se reabrían tan pronto comenzaba a trabajar, y el no
usar medias probablemente contribuía a irritarlas. Y es que, además, Tola
estaba ya casi ciega: no era mucho lo que podía hacer por su esposo.
Eladio era un buen hombre. Viviana lo llamaba “el abuelo”. La palabra
soslayaba el hecho de que su vínculo con la familia era puramente laboral y,
en cierto modo, lo integraba al ámbito doméstico. Con seguridad, el viejo
habrá apreciado el apodo. Una tarde del año 1980, Viviana no pudo ocuparse
del “abuelo”: tenía algún compromiso académico en la universidad que debía
atender. Le pidió a su mamá que lavara los pies y curara las ampollas de
Eladio. Vilma sintió repulsión: “pero Vivi, es un hombre que no usa medias,
la piel, el cuero, las botas Colibrí… sus pies deben oler mal”. Y en efecto,
Vilma no se equivocaba. Lo que su hija pedía era, en realidad, un acto de
caridad apenas digno de la Madre Teresa de Calcuta. Y Vilma terminó
cediendo al ruego de Viviana: ese día, don Eladio se fue de la casa, después
de chapiar sus predios, con las ampollas aliviadas. Igual, siguió llegando a
machetear las zonas verdes de la residencia, y Viviana volvió a ocuparse de
sus heridas.
Alguna vez vio al jardinero de mi casa -que en mucho se parecía al
proverbial don Eladio-, y me dijo: “Es indignante, que usés a una persona tan
vieja para hacerte el jardín: ¿vos crees que a esa edad un hombre trabaja por
placer?” -me reprochó-. “Ni a esa ni a ninguna” -bromeé yo-. Pero el golpe
había sido asestado. Recuerdo el hecho como un gesto en todo punto
característico de ella. “Este hombre no tiene otra cosa que vender que su
fuerza de trabajo… a los setenta y pico años de edad. Y por ello recibe un
salario ínfimo. Y aun resta por señalar la diferencia que hay entre salario
nominal (la cantidad de dinero que recibe) y salario real (los bienes y
beneficios que puede derivar de esa suma). Resulta que “el abuelo” no está
asegurado, no gana anualidades, no tiene regalías, no recibe premios o bonos
de ningún tipo, carece de pensión, jubilación, fondo de amortizaciones, no es
nada, nada sin sus músculos, que a los setenta años comienzan a flaquear.
Una sociedad que remunera tan mal a quien vende su fuerza de trabajo, y
recompensa tan generosamente a personas que no conocen el sudor, las gibas
o las ampollas, es una sociedad enferma. Enferma, sí, de injusticia”. Esa era
Viviana.
Copio, a continuación, un textito escrito por Viviana en 1971, cuando
estábamos en tercer grado de la primaria: ¡tenía ocho años de edad! Se lo
inspiró la imagen de todos los jardineros que en su vida había visto.
En el mundo entero hay personas pobres, malas, ricas, buenas. Algunas
personas tienen defectos, como por ejemplo, son egoístas o hipócritas. Esas
personas por lo general tienen un bajo nivel de educación. En Costa Rica
hay mucha gente ignorante. Eso es por la pobreza que hay en nuestro país.
Yo creo que darles casas a las personas de bajo nivel educativo es una
tontería. Primeramente hay que enseñarlos a no destruir las cosas y a
trabajar para vivir y mantener a sus familias. Las personas de alto nivel no
necesitan estas instrucciones, ni quieren ayudar a quienes viven en casitas
pobres o tugurios. Hay familias de bajo nivel que no desean tener cultura,
sino prefieren seguir chapeando en el zacatal, donde sus salarios son muy
bajos. Por ejemplo, reciben cuarenta colones por cortar una cuadra. Por
chapiar cuatro cuadras les pagan veinte colones, así que las personas que no
quieren ser ayudadas por gente de nivel medio, siguen recibiendo esos
indecentes salarios. Hay personas buenas, como las que emplean a un
trabajador de más bajo nivel que ellas, y por chapiar seis cuadras les pagan
cuatrocientos colones. Ese salario sí es bueno, pero eso no importa, porque
con el dinero se van a ir a beber guaro en la cantina, y después ¿qué pasa?,
pues que los policías los meten a la cárcel, y la familia que se muere de
hambre, de frío, de enfermedades. Lo que pasa es que en Costa Rica no hay
cultura que los ayude a mantenerse.
Esta pequeña reflexión infantil puede hacernos pensar en Rousseau: en ella
está ya bien identificada la “solidaridad” que cabe establecer entre
ignorancia, pobreza, explotación, vicio y miseria ética (egoísmo e
hipocresía). Es una fantásticamente intuitiva percepción, donde la niña
reconoce la implosión de diversos antivalores. Por un lado puede evocarnos a
Platón (el mal se origina siempre en la ignorancia), y al Rousseau que
sostenía que la democracia, sin cultura, servía de muy poco: los ciudadanos
no sabrán por quién votar, y terminarán dándole el poder a sus mismísimos
verdugos. El sufragio -una mera mecánica electoral, un apráctica loable-,
pero debe ir acompañado de altos niveles de educación.
Y aquí llegamos a un rasgo definitorio de la personalidad de Viviana. Me
refiero a su hipersensibilidad ante la injusticia social. Viviana no podía
tolerarla, simplemente, no tenía enzimas espirituales para digerirla. Así como
hay gente dotada de una sensibilidad privilegiada para las artes, la religión, la
naturaleza o la historia, hay personas -Viviana me enseñó que tal cosa era
posible- que poseen una sensibilidad agudísima ante la injusticia social. Les
duele como podría doler una úlcera, un tumor, un nervio expuesto. En este
aspecto, Viviana era una écorchée vivante. La miseria, la explotación del
hombre por el hombre, la injusticia social la hacían sangrar espiritualmente.
Era una herida reabierta día tras día. Pronto Viviana vio que esta herida no
sanaría con palabras: había que actuar. Todo cuanto no fuese la acción
militante y comprometida sería mera autocomplacencia. Los discursos, los
ensayos, los libelos, los manifiestos… era indecente, antiético, limitarse a
jugar con las palabras: solo un cínico o un oportunista político se contentaría
con ello. Viviana comenzó a ver las cosas desde una perspectiva práctica y
proactiva. Un salto peligroso, qué duda cabe, cuando no es ejecutado con
prudencia. No hablo de prudencia-para-no-hacer, sino de prudencia-para-
hacer. La prudencia: esa virtud discreta, olvidada, previsora, anticipadora y
self-erasing. La virtud que es condición de posibilidad de cualquier otra
virtud. La phronesis de los griegos, la sabiduría práctica. Como bien dice
André Comte-Sponville: “La virtud no es ni miedo ni cobardía. Sin la
valentía, no sería más que pusilanimidad, así como la valentía, sin la
prudencia, sería temeridad y locura”. Viviana comete el error de vincularse a
una organización radical, en ese punto articular de su vida en el que pasa de
la ética “de la convicción”, a una ética “de la responsabilidad” (Weber). La
segunda no se sostenía ya con meras palabras. Aun más: la palabra
comenzaba a tornarse indecente, desde el momento en que no era un
detonante de la acción. Atrás había quedado la época en que bastaba con
gargarizarse con uno que otro eslogan para considerar que la lucha estaba
siendo librada. Ahora la única ética concebible era la ética de la acción.
Viviana vivió este punto de ruptura con dolor, y reaccionó con integridad y
valentía: era preciso actuar. Por honrar los principios se puede sacrificar a los
individuos (tal el caso de los fundamentalismos religiosos de todo orden). Y
por coherencia con las intenciones se pueden desestimar las consecuencias.
Tal es, precisamente, la definición de la imprudencia.
Formada, como ya señalé, en la fe católica, Viviana comenzó a
experimentar el discurso religioso como una mera concatenación de palabras,
es decir, de vacíos. Ritos, dogmas, ceremonias, forma pura desprovista de
contenido. Nunca me dijo que fuese atea. Aun más, tengo la certeza de que
hasta el final de sus días, mientras esperaba su muerte en un calabozo de dos
por dos metros y medio de superficie, Viviana supo que había un dios. Con
seguridad lo invocó, lo interpeló, y es posible que haya escuchado su
respuesta. Pero ese dios no estaba -tal parecía- haciendo bien su trabajo.
Había que “ayudarlo”. Una suspicacia que comenzó a roer a Viviana fue el
dolor de los niños, de los inocentes. “Comprendo que un adulto sufra: él tiene
herramientas para hacerle frente a su dolor. Pero, ¿un pobre niño que padece
de un tumor maligno, de espina bífida, de leucemia terminal? ¿Por qué
enviarle semejante flagelo a una criatura que carece de armas espirituales
para defenderse de él?” Diez, cien, mil veces oyó Vilma este reproche. Es
muy difícil responder a él, sin perderse por los andurriales de la teología.
Urge comprender que estos eran los cuestionamientos de una persona, como
ya he dicho, afecta de hiperestesia ante la injusticia social. Empleo el término
“hiperestesia” en su más clínico sentido. Cito un par de frases del cuento “La
Caída de la Casa Usher”, de Edgar Allan Poe. Viviana y yo volvíamos una y
otra vez a este relato. Ella sabía que era una de las narraciones que más honda
huella habían dejado en mí. Lo que quizás entonces no entendíamos -no, por
lo menos, de manera consciente-, era que tanto ella como yo
representábamos, en cierto modo, avatares del protagonista, Roderick Usher.
Dice Poe de su personaje: Padecía gravemente de una acuidad mórbida de
los sentidos; apenas soportaba los alimentos más insípidos; no podía vestir
sino ropas de cierta textura; los perfumes torturaban sus ojos, y solo pocos
sonidos peculiares, y estos de instrumentos de cuerda, no le inspiraban
horror. Por supuesto que Viviana no condecía de la gótica, bizarra,
hipocondríaca hiperestesia de Roderick Usher. Pero el personaje poeiano nos
permite sin duda formarnos una idea del infierno que significaría una
hipersensibilidad de este tipo cuando su objeto referencial es la injusticia
social: imposible volver a ver en cualquier dirección, sin que una u otra cosa
escociera las fibras más íntimas de su ser. ¿Una patología, una monomanía,
una fijación, una morbidez? No quiero entrar en esa discusión: la línea
demarcatoria entre lucidez y locura es demasiado tenue como para especular
sobre lo que en nosotros es sano, y lo que es enfermizo.
La evidencia del mal -especialmente cuando genera dolor en los inocentes-
es, como todos sabemos, uno de los argumentos más poderosos de quienes
niegan a Dios. En algún momento de mi vida escribí una serie de reflexiones,
más o menos inconexas, décousues, que encapsulaban mi sentir en torno a
este tema. Es porque sospecho que Viviana debe de haber transitado estos
páramos del alma, que a continuación las transcribo. Son blasfematorias y
violentas, amén de contradictorias. No es cosa que me preocupe: a fin de
cuentas, también la blasfemia es una forma de oración. No la proferiríamos si
no nos supiésemos escuchados.
Padre Silencio. Padre Ausente. Padre Innominado. Padre Escondido.
Padre Ciego. Padre Sordo. Padre sin Rostro. Padre sin Voz. Padre
Incognoscible. Padre Inconcebible. Padre Críptico. Padre que no habla mi
lengua. Padre Eterno, cuando yo soy finito. Padre omnisciente, cuando yo
todo lo ignoro. Padre omnipotente, cuando yo apenas soy capaz de
orientarme en mi propia casa. Padre Fantasma. ¿Creer en ti? Mediante una
violenta torsión espiritual quizás (y aun ello me parece harto dudoso).
¿Amarte? Imposible.
Afortunadamente Dios no existe. De existir, sería un miserable: basta mirar
en derredor.
Asómense al mundo: quien le atribuya a Dios la autoría de este burdel-
manicomio-presidio estaría cometiendo la más negra de las blasfemias.
No puedo conversar con Dios. El nuestro es un problema de diglosia: no
hablamos la misma lengua.
¿El verso de mi vida? “Dios está ausente del altar en que me sacrifican”,
de Gérard de Nerval.
Dios no es perverso. Sucede, simplemente, que es ciego y sordomudo.
Soy hijo de un Dios legislativo, iracundo, punitivo y riguroso. ¿Por qué
esperar de mí más de lo que él representa? ¿Puede un hijo corregir a su
padre? ¿No sería esta la última de las apostasías, la más imperdonable de
las irreverencias?
Lo que más me preocupa no es que Dios no me hable. Es que, de hacerlo,
no sea yo capaz de entenderlo.
No soy ateo. Creo en un dios del mal. Credo in unum Deum, patrem
omnipotentem et malum. No me inspira otra cosa que odio y resentimiento.
Tal y como si se tratara de un dios de amor, tengo fe en él. Fe profunda. No
quiere nuestra destrucción, que con ello se privaría de su mayor deleite: lo
que anhela es nuestro tormento, nuestro dolor indecible, nuestra angustia,
nuestras infamias. Vive para ellas. Es omnipotente, omnisciente,
omnipresente. Su sadismo es infinito: atributo de todo dios que se respete. Es
sorprendente que la gente vea en derredor sin percatarse de esta realidad.
¿Por qué habrían de prevalecer el amor, la luz y la bondad sobre el odio, las
tinieblas y la perversidad? No veo ninguna, absolutamente ninguna
necesidad lógica para que esto sea así. Antes bien, la evidencia apunta a lo
contrario. Pero aunque no apuntara en esa dirección (verificación empírica),
no diviso razón alguna para que el bien y el amor estén por encima del mal y
del odio. ¿Por qué? ¿Lo dice quién? ¿Dios? Esa es la falacia conocida como
“petición de principio” (petitio principii): asumir una premisa (Dios es
amor) como conclusión. En realidad, la proposición “Dios es amor” es,
justamente, lo que está por demostrarse, no lo que fundamenta el
razonamiento. Falsa lógica. Sofistería. La preeminencia de la luz y el amor
sobre la oscuridad y el mal es una construcción cultural asentada en el
subconsciente colectivo de la humanidad. Lo es a tal punto que ya nadie lo
discute. Se da por una verdad cósmica, filosófica, teleológica, antropológica.
El basamento de toda religión. Algunos pueblos tuvieron la intuición de que
esto no era necesariamente así: para los griegos, los dioses eran iracundos,
sádicos, torturadores, incestuosos, caníbales: sometían a sus personajes
míticos a inimaginables tormentos (Prometeo amarrado a un peñasco,
mientras una arpía viene a cebarse en sus vísceras; Hera asesinando a las
amantes de Zeus y sus hijos; Saturno devorando a sus vástagos). No eran
dioses del bien. Los griegos lo supieron. La tradición judeocristiana -por lo
menos la de la Nueva Alianza, no así el Dios vengativo e irascible del
Antiguo Testamento- vino a transformarlo en un señor todo justicia, amor,
perdón, sapiencia: el gran libertador de los hombres: libres aun para
negarlo y escarnecerlo. Pero resulta que yo no creo en un dios de tales
características. Nada me gustaría más que poder hacerlo. Escribir cosas
hermosas, como las Florecillas de San Francisco de Asís, las Confesiones de
San Agustín, los Pensamientos de Pascal, o las reflexiones de Claudel,
Péguy, Maritain, Chesterton, Marcel… Ojalá pudiera hacerlo. Atraería más
lectores, halagaría a las almas piadosas, no me haría calificar de “oveja
extraviada”, “hijo pródigo”, “alma necesitada de conversión”. No creo en
el Diablo: es una figura de guiñol. Por malo que sea, conviene recordar que
fue alguna vez ángel, y algo conservará siempre de su original bondad (“Ȏ
Satán, prends pitié de ma longue misère!”) El Satán de Baudelaire es el Dios
de la cristiandad travestido, disfrazado: en el fondo, un bonachón. No: yo
creo en un dios inherentemente, especializadamente malo. Lo maldigo y
condeno: a él y a todo su excremental universo. De nuevo: no entiendo cómo
nadie lo pueda alabar ante todo el mal que nos ha hecho: despiadado, cruel,
infame, miserable. No blasfemo, porque no hablo de un dios del bien. Estoy,
por lo tanto, libre del único pecado imperdonable: la afrenta al Espíritu
Santo. Solo observo, y observo, y observo, y no encuentro absolutamente
ninguna razón -salvo la de orden mítico (wishful thinking) y culturalmente
sedimentado- para creer en un dios del bien antes que en uno del mal. El
horror de su obra escapa a toda humana comprensión: nos hace ver a los
hombres como simples aficionados de la tortura. El dolor del mundo es
inmensurable. Cada pueblo, cada familia, cada individuo, cada mísero
animal… Enfermedad, inanición, soledad, masacres, muertes lentas y
atroces, cuerpos cortados en pedacitos por navajas. Toda la gran música del
mundo -no hablo de la porquería que hoy en día se hace pasar por tal- es
triste: ella sabe, lo sabe todo, y mejor que nosotros: es un gran lamento por
la humana condición. Quizás la situación con otras artes sea diferente, pero
lo propio de la música -a pesar de sus ritmos o de sus tempi a veces
exultantes- es expresar la melancolía. ¿Y de dónde creen ustedes que esta
procede? Es que, en el fondo, conocemos las cadenas a las que estamos
engrilletados, y la música no miente. Tal vez es a lo único que podemos
creerle. Es la manifestación -hermosísima, quién lo niega- de un ser
esencialmente infeliz, atormentado, estrangulado sin escapatoria en las
garras de un dios del mal. Y, a su vez, un patético, desesperanzado intento de
liberación. Inútil. Fuimos creados para solaz del Monstruo. ¿Qué nos tendrá
reservado para después de nuestra muerte? Porque no creo que nos deje
descansar en paz: sería incongruente con su proyecto de eterno sufrimiento.
No. Hay que esperar lo peor. De nada sirve quitarse la vida. Hubiera sido
una bendición no haber jamás sido. Los seres no son arrancados a la nada si
no es para caer en cautiverio y someterse a la tortura y los trabajos forzados.
El verdadero paraíso -ese del que fuimos expulsados- era la nada. No existir,
no existir… ¡Qué pena, ser arrojados contra nuestra voluntad a la esfera del
Ser! ¡Qué nostalgia profunda de la única pureza concebible: la pureza del no
ser! “Qu´est-ce que Dieu fait donc de ce flot d´anathèmes qui monte tous les
jours vers ses chers Séraphins? Comme un tyran gorgé de viande et de vins,
il s´endort au doux bruit de nos affreux blasphèmes. Les sanglots des martyrs
et des suppliciés sont une symphonie enivrante sans doute, puisque, malgré le
sang que leur volonté coûte, les cieux ne s´en sont point rassasiés!”29
Comprendo el sentir del poeta. ¿No lo hemos pensado, en uno u otro
momento de nuestras vidas, todos los seres humanos? Sí, sí, conozco la bella
doctrina de la “exinanición” de Simone Weil, el portentoso edificio
conceptual que erige para explicar la omnipresencia del mal en un mundo
creado por un Dios de amor. Aun cuando reconozco su mérito como
razonamiento, y su sinceridad en tanto que testimonio de fe, me resulta
imposible aceptarla. Mi gesto no es análogo al del San Pedro de Baudelaire:
yo no reniego de Jesús. Lo identifico, acepto y constato: pero en tanto que
dios del mal. La prevalencia de la luz sobre las tinieblas (la gran sinfonía
romántica que comienza en modo menor, atraviesa toda suerte de peripecias,
y concluye modulando apoteósicamente al modo mayor) me hace el efecto de
una enorme construcción mítica. Por poco, un manierismo estilístico, y una
fórmula retórica. No dudo ni por un momento de su eficacia estética (es un
procedimiento que encontramos en Beethoven, Schumann, Liszt, Brahms,
Tchaikovsky, Bruckner, Franck, Mahler, Rachmaninoff, Sibelius y
Schostakovitch, entre muchos otros), pero la cosmovisión en él implícita no
encuentra en mí eco alguno. Con ello divorcio d´emblée lo bello de lo
verdadero. No hay teodicea posible: el viaje hacia Dios es un viaje hacia
nosotros mismos. Él está con nosotros, en nosotros, habla desde nosotros,
nos habita, nos constituye. Pero urge entender esto: ese dios es un ser
insondablemente perverso. El mal absoluto, imperfectible. Somos Satán.
Orar es hablar con nosotros mismos.
¿El diseño inteligente? ¿El “Plan Infinito”? ¿La perfección de la creación
divina? Veamos con cuidado a nuestro alrededor: las mutaciones genéticas,
las aberraciones biológicas, los síndromes y trastornos de toda suerte, las
jorobas, las espinas bífidas, los enanos, los gigantes, los macrocéfalos, los
siameses, los hemofílicos, los epilépticos, la espantosa fauna de los seres
afectos por dolencias psíquicas… ¡mucho menos que perfecto, el “diseño
inteligente”! Tal vez ya va siendo tiempo de que Dios comience a depurar
seriamente su oficio, ello es, a menos de que estemos en manos de un
amateur con buenas intenciones.
Dios y el Diablo juegan al ajedrez con los hombres. Nosotros no tenemos
más autonomía ontológica ni auto-determinación que las piecitas del tablero.
Somos trebejos. Estamos para ser intercambiados, sacrificados, utilizados.
Sobre los sesenta y cuatro escaques ejecutamos nuestros patéticos saltitos…
Sin advertir las dos colosales, monstruosas e igualmente perversas manos
que nos hacen bailar. El ser humano es una apuesta pactada por dos
rufianes de cósmicas dimensiones.
In fine, mi pregunta fundamental sigue siendo la misma: ¿es Dios perverso,
tonto, o simplemente sordo y ciego? Quizás la respuesta sea más amarga: la
criatura humana lo tiene perfectamente sin cuidado. No dudo que sepa lo que
hace con nosotros, lo que sostengo es: he does not give a shit about it. Peor
que perverso, tonto, sordo o ciego, Dios es, sencillamente, indiferente.
Quien acepta la perfección del plan infinito, la sabiduría absoluta de Dios,
la naturaleza “ontológicamente necesaria y éticamente neutra” (Spinoza) de
todo cuanto sucede (un genocidio como la picadura de un mosquito), pierde
el derecho a protestar, cuestionar, objetar nada que se inscriba dentro de la
gran arquitectura de la Creación. Todo lo que no sea conformismo y amor
fati, toda forma de no-aceptación, de revisionismo o reformismo será tan
blasfematorio como la peor de las herejías. No habría más que una actitud
verdaderamente pía: el quietismo, y la cauterización definitiva de todo
espíritu crítico.
Y, en una época posterior de mi vida, me di una respuesta. Al día de hoy
sigue siendo apenas provisional. La copio a continuación.
Entre el creador y su creación, entre la idea matriz y su concreción
material hay siempre una cantidad de energía que se disipa, un coeficiente
de imperfección, la distancia que separa -y distingue, pues de lo contrario
serían indiscernibles- al autor de su obra, al plan de su cristalización, al
sueño de su encarnación. Este inevitable intersticio es, justamente, eso que
llamamos “el mal”. El espacio donde se filtra la imperfección, toda vez que
Dios, en tanto que gestor de su creación, no puede ser ella. El mal no es la
ausencia de Dios: es la consecuencia de esa energía disipada que, entre la
concepción original de la Novena Sinfonía y su concreción, permitió que se
estrujase lo que conocemos como “imperfección”, por pequeña que esta sea.
La concreción material no será nunca superior a la idea que la generara: de
hecho, representa una degradación inexorable de ella. El producto podrá ser
sublime, pero en todo caso será menos que la visión que lo precedió. Esto es
también cierto de la Creación. El mal -tal cual es percibido por los seres
humanos- no es otra cosa que este quantum de imperfección: “la part des
anges”, lo que se evaporó, lo que no cuajó, lo que evanesció al pasar de la
potencia al acto (Aristóteles). Si Deus est, unde malum? Pues justamente en
el hecho de que Dios no es su creación, y que siendo imperfectible, no podía
sino disminuir en su obra. En el “Teeteto”, Platón nos habla del Todo
anterior a las partes, y del Todo compuesto de partes. El primero
correspondería a Dios, y solo puede ser perfecto: es concepción pura. El
segundo es la creación, es la concreción del concepto, y es al nivel de las
partes, que se degrada la idea original, y el mal -en tanto que imperfección-
encuentra el resquicio para infiltrarse en el universo. Si todo poema es una
degradación de la poesía, si toda obra revela una disipación de la energía
que constituyó su élan inicial, si la creación es siempre menos que la idea
original tal cual la concibiera el creador, está claro que Jesús es una
degradación del Padre y, a fortiori, del Espíritu Santo. La Palabra
Encarnada no puede sino ser menos que la Palabra. Un dios-hombre habrá
sido frágil, vulnerable, mortal, y sobre todo, históricamente condicionado
(hablaba arameo, ignoraba la existencia de América y no conocía la teoría
de la relatividad). El hijo salvador, el hijo redentor, el hijo encarnado
arrastrará todas las debilidades y putrescencias de la carne. Un Dios
anonadado y despojado (kénosis), un dios degradado en su mostración
“humana, demasiado humana” (Nietzsche). Jesús, Cristo, el Mesías
representa una especie de torpe gestión pedagógica de Dios, su manera de
hacerse entender por un rebaño de ignorantes desprovistos de toda
capacidad de abstracción. Hoy en día hubiera usado las estrategias
pedagógicas del psico-drama, las marionetas, o el power point, a fin de
transmitirnos su mensaje. Filipenses observa: “A pesar de su condición
divina, Cristo no retuvo ávidamente su ser igual a Dios; al contrario, se
despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de
tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta
someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz”. Jesús es una
“vulgata” de Dios, una “versión light”, “fast food”, “user friendly” -
tangible, tremendista, truculenta, en tecnicolor, groseramente didáctica- de
su Padre. Acaso tuviese razón Nietzsche, al decir que el cristianismo era el
platonismo de los pobres. No tengo inconveniente en admitir que esta
degradación sea, esencialmente, un acto de amor y dación supremos. Lo que
constato es que: 1- a los cretinos hay que hablarles siempre “en fácil”, 2-
hay una parte (¿la “parte de los ángeles”?) que inexorablemente se disipa,
en el momento mismo en que la idea, la concepción del creador, se
corporeiza y asume forma concreta. Jesús sólo podía ser menos que su
Padre. Los hombres, hijos adoptivos -¡no naturales!- de Dios, solo podemos
ser menos que Jesús. Y habrá miserables que, por analogía, y siguiendo esta
dialéctica descendente, sean degradaciones de eso que llamamos “hombre”.
La Viviana que se enlista en una organización radical y derrapa hacia la
tragedia que todos conocemos, estaba probablemente atorada en la primera
parte de las reflexiones que he transcrito, con el agravante de que la palabra
había perdido para ella su aura épica, su prestigio y autoridad. Ante el hecho
palmario del dolor de los inocentes, la palabra era un pasatiempo bueno
apenas para los cínicos, y quizás algo aun peor: una taimada forma de la
contrarevolución. La mejor manera de aplazarla, de resobarla, de no
enfrentarla. A fe mía, es una sospecha que también atormentó a un espíritu
tan preclaro como Jean-Paul Sartre. Recordemos la suspicacia que el autor de
La Náusea comenzó a experimentar con respecto a la literatura: esta
institución quintaesencialmente burguesa propendería al quietismo, a la
inmovilidad, a la evasión, a la vivencia por interpósita mano, a la pasividad, a
la renuncia a la acción comprometida.
Tengo la certeza de que Viviana nunca cultivó el grado de insolencia de mis
escritos. Es natural: he tenido más tiempo que ella, para “depurar” mis
herejías. No estoy poniendo palabras en su boca. Solo ocasionalmente la oí
decir algo siquiera cercano a lo que yo he expresado. Es que, con ella, la
pregunta en torno a Dios siempre se transformaba en pregunta en torno al ser
humano, y a su necesidad de asumir responsabilidad por la porquería de
mundo que había construido. Para ella no había un “dios del mal”, sino,
únicamente, seres humanos cometiendo atrocidades. Su enfoque del
problema era más valiente y responsable que el mío. Pero sé que la rabia, la
impotencia, la certeza negativa trabajaron su alma, y destruyeron su fe en la
iglesia, si no socavaron su fe en Dios. ¿Habrá Viviana sentido, como Nerval,
que “Dios estaba ausente del altar en que se la sacrificaba”, mientras esperaba
su muerte? No lo creo. Era muy fuerte, muy lúcida, y si fue intransigente con
sus principios políticos, con mayor razón lo habría sido con sus convicciones
religiosas. Puede haber dudado… y si tal fue el caso, no habría carecido de
ilustre modelo: ahí estaba el “Elí, Elí, lemá sabataní”, del gran crucificado, lo
que algunos teólogos llaman “el ateísmo de Cristo”. Era una mujer de fe. Sus
acciones -aun las más erráticas- fueron un acto de fe, no de descreimiento. Si
intentó someter a un mundo torcido a la ortopedia de la justicia social, no fue
porque creyese que Dios era un incompetente o un malvado, sino porque
asumió responsabilidad de lo humano, de todo lo humano, de sus glorias
como de sus miserias. Trágicamente, el mundo no le dio tiempo de descubrir
-y distinguir- todo lo verdadero e ilusorio que había en su lucha. Habría
madurado bellamente, lo sé. Se habría convertido en un ser humano inmenso,
excepcional, un espíritu hecho de luz pura. El país se asesinó a sí mismo, al
acabar con su vida. Fue la mejor parte de sí la que silenció, ese 1 de julio de
1981. Con su muerte, todos morimos un poco, individual y colectivamente.
29 “¿Qué hace pues Dios con esa ola de blasfemias que sube todos los días hacia sus queridos serafines? Como un
tirano cebado en viandas y vinos, se duerme al dulce arrullo de nuestras horrorosas blasfemias. Los sollozos de los
mártires y los supliciados son una embriagadora sinfonía, puesto que, pese a la sangre que su voluntad les cuesta, los
cielos no se han aun saciado”. Baudelaire: “Le reniement de Saint Pierre”, Les Fleurs du Mal.
XV
Conservo varios libros anotados por Viviana. Ya sabemos que era una
lectora ávida, y una pensadora a tiempo completo. Lo que los ingleses llaman
a brooder: la propensión a la rumia intelectual. Esto no hacía de ella una
persona sombría: la intensidad de su vida interior no la tornaba en modo
alguno menos jovial y sociable. De conformidad con el espíritu de este libro -
que se quiere, entre otras cosas, biografía intelectual de Viviana- voy a
compartir con ustedes algunas de las frases y párrafos que ella anotó en el
texto, con toda suerte de garabatos, y ocasionalmente, enérgicos subrayados.
El libro es de uno de sus autores preferidos: Erich Fromm. El título: El Miedo
a la Libertad. Mi esperanza es que, de toda esta marginalia, se desprenda un
retrato implícito del mundo interior de Viviana. El libro fue publicado por
una editorial barata (Paidós), versión al castellano de Gino Germani. Usaré la
cursiva para transcribir el texto de Fromm.
Al luchar una clase por su propia liberación del dominio ajeno creía
hacerlo por la libertad humana como tal y, por consiguiente, podía invocar
un ideal y expresar aquella aspiración a la libertad que se halla arraigada
en todos los oprimidos. Sin embargo, en las largas y virtualmente incesantes
batallas por la libertad, las clases que habían combatido contra la opresión,
se alineaban junto a los enemigos de la libertad cuando esta había sido
ganada y les era preciso defender los privilegios recién adquiridos. Viviana
cita como ejemplo la Revolución Francesa y el triunfo de la burguesía.
A pesar de los muchos descalabros sufridos, la libertad ha ganado sus
batallas. Muchos perecieron en ellas con la convicción de que era preferible
morir en la lucha contra la opresión que vivir sin libertad. Viviana evoca la
divisa de Augusto César Sandino: “Patria libre o morir”.
Los principios del liberalismo económico, de la democracia política, de la
autonomía religiosa y del individualismo en la vida personal, dieron
expresión al anhelo de libertad y al mismo tiempo parecieron aproximar la
humanidad a su plena realización. Viviana subraya el “parecieron”, y
editorializa: “¡No!: las características de la opresión de las clases dominantes
sobre las clases dominadas acarrea inevitablemente la lucha de clases”.
Otra ilusión común, quizás la más peligrosa de todas, era el considerar que
hombres como Hitler habían logrado apoderarse del vasto aparato del
Estado solo con astucias y engaños; que ellos y sus satélites gobernaban
únicamente por la fuerza desnuda y que el resto de la población oficiaba de
víctima involuntaria de la traición y del terror. En los años que han
transcurrido desde entonces, el error de estos argumentos se ha vuelto
evidente. Hemos debido reconocer que millones de personas en Alemania
estaban tan ansiosas de entregar su libertad como sus padres lo estuvieron
de combatir por ella; que en lugar de desear la libertad buscaban caminos
para rehuirla. Viviana complementa: “Pero esta actitud no es inherente a los
pueblos: es el resultado de la alienación cultural, que se ejerce por medio de
estereotipos eficaces para manipular a las personas”.
Las inclinaciones humanas más bellas, así como las más repugnantes, no
forman parte de una naturaleza fija y biológicamente dada, sino que resultan
del proceso social que crea al hombre. Viviana argumenta: “Desde Sartre
sabemos que no hay una “naturaleza” o una “esencia” humanas. Todo es
construcción cultural. Si el hombre se pervierte y se inclina por lo
“repugnante” ello es porque las condiciones económicas que lo moldearon no
eran las mejores”.
Sentirse completamente aislado y solitario conduce a la desintegración
mental, del mismo modo que la inanición conduce a la muerte. Este párrafo
está tan vigorosamente subrayado, que la tinta atraviesa la página. Pienso en
la “soledad moral”, que Max Scheler distinguía de la “soledad física” y la
“soledad social”. Es, según el filósofo alemán, la más amarga de las
soledades, y la que más trabajo cuesta sobrellevar. La soledad de la persona
cuya axiología ética, política, religiosa, estética, filosófica va a contrapelo de
los valores de su comunidad. Me resulta evidente que Viviana conoció bien
este tipo de soledad, y su asociación con el grupo político radical “La
Familia” fue, en buena medida, una manera de combatirla. Mi sentir se
confirma con un nuevo subrayado de Viviana al texto de Fromm: El
individuo carece de libertad en la medida en que todavía no ha cortado
enteramente el cordón umbilical que -hablando en sentido figurado- lo ata al
mundo exterior; pero estos lazos le otorgan a la vez seguridad y el
sentimiento de pertenecer a algo y de estar arraigado en alguna parte. Dada
su excepcional sensibilidad, está claro que Viviana sufrió de manera
redoblada la necesidad de filiación -asociación, pertenencia, militancia- que
agobia al hombre postmoderno.
La Iglesia, al tiempo que fomentaba un sentimiento de culpabilidad,
también aseguraba al individuo su amor incondicional para todos sus hijos y
ofrecía una manera de adquirir la convicción de ser perdonado y amado por
Dios. Fromm se refiere en este párrafo a la teocracia medieval católica.
Viviana se limita a llenar el margen de signos de exclamación.
A propósito del desplome del sistema social medieval, Fromm observa:
Cada clase se vio afectada de una manera distinta por este desarrollo. Para
el pobre de las ciudades, los obreros y los aprendices, significó un aumento
de la explotación y el empobrecimiento, y para los campesinos, también un
crecimiento de la presión individual y económica. Viviana reflexiona: “Los
siervos de la gleba de la Edad Media tenían con sus señores feudales una
relación más armónica que los obreros modernos con los dueños de las
fábricas para las cuales trabajan. Es que los señores feudales y los siervos de
la gleba tenían un lenguaje común: la tierra. El capital, en cambio, pone al
obrero y su empleador en planos totalmente distintos”.
Solamente cuando la idea responda a poderosas necesidades psicológicas
de ciertos grupos sociales, llegará a ser una potente fuerza histórica. Viviana
subrayó la frase con vehemencia. Quizás evocó, como lo hago yo ahora, la
célebre reflexión de Victor Hugo: “No hay nada tan fuerte en el mundo como
una idea, cuando le llega su hora”.
La búsqueda compulsiva de la certidumbre, tal como la hallamos en
Lutero, no es la expresión de una fe genuina, sino que tiene su raíz en la
necesidad de vencer una duda insoportable. Viviana establece una ecuación
que repetirá varias veces en las márgenes de su libro: “La Reforma no es otra
cosa que la burguesía adaptando el mensaje cristiano a las nuevas
necesidades que imponía la producción de riqueza y la generación de
capital”. En ello coincide, grosso modo, con Max Weber y el propio Fromm.
La conciencia es un negrero que el hombre se ha colocado dentro de sí
mismo y que lo obliga a obrar de acuerdo con los deseos y fines que él cree
suyos propios, mientras que en realidad no son otra cosa que las exigencias
sociales externas que se han hecho internas. Lo manda con crueldad y rigor,
prohibiéndole el placer y la felicidad, y haciendo de toda su vida la
expiación de algún pecado misterioso. Viviana añade: “A los pueblos, como
a los individuos, se les manipula mediante la culpa”. Más adelante apunta:
“¿Quién desea en mí, cuando deseo? La sociedad”. Su acento y su capacidad
de desdoblamiento me recuerdan a Paul Valéry.
El hombre moderno se halla en una posición en la que mucho de lo que él
piensa y dice no es otra cosa que lo que todo el mundo igualmente piensa y
dice; olvidamos que no ha adquirido la capacidad de pensar de una manera
original -es decir, por sí mismo-, capacidad que es lo único que puede
otorgarle algún significado a su pretensión de que nadie interfiera con la
expresión de sus sentimientos. Viviana comenta: “Nadie piensa desde sí
mismo: la sociedad nos piensa. El Superyó de Freud es la voz de la sociedad
introyectada en el individuo”.
El carácter individual de las relaciones con Dios constituía la preparación
psicológica para las características individualistas de las actividades
humanas de carácter secular. Viviana añade -y me parece estar escuchando
su tono irritado y suspicaz-: “¿Por qué la “relación con Dios” siempre es
individual, nunca colectiva?”
En esta lucha por la libertad positiva, la clase media podía acudir a ese
aspecto del protestantismo que exaltaba la autonomía humana y la dignidad
del hombre; mientras que de su parte la Iglesia Católica se aliaba con
aquellos grupos que debían oponerse a la liberación del individuo para
preservar sus propios privilegios. Con una lucidez ejemplar, Viviana anota:
“No son las religiones las que se oponen al cambio. Las religiones han sido
poderosos agentes de transformación social (pensemos nomás en el
cristianismo). Son las iglesias, en tanto que instituciones humanas, las que
casi siempre se han asociado al poder político”.
Muy distinta es la posición de un hombre en una fábrica donde trabajan
miles de obreros. El patrón se ha vuelto una figura abstracta; nunca logra
verlo; la Dirección solo es un poder anónimo que trata con él de un modo
indirecto y frente al cual, como individuo, es algo insignificante. La empresa
tiene dimensiones tales, que el individuo es incapaz de conocer algo más allá
del pequeño sector relacionado con la tarea que le toca desempeñar. Viviana
se limita a anotar: “Kafka”. Y, en efecto, la creciente abstracción de las
instancias de poder, su disolución dentro de la neblina de los organigramas,
fue un tema que tratamos a menudo. Tal es, ni más ni menos, el trágico sino
de José K. en El Proceso, del impotente protagonista de El Castillo, y del
infeliz que espera hasta el día de su muerte entrar en la puerta clausurada, en
la perturbadora fábula y parábola Ante la Ley. Es un tópico al que volveré a
referirme más adelante. ¡Ah, cuántas veces abordamos Viviana y yo este
inquietante fenómeno, que desde nuestras infantiles conciencias éramos ya
capaces de sospechar! El carácter anónimo, abstracto, difuso, inépinglable de
la autoridad. Su falta de rostro, de atributos humanos concretos. ¿Cómo
emprender una revolución contra una entidad que por poco es un mero
ectoplasma? Los insurrectos de 1789 tenían claro quiénes debían ser
decapitados: eso simplificaba enormemente la gestión revolucionaria. Si la
revolución se ha tornado impracticable en nuestros días, ello no es por su
aura romántica y démodée, sino porque ya no hay, rigurosamente hablando,
nadie a quien decapitar. ¿El “sistema”? ¡Una mera abstracción! Quien la
emprende contra “el sistema” se condena a reeditar la pesadilla de José K.
¿Corporaciones, bancos, transnacionales, organismos financieros
internacionales, las míticas sesenta familias que supuestamente secuestran la
riqueza del mundo? ¡Vamos, pongámonos serios: otro tanto valdría salir a
cazar brujas, gnomos o dragones!
Los métodos de propaganda política tienen sobre el votante el mismo efecto
que los de la propaganda comercial sobre el consumidor, ya que tienden a
aumentar su sentimiento de insignificancia. La repetición de eslóganes y la
exaltación de factores que nada tienen que ver con las cuestiones discutidas,
inutilizan sus capacidades críticas. Viviana anota: “Esta es la causa del
abstencionismo en Costa Rica”. En efecto, en las elecciones presidenciales de
1978 -triunfo del conservador Rodrigo Carazo sobre el social-demócrata Luis
Alberto Monge- el abstencionismo comenzó a ser un problema. Al día de hoy
-18 de noviembre de 2017- no ha cesado de agudizarse. En las elecciones de
1974, el 19 % del electorado costarricense se abstuvo de emitir su voto. En
las de 2014, el abstencionismo alcanza un desolador 32 %. El costarricense
ha perdido entusiasmo en los otrora carnavalescos comicios presidenciales.
La fiesta cívica de antaño es vivida con apatía y desencanto. Es un punto que
preocupa a los políticos de toda orientación ideológica. Y bueno, los pueblos
se cansan de que les tomen el pelo. El ciudadano siente que su voto no tendrá
ningún peso histórico. Es el fenómeno de la “desposesión democrática” de
que habla el filósofo francés Luc Ferry. Somos arrastrados por la historia: no
participamos en lo absoluto en su gestación, en la producción de ideas, de
cultura. Vamos a lomos de una cosa que se llama “política”, “instituciones”,
“progreso”, “historia”, y es una fiera sin bridas, sin estribos, y completamente
montaraz. Buen momento para referirme una vez más al Liceo Franco-
Costarricense. El desarrollo de las “capacidades críticas” a que alude Fromm
fue una de las líneas de fuerza de la institución. Lo digo con orgullo y
gratitud por mis maestros. Sé, además, que Viviana pensaba lo mismo.
La inmensidad de las ciudades, en las que el individuo se pierde, los
edificios altos como montañas, el incesante bombardeo acústico de la radio,
los grandes titulares periodísticos, que cambian tres veces al día y nos dejan
en la incertidumbre acerca de lo que debe considerarse importante, los
espectáculos en que cien muchachas exhiben su habilidad con precisión
cronométrica, borrando al individuo y actuando como una máquina
poderosa y al mismo tiempo suave, el rítmico martilleo del jazz…, todos estos
y muchos otros detalles expresan una peculiar constelación en la que el
individuo se ve enfrentado por un mundo de dimensiones que escapan a su
fiscalización, y en comparación al cual él no constituye sino una pequeña
partícula. Una sola observación de Viviana: “El insoportable rock”. La vi
bailarlo en incontables fiestas del Liceo, pero siempre supe que no era la
música más cercana a su corazón.
El tema de la impotencia del hombre halló su más precisa expresión en la
obra de Franz Kafka. En su libro El Castillo describe a un hombre que
quiere hablar con los misteriosos habitantes de un castillo, que se supone le
dirán todo lo que tiene que hacer y cuál es su lugar en el mundo. Toda la
vida de este hombre se resume en frenéticos esfuerzos por alcanzar a esas
personas, sin lograrlo nunca; al fin queda solo, con el sentimiento de su total
futilidad y desamparo. Curiosamente, en lugar de glosar en torno a El
Castillo, Viviana evoca América, también de Kafka. ¿Por qué
“curiosamente”? Pues no lo sé. No he leído esa novela, y todo lo que puedo
decir es que nunca la comentamos. Fuere como fuere, el sentimiento a que
alude Fromm es elocuentemente descrito por Sábato como “intemperie
metafísica”. Sé que Viviana lo experimentó en carne -o en alma- propia.
Más de un lector planteará la cuestión acerca de si los hallazgos debidos a
la observación de los individuos pueden aplicarse a la comprensión de los
grupos. Nuestra contestación a este respecto es una afirmación categórica.
Todo grupo consta de individuos y nada más que de individuos; por lo tanto
los mecanismos psicológicos, cuyo funcionamiento descubrimos en un grupo,
no pueden ser sino mecanismos que funcionan en los individuos. Viviana no
parece convencida: “Pero a la hora de actuar en grupo cada yo individual se
transforma en un yo social” -alega-. Conviene recordar que, amén de filósofo
humanista, Fromm era psicoanalista, y, de manera preeminente, psicólogo
social. Refiriéndose a El Miedo a la Libertad, Gino Germani observa:
Hallamos en esta obra de Fromm una feliz superación de los dos errores
antitéticos del sociologismo: que olvida el elemento humano, el hecho
fundamental de que los hombres son los actores y autores de la historia, y
quiere explicar la dinámica social únicamente en función de fuerzas
impersonales, económicas u otras; y del psicologismo, que solo considera las
conciencias individuales sin tener en cuenta su modo de formación y sus
conexiones con las instituciones y los hechos socioculturales objetivos. Una
vez más, convendría evocar a Morin, y su concepto de la “causalidad
recursiva organizacional”: la sociedad produce al individuo… que a su vez
produce a la sociedad. La relación es circular, y recíprocamente fecundante.
El desarrollo social de la posguerra, en Alemania quizás más que en otras
partes, había debilitado la autoridad del padre y la moralidad típica de la
vieja clase media. La generación más joven obraba a su antojo, sin
preocuparse de buscar la aprobación de sus acciones por parte de la familia.
Fromm se refiere aquí a la Segunda Guerra Mundial. Significativamente,
Viviana expone sus reservas, y reivindica tácitamente a esa joven generación
que aprendió a vivir sin tener que implorar -o extorsionar- la confirmación y
la bendición constante de los “mayores”. Su comentario -lleno de suspicacia-
se limita a: “Parece que Fromm propone una imagen, una foto mental, más
que un convencimiento científicamente adquirido”.
Describe Hitler cómo el quebrar la voluntad del público por obra de la
fuerza superior del orador constituye el factor esencial de la propaganda.
Hasta no vacila en afirmar que el cansancio físico del auditorio representa
una condición muy favorable para la obra de sugestión. Al tratar acerca del
problema de cuál es la hora del día más adecuada para las reuniones
políticas de masas, dice: “Parece que durante la mañana y hasta durante el
día el poder de la voluntad de los hombres se rebela con sus más intensas
energías contra todo intento de verse sometido a una voluntad y a una
opinión ajenas. Por la noche, sin embargo, sucumben más fácilmente a la
fuerza dominadora de una voluntad superior. En verdad, cada uno de tales
mitines representa una ardua lucha entre dos fuerzas opuestas. El talento
oratorio superior, de una naturaleza apostólica dominadora, logrará con
mayor facilidad ganarse la voluntad de personas que han sufrido por causas
naturales un debilitamiento de su fuerza de resistencia, que la de aquellas
que todavía se hallan en plena posesión de sus energías espirituales y su
fuerza de voluntad. Siniestra, aterradora reflexión, documentada por las
declaraciones del propio Führer. Lo mismo cabe decirse de las sugestiones
publicitarias de la televisión: asaltan al fatigado televidente en esas horas
nocturnas en que su conciencia opera con un mínimo de criticidad.
Subliminal o explícito, todo el veneno ideológico de la publicidad inficionará
nuestras mentes sin que podamos activar el filtro que nos permitiría cribar las
sugestiones perjudiciales. Es justamente lo que las hace tan insidiosamente
eficaces: un ejército avanza mientras el otro yace por tierra hipnotizado.
Viviana anota: “Los grandes discursos de Fidel usan esta misma estrategia.
Después de oír hablar -y gritar- a un político durante dos horas desde un
balcón o tarima -espacios de poder-, la fatiga hará que la gente acepte casi
cualquier cosa que diga”.
El sistema industrial moderno posee no solo la capacidad virtual de
producir los medios para una vida económicamente segura para todos, sino
también la de crear las bases materiales que permitan la plena expresión de
las facultades intelectuales, sensibles y emocionales del hombre, reduciendo
al mismo tiempo de manera considerable las horas de trabajo. Bueno, aquí la
anotación de Viviana se limita a un monosílabo: “¡No!”
El carácter irracional y caótico de la sociedad debe ser reemplazado por
una economía planificada que represente el esfuerzo dirigido y armónico de
la sociedad como tal. La sociedad debe llegar a dominar lo social de una
manera tan racional como lo ha logrado con respecto a la naturaleza.
Viviana no puede reprimir su disconformidad: “¡La sociedad no ha dominado
racionalmente a la naturaleza: la ha devastado, que es diferente! Además, la
naturaleza nunca quiso ni pidió que la “dominaran”.
Y esas son algunas de las más representativas anotaciones que Viviana
pergeña en las márgenes del libro El Miedo a la Libertad, de Erich Fromm.
Su espíritu crítico está siempre alerta: no vacila en expresar sus discrepancias
cuando tal cosa procede. Tengo otros libros anotados por Viviana: El
Malestar en la Cultura de Freud, Ana Karenina de Tolstoy, una edición
bilingüe de La Flores del Mal de Baudelaire, un bello volumen con las obras
de teatro tempranas de Ionesco -que habíamos explorado someramente en el
Liceo-, y La Iglesia y el Sindicalismo en Costa Rica de James Backer
(Editorial Costa Rica, 1975). Este libro formidable constituye, en particular,
un rico acervo de marginalia, pero transcribir y comentar las anotaciones de
Viviana le conferiría al presente texto una extensión desmesurada. En
general, Viviana desconfía de la Iglesia católica, pero aplaude el contenido de
las grandes encíclicas sociales que tan poderoso ascendiente ejercerían sobre
las reformas que tuvieron lugar en Costa Rica durante la década de los
cuarenta. La encíclica Rerum Novarum, de León XIII (1891), con su crítica
acerada de las condiciones de vida inhumanas de la clase obrera y la
explotación de la mano de obra generada por el maquinismo del siglo XIX,
tuvo un impacto particularmente sensible en Latinoamérica. Fue a instancias
de Viviana que leí este texto: una cosa más que agradecerle.
Ya hemos mencionado el rol proactivo que asumió la Iglesia católica en la
promulgación de las garantías sociales de nuestro país… pero en los años
posteriores a la Revolución de 1948, la Iglesia se volcó hacia la derecha
liberal, y el comunismo fue sistemáticamente satanizado desde los púlpitos.
De manera pronunciadísima, el arzobispado de Rubén Odio Herrera (1952-
1959) lideró una monotemática, implacable y paranoide persecución de todo
cuanto en el país oliera a comunismo. Refiriéndose al protestantismo y la
“inmoralidad”, el Gran Inquisidor declaró: Esa falsificación de la fe y esa
perversión de las costumbres están allanando el camino al comunismo ateo
que amenaza traer a nuestras tierras el hambre, la esclavitud y la muerte que
ya reinan en las regiones que ha logrado conquistar.30 El triunfo
ajustadísimo del conservador José Joaquín Trejos sobre el social-demócrata
Daniel Oduber en las elecciones de 1966 (1 % de diferencia: ¡cuatro mil
votos!) fue en buena medida gestado desde las iglesias, que demonizaron al
candidato liberacionista como peligroso adalid del comunismo internacional.
Recordemos que la “institucionalización” de la Revolución Cubana de 1959
había generado decepción y un visceral sentimiento anticomunista en muchos
países de Latinoamérica. La euforia que suscitó la caída de Fulgencio Batista
y el triunfo de los revolucionarios -hechos celebrados en Costa Rica con
cánticos y faroles- se trocó en desencanto y aprensión después de que Castro
transformara el sueño democrático de su isla en una dictadura militar, y en
uno de los regímenes totalitarios más represivos del planeta.
Dos cosas irritaban a Viviana por encima de todas las demás, en el mensaje
de la Iglesia católica tal cual ella lo conoció. Una: el énfasis puesto en la vida
del “más allá”, y el desdén con que se abordaban las inequidades e injusticias
de la vida terrena. Privilegiar la trascendencia e ignorar la inmanencia. Era
una dualidad que, a su torva manera, inducía a la gente al estancamiento, el
conformismo, el inmovilismo, la inercia, y que descalificaba toda gestión
revolucionaria o siquiera reformista. Dos: la tan barajada noción de la
“espiritualidad”. Criticando la postura del arzobispo Odio, Viviana escribe:
“Este señor cree que la estabilidad “espiritual” solo puede ser de origen
religioso. Según él, no hay más que una “espiritualidad”, y esa sería la de la
religión. Lo que es peor aun, Odio asume que su “espiritualidad” religiosa va
a acarrear la estabilidad económica”. La observación es aguda, certera, y
sugiere ya el tácito reconocimiento de una espiritualidad laica, ideal de
muchos pensadores modernos.
Había un sacerdote cuyos escritos y declaraciones siempre suscitaron la
admiración de Viviana: Benjamín Núñez, germinalmente ligado a la social-
democracia del Liberación Nacional de Figueres, Orlich, Oduber y Monge, y
al movimiento obrero católico costarricense. Su enfoque doctrinal es, en
efecto, admirable. Entre los textos de Viviana que conservo se cuentan varios
escritos del sacerdote Núñez, que mi amiga subraya y llena de signos de
exclamación. Es un hombre que tuve el privilegio de conocer, para quien
toqué piano, y con el cual pude abordar algunos de los temas que en este
capítulo he desarrollado. ¡Cuánto deploro que Viviana no haya tenido la
oportunidad de conversar con él!
No hay inteligencia sin sentido del humor. No hay sentido del humor sin
inteligencia. Siempre he creído que los tontos son aburridos y latosos no por
tontos, sino por cuanto carentes de sentido del humor. Naturalmente, Viviana
lo poseía en grado superlativo. Algo más: tenía la capacidad de reír de sí
misma. Cuando alguien en la clase le jugaba una broma o profería alguna
gracejada inspirada por ella, Viviana era la primera en reír. Por cierto que es
un rasgo que la asemeja a Vilma, su mamá.
Pese a la inquebrantable firmeza de sus convicciones políticas, Viviana no
era pomposa, no hacía gárgaras con les mots de la tribu,31 no profería
discursos “con latiguillo”, no era vacuamente solemne. Era elocuente sin
grandilocuencia, simple sin simplonería, profunda sin oscuridad. Tenía una
virtud bellísima, que la preservaba de toda pomposidad: sabía reír de sí
misma. Lo que es más: yo diría que por principio reía de sí misma más que de
los otros. La tribulación de los demás (aun cuando potencialmente ridícula)
rara vez la hacía reír. Pero en cambio reía hasta las lágrimas con sus propios
predicamentos. Era simplemente encantadora… No experimentaba la risa
como humillación, como injuria: la cultivaba en tanto que tonalidad natural
de su alma joven y sana. Era la negación de toda pedantería, de toda
boursouflure.32 ¡Ah, pero cuando había que ser seria y era menester
posicionarse ideológicamente en un tema concreto, Viviana se convertía en
un pilar de granito, una de esas enormes estructuras que sostienen los
indoblegables acantilados de la Bretaña francesa! En el pecho de esa
muchacha pequeña y amuñecadita palpitaba un corazón leonino, algo del
fuego sacro de Antígona y Juana de Arco.
Durante las arduas semanas de reclutamiento y proselitismo previos a la
victoria de Rodrigo Carazo en 1978, tanto ella como Adalberto y Vilma
tuvieron que mantenerse a base de tortas de carne por lapso considerable.
Pues un buen día Viviana tomó una de las cartulinas que se usaban para la
propaganda, y escribió en ella: “No más tortas de carne: esto es una
insurrección popular. Demandamos comida de verdad”. Vilma tuvo que
atender el clamor popular.
Y años más tarde, cuando el país lamentaba desde el fondo de su alma la
elección de Carazo, y el desplome del colón aunado a la inflación más
galopante del siglo XX sumía al país en la angustia, Viviana tomó decisiones
emergentes para lidiar con la situación. Escribió y armó un librito de recetas
de cocina fáciles, baratas y nutritivas, para uso de toda la familia. El exiguo
volumen contenía ilustraciones de su propia mano, y toda suerte de
recomendaciones culinarias. Fue un libro de factura casera, más afín a los
folios de la Antigüedad que a las publicaciones actuales. Al parecer, Vilma,
demandada por su trabajo y la universidad, no tenía tiempo para elaborar
recetas particularmente suculentas. Repetía más de la cuenta los platos de su
limitado repertorio, y la calidad de la comida doméstica se había resentido.
He aquí el prefacio del citado libro.
Dadas las condiciones infrahumanas de alimentación, nutrición y
abastecimiento de esta ya muy maltratada familia, hemos decidido recoger
en un manual las más excelsas recetas que nos puedan salvar una tanda. El
presente es un esfuerzo conjunto “Por una cocina mejor para todos”. Los
compiladores agradeceremos la utilización y enriquecimiento del libro.
Rogamos que, en caso de incendio, se sirvan salvar el manualito, para así
sentar las responsabilidades del caso. Dado en San José, el 8-09-80:
penúltimo del “carazazo”. ¡Cocina libre o morir! (de hambre). FRCA
(Frente Revolucionario Cocino-Alimenticio). La expresión Una cocina mejor
para todos es una parodia del lema Por una Costa Rica mejor para todos,
que llevó a la presidencia a Rodrigo Carazo en 1978.
Bajo el título de Indicaciones Generales, Viviana añade: Emergencias: en
caso de que usted no pueda concluir con su vital tarea de hacer la jama del
día, puede y tiene el deber y derecho de: 1- eliminar toda traza de su fracaso,
echándole la comida a la Cocó y la Cocosita, que sin duda se mostrarán muy
complacidas con su gesto, 2-recurrir a primeros auxilios en la casa de la
vecina, 3- investigue el horario de Asignaciones Familiares y del
supermercado “La Rosa”.
Viviana había sido una fervorosa partidaria de Carazo, durante la campaña
presidencial de febrero de 1978. En este “manual de supervivencia” expresa
irónicamente su absoluta decepción con el nuevo gobierno. Viviana solía
referirse al “carazazo” como un evento apocalíptico, una tremenda crisis, algo
únicamente comparable con los períodos de la postguerra: alimentos que
escasean y gentes saqueando los establecimientos comerciales para aplacar su
hambre. La redacción del documento, entre tremendista, truculenta, paródica,
sarcástica y -por supuesto- crítica, es una pequeña joya del ingenio y el
humor negro. Vilma conserva el raro ejemplar, y jamás puedo releerlo sin
reventar de risa.
En el patio de la casa familiar había un árbol de mango. Vilma se pasaba
contemplando sus mangos… que casi nunca se comía, porque solía
robárselos una empleada doméstica, tan pronto alcanzaban su dulcísima y
jugosa madurez. Esto sucedió muchas veces. Pues un buen día vemos a
Viviana dirigirse al patio con una escalerita y un marcador rojo en su mano.
Procedió in situ a numerar cada mango con su marcador: imposible, en lo
sucesivo, robarse las frutas sin provocar un faltante en la numeración. El
árbol quedó lleno de mangos… y de números. La empleada desistió de su
deshonesta práctica, y Vilma pudo por fin disfrutar sus mangos… marcados
con sus respectivos números en tinta roja. Una experiencia algo heterodoxa,
pero digna de ser recordada, y acaso merecedora de emulación en casas
donde se presenten problemas análogos.
Pero el suyo no era un humor méchant, perverso: su alma era demasiado
noble para ello. El Liceo Franco-Costarricense fue inmisericorde con los
apodos. Había una compañera, ciertamente no favorecida por natura con el
don de la belleza física, a la que algún rufián había apodado “Dios”. ¿Por
qué? Porque “no tenía forma”. Era gordita, sí, y no tenía cintura de náyade.
Se hizo común oír en las clases y corredores expresiones como “¿Ya
invitaron a Dios a la fiesta de esta noche?” “Decile a Dios que me preste los
apuntes de la última lección de química”. “Dios me llamó anoche para
hacerme unas preguntas de trigonometría”. “Vieras que buena gente es Dios:
ayer me felicitó por mi cumpleaños”. “Dios debería sacar diez en todas las
materias: es omnisciente”. Sí, sí: era una consternante mezcla de herejía y
humor seudoteológico y crudelísimo. La clase fue ciertamente pródiga
colgándole remoquetes. Su otro apodo era OFNI: “objeto feo no
identificado”. Y así nos sufrió, nos toleró, nos padeció.
No recuerdo quién fue el canalla que creó y divulgó estas groserías. Una
cosa era segura: nuestra compañera se enteró de ambos apodos, y sobrellevó
su escarnio con serena dignidad, sin jamás dar muestra de ira o amargura. Yo
recuerdo haber reído -como el más zafio de los zafios- con ambos
sobrenombres, y haber sin duda contribuido a su universalización. Peor aun:
los apodos generaron todas las variantes que quieran ustedes imaginarse.
Como las métaphores filées, una noción nos reenviaba a la otra, y era así
como construíamos -sin saberlo- largas cadenas semióticas de dudoso mérito
poético, pero incuestionablemente eficaces para arrancar una que otra procaz
carcajada.
Fue Viviana quien nos llamó al orden. Se tomó el trabajo de ir hablando
individualmente con cada uno de nosotros, para disuadirnos de seguir
hostigando verbalmente a nuestra compañera. Bien se ve que había aprendido
la lección del caballo de Raskolnikov mejor que yo. Una cosa era un
chascarrillo juvenil, otra el ensañamiento ad hominem contra una persona
discreta, dulce, afable, inofensiva. No volvimos a atormentar a nuestra amiga
con apodos. En el anuario de fin de año no se consignaron sus dos infames
sobrenombres. Bien hecho. De nuevo: fue obra de Viviana, la persona con
mayor capacidad para la compasión y la misericordia de la clase.
Evoco a la compañera de marras. Era, a buen seguro, la muchacha más fea
del colegio. De la institución entera. Perturbadoramente fea. Atroz. De una
fealdad que me marcó, que me angustiaba entonces como ahora. No sé
siquiera si debo describirla. Limitémonos a decir que tenía tanta cintura como
una barrica, que era blancuzca, que usaba medias cortas y las pantorrillas -
ásperas, pilosas- parecían tamales. Que tenía cara de hombre, con el mentón
más pronunciado de la cuenta. Algo parecido a Kirk Douglas, en su rol de
Espartaco. Que tenía los dientes separados. Y lo más aterrador: exhibía la
insólita capacidad -y me la infligía, para torturarme- de volverse los dedos “al
revés”, como si sus articulaciones funcionasen “en ambas direcciones”.
Ignoro cuál será el nombre de ese síndrome, y me inspira, como toda afección
física, respeto y compasión. ¡Pero es que me perseguía, muerta de risa, por
los corredores, para torturarme con el espectáculo! No estoy tratando de ser
méchant. No estoy burlándome. No estoy haciéndome el gracioso. Por mis
manos que no. Es que, realmente, me inspiraba miedo. Por lo demás, era una
alumna mediocre. Marginada socialmente. Awkward. Y -de nuevo, no intento
ser sarcástico- resulta que se enamoró de mí. En cuarto año. Cuando yo iba a
la pizarra a discursear, sobre el tema que fuese, me miraba -y todos los
compañeros lo advertían- bobaliconamente. Añadiré algo que deben creer:
fue la única compañera que me mostró ese tipo de afecto en toda la
secundaria (supongo que existe la posibilidad estadística de que hubiera otra
por ahí, aunque si tal era el caso, nunca me lo sugirió). Pero le gustaba a ella,
eso lo recuerdo bien. Ironía “qui donne à penser que le Diable fait bien tout
ce qu´il fait”.33
Una vez se organizó en la clase uno de esos juegos del “amigo invisible”.
Recibí varios mensajes -y algún regalito- que, no sé por qué, pensé -¡cuán
iluso!- que podrían venir de la atractiva -si no bella- Camille Pensier (usaba
pantalones ajustados, característica que ponía sus relieves y marcaba su pubis
de manera más acusada de lo habitual). Pero resultó ser la otra, sí, la otra, la
de los dientes separados y los dedos reversibles. Me escalofrié. Ricardo
Valverde advirtió mi frustración y me regañó: “¡Ah, sí, pero si fuera la
narizona de Florence sí estarías feliz!” Por supuesto, qué duda cabía. Unos
días después llegó a decirme, al oído: “Jacques: me retracto, de veras que tu
pretendiente es horrible”. Bueno, ahí tienen ustedes, la prevalencia de los
valores estéticos por sobre los éticos, en nosotros los hombres. Lamentable,
sin duda, y reñido con la bella doctrina platónica de la identidad entre la
belleza, la virtud y la verdad. ¡Pero yo no soy Platón! ¡Perdón por no serlo,
yo hubiera querido tener la sabiduría y la nobleza del maestro de la Academia
de Atenas, perdón, perdón, perdón por no ser Platón, ni Jesucristo, ni San
Francisco de Asís, ni Mahatma Gandhi! Soy solo un bichito hormonal del
trópico húmedo, como podría serlo un sapo, un perico o un ornitorrinco. Ahí
está.
Nuestra des-graciada compañera siguió solitaria, jamás solicitada, amiga
de… pues ni siquiera me acuerdo de quién. No la “veo” en el baile de
graduación… se me esfumó, la esfumé, la borré de mi mente, yo qué sé. Un
par de años después me la topo en uno de los senderos del campus
universitario; seré más preciso: el caminito que conectaba la escuela de
química con la de música. (¿Por qué insisto en suministrar este tipo de datos?
No lo sé). Nos saludamos. Por fortuna, ya no parecía tener interés alguno en
mí. Iba vestida con enagua y camisa azules -como en el Liceo-, pero lucía
pálida, y llevaba la cabeza cubierta por un pañuelo rojo con puntitos blancos.
Era leucemia. Terminal. Y lo sabía. Pero ahí llevaba los libros y cuadernos
bajo el brazo. Apostando a la vida. Murió poco después. Con frecuencia
evoco su persona entre compañeros de la clase (con Ricardo, que fue quien
me dio la noticia: cuando le pregunté por ella movió la cabeza lateralmente,
veló la voz, y me dijo: “no…”. Eso fue todo). Sí, he hablado de ella a
menudo desde entonces. Nadie parece recordarla. La gente no la echa de
menos. Está doblemente muerta: ya nosotros la habíamos matado con nuestra
indiferencia. Prohibido ser feo. Ninguno de nosotros estuvo en el funeral: lo
sé porque su tío -periodista de grandes vuelos- me lo ha dicho-reprochado.
Todos hemos seguido los cursos frívolos, o gloriosos, u obscuros, de nuestras
vidas. “¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!” (Bécquer).
Supongo que ella habrá tenido quien la amara. Su familia y quizás algunos
amigos (¿los tuvo nunca?). Ciertamente ningún hombre, no en el sentido
erótico, por lo menos. La pienso a menudo, y la lloro. Después me doy cuenta
de que estoy llorando por mí mismo.
Era un bello ser humano, noble, diáfano, servicial, lleno de excelencias
éticas. Un alma hermosa, sin duda. Toda dulzura y discreción. Lo que
hicimos con ella -reducirla a su ser físico- calificaría hoy en día como
bullying, y es un capítulo de nuestra vida de estudiantes que recuerdo con
vergüenza y pesar profundos.
Así que Viviana había asumido la función de reprendernos y llamarnos a la
sensatez, cuando la crueldad de nuestras mentes de adolescentes privilegiados
y mimados por la vida se desbocaba contra alguna indefensa criatura. Y si así
era con todo el mundo, se comprenderá que conmigo asumía una actitud aun
más protectora.
Narraré a continuación una historia un tanto heterodoxa, y lo haré porque la
experiencia me marcó: algo en ella caló hondo en mi conciencia. En la clase
había dos compañeras -best friends por algunos meses- que se pasaban el día
entero conjeturando cuál sería la talla de los penes de todos los hombres de la
clase. Barrunto que habían apuntado, en un cuaderno especialmente destinado
para este efecto, las medidas estimadas, y asignaban a sus compañeros
lugares concretos en un “ranking fálico” diseñado de acuerdo con sus
ponderaciones. ¿Una fijación? ¿Una manera de mantener bajo control a los
compañeros? ¿Un mecanismo de manipulación? ¿Una forma de reinar por el
terror dentro de la población masculina del colegio? No lo sé, y francamente
no me importa. Las dimensiones de los penes eran colegidas a partir del
tamaño del bulto que se nos formaba en la entrepierna al sentarnos, o de lo
que alcanzaban a ver durante las clases de educación física o de los partidos
de fútbol. Estas dos primarias criaturas sentían supersticioso respeto por los
exponentes que suponían mejor dotados, y nada que no fuese desdén por los
que imaginaban menos favorecidos por natura. Al juntarse a cotejar sus
medidas, todo en ellas se transformaba en un pueril cuchicheo sembrado de
carcajadas mejor o peor reprimidas… Era, realmente, un espectáculo
lamentable, y debo aquí apresurarme a decir que este torvo binomio no
representaba, en modo alguno, el nivel intelectual y la sofisticación erótica de
las demás mujeres de la clase.
Pues bien, el hecho es que una tarde cualquiera me las topo de narices, y
una de ellas -justo la que era entrañable amiga mía: la otra no tenía peso
ninguno en mi vida- me espeta una soez gracejada que tenía mi entrepierna
por blanco. Y la ocurrencia fue celebrada con ríspidas carcajadas. Estábamos
en la entrada de la clase, donde probablemente otros compañeros y
compañeras oyeron también la tarascada. Yo no reaccioné, no dije nada, no
respondí: mi expresión consistía en la falta absoluta de expresión. Debo decir
que la agresión no me sorprendió: ya las había visto a ambas mirarme la
bragueta con ojos escrutadores y maliciosos. Y bueno, de sus inspecciones
preliminares habían concluido que mi pene -según ellas- no sería el más
prominente de mis atributos: “el de Jacques debe sentirse como un tampax” -
me dijeron-. Y reían con ello, reían con desfachatez y vulgaridad. En el
momento mismo de la injuria, acaso experimenté ganas de reír con ellas. Pero
conforme el día avanzaba, el incidente comenzó a decantarse en mi
conciencia como lo que realmente era: una agresión brutal, perpetrada
además por una de mis mejores amigas. Le conté todo a Viviana. Me escuchó
con profunda indignación. Le dije cuán perturbador me resultaba el hecho de
que una amiga tan querida -veníamos juntos desde primer grado de la
escuela- me hubiese infligido una coz a tal punto bestial y castrante.
“¿Qué hubieras querido hacer?” -me preguntó Viviana-.
“Para serte honesto, me hubiera gustado llevármelas para el baño y
complacer de una vez por todas su curiosidad”.
“Pues, en mi opinión, deberías haberlo hecho”. Las palabras de Viviana
eran producto de su ira, de la indignación y del espíritu de protección que se
alertaba tan pronto alguien me hacía daño. La verdad es que jamás habría
sugerido seriamente tan drástica reacción. Fuere como fuere, el hecho es que
Viviana, desobedeciendo mis instrucciones de no referirse al asunto con las
medidoras de penes in residence, habló con ellas y las hizo comprender a qué
punto era denigrante e infantil su conducta. Viviana se refirió al comentario
de que yo había sido víctima, y subrayó la multiforme peligrosidad de este
tipo de agresiones. Al día siguiente, una las muchachas -la amiga de siempre-
vino a ofrecerme disculpas, sin mayor convicción ni seriedad: “Ya, ya, ya,
Jacques: ya sabemos que con vos no se puede vacilar. No te volveremos a
decir nada”. Así que su petición de disculpas se tradujo en sanción: no sería
nunca más objeto de sus deliciosas y sofisticadísimas mofas: ¡vaya pérdida!
Viviana había actuado como un ángel de la guarda, cuidándome las espaldas,
y reaccionando prestamente ante la injusticia. A ojos de las dos agresoras, yo
me había convertido en objeto de irrisión tan cruel como “Dios” y “OFNI”…
Bien se ve que es más fácil mofarse de la gente que ser víctima de la mofa. Y
en esas edades los misiles dirigidos contra el cuerpo -la parte más precaria,
frágil y expuesta a cambios morfológicos de nuestro ser- pueden causar
inmensurable devastación.
No fue la única ocasión en que Viviana corrió en mi auxilio. Durante
nuestro turbulento tercer año de la secundaria (1977), cuando mis
calificaciones cayeron en barrena y a punto estuve de reprobar el año, mis
padres creyeron que el castigo físico y la prohibición de toda forma de
socialización me harían reencontrar la senda de la excelencia académica. La
situación alcanzó tal punto de crispación, que llegué a considerar seriamente
irme de la casa. Viviana habló de inmediato con Vilma: “Tenemos que
acondicionar la casa, es necesario darle “asilo político” a Jacques, que anda
en malos términos con sus papás”. Felizmente las cosas no llegaron a
ameritar el autoexilio de mi parte, pero el gesto de Viviana me conmovió: ella
hablaba perfectamente en serio, su gestión para hospedarme fue formal y
sincera.
Durante ese fatídico año cometí el error de enamorarme. De una chilena
con grandes ojos líquidos, pelo corto rizado y cuerpecito de corza. Se llamaba
Bárbara. Cela va sans dire,34 mi Dulcinea, mi Aude, mi Isolda, mi Virginie,
mi Charlotte no correspondió a las encendidas glosas que le dedicaba, y antes
bien, perdió todo el respeto que por mí podría tener, al ver la debacle
académica en la que su culto me había sumido. Durante un “turno” en Pavas -
no hubo fiesta, ese año, a la que yo no me sumara- se sube con un compañero
de la clase -buena figura, cuerpo de bailarín, mediocre inteligencia- en el
mismo carro de la montaña rusa. Yo voy detrás, con otro compañero. Los veo
abrazarse y gritar al unísono. Al día siguiente eran novios. Lo preví, y para
ocultar mi humillación decidí no ir clases durante un par de días. Una tarde
cualquiera bajamos a pie, ellos, otros amigos y yo, los empinados caminos de
Concepción de Tres Ríos -emplazamiento del Liceo-. Van abrazados. Yo no
sé qué cara poner. Estoy lacerado hasta lo más profundo de mi ser. “Ich
grolle nicht! Ich grolle nicht!”35 -me repetía una y otra vez, invocando, como
siempre, a mis maestros amados, en este caso a Schumann y Heine (¡qué
fuente de poder y de confortación, era y sigue siendo para mí la música!)
Viviana se me acerca, para no privarme de “escolta”, y me dice: “Vas a ver
que eso no dura. Son cosas de carajillos. Arriba con el ánimo”. Sursum
corda,36 sí. De todos mis compañeros ella fue la única que entendió la
verdadera razón de mi derrumbe académico: un amor inconfeso y
desesperanzado. Veo a mi querida amiga bajar conmigo la cuesta de
Concepción: habrían de ser las cuatro de la tarde, la lluvia nos había dado una
tregua, el aire tenía esa diáfana, limpia textura que sucede a los grandes
aguaceros, y el sol, como una sonrisa a través de las lágrimas, despuntaba
entre los grises nubarrones. Una tarde translúcida, sí, una tarde pura, una
tarde joven, con aroma a cafetos, a follaje y tierra húmeda.
Viviana era una persona alegre, jovial. Sería el más craso de los errores
imaginarla como un ser taciturno y angustiado. Le gustaba reír, pero solo
cuando la risa no suponía ensañarse contra alguien. Era el tipo de persona a la
que le gustaba reír con la gente, no de la gente. No podía ser de otra forma,
en una casa en la que -es el decir de Vilma- “nadie era serio”. Por supuesto
que la afirmación no debe ser tomada literalmente, pero el hecho es que
Vilma, Viviana y sus numerosas tías, eran capaces de reír una tarde entera,
proponiendo ocurrencia tras ocurrencia. Muchas de esas conversaciones
hechas de deliciosos disparates fueron grabadas en audio, y sé que Vilma las
conserva entre sus más preciadas posesiones.
Corría ya el año 1980, cuando Viviana me llevó a hacerme examinar por un
homeópata -suerte de chamán- para que este valorara si había algún
tratamiento alternativo para mi hemofilia. Ella tenía razones bien fundadas
para creer en la homeopatía: su asma había sido curada con este tipo de
medicina. Pero me temo que la hemofilia es más complicada: el cuerpo no
produce los factores que posibilitan la coagulación, y no será mediante una
pócima homeopática que comience a generarlos. Fui a la cita sin albergar la
menor esperanza, y creo que hice bien. El homeópata me dio un par de
brebajes, que tomé sin convicción ni resultado. Pero nada de eso importaba: a
mí me gustaba hacerme mimar, y estaba dispuesto a ir a cualquier lugar
donde me dieran atención y cariño. Fui a ver al homeópata -un hombre bueno
y discreto que vivía cerca de la plaza de Curridabat- porque Viviana iba
conmigo: eso fue todo.
Pero no solo mi salud era preocupación frecuente para Viviana: mi
desarrollo como artista también la hacía reflexionar. Un día de junio de 1979,
cuando estábamos en quinto año, me llevó a conocer al poeta e intelectual
Isaac Felipe Azofeifa, con quien tenía un vínculo amistoso de larga data.
Llegué a la casa del escritor acompañado por Viviana, y nos sentamos a
conversar en su estudio. Caía la tarde, la lluvia había cesado, y de pronto
sentí que el tiempo suspendía su curso para propiciar la intimidad del
momento. Viviana y don Isaac hablaron profusamente. Yo me limitaba a
escuchar. Después de una media hora, el poeta se retiró momentáneamente.
Viviana me miró: “la cosa no va por donde queremos, ¿no es cierto? Eso lo
vamos a arreglar: cuando vuelva don Isaac yo me voy a la sala, y así ustedes
dos podrán hablar de cosas de escritores”. Y exactamente así lo hizo.
Entonces, por supuesto, la tesitura de la conversación cambió drásticamente.
Le leí a don Isaac alguna cosilla de mi autoría. “¿Cuánto más has escrito?” -
me interpeló-. “Mucho”. “¿Cuánto es mucho? ¿Un tanto así?” -y abrió las
manos para sugerir el volumen de mi trabajo-. “No, no, mucho más que eso”
-reí yo-. Don Isaac abrió entonces un paréntesis, y me dijo algo muy simple,
pero muy potente: “Si usted persiste en escribir, si sigue produciendo y
creando, le puedo garantizar que en algunos años será un autor reconocido.
Es fundamental no dejarse desanimar por nada: el mundo está lleno de
miserables. Usted limítese a seguir, seguir, siempre seguir: inexorablemente,
usted será un magnífico escritor”. Cuando Viviana me vio salir del estudio de
don Isaac, advirtió de inmediato el brillo de mi mirada: “Funcionó, ¿no es
cierto?” “Sí, claro que funcionó, Vivi. Mil gracias”. Justo al salir de la casa
del poeta, la lluvia reabrió hostilidades. Bueno, siquiera había tenido la
consideración de observar una tregua mientras un chiquillo y su poeta
intercambiaban sentires.
31 “Las palabras de la tribu”: Mallarmé: “Tombeau d´Edgar Poe”.
32 Hinchazón
33 “Hace pensar que el Diablo hace bien todo lo que hace”: Baudelaire: “L´irrémédiable”, de Les Fleurs du Mal.
34 Sobra decirlo.
35 “No te odio, no te odio”: título de una canción del ciclo Dichterliebe, de Schumann, sobre textos de Heine.
36 “Corazones en alto”.
XIX
Viviana era golosa con la lectura, ya lo creo que sí. Leía de manera
asombrosamente rápida, y luego digería, decantaba, cribaba, reflexionaba…
La lectura -como acto físico- consumía para ella poco tiempo. En cambio, la
lectura -como rumia, como incorporación de contenidos- era la obra de una
vida. Sí: fue en 1977 cuando leímos por vez primera Crimen y castigo, pero
luego pasamos cuatro años “leyéndolo” à deux, à rebours, a través de
nuestras conversaciones. Era otra Costa Rica. Había tiempo para pensar, el
ocio fecundo era considerado un privilegio (recordemos que neg-ocio
significa “negación del ocio”), y Viviana y yo bien podíamos sentarnos a
“tardear” -bella expresión campesina- en algún café, sobre el césped de la
universidad, o bien en su casa.
Ocasionalmente íbamos al cine, con mayor frecuencia al teatro. Los
setentas fueron una década bendita para las artes dramáticas en Costa Rica.
De Brecht, vimos La Evitable Ascensión de Arturo Ui, Los Fusiles de la
Madre Coraje, y El Círculo de Tiza Caucasiano. De Valle-Inclán, Los
Cuernos de Don Friolera y Divinas Palabras. De Giraudoux, La Loca de
Chaillot. De Beckett, Esperando a Godot. De Jarry, Ubu Rey (visita de Peter
Brook a San José, en julio de 1979). De Ibsen, El Enemigo del Pueblo (que
fuimos a ver a la Compañía Nacional de Teatro, con Yves Debroise y toda la
clase de quinto año, Letras, en 1979). De Feydeau, Gato por Liebre. De Lope
de Vega, Fuenteovejuna. De George Bernard Shaw, La Profesión de la
Señora Warren. De Maquiavelo, La Mandrágora. De René de Obaldía, El
Sátiro de La Villette (con nuestro profesor, Yves Debroise, encarnando a
Monsieur Paillard, en el pequeño teatro de la Alianza Francesa). De
Corneille, El Cid (en el mismo escenario). De Chéjov-Simon, Antón el
Hombre. De Goldoni, La Hostelera. De Aristófanes-Boal, Lisístrata (que,
para no aterrorizar al público costarricense, fue rebautizada Lisa). De Gentile,
Hablemos a Calzón Quitado. De Pfeiffer, Pequeños Asesinatos… Sí, años
gloriosos para el teatro en Costa Rica. Esos que sucedieron a la creación del
Ministerio de Cultura y la Compañía Nacional de Teatro en 1971, y que
vieron el apogeo de diversos grupos independientes, nutridos por actores y
directores chilenos, uruguayos y argentinos, en su mayoría.
Exceptuando uno que otro escenario, el teatro costarricense es, al día de hoy
-viernes 20 de mayo de 2016-, un burdel. Un prostíbulo, sí. Programaciones
concesivas, vulgaridad, pachuquería, bazofia, procacidad… menos que
excremento. Pero eso sí: excremento altamente rentable. No es que la gente
quiera basura. Es que los profesionales del teatro, a fuerza de infligirle
excremento al público, han terminado por generar una demanda real,
objetiva, por las heces. Pero no nos engañemos: la oferta precedió -¡y por
cuánto!- a la demanda. Lentamente, calculadamente, insidiosamente crearon
en el público una apetencia por la materia fecal, y ahora, por supuesto, se
abocan a satisfacerla silbando en el camino. Pienso en Viviana: jamás hubiera
puesto un pie en los prostituidos templos de estos mercachifles de la cultura.
Jamás, jamás: eso puedo asegurárselos.
Viviana y yo compartimos escena en noviembre de 1973, cuando
estábamos en quinto grado: montamos la fábula “El Cuervo y la Zorra”, de
La Fontaine, para una velada escolar de fin de curso. Ella era la zorra, yo el
cuervo -por cierto, I did not have a say in the casting-. Yo siempre fui un
pésimo actor. Sin alcanzar por ello las cimas de Sarah Bernhardt, Viviana
entendía mejor que yo el juego dramático. Volvimos a las tablas en 1978 con
Las Bodas de Fígaro, de Beaumarchais (apenas una escena en la que yo
interpretaba a un implausible Conde Almaviva, ella a Suzanne). Finalmente,
en la ceremonia de fin de curso y graduación de colegio, en noviembre de
1979, participamos en una obrilla tan mediocre que prefiero no revelar su
nombre ni su autor. Nos divertimos, pero pronto comprendimos que nunca
seríamos un dúo actoral de la dimensión de Lawrence Olivier y Vivien Leigh,
o de Charles Laughton y Elsa Lanchester. Con frecuencia evoco estos
pecadillos dramatúrgicos, y me doy cuenta de que no es poco lo que les debo
(mis actividades como pianista, escritor, conferencista y productor de
programas televisivos y radiofónicos -en suma, como docente y
comunicador-, han demandado de mí más recursos histriónicos de los que
quisiera admitir).
El teatro dejó en nosotros una huella infinitamente más honda que el cine o
la música (en lo sustantivo, yo seguía yendo a mis conciertos solo). En Los
Fusiles de la Madre Coraje, yo sentí que la protagonista debería haber
empuñado los fusiles desde el principio: Viviana, por el contrario, consideró
que su gesto guerrero final era una debilidad. Sí, por asombroso que parezca,
en una niña que estaba ad portas de asociarse a una organización que asumió
la autoría de diversos crímenes graves, Viviana no creía en la Madre Coraje.
El belicista ahí era yo: ella apostaba por la paz, y nunca aplaudió a la
“agonista” (Unamuno) brechtiana. “Es una vieja miserable, Jacques, ¿no te
das cuenta? La Madre Coraje representa la más perversa de las alianzas: el
comercio y la guerra” -me decía, casi frenética-. Pese a los
“Verfremdungseffekten” (“efectos de distanciamiento”) implementados por
Brecht, yo fui lo suficientemente ingenuo para identificarme con la Madre
Coraje, con todo su dolor, hice de ella un personaje real -no una alegoría-, y
experimenté justamente eso que Brecht quería evitar en los espectadores: la
catarsis aristotélica. Mucho más sagaz, Viviana le infligió todo el peso de su
juicio ético: la Madre Coraje era una ramera de la guerra, una mercachifle de
la muerte. A fe mía que no sería ni la primera ni la última vez en que
disentíamos de algo.
Un Enemigo del Pueblo (1979, Compañía Nacional de Teatro, dirección de
Oscar Fessler) logró lo imposible: hacernos coincidir en nuestro sentir ante
una obra literaria. Una frase del heroico, del íntegro, del indoblegable Doctor
Stockmann me marcó para siempre: “He descubierto que las raíces de nuestra
vida moral están completamente podridas, que la base de nuestra sociedad
está corrompida por la mentira”. Pierdo la cuenta del número de veces en que
me he sorprendido a mí mismo repitiéndomela a solas. Viviana, como yo,
pensaba que las concurridas aguas del balneario local, infectadas por una
bacteria letal, eran un trasunto de todo cuanto en una sociedad puede estar
podrido, y goza empero de la protección y promoción del Estado. El Doctor
Stockmann -y bien se ve por qué su firmeza, su divina intransigencia de
adolescente, a lo Antígona, nos había hechizado-, se eleva como un faro
ético, como un insobornable e inintimidable heraldo de la Verdad. Pero claro,
su honestidad cívica, su compromiso con la salud del pueblo, su deber de
galeno y de ser humano, le valdrán ser repudiado -con toda su familia- por las
autoridades “oficiales” del lugar, a la cabeza de ellas el corrupto e
inescrupuloso Alcalde. Lo último que a Stockmann preocupaba era la
popularidad, la imagen halagadora que de él propusiese la comunidad: era
todo menos un arribista, un escalador, un crowd pleaser. Está dispuesto a ser
declarado “El Enemigo del Pueblo”, y arrostrar el odio, la sanción colectiva,
y el hostigamiento de su familia por amor a la Verdad. “Ibsen juega desde el
título mismo de la obra con la noción de enemigo público. El verdadero, el
único enemigo del pueblo son los intereses económicos que operaban como
motor de la sociedad noruega de finales del siglo XIX” -me decía Viviana-.
Los “intereses económicos”, sí, era una noción que me gustaba. Sin embargo,
los “intereses económicos” son una mera abstracción: los verdaderos
enemigos eran la masa adocenada, la masa acéfala, la masa enfurecida, la
masa ignorante y lobotomizada, la masa oclocrácica y ácrata que era capaz de
lanzarse al mar con una piedra amarrada al pescuezo, si un hábil sofista, un
prestidigitador de las ideas, en suma, un demagogo, un flautista de Hamelín
político la instaba a hacerlo. Así lo sentí desde la raíz del alma cuando vi la
obra, así lo intuyó también Viviana, y Un Enemigo del Pueblo pasó a
constituir una de las “piezas de colección” de nuestro íntimo museo de la
grandeza literaria y, más abarcadoramente, de la belleza artística.
Me conocía endemoniadamente bien, Viviana. Y era implacable conmigo.
“Te gustaría hacer las veces del Doctor Stockmann, ¿no es cierto?” Yo me
esforzaba torpemente por negarlo: “No”. “¡Por supuesto que sí! ¿Y sabés
qué? ¡A mí también!” La vida nos dio a ambos la oportunidad de ser el
Doctor Stockmann. Viviana lo fue a su manera, combatiendo la podredumbre
desde la clandestinidad, y muriendo por ello en el campo de batalla. Yo…
Pues yo he tenido que encarnar al Doctor Stockmann prácticamente cada día
de mi vida, en los más diversos frentes, y arrostrar, como él, la condena
pública, por exponer la infecciosa marisma, hirviente de miríadas de
bacterias, que constituye el popularísimo y rentabilísimo “balneario” de
nuestro país. Porque en Costa Rica, ese “balneario” simbólico se ha
extrapolado a la totalidad de la cultura. La gangrena de la estulticia y la
vulgaridad se extiende, tal una mancha violácea, sobre toda la superficie
social. Por lo que a mí atañe, yo declararía Un Enemigo del Pueblo lectura
obligatoria en todos los colegios de Costa Rica, y ordenaría que la obra
estuviese permanentemente en cartelera, como lo han estado La Cantante
Calva, de Ionesco, en París, y La Ratonera, de Agatha Christie, en Londres,
por más de sesenta años.
Una película que me ha enamorado a través del tiempo, y sobre la que he
escrito profusamente, es Jaws, de Steven Spielberg. ¿Será necesario decir que
la fui a ver con Viviana? De hecho, asistimos al estreno, el 25 de diciembre
de 1975, en el cine Metropolitan. Luego volvimos varias veces, siempre a
instancias mías. Si traigo el film a colación, ello es porque la historia del
escualo cebado en carne humana en las populares costas vacacionales de
Martha´s Vineyard, Massachusetts, nos ofrece alguna sorprendente afinidad
con Un Enemigo del Pueblo. El personaje Larry Vaughn (Murray Hamilton),
alcalde de Amity Island, insiste en dejar que los turistas llenen las playas,
durante el festivo fin de semana del 4 de julio, a sabiendas de que el
depredador rondaba los predios. El jefe de la policía, Martin Brody (Rod
Scheider) encarna una especie de avatar del Doctor Stockmann, alerta,
responsable, pero sobreseído por el poder político del alcalde. El resultado de
la imprudencia es que el tiburón vuelve a atacar, cobrando una nueva víctima.
El alcalde no tiene otra preocupación que la prosperidad económica de la
comunidad -que reposa en el atractivo turístico de las playas-, e ignora el
peligro que supone la presencia del tiburón. También el escualo de Jaws es
alegorizable -la codicia capitalista- supongo, pero no nos vamos a perder
ahora por esos andurriales.
Viviana exhibía la gloriosa inflexibilidad de los adolescentes (recordemos
que fue asesinada a la edad de dieciocho años con cuatro meses). La vida no
le dio la oportunidad de podrirse, de degenerar en Creonte, de sucumbir al
cinismo, de descubrir a qué punto luchar contra la podredumbre supone,
siempre, luchar contra sí mismo. No se puede combatir la marisma sin hundir
nuestros pies en ella. Quien sea demasiado pacato mejor hará en quedarse en
la casa tejiendo canastas. No se puede conjurar el mal sin ensuciarse:
dejémosle la asepsia a las enfermeras y a los maniacos compulsivos que se
lavan las manos cada minuto. Por poco envidio a Viviana. Su muerte brutal y
prematura la preservó, sub specie aeterniatis, en su pose de rebelde
incorruptible, de joven idealista lo suficientemente madura para entender que
no basta con embelesarse en la bobalicona y narcisista contemplación de los
ideales, sino que hace falta luchar por ellos. Viviana superó precozmente la
fase narcisista en que la gente se enamora de sus ideales por el mero hecho de
que son suyos. Ya a los dieciocho años sabía que ningún ideal es de nadie, y
que el ideal no era un espejo hecho para embriagarse en la imagen de la
propia belleza moral, de la sublimidad de nuestras almas.
Viviana solo podía ser Antígona, solo podía ser el Doctor Stockmann, solo
podía ser Juana de Arco. Estaba condenada a ello. Negociar, pactar, transigir:
abyectos verbos. Adaptarse a un mundo aberrante es completamente
reprensible. Si la sociedad es un tanque séptico moral, la única opción ética
es desadaptarse de ella. Lo único aceptable es combatirla. La única salida es
ejercer esa bendita facultad que llamamos sindéresis: el discernimiento del
bien y el mal. Guerra sin tregua y sin cuartel. Cualquier otra cosa es
indecente. “No” es la más bella palabra jamás creada. Cuajada de
significación. ¡Tan simple: dos fonemas, un monosílabo! Palabra - acción,
palabra - gesto, palabra - resistencia, palabra - grito guerrero. A decir verdad,
un verdadero himno. Viviana creía en la cultura de la resistencia. Sí, el
mundo está ahí para ser vencido, no transformado.
Nunca vimos, pero sí leímos, No Habrá Guerra de Troya, de Jean
Giraudoux. Una vez más, Viviana sentía -era más que una intelección- que la
guerra entre griegos y troyanos era un absurdo. Se identificaba naturalmente
con los personajes que se oponían a la conflagración. Y sobre este punto, me
dijo algo que no solo no olvidaré mientras viva, sino que posiblemente
recuerde después de muerto. “Jacques: vos sos escritor. Hay un mensaje muy
importante para vos, en esta obra. ¿Sabés a cuál me refiero?” Temí lo peor…
y no me equivoqué. “Démokos, el poeta “oficial”, el poeta “del Reino”, el
poeta “de la Corte”: un fanático belicista que habla hermosamente, un
imprudente demagogo que esgrime la palabra con galanura, que no carece
ciertamente de recursos retóricos, pero pone todo su arte al servicio de la
espada. Ya sabés exactamente como quién no hay que ser. Te lo dice
Giraudoux, que, tal las sombras de los muertos atenienses, empuja las puertas
de tu casa. Ahí tenés al antimodelo por excelencia para un escritor. Nunca,
nunca pongás tu pluma a los pies de intereses sórdidos. Que jamás tengás que
sentirte responsable por haber arengado a tu gente a alguna acción insensata,
en virtud de tu pluma privilegiada. Y recordá que Démokos muere croando
“como lo que siempre fue: un sapo”. No es así como querés morir, ¿cierto?”
Era devastadora, Viviana. Todo lo comprendía, todo lo comprendió
siempre. ¿He sido Démokos? He sido todo lo excelso y ruin que se pueda
concebir. Es posible que ocasionalmente no haya valido más que Démokos…
sí, es un hecho que debo considerar. Siquiera no he muerto aun croando
“como lo que siempre fui: un sapo”. Tengo tiempo para revisar mis
pronunciamientos.
Estaba en Houston, trabajando en mi doctorado en Estudios Culturales
Franceses (habría sido durante el año 2001) cuando tuve la oportunidad de
ver el video de un montaje de la obra (¿la Comédie Française?) donde el
personaje de Démokos era interpretado por… pues por un actor nacido para
tal papel: el horroroso, siniestro, diminuto Claude Piéplu (¡hasta el nombre es
disfónico y ridículo!) Cuando vi a Piéplu encarnar a Démokos, toda la vileza
moral del poeta “de la Corte” se me vino encima como una avalancha de
detritus. Lo vi, lo vi largo rato, y oí sus grandilocuentes y ampulosas rimas.
Comencé a preguntarme si por desventura no me parecería yo físicamente a
Piéplu. El comentario de una amiga bastó para tranquilizarme…
momentáneamente.
Creo que a Viviana le produjo más honda impresión Electra, también de
Giraudoux, que No Habrá Guerra de Troya. Su perspectiva de mujer puede
haberla hecho sentirse particularmente próxima a la heroína griega. De esta
obra retuvo siempre una frase que no cesaba de repetirme -y de repetirse a sí
misma-: “Il faut se déclarer” (“Hay que declararse”). ¡Cuántas veces, en
momentos de incertidumbre y tribulación, en esas horas que no sabemos con
qué nombre nombrar (Victor Hugo), me he descubierto a mí mismo
reiterándome, por poco mántricamente: hay que declararse! Tal es el primer
paso de todas las batallas.
Leímos mucho, leímos mucho y bien, durante los últimos años de la
secundaria. En quinto año, bajo la guía entusiasta de Yves Debroise,
estudiamos El Extranjero, de Camus. Viviana no sentía mayor simpatía por el
pobre Meursault. Pienso que lo consideraba un antihéroe, un ser miserable,
una criatura primaria, elemental, carente de redeeming qualities. Yo, por el
contrario, entendía bien a Meursault: comprendía que le gustase hacerle el
amor a Marie Cardona; que le gustase bañarse en las playas de Argel; que le
gustasen las películas de Fernandel; que le gustase fumar; que le gustase
retozar al sol; que le gustase comer huevos y chocolate; que le gustase la
sensación que le deparaba la toalla seca después de lavarse las manos; que le
gustase ir al restaurante de Céleste; que se hubiese enredado en el siniestro
affaire de Raymond… comprendía incluso que, bajo la espada vertical de un
sol infame, haya disparado cuatro balazos contra el árabe que no le quitaba la
vista de encima. Todo eso lo comprendía, sí. No le exigía sublimidad. No le
exigía nada: la verdad, acepté el personaje tal cual Camus nos lo propone.
Sus respuestas características -“me da lo mismo”, y “¿qué quiere decir eso?”-
me parecían perfectamente honestas. Viviana no sentía empatía por él. La
desconcertaba, en particular, el hecho de que El Extranjero hubiese sido
votada la mejor novela del siglo XX. La distinción le parecía exagerada,
desmesurada. En nada contribuyó que viéramos en la Sala Garbo la película
de Visconti, con Marcello Mastroianni en el rol de Meursault (1967). El
sentir de Viviana encontraría resonancias mucho más tarde en mi vida. He
ofrecido conferencias sobre El Extranjero, y lo he releído en contextos
académicos. Lo que he podido constatar es que Meursault afecta a los
hombres y a las mujeres de manera diferente. Estas suelen declararse
unimpressed por el personaje: su vacuidad, su pobreza espiritual, su
imposibilidad para trascender el “estadio estético” de la vida, y acceder a los
estadios “ético” y “religioso” (Kierkegaard), su naturaleza primaria,
irreflexiva, las deja indiferentes, cuando no abiertamente decepcionadas. En
general, los hombres no tenemos mayores reparos contra Meursault. Pero lo
que más irritaba a Viviana eran las escenas con el cura y todo lo atinente al
juicio. Su punto era este: no se puede juzgar a un hombre sin juzgar,
implícitamente, a la sociedad que lo engendró. La figura del “antisocial” era
inconcebible, toda vez que no había ser humano que no fuese un subproducto
de su sociedad. En suma, la que debería haber sido llevada al patíbulo, era la
sociedad que permitió la eclosión de la aberración Meursault, no “el hombre
pobre y desnudo, enamorado del sol, que no deja sombras”, al que se refiere
Camus. ¡Si hemos de aceptar el dictum orteguiano según el cual “yo soy yo y
mi circunstancia”, pues entonces que sea sometida a juicio, y sea ejecutada
también la circunstancia, junto al condenado! ¿Meursault, “un apasionado de
la verdad y el absoluto”? ¿El hombre “que se niega a mentir”? ¿El “hombre
rebelde”? ¿El “héroe del absurdo”? ¿El “hombre ajeno a las reglas del juego
social”? ¿El “único Cristo que nuestra época merece”? (decires de Camus).
De todo eso hablamos, sí, sí. Fue tan vano como persuadirla de enamorarse
de un hombre por el cual no sintiese la menor atracción natural.
Pero si Viviana no era precisamente una adalid de Meursault durante la
primera parte de la novela, su actitud con respecto a él cambiaba
radicalmente después de que lo ponen tras rejas. Y esto lo digo, ¿por qué?
Porque en este gesto, en esta súbita, incondicional adhesión al personaje tan
pronto es privado de libertad, Viviana se nos revela en cuerpo y alma. Esa era
ella, sí. La socorrista a tiempo completo. Tan poco entusiasta con Meursault
mientras este no hacía otra cosa que tomar baños de sol y refocilarse con
Marie, Viviana se convertía en una fiera para defenderlo cuando es sometido
a las extorsiones teológicas del cura, a la violencia psíquica y verbal del
fiscal, y a la prepotencia del juez de instrucción. Expongo nuevamente su
perspectiva sobre el “caso Meursault”, y lo hago, poco más o menos, con las
palabras que le escuché quizás una docena de veces: “Si, en efecto, yo soy yo
y mi circunstancia (Ortega y Gasset), de ello se seguiría que no podemos
juzgar a un hombre sin juzgar también el sistema en que está inserto. Todos
convenimos en repudiar a Homais, el pedante farmacéutico de Madame
Bovary. Pero la verdad es que sus vicios no son solo suyos: son,
esencialmente, los de su cultura y de su siglo. Embriagado de positivismo
fanático, anticlerical à la mode, producto degenerativo y grotesco de la
Aufklärung, pseudo-humanista de pacotilla, víctima de la superstición
cientificista y maquinista de principios del siglo XIX… y todo ello, además,
en versión miopemente provinciana. Créanme: lo detesto como la que más,
pero no podría llevarlo a la guillotina. No, por lo menos, sin condenar
también a todo su siglo”. Esta era siempre su línea de pensamiento. Una
óptica panorámica y durkheimiana sobre las cosas: Meursault, el individuo,
no existe: existe únicamente el sistema que lo engendró. Viviana se encendía
en com-pasión (padecer-con) por el presidiario Meursault que, desde su
nuevo mundo de rejas, descubre, valora, justiprecia la riqueza, la plenitud de
la vida que ha perdido. La goza desde la pérdida, la canta en tanto que
desterrado, la sorprende en toda su hermosura… al precio de saber que nunca
más le hará el amor. Un momento de iluminación, de epifanía, en la asfixia
de una celda oscura, valía por todo cuanto en su vida no había comprendido.
El Meursault que adquiere conciencia -tardía en términos vivenciales, pero
ciertamente puntual en términos filosóficos- de la belleza del vivir, se eleva
de pronto al nivel de un gran héroe trágico. Y ahí Viviana se deshacía de
piedad por él. Era bello, asistir a su transfiguración. No creo que ella misma
se diese cuenta del proceso que tenía lugar en su interior. Bien me guardé de
señalar lo que en su ramalazo de caritas podía haber de contradictorio o
incoherente: yo me limitaba a observar con ternura la metamorfosis, y me
abstenía de interferir en ella. Después de todo, la contradicción no es signo de
que uno esté equivocado. Por cierto que, correlativamente, tampoco la
coherencia prueba que uno esté en lo correcto. Observa Unamuno, en Del
Sentido Trágico de la Vida: ¿Decís que me contradigo? ¡Buena cosa, pues
eso prueba que aun soy humano!
XXI
Otra metamorfosis
Una vez que la inocencia se ha perdido, la vida no es más que una enorme
bola de inmundicia. Algunos dirán que es precisamente en ese momento que
la conciencia madura, que nos convertimos en seres humanos integrales, que
despertamos a la realidad, que la verdadera vida comienza… Que de
connneries! La pérdida de la inocencia (la fe, el amor, los viejos ideales, la
ternura del niño) es el comienzo de la muerte. No tenemos nada de qué
ufanarnos. Nos vamos endureciendo, poniéndonos tiesos e insensibles… Es
el rigor mortis del alma. La parte blanda, húmeda de nuestro ser, esa asociada
a Mamá, a la compañera quizás ausente, al juego infantil, a la poesía, al mimo
mutuo, a la nostalgia, la risa y el deslumbramiento compartidos; todo eso se
va quedando yerto. Hay quienes creen con ello entrar en “la fase del adulto”.
¡Los pobres! Caminan enamorados de sus nuevos “músculos” espirituales, y
no se dan cuenta de que están muertos, muertos, muertos. ¡Y a esa trágica
erosión de la ternura primal la llaman “madurez”! Váyanse todos al diablo,
imbéciles. Amo mi fragilidad y mi melancolía, que son lo más bello de mi
vida y lo mejor que puedo darle al mundo.
Con Viviana murió mi inocencia. Como diría Neruda, mi alma no se
contenta con haberla perdido. No es que haya sido iniciado en la maldad del
mundo: siempre supe que esa vil cortesanilla andaba por ahí. Fui iniciado en
la locura del mundo: de esa no tenía plena conciencia. El asesinato de
Viviana fue un acto de locura homicida, de vesania, de demencia nunca
diagnosticada como tal.
Después de su muerte, un grupo de compañeros del Liceo nos reunimos
para redactar una carta que sería enviada al periódico La Nación. En ella
debíamos… pues la verdad es que nadie en la clase sabía a ciencia cierta qué
debíamos decir. Asumo que la mayoría pensaba en un texto que, cuando
censurando acremente los actos cometidos por Viviana, procediese luego a
subrayar sus grandes cualidades humanas, en lo que constituiría una especie
de gestión de desatanización de nuestra amiga. Nos reunimos, en primera
instancia, una amiga, mi querido Ricardo Valverde y yo. El cónclave se
celebró en mi casa, una tarde de julio de 1981. Sucedió lo previsible: Ricardo
y yo secuestramos la palabra y, pasando por encima de las observaciones de
nuestra amiga, redactamos el texto como bien nos plació. En la reunión
posterior, en la casa de otra compañera -vecina mía-, la amiga desoída voceó
su insatisfacción con el proceso, y, a modo de disclaimer, declaró no haber
tenido nada que ver con la redacción del texto. Ricardo y yo no tuvimos más
remedio que admitir nuestra arbitraria e irrespetuosa manera de imponer
nuestras ideas, y ofrecer disculpas por ello. Lo que siguió -un intento por
redactar la carta conjuntamente entre los dieciocho compañeros presentes-
fue un absoluto desastre. Pronto vimos que jamás podríamos lograr un
consenso: la verdad de las cosas era que, 1- mucha gente no conocía
realmente a Viviana, en particular las personas que no habían comenzado la
escuela desde primer grado con ella; 2- Viviana no era querida
universalmente por la clase. Había cretinos que, en efecto, veían en ella un
súcubo del averno. ¿Para qué concurrir a una reunión cuyo propósito era
redactar un texto que, en alguna medida, saneara la demonizada imagen que
el país tenía de Viviana si, en el fondo, se compartía esta concepción, y se
deseaba quemar el cadáver de la bruja en una pira, recitando el Malleas
Maleficarum y ejecutando danzas rituales en torno al fuego? ¡Qué
despropósito! Mil veces mejor hubiera sido que los satanizadores redactaran
y publicaran su texto por su cuenta, y nosotros, quienes fuimos los
verdaderos amigos de Viviana, escribiésemos otro texto, ese al que
originalmente todos habían pretendido suscribir. La discusión en torno al
texto se caldeó al punto de que Ricardo impostó un soberbio juramento que
yo, por mi parte, secundé, en canon. Ambos fuimos llamados al orden por el
grupo. El cónclave había sido perfectamente estéril.
Finalmente, la carta se publicó. Una cosa es segura: no había reproducido el
sentir y el pensar de quienes más quisimos a Viviana. Uno de los detractores
solapados de Viviana -un pobre hombre pacato, gazmoño, y completamente
desprovisto de luces- llegó, en determinado momento, a confesar que para él,
Viviana había sido un monstruo. Yo acudí al sarcasmo para aplacar mi
cólera: “¿Cuál monstruo, el de Frankenstein, el de la Laguna Negra, o el de
Loch Ness? Los hay de muchos colores y sabores, ¿sabés?” La ocurrencia
provocó la risa general. Pero ya la atmósfera estaba cargada de disensiones y
mala voluntad. Por fin, los demonizadores -que a buen seguro siguen
siéndolo al día de hoy: eran demasiado imbéciles como para evolucionar, así
viviesen quinientos años- se fueron por su lado, y nosotros por el nuestro.
Transcribo a continuación la carta de marras. Fue publicada en el diario La
Nación, el sábado 11 de julio de 1981. Infortunadamente, el sábado es un día
de baja lectura para los periódicos nacionales, y la fecha coincidía con las
vacaciones “de medio año”: a buen seguro no lo leyó tanta gente como
hubiéramos querido. El documento no suscitó eco alguno en la prensa.
Nosotros, amigos y compañeros de Viviana Gallardo Camacho durante
nuestra época de colegiales en el Liceo Franco-Costarricense, deseamos
externar nuestra posición en torno a ciertos aspectos que nos preocupan
sobremanera, no solo como ciudadanos costarricenses, sino
fundamentalmente, como depositarios de una gran estima por la familia
Gallardo Camacho, con la cual compartimos este momento de
inconmensurable dolor. Porque disfrutamos con ella de todo un mundo de
vivencias y de momentos felices, porque a través de ellos supimos valorar
siempre su verdadera calidad humana, porque durante muchos años la vimos
formarse en el mismo crisol en el que maduraban nuestras propias
personalidades, por todo ello es que consideramos indispensable reivindicar
su imagen, ahora tan inescrupulosamente distorsionada. Condenamos el
terrorismo como método de acción política o como instrumento idóneo para
dirimir las diferencias entre los hombres y reconocemos el lamentable error
en que incurrió nuestra compañera, al tomar parte en actos socialmente
censurables; pero también creemos que nuestro orden institucional tiene los
mecanismos para sancionar a quienes transgredan sus disposiciones. Es por
ello que no podemos sino repudiar la venganza tomada contra nuestra
compañera. No podemos menos que protestar enérgicamente ante la actitud
inconsecuente y especulativa asumida por algunos mercaderes de la
información quienes, con su sensacionalismo, han acrecentado el
desmesurado pesar de familiares y amigos. Exigimos respeto y consideración
para con ella y su familia, pues nadie tiene derecho a “hacer leña del árbol
caído” o, lo que es peor, usufructuar con el dolor de los demás. Finalmente,
deseamos puntualizar que Viviana la compañera que todos nosotros
conocimos y apreciamos nunca fue el monstruo que se ha pretendido
presentar ante la sociedad; aclarar lo anterior no solo es nuestro deber
moral y social, sino algo más… porque como ella decía: “el mundo lo hacen
los verdaderos amigos”.
Ese es el “plato de babas” que sometimos “a la opinión pública”. Lo
primero que execro en esta misiva es su tono patronizing, condescending: la
verdad de las cosas es que, aun en tanto que “árbol caído”, Viviana nos
superaba a todos en inteligencia, pasión, y capacidad de compromiso. Luego,
todo son medias tintas. Así, puesto que eres tibio, ni frío ni caliente, te
vomitaré de mi boca. (Apocalipsis, 3: 16).
Viviana no había escindido la clase con los eventos de junio de 1981. Ya en
1979, con sus valientes pronunciamientos políticos, y con su negativa a ir al
baile de graduación vestida como una princesa de mazapán, como un
primoroso monigotito sobre una torta de quince años, había soliviantado a
una buena parte de los compañeros, y sobre todo, de las compañeras. Después
de su muerte, las animadversiones se creyeron en libertad para manifestarse.
Fue una actitud cobarde: Viviana no estaba ya ahí para defenderse. Es una
historia vieja como el mundo: desaparece la persona que constituía la
disonancia, y las miles de adocenadas, débiles, viscosas consonancias corren
a hacer frente común para proclamar al unísono los defectos de la ahora
extinta disonancia. ¡Qué asco! La llamada falacia ad populum: declarar que,
por principio, la Verdad está ahí donde la mayoría la ve.
Sin embargo, nobleza obliga a reconocer que muchos compañeros fueron
profundamente afectados por el asesinato de Viviana. Sé que lo vivieron
silenciosa y dolientemente. Si no menciono sus nombres es porque no tengo
su autorización para hacerlo. Viviana era una persona muy querida, pese a
que pocos compartían su credo político. Tengo la íntima certeza de que fue
llorada -y quizás lo sigue siendo- por muchos amigos y amigas. En particular,
por aquellos que veníamos juntos desde el comienzo de la primaria (1969), en
cuenta la entrañable Lina Mora y Santiago Ramírez, cuya amistad me honra.
Cuando examinamos los pequeños testimonios que los compañeros y
compañeras escribieron en su anuario, topamos con un sentir frecuente.
Podría ser formulado genéricamente en estos términos: “Aprecio tu valentía e
integridad y te deseo lo mejor para el futuro, aun cuando no comparto tu línea
de pensamiento en algunos temas”. Muchos suscribían a ese velado
disclaimer: “respeto pero no comparto esto o lo otro”. La observación era
innecesaria, una mera -y pomposa- formalidad. Los jóvenes tienden a creer
que sus ideas son muy importantes: lo que en última instancia los identifica y
distingue unos de otros. La verdad de las cosas es que la naturaleza profunda
de un ser humano no emerge sino cuando quitamos toda esa hojarasca que
llamamos “ideología”. La gente no es lo que piensa. Es lo que siente.
Empero, los testimonios conservados en el anuario no dejan lugar a dudas:
Viviana era una compañera muy apreciada (más querida que comprendida,
precisaría yo). Copio a continuación tres reflexiones. Las de sus amigos más
entrañables: Ricardo Valverde, Lina Mora y Santiago Ramírez,
correligionarios políticos y leales compañeros.
Poule: las grandes y pequeñas cosas que hemos compartido juntos, son
parte importante del sabor que en el futuro esta vida tendrá para mí. ¿Hay
acaso que arrancarse de lo más íntimo de nosotros mismos los momentos
buenos y malos que se vienen a lo largo de esta vida? ¡¡¡NO!!! Lo que hay
que hacer es ser auténticos con nosotros mismos y con los demás. Para esto,
la conciencia será siempre el mejor juez y será siempre la línea a seguir para
llevar por el buen camino una amistad. A vos también te digo HASTA
LUEGO, nunca un adiós. Ricky.
No creo necesario decírtelo (porque vos ya lo sabés) cuánto te quiero.
Fueron once años de convivencias que no se pueden olvidar, sobre todo por
esos rasgos tan comunes y esenciales en cualquier amistad. Tené por seguro
que siempre te tendré presente de una u otra forma. Te quiere, Lina.
Vivi: once años no se pueden resumir en unas pocas líneas. Ahora que nos
separamos tal vez para no volvernos a ver, quiero desearte mucha suerte y
decirte que conmigo podrás contar, como yo he podido contar contigo. Santi.
Al día siguiente de la confrontación entre la policía y el grupo al que
pertenecía Viviana -noche del 12 de junio de 1981, con el saldo de cinco
cadáveres: tres oficiales, un taxista y uno de los guerrilleros-, todos los
periódicos del país exhibían en primera plana una foto de Viviana que se hizo
tristemente célebre. Mi amiga salía con las ojeras más sombrías, más
pronunciadas de lo habitual, y con una expresión de profunda tristeza que,
quienes no la conocían, asociaron con el rictus típico del facineroso, del
drogadicto o el criminal perdido. Algunas de las fotos fueron, además,
manipuladas gráficamente para que Viviana luciese tan afín a Lucifer como
fuese posible. La terrible verdad de las ojeras es que no eran tales: se trataba
de hematomas producidas por los golpes que los oficiales del Organismo de
Investigación Judicial (OIJ) le habían propinado. Entre los vapuleadores se
contaba el entonces subdirector del organismo, quien, en un rapto de valentía
ejemplar, de cumplimiento de sus funciones “beyond the call of duty”, había
probado su magnífica musculatura aporreando a una indefensa muchacha de
dieciocho años. Y esa es la historia de las “ojeras”. El súper héroe triturador
de niñas ya murió. Si hay un infierno -cosa que ciertamente espero-, invoco a
todos los demonios en la cruenta historia del mundo, para que sobre el
miserable detritus de su cuerpo ensayen los más dolorosos y persistentes
suplicios, hasta la consumación de los tiempos. Por lo que atañe a la
expresión oscura, perdida, melancólica de Viviana, pues era justamente eso:
tristeza, impotencia, indefensión, e incluso cierta resignación ante lo que le
esperaba. No hay fuego en su mirar: es el rostro de una persona derrotada,
apagada y profundamente abatida. La expresión fue mal “leída”: alguna gente
vio en ella perversidad: ¡no hay tal! Ahí están las fotos, cualquiera puede
detenerse a observarlas.
Abrumada por la terrible omnipresencia de Viviana en la prensa escrita,
Vilma se dirigió al Semanario Universidad, para rogar que no se siguiera
publicando la foto que vengo de describir. La recibió Carlos Morales, gran
periodista, gran intelectual, gran activista político, y gran ser humano.
Después de la petición de Vilma, Carlos Morales le aseguró que en el
Semanario Universidad jamás volvería a salir la foto de Viviana, y menos
aun la de su asesino -típicamente en la misma página-, el Cabo Bolaños. No
contento con ello, Carlos fue personalmente a buscar el cliché de la foto, y
con Vilma por testigo, procedió a destruirlo. Carlos actuó como lo que es: un
caballero, y un hombre profundamente compasivo. Es una pena que los
directores de otros medios de comunicación no hayan seguido su ejemplo. No
era ya una cuestión de orientación política (el Semanario Universidad se
decantaba claramente hacia la izquierda, y por eso podría uno suponer que no
había querido perjudicar más de la cuenta a Viviana), sino un asunto de
bonhomía, de decencia mínima, de respeto por lo esencial humano, de
misericordia con una madre que sufre al ver a su hija tratada como una hiena
feroz, de consideración por eso que más reverencia debería merecernos: el
dolor humano. Aplaudo el gesto de Carlos Morales, y me lleno de orgullo al
llamarlo mi amigo.
Ese rostro de la Viviana sombría, de la Viviana inescrutable, es el rostro del
dolor. Un verdadero mapa de la tristeza. Opaco, torvo, amenazador para
quienes no la conocían, perfectamente transparente para mí. Sé que en él no
hay una molécula de maldad. La gente se equivoca, al tomar por perversidad
lo que no es otra cosa que melancolía. La melancolía y el miedo de una niña
perdida, de una Pulgarcita que dejó que las aves se comiesen sus migas de
pan, y ya no supo reencontrar el camino a casa. De nada nos serviría revivir a
Roland Barthes, para que nos propusiera una mythologie sobre el rostro de
Viviana, un texto afín a la disección semiológica que realiza del rostro de la
Garbo. La cara de Viviana será estrictamente equívoca para todo aquel que
no la conociera íntimamente. Aun para el perceptivo Barthes. Esa foto será
rigurosamente “ilegible” para quien no se hubiese asomado siquiera una vez a
los ojos de Viviana. De ella podría decirse lo que Alfred Cortot observó sobre
la única foto que existe de Chopin, tomada pocos meses antes de su muerte:
es un cuerpo del que el alma estaba ausente, en el momento en que el
fotógrafo captó la imagen. Y, si vemos bien las cosas, hay una profunda,
perturbadora afinidad entre ambas fotos. La expresión es casi la misma, y aun
las ojeras están ahí, para dar más adustez a la imagen. Claro que en Viviana
hay más tristeza que en Chopin: el compositor polaco mira con más severidad
que melancolía, pero ambas imágenes desnudan cuerpos desertados por sus
almas.
Vilma habló también con la periodista Amelia Rueda, a la sazón en Canal
4, para suplicar que las fotos “diabólicas” de Viviana no fuesen exhibidas en
el noticiero. Amelia se portó como una reina, y no volvió a usarlas en sus
programas. Finalmente, Vilma se puso en contacto con los propietarios de
Teletica Canal 7 y uno de los editores de La Nación. Su ruego desgarrador
fue atendido por algunas empresas, y obviado por otras. Cuando el periodista
actúa como un docente -que a su modo lo es-, honra su profesión. Cuando se
comporta como una arpía carroñera que escruta los cadáveres recién
eviscerados por las fieras de la llanura, deshonra su profesión, y envilece a la
criatura humana. El periodismo debe ser docente-decente.
XXIII
¡Ah, esos “primeros días” que no se olvidan! ¡La primera vez que vemos el
mar, el primer día de clases, el primer día en la universidad, el primer beso, le
premier “oui” qui sort des lèvres bien-aimées,37 el primero de los terrores, la
primera de las muertes!
Ese lunes por la mañana daba inicio el curso lectivo en la Universidad de
Costa Rica, (finales de febrero de 1980). Justo con la década. Comienzo de
una nueva etapa (mis ciclos vitales siempre han coincidido con las décadas).
Y ese día de entrada a clases… ¿“Estudios Generales”? ¿Qué diantres era
eso? ¿Dónde quedaba el aula? Y aquel alboroto de jóvenes. Muchachas
bellísimas, con rostros desconcertados, van y vuelven, cuadernos y libros
bajo el brazo, miran el mapa del campus, van tarde para esto, y para aquello,
y para lo de más allá. Y el “pretil”, epicentro de la universidad, origen del
verbo “pretilear”, que luego además se corrompió en “pretiliar”. Siempre
abominé de este espacio, suerte de pasarela, de ámbito de exhibición, de
ágora pública para las más frívolas conversaciones y sí: para la “cata” de
bellos cuerpos. Ahora que lo pienso, no carecía de gracia el asunto (lo cual no
impedía que lo atravesara yo siempre furtivamente, cada vez que me dirigía a
la Escuela de Música).
Y esa primera mañana… fue como el primer día de clases en la escuela. Y
nuevamente: ¿a quién fue la primera que vi, vestida con una blusa de franjas
rojas y blancas y blue-jeans? A Viviana. Estaba frente a la Biblioteca Carlos
Monge Alfaro. “¡Jacques!” -me llamó, tan pronto me vio-. También había
sido la primera cara que me había topado el día “iniciático” de la escuela,
sentada adelante, un poco hacia la derecha de la clase -con respecto a la
pizarra-. “¿Vos sabés dónde queda el aula 203 de Generales?” “Ni idea, Vivi,
ando en las mismas que vos”. Y por ahí fueron apareciendo otros
compañeros. En cierto modo era como si no hubiésemos aun salido del
colegio… al rato estábamos casi todos reunidos, los estoy viendo: el
inevitable -y saludable- pasaje por Estudios Generales nos hacía coincidir en
el “pretil” y espacios adyacentes. Apenas tres meses sin vernos: lucíamos
idénticos, sin el uniforme azul y celeste, como si estuviéramos en una fiesta.
Pensé en Constantino Láscaris (muerto ocho meses antes): “Me dicen por ahí
que las autoridades del Ministerio de Educación exigen el uso de uniformes
para evitar los signos de diferencia de clase entre el estudiantado… pues
entonces lo que yo propongo es que los funcionarios gubernamentales todos,
desde el presidente hasta el más ínfimo burócrata, se uniformen ellos
también, para dar el ejemplo”.
Las mismas caras, sí… sin los uniformes: ya un asomo de libertad e
independencia. Era un hervidero de jóvenes… entrechocando, preguntando,
yendo y viniendo. ¡Mundo tan diferente para nosotros, la universidad! Sí: ahí
veo a Lina, y a Ricardo, y a Santiago, todos estábamos en las mismas.
Todavía unidos unos a otros por poderosísimo cordón umbilical. Formando
grupo aparte: todos contra el mundo. Los “elegidos” del Franco. Sí, eso
éramos: los “elegidos” de un colegio que durante años se había distinguido
por obtener las notas más altas en los exámenes “de admisión”. Lo proclamo
con toda la altanería e insolencia de que soy capaz -y no es poco decir-.
Meses negros para la filosofía: en marzo muere Teodoro Olarte, uno de los
más importantes filósofos ¿costarricenses? no: español, como lo había sido
Láscaris. “A la mujer que estudia filosofía le sale barba y bigote” -era uno de
las ocurrencias célebres de Olarte-. Eso nos da una idea del sexismo y la
misoginia que en 1980 imperaban entre los círculos más ilustrados de Costa
Rica. Y en abril, muere Sartre. “Bueno, se nos fue el filósofo del siglo” -
comentó mi profesora en este campo, en el contexto de los Estudios
Generales-. También tengo estos meses asociados a la muerte de Alfred
Hitchcok, uno de mis grandes modelos narrativos y, por supuesto, un
paradigma cinematográfico.
Las proverbiales caminatas por el Liceo -en el Paseo Colón primero, luego
en Concepción de Tres Ríos- se transformaron en verdaderas excursiones por
el campus universitario. Solíamos efectuarlas después del almuerzo, o en los
intersticios que nuestros horarios nos permitían, en horas de la tarde. Salvo
por Francisco Escobar, Viviana no estaba contenta con sus profesores de la
Escuela de Sociología. Jamás se expresó mal de ellos, pero yo percibía su
falta de entusiasmo, los signos de una decepción inocultable. Tampoco
parecía contenta con los Estudios Generales, que había matriculado en su
versión tradicional, no bajo la modalidad de los seminarios participativos, tal
mi caso. Por lo que a mí atañe, no podía estar más defraudado por lo que
había encontrado en la Escuela de Artes Musicales, pero debo decir que en
Estudios Generales topé con profesores notables, pedagogos que dejaron
imborrable huella en mi vida.
Un curso del que tengo el mejor de los recuerdos fue Apreciación de Cine,
que impartía William Ortiz. El programa suponía ver una película todos los
lunes por la noche, en el auditorio Abelardo Bonilla, del edificio de Estudios
Generales. Aunque ella no estaba en mi clase, Viviana solía “colarse”
conmigo, y fue así como ambos vimos algunas de las más bellas y
provocadoras películas de la historia del cine.
En La Beauté du Diable, de René Clair, me dijo que, en su opinión, era
mucho más bello el Doctor Fausto (Michel Simon) que Mefistófeles (Gérard
Philipe) y que un “guapetón de matiné” como el célebre galán francés no
lograría nada con ella.
En La Madre, de Vsevulov Pudovkin (basada en la novela de Gorki) me
dijo algo que caló hondo en mi alma: “La ideología es algo secundario,
Jacques. Uno no es -nadie es- su ideología. Lo que es más: sospecho que la
gente es justamente eso que queda, después de borrada la ideología. No solo
porque las personas frecuentemente se ocultan a sí mismas en su ideología,
sino porque nadie es un mero tejido de ideas, por nobles que estas sean. Lo
que la Madre hace es lo correcto: ir al rescate de su hijo. Las militancias
políticas vienen después”.
En Isadora, de Karel Reisz (Vanessa Redgrave, Michael Fox, Jason
Robards en los papeles estelares), me dijo algo muy simple, y muy bonito:
“Ese es el tipo de mujer que deseo para vos: fuerte, creativa, vital,
comprometida, revolucionaria… y sí, muy bella”. Luego me preguntó cuál
era la música que Isadora bailaba en determinado momento de la película.
“Baila varias cosas, en cuenta la Marcha Eslava, de Chaikovski, pero la pieza
a la que te referís es la Obertura Egmont, de Beethoven, más concretamente,
el himno triunfal con que termina la pieza”.38 Comencé a tararearla, y ella
siguió la melodía conmigo. Hablamos sobre la preferencia de Beethoven por
los personajes heroicos, tomados de la historia o bien de la mitología griega.
Casi siempre eran figuras indoblegables, dispuestas a sacrificarse por sus
ideales: Egmont, Fidelio, Leonora, Coriolano, Prometeo, Orfeo, Jesucristo,
Napoleón, Wellington. Viviana comparaba a Beethoven con Tiresias, el
adivino de Tebas. Privado de la vista, era capaz de ver en los dilatados
confines del futuro. Beethoven, ese sordo genial que oía el infinito, podía
componer la música más hermosa del mundo. Ambos habían transformado su
debilidad en fortaleza. Por lo que a Egmont atañe, es un revolucionario y un
libertador que muere por sus ideales: un personaje tailor made para Viviana.
Isadora baila la “Sinfonía triunfal”, que es la última parte de la obertura, y en
la música incidental sucede, con tremendo impacto teatral, al monólogo final
y la decapitación de Egmont. Efectivamente, es una música que podría por sí
sola desatar una revolución, tal es su intensidad y dinamismo.
El Coleccionista, de William Wyler (Terence Stamp y Samantha Eggar en
los papeles protagónicos) dejó a Viviana devastada. “La pesadilla de
cualquier mujer” -comentó sombríamente-. Pero pronto se recuperó, y
reflexionó: “La verdad, Jacques, así es como muchos hombres ven a las
mujeres: como piezas de una colección. Para ellos no hay ninguna diferencia
entre coleccionar mariposas o coleccionar mujeres. Montones de esposas
viven con sus carceleros, privadas de libertad y de volición. De acuerdo: no
duermen en un sótano húmedo y oscuro hasta su muerte por neumonía…
pero es que en cierto modo siempre estuvieron muertas…”
A Man for all Seasons, de Fred Zinnemann (actuaciones de Paul Scofield,
Orson Wells, Robert Shaw, Vanessa Redgrave), nos dejó patidifusos. Sir
Thomas More era uno de los personajes históricos que Viviana más admiraba
(aun cuando detestase su Utopía, por la legitimación de la esclavitud, el
castigo al sexo premarital y el confinamiento de las mujeres a las tareas
domésticas). Pero la película no es sobre Utopía, sino sobre el gran gesto de
Thomas More, ese que le costó la vida: su negativa a bendecir las trapacerías
matrimoniales de Enrique VIII y a permitir que este se autoproclamase jefe
de la iglesia Anglicana. Fuere como fuere, nuestra discusión en torno a la
película quedó congelada en un solo momento. Un instante fácil de pasar por
alto, un detalle que pareciese al principio arbitrario… pero que ciertamente
no lo es. Antes bien, es un coup de génie del director Zinnemann. La película
escenifica el conflicto entre Henry VIII (¡soberbio Robert Shaw, como
siempre!) y Thomas More (un Paul Scofield lleno de serena dignidad). Sir
Thomas está a punto de ser decapitado. La guillotina, el verdugo, los adustos
cardenales… y de pronto Zinnemann introduce un brevísimo primer plano
(¿salido de dónde? -se pregunta uno desconcertado-) en el que vemos a una
abeja libando una flor (¿amarilla?) Por un instante la cámara se enfoca sobre
el insecto posado sobre su cáliz… y luego volvemos, sin transición alguna, a
la ceremonia de la decapitación. No es una compleja metáfora sobre el
espíritu humano o la insobornabilidad moral de Sir Thomas. Es algo más
simple y más terrible. Una pequeña perversidad del director. Transmitir al
espectador el sentimiento de que la vida sigue, de que todo va a seguir, de
que el cosmos bien puede prescindir de nosotros, de que nada perturbará el
orden natural de las cosas, de que para esa afanosa abeja la muerte del
hombre más probo de su siglo es un hecho perfectamente irrelevante. Todo
igual, pero sin nosotros. Nuestra muerte no acarreará la muerte del universo.
La catástrofe moral de la ejecución de Sir Thomas no tendrá resonancia
alguna en el mundo, tomado este en su dimensión macrocósmica. Un scandal
métaphysique, lo llamarían ciertos filósofos. Escandaloso, sí. Casi intolerable.
Dan ganas de patalear y pegar gritos. Bello detalle de Zinnemann. Bello y
perturbador. Nada hay de arbitrario ni de caprichoso en él. Preñado de
significación filosófica y antropológica. Imposible verlo sin estremecerme.
Ese mismo día volvimos a ver la película, en la tanda nocturna, para
comprobar si lo que habíamos sentido en torno a la abeja era correcto. Y así
nos lo pareció. Yo no he visto la película desde entonces.
El Acorazado Potemkin, de Serguei Eisenstein… ¿qué decir? Pues que nos
estremeció, nos sacudió, nos conmovió, y lo hizo en virtud de la pura belleza
pictórica de sus imágenes. Jamás olvidaré cómo brillaban los ojos de Viviana,
tan pronto encendieron las luces de la sala. “¿Te gustó?” -me preguntó,
entusiasta-. A guisa de respuesta, supongo que me deshice en adjetivos.
Realmente, El Acorazado Potemkin entró en nuestras almas como lo haría
una sinfonía, o un majestuoso, épico mural. No fueron los conceptos, no
fueron las ideas, no fue la tesis central del filme -que ni siquiera discutimos-:
fue el tremendo y casi operático pathos de las imágenes, su obsesionante
belleza plástica, lo que nos deslumbró. Ese día no discutimos el contenido
ideológico y propagandístico de la película: nos limitamos a embriagarnos de
cine, una embriaguez compartida y, por lo tanto, potencializada. A Viviana la
subyugaron los primeros planos, la canónica secuencia de la batalla en las
gradas de Odessa, la cuna que rueda sola, escaleras abajo… A mí me
galvanizó la imagen de los ahorcados en el buque fantasma, que cuelgan, en
medio de la bruma, del cordaje de los mástiles (por supuesto que pensé en Un
Voyage à Cyhère, de Baudelaire), y el hombre que también queda suspendido
sobre el mar, prendido de una cuerda, en una martirológica posición
reminiscente de Cristo crucificado. Esa noche los conceptos cedieron su lugar
a los deslumbramientos. De nuevo, fue como haber “visto” una sinfonía.
Muchos años después descubrí con júbilo que el gran Dmitri Schostakovitch
le había puesto música a la película. Y, claro. ¿Quién más, si no el
compositor de la Sinfonía de Leningrado, podía haber musicalizado El
Acorazado Potemkin?
Cuando éramos chiquillos, Viviana y yo coincidimos -era imposible no
hacerlo, en la Costa Rica de aquellos días- en las tandas de los domingos por
la tarde que el cine Rex ofrecía cuando presentaba los clásicos animados de
Walt Disney. No era preciso concertar nada: ahí mismo nos topábamos,
haciendo fila para entrar, mientras examinábamos las pizarras del cine, con
sus fotografías multicolores, pequeñas ventanas hacia el inescrutable misterio
de la película. ¿Cuáles filmes vimos? Todos, a buen seguro. Tanto ella como
yo fuimos bendecidos con padres excepcionales. Ellos nos iniciaban en
aquellas películas que décadas antes los habían hecho soñar. La veo, a Vivi,
ahora mismo, en tanto esto escribo, vestida con un pantalón azul y una blusa
celeste, esperando a la apertura de las puertas del cine, con ocasión de la
proyección de Fantasía. Sé que también debían de estar ahí otros
compañeros, pero por alguna razón a la única que recuerdo es a Viviana.
¿Quieren saber cuál era la película de dibujos animados que más le gustaba?
Se los diré. Era Blanca Nieves y los Siete Enanos. Confesaré también que
nunca me halagó el hecho de que yo le recordase al enano Dopey. Viviana
consideraba que el gran personaje de la película era la bruja -la reina, después
de su transformación-. Convengo en que Walt Disney creó la bruja
arquetípica, la bruja por antonomasia: cuando planea la muerte de Blanca
Nieves, estalla en risa satánica al pensar que los enanitos “la enterrarán
viva”… es un mundo muy cercano a Poe y Lovecraft, y no precisamente
representativo del “family entertainment” burgués. La película sugiere todo lo
que Walt Disney pudo haber sido y no fue: en lugar de explorar las cavernas
subconscientes del gótico decimonónico, se dedicó a “caramelizar” sus
historias. Por lo demás, Viviana detestaba La noche de las narices frías.
Decía que sus personajes eran todos esnobs, ¡y eso incluía a los perros!
Finalmente, execraba Bambi, porque la muerte de la mamá del protagonista, a
manos de un cazador, era “insoportable para cualquier niño”. Todas las
demás le gustaban.
Entre mil otras cosas, Viviana fue para mí el tejido conectivo que me
permitió operar la transición entre el colegio y la universidad sin mayores
problemas de adaptación. Gracias a ella, no experimenté la entrada a la
universidad como una ruptura, sino como un continuum fluido, natural.
Sospecho que algo similar representé yo para ella.
37 “¡El primer “sí” que sale de los labios bienamados!”: Verlaine. “Nevermore”, de “Poèmes saturniens”.
38 También baila, en escena icónica, la Marcha Eslava, de Tchaikovsky, generando el escándalo de los presentes.
XXVI
A principios del año 1981, recibí una llamada del perspicaz Ricardo
Valverde, entrañable amigo de Viviana, y el único compañero del Liceo a
quien suelo referirme como “hermano”. Ricardo estaba muy preocupado.
“Jacques: sé, de fuente muy confiable, que Vivi anda con malas juntas”. Se
refería a la militancia de Viviana en una célula del grupo radical llamado “La
Familia”. Ricardo hizo alusión a algunos de los actos que se le atribuían a la
organización. Yo no tomé la advertencia de Ricardo en serio. A decir verdad,
no le conferí mayor importancia. Viviana llegaba a verme al conservatorio de
la Universidad de Costa Rica por lo menos una vez por semana, en las
noches, y si ella estaba metida en algún imbroglio serio -pensé yo- me lo
habría dicho. Me equivoqué. Me equivoqué, en Re menor, la tonalidad del
Réquiem de Mozart. Una de las grandes equivocaciones de mi vida.
“Mami, el mundo está muy mal y tenemos que mejorarlo, solo así
podremos crear conciencia de lo que sufren los que menos tienen” -le había
dicho Viviana a su madre, pocos días antes de los acontecimientos de junio y
julio de 1981-. Si mi amiga erró en el método que eligió para operar este
cambio, sus ideales eran puros, su actitud valerosa, coherente, y su
disposición para asumir riesgos y responsabilidades, absoluta.
Los hechos finales de la vida de Viviana son bien conocidos por los
costarricenses. Me limitaré a enunciarlos de manera fáctica, sinóptica.
Noche del viernes 12 de junio de 1981, Guadalupe, en las inmediaciones de
la Gallito, reconocida fábrica de chocolates y golosinas diversas. Es tarde, y
el vecindario duerme. Cerca de las 11:30 p. m., una señora se despierta al oír
el trajín de un grupo de muchachos que están en un carro Datsun 120, color
amarillo, frente a su propiedad. Entran y salen de una residencia. Algunos de
ellos visten trajes enteros, y esto suscita la suspicacia de la testigo.
Supuestamente, planeaban asaltar una licorera. La vecina llama a Radio
Patrullas, y los oficiales no tardan en llegar. Insisten en bajar a Viviana del
carro. Su intención es violarla. El pasajero que ocupaba el asiento de atrás, en
el vehículo que maneja Viviana, abre fuego. Se arma la balacera. Mueren tres
policías. Sus nombres: Miguel Godínez Mora, Luis Martínez Hall, Luis
Anchía Álvarez. Los muchachos se dan a la fuga. A la altura de la ladrillera
“La Uruca”, el carro en que huyen es interceptado. Viviana sale del vehículo
para proporcionar masaje cardiaco a quien, se cree, era su compañero
sentimental, Carlos Gerardo Enríquez Solano, que frisaba la treintena, y le
llevaba, por decir lo menos, once años de diferencia (aun cuando Viviana
siempre vivió con sus padres, y nunca hizo casa aparte con nadie). El
disparate según el cual Viviana estaría metiendo el cadáver de su amigo en
una alcantarilla es… pues no más que eso: un disparate, sazonado con ese
ingrediente de morbidez y tremendismo que suele impresionar a alguna gente
y generar leyendas urbanas mediáticamente rentables. La inspección del lugar
reveló que no había alcantarillas. Por otra parte, la fina contextura física de
Viviana tornaba imposible la maniobra. En lugar de alcantarillas, lo que había
en la carretera de la Uruca, sobre los cien metros a la redonda de la bien
conocida ladrillera, era una cuneta de seis pulgadas de profundidad, típico
rasgo de nuestra miseria vial y el ruinoso estado de nuestras calles. Un taxista
que se suma a la cacería policial es asesinado, pero Viviana -es un hecho que
urge aclarar- no es responsable de su muerte: lo demuestra la prueba de
parafina, a la que haremos alusión más tarde. El nombre del transportista era
Miguel Aguilar Porras. Por su parte, Enríquez muere de camino al hospital
México.
Viviana es detenida, y llevada al Organismo de Investigación Judicial (OIJ).
Es torturada. Golpeada en el rostro. Golpeada en el pubis. Golpeada en los
senos, que la hacían cubrirse con un amortiguador de hule a fin de que no
quedara evidencia física del maltrato. Obligada a permanecer despierta, con
la luz siempre encendida. Uno de los custodios, que había trabajado con el
papá de Viviana en el Banco Central de Costa Rica, tiene la misericordia de
proporcionarle algunas horas de oscuridad cada noche. Le ordenan
desnudarse. Viviana se mantiene incólume: “Si quiere verme desnuda, hágalo
usted mismo: yo no lo voy a hacer para usted”. Costa Rica viola con ella
todos los derechos humanos que se jacta de respetar. Viviana está en manos
de gorilas y torturadores bien entrenados en materia de extorsión de
información. Su mamá la visita todos los días, en una oportunidad en el
sótano de las oficinas del OIJ, las otras veces en alguna sala del ILANUD
(Instituto Latinoamericano de las Naciones Unidas para la Prevención del
Delito y el Tratamiento del Delincuente). Ambas instituciones compartían a
la sazón el mismo edificio. Vilma guarda un dulce recuerdo del Dr. Elías
Carranza, entonces director del ILANUD.39 Le pregunto por qué, y me sale
con una de esas respuestas que lo dejan a uno desarmado y sumido en el
silencio. “No sabés, Jacques, lo que significa un abrazo fraterno, la sensación
del calor humano, o unas palabras de confortación, en un momento como el
que estábamos viviendo”. No, no lo sé, querida amiga, aun cuando me
esfuerce, invocando la “empatía imaginativa” de Bergson, en formarme una
imagen interna de tu dolor.
Un pariente muy cercano de la familia Gallardo, que trabajaba a la sazón en
Adaptación Social, visitaba las cárceles y tenía contacto con los policías de la
época, refiere una historia muy perturbadora. Según él, después de ser
detenida en La Uruca, y antes de ser llevada a las oficinas del OIJ, Viviana
habría sido conducida al cuarto piso de la Embajada de los Estados Unidos,
que quedaba en el centro de San José, contigua a la iglesia Del Carmen.
Según este testimonio, ahí habría sido sometida a la más brutal tortura.
Conviene recordar que la CIA tuvo durante los tempranos años ochenta una
presencia importante en Costa Rica, por el rol estratégico y geopolítico que el
país había asumido en la Revolución Sandinista. Viviana no identificó el
lugar al que habría sido llevada (cuestión de vehículos blindados, sótanos,
pasadizos, ascensores), y jamás dijo haber estado en tal sitio. No existe
prueba alguna de que esto haya sucedido. Empero, la versión del pariente es
fidedigna, proviene de un hombre honorable y nada propenso a la fabulación.
Este conjetural episodio de tortura se hubiera prolongado, de no ser porque
los oficiales de la Embajada -y luego los del OIJ- descubrieron que Viviana
pertenecía a una familia distinguida -en cuenta una tía diplomática y el papá,
eminente funcionario del Banco Central-, y que su perfil en modo alguno
condecía del estereotipo de la terrorista convencional.
No dejaré de mencionar, por otra parte, el frenesí que se apoderó del
grupúsculo político conocido como “Costa Rica Libre”, una agrupación
oscurantista de extrema derecha, enteramente abocada a la cacería de brujas y
la satanización del comunismo. Este aquelarre de fanáticos, enhardecido por
los acontecimientos que habían tenido lugar en Nicaragua, contribuyó sin
duda a crispar el ánimo de los costarricenses, durante los años que estoy
intentando evocar. “Costa Rica libre” nunca se postuló como partido político:
se autodefinía como “movimiento”: tenía un perfil conspirativo, y cultivaba
prácticas policiales y militares -con miembros bien entrenados en la milicia-
para enfrentar al comunismo. Durante décadas tuvieron espacios pagados y
columnas en el periódico La Nación. El movimiento fue fundado en 1961, y
operó bajo la autoridad de líderes provenientes de algunas de las más
poderosas familias costarricenses. Estaba afiliado a la Liga Anticomunista
Internacional. Su misión consistía en reprimir violentamente los movimientos
campesinos, las huelgas y demás manifestaciones populares. Para ello
formaron escuadrones paramilitares llamados “Boinas azules”, y “Tridentes”.
A esta organización se sumó el grupo “Patria y Libertad”, responsable de
haber dinamitado, en 1985, la torre que transfería electricidad de Costa Rica a
Nicaragua. “Costa Rica libre” alcanzó el apogeo de su vigencia durante los
años 1982-1984, cuando se abocó a apoyar por todos los medios la
contrarevolución en Nicaragua. Su orientación ideológica era netamente
fascistoide: a no dudarlo, una de las más peligrosas y metastásicas
tumoraciones políticas de que ha padecido Costa Rica.
Jamás sabremos cuánta verdad hay en la apócrifa historia de la Embajada -y
es imperativo considerar la posibilidad de que sea íntegramente falsa-. Si
hubiésemos de someter esta versión de los hechos a la “navaja de Ockham” -
la lex parsimoniae: en caso de hipótesis divergentes, debemos elegir aquella
que conlleve la menor cantidad de asunciones, esto es, la más simple- está
claro que lo mejor es ignorarla. Una cosa, por lo menos, es indudable: la
tortura y asesinato de Viviana fueron dispuestos desde una instancia altísima
de poder y autoridad, no fue en modo alguno la decisión de oscuros
funcionarios de segundo o tercer nivel.
Volvemos al mes de junio de 1981. Viviana le menciona a su mamá la
chaqueta color marfil, que estaba ensopada en la sangre de Enríquez: ¡era la
misma prenda que había usado en el baile de graduación, en noviembre de
1979! Viviana le rogó a su mamá no solicitar la chaqueta, a fin de no
exponerse a un horror innecesario. Su mamá la ve con vida por última vez el
30 de junio, a eso de las 7 p. m. En algún momento de la noche o de la
madrugada, Viviana es transferida a la Primera Comisaría de la Guardia Civil
de San José (hoy, Museo de los Niños). Ella sabe que la van a matar. Así se
lo dice a su madre. Es recluida, junto a otras dos compañeras, en una celda
frente a la armería. A las 5:35 de la mañana, el Cabo Bolaños asoma su arma
por los barrotes de la ventanilla, y le dispara por la espalda diecisiete balazos.
Es una metralla M-16, calibre 5.56 milímetros, con una cadencia de tiro de
900 proyectiles, y un alcance efectivo de 500 metros. Venían de servirle el
desayuno. Viviana de los Ángeles Gallardo Camacho, con dieciocho años de
edad, 1.52 metros de estatura, 102 libras, muere inmediatamente. El dictamen
médico establece que la laceración cerebral habría sido la causa oficial del
deceso. No menos de trece impactos de bala en el costado izquierdo del tórax
y uno más en la cabeza redondearon, en cuestión de nanosegundos, la
ejecución. Sus compañeras gritan y piden ayuda en vano. Lo último que los
involucrados en su asesinato hubieran querido era tener un médico en la
escena. Esa noche, Viviana vestía una blusa celeste, un jeans y un suéter café.
Vilma recuerda que el rostro no quedó en modo alguno desfigurado o
amoratado. Antes bien, parecía más niña, más joven, más lozana. Fue
necesario ahuyentar a los periodistas que, en un acto de inconcebible
crueldad, persistían en abrir el féretro para tomar fotos. Ambos padres se
cuidaron de que el cuerpo no fuese visto: era una cuestión elemental de
respeto, dignidad y misericordia. Aunque tenía la certeza de que la iban a
asesinar (lo debe de haber inferido del tratamiento bestial de que fue objeto
en el OIJ), podemos derivar cierto alivio considerando que, con toda
probabilidad, ni siquiera habrá visto el cañón que sobre ella se cernía. Junto a
Viviana estaban Magaly Salazar Nassar -con ocho meses de embarazo- y
Alejandra Bonilla Leiva. No habían dormido en toda la noche. La policía
Mayra Morera venía de ofrecerles café. Alejandra iba a recibirlo en la reja,
cuando Viviana le dijo “no, dejá, yo lo agarro”. Viviana fue hacia el
ventanuco, cogió una taza y se la pasó a su amiga. Luego se volteó, cogió la
otra taza, tres bollos de pan, y se los dio a sus compañeras. Justo en ese
momento, la subametralladora del Cabo Bolaños le descargó la ráfaga que
acabó con su vida.
La celda -que visité después de los hechos- era un habitáculo de dos por dos
y medio metros de superficie. Cemento chorreado por doquier y una puerta
de metal. Grafiti violento, primario, elemental, grabado o dibujado sobre
todas las superficies. Como una especie de excrecencia de la pared, sobresalía
una plancha del mismo material que hacía las veces de lecho - asiento. No
había madera, tela, colchón, almohada, nada que no fuese cemento chorreado.
Bastante más cómodas se me antojaron las banquetas (“pollos”) de los
parques públicos de San José. Siquiera tienen una inclinación que atrae el
cuerpo hacia el fondo del asiento, y dos asideros que pueden generar la
sensación de protección. El ventanuco de la celda era diminuto, más una
mirilla que una verdadera abertura hacia el exterior. Dado lo constrictivo del
espacio, y considerando que en el recinto había tres personas, me sorprendió
que la lluvia de metralla no hubiese cobrado más víctimas. En la pared del
fondo, opuesta a la mirilla, vi los agujeros de las balas. Dibujaban la forma
del cuerpo de Viviana. Los proyectiles que habían penetrado en su espalda y
cabeza no habían salido, de modo que sobre el muro quedó una especie de
silueta, de contorno llamativamente nítido “trazado” por los proyectiles sobre
el muro gris. Como esos juegos en los que, al unir los puntitos con una línea,
vemos emerger una figura inicialmente indeterminable.
La celda ya no existe. En 1994 la Penitenciaría fue transformada en el
Centro Costarricense de la Ciencia y la Cultura, un complejo que alberga al
Museo de los Niños, al Auditorio Nacional y a la Galería Nacional. Mi
querido amigo, el gran periodista y abogado Julio Rodríguez, trabajó en la
Penitenciaría durante los amargos años cincuenta. Una tarde tomábamos café,
como era nuestra ritual práctica, en Giacomin, y me contó que él, en el
cumplimiento de sus funciones legales en el correccional, había
ocasionalmente puesto en libertad a los presos que daban muestras de
arrepentimiento y que consideraban un proyecto de vida honorable. En más
de una oportunidad, lo hizo a contrapelo de lo que estipulaban las sentencias.
Pero sus decisiones fueron correctas. Julio era supremamente intuitivo, un
psicólogo agudísimo, y un hombre justo y compasivo. Tengo la absoluta
certeza de que actuó impecablemente. Pienso en él, y luego evoco a Viviana.
¡Qué lástima que mi pobre amiga no haya topado con un espíritu superior,
con un ser humano misericordioso y providencial, en su martirio
penitenciario!
Viviana le había pedido a su mamá que le trajera un saco para protegerse
del frío que se colaba por doquier en la celda de la Primera Comisaría donde
fue recluida junto a Alejandra Bonilla Leiva y Magaly Salazar Nassar. Como
esta estaba embarazada, Viviana le cedió el saco para contribuir con su
comodidad. Fue en tanto que gesto de gratitud y como homenaje a su
compañera de celda, que Magaly le puso a su hija por nombre “Viviana”.
Hoy en día la criatura gestada bajo aquella indecible angustia es una
distinguida odontóloga. Ha de andar por los treinta y seis años de edad. Es
bella, la historia de este saco: retrata a Viviana exactamente tal cual ella era:
por principio de vida, primero iban los necesitados, después todo lo demás.
De nuevo: cuesta trabajo creer que la ráfaga de balas, rebotando dentro de las
paredes de la celda, no hayan matado a alguien más, si bien ambas
compañeras resultaron heridas. El cuerpo de Viviana operó como
amortiguador, absorbiendo la mayoría de los proyectiles.
Durante los días que precedieron a su muerte, el jefe del OIJ, frustrado por
el silencio de Viviana y su negativa a decir lo que él quería escuchar, le
espetó: “Usted lo que quiere es protagonismo”. Evidentemente, cada ladrón
juzga según su condición. Esa misma noche -la última en que estuvieron
juntas-, Viviana le dijo a su mamá, citando a Serrat y a Machado, nunca
perseguí la gloria, ni dejar en la memoria de los hombres mi canción.
Cantaron juntas. Viviana jamás hubiera querido la atroz publicidad a que se
hizo acreedora. Como ya lo he señalado varias veces en este libro, nunca
padeció de delirios de grandeza, ni de afán de figuración, no era una prima
donna o una vedetilla tercermundista de esas que han proliferado en años
recientes en nuestra descerebrada, comatosa Costa Rica. Durante la reclusión
y los procesos de tortura a que fue sometida Viviana, Vilma proyectó siempre
una imagen de serenidad. “¿Cómo es que estás tan calmada, mami? ¿Te
tienen tomando tranquilizantes o somníferos?” -le preguntó Viviana-. “No,
Vivi, yo quiero estar alerta, atenta a todo lo que suceda. Solo así puedo
ayudarte”. Ambas vivieron aquel descenso al fondo del dolor sin refugiarse
en ese paraíso farmacológico al que hoy en día acudimos para soportar
nuestras atribuladas vidas: ansiolíticos, somníferos, antidepresivos y
reguladores del afecto.
Su mamá le habló de Dios. La instó a rezar el “Padre Nuestro”. “Es una
bella oración” -le dijo-. “Si te fijás bien, comienza con una alabanza, y
continúa con una petición”. Era la última vez que se verían. Viviana le
respondió: “Está bien, mami: por vos, hoy la voy a rezar”.
El 11 de diciembre de 2002, el periódico Ojo recogió una serie de
testimonios, en la sección “Historia Política”. El reportaje, obra notable de la
periodista Fabiana Pomarela, lleva por título “Viviana, la niña de la mirada
triste”. Transcribo, a continuación, las más significativas declaraciones.
Fabio Muñoz (periodista). Un día, no recuerdo con exactitud, conocí a una
niña a quien le descubrí unos ojos muy tristes. “Tía Mayi, ¿vos le vas a dar
chocolate a tus amigos? -dijo aquella niña-. La tía contestó afirmativamente.
Entonces, ¿en cuáles tazas lo vas a hacer, en las de siempre o en las de
visita?” -dijo de seguido aquella inquieta y vivaz pequeña-. Aquella tarde
tomamos chocolate y no supe en qué tipo de tazas fue. Luego siguió jugando
con unos cromitos, sentada en el piso.
Mayela Camacho (tía). Viviana es un ángel y ella es sagrada para mí. Está
en el cielo, así que a ella la prensa no la vuelve a tocar porque ya la
despedazaron una vez.
Vilma Camacho (mamá). Mi hija ha desaparecido físicamente, aunque su
esencia y el suave perfume de su dulzura y juventud, permanecen conmigo.
Vladimir de la Cruz (historiador). Viviana era una muchacha muy joven,
estudiante universitaria, y en sí misma podía representar un ejemplo para
muchas mujeres y jóvenes de la época.
Ana Cecilia Escalante (exdirectora, Escuela de Antropología y Sociología
de la Universidad de Costa Rica). Si bien es cierto que Gallardo Camacho se
matriculó en Estudios Generales y Sociología General (primer curso de la
carrera), estos los había perdido, y con ellos la condición de estudiante
universitaria (declaraciones a la prensa, en junio de 1981).
Fabio Muñoz. Los años pasaron. En dos ocasiones la vi montarse al bus de
Curridabat. Había crecido mucho y por su manera de vestir deduje que era
universitaria. ¿Qué estará estudiando? -me pregunté-. Se sentó en un asiento
delante del mío. No me vio, pero si lo hubiera hecho no podría haberme
reconocido, porque también yo estaba muy cambiado. Bajó en San Pedro de
Montes de Oca y se perdió de vista. Pensé si sería una estudiante inteligente.
Debía serlo -me dije-, porque había notado su precocidad en las
conversaciones; siempre atenta, muy atenta. Después, no supe más de ella.
Vilma Camacho. Hoy, en su memoria y en procura de que no se repitan los
hechos tan bochornosos que conocemos, quiero hacer público lo que mi hija,
a través de las visitas diarias que le hice, me confiara, sobre la forma en que,
durante la fatídica noche del 12 de junio, quisieron arrancarle una
confesión. (Denuncia ante la Comisión Interamericana de Derechos
Humanos, 15 de julio, 1981).
Viviana Gallardo. Mami, Costa Rica no se queda atrás del tratamiento
brutal que tanto criticamos a otros países. El día de mi detención me ataron
las manos hacia atrás, y luego me golpearon salvajemente los senos, el
estómago y el pubis. Si usted, mami, observa la foto que tanto han explotado
los medios de comunicación, creo que verá en ella espanto y dolor, que fue lo
que experimenté esa noche. No le temo a los muertos, pero esa madrugada
me mantuvieron más de dos horas en la Morgue Judicial, rodeada de los
cadáveres de aquellos cuya muerte me enrostraban; el cuadro era doloroso y
macabro, por lo menos para mí, que, como vos sabés, mami, tengo una
excesiva sensibilidad; pero logré contener mi llanto.
Yara (seudónimo de una compañera de Viviana). Ella era un palo de
mujer: nunca dijo nada, a pesar de las torturas… A mí me patearon, en
Mozotal, cuando nos detuvieron, delante incluso de Aguilar Bloise, el
director del OIJ. A todos nos pegaron. Se pararon con los tacones sobre mis
pies descalzos. Claro, diez días después, cando permitieron que nos vieran,
ya no teníamos señas de la paliza. Lo que dijo la mamá de Viviana es cierto.
Fabio Muñoz. Es una joven de apellido Gallardo la que está involucrada
en los hechos de anoche -dijo el periodista Ricardo González en la
televisión-. ¡Dios mío, no puede ser ella! -exclamé-. Hice una llamada
telefónica a Curridabat, y se confirmó la noticia. El impacto fue mayor
cuando los periódicos publicaron la fotografía. Lo demás es conocido por
muchos…
José Manuel Bolaños (expolicía, excabo). El 30 de junio, a eso de las 20
horas, llegó el carro del Poder Judicial con las cinco jóvenes, las bajaron y
las llevaron a las celdas que están frente a la armería. Al poco rato yo fui
por curiosear y habían un montón de compañeros insultando con palabras
obscenas. Yo me quedé un rato observando, como a unos quince metros. Al
poco rato llegó el Mayor G. O. y me llamó y me dijo que yo debería eliminar
a tres de ellas, que en una celda había dos pero que esas no eran, sino que
donde estaban las tres juntas. Y me dijo que no me preocupara, que todo
estaba listo y que ellos me sacarían en tres meses de prisión y que los
pasaría en una comisaría. Y me dijo que lo mejor es que cumpliera la orden,
porque si no, otros pagarían. (Carta con fecha del 21 de enero, 1982,
dirigida a Gloria Navas, de la Oficina de Defensores Públicos).
Manuel Sandoval (historiador). La orden de matar a Viviana fue una orden
política, fue un acto de venganza, de terminar con una organización que
había desafiado la institucionalidad del Estado burgués.
Vladimir de la Cruz (historiador). Me parece que el asesinato de Viviana
Gallardo fue un asesinato de Estado, fraguado, pienso, en el propio Consejo
de Gobierno de esa época. De manera que fue un acto de Estado y no hay
otra forma de decirlo. No fue un acto esporádico de un loquito policía, sino
que fue un acto consciente de eliminar de esa forma a un grupo que, por su
naturaleza, podía sembrar el ejemplo en otros jóvenes. Ese fue un asesinato
político.
José Manuel Bolaños. Esa noche me llamó mi esposa y me dijo que unos
hombres se habían robado una ropa del patio de la casa, rompieron una
ventana, y dispararon en un cafetal vecino. Luego me llamó el teniente R. S.
y me dijo que si no cumplía la orden mis hijos iban a pagar, que lo que había
pasado en mi casa era apenas una advertencia.
Vilma Camacho. El mensaje de hoy es un grito de dolor y de protesta, y un
ruego que hago al Gobierno de Costa Rica, y en especial a nuestro
Presidente, Rodrigo Carazo, así como a la Corte Internacional de Derechos
Humanos. (Denuncia citada).
Rodrigo Carazo Odio (expresidente). No me olvido de Viviana Gallardo.
Yo era Presidente de este país. Y eso no era de ninguna manera un crimen
común y corriente, sino que tenía inteligencia e intereses escondidos, y a ella
la matan en una forma brutal, dentro de una celda. (Declaraciones a la
prensa, 2001).
Vilma Camacho. Respecto al cobarde asesinato de que fue víctima este
pedacito de mi corazón, no pido venganza, pero reclamo justicia, para que
otros no perezcan, paradójicamente, en manos de quienes deben velar por
nuestra seguridad. En cuanto a las condiciones macabras e infrahumanas del
lugar en el que fue asesinada mi hija, no hago comentarios. Intimo mi
felicitación a la valiente policía Mayra Morera, a quien no conozco, pero
con palabras de Cristo digo: “Por sus frutos los conoceréis”
Mayra Morera Prado (ex-policía). Faltando veinticinco minutos para las
seis, el Cabo Bolaños preguntó: “¿Cuántas son?” “Cinco. Están en dos
gupos de tres y dos” -contesté-. Y el cabo preguntó: “¿Dónde está Viviana
Gallardo?
José Manuel Bolaños. Doña Mayra me dijo que ahí estaban las tres más
malas, donde estaba la Gallardo. A eso de las cinco pasadas llegó Mayra a
darles café, y cuando Mayra llamó a Viviana yo alcé la ametralladora y
empecé a disparar porque pensé que si no lo hacía podían matar a mis hijos.
Al poco rato llegó el teniente R. S., y me llevó a una oficina y me dijo que
todo saldría bien. (Carta presentada el día en que lo condenaron).
Mayra Morera. Con gran claridad recuerdo los hechos de esa madrugada,
cuando el cabo Bolaños me golpeó en el hombro para apartarme de la
puerta e introducir la ametralladora en la celda y accionarla contra la
prisionera. Después, un teniente me dijo: “Usted está hablando demasiado,
más de la cuenta, esto lo teníamos bien coordinado, iba a aparecer como si
fuera una fuga”.
Guillermo Ortiz (ex-comandante). Es una ligereza de este muchacho
ponerse a decir esas cosas ahora, y no haberlas dicho en el juicio. Yo me
pregunto, ¿por qué en el juicio él dijo que era el único responsable de los
hechos? ¿Por qué sale con esas acusaciones ahora? Todo es muy extraño. Y
todo es falso, ya que en ningún momento nosotros hubiéramos pensado en
algo similar. Además, eso no se puede planear en tan poco tiempo. Debe
pensarse también que Bolaños no hubiera sido la persona indicada para
hacer ese trabajo. (Declaraciones a la prensa, marzo de 1982).
Viviana Gallardo. Para mí, decidirme a luchar es parte de la honestidad
con que se quiere vivir, no es posible comer, dormir y querer, en un mundo
donde las tres cuartas partes de la población se mueren de hambre, sin
siquiera inmutarse: el que lo haga está traicionando su humanidad. La
historia no se acabará conmigo, sé que habrá muchos dispuestos a ser
honrados, sacrificados, eso me alienta, me alienta saber que el pueblo, a
quien estoy sirviendo, ha caído, pero no ha caído en vano. Sé que mi pueblo
sabrá aprovechar toda esa experiencia y que responderá cuando se le llame
a luchar, a batallar incansablemente, para lograr una paz, un progreso, una
justicia reales (Carta escrita desde la cárcel, junio de 1981).
Lamentables me parecen las palabras de la profesora Ana Cecilia Escalante:
la señora de marras no hace otra cosa que protegerse a sí misma y proteger su
clasecita de lo que podría ser percibido como un nexo demasiado estrecho
con Viviana, a la que alude como “Gallardo Camacho”. Si su rendimiento
académico en sociología se había visto resentido por su asociación al grupo
“La Familia”, sus Estudios Generales fueron cursados con éxito, y esto habría
bastado para asegurar su estatus como estudiante universitaria. La señora
Escalante habla desde el miedo y la paranoia, y asume, a priori, que debe
desvincularse tanto cuanto sea posible de su estudiante.
Una vez más, resulta evidente que el asesinato de Viviana fue orquestado
“desde arriba”. Una operación perfectamente concertada. Emitida por los más
altos mandos del país, de consuno con intereses y agencias internacionales
abocadas a la supresión de todo elemento que, como Viviana, representase
una “bomba de tiempo”, dada su inteligencia y su potencial para constituirse
en modelo e inspiración para otros jóvenes. Era preciso erradicarla, borrarla
de la faz de la tierra. Abortar el virus antes de que se convirtiese en una
pandemia mundial. Cortar la mandrágora por su raíz. Actuar
“preventivamente”, y hacerlo lo antes posible. Cualquier gorila
gubernamental hubiera advertido que Viviana era una figura política en
ciernes, que su integridad, su compromiso y su valentía la hacían
extremadamente “peligrosa” en un no tan lejano futuro. El Cabo Bolaños no
era más que un pobre diablo, un trebejo en manos de ajedrecistas avezados en
materia de represión política. No quiero ensuciar este libro mencionando los
nombres de los carniceros y torturadores que sobre el cuerpo de Viviana -
¡nunca sobre su espíritu!- ensayaron su lúbrica, predatoria crueldad.
Subhumanos, subcostarricenses, subhombres… no merecen otra cosa que el
olvido y la oscuridad en que sus nombres han caído. No seré yo quien les
permita brillar con la luz prestada de quien fue su víctima, su mártir.
Viviana tiene una predecesora ilustre: María Alejandra Calderón Fournier,
líder política, militante del Partido Socialista de los Trabajadores y de la
Organización Socialista de los Trabajadores, -agrupaciones de lineamiento
trotskista-, representante del llamado “calderocomunismo”, hija del
presidente Rafael Ángel Calderón Guardia, y, para su infortunio, hermana del
también expresidente Rafael Ángel Calderón Fournier (fueron rivales
políticos acendrados). Alejandra era un intelecto de primer orden, y una gran
figura política en ciernes. Murió a los veinticino años de edad a causa de un
accidente automovilístico ocurrido cerca del Centro Comercial de Guadalupe,
San José, el 29 de noviembre de 1979. Tras bajarse de la buseta en que
viajaba, fue atropellada por un carro que surgió intempestivamente detrás del
vehículo de transporte público que venía de evacuar. Tal es la versión
“oficial” de los hechos. Y luego está, por supuesto, la versión que ha
prevalecido en el imaginario colectivo de nuestra sociedad: Alejandra habría
sido asesinada. Era una manera de segar a tiempo un talento que, de haberse
desarrollado a plenitud, hubiera constituido una tremenda amenaza para el
futuro político de su hermano -a la sazón, Canciller de la República- y, en
general, para la extrema derecha costarricense. Rasgo revelador: a pesar de
tener de sobra los recursos para viajar en automóvil privado, Alejandra
prefería usar los buses: estos le permitían una cercanía y un conocimiento
más íntimo de la clase trabajadora del país.
El Museo del OIJ tuvo en exhibición, durante algún tiempo, adminículos y
prendas que habrían pertenecido a Viviana. Nunca lo he visitado. Mi querida
amiga Yalena de la Cruz -también graduada del Liceo Franco-Costarricense-
me desaconsejó vehementemente hacerlo. Otro tanto le sugirió a Vilma. Por
lo demás, el caso de Viviana -irregular, problemático, una aberración
jurídica- fue estudiado en las escuelas de derecho y sociología de diversas
universidades.
Cuando la familia y los amigos estaban en la funeraria Pollini, a punto de
salir hacia la iglesia, a Vilma la llamó por teléfono el cura de Las Ánimas, y
le dijo que no iba a poder oficiar el funeral. Ella le preguntó por qué, y el
prelado adujo que podrían ponerle una bomba en la Iglesia. Vilma le
respondió que ya no había tiempo para reprogramar la ceremonia en otra
iglesia, y que además él no era el dueño del templo, que la iglesia era de los
feligreses, que Viviana había sido bautizada, y que como católica tenía
derecho a esas honras fúnebres, y él la obligación de llevarlas a cabo.
Además, le advirtió que si por cobardía no abría sus puertas, iba a forzar la
entrada con la colaboración de quienes estaban en la funeraria con ella, y que
si él no actuaba como un verdadero sacerdote, ella tenía a otro clérigo
perfectamente dispuesto a hacerlo. En efecto, Vilma acudió a un sacerdote
que la acompañó y le dio fuerza espiritual durante esos aciagos días. La
verdad de las cosas es que varios compañeros de la oficina de Vilma se
ofrecieron a acompañarla a la iglesia y ejercer todas las medidas del caso para
que el curita no se saliera con la suya. No miento, al decir que ni Vilma ni yo
logramos -por más que lo intentamos- recordar el nombre del presbítero. Es
así como nuestras mentes se purgan a sí mismas, y eliminan de sus sistemas a
la gentecilla insignificante. Finalmente, el curilla aceptó oficiar la misa. ¿Será
necesario decir que, desde el punto de vista de la homilítica, fue la ceremonia
fúnebre más desinspirada y vacua del mundo? Ahí estuve: no recuerdo una
sola palabra lúcida o reconfortante, del santo varón.
Honor a quien honor merece: la abogada que iba a hacer las veces de
defensora de Viviana -Ana Luisa Messeguer, asignada por una compasiva,
humanitaria y servicial Gloria Navas- se encargó de todos los trámites
asociados a la vela, el funeral, la misa… todo corrió por su cuenta. Ella
misma se ofreció para auxiliar a la familia en tan opresiva situación, e insistió
en resolver cuanto tenía que ver con las exequias. Fue una ayuda
providencial, en un momento crítico. Es con inmensa gratitud que evoco a
esta persona noble, leal y solidaria. Comprensiblemente, los recuerdos de
Vilma de las minucias burocráticas asociadas al sepelio de su hija, son
borrosas, difusas. Todo se mueve “en cámara lenta”, como quien ve el mundo
bajo el agua: la percepción de la realidad se distorsiona, y se difumina en la
memoria.
El caso de Viviana desnuda a una Costa Rica completamente engañada en
cuanto a su nivel de respeto por la Declaración Universal de los Derechos
Humanos. Una Costa Rica perversa, hipócrita, donde la palabra no es
hermana de la acción. Una Costa Rica que practica el doble discurso, que se
gargariza con “las palabras de la tribu” (Mallarmé), pero luego actúa de
conformidad con los más siniestros intereses políticos, y pisotea la noción
fundamental en todo Estado de Derecho: la dignidad de la criatura humana.
El asesinato de Viviana es una úlcera supurante en la conciencia nacional.
Ahí estará por siempre, abierta, resollante. Una vergüenza. Una injusticia
bastante más alta que el Chirripó, mucho más inexplorada que la Isla del
Coco, y ciertamente más oscura y sulfurosa que los cinéreos esputos del
volcán Turrialba.
39 El ILANUD fue fundado el 11 de junio de 1975 gracias a un acuerdo de Las Naciones Unidas y el gobierno de
Costa Rica. El Dr. Carranza, argentino de nacimiento, ha trabajado durante más de cuarenta años en la institución,
dirigiendo proyectos de investigación en las áreas de Política Criminal, Sociología Criminal y Sociología del Sistema
de Justicia Penal. Él mismo fue objeto de las más feroces formas de la persecución política, hasta su llegada
providencial a Costa Rica. Dos de sus constataciones básicas bastan para darnos una idea de su pensamiento.
Primera: la criminalidad aumenta con la inequidad social. Segunda: no conviene que un país resuelva sus problemas
sociales criminalizando a quienes los denuncien y expongan.
XXIX
Historia de la violencia
Vilma C. de Gallardo.
No hay duda de que lo que Vilma experimentó ese día en la iglesia fue una
epifanía, o mejor aun, una hierofanía, esto es, una experiencia, una
mostración directa de lo sacro, y no solo creo en la verdad honda de su
vivencia, sino que me parece indeciblemente bella y vívida. A continuación,
tres sentidos poemas de Vilma, escritos en los dos años posteriores a la
muerte de Viviana.
Dos de noviembre
Hoy es dos de noviembre, día de los muertos.
-¡Qué paradoja!- los muertos tienen su “día”.
La gente corre apresuradamente
a comprar flores para sus muertos.
Mas, yo no lo haré, no tengo muertos, no mi hijita linda,
blanca como una azucena, no te llevaré flores, porque son
para muertos, y tú, hijita de mi alma, no has muerto para mí.
Todo lo contrario, aunque nadie lo comprenda,
hoy, quizás más que nunca, estás conmigo a cada paso que doy,
eres la más bella flor de mi jardín interior,
me acompañas doquiera yo voy,
y como fresca flor bañada de rocío,
te llevo permanentemente en mi pecho.
A las flores no se les lleva flores,
y por eso, hijita mía,
solo te puedo decir que te llevo conmigo,
que eres una criatura hecha flor en mí,
eres, Vivi, el suave perfume que aroma mi soledad;
y por eso, no te llevaré flores, porque las de hoy,
son para los muertos.
2 de noviembre de 1981.
28 de febrero de 1982
Vivi, hoy es tu cumpleaños…
nunca lo he olvidado,
mas no puedo ofrecerte
besos ni regalos.
No tendré sorpresas para mi muñeca,
y tan solo brotan de mi gran dolor,
un triste sollozo
y una dulce plegaria
que quizás percibas,
eso no lo sé…
Te adivino en todo,
mi alegre chiquilla.
Tu suave perfume,
y tu linda sonrisa
me acompañan siempre.
No quiero estar triste,
tú ya no lo estás.
Ya no te atormentan los niñitos pobres,
ni sufres tampoco por los ancianitos
que el mundo abandona.
Ya no desvarías por los que no comen,
ni por quienes, en la negra noche,
tiritan de frío.
Hoy es tu cumpleaños,
y aunque yo no quiera,
dos ardientes lágrimas
queman mis mejillas.
28 de febrero de 1982.
A Vivi
Mariposa de verano
Dulce muñequita mía
Un amanecer de julio
Quiso el fatal destino
Que por siempre tus ojitos
Se cerraran a este mundo.
Sí, tus alegres ojos pardos
Se cerraron para siempre,
Una mano despiadada
Segó tu corta existencia.
Desde ese día, mi amor,
Nos separaron para siempre
Aunque en mi corazón
Permaneces como antes.
Siento tu alegre presencia
Tu sonrisa cantarina
Y tu aroma juvenil.
Todas estas cosas mi niña,
Espero que no me abandonen,
Pues son mi diario aliciente
En mi triste soledad.
Febrero de 1983.
El 25 de agosto del año 2015 fui invitado a ofrecer una semblanza humana
de Viviana en el auditorio Clodomiro Picado, de la Universidad Nacional de
Costa Rica, en Heredia. Después de mi ponencia, Vilma intentó en vano
dirigirle unas palabras al público -que colmó la sala-, pero yo, desde el
escenario, nunca vi sus gestos. Así pues, mi querida amiga no pudo colaborar
con el postludio que había preparado para mi exposición. Sin embargo, lo que
iba a decir no difería de lo que escribió -y no publicó- pocos días después de
la aparición de mi artículo en la “Página Quince” de La Nación, en julio de
2011, y que titulé igual que este libro: “Viviana Gallardo fue mi amiga”.
Copio a continuación el texto de Vilma.
Hoy Jacques habló, sí, el amigo adorado de mi hija, su alma gemela, habló.
Han pasado treinta y seis años desde aquel día funesto en que una mano
asesina y despiadada segó la vida de mi hija.
Jacques, mi otro hijo del alma, ha reivindicado su imagen, con su brillante
pluma y su profundo conocimiento de aquella chiquilla que fue su compañera
de escuela y colegio, y aun de sus primeros años de universidad, logró lanzar
al pueblo de Costa Rica la verdadera imagen de quien fuera en realidad un
ser humano excepcional.
No por ser mi hija la juzgo así, es que, despojada de todo sentimiento de
madre, analizándola desde todo punto de vista, de la manera más objetiva,
puedo decir que Vivi era un derroche de solidaridad, amor, ternura y
sentimientos de protección a quienes ella consideraba desvalidos y
marginados. Sus ideales la llevaron a ofrendar su vida en procura de lograr
justicia, igualdad y trato humano para aquellos que percibía explotados y
excluidos.
Ante esta presentación hecha por Jacques llovieron los mensajes de apoyo,
solidaridad y reconocimiento ante la nueva y verdadera imagen de quien
fuera presentada treinta y seis años antes, por el amarillismo mediático,
como un monstruo, capaz de las crueldades e iniquidades más espernibles,
logrando así Jacques, quizás sin proponérselo, dar a conocer la verdadera
imagen de su inolvidable amiga, otrora vilipendiada por la pluma que,
colmada de odio, rencor y mentira, destruyó la imagen de una adolescente
que solo quería luchar por sus ideales en procura de un mundo mejor para
aquellos que sufren hambre, injusticia, explotación y marginación.
Dos expresiones que aparecen constantemente, en estos textos de Vilma,
son “aunque parezca extraño”, y “aunque nadie me comprenda”. Y es que un
dolor de esta magnitud, confina a quien lo padezca, por su naturaleza misma,
a la soledad moral. Es un tránsito de fuego que, por principio, se atraviesa
solo. La presencia física, el abrazo solidario, el oído atento no mitigarán este
tipo de soledad. Es una soledad raigal, metafísica. Uno de los epifenómenos
más terribles de los grandes duelos es que solo podemos digerirlos en
soledad: es una fruta agria y ponzoñosa que nadie puede morder por nosotros.
Queda, como único bálsamo, el divino exutorio de la palabra. El antídoto de
la soledad no es la compañía: es la palabra -decía Yolanda Oreamuno-.53
El filósofo Max Scheler determina tres tipos de soledad. La primera es la
soledad física: un hombre extraviado en mitad del desierto. La segunda es la
soledad social: un hombre en una ciudad con diez millones de habitantes,
pero donde no conoce a nadie, nadie habla su lengua, nadie sabe que él
existe. La tercera es la soledad moral: un hombre en una ciudad de diez
millones de habitantes, donde él habla la lengua oficial, tiene familia, amigos,
colegas, pero nadie comparte su axiología ética, religiosa, estética, política,
humana. Según Scheler, la tercera soledad es la más desmoralizante, la más
corrosiva de todas. Esta es también la soledad del ser humano hundido en un
dolor abisal. Las palabras de confortación, los abrazos fraternos no lo
alcanzan: está solo en un túnel infernal, los gestos en que se prodiga el
mundo para aliviar su pena desfilan ante sus ojos en cámara lenta, oye sin
escuchar, ve sin mirar, come sin degustar, existe sin vivir. Es sin duda
trágico, que sea precisamente durante los dolores más lacerantes, cuando el
gesto del prójimo resulta tan ineficaz. Y los otros, por su parte, sufren al
constatar la impotencia esencial de su palabra, de su compañía. La soledad
viene, así pues, tal una infección secundaria, a posarse sobre el dolor de la
pérdida. No hay pócima, no hay palabra clave, no hay fórmula, no hay
conjuro, no hay fármaco, no hay presencia que pueda dulcificar el dolor. Los
tejidos del alma se regenerarán según su propio ritmo de sanación: nada
podemos hacer por forzarlos a cerrar la herida. Tampoco creo que el tiempo
sea tan buen cirujano -o anestesista- como la gente cree. El tiempo
propenderá a aliviar el dolor paroxístico inicial, pero lo que la pena pierda en
urgencia, en convulsión, en encono inmediato, en aullido animal, lo ganará en
sorda hondura, en profundidad. Sin embargo, el tiempo es todo lo que
tenemos: conviene verlo como un aliado. Siquiera queda la posibilidad de
darle forma verbal a ese dolor -y es lo que Vilma logra en los textos que he
transcrito-.
Comparto con ustedes otro texto de Vilma, escrito el 26 de agosto de 2014,
con motivo de una porquería de programa televisivo -¡uno más!- que lucró
con la imagen de Viviana, y con el dolor de su familia. La súplica-protesta
que Vilma formula es, en esencia, la misma que expresó al día siguiente del
asesinato de su hija. Un ruego desoído, una petición ignorada, una condena
que no encuentra eco en el ámbito de los profesionales de la comunicación de
nuestro país.
El reportaje presentado por Canal 7 en el programa “Siete Días” me deja
la sensación de que, pese a tratarse de un programa que procuró referirse al
terrorismo en este país, no ahondó en el maltrato y tortura a que fue
sometida mi hija Viviana. Quizá lo más evidente y que más puso de relieve el
terrorismo, fue su imagen -a pantalla completa- de adolescente de apenas
cumplidos 18 años, marcada por la tortura y el sufrimiento físico y
psicológico a que fue sometida, ante lo cual me pregunto ¿dónde está el
terrorismo? Mi respuesta es que el terrorismo de aquella época estuvo
representado por la acción de las autoridades policiales, que sin clemencia,
sin ningún sentimiento de piedad hacia un ser humano, se ensañaron con la
adolescente a quien quisieron arrancarle a golpes, gritos y amenazas, una
confesión ajustada a lo que los órganos investigativos necesitaban para
justificar sus violentas actuaciones.
Toparon con una joven idealista pero firme en sus convicciones de buscar
justicia e igualdad, incluso a costa de su vida, lo cual se hizo realidad ante la
cobarde acción de quien, cual marioneta manejada por oscuros personajes,
aprovechó su reclusión para ultimarla sin darle la oportunidad de
defenderse como corresponde en un país de Derecho como lo es Costa Rica.
Ante este hecho surge la pregunta: ¿por qué decidieron acabar con su vida,
qué temían que ocurriera si ella continuara viva? ¿Quiénes dieron la orden
de apretar el gatillo? A nadie le ha interesado investigar nada al respecto,
tan solo relatan una y otra vez los hechos ocurridos, tema ya conocido por
todos y que, obviamente, no puede aportar nada nuevo, pues ella ya no
existe. Pero persiste el morbo de mostrarla dolida y torturada, produciendo
también de nuevo el dolor y enfrentando a la impotencia a nuestra familia
ante tanto despliegue periodístico sin ningún propósito, más que tratar de
captar audiencia a costa de tanto maltrato. No paran mientes en que detrás
de esa tragedia hay una familia marcada por el dolor y que, en silencio,
alejada de la esfera mediática, procura seguir adelante apoyada en la
solidaridad y la alegría que, a pesar de todo, nos caracteriza. Continuamos
hacia adelante tratando de olvidar el episodio doloroso que llevamos
cubierto por la esperanza de una vida tranquila lejos de los recuerdos que
mediáticamente, una y otra vez, traen a la pantalla y demás medios de
comunicación.
Por su parte, después de treinta y tres años de confinarse a doloroso
silencio, Adalberto, el hermano de Viviana, decidió manifestar su sentir con
otra carta dirigida al periodista de “Siete Días”. La misiva está fechada el 22
de agosto de 2014. Es un documento que juzgo de primerísima importancia.
Helo aquí.
Esto puede parecer una locura, y seguramente lo es. Cuando saco del
congelador los cubitos de hielo en su molde plástico, y los hago caer en el
lavabo, no puedo resistir verlos derretirse. Uso los que necesito, y reintegro a
sus casillas a los que se quedaron por fuera, ansiosamente, antes de verlos
deshacerse. No sé, esa metáfora de la vejez y de la muerte me perturba. Llego
a sentir compasión por mis cubitos, y los rescato angustiosamente. Imagino
que son seres vivos, seres sensibles… “À la matière même un verbe est
attaché (…) Tout est sensible… et tout sur ton être est puissant”.65 ¡Debo
salvarlos, me necesitan, y no hay tiempo que perder…! Alguna vez compartí,
mientras preparábamos la cena, esta inquietud con Viviana. Oyó mi
ocurrencia un tanto asombrada, y luego se apresuró a reintegrar los cubitos a
sus contenedores. “¿Sabés qué? Tenés razón. Esto resulta perturbador”.
Viviana murió el 1 de julio de 1981. Los cubitos se habían por fin derretido.
Para ti, dulce amiga, esta reminiscencia.
65 “A la materia misma un verbo está asociado (…) Todo es sensible… y todo sobre tu ser tiene potestad”. Gérad de
Nerval: “Vers dorés”, de Les chimères.
Anexo 1
Resolución de la Corte Interamericana
de Derechos Humanos
Considerando:
1. Que, por tratarse de un caso presentado ante esta Corte por un Estado
Parte de la Convención que ha reconocido la competencia de la
misma, expresando además que renuncia a los presupuestos de
agotamiento previo de los recursos de su jurisdicción interna y de los
procedimientos previos ante la Comisión Interamericana de Derechos
Humanos previstos en los artículos 48 a 50 de la misma Convención,
y por ser inminente la sesión de la Corte en pleno convocada a partir
del 16 de julio en curso, dicha gestión debe ser considerada por la
Corte en pleno para determinar, en primer lugar, su admisibilidad y la
competencia de la propia Corte para recibirla y conocerla (arts. 25 y
44.2 del Reglamento);
2. Que de conformidad con el artículo 5.3 del mismo Reglamento,
siendo el suscrito Presidente, nacional de la República de Costa Rica,
debe ceder la Presidencia para el conocimiento de este asunto al
Vicepresidente,
Resultando:
Considerando:
Antecedentes:
Rodolfo E. Piza E.
Charles Moyer,
Secretario
Resolución del 8 de setiembre de 1983
La Corte Interamericana de Derechos Humanos,
Resultando:
Considerando:
Resuelve:
Considerando:
Que las razones sobre las que se funda la citada Resolución de la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos, llevan a concluir que habiéndose
pronunciado la Comisión en el sentido indicado, de acuerdo con los artículos
61.2 y 48 a 50 de la Convención no subsiste ninguna razón para que el caso
se mantenga en la lista de asuntos pendientes de la Corte,
Por lo tanto resuelve por seis votos a uno:
A) Antecedentes:
Concurrí con esa decisión unánime, aunque emití un Voto Razonado sobre
las consideraciones que condujeron a adoptarla, casi todas de carácter
aclaratorio.
Rodolfo E. Piza E.
Charles Moyer,
Secretario
Anexo 2
Álbum fotográfico