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Viviana Gallardo

fue mi amiga

Jacques Sagot
Centro de Estudios Generales
Heredia, Campus Omar Dengo
Costa Rica
Teléfono: 2562–6754
Fax: 2562-6761
Correo electrónico:
Apartado postal: 86–3000 (Heredia, Costa Rica)
© Viviana Gallardo fue mi amiga
Jacques Sagot
Primera edición 2018

923 Sagot Martino, Jacques, 1962-.


Viviana Gallardo fue mi amiga / Jacques Sagot Martino. – 1. edición. -- Heredia, C. R. :
S129v Programa de Publicaciones, UNA, 2018.
445 páginas ; fotografías a color
ISBN 978-9968-49-269-0
1. BIOGRAFÍAS. 2. MUJERES EN LA POLÍTICA I. Título

Diseño de portada: Mónica Murillo Segura

De conformidad con la Ley N.º 6683 de Derechos de Autor y Derechos Conexos es prohibida la reproducción de este
libro en cualquier forma o medio, electrónico o mecánico, incluyendo el FOTOCOPIADO, grabadoras sonoras y otros,
sin el permiso escrito del editor.
Para Vilma, Carlos y Adalberto, que como Atlas, cargan aun sobre sus espaldas todo el
dolor del mundo.
“El mejor homenaje que podemos rendirle a un ausente es decir lo que él hubiera dicho,
de estar entre nosotros”.
Pascal
Mi gratitud

Mi pluma no alcanza para expresar todo lo que quisiera a fin de manifestar


mi gratitud a un escritor de la estatura intelectual de Jacques Sagot. El niño
que conocí a sus seis años, el frágil pero brillante alumno del Liceo Franco-
Costarricense, a quien desde su tierna infancia, siendo alguien tan admirado y
querido por mi hija, he llamado con el mayor cariño “mi chiquito”, hoy, por
cierto, no tan chiquito, pero cuyo sentimiento aun anida en mi corazón.
He leído el libro que nos ofrece, y, según el relato de que se trate, entre
lágrimas de alegría, emoción y también de dolor en algunos casos, he
quedado impresionada ante tan majestuosa creación.
Es difícil creer que en una pequeña obra, este mago de la pluma haya
podido condensar sus doce años de momentos compartidos con quien fuera
su mejor amiga, quien fuera como un espejo de su alma, a quien llegó a
conocer hasta lo más íntimo de sus sentimientos, bellamente plasmados en
este libro que, a no dudarlo, es una joya de variado contenido: tiene pasajes
llenos de hermosos recuerdos de infancia, travesuras juveniles y anécdotas de
sus sesudas discusiones y análisis filosóficos de obras literarias y musicales
de grandes maestros que calaron hondamente en sus mentes, asuntos que
increíblemente pueden ocupar un lugar en la diaria conversación entre dos
niños y luego dos adolescentes, que estuvieron siempre muy lejos de los
superficiales comentarios acerca de temas triviales de la vida cotidiana.
Este regalo literario que Jacques pone en nuestras manos, será, sin dudar,
lectura obligada de quienes quieran enriquecer su conocimiento y su léxico, a
veces desconocido para muchos, y que además, deseen adentrarse en la bella
historia de una niña que, criada entre besos, muñecas y juguetes, sintió
inmensa ternura por aquellos a quienes consideraba desvalidos, desprotegidos
y olvidados, aquellos a quienes una simple sonrisa podría llenar de alegría y
esperanza y que sin embargo, terminó abatida por las balas asesinas de un
cobarde e insensato que brutalmente segó su corta vida.
Víctima de una sociedad que la vilipendió, la estigmatizó y la condenó sin
juicio alguno, sin conocer a ciencia cierta la verdad de los hechos y la
oscuridad de las manos asesinas que se escondieron tras los velos del poder,
hoy, la valiente pluma de Jacques, a través de la semblanza que de ella hace,
rescata sus más bellos sentimientos y casi lanza un grito de protesta a través
de sus vivencias con aquella que fuera su mejor amiga. Por eso, enternecida
hasta lo más hondo de mi ser, uniendo mi voz a las de Adalberto y Carlos, le
digo solamente, GRACIAS, JACQUES.
Pero no puedo finalizar estas pequeñas reflexiones de gratitud, sin incluir
entre los más valiosos gestores de esta obra, al Doctor Marlon Mora Jiménez,
distinguido presidente del Colegio de Periodistas de Costa Rica, al Doctor
Enrique Mata Rivera y al Doctor Roberto Rojas Benavides, de la Universidad
Nacional, Heredia, quienes con mentalidad preclara, impulsaron el
nacimiento de esta notable pieza literaria, y a ellos también, con mi corazón
de madre agradecida, al unísono con mi esposo y mi hijo, les digo: MUCHAS
GRACIAS.

Vilma Camacho de Gallardo


Viviana
Gallardo Camacho,
su historia desde una perspectiva humanista

El Centro de Estudios Generales de la Universidad Nacional de Costa Rica,


sustenta su quehacer universitario en el principio del Humanismo, tomando
en cuenta principalmente a las personas y reconociendo su importancia en el
complejo accionar que incluye el universo.
Nos interesa rescatar las más altas sensibilidades que las personas puedan
desarrollar y avanzar hacia un mundo que privilegie los valores de la
humanidad y deseche de una vez por todas las diversas formas de
discriminación, las cuales resultan odiosas bajo cualquier circunstancia.
Es nuestra preocupación constante desde la academia generar los espacios
que permitan una comunicación adecuada entre los diversos sectores de la
sociedad, y que a la vez se pueda dar un proceso de reflexión de estos puntos
de vista, con el fin de lograr un acercamiento cada vez mayor.
Al señor Jacques Sagot lo conocía por referencia y me sorprendió al
enterarme en una conversación informal la cercanía y hermandad en su época
de juventud con Viviana Gallardo Camacho.
El caso de Viviana Gallardo Camacho ha sido llevado y traído por las
crónicas periodísticas de ayer y hoy, pero nunca se había tenido la sutileza de
adentrarse en el rescate de la persona, su historia de vida, su familia y todo su
entorno.
Porque no se debe olvidar que Viviana Gallardo Camacho, además de todo
lo que se ha escrito con fundamento o sin él, fue una hija, una amiga, una
compañera, una confidente, una consejera, una estudiante, una costarricense y
una persona.
El señor Sagot en este libro no entra a analizar, ni a cuestionar las razones
por las que en un momento de su vida Viviana Gallardo Camacho realizó
algunos actos que marcaron la historia nacional, más bien con la sensibilidad
que lo caracteriza aborda el tema de una forma casi poética y nos imbuye en
la fascinante vida de una persona, la cual no conocíamos, nos muestra su
inteligencia, su audacia, su sensibilidad, sus temores y sus virtudes.
Cuando ocurre esto, ya no podemos ver a la misma Viviana Gallardo
Camacho, se incorporan otros elementos que enriquecen nuestro criterio,
aunque algunas veces se retoma la historia oficial, más bien, don Jacques nos
introduce en un mundo fascinante de una Costa Rica diferente, de hace ya
varias décadas, y nos ubica en el universo maravilloso de una niña y joven.
De acuerdo con la descripción de este libro, ella fue muy feliz, su familia la
amaba y quizá su “único pecado” era ser un espíritu inquieto, crítico,
cuestionador, que no era fácil de convencer, pero cuando esto ocurría su
compromiso era total.
Para el Centro de Estudios Generales y en mi calidad de Decano, resulta
muy satisfactorio apoyar esta iniciativa que se convirtió en un libro, el cual
busca rescatar a ese ser humano que habitó este planeta y cuyo nombre fue
Viviana Gallardo Camacho.

Dr. Roberto Rojas Benavides


Motivación humanista

Dicen que cuando una bala entra en el organismo, rompe la piel, desgarra
los músculos y contamina todo a su paso. De inmediato, un veneno como un
dardo tranquilizante duerme las fibras mientras el sistema envía un mensaje
directo al cerebro: le llaman dolor; ese mismo que hace vociferar en el
término más alto lo que siente por dentro. Eso le sucedió a una niña en una
descarga de balas hace ya muchos años, por eso desde el Centro de Estudios
Generales (CEG) decidimos contar su historia y hacer memoria de aquella
Costa Rica.
El 29 de julio del 2011, Jacques Sagot escribió para el periódico La Nación
un artículo titulado “Viviana fue mi amiga”:
Viviana Gallardo fue mi mejor amiga de infancia y juventud. La
hermana de mi alma. El lunes 2 marzo de 1969, primer día de clases -
terrible experiencia iniciática- mi mamá me lleva de la mano al Liceo
Franco-Costarricense. Yo, aterrorizado, abandonado en un aula llena
de criaturas extrañas y de una temible figura de autoridad que era la
profesora, mudo, crispado, al borde de las lágrimas. Sentada al lado
mío estaba Viviana Gallardo.
Luego de leer aquel primer párrafo, conversé con el decano del Centro de
Estudios Generales, Enrique Mata, y le escribimos a Jacques para que nos
contara su historia. Nuestra iniciativa tuvo que esperar porque una misión
diplomática en Francia nos impedía tenerlo en vivo.
Tuve que esperar unos años para coincidir con este pianista extraordinario
en un programa de Radio para organizar la actividad tan ansiada. En esto, la
actual decanatura dirigida por Roberto Rojas nos dio todas las facilidades
para lograr nuestro cometido: tener a Jacques Sagot hablando de aquella
mujer de apellido Gallardo.
Jacques se educó en el Liceo Franco-Costarricense desde muy chiquillo, ya
tenía en las venas esas dotes de artista que ha esculpido como escritor con
potentes cuentos y textos en medios de comunicación colectiva.
Sería en esa casa de estudios donde se encontraría con Viviana; donde
aprendió a quererla y convivir con ella. Al preguntarle sobre aquella
coincidencia la definió como sensible, idealista, joven y culta mientras le
brillaban los ojos como si la tuviese de frente.
“Viviana Gallardo es la amiga más cerca del corazón que he tenido en la
vida”. Imaginen qué lindo hablarnos desde el corazón entre amigos, eso lo
decimos siempre en nuestras clases de humanismo. Por eso me atreví a
organizar una actividad donde escucháramos hablar de esa chica tan
desconocida para la sociedad costarricense, y que hoy desemboca en un libro
con memoria humanista.
Jacques Sagot, el pianista, el escritor, el dos veces doctor ha dado recitales
en toda América, Europa y Japón. Los veranos franceses en octubre ponen el
piano de la mano de este artista costarricense a crecer las flores de la avenida
de los Campos Elíseos -esos Champs Elysées son testigo de mis palabras-.
Amante de las bibliotecas al viejo estilo de la atención humanista, este
estudiante de por vida, fue declarado por el Gobierno Francés Caballero de la
Orden de las Artes y las Letras. Como diplomático, impulsó que las esferas
costarricenses se declararan patrimonio del Mundo por la UNESCO.
Sabe de fútbol una barbaridad: le escuché la mejor semblanza de George
Best que conozco, pero ustedes ya quieren leer este texto tan nuevo y tan
genuino como real. Les dejo con la historia de este casto de las redes sociales,
Jacques Sagot y la mujer que se sentó a su lado el primer día de clases en un
marzo a finales de los sesenta.
“Cuando falleció Viviana, yo llegaba a la casa y con su mamá doña Vilma
nos sosteníamos unos a otros. Mi relación con Viviana no terminó con su
muerte, te lo confieso”, me dijo mientras sus cachetes enrojecidos hacían
juego con su barba: esa que le caracteriza el garbo de artista moderno. Con
ustedes la historia de Jacques: un hermano durante trece años de la chiquita
que nadie conoció.

Marlon Mora Jiménez


Preludio en Si bemol menor

Este es un libro dictado por el amor. ¿Le confiere tal cosa una lucidez, una
preclaridad particulares, o antes bien, lo torna sesgado y parcial? Resta
considerar la posibilidad de que sucedan ambas cosas: no son en modo
alguno excluyentes. Cela étant dit, quizás convenga comenzar declarando
que no creo en la objetividad. Vamos, me corrijo: creo en ella como una
entelequia, una facultad loable hacia la que es saludable propender (como la
Justicia, el Amor, la Libertad, la Verdad), pero que nunca alcanzaremos.
Recomendable como tránsito, como “ir hacia”, como travesía, partiendo de la
comprensión de que nunca llegaremos al ansiado litoral. Lo que la Justicia, el
Amor, la Libertad, la Verdad posiblemente nos permitan será un viaje más
placentero. Por lo demás, bueno es saber que nos embarcamos en un navío
que nunca llegará a su destino. Y tal es el caso de la objetividad: asumimos
que conviene bogar hacia ella, pero que jamás lograremos habitarla.
Yo soy más radical. Repito: salvo como compañera de viaje, no creo en la
objetividad. La “objetividad” (asumir como un hecho objetivo -y por
consiguiente, universal- la excelencia humana de Sócrates, Sir Thomas More,
Mahatma Gandhi) no es más que la suma de esas incontables e irreductibles
subjetividades que llamamos posteridad. Si erra el individuo, igual puede
errar esa inimaginable suma de individuos que llamamos “historia”. Así pues,
amigos y amigas, lo único honesto de mi parte es comenzar por confesarles
que no pretendo ser objetivo. Antes bien, voy a ser profundamente subjetivo.
¿Por qué? Porque para mí, ahí es donde palpita y se ovilla la Verdad. ¿Mi
verdad? No me importa, jamás me ha importado ninguna otra. Así las cosas,
cuando les ofrezco mi subjetividad -grávida de sentimiento y experiencias
personales- tengo la certeza de ofrecerles lo más cercano a la Verdad de que
soy capaz. Obligarme a la “objetividad” adulteraría las vivencias que quiero
compartir con ustedes, y me sometería a un régimen de violencia epistémica
que rechazo desde el fondo de las vísceras. Lo que contaré es verdadero
justamente por cuanto subjetivo -partiendo, eso sí, de esta premisa: la
subjetividad no es el paraje de los espejismos, sino la residencia de la Verdad,
la única Verdad de que los seres humanos somos capaces-. Mi subjetividad
no supone cosmetizar hechos, omitir información, ignorar el dolor de unas
víctimas para exaltar únicamente el del bando contrario, caer en la apología
ciega y bobalicona, someter la historia a las más artificiales torsiones, en
suma, falsear o adulterar los acontecimientos de esos últimos, aborrascados
meses de la vida de Viviana. Mi subjetividad consiste en declarar, a priori,
que adoré y sigo adorando a ese ser que en su momento el país satanizó, que
comprendo plenamente la magnitud de su error, y que condeno el hecho de
que nuestro “Estado de Derecho”, actuando como una sórdida, foucauldiana
urdimbre de focos de poder, la haya privado, asesinándola, de la oportunidad
de expiar su falta, y de entender en qué había consistido su trágico yerro.
Hablaré sobre un ser que me es entrañable. Un ser muerto -aniquilado- hace
treinta y seis años. E inevitablemente, hablaré también sobre mí. Como
hermosamente sostiene Vladimir Jankélévitch, el presente no requiere ser
auxiliado. Por el mero hecho de ser presente, tendrá la fuerza y la presencia
vital como para defenderse a sí mismo. El pasado, en cambio, está condenado
a irse adelgazando, disminuyendo, limitándose a un puñado de imágenes que
no cesarán de acercarse a la nada asintóticamente, sin por ello jamás
desaparecer: nadie puede hacer que lo que fue no haya sido. Por ínfimo que
sea el homenaje que el ser humano rinda al hecho en cuestión (una nota a pie
de página, una mención en un libro perdido en una biblioteca con diez
millones de volúmenes, el recuerdo de una anciana que se extingue), este no
será devorado por la nada. Si fue, seguirá siendo -aun cuando cada vez más
consumido, más erosionado por el tiempo-. Hoy es siempre todavía -observa
Machado-. Mi libro está escrito desde ese “todavía” que se enturbia y
difumina. Es por esto -nos dice Jankélévitch- que el pasado demanda
socorristas. No el presente -ese goza de perfecta salud-, sino el pasado. Todo
hecho pasado, por el mero hecho de ser tal, nos lanza una llamada de auxilio,
y convoca nuestra responsabilidad: somos custodios, depositarios de algo que
la lepra del tiempo está erosionando: debemos actuar como buenos
museógrafos, como arqueólogos, biógrafos y -más aún- como aquellos que
insuflarán a ese pasado una vida insólita, impensada.
El pasado es elástico, maleable: cambia cada vez que lo revisitamos, es
sustancia susceptible de reinterpretación, de relectura, es -contrariamente a lo
que alguna gente cree- abierto, dinámico y mutable. A su modo, es
actualizable y aun más: futurible. Una avezada relectura de un hecho
histórico puede cambiar completamente la idea que el mundo de él
conservaba: lo que se había considerado una gesta épica, es re-
conceptualizado como el más abyecto genocidio. Las canciones de gesta -que
amo, y cuyo esplendor literario sería el último en negar- deben ser
reinterpretadas, re-concebidas, desde nuestra actual perspectiva, como la
crónica de atroces campañas de sojuzgamiento, pillaje, muerte y devastación.
¿Eran Rolando y el Mio Cid un par de genocidas? Sería un anacronismo
pretenderlo, toda vez que el término y la noción misma de genocidio no
existían en los siglos XI y XIII, pero desde nuestra actual perspectiva, es
difícil no releer, no revisitar sus gloriosas campañas como lo que realmente
fueron: gestiones de pillaje, de hegemonismo cultural, el horror del
imperialismo (¡otro anacronismo!) expresándose en su más primaria forma.
Y es por eso que este libro parte al auxilio del pasado. Ya mucho de él ha
muerto. A treinta y seis años de los hechos, un considerable coeficiente de él
es absolutamente irrecuperable. Pues bien, elaboraremos el duelo de lo que ya
duerme en el fondo del océano donde todo se disuelve y evanesce, y
partiremos en pos de lo que aun pide a gritos nuestro socorro. El tiempo es
como un disolvente natural. Dice Georges Brassens: el tiempo es un bárbaro
de la estofa de Atila: en los corazones donde sus caballos pasaron, no vuelve
a brotar el amor. No pretendo que rebrote: mi misión es preservar las flores,
huertos, e islotes de zacate que dejó intactos. Y contra ello, ese tiempo-Atila,
con sus legiones de caballos, no puede nada. Ya hizo todo el daño que podía
hacer. Ahora nos corresponde a nosotros detener su insidiosa carcoma de
lepra en la memoria de las gentes. Y tengo la certeza de que lo derrotaremos.
Son curiosas, las malas pasadas que el tiempo juega con nosotros. De aquí a
mil años, la gente sostendrá que Proust era contemporáneo de Voltaire. De
aquí a diez mil, que nosotros fuimos contemporáneos de San Francisco de
Asís. Hoy, apenas pasa un día sin que oiga hablar de “los griegos de la
Antigüedad”, y ver cómo la gente pone a Homero al lado de Platón… cuando
en realidad los separan cuatro siglos de historia. La compresión del pasado,
que tiende a aglutinarnos y confundirnos en una masa amorfa y promiscua.
Eso y la ignorancia supina e irritante de la gente -añadamos, para trazar el
cuadro completo de los hechos-. Viviana Gallardo comparte íntimamente el
segmento de mi vida que va de los seis años -primer grado de la escuela
primaria- a los dieciocho -segundo año de mis estudios universitarios-. Desde
marzo de 1969 hasta junio de 1981. Seis años de escuela primaria, cinco de
colegio, y uno y medio de universidad. Hoy, a mis cincuenta y cinco años de
edad, me digo: “doce años no es, después de todo, una travesía tan larga…
¿cómo es que este recorrido compartido me hace el efecto de una eternidad?”
Pero tal es el hecho. Lo abarco retrospectiva y panorámicamente, y me parece
que la aventura duró cien años. Luego tomo el paisaje, comienzo a
desmenuzarlo, y descubro paulatinamente en él una densidad, un espesor, una
riqueza… y por poco suscribo a la paradoja de Zenón, y me digo: al dividir y
subdividir las miles de vivencias compartidas con mi amiga, no veo cómo
pueden siquiera ser contenidas en el espacio acotado y pírrico de doce años.
Fue, paradójicamente, una eternidad cerrada, contenida, acotada. Quizás no
extensivamente -tiene un comienzo y un final perfectamente determinables-,
pero sí intensivamente (uso ambos términos con el sentido que les confiere
Spinoza: “el ser humano muere extensivamente, pero no intensivamente”).
Viviana fue mi amiga. Mi mejor amiga -añadiré, a sabiendas de que esta
expresión ya tiende a suscitar la sonrisa indulgente de los pedantes-. Sí: creo
que existe eso que se llama “una mejor amiga”. Empero, no utilizo la
expresión en términos absolutos -he tenido amigas igualmente entrañables
después de ella-. Lo fue durante más de doce años de mi vida. Y lo sigue
siendo en la medida en que, aun cuando aprecio en lo que valen las
magníficas amigas que la vida me ha deparado tras la muerte de Viviana,
advierto que pocas han estado tan cerca de mi corazón y me han conocido tan
hondamente… Mi alma no tenía piel para Viviana: la leía como un texto
abierto. Podría haber sido perturbador, de no ser porque le tenía absoluta
confianza, y sabía que nunca usaría su conocimiento para hacerme el mal. Su
perspicacia hermenéutica por un lado -su capacidad para leerme-, la
transparencia de mi ser por el otro… Esto generó un inusitado grado de
conocimiento. De ella por mí. El mío por ella era mucho más limitado. No
porque ella fuese más críptica, más opaca que yo, sino simplemente porque
yo era más tonto. Pero mis limitaciones como descifrador de almas importan
poco, puesto que, de todas formas, este libro no es únicamente -quizás ni
siquiera fundamentalmente- una biografía. Es la historia de una relación, de
un vínculo excepcional, por poco diría inexplicable, entre dos niños, luego
adolescentes, por fin, jóvenes adultos. No solo celebro a Viviana: celebro
nuestra amistad, y como tal, esta no puede sino ser un fenómeno à deux.
Canto a una casi incomprensible consonancia de las almas, a algo que va
más allá de la mera identificación cordial (del latín cor: corazón). Tentado me
siento a hablar de un fenómeno de gemelitud de espíritus, pero sé que con tal
ocurrencia suscito ya la sonrisilla condescendiente de los ya mencionados
cretinos. Por lo demás, si con tanta frecuencia hablo de mí, ello se debe a lo
que decía Unamuno: soy el hombre que tengo más cerca de mí.1
“Pero si no una biografía, ¿qué es su libro, señor Sagot?” -es la pregunta
legítima de los lectores-. Es una rapsodia. Una rapsodia era un género poético
de la Antigüedad. Etimológicamente, significa “zurcido de cantos”. La
noción misma de lo rapsódico sugiere libertad, improvisación, paráfrasis,
analepsis, prolepsis, heterogeneidad del discurso, heteroglosia -hubiera dicho
Bajtín, refiriéndose a la novela-. Con ello quiero decir que el libro será
biografía cuando me plazca, ensayo cuando me dé la gana, reminiscencia
cuando se me antoje, jirón sangrante de la historia patria cuando así lo sienta,
y homenaje siempre, siempre, siempre. Algo más: durante largos trechos, el
libro asume el carácter de una “biografía intelectual” de Viviana: la historia
de su pensamiento, de sus lecturas, de sus posiciones ante el mundo. La
“biografía” de un espíritu, no solo la de una figura civil. No obedezco a
ningún itinerario predeterminado. Juego rayuela sobre las casillas del tiempo,
y tanto voy del pasado al futuro, como del futuro al pasado. La libre
asociación de ideas -más que el apego a una cronología rigurosa- fue mi guía.
Fiel a mis procedimientos literarios, he dejado que el libro se escriba a sí
mismo. Le he dado la palabra a la palabra. El resultado solo puede ser un
bazar, una cornucopia de reminiscencias, un caleidoscopio de recuerdos, y
también una bacinica llena de bilis y jugo pancreático. Creo que los escritores
escriben mejor cuando usan sus fluidos vitales que cuando se sirven de la
tinta. La historia de Viviana es la historia de una inmensurable injusticia.
Escribiré con excremento -tal los prisioneros en sus celdas de máxima
seguridad- cuando lo considere necesario. Y si tengo que vapulear a alguien,
lo haré. “Miserable”: la lengua española no habrá jamás acuñado término más
adecuado para aludir a la suma de todo lo que consideramos anti-valores:
cobardía, traición, abandono, pusilanimidad, abuso de poder… el zoológico
es grande y ofrece una variopinta multitud de bichos viscosos, nauseabundos
y escurridizos.
Una vez más, llamo en mi auxilio a don Miguel de Unamuno: Si al
lector le resultan estos aforismos sin concierto es porque no ha
aprendido a leer en lanzadera, pensando, despensando y repensando.
Que es propiamente la rumia. O la meditación. Cuando en las
novenas, allá al oscurecer, el cura, después de leer un pasaje, dice,
cerrando el libro y con voz gangosa: “¡Meditación!”, y apaga la vela
a cuya mortecina llama leía en el libro, pónense las devotas y los
devotos a rumiar pensamientos, a darles vueltas, a discurrir en ovillo
y como quien devana. O se duermen. Y en sueños deshacen el hilo de
la vida. Medite, pues, el lector y déjese del orden de los pensamientos.
¿Qué no seguimos un método, o sea un camino o un cauce? ¡Claro
está que no! Es decir, sí le seguimos. Vamos haciendo el camino
según caminamos. Un hilo de agua que se vierte por una pendiente
sigue la línea de menor resistencia, pero es en cada momento de su
curso y no en la resultante. Si en un punto dado le quitaran un
obstáculo, es fácil que el resto de su curso fuese de menor resistencia,
de mayor pendiente que el que sigue a partir del obstáculo aquel. Y en
esto se diferencian los ríos de los canales. Y esta nuestra disertación
aforística, con sus meandros, sus vueltas, sus remansos, sus
rompientes, sus lagos, es como un río al que no queremos acanalarle
entre pretiles de lógica.
Lo mío son los ríos, no los canales.
“Nostalgia” es una palabra débil, muy débil, para describir esos momentos
en que el pasado se enseñorea del presente, nos duele respirar y el pecho se
cierra como si quisiera proteger y triturar a un tiempo el corazón. Pesadez del
alma, pesadez del ser.
El diagnóstico que generalmente se emite es demasiado fácil: tal vivencia
tiene que ser dolorosa, puesto que representa una forma de exilio: salirse del
aquí y del ahora -del “aquihora”- e instalarse en algo que ya no es, y que,
como tal, participa de la definición misma de la muerte: no ser. Porque, según
San Agustín, el pasado -como el futuro- es justamente aquello sobre lo no se
puede predicar nada, excepto que “no es”.
¡Ay!, para que algo deje de ser, tiene que haber sido: he ahí el problema.
Así vistas las cosas, la filosofía de Heráclito, el devenir, el río en cuyas aguas
nadie se baña dos veces, es la concepción del tiempo más profundamente
melancólica que sea dable concebir. Bajo el rostro luminoso de la renovación
se oculta el de la pérdida. Y el “devenir”, ¿qué es, sino el más piadoso
eufemismo jamás inventado para aludir a la muerte? Antes que celebrar mi
nuevo río, lloro el que ya se fue, ese que, al decir de Jorge Manrique, “va a
dar en la mar, que es el morir”.
Heráclito es el modelo y el santo patrono de toda la poesía de la melancolía
(¿existe acaso otra?) que en el mundo se ha escrito. Infinitamente más que
Lamartine, Musset, Bécquer, Verlaine, Dickinson, Machado, Juan Ramón
Jiménez… que solo se permitían ser melancólicos cuando querían. Sí,
Heráclito era, por lo menos, tan poeta como filósofo. Pertenece a ese linaje de
pensadores caracterizados por una agudísima sensibilidad temporal -más que
espacial-, la estirpe de San Agustín, Unamuno, Machado, Bergson, Proust.
Siempre he propendido -lo cual no está de moda, ya lo sé- a su antípoda:
Parménides. La quimera de un Ser redondo, perfecto, eterno, inmóvil -o más
precisamente, donde el movimiento y el cambio no serían más que una
ilusión- ha despertado ecos profundos en mi corazón. ¿Quimera? ¡Acaso no
lo sea, después de todo! Es, por lo menos, mi intuición profunda, atávica,
inexplicable.
El tiempo lineal solo es concebible en su representación gráfica, espacial y
geométrica: la línea recta. Por lo demás, no existe. No reconstruyo mi vida de
manera cronológica. No puedo. No debo. La vida no es una línea ni un
vector, no va del pasado hacia el futuro, con breves paradas en el presente
(“distensiones”, las llama San Agustín). No es un trayecto continuo,
unidireccional y entrópico. ¿Sugiero que la vida debe ser reconstruida de
adelante hacia atrás o comenzando in media res y procediendo en una u otra
dirección? ¿Dejaría acaso por ello de ser cronológica y lineal? La prolepsis
como la analepsis son, ambas, hijas de Cronos: nada cambia con el hecho de
que nos dejemos llevar por la corriente hacia la desembocadura, o que
remontemos el río en pos de su olvidada naciente.
Hay otro criterio para “organizar” y “reconstituir” la vida, y “experimentar”
el tiempo: un criterio primordialmente emocional y, en cierto sentido,
cristalizado fuera de los relojes y calendarios. Llamémoslo, con toda
propiedad, impresivo y subjetivo. Solo es válido en la reminiscencia, en la
evocación, en la cercanía o la lejanía emotivas que ciertas vivencias dejan en
nuestra memoria. Lo más cercano a nuestro presente no es el día de ayer: es
la más intensa de las alegrías o el más atroz de los dolores que hayan
marcado nuestra vida. Lo más lejano al presente -lo que ha quedado
realmente rezagado o enterrado en el pasado- son aquellas vivencias que no
dejaron huella en nuestra conciencia.
Eso es el tiempo para mí. Una jerarquía de intensidades, o si así lo
prefieren, un calendario puramente personal, subjetivo, impresivo y nunca
lineal. El pasado lejano -o lejanísimo- es el naufragio de aquellas vivencias
que no penetraron la primera capa histológica del alma. El presente
constitutivo de la personalidad, el presente activo, el presente que realmente
está presente (valga la redundancia) es una suma de impresiones y de
sobreimpresiones cuya inusitada intensidad establece una perspectiva hecha
de presencias y ausencias, de improntas y olvidos, de paroxismos y meros
archivos. Y es así como mi presente bien puede ser el día, allá en el fondo de
la infancia, en que descubrí el agua; e inversamente, el minuto que acabo de
vivir, o el día de ayer, o los últimos diez años de mi vida, quizás vacíos de
agonías y de éxtasis, formen ya parte de un pasado pasadísimo, posiblemente
irrecuperable.
Siendo la evocación mi manera de asomarme a mi propia vida, el único
método organizacional que juzgo honesto es el que se fundamenta en una
concepción del tiempo -repito- emotiva, impresiva, subjetiva, jerarquizada,
completamente ajena a la cronología “objetiva”, y categorizada aeterno
modo. La emoción informa y estructura al tiempo.
Aunque el hecho aconteció hace quince años, yo puedo afirmar que mi
hermano murió ayer. La hondura de la impresión, la brutalidad del trazo de
gubia sobre la piel de mi alma, harán que mi hermano haya siempre muerto
ayer. También puedo decir que fue ayer cuando toqué, para un público
delirante, el Segundo Concierto de Rachmaninoff en el Teatro Nacional, o
que publiqué mi primer libro -cosas que, me dicen los almanaques,
acontecieron en 1997-. Cuando Machado afirma: Hoy es siempre todavía, la
reflexión vale únicamente para aquellas vivencias que representaron
paroxismos -de gozo o de dolor-. El pasado cercano, inmediato, siempre está
hecho de experiencias extremosas: es por ello que la conciencia, haciendo
trizas los calendarios, las ubica ahí. Y correlativamente, esa tediosa fila que
tuve que hacer ayer para resolver un banal embrollo burocrático, no sucedió
realmente ayer: mi corazón ya desterró la experiencia a un pasado por poco
antediluviano, con el propósito de que siga alejándose, y propendiendo
asintóticamente hacia la nada.
El tiempo es, también, una función de la emoción. Es ella quien lo
estructura, es ella quien lo constituye, es ella quien lo informa, es ella quien
lo corporeíza. La emoción dispone qué viene antes y qué viene después. Y
dentro del antes, qué fue a escorar al antes del antes; y dentro del después,
que fue remitido al después del después.
Tiempo = emoción. He ahí la ecuación que quiero compartir con ustedes.
Ahí me dirán qué les parece.
Yo nunca digerí espiritualmente el asesinato de mi amiga. Tampoco
pretendo a estas alturas -o a estas bajuras- de mi vida lograrlo. No significa
esto que cada vez que la evoque aúlle de dolor. Significa que la injusticia es -
creo yo- una de esas vivencias para las cuales carecemos de enzimas
digestivas. Se nos queda atorada, asfixiante e irreductible, en algún lugar del
esófago. Y no hay remedio para eso. Nunca lo ha habido. No, por lo menos,
para mí. Es, en suma, algo que jamás le voy a perdonar al mundo. ¿Que esto
me condena al desasosiego y la rabia impotente? Pues que sea. No me
interesa ser potente ni sosegado. Por momentos me pregunto si la justicia no
será parte de nuestro aparato instintivo. Nada en el mundo causa más rabia y
tan desesperada necesidad de compensación como la injusticia. Un niño en su
cuna es ya capaz de reconocerla, y la repudia desde el fondo del ser. Las
diversas maneras en que la justicia se codifique, ritualice y protocolice son,
evidentemente, constructos culturales. Pero la natural, espontánea, telúrica
indignación que en nosotros despierta la injusticia me parece constituir, antes
bien, parte de nuestro “disco duro” instintivo.
Marguerite Duras decía que escribir es gritar sin hacer ruido. Sí, alaridos
silenciosos, como los de las desquijaradas figuras del Guernica, que arrastran
sus cuerpos en medio de una conflagración universal… de la que no
alcanzamos a oír absolutamente nada. Pienso en la irreparable, por siempre
irreversible, incompensable injusticia del pasado, y escribo… es decir, grito
en silencio.
Este libro no pretende cancelar, agotar el discurso en torno a Viviana. Antes
bien, mi sueño es que lo abra en direcciones nuevas e insospechadas. Que
genere más estudios y aproximaciones. Que opere como una fuente primaria,
básica, en la que posteriores investigadores podrán apoyarse para proponer
estudios especializados. Las dimensiones jurídica y criminológica del caso de
Viviana, por ejemplo, piden a gritos el análisis riguroso de los entendidos en
tales materias. No eran canteras que yo hubiera podido explorar: carezco del
instrumental teórico para hacerlo. La saga de Viviana tiene mil vertientes, y
obviamente yo no podía sino examinar algunas de ellas. De nuevo, mi más
cara ambición es que este libro suscite una profusa y especializada
bibliografía.
Cuatro observaciones antes de iniciar nuestra aventura. Uno: hablo siempre
en primera persona, y asumo absoluta responsabilidad por los criterios
emitidos. Execro -el término no es excesivo- la práctica consistente en hablar
desde el “se” (“se” dice, “se” propone, “se” demuestra). ¿Quién diantres es
“se”? Así pues, proscrito queda el “se” heideggeriano, puesto en boga por
cierto tipo de ejercicio académico con veleidades cientificistas. Con asco
quizás mayor evito hablar en la primera persona del plural: el mayestático
“nosotros”. ¿Por qué habría de hacerlo? El pronombre en cuestión no me
representa. Solo aquellos que padecen de parásitos intestinales o sufren de
trastornos disociativos de múltiple personalidad deberían permitirse hablar
desde el “nosotros”. Dos: me he fijado, como meta, que en mi escritura
figuren siempre tres componentes: información, interpretación y pasión. En
otras palabras, cifras, pensamiento y corazón. A ustedes les corresponderá
evaluar si lo he logrado. Tres: soy digresivo, reiterativo y enumerativo.
Cuatro: yo soy mejor preguntador que “respondedor”. ¿A qué bueno
proponer respuestas, cuando de toda suerte el mundo está repleto de
“contestadores” profesionales que parecen segurísimos de sus respuestas? Así
pues, quedan debidamente advertidos. Si están dispuestos a tolerar estas
proclividades retóricas, bienvenidos a mi texto.
Inevitablemente, en el libro hablo mucho de mí. Repito las palabras de
Unamuno: “Perdonen que hable tanto de mí, pero sucede que soy el hombre
que tengo más cerca de mí”. Visitar esa arriscada comarca del pasado que fue
Viviana, es cosa que comprometía todo mi ser, y que me forzó
constantemente a la introspección. En casi cualquier recuerdo o
reminiscencia, se me venía de cuajo también mi propia persona, partícipe
frecuente de sus correrías vitales e intelectuales.
Este libro no es solo un trabajo histórico o una mera serie de anécdotas y
reminiscencias. Hube de investigar en diversas fuentes -expedientes
judiciales, documentos diversos, manuscritos de Viviana- para dar forma al
opus. Fue, en buena medida, una labor de excavación, de exhumación de
papeles hoy decolorados por el tiempo, y algunos de ellos inexistentes en
archivos públicos.
Terminado este preludio en modo menor, y a punto de comenzar el primer
capítulo, me pregunto, como Barthes, Par où commencer? Pues entérense,
amigos y amigas, que están ustedes ante un escritor tan irresponsable y
autoindulgente, que a estas alturas no tiene aun la menor idea de qué va a
escribir en la página que sigue. Esa es la vida. La verdadera. La que no se
planifica, la que nos sorprende a cada párrafo. La “inconexa”, la “carente de
sentido”, la “inarticulada”, la “divagante”, la que “no tiene pies ni cabeza”.
Mallarmé reivindicó en un texto admirable la legitimidad de la divagación en
la gestión filosófica: comprendió que se puede hacer filosofía desde el caos
discursivo de la vida. ¿Por qué habría yo de “acanalarla”, de pretender
ponerme por encima de ella? Juguemos su juego, y hablemos, en cada preciso
momento del texto, sobre lo que me dé la regalada gana escribir. Me eximo
de los pruritos de estructura, unidad, desarrollo o conclusión: esto no es un
trabajito universitario de la Niña Pochita (esos que, tan pronto escritos, son
publicados cual si se tratase de obras canónicas de la literatura universal). Sin
brújula, sin sextante, sin velas ni radar: partiremos al auxilio del pasado a
nado y siguiendo el impulso del momento. Lo que hará las cosas más
difíciles: tendremos que vérnosla con un mar chúcaro y proceloso. Es media
noche. La media noche fosca sin luna y sin estrellas donde el cielo no puede
hacer las veces de guía. Momento de zambullirse en el océano.
1 Del sentimiento trágico de la vida.
I

“Mami: ¿Dios es un mono?” “¡Por supuesto que no, Vivi! Dios es el


creador del universo”. “Pero la profe de biología nos dijo hoy que el hombre
desciende del mono, y el Padre Carlos por otra parte nos dijo que el hombre
había sido hecho a imagen y semejanza de Dios… O sea, que Dios tiene que
ser un mono”.
Sí, era inquisitiva, Viviana. Curiosa, inquieta, el tipo de niña a la que no
satisfacían las respuestas facilongas. Ya en esta pregunta demuestra una
actitud crítica ante los dogmas de todo orden: tanto el evolucionismo como el
creacionismo quedan mal parados, en su cuestionamiento -formulado con
absoluta seriedad-.
Apenas iniciada en el lenguaje sagrado de los adultos, repetía una y otra
vez: “Osito, osito, donde va la miel, va él”. Era una de sus rimas infantiles
favoritas. Pero no la enunciaba sin haberla dotado de un contenido muy
concreto: el “osito” era su papá, que corría tras la “miel” de su mamá. Tal fue
su natural, espontánea exégesis del verso. Oso y miel se transubstanciaron
mágicamente en papá y mamá (a los cuales siempre llamó “papi” y mami”).
La poesía es así vivida como algo entrañable, como la verdad de su
microcosmos doméstico. También su “exégesis” poética revela una
sensibilidad proclive al pensamiento analógico (es decir, mágico), y siempre
vinculada al sanctasanctórum familiar.
Viviana era una niña superlativamente dotada de esa facultad que
conocemos -o creemos conocer- como “espíritu crítico”. Es una noción muy
traída y llevada, de la que en realidad poca gente es capaz de proponer una
definición. El espíritu crítico forma parte de la dotación natural de la criatura
humana. Luego, por supuesto, el medio puede sofocarlo o desarrollarlo.
Espíritu crítico es la actitud mental que nos hace interrogar permanentemente
nuestro entorno. Su primera manifestación -en el niño- consiste en preguntar.
Preguntar esto, aquello, lo otro, lo de más allá. Esas preguntas comienzan
siendo puramente fácticas (“Mamá, ¿por qué dicen que el planeta se está
recalentando?”) y luego, propiamente críticas (“Mamá, ¿quién es el
responsable de que el planeta se esté recalentando?”). Tengo la absoluta
convicción de que, en este rubro particular del desarrollo cognitivo de un ser
humano, Viviana representaba un caso de sobredotación. La persona carente
de espíritu crítico asume que todo en el mundo -instituciones, costumbres,
protocolos, rituales, jerarquías- obedece a un orden natural. Confunde
sociedad y natura. Proclama -chillona tautología- que “las cosas son como
son”, y probablemente añada: “y está bien que así sean”. La sociedad sería
tan absoluta e inapelable como la naturaleza. Este tipo de razonamiento
incorrecto ha sido llamado “naturalistic fallacy”: es un remanente del
darwinismo social, y una aberración conceptual que urge deconstruir. Lo que
es bueno en el reino natural ha de serlo también en la sociedad: ¡estridente
paralogismo que acarrea las más graves formas de exclusión social! Es la
actitud de lo que Ortega y Gasset llamaba “el señoritingo alegre”, aquel que
no se cuestiona nada de lo atinente al engranaje social en que está inserto. Por
principio, todo está bien y casi podríamos afirmar, como Leibniz -pero sin las
profundas y muy respetables razones que lo llevaron a él a pronunciar su
célebre dictum- que “vivimos en el mejor de los mundos posibles”. El
“señoritingo alegre” sostiene que la sociedad es el producto de una “manera
natural de ser” del ser humano, que jamás habría podido haber sido de otra
manera: su concepción de las cosas podría definirse como determinista, pero
ello únicamente en la medida en que tal determinismo le convenga y halague.
Para todas las injusticias del mundo tendrá siempre la misma respuesta: “así
es la naturaleza humana”, lo cual, por poco, equivale a sostener: “está bien
que así sea”… ello hasta el momento en que es él quien se lleva el porrazo:
ahí se mesará los cabellos, se rasgará las vestiduras y declarará urbi et orbi
que fue objeto de una abominación.
Confundir naturaleza con constructo social equivale a negar la tesis de
Ortega y Gasset: el hombre no tiene naturaleza, tiene historia. La naturaleza
debe ser aceptada como una donnée -por lo menos, hasta ese momento en que
comenzamos a modificarla genéticamente-, pero el constructo cultural -es el
caso de todo hecho antropogénico- demanda constante revisión y crítica
permanente. Asumir que la riqueza debe generar riqueza “porque tal es la
naturaleza humana” es ignorar, por ejemplo, la costumbre del potlatch, la
ceremonia practicada por los antiguos aborígenes de la costa noroeste de los
Estados Unidos y el sur de Canadá: el regalo o la quema del excedente de
riqueza, de la abundancia material, ritual económicamente derrochador, a
ojos de esos ahorradores mezquinos que La Fontaine recreó en el odioso
personaje de la Cigarra. Por cierto: tampoco la propiedad privada es un
“hecho natural”. Es eminentemente adquirido, y su sacralización es uno de
los grandes ejes de la cultura Occidental.
Nacida el 28 de febrero de 1963, Viviana fue hija de una Costa Rica donde
el espíritu crítico era incentivado por escuelas y colegios. Como el talento
artístico, la curiosidad científica, la memoria,2 la capacidad de análisis o el
buen uso de la palabra, era una de esas facultades que se juzgaban loables y
merecedoras de alimento intelectual y desarrollo. La Costa Rica de 2017 (año
en que escribo este libro), lobotomizada, sumida en estado de coma profundo,
neurológicamente muerta, víctima de la cultura de la vulgaridad, la farándula,
la angurria materialista, tomada íntegramente por el pachuco, el mediocre
empoderado, no puede sin dificultad comprender cuán diferente era el país
durante los años formativos y los años de estudio de Viviana. Hoy en día, los
jóvenes expresan su rebeldía (¿contra qué, si ni ellos mismos lo saben?)
poniéndose las gorras con las viseras al revés (¡cielo santo, qué manifiesto
contestatario, qué valor, qué intrepidez de gesto!). La Costa Rica de Viviana -
que fue también la mía- era un país política, ideológica y espiritualmente
efervescente. El “espécimen” Viviana Gallardo sería inconcebible en esta
época. La cultura no le daría los nutrientes indispensables para su desarrollo y
eclosión.
Así que la pequeña Viviana era, en esencia, una preguntadora y una
cuestionadora. ¿Que todo niño lo es? Posiblemente, pero ella -y aquí vuelvo
sobre el concepto crucial de la sobredotación- lo era de manera excepcional.
Un hecho marcante en su infancia fue el momento en que vio a su abuelo
paterno Tulio sacarse la dentadura postiza y proceder a limpiarla
minuciosamente. Fue una mezcla de shock, émerveillement, perplejidad. ¡No
era para menos, a fe mía! La criatura humana se le reveló de pronto como
algo que se desensambla, que se desarma, que se desmonta y desmembra.
Con las modernas prótesis, tal tiende, en efecto, a ser el caso. Durante varios
días Viviana pasó preguntándole a todo aquel que se le cruzase en el camino
si tenía dentadura postiza. Piénsenlo por un momento: ¿no era la reacción
más natural del mundo? ¿Un tipo que de pronto se desprende de su
dentadura? ¿Y por qué no de la nariz, una oreja, los ojos, o quizás toda la
cabeza? Por poco, digno de un relato de Boris Vian. Un hombre a la medida
de Modelo para armar, de Cortázar.
Decir que Viviana creció en una familia sin violencia es, por poco, una
hipérbole épica (cuando, en las canciones de gesta, se nos decía que el gran
señor era capaz de partir en dos a un moro con su caballo y la piedra bajo
ambos). No hay familia virgen de violencia. No sería siquiera deseable que
en un grupo humano no hubiese fricciones y divergencias. La violencia es,
también, una de las cosas que hay que aprender a domeñar en la familia
(cómo conjurarla, cómo sublimarla, cómo elaborarla, cómo no aceptarla de
nadie). Pero es absolutamente exacto decir que Viviana creció en una familia
donde la “violencia” no habría pasado nunca de un berrinche pasajero. Sus
padres no creían en el castigo físico. Jamás una nalgada, jamás un coscorrón.
La agresión a la integridad psicofísica del niño a guisa de castigo es un triste
remanente de un modelo educativo obsoleto y nefasto, que originó cantaradas
de dolor en el mundo y, lo que es más grave, la reproducción
transgeneracional del modelo de la punición corporal. Las proverbiales
nalgadas, en particular, no solo son dolorosas, sino humillantes: lesionan
moralmente al niño.3 ¿Y qué decir de la bofetada, donde la huella del impacto
persiste en el rubor, lamentable estigma de una falta de respeto incalificable?
Así que ella como su hermano Adalberto, cuatro años menor, crecieron en la
armonía. Contribuyó a ello la configuración familiar: la presencia de dos
varones suele generar inevitables disonancias, en primerísimo lugar, la lucha
por el amor de la madre. Pero Viviana tuvo un hermano considerablemente
menor, ante el cual pudo asumir un rol protector, proto-materno, en lugar de
la habitual fricción de los hermanos del mismo sexo y edades muy
aproximadas.
Viviana tenía una cunita a la que -muy de conformidad con la mentalidad
del tico- “se le bajaba el piso”, a fin de que la niña no escapara por las ya
insuficientemente altas barandas. Un día cualquiera, Carlos, su papá, le “bajó
el piso” tanto como el dispositivo lo permitía. Pues cuál no sería su sorpresa,
que minutos después se la topa caminando por la casa, perfectamente
boyante, y en lo absoluto temerosa por su espectacular fuga. Resulta que
Viviana se puso a explorar el piso de su cuna. Hizo a un lado los colchones y
cojines, abrió las planchas de madera, y salió gateando de su provisional
cautiverio. Una fuga, por decir lo menos, un poco heterodoxa.
Es con la mirada encendida por la emoción que Vilma, su mamá, me dice,
una tarde en que devanábamos recuerdos: “¡Carlos y yo disfrutamos tanto,
tanto a los hijos!” -y Carlos asiente-. La frase lo revela todo. “Disfrutar a los
hijos”… La gente habla constantemente de la necesidad de “educar”,
“formar”, “reprender”, “premiar”, “cuidar”, “atender”, “vigilar”,
“complacer”, “escuchar” a los hijos. Rara vez se oye la expresión que debería
ser más natural: “disfrutar de los hijos”. Acaso sea el mejor regalo que
podamos ofrecerles.
A los seis años, su mamá la lleva al proverbial Salón de Patines, en San
Pedro -escenario obligado de todas las fiestas de la escuela, y, más tarde, uno
de los lugares favoritos de Viviana-. Cuál no sería la sorpresa de Vilma,
cuando una hora después pita frente a su casa un taxi: Viviana declaró el
ágape “muy aburrido”, y tomó un taxi para volver a casa. Es lo propio de una
personalidad sorprendentemente asertiva y muy desenvuelta socialmente para
su edad.
En su momento creyó en un amigo invisible: se llamaba Pepe, y sus padres
solían recibir pequeños regalos de parte del personaje en cuestión, pero esta
fantasía cesó con la llegada de su hermano. Innecesario fabular un amigo: su
hermanito le había conferido realidad. Se quisieron profundamente, Viviana y
Adalberto. Con un amor inmensurable. La gente suele asumir que entre los
hermanos el amor es cosa automática, que va de suyo. Nada podría estar más
lejos de la verdad. Hay hermanos cuya historia no es otra cosa que una saga
de la agresión, los celos, la intriga, y que pareciesen reproducir la estructura
psíquica y mítica del vínculo de Caín y Abel. Hermanos en el odio, en la
envidia, en el rencor. Estas hermandades enfermas son el producto de cuadros
multifactoriales y de genogramas familiares muy problemáticos que no
vamos a explorar aquí. Viviana y Adalberto fueron hermanos en el sentido
más profundo que puede conferírsele a esta palabra. La muerte de Viviana, el
1 de julio de 1981, afectó a su hermano quizás más que a cualquier otro
miembro de la familia, por atípico que esto pueda parecer.
El amigo invisible de la temprana infancia de Viviana tenía esta
singularidad: no era invisible: ¡para ella era perfectamente tangible! Cuando
Vilma le sugería que Pepe era invisible, cuando de una u otra manera ponía
en tela de duda su existencia material, Viviana se soliviantaba.
Cuando sus padres compraban mandarinas, y llamaban a Viviana para que
escogiera las más jugosas, ella convocaba a su hermano: “Que escoja
Adalberto”. Y la situación simétrica también era frecuente. No había pugna
por la posesión del bien material, o violación de la propiedad privada. No se
peleaban por esto o lo otro: tenían sus mundos perfectamente bien
delimitados. Rara vez en mi vida he visto un amor fraterno tan auténtico y
entrañable. Lo evoco con particular nostalgia, porque es una bendición que
nunca conocí en mi propia casa: éramos dos varones, separados por dos años
de edad, y luego una niña que llegó cuando estábamos bien entrados en la
adolescencia. Nuestra dinámica convivencial siempre fue bastante menos que
idílica. ¿El amor? Ahí estaba. Resulta, simplemente, que el amor, por sí solo,
jamás ha logrado arreglar nada en el mundo.
Viviana era una niña de salud robusta, apenas fragilizada por una asma que
cesó cuando tenía nueve años de edad, gracias, según el testimonio de su
madre, a diversos tratamientos homeopáticos. Mis recuerdos de ella en toda
la escuela primaria son los de una niña efervescente, en perfecta armonía con
su propio cuerpo, que participaba de las actividades deportivas del colegio,
sin tampoco ser una superdotada en ningún juego en particular. Pero lo
esencial: no era una niña inhibida físicamente, no escondía su cuerpo
medrosamente, no albergaba sentimiento alguno de inferioridad física, pese a
haber sido siempre de estatura baja. Viviana era una niña que se sentía “bien
dans sa peau”. No era la menor razón que tenía para admirarla: mi hemofilia
hizo de mi infancia -y de mi relación con mi propio cuerpo- un proceso
sumamente difícil, por momentos francamente dramático. Allá en los años
sesenta, el tratamiento de la hemofilia distaba mucho de lo que es hoy en día.
Incontables fueron las ocasiones en que tuve que ir a la escuela y colegio
renqueando, con bastón, muletas, andadera o silla de ruedas. Viviana me
hacía el efecto de un surtidor de vida.
2 Después de haber sido culpabilizada por todas las aberraciones de la educación “de antaño”, y ser devaluada como si
de un lastre cognitivo se tratase, la memoria demanda ser nuevamente justipreciada y desarrollada como el
magnífico instrumento que es. Después de haberla vapuleado (la educación “memorística” de la vieja pedagogía),
hora va siendo de volver a valorarla: ¡conviene saber “de memoria” que la Revolución Francesa comenzó en 1789, y
que el hombre llegó a la Luna en 1969!
3 En la legislación de la mayoría de los países occidentales, las nalgadas han sido prohibidas por su efecto nefasto sobre
el desarrollo psicofísico del niño. Representan agresión, abuso físico y humillan a la víctima. En Suecia y Francia
esta práctica brutal es aun conservada, pero tengo la certeza de que pronto dejará de serlo.
II

Viviana vivió sus primeros días bajo el signo de la ceniza, cuando el volcán
Irazú, entre 1963 y 1965, cubrió de este material, con erupciones de tipo
strombolianas, el Valle Central y prácticamente todas las regiones altas del
país. La mamá la sacaba a asolearse únicamente cuando la lluvia de ceniza
amainaba. A mí me paseaban en un cochecito provisto de protección contra la
ceniza, pero mi mamá rememora cómo sobre mi cráneo de bebé se
depositaban, pese a todo, los granitos que provenían de la entraña misma de
la tierra. Era insidiosa y terriblemente sutil, la ceniza: se colaba por el menor
resquicio, taqueaba las canoas, invadía los cuartos, se acumulaba a los lados
de las aceras y carreteras, y formaba sobre los techos cúmulos peligrosos por
su peso.
Viviana fue la primera nieta en ambas familias, y ello, además, con tías
solteras. Esto significa que… sí, lo adivinaron: fue mimada y reinó como
soberana indisputada en sus predios durante cuatro años. Era el centro de su
entorno familiar. La llegada de su hermanito, Adalberto, suscitó la habitual
crisis de inseguridad, el sentimiento de invasión que puede generar el
aterrizaje de un extraño con quien será menester en lo sucesivo compartir el
trono. Pero la situación no generó en ningún momento fricciones o
disonancias que dejasen huella alguna. En algún momento, un psicólogo
dictaminó que, en efecto, Viviana podía estar atravesando el síndrome del
forastero que viene a robarle el afecto exclusivo de sus padres, pero estos
supieron equilibrar la delicada economía de los afectos con sagacidad y un
mínimo de asesoría profesional. Pronto Viviana comprendió la bendición que
significaba el “aterrizaje” de aquel “forastero”, y -repito, y no será la última
vez que lo diga- el vínculo de hermanos fue más que saludable: un afecto de
una solidez conmovedora. Se adoraban mutuamente: es así de simple, todo el
resto es literatura (Verlaine).4
A Viviana siempre le gustaron los peluches. Adulta, conservaba en
magnífico estado los de su temprana niñez. Como a los tres años de edad
todavía usaba chupeta -rasgo que comenzó a preocupar a su mamá-, esta le
propuso un trueque: le compraría un hermoso osito de peluche si dejaba el
adminículo en cuestión. Y su mamá llegó un buen día con un osito a casa…
que era, en realidad, un gato. Por inadvertencia, y hurgando un poco
distraídamente entre los peluches, su mamá cometió el error zoológico de
comprar un minino en lugar del amistoso panda o el imponente grizzly que
habían convenido. Viviana recibió su animalito con disimulada reserva, con
diplomática suspicacia… “A ver… tiene el rabo muy largo para ser un oso, y
luego estas orejitas son más bien como de gato… ¡pero me gusta!” Y la
transacción -gracias a la transigencia de Viviana- fue un éxito. Yo recuerdo
haber visto sobre su cama osos, conejos, y -atípicamente- focas y morsas de
peluche. Adoraba las muñecas, y las tuvo de todas las facturas imaginables.
Muñecas que cantaban, que hablaban y que caminaban. Su hermano observó
en cierta ocasión que una de sus muñequitas cantaba sin mover la boca:
¿cómo podría ser tal cosa posible? Por supuesto, la autómata cantaba merced
a unos discos insertos en su espalda. Viviana ignoró el comentario de
Adalberto: ¿decir que la muñeca no cantaba porque no movía su boca? ¡Qué
falta de visión poética de la realidad! ¡Qué chato realismo, el de su hermano!
En última instancia, ¡qué consternante falta de imaginación! ¡Una muñeca
que canta moviendo su boca no es ya una muñeca: es María Callas!
Viviana le regaló su muñeca favorita, “Patatina”, a la hija de uno de los
obreros que trabajaban construyendo la casa contigua a la suya. Y un
descomunal oso de peluche que rugía cuando lo sentaban, fue a parar a la hija
del guarda de la misma construcción. Por cierto, Viviana se preocupaba por
los operarios que a su lado consagraban sus mejores horas al levantamiento
de la casa. Eran gente sencilla, rústica, que por todo bien, vendían su fuerza
de trabajo. Viviana les llevaba regularmente limonada y alguna golosina.
Ellos la tenían por una verdadera amiga.
Por lo demás, los juguetes de Viviana eran los de cualquier niña de su
generación y su posición social: jueguitos de cocina, casas de muñecas,
patines… Porque adoraba patinar, y no desaprovechaba cumpleaños o ágape
cualquiera celebrado en el Salón de Patines de San Pedro para ir a
experimentar esa voluptuosa, liberadora sensación del patinaje… salvo por la
vez en que sintió que la celebración carecía de atmósfera, y tomó el taxi para
devolverse a la casa. Entre sus juguetes, una muñeca en su cuna, mecida por
la energía de las baterías eléctricas, gozaba de su predilección. Al arrullar a la
muñeca, la cuna mecánica emitía una melodía de campanitas: era el
Wiegenlied de Brahms, su milagrosamente simple “Canción de Cuna”, en Fa
mayor. Un odioso anuncio publicitario de colchones y almohadas corrompió
esta bella melodía: en Costa Rica, el tema se convirtió en sinónimo de la
fábrica en cuestión. En tanto que pianista, he tocado con frecuencia el
Wiegenlied en mis recitales, generalmente como bis. La reacción de la gente
es siempre la misma: por pasada la risa inicial que la asociación con el
anuncio genera, comienza el redescubrimiento y la revaloración de la piecita,
y el público termina ganado por su ternura y su hipnótica melodía (el
reiterado uso de la tercera menor es característico de las canciones de cuna en
el mundo entero). Nunca la he tocado sin pensar en Viviana, que ya duerme,
como diría Vigny, “du sommeil de la terre”.5
A los tres años ya tenía su bicicleta con rueditas auxiliares… pronto su
destreza le permitió prescindir de ellas. Su infancia fue más una infancia de
juegos al aire libre que de televisión. Se veía poca televisión, en la casa. En lo
sustancial, lo único que llamaba su atención eran las sempiternas, las
infatigablemente repetidas “fábulas” (dibujos animados) de Canal 6 y, en
menor medida, las de Canal 7. Ella las vio, yo las vi, todo el mundo las vio,
eran las mismas, y cabe afirmar que no hubo un niño en Costa Rica con
acceso a la televisión, que no las viese, a menudo memorizando su música,
que consistía frecuentemente en piezas clásicas (la Obertura de Tannhäuser y
la Cabalgata de las Valquirias de Wagner, las Danzas Húngaras de Brahms, la
Segunda Rapsodia Húngara de Liszt, la Obertura Las Hébridas, la Música
para el Sueño de una Noche de Verano y la Canción de Primavera de
Mendelssohn, la Obertura de Guillermo Tell o el Largo al factótum de El
Barbero de Sevilla de Rossini, el Träumerei de Schumann, la música de Peer
Gynt de Grieg, la Suite del Cascanueces o la Obertura 1812 de Tchaikovsky).
Fue una bella infancia, qué duda cabe. Por superado el período de
adaptación a la llegada del “intruso”, su mundo no pudo haber sido más
seguro, más normal, más saludable.
Su infancia no careció tampoco de socialización. Aparte de sus sesiones de
patinaje, donde compartía el gozo con docenas de niños y niñas de diversas
edades, tenía una amiga llamada María del Milagro Royo, que vivía en la
casa contigua. Era alumna de la Metodista, y la separaban de Viviana apenas
un mes de edad y una cerca de madera. La imagen que guardo de quien
llegaría ser mi entrañable amiga es la de una niña perfectamente integrada
socialmente. Su descomunal inteligencia no hizo de ella una nerd, una
inadaptada, una criatura socialmente disfuncional. Era hablantina,
tremendamente locuaz, desinhibida y siempre presta a expresar su sentir u
opinión en cualquier campo en que fuese interpelada. Era vivaz, efervescente,
dinámica, lo que Ortega y Gasset llamaría una persona con un alto grado de
calorías emocionales.
Tenía Viviana ocho años de edad, cuando osó interrumpir una conversación
entre adultos -más aun, entre ancianos-. Simplemente, no se abstuvo de dar su
opinión en torno al tema que estaban tratando. Más tarde, Vilma, su mamá, le
llamó dulcemente la atención, con la monserga inmemorial: “Vivi, cuando los
adultos hablan, los niños deben escuchar, pero no entrometerse en la
conversación”. “¿Ah, sí? ¿Por qué? Yo diría que los niños no deben hablar -
que nadie debe hablar- únicamente cuando no tengan nada interesante que
decir”. Vilma tuvo que aceptar su réplica. Y es que, en efecto, el cuento
según el cual “los niños no deben meterse en las conversaciones de los
mayores” es una falacia, un lugar común deletéreo y, en última instancia,
parte de una estructura de poder vertical que tiende a descalificar la palabra
del niño, a excluirlo del juego social. Algo que Françoise Dolto, la médica y
psicoanalista francesa, habría impugnado severamente.
Ante la Navidad -que desde muy temprano percibió como lo que es: una
patología colectiva, una orgía consumista absolutamente demencial- tuvo
siempre una actitud crítica y suspicaz. Transcribo el siguiente texto, de su
autoría. Aquí vemos ya a Viviana la pensadora exponer sus puntos de vista
con esa claridad que siempre la caracterizó. Lo escribió a los quince años de
edad.
Cuando observo esta Navidad comercial pletórica de Heidi y La Guerra de
las Galaxias, es cuando la soledad bulle en mi ser. Entonces necesito una
mano amiga que me recuerde que el mundo no es sólo mentira y
propaganda. Que me recuerde que aún existe un mundo de amor, que me
recuerde que la poesía no ha muerto. Que Bécquer vive, y que Marx no
estaba equivocado. Que me diga, que me engañe, que me repita que los niños
no mueren de hambre, que me diga que en el mundo no hay una anciana
muriéndose de frío. Que me diga que me puedo acostar tranquila, y que
mañana las noticias van a cambiar, que el aire navideño soplará para todos,
con el mismo gusto para los que comen bien y los que apenas tienen que
comer. Pero no la encuentro y la verdad está desnuda, fría ante mis ojos
incapaces y mis manos yertas, mientras millones de seres mueren de hambre,
de frío y torturas, mientras que curas mentirosos imploran a un Dios
enmohecido. Yo pido un Dios fuerte, que no haya muerto en vano, y que
resucite todos los días en mí y en los demás. Un Dios justiciero: eso sueño.
Quiero una Navidad verdaderamente feliz…
Sí, Viviana era todo menos Shirley Temple. Antes bien, pasaba por un
avatar de Mafalda en versión costarricense. Ambas cuidaban un globo
terráqueo -como el Principito, acicalando diariamente su planeta-, y ambas
tuvieron, en un momento dado, la ocurrencia de ponerlo en la cama y cubrirlo
con cobijas. Mundo enfermo, que rechazaba la medicación, y no prestaba
atención a sus lúcidas, preocupadas enfermeritas.
Una anécdota que se me sale del saco, para terminar este capítulo. La
Biblioteca Nacional construída en 1907 -uno de nuestros más bellos edificios
capitalinos- fue demolida inmisericordemente en 1971, para dar lugar a un
sucio, ruidoso y contaminante parqueo. De la venerable edificación solo
quedó la base del murito externo: triste, cruel memento mori de la que fuera
una construcción soberbia. Un día cualquiera, Vilma caminaba por la acera
sur de la Biblioteca, cuando descubrió, entre sus pies, la enorme cabeza de
Minerva que horas atrás todavía ornamentaba el pórtico principal del edificio.
Impresionada por este insólito encuentro, llegó a su casa y contó la
experiencia: “y de pronto me encontré la cabeza de Minerva en mitad de la
acera”… A lo que Viviana de inmediato respondió: “¿Su Nerva?” “No, mi
amor, Minerva: era la diosa griega de la sabiduría y la estrategia militar”.
“Pero… ¿era suya, la diosa?” Y bueno, eso dio material para risas y
aclaraciones durante varios minutos. Viviana tenía a la sazón siete años de
edad. La vida está hecha de cosas así. Hay que atesorarlas, y volver a
conferirles la magia de lo actual, de lo presente.
4 “Art Poétique”: Jadis et naguère.
5 “Del sueño de la tierra”: “Moïse”, de Les Destinées. Dormirse “del sueño de la tierra” equivale, para Vigny, a
despertar en otra latitud del ser. La vida es un sueño, y es preciso “dormirse” de él, para descubrir una dimensión de
eterna vigilia y lucidez.
III

Ninguna familia es un locus amoenus, un espacio idílico de perfección y


armonía absolutas. Empero, es perfectamente correcto afirmar que Viviana
creció en una familia funcional, con padres atentos a su desarrollo y un
hermano que llegó a proporcionarle esa presencia sin la cual hubiera quizás
madurado de manera menos sociable. Porque Viviana siempre fue una
criatura social: nunca hubo en ella el menor indicio de inadaptación. Era
suficientemente inteligente para ser apreciada por los maestros, pero también
suficientemente funcional para ser apreciada por sus compañeros. Jamás fue
hosca, huraña, retraída. Jugaba cuando había que jugar, hablaba cuando había
que hablar, reía cuando había que reír. Era una niña plena de vitalidad, de
salud, de energía. Aunque locuaz en demasía para ciertos profesores, el rubro
de “conducta” no se vio seriamente afectado en sus carnés de notas -rondaba
el 8,50 de calificación-. Pero esa es cosa de la que hablaremos después.
Viviana compartía baño con Adalberto (“Coco”). Tenían un código: para
saber si el hermano o la hermana estaban ya por desalojar el baño -o para
instarlo a hacerlo-, se llamaban “yigüigüí”. Era bello oír sus pajariles
llamados en la mañana. Se tomaban a sí mismos por yigüirros, como mi
hermano y yo nos tomábamos, respectivamente, por monos y osos (ahí el
conflicto era inevitable). Hermoso, ver como algo de la ancestral práctica
totémica se manifiesta en la fidelísima filiación de los niños por uno u otro
animal, el animal que hará las veces de espíritu tutelar, de protector, de ser
que velará por su seguridad. Viviana y Adalberto habían, posiblemente de
manera espontánea e inexplicable, elegido al yigüirro, y adoptaban su canto a
manera de saludo matinal, y para establecer quién se bañaría primero.
Adalberto admiraba infinitamente a Viviana. Es mi sentir que el amor no es
posible sin la admiración. Nadie puede amar a alguien a quien no admire.6
Admirar es reconocer las excelencias de una persona, y es imposible amar a
un ser en el que no se identifiquen ciertas excelencias. Viviana, por su parte,
sentía que tenía que proteger a su hermanito celosamente. Cuando a la casa
llegaban las jugosas mandarinas de Alajuela, Viviana y Adalberto insistían
alternativamente en que el otro se dejase las mejores frutas. ¿Por qué
menciono este detalle? Porque las mandarinas también fueron populares en
mi casa, pero tan pronto las veíamos, mi hermano y yo protagonizábamos una
indecorosa rebatiña por los mejores frutos. Eso lo dice todo.
À moi, une autre de ses histoires! Tenía Viviana tres años de edad. Para
referirse a los pollitos que veía en el corral de una casa vecina, acudía a una
onomatopeya: los llamaba “píos”. Hasta ahí íbamos bien. Empero, Vilma, su
mamá, la corrigió, y le dijo que el nombre correcto del animalito en cuestión
era “pollo”. Pues sucedió que días después Viviana sorprendió a su abuelita
orando ante la nimbada imagen de un santo varón. “¿Quién es ese señor?” -
preguntó la niña-. “Es el Padre Pío” -le respondió su abuela-. Tras un
brevísimo momento de reflexión, Viviana concluyó: “Entonces, ese es el
Padre Pollo”. Y he ahí como, en una implosión semántica no se podría más
natural, Viviana rebautizó al venerable santo.
Viviana sentía fascinación por los murciélagos. No denotaba esto
proclividad alguna por lo tenebroso. Lo que la sumía en el émerveillement era
el hecho de que fuesen capaces de volar por medio de radares, y casi
prescindiendo de la vista. Era completamente ajena a la repulsión que el
animal suele suscitar en la mayoría de la gente. Cuando, a la sombra nocturna
de algún enorme árbol, o dentro de un oscuro galerón, alguien encendía un
cerillo o un foco para ahuyentarlos, protestaba airadamente. Era “su” animal,
la maravilla natural que más la deslumbraba. Su adaptación a la oscuridad la
llenaba de pasmo: ¿un animal con un radar? Pues sí: viendo bien las cosas, es
algo que a todos debería de llenarnos de idéntica perplejidad.
Sus juegos eran los de su época: “quedó”, “matarilerilerón”, “escondido”,
jackses, cromos, pelota… Su vecina, la niña con la que solía hablar, valla de
por medio, era su compañera infaltable en esta infantil liturgia. Pienso en
Machado: Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla, y un huerto claro
donde madura el limonero. La infancia de Machado estaba mucho más
próxima a la de Viviana, que la de Viviana lo estaría a la de cualquier niño en
el año 2017, ello pese a que entre nuestra heroína y el cantor de Guiomar se
interponen no menos de setenta, quizás ochenta años. Hoy en día, los niños
aprietan botones maniáticamente, se descerebran en el automatismo de las
imágenes, manipulan tecnología, y todo cuanto hacen está regido por el
principio de la repetición, rasgo que hace de ellos máquinas de sus máquinas.
No juegan al aire libre, no socializan, no comparten. La generación de
Viviana fue previa a toda esta porquería. Nuestra “tecnología” se limitaba a
pequeños autómatas (robots, trenes, naves espaciales) que funcionaban con
batería, y que proliferaron tras los proyectos Apolo, especialmente después
de la llegada del hombre a la luna. No había niño que no tuviera su más o
menos sofisticado módulo espacial en casa. Pero de eso a la obsesiva,
extenuante y lobotomizante fijación en los monigotes de PlayStation había
una inmensa diferencia. Correr, saltar, reír, caerse, bromear, embarrialarse,
subirse a los árboles, romper una ventana con un infortunado balonazo,
empaparse en pleno aguacero, dejarse acariciar o abrasar por el sol… eso era
ser un niño, en 1970. Lo que hoy tenemos no son niños: son poleas, tuercas,
palancas y perillas en un infame, macabro engranaje.
El deporte favorito de Viviana era el ping pong, que llegó a jugar con
considerable destreza. El abuelo materno, un artesano de oficio depuradísimo
y amor confeso por la perfección, fabricó una mesa para este efecto, con
tablas de playwood. Un buen día, Vilma, la mamá, descubrió el artefacto ya
instalado en la terraza del patio, y Viviana, cubierta de pies a cabeza de
aserrín, abocada a limar la superficie con tremendo entusiasmo. Viviana
ayudó a su abuelo a pintarla de verde, con las tradicionales líneas
demarcatorias blancas. Para las rituales comilonas de los domingos -a las que
concurrían primos, tíos y tías- la mesa de marras se convertía en mesa
familiar, con su debido mantel y toda la parafernalia de los almuerzos
compartidos. En el Liceo Franco-Costarricense, Viviana era una niña activa y
plena de energía. Aunque nunca sobresalió como figura atlética, participaba
de todos los juegos y deportes que el medio le proponía. Nunca se posesionó
de ella el demonio de la competitividad: jugaba por divertirse, y jamás la vi
intentando cimentar forma alguna de hegemonía a través del deporte. En mi
casa, en San Francisco de Dos Ríos, también llegué a tener mi mesa de ping
pong -bastante más rústica que la de Viviana- y ahí llegaba mi amiga, a jugar
conmigo, mi hermano y uno que otro amigo del Liceo. Estos improvisados
matches eran generalmente el prólogo a alguna tarea, asignación conjunta o
preparación para examen que teníamos el día siguiente… pero el hecho es
que a menudo la academia pasaba a segundo plano, y el deporte y la plática
consumían nuestras horas.
La familia viajaba mucho, siempre en carro y un tanto apretados. Viviana,
Adalberto, Vilma la mamá, Carlos el papá, y la abuela materna María iban
hasta Masaya, Nicaragua, a comprar zapatos y otros artículos en una tienda
Sears particularmente surtida, o bien se enrumbaban a Panamá, para adquirir
electrodomésticos en la zona franca del país. Una práctica muy común, en las
familias de la mediana burguesía costarricense de la época. Así que ir de
Peñas Blancas a Paso Canoas -fronteras norte y sur del país- no era periplo
raro, para estos viajeros inveterados. Con frecuencia sucedía que, temprano
en la tarde, tomaran el carro y se fuesen “al puerto” (Puntarenas), para comer
ceviche y pescado en general. Vilma preservó a Viviana de probar los
proverbiales “Churchills”, por considerar, no sin razón, que no eran
elaborados de manera suficientemente higiénica (el vendedor aplastaba, con
su manaza, la masa de hielo en el copo de cartón). Estos inopinados viajes a
Puntarenas eran casi siempre vespertinos. Se trataba de ver la caída del sol en
la playa: un pequeño ritual familiar que solo podía degustarse en conjunto. El
espectáculo del mar huyendo con el sol (Rimbaud) era apenas un pretexto. Lo
que la familia oficia en estos casos es el tácito gozo de su unión, de su
solidaridad. El hecho de disfrutar del mismo estímulo sensorial, ese deleite
compartido cuyo verdadero secreto está en el “compartido”, no en el
“deleite”.
El paseo favorito de Viviana siempre fue la playa. Las montañas y los
volcanes -que tal fascinación ejercieron sobre mí- no la atraían
particularmente. La familia no se contentó con la proverbial Puntarenas:
exploraron prácticamente todas las playas del Pacífico norte. Viviana y su
hermano nadaban en el mar sin la menor aprehensión. Ambos habían
aprendido la natación en “Ojo de Agua”.7 Viviana, en particular, nadaba casi
“naturalmente”, tal era su familiaridad con el agua. ¡Ah, las playas, las
playas: “L´Éternité c´est la mer allée avec le soleil”8 -asegura Rimbaud-.
Viviana era una criatura de horizontes dilatados: mar, playa, sol… Ver la
puesta del astro rey era para Viviana y su hermano un verdadero ritual
vespertino. Lo observaban aun cuando estaban en San José, entre los muros y
techados de su vecindario. Ver el disco “se noyer dans son sang qui se figé”9
era una especie de consuetudinaria festividad: ¡imposible perdérsela! Es
curioso: la misma experiencia me llenaba a mí de angustia, de inexpresable
melancolía. Era el momento más triste, más opresivo del día. Pero Viviana
amaba las puestas de sol, y las gozaba sin el menor regusto de nostalgia o
inquietud. Coleccionaba conchas, piedrecitas y caracoles, de los grandes, esos
que, en el fondo de su entraña nacarada, nos revelan el canto del mar. Tuvo
en su poder varios pequeños fósiles, piedras marcadas por la huella de plantas
e insectos. No coleccionaba hierbas o flores: a lo sumo escogía una por aquí o
por allá para marcar una página en un libro.
Cuando iban a Masaya, era de rigor hacer una parada en el hotel “Las
Espuelas”, a la entrada de Liberia. Ahí la familia pasaba la noche, y Viviana
y su hermano ciertamente no desaprovechaban la oportunidad de divertirse en
la piscina del local. Y luego, por supuesto, había que detenerse en el rancho
de la tía Hilda, que quedaba cerca de La Cruz. Hilda era profesora de español
en Liberia, así que era una buena baquiana para explorar Guanacaste.
“Rancho Pando” era el nombre de la propiedad: había caballos y vacas.
Viviana y Adalberto tomaban leche al pie de las vacas. José, tío político de
Viviana, le giraba instrucciones al ordeñador para que escogiera a la mejor
rumiante y le lavara las ubres. La leche caía espumeante en los biberones y
los vasos previamente esterilizados. Ver a doña Tina hacer tortillas en el
fogón del rancho era un espectáculo: su palmeo tenía algo de rítmico, de
musical. Tarde en la noche la familia se iba al potrero. Había un río, y durante
las noches de luna cantaban. Viendo las cosas retrospectivamente, Vilma me
señala que las nocturnas serenatas tenían su riesgo: cerca de los ríos están las
serpientes y otros animales menos que ornamentales que pudieron haber
provocado algún percance. Pero lo que prevalece es la estampa de esa
familia, unida, cantando bajo la luz de plenilunio, con el rumor del río a
modo de acompañamiento.
El único drive-thru que existía a la sazón -según mis recuerdos- era el de la
Cooperativa Dos Pinos, en Barrio Luján. Magníficos helados, cremas batidas
y demás productos lácteos. Una travesura familiar frecuente era darse una
vueltita por el drive-thru de la Dos Pinos. Viviana solía pedir una banana-
split. Los helados Pops vinieron a proponer una mejor oferta que
prácticamente acabó con la clásica excursión a la Dos Pinos. Todos, en
nuestro momento, fuimos a la Dos Pinos de Barrio Luján: mi familia no era
menos asidua del lugar que la de Viviana. Magnífico rompope, he de decir -y
en eso la Pops no logró nunca siquiera aproximársele-. La Dos Pinos era para
ir en la noche, después de la cena, por intenso antojo de algún miembro de la
familia, que los demás no tardaban en secundar. Empero, el restaurante
familiar por excelencia para el almuerzo dominical era “La Cascada”,
especializada en carnes desde tiempos del paleolítico superior -asumo, pues
desde que tengo memoria está emplazada en el mismo lugar de siempre,
pasando el puente de Los Anonos, de camino hacia Escazú-. Viviana era
menos entusiasta con respecto a este prestigioso restaurante: se refería a él
como “La Gastada” (en los dos sentidos del término: el gasto innecesario de
dinero, y lo erosionado del lugar). Empero, le encantaban los frijolitos
molidos de este restaurante.
Viviana tuvo su momento de vegetarianismo, pero no sería sino hasta su
ingreso a la Universidad, en 1980. Fue entonces que comenzó a esgrimir el
clásico argumento de que “comer carnes es comer cadáveres”. No fue, sin
embargo, un compromiso que calara hondo en su ser. Después de la
insurgencia inicial, volvió a comer carne, generalmente pollo o pescado. En
ella, la “revolución dietética” que suele ir de la mano de ciertas ideologías,
para conformar el estereotipo del intelectual contestatario de cafetín à la
mode, no tuvo absolutamente ningún arraigo. ¿Por qué? Porque siendo
genuina y auténticamente revolucionaria, no necesitaba apropiarse del
atuendo que como tal la identificaría.
6 Por el contrario, sí podemos admirar a alguien a quien no amamos.
7 Popular balneario de aguas naturales en San Rafael de Ojo de Agua.
8 “La Eternidad es el mar ido con el sol”: “L´Éternité”, Derniers vers.
9 “Ahogarse en la sangre que coagula”: Baudelaire, “Harmonie su soir”, Les Fleurs de Mal.
IV

Viviana fue una niña extremadamente sensible. Creció con los Cuentos de
la Tía Panchita y las canciones de Cri-Crí: un extraordinario acervo musical
cuyo valor nunca ha sido debidamente justipreciado. Francisco Gabilondo
Soler es a México lo que Hans Christian Andersen es a Dinamarca, y si sus
textos no tienen quizás el mérito poético y alegórico del autor del “Patito
Feo” y “La sirenita”, su música es, en cambio, insuperable. Empero, Vilma,
la mamá, debía a menudo adaptar los textos de Gabilondo. La bella canción
“La muñeca fea” le resultaba intolerable a Viviana: esa muñequita con su
carita cubierta de hollín y su bracito quebrado, que en su soledad del viejo
ático se limitaba a conversar con los ratones, era una figura que la
impresionaba hondamente. Se identificó con ella desde el fondo del instinto.
Lo único que le gustaba de la canción eran las confortadoras palabras del
ratón: “Te quiere la escoba y el recogedor, te quiere el plumero y el
sacudidor, te quiere la araña y el viejo feliz, y también yo te quiero y te
quiero feliz”. Por lo que atañe a la famosa canción sobre las brujas, Viviana
no podía soportarla. El crujido de los pasos en el tabanco, la torre negra de la
que salen volando las hechiceras en sus escobas, los coscorrones que infligen
a los chicos malos, el ruido del viento nocturno, y la risotada, en mitad de la
pieza, de la bruja, le producían pavor. Es un sentimiento que comprendo, por
cuanto de idéntica manera reaccionaba mi hermano, en la misma época, al
escuchar la pieza en cuestión. Mi hermano era un par de años más joven que
Viviana, así que su miedo era quizás más explicable. La verdad sea dicha,
creo que la canción es eficazmente torva, y tiene todos los elementos que
podrían asustar a un niño pequeño… y aun a los no tan pequeños. Esta pieza
era el opus prohibido de Viviana, por lo que a Gabilondo concernía.
Luego estaba la Tía Panchita. También aquí Viviana, a sus cinco años de
edad, exigió la “edición” de ciertos episodios. Tío Coyote no se quemaba el
trasero, tan solo salía corriendo, asustado. Y el ratón Pérez jamás se fue a la
olla ni la cucarachita Mandinga debió llorarlo y llorarlo: en realidad no pasó
de “quemarse la manita” hurgando en el caldero. Forzoso es convenir en el
hecho de que este relato es grávido de contenidos subliminales y explícitos
que lo convierten en uno de los más cruentos, escabrosos y sexualmente
cargados textos de Carmen Lyra. Una obra maestra -qué duda cabe-, más
degustable por los adultos que por los niños. Otra “edición”: en la canción
tradicional “Estaba una pastora larán, larán, larito. Estaba una pastora,
cuidando un rebañito”, el gatito que “mira sus quesitos con ojos golositos” no
era sometido a la castración que supone el rabito cortado. Era menester
sustituir tan tremendo castigo por “la pastora enojada le jaló el rabito”. Aun
cuando en la versión original el rabito crece después del beso expiatorio de la
pastora, Viviana juzgaba inaceptablemente cruento el suplicio impuesto al
minino. La mutilación, física o espiritual, era cosa que siempre la perturbó.
Sobra decir que en “Caperucita roja”, el lobo no se comía a la abuelita: esta
se escondía y burlaba a su depredador. Y fue así como Vilma le presentó una
visión del mundo “editada”, civilizada, embellecida, purgada de sus más
siniestras facetas.
Viviana amaba la literatura de Carlos Luis Sáenz, en particular ese
manantial de poesía que es Mulita mayor,10 y la novela Yorusti. Cursábamos
primer año de la secundaria, en mayo de 1975, -el Liceo estaba aun en el
Paseo Colón-, cuando el gran escritor -que tenía dos nietos en la institución-
llegó a visitarnos, por invitación expresa de nuestra profesora de español,
doña Graciela de Broitman. La presencia y las palabras de este hombre
luminoso nos dejaron el alma transida de sueños. Trágicamente, don Carlos
Luis Sáenz, nacido en 1899, sobrevivió a Viviana por dos años.
La entrada al kínder no fue tarea fácil. La primera tentativa tuvo lugar en la
Escuela Católica Activa, con maestras pensionadas a guisa de docentes. Ocho
días duró la aventura: según Viviana, estaba a merced de un montón de
señoras “muy feas y muy viejitas”. Por supuesto, fue iniciada en la
experiencia de orinarse in situ, después de recibir una negativa para ir al
baño, y fue acremente regañada por ello. Luego vino el kínder de las monjas
del Sagrado Corazón. Viviana lloraba con frecuencia, miraba con aprensión
los altos portones de hierro de la fachada -¿quién no lo haría?-, y desarrolló
una aversión por sor Hecker, la directora alemana de la institución. A buen
seguro se habrá sentido asustada por aquella mujer alta, lacónica y angular.
Era el sentimiento que reencontraría en tercer año, en 1977, cuando, leyendo
David Copperfield, topara con el metálico, maquinal personaje de Miss. Jane
Murdstone. En el kínder de sor Hecker una profesora propuso en cierta
ocasión la dinámica consistente en organizar la clase en grupos: algunas niñas
serían margaritas, otras rosas, y las restantes harían las veces de violetas.
Pues bien, Viviana experimentó como un oprobio el hecho de que la ubicaran
entre las violetas. Su protesta no se hizo aguardar: ella tenía que ser rosa, una
hermosa rosa roja: cualquier otra opción era inconcebible. Su autopercepción
como rosa evidencia un saludable nivel de autoestima, y su resistencia a
dejarse catalogar de ninguna otra manera, un tipo de personalidad asertiva y
poco proclive a la negociación. La estadía en el kínder del Sagrado Corazón
duró quince días.
Como muchos niños de su edad, Viviana buscaba asilo de los entornos
hostiles dibujando, subsumiéndose en el mundo de la ensoñación creativa, de
la plástica, de la forma, el color y la textura. De conformidad con la
sensibilidad de los sesenta, sus dibujos propendían al psicodelismo, o bien a
un tipo de pintura fauve a lo Matisse, con superficies de colores planos tan
bien delimitadas, que por poco hacían el efecto de vitrales. Pero Viviana iba
más lejos que Matisse, propendiendo a la abstracción más que a la figuración.
Sí: ahí estaban la clásica casita con su sol, sus montañitas, papá, mamá, el
hermanito y alguna solitaria nube, pero con llamativa frecuencia su fantasía
se regodeaba en lo abstracto, y renunciaba de plano a toda reproducción -a
menos de que fuese la reproducción de sus sueños, con lo cual nuestra artista
se aproximaría más bien a los surrealistas-. Siempre fue una persona
predominantemente visual, con un don especial para el grafiti, que cultivaba
de una manera muy civilizada: no rayaba las paredes, sino que dibujaba
cartoncitos o pequeñas pancartas que colgaba de los muros de su casa.
Siempre fue una artista del grafiti doméstico: cuando se sentía contrariada, se
encerraba en su cuarto, y daba voz a su malestar mediante cartoncitos que sus
padres y su hermano encontraban inopinadamente pegados a las paredes y
puertas de la casa familiar. El movimiento de repliegue que suponía
encerrarse en su habitación no era un mero berrinche: Viviana reivindicaba
así un espacio de privilegio, un ámbito acotado, que era, en lo sustantivo, una
metáfora de su ser: “don´t trespass!” -era su mensaje implícito-.
Sensible en no menor grado a la música, Viviana estudió percusión, y tuvo
para ello su batería. Recuerdo que cuando me veía tamborilear con los dedos
-a veces con las palmas de las manos- sobre los pupitres de la escuela, mi
sentido del ritmo la maravillaba. Pienso que Viviana reconocía
instintivamente en el ritmo la esencia misma de la música. A fe mía que no se
equivocaba. Los niños se dividen en dos tipos: aquellos que escucharon
regularmente a su mamá cantar, y aquellos cuyas madres no les hicieron el
don del canto. La música es, de manera ingénita y primordial, un regalo de la
madre a su hijo. El útero materno es una caja de resonancia llena de música.
Está presente en el ritmo de palpitación cardiaco, que es percibido como
regularidad -stasis-, como accelerando o como ritardando, según el “tempo”
corporal de la madre, y como melodía por el vaivén del líquido amniótico.
Todo niño -en tanto que no carezca de alguna facultad- es naturalmente
músico, y es al venir al mundo que este se encarga de alejarlo de la música.
Su universo intrauterino es esencialmente musical: el niño flota en un océano
de música. La chora semiótica de Kristeva, ese lenguaje presimbólico,
presintáctico, pregramatical, prelógico y preedípico, se asemeja en mucho a
la música. Es con la aparición del logos patris, y con la preceptiva paterna,
que el músico se divorcia de la música. Y es así como, absurdamente, tiene
que reaprenderla -cuando la reaprende- mucho más tarde en su vida, en
medio de metrónomos y reprimendas.
En algún momento, durante el año 1973, Viviana fue admitida como
estudiante de violín en el Programa Juvenil de la recién remozada Orquesta
Sinfónica Nacional. Como todos los violinistas de la institución, estudió con
el método Suzuki. Es oportuno recordar que la reestructuración de la vieja
Orquesta Sinfónica Nacional, en 1971 -obra del viceministro de cultura,
Guido Sáenz, del presidente José Figueres Ferrer, y del maestro Gerald
Brown- había generado una verdadera efervescencia musical en el país. Los
nuevos músicos de la Orquesta Sinfónica Nacional -traídos de Europa,
Estados Unidos, Suramérica y Japón- le dieron un perfil genuinamente
profesional a la agrupación y propiciaron la venida al país de muchos grandes
solistas. Pero el gesto esencial fue este: no se limitaron a tocar sus
instrumentos: se comprometieron además a formar una nueva generación de
jóvenes músicos. A todo esto hemos de añadir la locura colectiva que desató
en el país la venida de Dylana Jenson, la niña prodigio que en julio de 1972, a
los once años de edad, cautivó a todo Costa Rica interpretando con la
Orquesta Sinfónica Nacional el Concierto para Violín de Tchaikovsky. Fue
un verdadero coup de foudre. Todas las familias costarricenses comenzaron a
soñar con producir una Dylana Jenson criolla. Viviana entró al Programa
Juvenil de la Orquesta Sinfónica Nacional, donde -en medio de la vasta oferta
de la institución- se decantó por el violín. Me consta que tenía talento para la
música. Si desistió del instrumento después de un año de estudio, ello se
debió a que la ejecución musical le inspiraba mucha aprensión, y a que su
profesor le generaba crisis de nervios que se traducían en ataques de asma.
Recuerdo que Viviana se refería a su profesor con antipatía, imitaba sus
gestos autoritarios y su tono de voz. Lo admiraba pero le temía, y el segundo
sentimiento sobrepujó al primero.
Carlos, su padre, le trajo un día una quena de Bolivia. Con ella se entretenía
Viviana, tocando “de oído” sus melodías favoritas, en particular “El Cóndor
pasa”, que tenía una significación honda en su infantil mitología. A buen
seguro, la quena fue el instrumento que más eficazmente la aproximó a la
experiencia íntima de la música.
Parte de la exquisita educación de Viviana la constituyeron las clases de
italiano que recibió junto a su hermano en la Casa Italia, ubicada -hasta el día
de hoy- en el barrio Los Yoses. Su conocimiento del italiano, y los cursos de
francés e inglés -este último más bien deficiente- que recibió en el Liceo,
habrían hecho de ella una persona cuatrilingüe. Tenía facilidad para los
idiomas. Su francés era magnífico, y su español podía ser sofisticado y
erudito cuando tal cosa procedía. Recuerdo sus conferencias sobre temas
diversos al frente de la clase: irradiaba una autoridad pedagógica natural, su
personalidad era asertiva y vigorosa.
Abogada de profesión, Vilma, la mamá, trabajaba a la sazón en el Servicio
Civil. Comenzó en 1960 como recepcionista, terminó en 1994 como
Directora: pasó por todas las funciones y rangos imaginables: Vilma llegó a
ser una leyenda en el Servicio Civil, parte fundamental de su memoria
institucional. Empero, esto suponía un excesivo alejamiento de sus hijos. Era
entonces que la figura de la abuela materna entraba a suplir las necesidades
de los niños. Doña María cuidaba a Viviana desde que la niña tenía un mes
de edad. El volcán Irazú oficiaba su saturnal de ceniza, y sacar a la chiquita a
la calle era peligroso (lo fue para todos los niños de nuestra generación). El
resultado fue que cuando Vilma venía a recogerla después del trabajo, la niña
se sentía arrebatada a quien tenía mayor presencia en su vida. Fue entonces
cuando resultó imperativo que la familia comprase una casa, y que todos
convivieran en ella: la abuela integrada al grupo, y asistiendo a la crianza de
los niños. La casa resultó ser la residencia en Curridabat que yo conocí, esa
desde la que escribo el presente texto, y donde mil veces fui a visitar a
Viviana, a lo largo de once años de escuela primaria y secundaria, y un año y
medio de universidad. La casa era… pues la casa -perdonen la tautología-, la
antonomástica, la casa de una vida, la casa donde quedó flotando el aroma de
Viviana devenida ausencia-presencia, la casa que me resulta imposible
disociar de mi amiga, esa casa que, en cierto modo, era y nunca dejó de ser
ella.
Viviana y yo experimentamos procesos paralelos: yo nací en la Clínica
Bíblica, pasé mis primeros días en Hatillo uno, hasta que mi familia se mudó
a San Francisco de Dos Ríos en mayo de 1966, cuando yo tenía tres años y
medio de edad. Viviana nació en una de las pensiones -atendidas por monjas-
del hospital Calderón Guardia, pasó sus primeros siete años en una casa que
quedaba a doscientos metros de la definitiva residencia en Curridabat, y llegó
a esta en 1970. Siempre fue orgullosa vecina de la húmeda comarca, en las
altas estribaciones de la montaña, irrigada por diversos ríos, zona de cultivo
ideal para el café, y dominio mítico del cacique Curridabat. Las monjas de la
pensión (creada en el hospital para quienes requerían un tratamiento un poco
más personalizado) se llamaban unas a otras para que vieran a la niña recién
nacida: todas convinieron en compararla a “una rosita”. Bien se ve que,
cuando reivindicó para sí la identidad de rosa, tenía razones poderosas para
hacerlo. El parto fue fácil, natural, sin anestesia, “como quien tiene un confite
en la boca que súbitamente resbala fuera de los labios” -recuerda Vilma-. En
contraste, a su lado las mujeres lloraban, el personal médico se agitaba sin
cesar, y una de las parturientas perdía a su hijo. Una y otra vez preguntaba
por él, y nadie se atrevía -en la frágil condición física en que se encontraba- a
decirle que había muerto. Entretanto, Viviana hacía su pacífica, dulce entrada
en el mundo.
A continuación, dos hermosos episodios de la infancia de mi amiga.
A su casa llegaba una niñita de unos diez años de edad, llamada María -
nadie supo nunca su apellido-, que siempre pedía que le regalaran “pan
añejo”. Era un poquito menor que Viviana. Como sus “visitas” no eran
regulares, Vilma optó por colocar el pan que sobraba en una caja de aluminio
(el contenedor de las antiguas “galletas de soda”), a fin de que tanto la
empleada como los miembros de la familia supiesen siempre dónde estaba el
mendrugo de María. Un día la niña llegó, y como Vilma estaba ocupada, le
pidió a Viviana que la atendiera, que le diera su pancito, y le recordó dónde
lo guardaba. Ella se dirigió a la caja y regresó para decirle a su mamá que le
parecía cruel que le dieran “pan añejo”, solo porque la niña, humilde y
temerosa, no se atrevía a pedir pan fresco. En ese momento Vilma cobró
conciencia de que en realidad no estaba siendo suficientemente generosa. Así
fue como le dijo a María que pasara todos los días para que aprovechara el
pan fresquito y no el de días anteriores. Muchos años después, cuando la niña
supo del asesinato de Viviana, vino a rogarle a Vilma que le regalara algo que
hubiera sido de ella. La mamá le obsequió alguna ropa y un anillo de plata
que le habían traído a Vivi desde México.
Otro gesto memorable: a fin de año Vilma solía recoger los muchos
juguetes que Viviana y Adalberto ya no usaban, los limpiaba, los acicalaba,
los envolvía en bello papel navideño y se los regalaba a los niños pobres.
Aunque Vivi participaba gozosamente de estos envoltorios rituales, un día le
dijo a su mamá que no le parecía correcto obsequiar cosas usadas, que era
mejor dar menos regalos, a fin de que los niños pudiesen disfrutar siquiera de
un flamante juguete nuevo. Vilma comprendió que su hija tenía razón. Desde
entonces cultivó la práctica de ir comprando cositas en el transcurso del año,
para envolverlas y regalarlas en Navidad. Viviana comenzó a participar con
más alegría, con más ilusión en la tarea de preparar los paquetes.
Sí, amigos, la generosidad y la vocación de justicia eran rasgos
estructurales, constitutivos de la personalidad de Viviana. Así fue desde su
temprana infancia, así fue durante los años del Liceo Franco-Costarricense,
así fue hasta el final de su vida.
El secreto de Viviana se llama solidaridad. Existen dos posibles reacciones
ante el dolor del prójimo (el “próximo”): la disociación, la desidentificación,
o bien la asociación, la identificación cordial. Si nos asociamos al dolor del
otro es para compartirlo y contribuir a aliviarlo. Es la commiseratio de
Spinoza, la compasión (padecer-con) de los budistas, la caritas o agapé de la
cristiandad. Si optamos por asociarnos al dolor del otro, activamos la facultad
que el filósofo Henri Bergson llama “empatía imaginativa”. Es la capacidad
para “transmigrar” -así no fuese más que por algunos segundos- al lugar del
otro, y formarnos una idea -mediante la invocación de imágenes- de su dolor.
Vivirlo y sufrirlo en carne propia. “Convertirnos” en él momentáneamente.
Para realizar este ejercicio ético -basamento de toda compasión concebible-
necesitamos -como bien lo dice Bergson- imaginación, y la capacidad para
vibrar por empatía con el otro, tal las cuerdas tensadas de un piano, que
pueden vibrar empáticamente, sin necesidad de ser percutidas o rasgadas. La
reacción más frecuente ante el dolor del prójimo es la disociación, la
desidentificación, la toma de distancia (vista de lejos, la peor tragedia se
convierte en comedia, vista de cerca, la más hilarante comedia se transmuta
en tragedia). La gente no quiere sufrir. No quiere acercarse más de la cuenta
al hervidero humeante del dolor humano. Es comprensible, pero ello nos
llevaría a la indiferencia, la impasibilidad, la inmisericordia. Antes bien,
hemos de acercarnos al dolor de los demás. Hacerlo, en cierto sentido,
nuestro. No al punto en que nos incapacitemos a nosotros mismos para servir,
pero sí lo suficiente como para comprender “desde dentro” el dolor de quien
sufre. Mis muchos años de amistad con Viviana me probaron, más allá del
menor asomo de duda, que era una muchacha compasiva, solidaria, piadosa,
caritativa (lo que etimológicamente significa “llena de amor”), y por encima
de todo, justa. Ante el dolor de los demás, no temió acercarse, asociarse,
identificarse, no interpuso la distancia psíquica que la protegerá a ella de
sufrir con el otro, mirándolo -por así decirlo- desde la seguridad de una
plataforma invulnerable en la que el dolor no mordería. Lejos de ello, Viviana
fue la persona que tendió la mano, la socorrista, la que de manera muy
discreta, muy pudorosa -y supremamente elegante- se prodiga en caridad.
Una mujer solidaria: he ahí el primer epíteto que se me viene a la mente al
describirla.
En su encíclica Sollicitudo Rei Socialis, su santidad Juan Pablo II define la
solidaridad como “el hecho de que los hombres y mujeres, en todas partes del
mundo, sientan como propias las injusticias y las violaciones de los derechos
humanos”. “Sientan como propias”: he ahí la noción que quiero aquí
subrayar. La palabra “solidaridad” ha sido vaciada de su significado
profundo, y se ha convertido en un lugar común de la retórica política y de
cierta forma de sensiblería burguesa, eso que el filósofo francés Vladimir
Jankélévitch llama “la buena - mala conciencia satisfecha de sí” (gente que
con una obrita de caridad cree poder comprar la eterna beatitud “en cómodas
mensualidades”). Tal actitud tiende a exacerbarse en la Navidad, como si,
para ejercer la solidaridad, existiese una temporada oficial, un período
acotado del año, durante el cual fuese recomendado detenerse a pensar en el
dolor de los demás y olvidar momentáneamente las propias calamidades.
La solidaridad no es un sentimiento esporádico, es, antes bien, una forma de
vivir, una manera de concebir nuestro vínculo con los demás, un factor
estructurante de la sociabilidad, el fundamento de toda ética concebible.
Evoquemos dos paradigmas literarios -aunque no ficticios, por cuanto
ambos están tomados de experiencias reales- de la solidaridad en su forma
más auténtica. El primero pertenece a La Caída, de Camus. Un hombre es
confinado al calabozo, una celda tan estrecha que no permite al prisionero
estar de pie ni extenderse horizontalmente sin imponer a su cuerpo las más
dolorosas contorsiones. Su amigo, que nada puede hacer por rescatarlo, se
dice a sí mismo: “¿Cómo puedo yo reposar todas las noches en una cama
blanda y tibia, mientras mi compañero es objeto de tan atroz suplicio?” Y
opta entonces por dormir en el suelo, forzando su cuerpo a una tortura que en
alguna medida le aproxime espiritualmente a su amigo. El segundo ejemplo
está tomado de La Condición Humana, de Malraux. Tres revolucionarios han
caído en manos de la armada rival. A todos les espera la muerte a través del
tormento y de las más refinadas formas de suplicio. Uno de ellos tiene dos
ampollas de cianuro de potasio: suficiente para infligir la muerte inmediata de
dos hombres y liberarlos del horror de la tortura. Y, en un acto de solidaridad
suprema -pues hasta la muerte puede ser un acto de amor-, les ofrece a sus
amigos las dos pócimas, y se condena a sí mismo a la lenta agonía del
suplicio.
La solidaridad es el acto de identificación por excelencia con el dolor del
prójimo. Es un sentimiento que no se queda en las lágrimas, sino que se
traduce en acción inmediata y sostenida. Su sustento es la asociación cordial
entre los seres humanos. Volvemos a la expresión de Juan Pablo II: “sentir
como propios”, esto es, hacer nuestro el dolor de los demás a través de la
“empatía imaginativa” de Bergson. Es lo que los personajes de Camus y
Malraux hacen egregiamente.
Solidaridad es no darnos nunca por satisfechos con nuestra dación, entender
que, una vez que lo hayamos dado todo, no habremos sino comenzado a ser
personas en el sentido cabal de la palabra. No caer en lo que Paulo Freire
llamaría “una concepción bancaria” del bien, esa acumulación de buenas
acciones con la que pretendemos comprar boleto para la eterna
bienaventuranza. Si algo debe recordarnos la Navidad es que Dios es dación
pura, irrestricta, gozosa. Goza de sí mismo a través de su creación. No es un
banquero cósmico a la espera de réditos y recompensas por su inversión.
Vivir es amar, y amar es actuar. El ser humano se aproxima a la divinidad por
mor de la solidaridad y de la dación de sí mismo. La solidaridad no es una
transacción: es libre, gratuita, desinteresada, y en ello radica su grandeza.
10 El autor la subtitula Rondas cuentos y canciones de mi fantasía niña.
V

Hoy he exhumado un escrito de larga data. Debo de haberlo pergeñado en


París, en 2008, o quizás 2009. Lo inserto en este libro tal cual lo encontré, y
asumo las redundancias, prolepsis y analepsis que ocasionará. Surgió en un
solo trazo, como una cepa que se descuaja desde su raíz. Le debo respeto.
Representa un momento en mi vida. No tengo ningún interés en peinarlo y
acicalarlo. Aquí se los dejo.
Viviana Gallardo fue mi amiga. Entrañable como pocas -poquísimas- lo
han sido. Estaba sentada en primera fila, ligeramente a la izquierda del aula,
cuando puse por vez primera pie en la escuela. Transido de terror, yo.
Perfectamente serena, ella. Convivimos en la escuela y el colegio durante
once años. Nunca nos sentimos atraídos sexualmente el uno por el otro, y fue
por esto quizás que nuestra amistad adquirió tal profundidad y calidad tan
duradera. La veo una mañana, al correr por uno de los pasillos del patiecito
interno, chocar aparatosamente con un grupo de niñas que avanzaban al
otro lado del recodo. Hubo lágrimas y quejas. Fue su primera querella.
Otras mucho más dramáticas advendrían.
Buena estudiante, sin más. Nunca obligada a los estándares de excelencia
que pesaban sobre mí. Su inteligencia era, sin embargo, excepcional, y no sé
cómo refrescar el significado de esta palabra -hoy tan trivializada- para que
el lector no le pase por alto como si de un cumplido más se tratase. Tenía
interés en todo: psicología, música, historia, economía, literatura, pero sobre
todo, política. En su dimensión internacional y nacional. Era una especie de
Mafalda criolla. A los nueve años de edad era ya capaz de disertar con
llamativa propiedad sobre los principios básicos del marxismo y del
materialismo histórico. Le preocupaban inmensamente el embargo petrolero,
la intervención de los Estados Unidos en las políticas internas de
Latinoamérica, la situación cubana, la Guerra Fría, el conflicto árabe-
israelí, la encíclica Rerum novarum de León XIII, las dictaduras militares,
las violaciones a los derechos humanos…
Durante los recreos salíamos a caminar (básicamente, darle vueltas al
colegio, dado que nos estaba prohibido salir del límite establecido por el
portón y las rejas de hierro). Yo le hablaba de música, y ella de temas sobre
los que yo fingía saber algo. Pero, mi orgullo viril n´y étant pour rien, me
gustaba aprender de ella, y a menudo me descubría a mí mismo repitiendo
los conceptos que me había enseñado. Sí, la ausencia del componente erótico
le confirió a nuestra relación una solidez, una estabilidad, un sabor a
eternidad que de otro modo jamás hubiera tenido. Cuando el bus escolar nos
traía de vuelta, yo ocasionalmente me quedaba a dormir en su casa (de
camino a Concepción de Tres Ríos, emplazamiento del Liceo a partir de
1976). Ahí mismo lo tomábamos, a la mañana siguiente, para el nuevo día
escolar. Me asignaban un cuarto en el segundo piso, pero como nos
quedábamos hablando hasta muy entrada la noche, recuerdo haber
terminado durmiendo en su propia habitación, sin que ello me suscitara
jamás la menor trepidación sexual. For all practical purposes, éramos,
realmente, hermanos.
Es posible que ninguna mujer haya estado tan próxima en sensibilidad e
intelecto a mí. Al llegar la adolescencia, nuestra amistad se estrechó aun
más. Yo devine lánguido, lunar y filiforme. Ella, beligerante y socialmente
comprometida (siempre lo había sido, pero ahora tenía los medios para serlo
de manera militante). Se preocupaba mucho por mí. Mi salud, mis lloriqueos
sentimentales, mis crisis de crecimiento. Siempre tuvo una perspectiva
humana más dilatada que la mía, con lo que trato de decir que era
considerablemente más madura que yo. Sin duda, sin duda, sin duda, mucho
más inteligente. De nuevo, uso esta palabra delicada en su plenitud
semántica, consciente de todos los matices que le han sido conferidos.
Me conocía al punto de prever cuál sería la próxima de mis palabras en
una conversación cualquiera. En cuarto año nos pusimos de acuerdo para
descuartizar delante de toda la clase a Bertrand Russell, su frívola
concepción de la felicidad y la torpe idea de que esta pudiese
“conquistarse”. “Voy a poner un ejemplo que sería más propio de Jacques
que mío -dijo-: si el único propósito de la vida fuese tratar de ser feliz a toda
costa, el mundo se habría perdido de muchas cosas engendradas en el dolor.
Ahí está el caso de Beethoven”. Yo asentí, y como alguien terciara tratando
de refutarnos, Viviana lo reprendió: “No hagás el ridículo: estás hablando
con una de las personas que más saben sobre Beethoven en este país”.
Hablábamos durante horas por teléfono. Todos los días. Las cuentas
telefónicas eran inconcebibles. Culpa de Alexander Graham Bell y de
Antonio Meucci, digamos. Mi mamá le puso un candado al teléfono. De nada
sirvió. Encontré un sistema para pulsar los botoncitos sobre los que reposa
el auricular con infalible destreza -no en vano soy pianista- que me permitía
llamarla sin necesidad de hacer girar el disco sobre los numeritos del
aparato. Simplemente, no podía pasar un día sin hablar con ella. Más exacto
sería decir: no podía vivir sin ella.
De seguro habremos sido regañados más de una vez por llegar tarde, por
hablar en clase, y no me cabe duda de que en alguna ocasión habremos
hecho trampa en los exámenes. Que alce la mano quien jamás lo hiciera. Lo
compadezco, amigo, porque, sin querer por ello proponer una apología de la
deshonestidad académica, también esto es parte de la vida de un estudiante.
Era superlativamente intuitiva. Culta, sensible, devoradora de libros,
magnífica razonadora, naturalmente dotada para la argumentación y la
polémica, cualidades que el colegio no hizo sino refinar con la frecuentación
intelectual de los grandes autores franceses. ¡Cuánto aprendí de ella!
Nuestras largas caminatas eran trueques de conocimiento: yo le hablaba de
Beethoven, de Baudelaire (o de mis siempre prioritarios y desmelenados
amores), ella me instruía sobre las grandes corrientes del pensamiento
político. Un intelecto de primer orden: lo que los estadounidenses llamarían
“a beautiful mind”. Una vez, en su casa: “¿Por qué no quitás la foto de ese
viejo barbudo de la pared?” (Marx). “La quito, de acuerdo, si vos quitás el
busto de ese viejo melenudo que tenés sobre el piano” (Beethoven). Por mí
llegó a amar la música clásica, y si algo hay en mí de sensibilidad social y de
conciencia política, se lo debo a ella.
En quinto año las posiciones políticas de Viviana la llevaron a
enfrentamientos frontales con el sector fru-fru de la clase. Los que realmente
pertenecían a la nobleza, y los “Verdurin” criollos. El asunto de la
graduación. Las que querían llevar vestido de gala, los que insistían en
ponerse frac… y luego Viviana, a quien ofendían los despilfarros de ese jaez.
Dos o tres copartidarias pretendieron por algún tiempo compartir su
posición… solo para ceder finalmente a la cursilería y a la más que
comprensible necesidad de aceptación del resto de la clase. Viviana se quedó
sola. Una mañana, después de una acalorada discusión pública en la que se
hizo insultar por una chiquilla con veleidades de aristócrata, Viviana tomó la
palabra. Su tono fue seco, emocionalmente neutro, casi severo y por eso
mismo aun más memorable. Jamás la había visto reaccionar de manera tan
adusta y decidida. “¿Saben una cosa? Hagan lo que quieran, es evidente que
yo no comparto sus valores y por mi parte no voy a tratar de imponerles los
míos. Quiero que sepan que iré a la fiesta vestida como yo quiera. Censuro
este tipo de despilfarros, pero no se preocupen: no por ello voy a hacerles
problema. Esto no es un boicot: es un acto que me debo a mí misma. No
cuenten conmigo. No diré una palabra más al respecto”. Su tono fue tan frío,
tan extrañamente détaché, que la clase quedó sumida en el silencio. Era el
manifiesto de una mujer que sabía ya perfectamente cuál iba a ser su
posición en el mundo. Más que comprometida: absolutamente asumida en
tanto que persona marginal, contestataria, demonizada por muchos. Serena.
Sin alzar la voz. Sin la menor señal de perturbación. Sin gesticulaciones o
aspavientos. Ya era ella, ya se había “convertido en lo que era” -al decir de
Pascal-. Mucho antes que cualquiera de nosotros, con excepción mía, quizás,
que desde mi trinchera de “artista” -bien legitimada por la sociedad, muy
segura después de todo- libraba también mi pequeña batalla individual.
Divinamente intransigente, como Antígona. Emitió su pronunciamiento en el
aula que hacía las veces de teatro, desde la primera hilera de sillas -¡no en
el proscenio!- donde, por alguna razón estábamos reunidos. El ámbito
acotado en que nos encontrábamos, y el dramatismo del gesto me marcaron
de manera indeleble. A sus espaldas, el escenario vacío, oscuro, y las
cortinas entrecerradas. Viviana había pronunciado su primer gran monólogo
en el theatrum mundi. Una de esas instancias en las que el teatro coincide
con la vida (Antonin Artaud hubiera dicho que tal es siempre el caso, tesis
que tiendo a endosar).
Su temperamento fogoso -no díscolo- y la firmeza de sus convicciones le
acarrearon no pocas antipatías en la clase. Nunca le interesó ser reina de
popularidad. Estaba muy por encima de eso. Decía lo que pensaba, y lo
hacía con la vehemencia y la pasión de la juventud. Una persona engagée,
comprometida con sus ideas, con sus causas. Ardientemente idealista. Su
rasgo más saliente: una desesperada sed de justicia social. Era su divina
obsesión. Cuando, treinta años después de su muerte, la evocamos y
juzgamos, tendemos a olvidar que al cometer el error de involucrarse con un
grupo radical, no era más que una chiquilla de dieciocho, quizás diecisiete
años. Un fatídico yerro que pagó con su vida. La vehemencia de la juventud
es un arma de doble filo. Toda esa pasión mal encauzada, envenenada por
ideologías perversas y almas inescrupulosas, puede convertirse en una
terrible fuerza destructiva. Muchas razones convergieron para llevarla a
tomar tan trágica decisión. Muchas. Ya hablaremos de ellas. Son numerosos
los responsables de este derrape moral. Pienso en los correligionarios que
quedaron impunes, esos que salieron huyendo como cucarachas hasta que la
tormenta se aplacase…
En 1980 entramos a la universidad. De nuevo, la vi ahí el primer día de
clases, justo a la entrada de la Biblioteca Carlos Monge Alfaro. Su cara está,
así pues, asociada a mi iniciación en la escuela -tremendamente traumática-
como a mi iniciación universitaria -más bien insípida-. Iba vestida con un
blue jeans y una camiseta de rayas horizontales rojas y blancas. Luego
nuestro contacto se hizo más esporádico. A principios de 1981 Viviana
comenzó a visitarme en la Escuela de Música. Solía llegar de noche,
inopinadamente. Se asomaba a mi cubículo, se sentaba a escucharme un
momento y luego se iba, tan furtivamente como había llegado. Siempre
rechazó mi oferta de acompañarla a la parada de buses. Algo andaba mal
con ella. Era una mujer atrapada, una mujer que no podía hablar, que
hubiera querido ser interpretada y, sobre todo, auxiliada. No entendí su SOS.
No tenía el equipo perceptivo necesario para hacerlo. Sus visitas se hicieron
cada vez más misteriosas y espaciadas. Nunca sabía de dónde venía ni
adónde se dirigía. Disfrutaba escuchando música (solía tocar para ella la
Sonata Patética, de Beethoven) y con frecuencia me pedía que le prestase los
cuentos que había yo comenzado a escribir. La veo sentada, al lado mío, a
eso de las diez u once de la noche, poco antes de que cerraran el edificio.
Atenazada por sorda angustia. Como si, incapaz de formular su inquietud,
quisiese que yo le leyese el pensamiento.
Una mañana cualquiera, Ricardo Valverde, un entrañable amigo común,
me llamó para alertarme: Viviana se había integrado, al parecer, a uno de
esos grupos radicales en que a los miembros se les hace pagar con su vida el
menor amago de deserción. Eran los años del gobierno de Carazo, la peor
administración que el país había padecido desde el neolítico superior.
Células de este tipo comenzaban a incubar bajo la superficie de una
profunda insatisfacción social. No tomé en serio las palabras de mi amigo.
¡Era un mundo tan ajeno al mío! ¿Cómo podría ser aquello posible?
Luego vino la catástrofe. Viviana es culpada erróneamente por la muerte
de tres oficiales de policía y un taxista, después de que el carro en que ella y
otros compañeros viajaban fuera sorprendido en mitad de la noche,
cargando armas de fuego. Uno de los integrantes del grupo aceptó la autoría
de los asesinatos. Ocurrió en una oscura calle de Guadalupe. Espeluznante,
la historia. Una leyenda urbana pretendió que uno de los cuerpos habría
sido aplastado bajo las ruedas del vehículo después de ser derribado por las
balas. He visitado con frecuencia el lugar: una plaquita de metal conmemora
el terrible acontecimiento.
Viviana es llevada a la cárcel. Una celda de dos por dos y medio metros
para tres personas: ella y sus compañeras. Viviana es golpeada y abusada
sexualmente, aunque no violada. Lo sé porque así se lo contó a su mamá,
Vilma, quien se mantenía en estrecho contacto conmigo. Tratan en vano de
extraerle información. Era evidente que algo se fraguaba ya en su contra.
Una mañana me despierta la llamada del mismo amigo que meses atrás me
alertara sobre la situación. Sus palabras fueron, exactamente, estas:
“Jacques, aciagas noticias: mataron a Vivi”. Aciagas, aciagas… siempre me
ha llamado la atención la elección de tal epíteto. Desde entonces ha pasado
a representar para mí la imagen misma de las más devastadoras
calamidades. Un cabo cuyo nombre prefiero no consignar había introducido
la metralla en la celda y descerrajado una ráfaga a quemarropa, una sola:
diecisiete balazos. Sin escrúpulos, sin misericordia, sin remordimiento, sin
asco. Ese mismo día la noticia fue divulgada con el morbo propio de algunas
sabandijas carroñeras que se toman a sí mismas por periodistas. Para las
portadas y las coberturas del incidente se utilizaron fotos gráficamente
alteradas de Viviana. Lucía en ellas perversa, desquiciada; las gacetillas -
miserables y obscenas como pueden serlo- la proclamaban “cabecilla” del
grupo terrorista llamado “La Familia”. En un país civilista y pacífico, el
evento constituyó un trauma colectivo, una de las causes célèbres de nuestra
historia. Irónicamente, con su muerte Viviana incrementó de manera masiva
la venta de los periodicuchos y tabloides que tan acremente criticara. Mucha
gente se enriqueció con esta niña, personaje noticioso del año, mezcla de
ángel exterminador, Gorgona, Medusa, Hidra de Lerna, Antígona, Juana de
Arco, Olympe des Gouges y la Pasionaria.
Tierra le dieron -como diría Machado- una tarde gris del mes de julio.
Cementerio General. Su mamá y su tía lucen serenas. “¿Sabés una cosa,
Jacques? Siento que ya nadie me le puede hacer daño, que ahora por fin está
a salvo: es como si la hubiera recuperado” -me dice la primera-. La abuela
llora desconsolada: “No llorés, mamá: cuando seás recibida en la presencia
del Señor, ahí estará Viviana haciéndote un camino de flores” -le dijo una de
sus hijas, frente a la tumba-. Reproduzco lo que oí. No fabulo, no poetizo, no
sentimentalizo, no habla aquí el cuentista, sino el reportero, el testigo.
El rostro de su padre era un mapa de la tristeza. El trabajo lo había
obligado a ausentarse durante algún tiempo. Había estado en Panamá,
ofreciendo consultorías para la Datsun, la Contraloría General de la
República y el Ministerio de Planificación, todo ello facilitado por el hecho
de que su cuñada Nidia era, a la sazón, cónsul de la Embajada de Costa Rica
en el país canalero. La familia lo había echado de menos. No pudo estar al
lado de Viviana durante los días de la prisión. Regresó al país exacta,
puntual, exclusivamente para enterrar a su hija. Lo estoy viendo en la
entrada de la Iglesia de Las Ánimas, recostado al bastión derecho, poco
antes de iniciar el cortejo hasta el Cementerio General. Su piel, cerúlea y
verdinosa, toda la luz de su ser apagada. Viviana se quedó sin su gran figura
de autoridad en un momento crítico de su vida. Esta circunstancia, aunada al
idealismo ardiente y a veces desorientado de la juventud… el sentimiento de
impotencia de Carlos debe haber sido inexpresable. Fue un magnífico papá,
amoroso y responsable ¿Un grupo radical llamado “La Familia”? ¡Quizás
Viviana sintió que, si una plataforma había cedido bajo sus pies, si una
estructura se había resquebrajado, esta era justamente su familia! ¿Para
qué, si no, buscar un sucedáneo de la familia en la espuria “parentela” de
una organización de tal estofa? Tan pronto Viviana fue enterrada, Vilma
puso a Carlos en un avión y lo despachó para Panamá. Era un hombre fuera
de sí, que se pasaba el día jurando matar a fulano, zutano o mengano. Y, tal
cual lo conozco, creo que es algo que podría haber ocurrido. Así, Vilma se
quedó con Adalberto en la casa de Curridabat: ambos trataban de entender
lo que había sucedido. Les tomaría muchos años siquiera aceptarlo.
Pocos compañeros del Liceo asistieron al sepelio. A decir verdad, no
recuerdo a ninguno, pero bien podría equivocarme en este punto. Sin ser de
ninguna manera una inadaptada social (mucho más lo era yo), Viviana
nunca había sido precisamente una reina de popularidad. La mayoría de
ellos convino en juzgar su acto una monstruosidad, cosa que desde mi actual
perspectiva comprendo. El asesino se limitó a decir que el recuerdo de sus
colegas muertos le había provocado un acceso de rabia que le llevó a tomar
la justicia en sus manos. Nadie creyó su versión de los hechos, y aun así el
caso no fue debidamente procesado. A Viviana la mataron por instrucciones
de alguien que advirtió su extraordinaria inteligencia política, y prefirió
segarla de una vez del panorama social del país. El crimen fue perpetrado
por interpósita mano. Tal es, por lo menos, mi hipótesis, y considerando la
indisimulable brillantez intelectual de Viviana y su potencial peligrosidad
ideológica, me sorprendería mucho estar equivocado. Nunca la juzgaron: la
ajusticiaron. Ejecutada como si de una bestia rabiosa se tratase. La privaron
del derecho de comprender el error que había cometido, y de la posibilidad
de expiarlo. Al Cabo sí lo juzgaron. Su pena consistió en seis añitos de
prisión purgados de la siguiente manera: el señor podía salir durante el día
a pasear con su familia, irse de picnic, trabajar, estudiar, y pasaba las
noches en la cárcel, donde, quién sabe, tal vez hasta jacuzzi, baño sauna y
cama de agua tendría. A casi tres balazos por año, le salió el negocio, al
cabito. Eso fue lo que dictaminó una juececita de mazapán, una hadita
madrina salida del ballet El Cascanueces. Nuestro corrupto, sobornable,
inoperante sistema penal: entonces como ahora, la gran vergüenza de
nuestro triste país.
Doña Vilma -su mamá- estudió leyes, y es hoy en día una distinguida
abogada. La veo regularmente, a ella y a su familia. Con los años ha
encontrado la manera de sonreír a través de las lágrimas. Pocos días
después del asesinato nos reunimos en un restaurante, y apenas probó
bocado. “¿No tiene hambre, doña Vilma?” “No, no, Jacques… si yo como
apenas para no morirme”. Palabras que se quedan enredadas en el dédalo
de la memoria por razones a menudo oscuras. Siempre se refiere a mí como
“mi chiquito”, y a Viviana como “mi muñequita”.
“Decile a Jacques que me mande sus cuentos” -le pedía Viviana una y otra
vez a su mamá, mientras aguardaba en la cárcel-. Nunca llegaron a sus
manos. No se los envié. No entendí la magnitud de la tragedia. Yo creí que
ella iba a salir, creí que todo se iba a enderezar, que aquello era una especie
de pesadilla de la que inexorablemente habría de despertar. Era joven, e
inconsciente, y estúpido. Te fallé, amiga, y no me lo perdono, no me lo
perdonaré jamás. Te fallé en muchos frentes. El primero de todos: no haber
olfateado -a pesar de los signos que me diste- el cepo mortal en que estabas
prendida, y del que no sabías ya cómo escapar (¿qué otra cosa significaban
tus fugaces, nerviosas visitas nocturnas al conservatorio?) Pero no te supe
leer. Yo sentí que huías de algo, que buscabas la salida de una amenaza
tremenda e inconfesable, pero no pude, no supe ayudarte.
Quisiera poder pensar que ahora, desde alguna arcana dimensión del ser,
puedes por fin leer mis cuentos y volver a oír mi música. Tal vez, tal vez.
Como dice Machado: “Vive, esperanza, ¡quién sabe lo que se traga la
tierra!” Por mis manos puedo jurarte -lo sabes- que no ha pasado un solo
día desde tu asesinato en el que no te haya pensado, evocado, querido, y -
sépalo el mundo- mi ternura por ti es imperecedera.
Este texto -que he modificado y ampliado considerablemente- tiene su
historia. Lo escribí en julio de 2011, para la “Página Quince” del periódico
La Nación. Sabía que el tema era, por decir lo menos, problemático. Se lo
envié en primera instancia a mi entrañable amigo Julio Rodríguez,
coordinador de la sección y columnista de inmensa prosapia, con la intención
de que este evaluara su “publicabilidad”. Al día siguiente recibí la llamada de
un entusiasta y conmovido Julio. Me dijo que el artículo comenzaba como el
Dies Irae del Réquiem de Verdi, pero terminaba como el Lacrimosa del
Réquiem de Mozart. Asumo que esto significaba que yo había modulado, en
el texto, de la ira y el juicio, a la tristeza lúcida y resignada. Julio parecía
jovial y perfectamente détendu. He aquí, empero, que al día siguiente me
volvió a llamar… y no era ya la misma persona. Me dijo que, aunque yo
proponía una noble y apasionada defensa de mi amiga, nada podía impedir el
hecho de que esta había sido una terrorista, y como tal, La Nación no podía
solidarizarse con mi apología. Fue evidente para mí que Julio había sometido
el texto a otro criterio, y este había sido adverso. Un criterio que, tal parecía,
él respetaba. Yo sonreí, lo tranquilicé, y le dije que olvidara el artículo, que
no hablásemos más sobre el tema, y que pronto le mandaría nuevos escritos
sobre otros tópicos. “Espero que comprenda” -subrayó Julio, preocupado
pero inamovible en su decisión-. Por supuesto que comprendí. Como
comprendo, sin ninguna dificultad, el parecer de la persona que, en La
Nación, lo habría disuadido de publicar el texto. No insistí en lo absoluto. Di
el asunto por clausurado. Al día siguiente yo salía rumbo a París. Esa misma
noche, mientras hacía la valija, recibí la llamada de mi querida amiga Yalena
de la Cruz. Era ya pasada la media noche, y la versión electrónica del
periódico circulaba desde hacía algunos minutos. Yalena, otro producto
notorio y descollante del Liceo Franco-Costarricense, me felicitó por el
artículo, y dijo que se sentía muy conmovida. Yo no entendí lo que sucedía.
Le pregunté a Yalena si estaba segura de haberlo leído en La Nación, y ella
me aseguró que tal era el caso. A la mañana siguiente, tan pronto llegué al
aeropuerto Juan Santamaría, adquirí la versión física del periódico… En
efecto, ahí estaba el tan traído y llevado texto. Ocupaba una página entera, y
había sido engalanado por hermosa ilustración. Llamé a Julio. Este me
aseguró que había sido un problema de comunicación en el periódico, y que
el artículo había salido publicado por error. Pero Julio, respirando aliviado,
añadió: “Por dicha que la mayoría de las respuestas han sido positivas. Me
alegro por usted, Jacques. Pero claro, me perturba lo que usted dice sobre
nuestro sistema jurídico, que en realidad es uno de los mejores de
Latinoamérica”. La verdad es que yo no aludo al sistema jurídico, sino al
sistema penal, que califico de “corrupto, sobornable e inoperante”.
Jamás supe lo que había pasado en el periódico. Tampoco quise indagar. El
hecho es que el texto había sido publicado. ¿Habría algún simpatizante de
Viviana desobedecido las órdenes de los mandos altos de La Nación? ¿Se
habría tratado de un mero error de coordinación, de un banal descuido en la
comunicación? Nunca lo sabré. No creo que nadie llegue jamás a saberlo.
Una amiga muy querida me sugirió que quizás Viviana hubiese intervenido
desde la arcana latitud del ser en que habita, para que las cosas pasaran de la
manera en que pasaron. ¡Ah, mi fervorosa y pía amiga: ojalá fuese yo capaz
de tu convicción y credulidad! ¡Mi fe en el pensamiento mágico se ha
agostado con el tiempo! ¿No es esta, después de todo, una de las mejores
definiciones posibles de eso que llamamos vejez? Fuere como fuere, el texto
salió publicado, y lo releí varias veces en el curso de mi viaje de vuelta a
Francia. Quería ver cómo se “sentía” a treinta y cinco mil pies de altura.
Cuando llegué a mi apartamento, descubrí cientos de mensajes en mi correo
electrónico. La cifra subió durante los días subsiguientes. Casi todos eran
positivos, muchos de ellos francamente emotivos y algunos decididamente
extáticos. Luego, por supuesto, hubo dos o tres que consistían, en lo
sustantivo, en amenazas de uno u otro orden. Recuerdo, en particular, el
mensaje de un individuo que se autodescribía como “ex-agente policial”, y
“ministro de la eucaristía”. El sujeto reaccionaba a favor del Cabo Bolaños,
decía conocer muy bien a su “honorable” y “humilde” familia, y terminaba
asegurándome que él y varias personas más organizarían una “cadena de
oración” para que sobre mí recayeran “la miseria y la fatalidad”. Sus
mensajes estaban escritos con diferentes tipografías, colores y tamaños de
letras… Muy, muy perturbadora experiencia. No es bonito, recibir este tipo
de coces cuando uno se encuentra solo en una ciudad ajena, pero asumí que si
tal era el precio que había debido pagar por la publicación del artículo, debía
considerarme muy razonablemente facturado. Algo divertido: algunos de los
mensajes de apoyo comenzaban con algo semejante a esta fórmula:
“Estimado señor Sagot: normalmente no me gustan sus farragosos,
culteranos, grandilocuentes textos llenos de palabras de diccionario, pero
debo decir que su semblanza de Viviana Gallardo se cuenta entre las cosas
más bellas que he leído”. ¿Es esto un elogio, o la más ladinamente disimulada
de las descalificaciones? No lo sé, y acaso no importe. Quiero dejar este
testimonio: a la altura de julio de 2011, en veintitrés años de publicar en
varias secciones de La Nación y revistas diversas, jamás un artículo de mi
autoría ha suscitado una reacción de tal magnitud, ni me ha valido tantos
cumplidos. No lo escribí con ese objetivo, y de creerle a Julio, el texto en
cuestión no hubiera debido valerme otra cosa que cantaradas de oprobios.
Pero se equivocó, mi querido, mi siempre evocado amigo, y él así lo admitió.
No escribí el texto con la intención de apuntarme un best seller -noción que
desprecio-. Solo seguí mi corazón. El corazón puede equivocarse -todo lo
humano es falible- pero siquiera no nos engaña. La razón, en cambio, en
tanto que prohijadora de racionalizaciones, paralogismos y engañifas de toda
suerte, sí es una consumada impostora. Escribí porque quise gritarle al mundo
que las grandes lealtades de mi vida siguen incólumes, que treinta años de
ausencia no erosionan en lo absoluto el amor nacido con vocación de
eternidad, que yo era, en suma, capaz de honrar mi palabra y mi devoción de
adolescente tres décadas después de profesada. Es así de simple, y así de
complejo. Por lo demás, los hechos recientes en lo que concierne a nuestras
penitenciarías, confirman que el país está atascado en el paleolítico:
sobrepobladas, inmundas, escenario de las peores degradaciones, las cárceles
del país “más feliz del mundo” son un sonrojante modelo de violación “legal”
de todos los derechos humanos concebibles. Nada ganaremos con acudir a la
estúpida perífrasis “privados de libertad” para aludir a los presidiarios.
Mucho, en cambio, podríamos derivar de una revisión integral, crítica y
foucauldiana de nuestro sistema penitenciario. No veo la menor voluntad
política por parte de nadie, en el abordaje de este delicado aspecto de nuestra
urdimbre social, y la administración Solís (2014-2018) ha sido negligente,
desdeñosa y cruel, en su absoluta ignorancia del problema.
VI

Es rigurosamente exacto afirmar que Vilma comenzó sus estudios


universitarios de derecho gracias a su hija Viviana. La niña fue insistente y
solidaria: quería ver a su mamá estudiando. Llegó al punto de pedirle
prestado dinero a un pariente para la matrícula. Estamos en el año 1978,
Viviana tenía quince años, y su mamá, treinta y seis. Viviana le preguntó a
Vilma qué quería estudiar. Las opciones eran derecho, psicología y filología
(años más tarde, después del aberrante tratamiento de que fue objeto Viviana
por parte de la prensa local, Vilma también consideró seriamente estudiar
periodismo). Pero en mayo de 1978, se decantó por derecho, en la UACA
(Universidad Autónoma de Centro América). Viviana -a semejanza de
Mafalda- quería a una mamá independiente, dinámica e intelectualmente
efervescente. Y la tuvo. Viviana se encargaba ella misma de estudiar los
libros de texto de Vilma. Le elaboraba fichas de lectura, resúmenes, y le
“tomaba” las lecciones. Imposible concebir un vínculo madre-hija más
maduro, más pleno y funcional.
El entrañable nivel de confianza que existía entre Vilma y Viviana se
explica fácilmente. En primer lugar, la brecha generacional no era tan grande:
Viviana nació el 28 de febrero de 1963; apenas dos días después, el 2 de
marzo, Vilma cumplía veintiún años de edad. Por poco, la madre hacía las
veces de hermana o de amiga mayor. A esto hemos de sumar el hecho de que
Viviana era una niña extraordinariamente madura -y Vilma, una madre muy
juvenil-. Cuando Viviana comenzó a tener problemas de adaptación en la
Escuela Católica Activa, sus padres decidieron llevarla a ver a un psicólogo,
el doctor Rodrigo Sánchez Ruphuy. El galeno dictaminó que la niña tenía un
coeficiente intelectual muy por encima de su edad, y que era preciso tratarla
como a una personita de nueve, no de cinco años -su edad en ese momento-.
El psicólogo señaló, además, que una niña tan feliz en su hogar -un ámbito
donde lo tenía todo- difícilmente se adaptaría a un lugar inhóspito y
gobernado por austeras, hiper-disciplinadas monjas alemanas. A esto había
que añadir el hecho de que Adalberto, su hermanito, venía de llegar al
mundo. La sincronía -ella sacada de la casa, el niño nuevo foco de atención
del hogar- fue considerada ligeramente problemática, pero la situación no
tardó en estabilizarse.
Viviana adoraba a su mamá. Vilma era su modelo, su referente absoluto.
“Mami, yo no sé cantar, pero si usted comienza, yo me le pego y termino
cantando con usted”. Y cuando Viviana iba para su primera entrevista de
trabajo: “Mami: enséñeme cómo cruzar la pierna… Yo no puedo, tengo los
muslos demasiado anchos, en cambio usted cruza la pierna con tanta
naturalidad y de manera tan elegante”. Y se esforzaba por calzar sus recién
comprados zapatos de tacón -los primeros de su vida, pues siempre había
usado tenis-. Por supuesto, Vilma la asesoraba en todo lo que tenía que ver
con su indumentaria. “Pero mami, es que usted con un saco de manta se
podría ver distinguida y esbelta, con un simple saco de manta, sí”. Cuando
Viviana estaba detenida en el Organismo de Investigación Judicial, después
de los hechos de junio de 1981, le decía a Vilma: “usted siga viniendo a
visitarme así, mami, con esa altivez y elegancia que la caracterizan: aquí
siempre hablan de usted como una persona altiva y refinada”. Sí, madre e hija
se querían éperduement.
Por otra parte, Viviana siempre creyó en mí. Siempre me trató con respeto.
Siempre me tomó en serio (probablemente algunas veces más de la cuenta).
Jamás la vi burlarse de ninguno de mis -por decir lo menos- inusuales rasgos,
de mis excentricidades y atípicos patrones de conducta. Conmigo asumía un
rol solidario y protector. Aunque yo era también capaz de representar el papel
del “caballero al rescate de su damisela”, está claro que con mucha mayor
frecuencia necesitaba ser rescatado. Y Viviana era una socorrista nata: era un
componente estructural de su personalidad. No recuerdo un gesto cruel, una
palabra o mirar burlón, el menor signo de descalificación de su parte. Antes
bien, si yo era objeto de risa general -no sucedía a menudo, pero sí de vez en
cuando- siempre podía contar con su voz que retrotraía a todo el mundo al
orden. La solidaridad era en ella un rasgo natural, un atributo constitutivo de
su ser.
Es un viernes por la tarde, en agosto de 1973. Estábamos en quinto grado.
Nuestros profesores eran la “niña” Ana Cecilia Sancho para las materias en
español, y Monsieur André Vicat para las materias impartidas en francés. El
Liceo estaba todavía en el Paseo Colón: era la señorial “Casa de los Leones”,
hoy en día derruida y reducida al melancólico vestigio de su muro externo.
Era el fin de la jornada: probablemente alrededor de las cuatro de la tarde. Yo
estaba sentado en el murito, asido a la gran verja de metal negro que brotaba
de la piedra, y le confería al Liceo su aire de espacio acotado, edificio severo
y vagamente carcelario. A mi lado vino a sentarse Viviana. Estábamos
esperando que nuestros papás pasasen a recogernos.
Yo parecía absorto. Y no era para menos: esa noche iría al Teatro Nacional
a escuchar al gran pianista Gyorgy Sándor tocar como solista con la Orquesta
Sinfónica Nacional. El discípulo predilecto de Bartók y Kodály me había
dejado transfigurado, cuando en junio de 1972 lo oyera ejecutar el Concierto
Emperador de Beethoven y el Segundo de Chopin la misma noche, y días
después un recital que me dejó en estado de febril conmoción. Fue la
experiencia musical de mi vida: aquel día supe que sería pianista. Y un año
después, volvía mi héroe de infancia, esta vez a tocar el Tercero de Bartók y
el Primero de Liszt. Viviana advirtió que yo estaba transido en la indecible
ilusión de lo que iba a presenciar aquella noche. Todo mi ser era una máquina
expectante, una cuerda tensada, proyectada hacia el evento, ese sentimiento
que tan bien saben cultivar y atizar los niños. Le sugerí a Viviana que me
acompañase al concierto. Lo hice sin la menor esperanza de que aquiesciera,
pero con la mayor naturalidad del mundo me dijo que iría. Fui al concierto
asumiendo que ella no estaría ahí. Cuál fue mi sorpresa, que al final de la
velada, después de que Sándor triturara el piano del Teatro Nacional con la
más fragorosa catarata de octavas jamás escuchada (coda del concierto de
Liszt), y se prodigara en un par de encores, me topo de narices con Viviana
en el corredor externo de lunetas (yo había estado en butaca). Me vio
desencajado, eufórico, absolutamente deslumbrado. Advirtió que yo estaba
fuera de mí. Y entonces me dijo justamente lo que yo quería oír: “¿Por qué
no vas a pedirle un autógrafo?” Era lo que había querido hacer el año
anterior. Vencido por la timidez, había dejado pasar la ocasión. Ahora, yo
necesitaba precisamente que alguien me exhortase: “Andá y le pedís un
autógrafo, bien que mal es un ser humano, no es una criatura de otro mundo,
y aunque vas a estar rodeado de adultos y desconocidos, nadie te va a comer
vivo”. Sí, era justamente el espaldarazo que anhelaba. Toda una aventura, ir
hasta la entrada de los artistas, al final del pasillo de lunetas, escurrirme entre
la gente, penetrar en su camerino, y dirigirle la palabra para pedir un
autógrafo. Yo era un chiquillo entrometido, y no conocía a nadie por aquellos
lares. ¿Se fijaría el gran pianista siquiera en mí? ¿Me escucharía? La gente
conversaba ruidosamente, se estrujaba en el corredor tras las bambalinas, el
camerino estaba atestado de admiradores, los músicos de la orquesta salían
con sus instrumentos, el director Gerald Brown charlaba con los abonados a
la temporada de conciertos… Temía que mi voz no fuese siquiera oída. Yo
hablaba desde un subsuelo, desde más de un metro de distancia de la cabeza
de Sándor, hombre alto y espigado. Tendría que alzar la voz, quizás gritar…
No, yo jamás lo hubiera hecho sin Viviana. Me acompañó hasta la entrada a
los camerinos. Ahí me dejó: “lo que queda es cosa tuya: ese es tu mundo, yo
ahí no me meto”. Y de pronto vi que no era necesario filtrarme en el
camerino de Sándor: el maestro avanzaba por el corredor, solo y de frente a
mí. Me vio y me sonrió. Lo felicité, y le ofrecí mi programa para que en él
estampase su firma. Lo hizo con gesto magnánimo y señorial. A la sazón era
un hombre de sesenta años, de porte aristocrático y ademanes mayestáticos.
Uno de esos seres condenados a la elegancia. Firmó mi programa, me
estrechó la mano (la suya estaba mucho más caliente que la mía) y volvió a
sonreír. Le dije que volviera el año siguiente. Alzó las cejas y me respondió:
“Sí, eso es importante, pero no depende de mí”.
Salí del lugar sonambúlicamente, en estado de profunda conmoción. ¿Había
alguien en el mundo que comprendiera mi estremecimiento, mi inexpresable
emoción? Sí: Viviana lo hacía. No sé cómo diantres lo lograba, pero el hecho
es que ella lo comprendía todo. Ese autógrafo, ese primer contacto con el que
décadas más tarde sería mi amigo, profesor y compañero en conciertos a dos
pianos, fue obra de Viviana. Ella me había dado el élan, el ímpetu necesario
para dar el paso. No había sido fácil para mí. La intrepidez, la audacia no eran
precisamente mis rasgos más característicos. Era el único niño en el lugar:
todo el mundo era más alto que yo, más viejo, más grueso, más corpulento,
mejor vestido, más serio, más inteligente, más experimentado, tenían voces
más fuertes, miradas más firmes, manos más recias… Sin Viviana yo hubiera
vuelto a abandonar el teatro sin esa necesaria aproximación a la figura que
tanta admiración y tal sobrecogimiento me generaba. Fue mi primer
autógrafo. Muchos seguirían, y Sándor llegaría a ser mi colega, mi entrañable
maestro.
Viviana es responsable de un capítulo de ese vínculo determinante y
privilegiado. “¿Se lo pediste?” -me preguntó tan pronto salí-. Mi sonrisa le
dio la respuesta. Afuera estaban ya nuestros papás que venían a recogernos.
Su presencia en ese concierto había sido sin duda gestionada, acaso
negociada con sus padres. Pero Viviana tenía esa convicción inquebrantable,
esa manera de hacerse escuchar que solo a ella pertenecía. A buen seguro
habría convencido a su papá y mamá de la importancia del concierto, y habría
añadido que tenía que “acompañar a Jacques”. En julio y agosto de 1981, días
después de haber enterrado a Viviana, yo viajaba a México D. F., para seguir
un curso de perfeccionamiento con Sándor, en la Escuela Ollín Yoliztli, allá
en la zona sur de la ciudad, y ofrecer el que sería mi primer recital
internacional, en San Salvador. La sombra de Viviana me siguió durante
ambas experiencias.
Yo seguí yendo a los conciertos de la Orquesta Sinfónica Nacional con
religiosa regularidad, Viviana solo ocasionalmente volvió. La recuerdo en un
concierto del guitarrista Narciso Yepes, en 1975. Nos topamos en el vestíbulo
de la entrada principal del Teatro Nacional. Me dijo que el Concierto de
Aranjuez no le había hecho mayor efecto. La verdad es que tampoco a mí me
había sacudido. “Pero, claro, Narciso Yepes es un gran guitarrista” -añadió-.
“Sí, por supuesto” -redondeé yo-. La verdad de las cosas -lo constaté después,
escuchando la grabación del evento- es que, en efecto, Yepes no había tocado
bien. Viviana tenía la capacidad de “sentir” estas cosas, aun cuando no
hubiese hecho de la música su lenguaje primordial. Cuando yo tamborileaba
en mi pupitre -y lo hacía hasta la locura- ella observaba: “¡Qué buen sentido
del ritmo tenés!” Viniendo de una baterista, era un cumplido nada
despreciable.
Y por encima de todo, era la única persona -incluidos los compañeros y los
profesores- que no me mandaba a callar.
VII

Paso de la niña a la mujer, de la mujer a la niña… no siento que hubiese


nunca ruptura entre una y otra. Viviana fue una linda chiquita, y luego una
mujer de muy buen ver. Tenía los ojos anillados de sombra, y una expresión
que, prima facie, podía pasar por melancólica, hasta que ella se encargaba de
desmentir tal impresión. Era más bien petite, piel muy blanca, generosa cepa
de pelo negro, eléctrica en sus movimientos, formas plenas y armoniosas,
siempre al borde de la sonrisa, al borde del enojo, al borde de la protesta, al
borde de la reflexión honda y pertinente, al borde de la observación sagaz, al
borde de la carcajada franca y expansiva. Su voz tenía un timbre nasal
fácilmente identificable. La clase -pero, ¿quién era, después de todo, “la
clase”?- la había apodado “gallina”, o “poule”. Era un apodo que había
aceptado sin la menor reticencia. Se divertía con él, y jamás movió un dedo
por modificarlo. Es probable que el mote proviniera de la sonoridad misma
de su apellido: “Gallardo” - “Gallina”… pues sí, qué decir… lejos de ser un
despliegue de ingenio deslumbrador de parte de los creadores del apodo, pero
supongo que muchos motes son más bien sosos. Fuere como fuere, Viviana
era la primera en celebrarlo. No era fácil, irritar a Viviana: era una niña tan
jovial, tan saludable física y psíquicamente… una verdadera castañuela.
Caminaba siempre erguida, y su porte altivo la hacía verse más alta de lo que
en realidad era.
Tenía un sentido impecable del orden. Su ropa, sus zapatos y todo lo que
ocupaba ese universo particularmente íntimo que llamamos clóset. Sus libros
en la biblioteca. Su bulto, sus cuadernos y enseres del colegio. Sus juguetes.
Sus discos. No era una obsesa maniática del orden, pero ciertamente una de
esas personas que no pueden funcionar en y desde el caos. ¿Primer paso para
resolver cualquier problema? Ordenar las cosas. Luego se vería qué línea de
acción tomar. Aun al comer, optaba siempre por separar -y honrar- cada
alimento individualmente. Los embarrijos alimentarios le generaban
repugnancia. Es un sentir que comparto.
Nunca conocí a ninguno de sus novios. No en la escuela y colegio, por lo
menos. No era una de las muchachas codiciadas por la población masculina
del Liceo. Jamás hizo las veces de símbolo sexual, no magnetizaba a su paso
la mirada de los varones, no figuraba entre las beldades “oficiales” de la
institución, y si alguna vez fue protagonista -malgré elle- de las fantasías
masturbatorias de sus compañeros, es cosa de la que nunca me enteré.
Viviana no era objeto de plática, no era “generadora de discurso” en los
cónclaves masculinos destinados al mutuo atizamiento de la libido. ¿Cómo lo
sé? Muy simple: yo participaba en estos rituales, y recuerdo perfectamente
qué compañeras ocupaban los primeros lugares en el escalafón del deseo y la
fantasía. Las “elegidas” nunca pertenecían a la intelligentsia del Liceo: solían
ser féminas más o menos sulfurosas, atractivas por razones demasiado
evidentes, y no particularmente interesantes en el plano intelectual. Yo no era
mejor que mis congéneres: por eso puedo hablar con propiedad sobre el tema.
Ahora que lo pienso, el desdén erótico en que los hombres teníamos a
Viviana es más bien sorprendente: ¡no era ciertamente una muchacha carente
de encanto, de belleza física, de simpatía! Pero así son las cosas. Viviana no
se hacía desear de manera concertada y artificial. Había compañeras que se
especializaban en ello, y eran recompensadas con su solemne inducción en el
Panthéon de las “ricas” y las “sabrosas” de la clase. Ahí les erigíamos un
altar, y les ofrendábamos lo mejor de nuestras indisciplinadas hormonas.
Viviana nunca fue ungida miembro de este dudoso florilegio. De nuevo, creo
que el hecho es, por decir lo menos, sorprendente. Ella tenía todo para haber
alimentado tal culto, pero no le interesó suscitarlo. Supongo que su
personalidad -siempre outspoken y militante- carecía de misterio, de
ambigüedad y glamur. Jamás se sintió por ello disminuida o acomplejada.
Creo que siempre fue consciente de su valor, y no necesitaba de manera
desesperada la aceptación de la clase -en su forma más clásica, esto es, como
“reina de belleza”-.
Ya dije que nunca sentí la menor tensión erótica en mi relación con ella.
Crecimos juntos, éramos como hermanos: no hubo lugar para estas
derivaciones del afecto, y hubiese sido inconcebible forzarlas. En cierta
ocasión, durante una crisis de crecimiento de Viviana, en quinto año de la
secundaria, una persona que la quería profundamente, me insinuó con sibilina
mirada: “Jacques, vos como hombre podrías hacer de ella una mujer -¿me
entendés?-, y retrotraerla a la senda de la normalidad, vos sabés, las
preocupaciones que deberían ser típicas de una jovencita de su edad, y no
toda esa politiquería en que anda metida”. La persona en cuestión ignoraba
que yo era virgen, casto, absolutamente inexperimentado, que jamás le había
siquiera tomado la mano a una mujer, y que lo último que tenía en mí eran
veleidades de Errol Flynn o James Bond. Tan torpemente gestioné la misión
que me había sido confiada, que corrí a contarle todo a Viviana, sin omitir el
nombre de la persona que había originado el disparate. Ella escuchó mi relato
con aplomo y serenidad. Sin embargo, tan pronto tuvo ocasión -y desoyendo
mis súplicas al respecto- increpó airadamente a la persona de marras. “Sos
una puerca, una cochina” -le dijo-. Evidentemente, no era yo el espadachín
ideal para tales embajadas.
Así que no recuerdo que Viviana haya tenido ningún novio, durante sus
años de escuela y colegio. Es quizás por eso que fue tan fácil presa de los
embelesos de su primer compañero, diez años mayor que ella, y a quien no
conoció hasta el turbulento período de la universidad. Pero, en última
instancia, yo no conocí los más íntimos avatares eróticos y sexuales de mi
amiga. Ella sí conocía los míos -siendo mi confesora y asesora en la materia-,
pero yo poco o nada supe de los suyos. Pienso, sin embargo, que si alguna
pasión hubiese encendido su imaginación durante los años de escuela y
colegio, yo lo habría sabido. Sí, ya lo creo que lo hubiera sabido: aunque no
tan transparente como yo, ella era todo menos un ser opaco, inescrutable.
Ignoro qué varoniles beldades habrán habitado sus sueños y propiciado su
tránsito de la niña a la mujer. Con seguridad los habría: después de todo, los
hombres no éramos todos tan feos, en el Liceo.
Los carnés de notas de la escuela primaria y el colegio revelan a una
estudiante aventajada, brillante, talentosa. Un rubro es ocasionalmente menos
que brillante: “conducta”. Sí, la famosa y pedagógicamente cuestionable
noción de “conducta”. Viviana no era un pequeño demonio en la clase: ¡lejos
de ello! Sucede, simplemente, que su locuacidad, su efervescencia intelectual,
su espíritu alerta y despabilado no la hacían la estudiante ideal para observar
la pose silenciosa, antinatural y hierática de una estatua animada. Era
sanguínea, vital y algo explosiva, pero sobre todo, era parlanchina. Esta
facultad, este atributo -porque no de otra cosa se trata- solía no ser
justipreciado por los maestros de los años sesenta y setenta. Las notas de
“conducta” bajaron ostensiblemente en tercer grado (1971), pero el fenómeno
fue general: ese año nos fue asignado el más cejijunto y terrorífico profesor
que cupiera imaginar, para las materias impartidas en francés (la mitad del
programa de estudios). Consigno su nombre: Jean-Marie Boué. No creo que
haya en modo alguno sido un monstruo incalificable, sino simplemente un
maestro que marcó a fuego nuestras vidas, con una concepción de la
disciplina excesivamente militarizada. Así pues, las notas de “conducta”
fueron problemáticas para todo el mundo, a lo largo y lo ancho de ese difícil
año de 1971. Mis calificaciones en este rubro siempre fueron óptimas -y ello
aun bajo los más draconianos regímenes-, pero la razón de mi “buen
comportamiento” no era ni correcta ni natural: mis condiciones de salud me
forzaban a adoptar la permanente actitud de una esfinge inescrutable: yo no
generaba problemas de conducta, ¡apenas vivía!
Cito los nombres de algunos profesores franceses dignos de encomio
durante nuestra escuela primaria: Irène Descroix, André Vicat, Guy Rieutort,
Bernard Calderón, Yves Debroise (cuya más honda impronta se haría sentir
en la secundaria). Y las maestras costarricenses (llamadas “niñas” a la sazón),
Alba María Angulo en primer grado, Laura Pinto en segundo, Ana Cecilia
Sancho en quinto, y Sonia de Cerdas en tercero, cuarto y sexto (sumemos a
esto el lapso de dos semanas durante el cual fue designada para recibirnos en
primer grado, en 1969: esos dramáticos días en que la maestra tenía, por
poco, que proponerse a sí misma como una continuación psico-física de la
madre). A Sonia de Cerdas debemos agradecer el fervor con que nos hizo
amar a Rabindranath Tagore (La luna nueva y El cartero del rey), Juan
Ramón Jiménez (Platero y yo), y dentro del canon nacional, a Carlos Luis
Fallas (Marcos Ramírez) Carmen Lyra (Cuentos de mi Tía Panchita) y, sobre
todo, Carlos Salazar Herrera (Cuentos de angustias y paisajes). Estos textos
inolvidables fueron moneda corriente en nuestra clase, desde tercer grado
hasta el final de la primaria.
Una cosa me resulta evidente: el Liceo Franco-Costarricense creaba una
clarísima escisión en la conciencia de sus alumnos, una fractura que era tan
epistemológica como afectiva: la lengua materna estaba asociada a las
“niñas”, a las maestras afectuosas y pródigas en mimos. La lengua foránea,
por el contrario, estaba asociada a las figuras paternas -ocasionalmente
dictatoriales-. El francés era, por así decirlo, la lengua del padre. Todos nos
sentíamos más seguros -eso era evidente- al amparo de nuestras maestras-
madres de la lengua española, que a la sombra de nuestros profesores-padres
de la lengua francesa. Su nivel de rigor, de severidad, su disciplina, su énfasis
en el orden, la estructura, la simetría, la puntillosísima distribución del
espacio de escritura y el espacio de correcciones en nuestros cuadriculados
cuadernos (que solo se compraban en el Liceo)… Era como si el propio
Descartes los hubiese fabricado. Sí: la propedéutica, el abordaje pedagógico
de los profesores franceses era esencialmente diferente del de los
costarricenses. Más impersonal, más genérico, más détaché. Todo podía ser
resumido de esta forma: el amor de las maestras-madres era incondicional, el
de los profesores-padres era eminentemente condicionado, más aun: arduo de
conseguir. Pero no voy, con esta somera esquematización, a sugerir -como lo
querrían algunos- que los profesores franceses hubiesen asumido su labor con
prepotencia de colonos trasnochados. Tal puede, quizás, haber sido el caso de
algún psicópata cuyo nombre prefiero omitir, pero sería definitivamente
injusto e inexacto pretender que hayamos tenido que enfrentar la figura del
colonizador francés imbuido de “la mission civilisatrice de la France partout
dans le monde”. Fuimos bendecidos con profesores franceses de
inmensurable calidad humana. Ya tendré ocasión de referirme a ellos.
En buena medida, nuestro modelo pedagógico era todavía la venerable
lectio medieval: el profesor diserta, y el alumno calla, toma nota y
ocasionalmente pregunta. Para sobresalir académicamente -misión a la que,
por hondas razones que hasta ahora comprendo, yo me aboqué en forma
desesperada- bastaba con interrumpir la palabra magistral con agudísimas
observaciones, comentarios o preguntas estratégicamente insertas en el
decurso de la lección. No fue este, tampoco, un método que Viviana eligiera
para ser aceptada, celebrada, aplaudida. No necesitaba la validación de sus
compañeros, y lo que acaso me sorprenda más, tampoco la de los profesores.
Siendo una mente brillante, jamás fue cubierta con laureles y “gardenias de
oro” (García Márquez) por el établissement. No era una “nerd”, una “verde”,
una sabelotodo, un monito sabio (tal mi caso). Creo que esto revela las
limitaciones y prejuicios del sistema educativo en que nos formamos. Es el
Liceo Franco-Costarricense el que queda mal -¡y cuánto!- con este hecho.
Fracasó al no reconocer un intelecto, una pasión, una ebullience que, por no
manifestarse de manera “correcta”, no fue jamás justipreciada. ¿Cuál hubiera
sido la manera “correcta”? Tomar apuntes, portarse bien, sacar excelentes
notas, no hablar en clase, nunca pelearse con un o una compañera, decirles a
los profesores exactamente lo que estos querían oír en cada momento dado.
Bueno, pues resulta que Viviana no era ese tipo de estudiante. Recuerdo que
más de una vez la mandaron a la esquina o la sacaron de la clase por
parlanchina. También la veo rodar por los suelos en un altercado con una
compañera, en segundo grado de la escuela primaria. Estábamos en la “Casa
de los Leones”, y la escaramuza tuvo lugar en el patio, que no era otra cosa
que un infinito polvazal hecho de la más fina arena que fuese dable concebir:
las dos contrincantes quedaron marcadas por la tierra y la ceniza. Veo la
carita sucia de Viviana: sus ojos parecían más hundidos en las ojeras, que la
tierra subrayaba. El exabrupto no pasó a más.
La orientación vocacional de Viviana siempre fue nítida: recibía
calificaciones sobresalientes en todas las materias, un poco menos brillantes
en matemáticas. No es que no tuviera las herramientas cognitivas para
adentrarse como la mejor en los arcanos del álgebra, la aritmética, la
trigonometría o la teoría de conjuntos. Estaba sobradamente dotada para ello:
el pensamiento matemático no le generaba ninguna aprensión. Su discreta
performance en esta área del saber procede de un hecho muy simple: no le
interesaba. No, por lo menos, como le interesaban las ciencias humanas y las
letras. En el Liceo Franco-Costarricense solo se podía ser dos cosas:
Descartes o Molière. Era el episteme (Foucault) de “las dos culturas”, de C.
P. Snow. Por un lado las ciencias “duras”, por el otro la filosofía, la literatura,
la historia, las llamadas “humanidades”. Después de aprobado el tercer año
de la secundaria, los alumnos tenían dos opciones: Ciencias o Letras. El
cuarto y quinto años se alinearían en una u otra vertiente. Motivo de
indignación -y de una carta de protesta en cuya redacción Viviana y yo
participamos- era la disposición según la cual para entrar a Ciencias los
estudiantes tenían que haber obtenido, como mínimo, un siete en
matemáticas, biología, y físico-química, mientras que para entrar a Letras
bastaba con un cinco en las asignaturas humanísticas. Era un cedazo, una
criba, una manera de ir decantando a los geniecillos científicos de los
taciturnos, mediocres littérateurs. Y eso era el Liceo Franco-Costarricense: el
esprit de géométrie privilegiado, el esprit de finnesse11 convertido en
receptáculo de los escombros que no habían sido lo suficientemente buenos
para hacerse recibir en el Parnaso de los científicos. Era una medida
discriminatoria, arbitraria, injusta y podrida. La carta que Viviana, Ricardo
Valverde y yo redactamos con la ingenua pretensión de que el sistema fuese
enderezado, no tuvo absolutamente ninguna resonancia: era luchar contra
cinco siglos de esclerosis académica. Yves Debroise, profesor de francés y
literatura francesa, nuestro aliado y más querido maestro, fue el primero en
endosar la gestión, pero todo fue en vano. De hecho, la asimetría sigue
vigente hasta el día de hoy. El Liceo Franco-Costarricense es -lo he dicho mil
veces- el mejor colegio del mundo: mi posición al respecto nunca ha
cambiado. Después de la música, fue la influencia más determinante y
afortunada en mi vida. Pero eso no me impide ver las aberraciones y
asimetrías que promovía.
Por supuesto, Viviana optó -como Ricardo, Lina y yo- por las letras. Ad
portas de cuarto año de la secundaria, yo consideré por un momento tomar el
camino de las ciencias (aun cuando ello me hubiese obligado a aprobar un
examen extraordinario, porque mis notas no llegaban al olímpico siete
exigido para tal efecto), y lo hice por mero esnobismo y petulancia, guiado
por la patológica necesidad de remozar mis laureles. Viviana fue enfática:
“¡Jacques, por el amor de Dios, si alguien en esta clase me ha parecido desde
siempre destinado a las letras, ese sos vos! ¿Qué te pasa? ¿Vas a caer en la
trampa académica de estos franceses?” Y no caí. Viviana, Ricardo, Lina y yo
nos graduaríamos en 1979 como bachilleres en el área de letras. Fueron dos
años gozosos en la palabra, llenos de poesía y literatura, de diálogo con las
más señeras plumas de Francia: con los ojos desmesuradamente abiertos, y la
expresión de quienes son iniciados en una instancia superior de la conciencia,
podíamos decir, como Victor Hugo: “La pensé est un vin dont les rêveurs
sont ivres”.12
11 Pascal distinguía el “espíritu de geometría” -el razonamiento matemático- del “espíritu de fineza” -la intuición, la
sensibilidad-.
12 “El pensamiento es un vino del que los soñadores están ebrios”: “Paroles dans l´ombre”: Les Contemplations.
VIII

No bien había puesto punto final al capítulo anterior, cuando llamé a Vilma,
la mamá de Viviana, para verificar un par de datos, y esta me contó que
nuestra amiga sí había tenido dos novios -hasta dónde ella sabía-. Y bueno,
así es este tipo de libros: hay que rectificar sobre la marcha, y reconstruir los
hechos conforme vayan decantándose. De modo que, amén de uno que otro
soupirant no favorecido por las dilecciones de la princesa, Viviana tuvo dos
novios. El primero de ellos, Daniel, tenía, como su compañera, quince años.
Viviana lo conoció durante sus actividades de proselitismo político en su
barrio, cuando militó -con la pasión y el compromiso que la caracterizaban-
en la campaña presidencial de Rodrigo Carazo, que concluiría con su triunfo
sobre el candidato liberacionista (“oficialista” y “gobiernista”, lo llamaban
sus contrincantes), Luis Alberto Monge.
Corrían los meses de enero y febrero de 1978. Liberación Nacional había
copado el poder en dos elecciones consecutivas, con José Figueres en el
cuatrienio 1970-1974, y Daniel Oduber en el cuatrienio 1974-1978, una
elección que Liberación ganó con el 43.4 % de los votos (minoría), ante una
oposición que cometió el error de atomizarse, de disgregarse en una diáspora
de partidos “tureca”. Pero ya en 1978, Liberación -como todo partido en el
gobierno- se había erosionado. Carazo ganó con claridad -aunque no tan
masivamente como algunos pretenden-. El candidato “de la sonrisa” obtuvo
el 50.5 % de los votos, mientras que Liberación consiguió el 43.8 %. Es
destacable el hecho de que, tanto en cifras porcentuales como absolutas,
Liberación haya incrementado su caudal electoral entre 1974 y 1978: Luis
Alberto Monge perdió con más votos de los que obtuvo el victorioso Daniel
Oduber en 1974. Pero Liberación, con una importante obra social y logros
notables en el área de la cultura, cometió errores “de absolución papal”:
corrupción, padrinazgos, amiguismo, tolerancia al fraude, comisiones
inconcebibles para beneficiar a los tagarotes de siempre, gigantismo estatal
generador de la más parasitaria e inoperante de las burocracias, y de manera
notoria, la presencia en el país del gánster Robert Lee Vesco -nacido en 1935,
muerto en 2007-, que tanto Figueres como Oduber habían avalado. Carazo
utilizó todo esto en su campaña, y con su apostura física y una personalidad
carismática, se vendió como “aquel que había de venir”, el hombre
providencial, el hombre “del cambio”, el hombre enviado por la Virgen de
los Ángeles para salvar al país del abismo al que raudo se precipitaba. ¿Qué
sucedió? Pues lo que menciona Lampedusa en El Gatopardo: todo tenía que
cambiar, para que todo siguiera igual. Y en honor a la verdad, no “siguió
igual”: la administración Carazo es recordada como un episodio apocalíptico
en la historia del país, como una crisis de gargantesca magnitud que dejó un
trauma profundo en la memoria colectiva de los costarricenses. La gente
hablaba del “Carazazo” como se hablaría de la caída de un descomunal, ígneo
aerolito en el Parque Central de San José. Carazo fue el mejor candidato
concebible: logró unir a la oposición que en 1974 se había dispersado (la
diáspora fue producto de una magistral jugada política de Oduber), pero pasó
a la historia como el peor presidente de los tiempos modernos. A todo esto,
recordemos que Carazo -niño mimado de José Figueres- era un desertor de
Liberación. Abandonó su partido porque Figueres y Oduber se “barajaron”
las nominaciones liberacionistas en 1966, 1970 y 1974. Cuando Liberación
Nacional designó a Oduber candidato para esta última justa, Carazo decidió
romper filas y se lanzó de manera independiente con el partido Renovación
Democrática, que en 1974 no hizo otra cosa, irónicamente, que contribuir a la
fragmentación de la oposición, y contribuir al triunfo de Oduber. Pero Carazo
trazaba su carrera a largo plazo. Cuatro años más tarde, en 1978, al frente de
la Coalición Unidad, logra por fin la presidencia, infligiéndole a su partido de
origen una categórica derrota electoral. La absoluta falta de “ángel”, “musa”
y “duende” (Lorca) del candidato “oficial”, Luis Alberto Monge, facilitó el
triunfo caracista.
La Costa Rica bipartidista de 1978 era todavía sufragánea de la mítica
gigantomaquia que opuso a Rafael Ángel Calderón Guardia y a José Figueres
Ferrer. Aunque ninguna persona de la generación de Viviana fue testigo de la
Guerra Civil de 1948, está claro que las irradiaciones ideológicas de la
contienda se prolongan hasta la década de los noventa, cuando los respectivos
hijos de ambos líderes ocupan la presidencia de la República: Rafael Ángel
Calderón Fournier en 1990, y José María Figueres Olsen en 1994. Ahí se
cierra -de manera ejemplarmente pacífica- ese vasto capítulo de la historia
patria que coincide con la segunda mitad del siglo XX. El partido Liberación
Nacional fue, sin duda alguna, la fuerza política más propositiva y exitosa de
ese período. Las capitales reformas sociales de que fueron responsables
Calderón Guardia, Manuel Mora y monseñor Sanabria durante los cuarentas,
sumió en la paranoia a los descendientes de la vieja oligarquía cafetalera
costarricense. Liberación Nacional entró en el panorama político como una
violenta opción reaccionaria ante el proyecto de creciente socialización y
colectivización de Calderón Guardia y Teodoro Picado Michalski. Lo irónico
del caso es que Liberación Nacional y su caudillo, don Pepe Figueres, les
salieron “güeros” a quienes desde la extrema derecha habían apoyado sus
causas. En efecto, con la llegada de Figueres al poder, las conquistas sociales
de Calderón Guardia, Manuel Mora y monseñor Sanabria no hicieron sino
fortalecerse y consolidarse (piénsese nomás en la nacionalización de la banca,
promulgada el 21 de junio de 1948 por la Junta Fundadora de la Segunda
República). La socialdemocracia esculpió lo esencial de la sociedad
costarricense durante la segunda mitad del siglo XX: este es un hecho que
pocos negarían. Los sucesivos avatares del calderonismo posteriores a 1948
pasaron a representar, paradójicamente, los intereses de la derecha radical. La
Unión Nacional, la Coalición Unidad, el Partido Unificación Nacional y el
Partido Unidad Social Cristiana se relevaron ofreciendo oposición a
Liberación Nacional. Su doctrina puede ser descrita como populista, católica,
y en mucho afín al modelo peronista argentino. Algunos de sus líderes
asumieron posiciones virulentamente liberales y anticomunistas. Los
presidentes Mario Echandi (inicialmente opositor del calderonismo), José
Joaquín Trejos, Rodrigo Carazo (emancipado por “mitosis política” de
Liberación Nacional), Rafael Ángel Calderón Fournier, Miguel Ángel
Rodríguez y Abel Pacheco lograron todos en su momento arrebatarle el poder
a Liberación Nacional. En algunos casos tuvieron que gobernar con minoría
de diputados en la Asamblea Legislativa, y esto sin duda entrabó sus
gestiones. Pero en otros casos, su ejercicio del poder político fue simplemente
incompetente y corrupto. En sendas instancias de “edipismo político”, los
hijos de los caudillos de los cuarentas, Rafael Ángel Calderón Fournier y José
María Figueres Olsen, se encargaron, a sus respectivas maneras, de conspirar
contra el importante legado social de sus padres. La administración Calderón
Fournier, en particular, toleró graves irregularidades en el seno de la
benemérita Caja Costarricense de Seguro Social, verdadero eje de nuestra
arquitectura social, la obra más importante de su padre, Calderón Guardia.
Como muchos jóvenes de su época, Viviana vivió las elecciones de 1978
con inusitada intensidad. Trabajó -desde la atalaya de sus quince años de
edad- como líder juvenil, y se encargó de organizar la campaña de Carazo en
su barrio: cuestión de levantar listas, conversar con la gente, distribuir
insignias, asegurar el transporte de los votantes. Iba de casa en casa, tocaba
puerta tras puerta. Fue incansable. Vilma, su mamá, la acompañaba en estas
extenuantes campañas de reclutamiento. Unas pocas tortas de carne hacían
las veces de almuerzo y cena, pues comer en restaurantes era demasiado
oneroso.
Viviana no tuvo la ocasión de votar en ninguna elección presidencial. En
1974 era un niña de once años, en 1978 tenía quince, y para los comicios de
1982 estaba muerta. Así las cosas, la elección de 1978 fue la que vivió más
de cerca, y con mayor beligerancia. Viviana fue una de los muchos
ciudadanos que demonizaron a Liberación Nacional para la contienda
electoral: tal había sido la consigna de Carazo, y mucha gente le creyó. El
partido “gobiernista” fue criticado por su corrupción -era, en efecto, el más
vulnerable de sus flancos- y los ocho años de mandato consecutivo sirvieron
para generar en los votantes el miedo que naturalmente produce el ejercicio
del poder durante tiempo demasiado prolongado. De hecho, en la Costa Rica
posterior a la Revolución de 1948, ningún partido ha gobernado más de ocho
años consecutivos (dos administraciones). Es una especie de tácita, no escrita
ley: debe verse con suspicacia todo ejercicio del poder que exceda los ocho
años. Y fue así como Carazo ganó en 1978.
Pero el costarricense no solo teme eso que, tendenciosamente, algunos
llaman “continuismo” político (término acuñado para evitar las positivas
resonancias de la palabra “continuidad”), sino que tiene la costumbre de
atarle las manos a los gobernantes electos, con una asamblea llena de
partidúsculos, producto del voto “quebrado”: toda decisión debe negociarse y
pactarse mediante arduas, friccionadas alianzas en la Asamblea Legislativa.
Viviana cifró en el nuevo gobierno entrañables esperanzas. Pero, ¡ay!, no
tardó la administración Carazo en dar inequívocas señas de ineptitud,
incapacidad para la negociación, y una inexplicable impermeabilidad a los
consejos, advertencias y señales de alarma que todos, en torno a ella, le
prodigaron. Carazo no escuchaba a nadie: era un hombre afecto de esa
limitación interpersonal consistente en la absoluta incapacidad para asumirse
equivocado, en nada de lo que atañía a su gobierno. Su propio gabinete lo
desertó, y la prensa le dio la espalda (La Nación le fue propicia mientras
encarnó el rostro de la derecha costarricense, del neoliberalismo, de la
apertura a los mercados internacionales, de la reducción de las funciones del
Estado intervencionista, paternalista, providencial, empresario, “tía
regalona”, propugnado por Oduber, pero pronto Carazo viró hacia la social
democracia en la que se había amamantado, y que por otra parte tampoco
representó eficazmente). La inflación se disparó a ritmo vertiginoso, mientras
el colón caía a la velocidad de cien gravedades, día tras día, generando una
verdadera crisis de pánico en el país. Ya en marzo de 1978, cuando
comenzaban las clases, y faltaban dos meses para que Carazo asumiera la
presidencia, Viviana parecía desencantada, y temía lo peor. Al avanzar el
año, todos advertimos que habíamos sido estafados políticamente, y
estábamos en manos del gobierno más desbrujulado y desastroso de la
historia reciente del país. Por lo demás, Costa Rica siguió siendo tributaria
del modelo de sustitución de importaciones (con el Mercado Común
Centroamericano), y cultivando una economía agroexportadora y extractiva
hasta bien entrados los años ochenta. De hecho, Luis Alberto Monge, especie
de trasnochado fisiócrata, ganó la elección presidencial de 1982 con el
eslogan “Volvamos a la tierra” (que bien podría ser también interpretado
como un macabro memento mori, la más desoladora consigna política jamás
propuesta).
El distinguidísimo pensador Luis Fernando Araya propuso, en su artículo
“Voces en el laberinto”, publicado en La Nación, el 30 de marzo de 2017, un
generoso perfil del ideario político de Carazo. Le cedo la palabra, a fin de
balancear mi sentir al respecto.
Carazo introdujo en el país una nueva sensibilidad política marcada por
conceptos como “participación popular organizada”, “independencia”,
“autonomía” e “identidades culturales”. No creía en las ideologías que todo
lo reducen al crecimiento del PIB, y el tiempo le ha dado la razón; ahora es
Christine Lagarde, directora general del Fondo Monetario Internacional
(FMI), quien habla de una “globalización inclusiva” porque el
“crecimiento” -dice- solo ha beneficiado a unos pocos.
Para el expresidente Carazo, “la gente” debe impulsar cambios al margen
de los partidos políticos, “Fuenteovejuna -me dijo- va a cambiar esto, no un
partido político sino alguien sin rostro que sea todos los rostros”.
En Costa Rica -pensaba don Rodrigo- hay tendencias contrapuestas que se
complementan, como ocurrió con las reformas educativas de Jesús Jiménez y
de Mauro Fernández. En el año 2009 me entregó un texto donde reitera el
Leitmotiv de su acción pública: “decencia, honradez, dignidad”.
Pues fue durante los meses de militancia caracista, que Viviana conoció a
Daniel, su primer novio, un muchacho de cuna humilde. Ambos eran
quinceañeros. Vilma recuerda a Daniel con afecto. Comprendo perfectamente
que Viviana haya tenido que buscar novio fuera del Liceo Franco-
Costarricense: la oferta varonil del colegio era lamentable, y por su parte, ella
no gozaba -como lo he dicho- de una posición de privilegio en tanto que
seductora, femme fatale, o mero objeto del cortejo de los hombres. Otro novio
sobrevendría durante sus primeros meses en la Universidad de Costa Rica, en
1980: Fernando, compañero suyo en la escuela de Sociología. Fue un
pretendiente que Vilma también recuerda con ternura. Después del asesinato
de Viviana, habló varias veces con ella, y al día de hoy, sigue sosteniendo:
“No, Vilma, no puedo ir a su casa, no lo resisto, no podría soportarlo”. Es un
sentir que comprendo plenamente. Aun para mí -que regularmente paso
tardes y días enteros en la que fuera la casa de mi gran amiga- tocar a su
puerta nunca ha sido una experiencia anodina: algo dentro de mí siempre se
arruga, se contrae. Pero el cariño que siento por Vilma, Carlos y Adalberto,
me hace olvidarlo todo, y me abandono con descaro de gato mimado a su
afecto y hospitalidad. Vilma me dice “mi chiquito”, y ya está: con eso estoy
ganado.
Al considerar los trágicos hechos de junio y julio de 1981, se impone
considerar el momento histórico que vivía el país. Con la toma de poder por
el Frente Sandinista de Liberación Nacional en Nicaragua, el país estaba en
proceso de acoger una ola migratoria que transformaría a Costa Rica en casi
todos los aspectos concebibles. Fue un tsunami demográfico que el país no
estaba en condiciones de absorber. Los inmigrantes se integraron
mayoritariamente a las fuerzas de trabajo, en calidad de mano de obra, y se
beneficiaron de las garantías laborales, de la educación pública y de la
medicina socializada que les brindaba el país. No hay duda de que el auge
infraestructural y el crecimiento económico que el país comenzó a
experimentar alrededor de 1985 reposan sobre los hombros de cientos de
miles de nicaragüenses. Es vergonzoso que muchos empleadores hayan
encontrado la manera de soslayar las cargas sociales, y hayan dejado a sus
trabajadores en estado de intemperie social. ¿Explotó Costa Rica a los
inmigrantes nicaragüenses? Por supuesto que sí. Desde todos los puntos de
vista imaginables. Pero, por principio, nadie sale de su país si está a gusto en
él, y el hecho de que los nicaragüenses llegaran en oleadas a Costa Rica
prueba que, aun explotados, gozaban de un mejor nivel de vida aquí que en
su país de origen. Por otra parte, es imperativo recordar que los empleadores
que desaten- dieron sus deberes, no asegurando a sus asalariados, fueron
minoría. La seguridad social en Costa Rica es, en esencia, un sistema
convivencial que reposa sobre la solidaridad. Y nunca faltan canallas que
antepongan sus intereses a los de la comunidad. Quien, cegado por el
egoísmo y la codicia, conspira contra el bonum commune, termina por cavar
su propia tumba. El bonum privatum es inconcebible, en un país destrenzado
por las luchas sociales, la desigualdad y la miseria. El cuatrienio 1978-1982,
con su inestabilidad económica y cambiaria, el empobrecimiento de la clase
trabajadora y la clase media, el surgimiento de células re- volucionarias, el
pánico colectivo, la torva, amenazadora multiplicación de agentes de
seguridad en nuestras calles, la obscena presencia de un ministro de Estado
que tenía un arsenal oculto en el sótano de su casa y traficaba armas con
Cuba, la aparición de esa siniestra figura política que se conoce como el
“gorila”, el manifiesto de una junta de expresidentes y notables que le
imploraban a Carazo renunciar antes de que la catástrofe fuese irreversible, la
sombra de Somoza que planeaba ominosa sobre nuestro país (era una
rivalidad que databa de 1948, cuando José Figueres y su Legión Caribe
habían anunciado que se abocarían a defenestrar a Somoza y Trujillo, entre
otros dictadores de la región), el nuevo gobierno sandinista que enarbolaba la
bandera del marxismo en plena Guerra Fría, cuando las heridas de la
Revolución Cubana aun sangraban, y un sentimiento de paranoia
anticomunista reinaba en la mayoría de países de la región… Esa fue la Costa
Rica en que Viviana naufragó. Años difíciles y desconcertantes. Como diría
Victor Hugo: “De quel nom te nommer, heure trouble où nous sommes?”13
Decir que entre 1978 y 1982 Costa Rica se haya militarizado es sin duda
excesivo. Pero hubo gorilas en el gobierno, torvos personajes, megalómanos
afectos de delirios de grandeza, sujetos peligrosos y delirantes que se dejaron
contagiar por la psicosis guerrera en que estaba sumida toda Centroamérica.
Trazo, a continuación, un somero boceto de la situación del istmo, durante los
años setenta y la primera mitad de los ochenta.
Es doloroso -más aun, trágico- ver cuántos jóvenes en Costa Rica
desconocen lo que significó este amargo capítulo en la historia
centroamericana. Abro un paréntesis para hablar de mí. En 1981 tuve la
oportunidad -en el que fue mi primer viaje profesional como músico- de
pasar una semana en San Salvador. Hasta la habitación de mi hotel llegaba,
regularmente, un sordo, amenazador retumbar, algo así como el eco de
truenos distantes, en mitad de días perfectamente soleados y de noches sin el
menor asomo de tormenta. “¿Qué son esas especies de explosiones que se
oyen a cada momento?” -le pregunté inocentemente al recepcionista-. “Pues
justo lo que usted viene de decir: explosiones”. Como viera que yo
permanecía boquiabierto, perplejo, el mozo añadió: “Aquí las bombas son
cuestión de todos los días: ya estamos acostumbrados, pero no se preocupe:
este hotel nunca ha sido amenazado por la guerrilla”. Seguí estupefacto. “El
señor es de Costa Rica, ¿no es cierto?” “Sí”. “¡Pues si es que ustedes no
tienen ejército, con seguridad ni siquiera ha visto en su vida una pistola!” “A
decir verdad, no”. “Pues considérese muy afortunado: aquí hasta los niños las
andan por la calles”. No intentaré describir el grado de perturbación en que
aquellas palabras me sumieron. A duras penas podía conciliar el sueño.
Bástenos con decir que el recital que en esa ocasión ofrecí no se cuenta entre
los mejores de mi carrera. ¡Ah, cada estallido, más o menos lejano, más o
menos cercano, y la evidencia de que en cada uno de ellos le iba la vida a
varios seres humanos! ¿Qué importancia podía tener para el mundo, un
recital de piano? Por atroz que esto pueda parecer -inconcebible para los
costarricenses- hasta la muerte termina por trivializarse, al devenir a tal punto
cotidiana. Es el fenómeno de la “banalización del dolor”, que tan agudamente
estudia Hanna Arendt en Eichman en Jerusalén: un muerto es una tragedia,
mil muertos son apenas una estadística. Fue -créanmelo- un recital muy, muy
difícil para mí. Como nunca antes ni después, la superfluidad, la frivolidad, la
insignificancia de mi profesión de músico se me hizo penosamente obvia.
¡Nadie, en lugar alguno del mundo, ha jamás muerto porque un pianista toque
un Do sostenido en lugar de un Mi bemol!
Veamos cómo estaban las cosas en muestra región alrededor de 1980. En
Guatemala, la guerra civil originada con el derrocamiento de Jacobo Arbenz,
en 1954, auspiciado por la administración Eisenhower y la CIA, ha cobrado
ya más de doscientas mil vidas.14 En su mayoría, civiles indígenas
desarmados. Los grupos guerrilleros de la izquierda y los escuadrones de la
muerte de la derecha fueron ambos responsables de ejecuciones sumarias,
desaparición de personas, y de haber recurrido a la tortura cuando tal cosa se
juzgaba necesaria. Amigos, amigas: hay muchas maneras de elaborar el duelo
asociado a la muerte de un ser querido, ¿pero un desaparecido? Ese no hay
forma de llorarlo: no tenemos la inapelable evidencia de su cadáver, una parte
nuestra sigue por siempre esperándolo, la palabra lo dice todo:
“desaparecido”, sí, desmaterializado, evanescido, borrado de la faz de la
tierra. Ni muerto ni vivo. ¿Cómo llorar -el último de nuestros derechos- a
alguien de cuya muerte ni siquiera tenemos certeza? No hay proceso más
doloroso en el mundo. Quienes lo han vivido pueden dar testimonio de ello.
El gran pianista Gyorgy Sándor me contaba que una de las imágenes
indelebles en su vida era la de haber visto, mientras esperaba en la terraza de
su hotel, poco antes de un concierto, a un grupo de hombres que avanzaban
por la calle, cabizbajos, encadenados por el cuello, las manos y los tobillos.
“¿Qué sucede con esos hombres?” -preguntó-. “Van a ser fusilados esta
noche” -le respondió el mozo del hotel-. Esto sucedió en Guatemala, a fines
de la década de los cincuenta, bajo la dictadura militar del tiranillo marioneta
Castillo Armas. Esa noche, mientras tocaba, Sándor no pudo arrancarse del
alma la atroz imagen que había presenciado. Siempre abría un paréntesis de
introspección y tristeza, cuando la evocaba.
Los informes de la Comisión de Esclarecimiento Histórico y de la Oficina
de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala estiman que a las
fuerzas del gobierno les es imputable el 93 % de las violaciones a los
Derechos Humanos. Otros estudios reducen su responsabilidad a un 80 %.
¡Vaya diferencia! ¿Es menos criminal un militarote por haber matado a
ochenta personas que por ser responsable de noventa y tres muertes?
El Salvador es una víctima destrenzada por dos fieras: la Fuerza Armada y
el Frente Farabundo Martí. Como decíamos, las bombas y las ráfagas de
metralla se oyen a cualquier hora del día, y ya han llegado a trivializarse, a
fuer de consuetudinarias. Desde 1931 hasta 1979, El Salvador agonizó bajo la
égida de una sucesión de gobiernos militares. Durante la década de los
setentas, el país se transformó en un Armagedón: setenta y cinco mil muertos
en las confrontaciones fratricidas inevitables en una nación donde el 80 % de
la riqueza estaba concentrada en el 10 % de la población.
Si no hay guerra que no sea, por definición, absurda, la llamada “Guerra del
Fútbol” o “Guerra de las Cien Horas”, entre El Salvador y Honduras,
acaecida en 1969 por un pingüe partido que le significó al primero clasificar
para el Campeonato Mundial México 70, solo puede ser descrita como
surrealista, algo que bien podría haber sucedido en Macondo, una
manifestación del realismo mágico en su forma más decantada. Para que El
Salvador fuera a jugar tres misérrimos encuentros en esta copa, quedando en
último lugar, no anotando un solo gol y encajando nueve en contra, tuvieron
que morir cerca de cinco mil civiles, quedar hecho añicos el proyecto de
integración regional conocido como Mercado Común Centroamericano, y
consolidarse los militares en el poder en ambos países. Cada minuto en que
El Salvador se paseó por el terreno de juego le costó a las dos naciones
exactamente dieciocho muertos. Un tanto oneroso, ¿no creen ustedes? El
partido de fútbol no fue más que un detonante: las verdaderas causas
debemos buscarlas en la reforma agraria que Honduras implementó durante la
década de los sesenta, en la inmigración masiva de campesinos salvadoreños
al territorio hondureño, en factores demográficos, políticos y
socioeconómicos, pero ello no quita que la conflagración desatada por la
infausta mejenguilla sea un homenaje a la imbecilidad humana,
resplandeciendo en su más egregia vitrina. Desde “la Guerra del Fútbol”
hasta 1987, El Salvador fue un campo de batalla, una pesadilla, una mezcla
de cámara de tormentos y de laboratorio del horror, con no poco de
manicomio, además.
La epopeya nicaragüense es mejor conocida por los costarricenses. Bajo la
dictadura militar de los Somoza (que usurparon el poder en 1936 y abolieron
las elecciones populares en 1941), el país de Rubén Darío, Pablo Antonio
Cuadra, José Coronel Urtecho y Gioconda Belli es, básicamente, una serie de
latifundios agrícolas en manos de un puñado de familias -los Somoza, en
primerísimo lugar-, donde miles de campesinos fueron desalojados y
convertidos en mano de obra barata para el levantamiento de las cosechas.
Ignorancia, analfabetismo, opresión, miseria sin fin. En 1972, el sesenta por
ciento de la población no sabía leer, el cuarenta por ciento estaba
desempleada y, en una rapiña sin precedentes en la historia de Centroamérica,
la ayuda económica internacional recibida después del terremoto de Managua
(¡cómo olvidar, aquella funesta noche del 23 de diciembre!), se evaporó en
manos de los Somoza y sus corifeos. Muchos de los 19 320 cadáveres nunca
fueron sacados de debajo de los escombros, y hedieron durante cinco meses,
hasta la llegada de la estación de las lluvias. El Frente Sandinista de
Liberación Nacional derrocó al dictador en julio de 1979. Seis años más
tarde, los Estados Unidos de Ronald Reagan decretaron un embargo
comercial de Nicaragua. El país era una enorme, áspera, sangrienta
disonancia. La “contra” comenzó a operar, desde Honduras y Costa Rica,
para volver a poner al país en manos de la oligarquía que lo había sojuzgado
desde tiempos de la invasión norteamericana liderada por William Walker.
Hechos a no olvidar: la devastación de Granada en 1856 (un genocidio a
escala de la “Noche de San Bartolomeo”, el “Domingo Rojo”, “Guernica”, la
“Noche de los Cristales”, “Auschwitz”, el “Sitio de Leningrado”, de las más
inimaginables atrocidades que registra la historia); el asesinato de Augusto
César Sandino, en 1934; el asesinato del periodista Pedro Joaquín Chamorro,
en 1978; el aplastamiento de la insurrección popular de ese mismo año, con
la muerte de cientos de civiles por resultado.
Estados Unidos había ocupado bases militares en Honduras, e intervenía en
las guerras civiles de El Salvador y Guatemala. Estos gestos suscitaron la
indignación y el encono de los partidos de izquierda de todo el istmo,
incluidos, por supuesto, los de Costa Rica. El grupo “La Familia” se
identificaba particularmente con El Salvador. Su programa de “Guerra
Popular Prolongada” se inspiraba primordialmente en los modelos
salvadoreño y nicaragüense.
En las elecciones presidenciales de 1978, la coalición de izquierda Pueblo
Unido participó por primera vez de manera legal en el proceso (los partidos
marxistas habían sido proscritos por decreto legislativo, aprobado el 17 de
julio de 1948), y obtuvo el 2 % de los votos y tres diputados para la
Asamblea Legislativa. Por su parte, el también izquierdista Frente Popular
Costarricense logró consolidar una curul. Este hecho llevó a sus dirigentes a
proclamarse, altisonantemente, “la tercera fuerza política de Costa Rica”.
Stricto sensu, la afirmación es correcta, pero conviene recordar que el partido
triunfador (Unidad) obtuvo el 50.5 %, y el partido oficialista, Liberación
Nacional, perdió con el 43.8 %. Claro que los partidos de izquierda se las
habían arreglado, desde su prohibición constitucional, en 1948, para
participar en los procesos electorales (con la tolerancia de un Estado que no
veía en ellos peligro inminente, y se negaba a fiscalizar sus contenidos
ideológicos), disfrazando su orientación marxista, y proponiéndose como
agrupaciones socialistas, tal los casos del Partido Acción Socialista (PASO) y
el Partido Socialista Costarricense (PSC). La legalización de los partidos de
izquierda fue, en buena medida, producto del proyecto de reforma
constitucional que Daniel Oduber, presidente socialdemócrata de Costa Rica
durante el cuatrienio 1974-1978, presentó ante la Asamblea Legislativa. Con
esta enmienda, los partidos marxistas pudieron por fin inscribirse en las
elecciones populares sin tener que recurrir a la cosmética política, sin ocultar
su orientación marxista-leninista o trotskista. La coalición Pueblo Unido
logró la proeza consistente en unificar, por una vez, a la dispersa izquierda
costarricense. El histórico partido Vanguardia Popular (que había sido
excluido con el veto de 1948), el Partido Socialista Costarricense, y el Partido
Socialista de los Trabajadores (escindido del Movimiento Revolucionario del
Pueblo) aunaron fuerzas para lograr el 2 % de los comicios electorales de
1978. Fue un momento crucial para la izquierda costarricense. El comunismo
se sintió consolidado, reconocido, y empezó a adoptar una pose más
farouche, más abiertamente beligerante. Viviana fue hija de este proceso
(pocos jóvenes no se sintieron interpelados, en algún nivel de su ser, por la
voz de un marxismo remozado, que se beneficiaba con el desgaste de los
partidos tradicionales, y reeditaba su discurso romántico y seductor, hecho de
los eslóganes que todos conocemos).
La política exterior agresivamente intervencionista de Ronald Reagan
contribuyó, claro está, a polarizar las posiciones, y a dar argumentos
legítimos a las izquierdas latinoamericanas. El cuatrienio de Jimmy Carter
había sido relativamente sereno. Ronald Reagan volvió a crispar los ánimos,
y retrotrajo la relación entre Estados Unidos y Latinoamérica a la
combustibilidad de los amargos años de Truman, Eisenhower y Nixon.
Por otra parte, la tensión fronteriza entre Nicaragua y sus países vecinos,
Honduras y Costa Rica, no cesaba de agudizarse. En suma: Centroamérica
era una de las llagas supurantes, uno de los infiernos políticos del planeta. El
gobierno de Luis Alberto Monge (1982-1986) no cumplió con su voto de
“mantener una posición equidistante de las dos grandes potencias” (frase
dicha, ad literam, desde el “Balcón Verde”, en entrevista televisiva, por el
presidente electo de Costa Rica, la noche del domingo 7 de febrero de 1982).
Lejos de cualquier equidistancia, la administración Monge permitió la
construcción de un aeropuerto en Guanacaste, desde el cual operaría la
contrarrevolución financiada por los Estados Unidos de Ronald Reagan.
Costa Rica fue violada: con esta marrulla, nuestra tradición de paz, civilidad
y no intervencionismo fue traicionada. Contrariamente a lo que nuestra
constitución estipula, el espacio físico -terrestre, marítimo y aéreo- de Costa
Rica fue usado para el transporte de armas livianas y pesadas. Por supuesto
que “el país más feliz del mundo” fue “recompensado” por su abyecto
colaboracionismo. ¿Cómo? Es cosa que habría que preguntarles a los
gobernantes que decidieron los destinos de la patria durante esos años. El país
iba a ser arrastrado en la vorágine política del istmo. Costarricenses: todo este
dolor debe ser recordado, revisitado, revaluado. Tanta sangre no puede correr
en vano: podría llenarse el Lago de Nicaragua con ella.
Una noche, Viviana y yo salíamos del cine. Corría el año 1980. Era un
sábado, me parece. Habíamos visto Roma, de Fellini, en la Sala Garbo. Creo
que habíamos ido a tanda de siete, de modo que sería ya cerca de las diez. La
noche era fría y seca, y la película sin duda daba material para la
conversación. Caminamos lentamente hasta el Parque Central, remontando el
Paseo Colón de oeste a este, y pasando al lado de la iglesia La Merced. Al
llegar al centro de la ciudad, yo le pregunté a Viviana qué significaban los
ruidosos y raudos motociclistas que, en el epílogo de la película, entran por
los puentes y se dirigen hacia el Foro y el Coliseo, con vista de algunos de los
monumentos romanos, y por único sonido, el aturdidor estrépito de sus
motores. “Son una presencia agresiva, tenés razón” -me contestó ella-. “Y
Fellini no hace nada por callarlos, antes bien, nos atormentan con su
horroroso soliloquio de motores durante no menos de cinco minutos”. “Pues
sí”. “Según yo, Vivi, esos motociclistas representan una especie de nueva
invasión de bárbaros: ya no es Atila, el rey de los Hunos, pero es una
generación de salvajes urbanos que van a tomar por asalto la ciudad”. “Sí,
sí… yo veo en ellos a los fascistas, a las juventudes de Mussolini, a los skin
heads, a toda esa lacra, vos sabés”. Como de costumbre, la lectura de Viviana
había sido más política que la mía. Esta es la hora en que no sé, a ciencia
cierta -ni quiero saber- lo que significa -si algo concreto significa- la
irrupción de los motociclistas al final de Roma. Una cosa es segura: son una
fuerza Unheimlich (Freud), una presencia torva, amenazadora.
Mientras esperábamos el taxi, en el Parque Central (sería ya pasada la
medianoche), Viviana se quedó pensativa, silenciosa, mirando en derredor
con temor. Por fin, me dijo: “¿Te has dado cuenta de lo que ha pasado en
Costa Rica?” “¿A qué te referís?” “¿Que a qué me refiero? Mirá alrededor
tuyo, solo mirá, y decime lo que sentís”. Demasiado ocupado como estaba
atisbando un taxi, no escruté mi entorno con la atención que Viviana me
solicitaba. Después de unos segundos de angustioso silencio, me dijo: “Este
país se ha transformado en algo muy raro”. “¿Como Gregorio Samsa, en la
Metamorfosis de Kafka?” “Exactamente, Jacques, exactamente. ¿Será posible
que no notés cómo han proliferado los carros de policía, la presencia de
agentes de seguridad en las calles, la forma en que te mira alguna gente? Hay
desconfianza y severidad en sus miradas… posiblemente sean policías
vestidos de civiles. Nuestro país se está armando, se está armando, y eso no
me gusta… Es como si se preparara para un Armagedón, para alguna
revolución u otro hecho sangriento. Mirá: ahora mismo, un sábado por la
noche, somos los únicos en el parque, esperando un taxi, y las calles están
desiertas y desoladas como los paisajes urbanos de De Chirico. ¿Se te parece
a San José, esto? ¡Una ciudad fantasma! La gente tiene miedo: lo adivino, lo
siento. Por poco creería que estamos bajo toque de queda. San José siempre
fue una ciudad populosa y fiestera… pero hoy, hoy nosotros somos las únicas
almas en esta avenida, en este parque, en esta cuadra, y eso me llena de
miedo. Demasiados policías, Jacques, demasiados revólveres en torno
nuestro… nadie se arma de esa manera si no es para reprimir algún sordo,
potente movimiento social que ya fermenta bajo nuestros techos… No sé vos,
pero a mí todos esos revólveres me hacen sentir ajena a mi país,
completamente extraña. Mirá: allá va otra patrulla… y una sirena que se
acerca por el lado sur… Esto no es Costa Rica”.
Yo oía en silencio, y aguzaba la mirada. Viviana tenía una sensibilidad que
por poco podía calificarse de hiperestésica, o quizás paranormal. Sentía venir
las cosas. Y su diagnóstico político del país no era en lo absoluto infundado.
Durante los años 1978-1982 Costa Rica estuvo muy cerca de perderse a sí
misma. Luego repuntó, pero ya para Viviana sería muy tarde. Su
circunstancia histórica -volátil, inestable, proclive a generar tumores sociales,
tal los grupos guerrilleros y terroristas- la perdió a ella. Como costarricense
nacido en 1962, hijo de la Segunda República, he visto a mi país oscilar
durante medio siglo entre la social democracia (Partido Liberación Nacional)
y la derecha liberal (Partido Republicano, y sus avatares). Dejo testimonio de
que el cuatrienio 1978-1982 (con Carazo -disidente de Liberación Nacional-
en el poder) ha sido el más ominoso, el más lleno de amenazas latentes de
que guardo memoria. Tanto desde los frentes revolucionarios como desde el
partido gobiernista, Costa Rica estuvo cerca de militarizarse. Hubiese sido la
negación de nuestra identidad profunda y de nuestra especificidad cultural. El
caso de Viviana -su asesinato- prueba que Costa Rica era todo menos inocua,
en materia de represión y métodos para silenciar a quienes representaban un
peligro para el status quo político del país.
13 “¿Con qué nombre llamarte, hora turbia en la que somos?”: “Prélude”: Les chants du crépuscule.
14 Entre otros gestos incómodos para los Estados Unidos, Jacobo Arbenz estaba promoviendo una reforma agraria que
perjudicaría los intereses de la todopoderosa United Fruit Company.
IX

Pese a uno que otro lunar pedagógico, el Liceo Franco-Costarricense fue un


buen colegio para Viviana. Como lo fue para todos los compañeros que hoy
en día han matriculado a sus hijos en él. Viviana, Ricardo Valverde, Lina
Mora y yo constituíamos un cuarteto bien consolidado. Todos estábamos en
Letras, y cultivábamos un nivel de comunicación excepcional por su hondura
y confianza. Durante los primeros años de la universidad nos desperdigamos
un tanto, pero los vínculos permanecieron estrechos. Creo que Viviana,
Ricardo y yo teníamos la más fuerte urdimbre de intereses comunes: Lina,
amiga entrañable, se distanció un poco tan pronto salimos del colegio. O
quizás fui más bien yo el que se alejó, no lo sé a ciencia cierta.
A pesar del énfasis que obviamente daba a la cultura francesa, la filosofía
del Liceo Franco-Costarricense no era eurocéntrica, no era elitista, no era
clasista (ya hemos visto a qué punto coexistían los más encumbrados
miembros de la sociedad al lado de ciudadanos menos que austeros). Sobre
este punto -era un tema frecuente entre Viviana y yo-, transcribo a
continuación un texto de mi autoría, publicado en el periódico La Nación, en
algún momento del año 2011. Lo hago porque sé que mi amiga lo hubiera
aplaudido, y porque encapsula bien la esencia de la enseñanza en el Liceo
Franco-Costarricense.
El artículo que vengo de publicar en la columna Tinta Fresca, titulado
“Adoración del becerro de oro”, me ha valido el furor de un señor de
nombre tan común y ordinario que no tiene ni siquiera interés consignarlo
aquí. Me las zurro, en el comentario en cuestión, contra Nelson Rockefeller,
Aristóteles Onassis, Howard Hugues, la repulsiva vedetilla de pelo
zanahoria, Donald Trump, ahora Presidente de los Estados Unidos -el
hombre más y peor adjetivado del mundo- y otros potentados de ese tenor.
Me he hecho llamar “becerro, y no precisamente de oro”, “imbécil”,
“responsable de toda la mediocridad de mi país”, “escritor de mal gusto”,
“comunista”, “resentido social”, “mal ejemplo para nuestra juventud”,
“extranjero indeseable” (sic), y otras lindezas, cada una lírica más que la
anterior. Así que hay gente que no sabe aun que yo soy costarricense. Y, por
supuesto, aquellos que homologan con el comunismo cualquier crítica al
anarco-capitalismo rampante de nuestros días. ¡Ah, nunca, nunca, nunca
cometer el error de subestimar la imbecilidad potencial de los lectores! El
caballero increpa al periódico por permitirle a “pensadores” como yo
escribir “esas estupideces” y “desincentivar la ambición, el trabajo y la
tenacidad de los jóvenes estudiantes que aspiran a llegar a ser “alguien”.
¿Ser “alguien”? ¿Será entonces que en el momento actual no son nadie? La
expresión refleja una axiología ética y una falta de identidad lamentables. El
típico sueño de un padre o de una madre: “Yo quiero que mi hijo llegue a ser
alguien”. ¿Por qué no simplemente desearle que sea feliz, ya sea recogiendo
hojas secas en el parque, o presidiendo el Fondo Monetario Internacional?
Pero en la deformada mentalidad de nuestra sociedad “ser alguien”
significa hacer plata. Una cuestión de posición y de status social. Y eso es
“ser alguien”. ¿Los grandes modelos? Rockefeller, Onassis, Hughes, Trump,
y otros paladines de esa estofa. ¡Pero si son hombres que han generado
riqueza en lugar de pobreza entre los hombres! -se dicen algunos-. Y añaden
cosas como: “Las empresas de Ford y Rockefeller le dieron trabajo a
doscientos cincuenta mil americanos durante la difícil crisis de los treintas”.
¿Dar trabajo? Tan pronto oigo esa expresión me erizo. La alienación obrera,
de que hablaba Marx. El hombre no fue hecho para trabajar, sino para
crear, y crear en el gozo, fundando en ello su identidad, no teniendo que
escindir su ser, amputándose vocaciones, renunciando a sus más caros
sueños, transformándose en otro… ese no es ya un hombre, es un galeote.
Mejor o peor pagado, pero galeote a fin de cuentas. El ser humano debe
hacer lo que ama y amar lo que hace. De lo contrario la vida se convierte en
un infierno. Amanecerá cada día con el grillete prendido del tobillo y
terminará por maldecir su vida, resignarse a su destino, o iniciar una
revolución. Condeno las promesas políticas del tipo: “¡Generaremos cien
mil empleos, daremos trabajo a los hombres para que se integren a la
sociedad con dignidad!” Arggg… dan ganas de vomitar. ¿Trabajar para una
empresa ajena, con una computadora ajena, en una sociedad ajena, en un
mundo ajeno, para una finalidad ajena? Eso es precisamente la enajenación:
devenir ajeno a sí mismo, a su ser íntimo, a sus más hondos clamores. Los
seres humanos no son poleas, tornillos, tuercas en un inmenso engranaje
productivo. Molidos por la maquinaria, como Chaplin en “Los tiempos
modernos”. Pienso también en “Hombres y engranajes”, de Sábato, que por
cierto se nos acaba de morir, (tuve el honor de conocerlo personalmente, y
asistir a varias de sus conferencias en el Teatro Nacional, en 1975: tenía yo
apenas doce años de edad).
En el ámbito jurídico, “alienación” significa “de-posesión”, y eso es
precisamente lo que hacen los grandes “filántropos” como los caballeros
mencionados supra:15 desposeer al hombre de sí mismo. Robarle su
identidad. Repito la frase que tantos insultos me ha valido y con la cual
cierro el artículo de marras: “Para mí no serán nunca más que fagocitos,
amebas, inmundos parásitos cebados en la sangre de la gimiente
humanidad”. Y por eso fui acusado -por primera vez en mi vida- de
“comunista”. Vivimos un momento histórico en el que cualquiera que
muestre un gramo de sensibilidad por el dolor de los demás, un átomo de
preocupación por la salud de su sociedad, un ápice de compasión, es
inmediatamente declarado “comunista”. ¿Ford, Onassis, Rockefeller,
Hugues, Trump? ¡Amigos, amigas, es un axioma, una cuestión de sentido
común: piénsenlo por un momento: nadie puede hacerse tan obscenamente
rico si no es deslomando a miles de personas, abaratando la mano de obra,
explotando a la gente, instrumentalizando al ser humano, construyendo su
felicidad sobre la ruina de los demás! Las cosas son así. No hay vuelta de
página. Habría que preguntarse si el principio operativo que fundamenta el
capitalismo no es, ya de suyo, inmoral. Muchos pensadores han levantado
esta interrogante. Ayn Rand lo defiende de manera coherente y articulada, al
amparo de la noción del “egoísmo racional y ético” (sí: para ella existe tal
cosa). Es un punto de vista sin duda digno de ser considerado. Buena
argumentadora, Ayn Rand, de eso no hay duda. Lejos estoy de descalificarla,
pero su pensamiento disuena con el mío de manera chirriante. Muchos otros
filósofos han, por el contrario, condenado el capitalismo. Los que todos
conocemos y, en reciente publicación, Comte-Sponville (“Le capitalisme, est-
il moral?”) Es cosa que he discutido en otros libros, y sobre la que no voy a
volver en este momento.
Echo de menos la social-democracia en que crecí, la que fundaron algunos
preclaros políticos y eclesiásticos, allá en los años cuarentas. Me da miedo
esto en lo que el mundo se está transformando. No sé por qué. No soy
economista, politólogo, sociólogo, jurista, o crítico de la cultura: mi único
atributo consiste, tal vez, en olfatear el peligro. No me gusta, no, eso en lo
que el hombre del neoliberalismo se ha convertido. El monstruo codicioso,
insaciable, territorial, inclemente, acumulador y guerrerista que todos
llevamos dentro y que creíamos domeñado, ha vuelto a salir. La nueva
barbarie. Y ahora viene armado con medios de estrangulamiento, con
métodos de asfixia que antes no tenía. Nunca ha sido el hombre tan peligroso
para sí mismo como en el momento histórico que vivimos.
No pretenda, señor, señora, que su hijo llegue a ser “alguien”. Enséñele a
ser una buena persona. No más que eso: una buena persona. La que saluda
al vecino por la mañana, socorre a un perro herido a la vera del camino, o
acepta pagar su contribución a la Caja Costarricense de Seguro Social,
porque cree en su esencia solidarista. Lo que conocemos como una persona
“de buen corazón”. No tiene que ser Rockefeller, Onassis o Trump. No tiene
que figurar en la Revista Forbes, haber ganado tres premios Nobel o ser
autor de la más importante novela del siglo XXI. Nada de eso. Una buena
persona: he ahí la meta. No un buen ser humano -esa es una especie
biológica- sino una buena persona: el mundo está lleno de seres humanos
que no alcanzan el nivel de personas. La Madre Teresa de Calcuta y Juan
Pablo II, siendo grandes seres humanos, quizás no fueron grandes personas -
¡son nociones diferentes!- Hacer de un hijo una buena persona sería ya una
inmensurable victoria. Y le diré algo: es extremadamente difícil.
El Liceo Franco-Costarricense formó buenas personas, no necesariamente
próceres de la patria o premios Nobel. Por lo demás, rara vez vi a los
profesores franceses asumir actitudes arrogantes, eurocéntricas, colonialistas
u ofensivamente paternalistas con respecto a nosotros. Cierto: uno que otro
propendía ocasionalmente al sarcasmo, a la fisga, pero me consta que esta era
la forma en que se dirigían también a sus propios paisanos, a sus coterráneos.
Salvo por alguna deplorable excepción, no fuimos tratados como aborígenes
recién iniciados en los bienes “universales” de la “civilización”. Nada de eso.
La mayoría de los docentes franceses se integró sin dificultad a nuestra
cultura, que a menudo conocían, apreciaban, y valoraban más que nosotros
mismos.
Lo que más nutrió intelectualmente a Viviana fue el contacto con la
literatura, el arte, y las grandes corrientes de pensamiento político. En el
Franco leímos con fruición las más egregias y provocadoras plumas del
canon literario de habla francesa e hispana. Con respecto a una obra dada, el
Franco proponía cuatro tipos de ejercicio: resumen de texto, análisis de texto,
comentario compuesto de texto, y estrategias de argumentación. Eran
prácticas radicalmente diferentes, que convocaban talentos muy puntuales.
El resumen era rigurosísimamente ponderado: no podía infiltrarse el menor
asomo de juicio personal, no se podía en lo absoluto editorializar, y era
imperativo encontrar las más eficaces fórmulas para sintetizar el texto, y
proponer una sinopsis que no omitiera ninguno de los hechos determinantes
(los “catalizadores de la acción” y los nuclei, de que hablaba Roland
Barthes), y saber dejar fuera todo lo que no desempeñara un rol estructural en
el texto propuesto. En lo sustantivo, era un ejercicio de jerarquización de los
niveles significantes del texto. Había que saber qué era esencial, y qué era
inesencial. Para el resumen de texto, el método era el siguiente: 1- Reducción
del texto según las instrucciones dadas (las más de las veces, 1/4 o 1/5. Si
ninguna instrucción de proporción es girada, reducir en general a 1/4). 2-
Extracción de las ideas principales del texto, eliminación de las ideas
secundarias, elisión o síntesis de ejemplos y enumeraciones. 3- Respeto
riguroso por el encadenamiento y el orden de las ideas del autor. 4-
Neutralidad máxima. Hasta aquí, todo parece harto razonable. Pero el
fanatismo francés con la proporción se hace patente cuando, en los procesos
que proponen como ejemplos, llegan a aplicar una fórmula matemática para
elaborar resúmenes: N = t1 + t2 ÷ 2 x T x f = 10%, donde N = número de
palabras del resumen, t1 = número de palabras de una línea muy cargada de
texto a resumir, t2 = número de palabras de una línea poco cargada de texto a
resumir, T = número de líneas del texto a resumir, f = fracción de reducción.
A este horror, añadamos que, según las instrucciones, fonemas como “j´” (el
pronombre francés) cuentan como palabras. Como si esta algebrización del
procedimiento fuese poca cosa, la última columna de la cuadrícula (titulada
“Cosas a nunca hacer”) nos dice: “No salirse de las normas, caso en el cual el
estudiante será penalizado. No hacer una reducción homotética: no todo tiene
el mismo peso: 10 líneas de ejemplos pueden quizás ser reducidas a una,
mientras que 3 líneas particularmente importantes requerirán dos líneas en el
resumen. No perturbar la organización del texto, aun si el orden del autor le
parece repetitivo, poco convincente, mejorable. No añadir nada de su propia
cosecha: ejemplos, argumentos suplementarios, introducción, conclusión, etc.
No comenzar con fórmulas como “Este texto trata de…” o “El autor aborda
aquí el problema de…” Y para practicar tal ejercicio, nuestro libro de texto de
tercer año proponía un fragmento de la Introducción a la Medicina
Experimental, de Claude Bernard. El venerable Yves Debroise hacía el
ejercicio mucho más gratificante estéticamente, eligiendo para el efecto algún
cuento de Maupassant. Convengo, convengo: esta metodología puede parecer
un tanto árida, pedante, inflexible. Nunca fue mi favorita, y tampoco lo fue de
Viviana. Pero era un ejercicio indispensable para el objetivo de los objetivos:
la plena comprensión del texto. Quien no fuese capaz de resumirlo según
tales estipulaciones, no podía pretender comprenderlo. El procedimiento
suponía una calibrada capacidad para detectar en el texto las líneas de
pensamiento fundamentales, subordinar todo lo accesorio, y eliminar lo que
no fuese más que ripio. Creo profundamente en el mérito pedagógico de este
tipo de ejercicios, y tengo la certeza de que los problemas de lectoescritura
que hoy en día aquejan a nuestro país serían resueltos con una metodología
de este tipo. Al día de hoy, la vasta mayoría de los costarricenses no saben ni
leer ni escribir, y como consecuencia de ello tampoco saben pensar.
¿Para qué me he explayado en esta extensa descripción? Porque me parece
esencial entender el tipo de educación en que -en la manera de abordar los
textos de los grandes autores- fuimos formados. No se trataba de leer mucho,
sino de leer bien. De leer más que bien: entendiendo exactamente de qué
manera el texto había sido producido. Y esto me lleva al segundo ejercicio: el
análisis de texto. Aquí no se trataba de resumir, sino de poner el texto en la
mesa de disección y proceder, escalpelo en mano, a estudiar de qué manera
había tomado forma. Reconstruir -por así decirlo- el proceso creativo del
autor. Entender por qué esto venía antes, y esto otro después, por qué ciertos
datos eran suministrados al final y no antes, por qué el autor había optado por
un procedimiento retórico en lugar de otro, por qué el texto “funcionaba” -o
“disfuncionaba”-. De nuevo, este ejercicio tenía por propósito aprender a leer
correctamente, saber lo que hay detrás de las palabras, aprehender el texto
como estructura, como organismo, como Gemeinschaft.
Luego venía el “comentario compuesto de texto”. En él, por supuesto, el
alumno tenía toda la latitud del mundo para expresar sus ideas en torno a lo
planteado por el autor, editorializar, sentenciar, discrepar, aplaudir, refutar, en
fin, asumir una posición ante el texto. Pero bien se ve que, para llegar a este
punto, los dos anteriores son insoslayables. Imposible comentar un texto que,
para empezar, no hemos comprendido -en todos los sentidos posibles-. En la
neurológicamente muerta Costa Rica de 2017, cualquier imbécil se precipita
a aplaudir o chiflar un texto… cuando es evidente que ni siquiera lo ha
entendido. Pues bien, si en algo sobresalía el Liceo Franco-Costarricense, era
en su manera de enseñarnos a leer críticamente y con comprensión plena de
la forma y fondo de cada texto (si me permiten servirme de dos categorías
caídas en la obsolescencia).
Pero las cosas no terminaban aquí: la comprensión de un texto no bastaba
para permitir una argumentación lúcida en torno a él. La comprensión era
condición necesaria, pero no suficiente para la argumentación. Argumentar
era todo un arte: había procedimientos para ello, y en la clase éramos
estimulados constantemente para utilizarlos. La conversación, el diálogo, el
debate, la negociación, la persuasión suponían el uso de la lógica, la evitación
de las falacias y paralogismos, la inferencia, la demostración, la descripción,
la elocuencia… no me perderé ahora por esos andurriales, por lo demás
fascinantes. En suma, la retórica, concebida tal cual la formularon los
griegos: no solo un decir bello, sino también un decir correcto. El arte de
razonar correctamente, y expresar con elocuencia -no grandilocuencia- la
esencia de nuestro pensamiento. La retórica, así conceptualizada, era una
disciplina compleja, llena de estratos y facetas diversas.
¿A qué viene todo esto? A que Viviana, naturalmente dotada para la
argumentación -saber defender sus convicciones, refutar los puntos de vista
falaces- encontró en el Franco un ambiente ideal para ejercitar sus poderes.
¿Era entonces el Franco una fábrica de sofistas? Sí, si tomamos la palabra en
su sentido original: antes de convertirse en un hablantín de pacotilla, en un
impresionador de cafetín universitario, el sofista era un maestro de sabiduría,
y su palabra era atendida con respeto y reflexión. La pasión de Viviana por la
palabra y el pensamiento -una corriente caudalosa e indisciplinada- encontró
en el Franco su forma, su método, su rigor, su precisión, su eficacia. Viviana
despreciaba el vocablo ambiguo, el término “comodín”, las volutas de humo
que erróneamente suelen ser tomadas por pensamiento. Se reía de todo eso.
Aun más: era capaz de parodiarlos y caricaturizarlos hasta hacerlo a uno
explotar de la risa. Sospecho que, entre sus muchos talentos, Viviana tendría
la facultad de imitar, el don de la impersonation: algunos de sus “personajes”
eran notables. Recuerdo, en particular, su imitación de un mediocre violinista
muy pagado de sí mismo, músico de fila de la Orquesta Sinfónica Nacional
que, para su infortunio, fue vecino de Viviana. Tenía el don natural de la
pedancia, era retaco, rubicundo, y ostentaba un apellido impronunciable.
Viviana elaboró de él una imitación que ponía en evidencia un extraordinario
don mimético.
Bien se ve, a la luz de la aproximación al texto que vengo de describir, a
qué punto resultaron nutritivos Villon, Ronsard, Voltaire, Rousseau, Victor
Hugo, Sand, Baudelaire, Zola, Rimbaud, Verlaine, Proust, Camus, Sartre o
De Beauvoir. No bastaba con leer a grandes autores, menos aun con leer a
muchos o a todos los grandes autores, no. El nombre del juego era
comprender, asimilar, ser capaces de ver el mundo desde sus perspectivas
hiperlúcidas, e incluso, discrepar de ellos cuando tal cosa procediese. El
Liceo Franco-Costarricense enseñaba a leer, enseñaba a escribir… y claro
está, enseñaba a pensar. Era el colegio para Viviana, como lo era para mí
también. Repito: después de la música, el Franco ha sido la fuerza
modeladora de mi alma más poderosa, más duradera. El gran periodista Julio
Rodríguez, alma de La Nación durante décadas, había acogido en las páginas
de opinión del diario a varios exalumnos del Franco. “Siempre se reconocen,
tienen algo en común que me cuesta precisar, pero que está ahí, y no se
pierde” -me dijo en cierta ocasión-.
Fieles al modelo de educación laica, los profesores franceses del Franco no
se metían en lo absoluto con la formación religiosa de sus alumnos. Las
clases de religión eran impartidas por un sacerdote católico costarricense: el
padre Carlos Hernández. Recuerdo a la clase entera ponerse de pie, temprano
en la mañana, en segundo grado -1970- para recitar el “Padre Nuestro” y el
“Yo pecador”. Y recuerdo también al incorregible bromista Adrián Cartín
golpearse el pecho con tal violencia que por poco se rompe el esternón. El
padre Carlos era un buen hombre, una bella alma, un leal amigo. En cuarto
grado (1972), una o dos estudiantes fueron eximidas de tomar clases de
religión. El hecho se comprende: con seguridad sus familias profesaban otras
religiones, eran ateas o agnósticas, en fin, qué sé yo. Pero el gesto generó una
reacción en cadena: por motivos políticos más que religiosos (el padre Carlos
fue tildado -de manera precipitada, me parece- de reaccionario) otros
alumnos comenzaron a faltar a la clase. Pronto la deserción se convirtió en
moda. Recuerdo al padre lamentar: “Vea usted Jacques, cómo se cumple la
parábola bíblica de Corintios 5: 6-9: “¿No sabéis que un poco de levadura
leuda toda la masa?” O como se dice popularmente, una manzana pudre a las
demás en el cesto”. No estoy seguro de que lo que el padre detectó fuese
exactamente podredumbre, pero su naturaleza contagiosa era obvia: su clase
quedó diezmada. Una alumna dejó la clase de religión debido a su profunda
creencia en la reencarnación. Eso lo recuerdo con absoluta nitidez, pues yo
mismo tuve alguna escaramuza verbal con la compañera de marras, a la que
califiqué públicamente de supersticiosa e infantil (esto sucedió en 1973,
cuando teníamos diez años). Con seguridad las familias de uno u otro alumno
no profesaban, en efecto, la fe católica, pero no creo que pasasen de dos o
tres. Luego estaban, como vengo de decir, los “gauchistes”, que por principio
renegaban del “opio del pueblo”. Pero después se fue formando una
avalancha de disidentes cuyo único interés era gozar de una hora más de
recreo durante las clases. No era un lapso despreciable: se podía usar para
terminar tareas o lecturas no realizadas en la casa. Un buen día de 1972,
cuando estábamos en cuarto grado, Viviana decidió emular a sus precursores
en la deserción, y no volvió a clases de religión. La orientadora, Ana Guevara
-¡magnífica persona y leal amiga de los estudiantes!- de inmediato se puso en
contacto con Vilma. La autoridad maternal se impuso, y Viviana volvió a las
clases de religión. Creo que, ante la deserción masiva de estudiantes, el padre
Carlos optó inteligentemente por modificar el contenido de sus lecciones. Fue
sagaz, y su enseñanza se hizo más ágil, más abierta y más engageante.
Recuerdo, por ejemplo, una serie de lecciones en las que probaba las
similitudes entre la doctrina cristiana y el marxismo. Cuando se tiene una
clase de treinta y dos niños de nueve y diez años, el viraje temático fue, por
decir lo menos, audaz. Pero fueron clases apasionantes. Hasta el día de hoy
recuerdo algunos de los puntos que abordó, y me descubro a mí mismo
rumiándolos, elaborándolos. Cierto: los puntos de tangencia entre la ética
cristiana y la ética marxista se caen de puro obvios. Pero eso es una cosa, y
otra muy distinta es convencer de ello a una caterva de niños revoltosos. El
padre Carlos siguió siendo nuestro profesor hasta tercer año de la secundaria,
ocasión en la que fungió como instructor de… ¡educación sexual! Fue el
menos memorable de sus magisterios.
Cito a continuación -nobleza obliga- los nombres de los más significativos
profesores y profesoras de nuestros años de secundaria. Recordemos que
nuestra clase -la que se graduó en diciembre de 1979- se autonombró
“Promoción Broitman, Hernández, Debroise”. Esto deja claro quiénes eran
los maestros más cercanos a nuestros corazones en aquel momento.
La señorial Graciela de Broitman, profesora de español y literatura española
y costarricense, fue un modelo de dignidad y distinción: era una gran dama al
frente de la clase. Con ella leímos a Garcilaso, Cervantes, Galdós, Dickens, y
una variedad de autores nacionales.
Carlos Hernández, profesor de Estudios Sociales -homónimo en nombre y
apellido del padre Carlos- era un maestro inolvidable: nuestro espíritu crítico
-especialmente en la esfera política y social- fue, en buena medida, hechura
de este hombre sanguíneo, beligerante y apropiadamente irreverente. Viviana
sentía especial admiración por él. En su anuario, Carlos escribió: Con mi
esfuerzo por comprenderte aprendí a apreciar tus valores auténticos, tu
lucha y tu forma de ser toda. Hoy que te vas has dejado en mí la imagen de la
persona valiente en sus juicios y sincera en su proceder, espero que siempre
seas así, aún cuando alcances posiciones superiores en lo intelectual. Con
cariño, yo.
Por su nobleza, bonhomía y el fervor pedagógico con que enseñaba sus
materias, Yves Debroise, profesor de francés y literatura francesa, por todos
querido, merece un capítulo para él solo. Ya volveremos a referirnos a él. Su
tocayo Yves Mosser fue un magnífico profesor de historia y geografía, y un
hombre dotado de ese raro “factor x” que inspira el cariño espontáneo de la
gente. Mosser se casó con una costarricense y se quedó a vivir en Costa Rica.
Desde este libro estrecho su mano fraternalmente.
Benoit Marc Henry y Michel Daumas fueron sobresalientes profesores de
física y química, que nos eran enseñadas de manera conjunta, bajo un mismo
rubro: “físico-química”. Es una práctica que me parece, hoy más que hace
cuarenta años, científicamente correcta.
Jean-Pierre Laffitau no era un buen profesor de matemáticas: eso lo
sabíamos todos. Era demasiado holgazán. Cuando le daba pereza impartir la
lección, decretaba ex cathedra un juego de batalla naval: la clase entera
contra él. Pero a mí, en lo personal -no puedo hablar por mis compañeros- me
impresionó como un buen ser humano, pintoresco, esnob, decadentista y
anacrónico, suerte de Barón de Charlus exiliado en el trópico húmedo. Quizás
hubiese en él algo del también proustiano Robert de Montesquiou. Era un
hombre de sociedad: los cócteles, agasajos, ágapes y estrenos teatrales
constituían su hábitat natural, y era ahí donde su personalidad aristocrática
brillaba “de toutes les torches du solstice”.16 Matthieu, infinitamente mejor
profesor de matemáticas, no dejó en mí la huella humana que cavó la
colorida, inconfundible, “literaturizable” personalidad de Laffitau: what a
character! Murió muy joven, poco antes del nuevo milenio. Por él alzo hoy
mi copa y musito una plegaria.
Por lo demás, todos guardamos de la ya mencionada orientadora, Ana
Guevara, los más entrañables recuerdos. Era nuestra incondicional aliada, una
figura de autoridad que siempre se posicionaba del lado de los estudiantes.
Esos fueron nuestros profesores, y quiero decir, en Mi bemol mayor,
compás de cuatro por cuatro, y fortísimo, que me siento muy orgulloso de
todos ellos. Tal es mi testimonio, y me sale del epicentro del alma.
En el Franco-Costarricense -luminosa iniciativa de los profesores-
recibimos la visita de figuras como Francisco Amighetti, Lola Fernández,
Carlos Salazar Herrera, Quince Duncan, Fabián Dobles, Carlos Luis Sáenz,
Arturo Agüero, Enrique Macaya, Carmen Naranjo, Alberto Cañas, Samuel
Rovinski (cuyas hijas estaban en el Liceo y frisaban la edad de Viviana), y
otras luminarias que venían a hablarnos sobre su obra literaria o plástica, y a
estimularnos por los andurriales del arte. Por lo demás, Cristina Fournier, de
suyo notable pintora, era nuestra profesora de artes plásticas. Sobre mí
dejaron una huella profundísima, y al día de hoy recuerdo sus palabras, sus
gestos, sus consejos, prácticamente ad literam. Sé que también impresionaron
hondamente a Viviana. Después de tan encumbradas visitas hablábamos
interminablemente sobre el contenido de sus charlas.
La gratitud es el sentimiento más cercano a la felicidad. No solo condición
de su posibilidad, sino vivencia consustancial con esta. Pero la gratitud hay
que expresarla. De lo contrario es como si no existiera. Nada tan vil como un
ser humano estreñido a la hora de dar las gracias. Buena cosa es -supongo-
darle gracias a Dios por la vida. Pero esta gratitud será siempre diseminativa.
Yo quiero ser muy concreto. Hablar de un hombre. De un profesor. Monsieur
Yves Debroise. Alguna vez maestro, ahora… ¡pues ahora también maestro!
“Once a teacher always a teacher”17 -dicen los estadounidenses-. Así que el
pobre Yves está condenado a ser mi profesor. No es una opción; es un
estigma. La diferencia es que ahora es un amigo-profesor, y ello no hace sino
enriquecer nuestra relación. Nos enseñó francés y literatura francesa durante
un trimestre en sexto grado (en una pequeña aula que no era otra cosa que un
viejo granero, cuando el Liceo quedaba en el Paseo Colón), y siguió
guiándonos en las mismas asignaturas en tercero, cuarto y quinto años de la
secundaria, en Concepción de Tres Ríos. ¿Por qué lo recordamos con afecto
todos aquellos que fuimos sus alumnos -Viviana y yo de manera entrañable-?
Lo diré, lo diré, pues de lo que voy a puntualizar se desprende un perfil
humano y pedagógico que muchos profesores de todas latitudes harían bien
en imitar.
Uno: Yves era un hombre profundamente respetuoso de la integridad
humana de sus estudiantes. Nunca humilló ni expuso públicamente a nadie,
cosa que hicieron, unos más que otros, algunos de sus colegas franceses del
Liceo.
Dos: ¿cómo no querer a alguien que manifestaba tal respeto por la
diferencia y la especificidad humana de sus alumnos? No tardaba en
conocernos, mucho más hondamente de lo que creíamos. Disfrutaba de esta
heterogeneidad, lo divertía y fascinaba. Nos leía, nos estudiaba con exactitud
de sicólogo pero, sobre todo, con la curiosidad que genera naturalmente el
cariño. Todavía recuerda hoy en día los nombres e idiosincrasias humanas de
todos los compañeros de mi clase. Era lo que Montaigne hubiera llamado un
“amateur de vies”.18
Tres: tenía un sentido del humor que -una vez más-, a diferencia de otros
profesores, no se sustentaba en la mofa o el sarcasmo. Nunca lo vi reír a
expensas de nadie, o si alguna vez lo hizo fue sin sorna, benévolamente. “No
dark sarcasm in the classrooms” -exigen, de manera amenazadora, los niños
rebeldes, en “Another brick in the wall”, de Pink Floyd-. Es una canción que
algún francés arrogante que cruzó el océano para “civilizarnos” debería haber
oído, y memorizado par coeur et sans respirer.19
Cuatro: había en él malicia (espièglerie) pero nunca malignidad. Su
bonhomía, su andar lento de oso amodorrado, con una ligera renquera de la
pierna izquierda y su barba rojiza, que exhibía como escudo de armas de su
nacionalidad bretona, su corpulencia de aire austero y majestuoso sin ser
nunca intimidante… todo en él rezumaba serenidad, aun cuando, como todo
ser humano, sus tormentas llevaría por dentro.
Cinco: amaba a las mujeres, y no lo ocultaba, no por lo menos a mí. Según
yo, eso basta para hacer a un hombre adorable. Era respetuoso y discreto,
empero, jamás caía en la salacidad. Siendo proclive a la voluptuosidad y, a
todas luces, un bon vivant,20 era incapaz de vulgaridad.
Seis: daba sus lecciones a ritmo lento, pausado. Tempo moderato.21 No
escondía su tedio -su enmerdement-22 cuando tal era el caso, y ciertamente no
reprimía su entusiasmo cuando alguno de los textos analizados lo encendía. A
todos nos parecía magnífico: ¿por qué tiene un profesor que suprimir y
maquillar su ocasional pereza, fatiga o falta de inspiración? ¿Quién mejor que
nosotros podía entender esas intermitencias? No era una traición a su misión
pedagógica era… era… ¡pues era pereza, merde!23 Nada de esto lograba otro
efecto que el de humanizarlo en medio de un colegio donde abundaban los
profesores pomposos y anal-retentivos (Freud).
Siete: sabía distinguir perfectamente la autoridad del autoritarismo. En
cuatro años no recuerdo haberlo nunca visto sacar a alguien de la clase,
reprender con acritud a nadie, o emitir órdenes con voz tonante de soldado
prusiano.
Ocho: siempre se sumaba a las polvorientas y desmañadas “rondas” que los
alumnos improvisaban al final de los aburridísimos discursetes, izas de
bandera, y desfiles estudiantiles del quince de setiembre, día de la
independencia patria. Después del último himnillo, los estudiantes tomaban
por la mano a Yves y lo hacían girar en una ronda que levantaba un simún en
todo el patio. Otros profesores eran también succionados en el fatídico
vórtice -nunca participé en estos aquelarres, sobra decir- pero es que él lo
hacía de buena gana y no como si lo estuviesen lanzando a la gehena. Alguna
vez lo vi también aporreando una piñata a ojos vendados, dando “palos de
ciego” y aceptando hacer el ridículo momentáneamente, y no logró con ello
sino ganarse aun más nuestro cariño. ¿Podía siquiera concebirse al
avinagrado, despótico Monsieur Boufflers -el director- aceptando participar
en tal ritual? ¡Pobre ser humano, atrapado en el horror de su claustrofobizante
cárcel personal, reinando a través del terror, que es lo que hace todo hombre
débil!
Nueve: Yves tenía le feu sacré.24 Ilustraba a la perfección el dictum25 de
Montaigne: “enseñar no es llenar un vaso, sino encender un fuego”. No
quería hacer de nosotros, como Pantagruel a su hijo Gargantua, “abismos de
ciencia”.26 Para volver a Montaigne, consideraba que era mucho más
importante “una cabeza bien formada que una cabeza bien llena”. Por
supuesto, observaba los contenidos temáticos del programa de estudios, pero
todos sabíamos que su prioridad era otra.
Diez: era un entusiasta que sabía transmitirnos su entusiasmo. Un
entusiasmador nato: he ahí la mejor manera de definirlo. Cada vez que
comentaba un texto cercano a su corazón sonreía, aceleraba el ritmo del
discurso, exponía el impacto y la resonancia que el fragmento en cuestión
había tenido en su vida. Nunca habló únicamente del texto. La suya era
siempre una crónica de su relación personal con este. La diferencia entre una
y otra actitud es radical. La primera es una lección, la segunda un testimonio;
la primera puede ser una exposición formalmente irreprochable, la segunda es
un contagio emocional; la primera cumple con un programa preestablecido, la
segunda cumple con una misión humana que por mucho desborda las marcos
académicos sin por ello ignorarlos arrogantemente. Yves era un hombre que
hacía amar aquello que amaba. ¿Qué más se le puede pedir a un profesor?
Ahora me confiesa, contrito, que a veces llegaba a clase sin haber
“preparado” sus lecciones. Conociendo su don para la improvisación,
posiblemente fueran estas sus más brillantes ponencias. Por otra parte, ¿cómo
habría de ser bueno un profesor capaz de dar lecciones memorables
únicamente cuando estaba óptimamente preparado? El hecho de que lo
lograse aun being underprepared27 es la prueba misma de su excelencia. ¡Un
pianista que solo consigue tocar bien al precio de doce horas de práctica
diaria no es un buen pianista!
Once: la clase lo quería unánimemente al tiempo que lo respetaba: rara
combinación, he de decir. Muchos son los excompañeros con quienes desde
entonces he hablado. Su sentir es el mismo: “Vos sabés, yo sí que fui idiota:
Yves era un profesor del que debería haber aprendido mucho más, pero uno,
vos sabés, en esas edades no sabe apreciar ciertas cosas”. Se lo perdieron, sí,
en tanto que profesor, pero no recuerdo, ni entonces ni ahora, haber nunca
oído un mal comentario sobre él. Ni uno solo. Lo juro por mis manos.
Doce: todo lo anterior puede resumirse en una palabra. El problema es que
ha sido tan traída y llevada, tan erosionada, que por poco se ha de-
semantizado: decencia. Un hombre decente, sí, eso es Yves. Decencia
significa respetar al otro, respetar la alteridad, respetar su especificidad como
ser humano, aun cuando no nos resulte particularmente grata. Era incapaz de
malignidad (que no es lo mismo que maldad). ¿De errar? Afortunadamente,
que de lo contrario hubiéramos todos crecido bajo la sombra aplastante de
una especie de San Francisco de Asís, de Tomás Moro, de Mahatma Gandhi,
y jamás hubiéramos podido vernos a nosotros mismos con un mínimo de
misericordia, de benevolencia.
Bueno, y ese es Yves Debroise. Hoy es mi amigo. Además, soy el padrino
de su hija menor, Ysé. No fue idea suya (jamás me hubiera confiado tal
misión), sino de Sylvie, su segunda esposa, que tiene de mí un concepto
bastante más favorable, con lo cual quiero decir que no me conoce, la pobre.
Desempeño mi rol de padrino mediocremente. Quizás con el tiempo mejore.
He tratado de honrar a Yves dedicándole un libro y mencionándolo en un par
de artículos. Eso no es nada, absolutamente nada contra el don de Molière,
Pascal, Beaumarchais, Lamartine, Hugo, Baudelaire, Rimbaud, Verlaine, los
iconoclastas Charles Cross, Alphonse Allais y Alfred Jarry, el perturbador
Beckett… un poquito de Proust -lo que juzgó que nuestras enzimas
espirituales podrían asimilar-. Yves tenía un profundo conocimiento de la
variopinta sicología del adolescente. Sabía perfectamente qué cosas nos
desvelaban, nos hacían suspirar y mirar a menudo por la ventana, la razón de
nuestro poco decorativo acné, ¡en fin! de toda esa suma de fervores e
infortunios que constituyen el período más torpe y errático de nuestras vidas.
Sí, es bella la gratitud. Perfuma la vida, la hace más tolerable, se acerca
tanto al amor que por poco podría decirse que son lo mismo. Mientras escribo
este insólito libro, pienso casi constantemente en él. Adivino las cosas que le
van a gustar, las que va juzgar menos afortunadas. Lo conozco demasiado
bien como para no sospecharlo. Gratitud, junto con perdón, las palabras
claves, los ejes morales que sostienen aun este mundo devenido tan opresivo
e inhóspito.
Yves sentía un gran cariño por Viviana. Fue, indudablemente, una de los
estudiantes que dejaron en él una traza retinal y espiritual indeleble. Recuerda
perfectamente el tono de su voz, que describe como “un tanto nasal”. Yves y
yo la hemos evocado muchas veces. Las primeras palabras que se le vienen a
la mente para describirla son: “efervescente”, “provocadora”, “contestataria”,
“controversial”, “anti-imperialista, y no solo contra los gringos, sino también
contra los imperios europeos, en cuenta, por supuesto, el colonialismo
francés”.
Una vez, en cuarto año, después de la lectura de un texto que yo consideré
desgarrador, Viviana rompió a reír -con esa risa franca y sonora que era la
suya-. “Ustedes dos siempre están en las antípodas: cuando Viviana ríe,
Jacques llora; cuando Jacques ríe, Viviana llora. Bueno, esa es la magia de la
literatura” -reflexionó Yves-. “Sí, Viviana tenía un gusto particular por la
provocación y era combativa, idealista, pero lo era bellamente, como debe
serlo cualquier muchacha o muchacho de su edad. Jamás imaginé o preví que
su joven, hermosa vida iba a terminar de la manera que sabemos. Cuando leo
las cosas que has escrito sobre Viviana, a menudo me descubro llorando” -me
confiesa Yves-. Siempre abre un paréntesis de gravedad, de introspección y
evocación, para referirse a ella.
Viviana y su hermano Adalberto fueron educados en la fe católica. Cuando
eran niños, su mamá los llevaba a misa regularmente. El sábado a las seis de
la tarde, o el domingo a las nueve de la mañana, iba toda la familia a la
iglesia del Calasanz. Viviana nunca fue antireligiosa. A partir de quinto año
de la secundaria, y durante la época de la universidad, asumió una severa
posición antieclesiástica, pero nunca negó la existencia de Dios. Fue un
regalo de su madre, y un regalo del que jamás renegó. A lo largo de su vida
dio incontables pruebas de su fe en el Creador: ya hablaremos de ellas. El
matrimonio de Vilma y Carlos se celebró en marzo de 1962, en una
ceremonia no se podría más católica: Viviana “mamó” el catolicismo desde
su más tierna edad. Ella y yo hicimos la Primera Comunión a finales de 1973,
en la Iglesia Don Bosco, no lejos de la “Casa de los Leones”. El padre Carlos
nos preparó amorosamente para el sacramento. El posterior alejamiento de
Viviana de la iglesia coincide con su desencanto profundo con la mayoría de
las instituciones humanas, y su crítica profunda a las figuras de autoridad
espurias, a todo aquello que le olía a hipocresía e impostura. ¿Habría, de
haber seguido por la senda de las decepciones, terminado por convertirse en
una misántropa por el estilo del heroico pero amargo Alceste, de Molière? No
lo creo. Su desencanto, su decepción, las consecuentes frustraciones y el
anhelo de cambiar las cosas que de ella se apoderó tenían por único objetivo
la sociedad. Nada más y nada menos que la sociedad-suciedad, y el mundo-
inmundo.
En el mundo padeceréis aflicción, pero no temáis, que yo he vencido al
mundo -le decía yo con frecuencia, citando a Cristo-. “¡Pero si al mundo no
hay que vencerlo, sino transformarlo!” “No, Vivi: el mundo no quiere ser
transformado, sanado o redimido: es un error creer tal cosa. El rasgo esencial,
definitorio del mundo ha sido siempre estar equivocado. “Mundo”: dícese de
la ciega, lobotomizada turbamulta cuya conducta es por principio, por
definición, a priori y de manera inexorable, errática y miope. Si alguna vez
has sentido que nadabas a contracorriente de la axiología ética, estética,
religiosa, política y sexual del mundo, debés respirar aliviada. Los rebaños,
los enjambres, las piaras no saben hacer otra cosa que correr hacia su propia
muerte. Y muchos son los que se especializan en hacer las veces de flautistas
de Hamelín. Los “demagogos” tal cual los definía ya un suspicaz Aristóteles:
falsos guías del pueblo”. Viviana escuchaba sonriendo mis diatribas contra el
mundo, me dejaba perder el aliento, y luego observaba: “¿Y cómo esperás ser
pianista? Peor aun: ¿cómo vas a ser escritor? Tené en cuenta que no estamos
en el Siglo de las Luces, no vivimos en París y nadie ha estado -que yo sepa-
confeccionando un proyecto enciclopédico que recoja la totalidad del saber
humano. No te van a escuchar ni a leer Voltaire, Rousseau, Diderot, D
´Alembert, Condorcet o el barón D´Holbach. Será ese mundo ciego y
lobotomizado al que te referís”. “Pues tocaré y escribiré para mí solo: es lo
que hacía…” “Stendhal, sí, sí: ya me lo has dicho cien veces. Por cierto que
no creo que Stendhal escribiese realmente para sí mismo: escribía para los
que él llamaba “los siete afortunados”. “Soy perfectamente honesto cuando te
digo que sería feliz tocando y escribiendo para mí mismo”. “Sé que sos
honesto, pero estás demasiado irritado: nunca se piensa bien, desde la ira.
Llegará el día en que necesitarás ser querido, ser reconocido, ser aplaudido y
-sobre todo- ser escuchado y leído. Aunque hoy creás poder prescindir
olímpicamente del mundo -y no te equivocás: el mundo es, en efecto, una
porquería- terminarás implorando su atención, su validación”. Y claro está, el
pronóstico se ha cumplido al pie de la letra.
Sí: de la temprana infancia a la temprana juventud, el itinerario vital de
Viviana no fue otra cosa que un lento pero inexorable proceso de desencanto.
El “desencanto del mundo” a que se refería Max Weber (“Entzauberung der
Welt”). Y el primero de los desencantos fue la iglesia católica. A los dieciséis
años -ya no recibíamos clases de religión en el colegio- Viviana comenzó a
esquivar la iglesia. Vilma optó por llevarla a hablar con el sacerdote jesuita
Florentino Idoate, que a la sazón estaba al frente de la iglesia de Lourdes. Era
un hombre sabio, un buen orientador, un predicador de considerable cultura
y, sobre todo, una persona conocida de larga data. Pero sucedió algo
inexplicable. El sacerdote Idoate canceló las dos citas que Vilma le solicitó.
Su intención era dejar a su hija a solas con el presbítero, para que conversaran
sobre aquellas prácticas, en la iglesia católica, que habían detonado la
desilusión de Viviana. In fine, la reunión nunca tuvo lugar. Una pena, una
pena… Si en efecto el padre Idoate era el hombre de grandes luces que Vilma
recuerda, es harto probable que se hubiese constituido en una figura de
autoridad providencial para Viviana. Ese pudo haber sido el guía que la
enrumbara por caminos menos arriscados que los que, llegada a la más
traicionera encrucijada de su vida, eligió. El padre Idoate había casado a
Vilma y Carlos en 1962. Era el sacerdote “de la familia”, el hombre de
confianza, y un consejero siempre lúcido en momentos de crisis.
Después de la iglesia del Calasanz, y habiéndose desmaterializado el padre
Idoate en la iglesia de Lourdes, Vilma optó por llevar a Viviana a la iglesia de
Santa Teresita. Y ahí sucedió lo peor que cabía imaginar: un cura cuyo
nombre dejo en el piadoso anonimato, se dejó decir que “había que pagar las
misas de novenario antes de ser celebradas”, que le habían “amarrado varios
perros”, y que “la cosa así no funcionaba”. La feligresía se sintió regañada, y
el comentario indignó profundamente a Viviana. “Pero entonces, mami, eso
significa que quienes no puedan pagar la misa con antelación, serán
condenados al infierno, y que los ricos que se pueden pagar puntualmente
cien misas se van todos al cielo”. Vilma no supo qué decir. Es que no hay
mucho que se pueda decir: ambas habían topado con un zafio, un
mercachifle, un pachuco y un cretino, a guisa de sacerdote. Confirmo que lo
que más daño le ha hecho al catolicismo no es la guerra teológica que, en
términos de dogmas y prácticas, le han entablado otras religiones, ni la
propensión laica de la mayoría de los países occidentales durante los últimos
dos siglos. Es la inanidad intelectual de la vasta mayoría de sus curas, la
oquedad de su palabra, la pauperidad de su psicología, la pobreza de su
verbo, la falta de inspiración de sus homilías, la exigüidad de las referencias
extra-religiosas de que son capaces, su falta de cultura, su inepcia como
comunicadores… y la automática, cómica -en el sentido bergsoniano de la
palabra- repetición de sus genuflexiones, santiguadas, gestos, conatos de
participación de la feligresía… Un cura sin talento es más nocivo para su
religión que una masiva invasión de bárbaros paganos armados hasta los
dientes.
Tal cual yo la recuerdo, era absolutamente imposible que, al llegar a la
crítica edad de dieciséis años, Viviana no comenzase a divorciarse de la
iglesia. Los esfuerzos de Vilma no podían ser otra cosa que vanos. De hecho,
la iglesia fue la primera institución que se le desmoronó. Su feroz hambre de
conocimiento, su no menos feroz sed de certezas, su exquisita sensibilidad
religiosa no podían menos que rebelarse ante tanta mediocridad. De Viviana
yo diría lo que Paul Claudel decía de Rimbaud: “era un místico en estado
salvaje”. Mutatis mutandis, algo similar sugeriría yo de Viviana. La lira de su
alma ciertamente no carecía de la cuerda del misticismo: ahí había estado y
estuvo siempre. Desgraciadamente, no encontró la mano diestra y amorosa
que supiese pungirla.

15 Anteriormente
16 “Con todas las antorchas del solsticio”: Valéry: “Le cimetière marin”.
17 “Una vez profesor, siempre profesor”.
18 Amador de vidas.
19 Perfectamente y sin respirar.
20 Alguien a quien le gustan los placeres de la vida.
21 Velocidad moderada, cómoda.
22 Enmierdamiento
23 ¡Mierda!
24 El fuego sagrado.
25 Sentencia
26 Rabelais: Gargantua et Pantagruel.
27 Mal preparado
X

Tarde de lluvia macondiana. Es el 5 de mayo de 2017. Al acercarme a su


casa, veo que Carlos me espera, bajo el alero de la fachada. Tan pronto lo
veo, le pido al taxi que se detenga frente a él. La lluvia se ensaña contra mí,
justo en el momento en que bajo del vehículo y me apresto a abrazar a mi
queridísimo exprofesor. No lo he visto -estimo- en unos dieciocho, quizás
veinte años. Informalmente, es “el profe de estuches”. Formalmente, don
Carlos Hernández Flores, profesor de estudios sociales en el Liceo Franco-
Costarricense, entre los años 1971 y 1989, cuando se retiró para acogerse a su
pensión. Uno de nuestros grandes profesores. Uno de los que fueron honrados
con nuestra preferencia: “Promoción Broitman, Hernández, Debroise” -fue el
nombre que decidimos darle-. No solo fue nuestro instructor de estudios
sociales, sino también nuestro “profesor guía”, esto es, el maestro que nos
orientaba más allá del ámbito puramente académico, en nuestras atribuladas
vidas de adolescentes y estudiantes.
Carlos me recibe sonriente. Tiene setenta y ocho años, pero bien podría
pasar por un hombre mucho más joven. A decir verdad, apenas puedo
advertir cambio alguno en su rostro y su cuerpo ágil, presto, juvenil. Yo había
estado en su casa varias veces en el pasado, pero no durante las últimas dos
décadas. Después del abrazo fraterno y sentidísimo, nos instalamos
cómodamente en la sala. En torno a una mesita circular construida con bellas
maderas costarricenses, comenzamos a evocar ese tiempo que, al decir de
algunos, también es circular, y reedita cíclicamente el decurso de nuestras
vidas. No tengo grabadora ni micrófonos de ninguna especie -los detesto-. Le
cedo la palabra a Carlos, y me limito a tomar algunas notas en mi cuaderno
de apuntes. Su rostro se enciende al evocar a Viviana. Habla desde el
epicentro del alma, con un cariño y una melancolía que se le suben
constantemente a los ojos. Ora frunce el seño con expresión de profundo
dolor, ora ríe al reconstruir a través de las imágenes a su amada alumna.
Habla con entusiasmo, con devoción. He aquí, poco más o menos, sus
palabras.
La recuerdo con profundo cariño, no hubo entre nosotros espacio para el
menor reproche. Yo la quería diáfana, limpiamente. Era una alumna
distinguida, y sobre todo, diferente. Diferente por sus inquietudes sociales y
políticas. Su inteligencia estaba en un nivel superior al de los demás
compañeros. No era una chiquilla común y corriente. Ante el mundo tenía
una actitud siempre crítica. Era todo menos conformista. Estaba por el
cambio. Era una noción muy importante para ella. Cambio del établissement
político del país. Para Viviana, la sociedad y el orden establecido existían
para ser radicalmente revisados. No se conformaba con las ideas recibidas y
la mitología patriótica: todo, en la sociedad, era digno de suspicacia y de
examen crítico. Yo me divertía muchísimo con ella, porque para mí las
inquietudes existenciales de los estudiantes -políticas, sociales, religiosas,
futbolísticas: lo que fuera- eran tan importantes como su rendimiento
académico. Conversando con Viviana aprendí que el estudiante no es un ente
puramente receptivo, sino un productor de pensamiento. Un profesor puede
aprender tanto de sus estudiantes como ellos de él. Viviana era una buena
niña. Y una buena compañera con sus compañeros. Sus preguntas siempre
sacudían, generaban polémica. Ella plantó en mí las semillas de una
comprensión diferente del alumno. Mucho tiempo después de su partida esas
semillas fructificaron. Sí, era una estudiante polémica, controversial. La
estoy viendo, de pie entre las hileras de pupitres, las manos en la cintura,
defendiendo algún punto de vista. Era una magnífica defensora de sus
principios. Dueña de sus ideas. Creo que después de la caída de Somoza, el
torbellino de la Revolución Sandinista la arrolló, y la llevó a radicalizarse
más de lo que era prudente. Tenía mucho carácter, mucha firmeza. Cierto
que discutía con vehemencia, pero también era un alma noble. Siendo una
mente brillante, no se dedicó a coleccionar notas de cien. Ella estaba por
encima de esas tonterías. No necesitaba galardones para sentirse satisfecha
consigo misma. Recuerdo comentar con ella “Las venas abiertas de América
Latina”, de Eduardo Galeano, y “Para leer al Pato Donald”, de Ariel
Dorfman y Armand Mattelart. Fueron verdaderos clásicos del pensamiento
político durante la década de los setentas: libros que proponían una revisión
integral de la ideología burguesa, tal cual se expresaba, por ejemplo, en las
creaciones de Walt Disney. Viviana era admirable por su consistencia: no se
quebraba. Imposible no preguntarse hasta dónde hubiera podido llegar, de
no haber sido asesinada a los dieciocho años de edad. Estaba destinada,
creo yo, a ser una gran figura política. A nosotros, los de nuestra
generación, nos educaron muy mal. Nos cristianizaron, nos enseñaron a
“ver, oír y callar”, a cultivar el conformismo, a ser dóciles y obedientes.
Pero una cosa es segura: Viviana no vino al mundo para “ver, oír y callar”.
¿Agacharse, bajar la cabeza, no denunciar la injusticia social? ¡Eso no era
para Viviana! Como Sócrates, Viviana era una provocadora, una suscitadora
de inquietudes. A Sócrates lo condenaron por haber pervertido el
pensamiento de su tiempo… pero siquiera lo enjuiciaron. A Viviana, en
cambio, la asesinaron sin proceso, sin dictamen, sin ceremonia alguna. Yo
siempre fui social demócrata, y liberacionista militante mientras Liberación
representó esta línea de pensamiento político. Soy un admirador de Daniel
Oduber -que para mí es, por su obra social, el mejor presidente que Costa
Rica ha tenido-. Mi ideología no coincidía con la de Viviana o Ricardo, que
eran mucho más rojos que yo. Pero jamás choqué con Viviana, nunca traté
de imponerle mis ideas políticas. Mi amistad profunda con varios
distinguidos francmasones me ha llevado a entender muy bien la importancia
de la tolerancia, del pluralismo. No, jamás intenté “convertir” políticamente
a mis alumnos. ¡Viviana era una muchacha tan disciplinada, tan formal!
Ardiente defensora de sus ideas, pero siempre dentro de una impecable
disciplina dialógica. No atropellaba a la gente, no la aplastaba con el
fárrago de sus ideas. ¡Era una muchacha tan bien presentada, tan pulcra:
nunca la vi fachosa o descuidada! Usted sabe, Jacques, uno como profesor
aprende a “leer” a sus alumnos. Cuando se paraban en fila, antes de entrar
a la clase, yo me fijaba en silencio en su apariencia física. Los zapatos, en
particular, decían mucho de los estudiantes. Ahí donde se veía el calzado
limpio, las medias bien subidas, los cordones correctamente amarrados, uno
podía saber que el muchacho o la muchacha venían de familias funcionales y
relativamente felices. ¡Pero cuando los zapatos estaban sucios, rotos o
desamarrados, yo sentía de inmediato los signos de una familia
desintegrada, o asfixiada por las necesidades económicas! Yo observaba
mucho a mis alumnos. Viviana era un modelo de presentación, de limpieza,
de educación. Fue una muchacha que honró a sus padres, que honró a sus
profesores, y que se honró a sí misma. Nunca tuve disensiones con ella: su
sola apariencia inspiraba respeto. Era una niña valiente, muy valiente.
Íntegra, “de una pieza”. Cuando la prensa, la radio y la televisión
empezaron a presentarla como una criminal, yo me sentí muy consternado, y
muy impotente… Ver a todos esos ignorantes, a esa gente tonta y
desinformada, consumiendo la “mercancía” Viviana, la falsa imagen que de
ella se creó… Fue muy duro, muy duro, Jacques.
La lluvia no había hecho otra cosa que arreciar, durante nuestra
conversación. En el momento de despedirme de mi profesor -incontables
tortillas de queso y gaseosas me mantuvieron en pie en el curso de las tres
horas que duró nuestra plática-, los noticieros reportaban la inundación de
varias zonas de la capital, y el desbordamiento de numerosos arroyos y
alcantarillas en todo el territorio nacional. “¡Ah, esta Viviana, ahora
transformada en tormenta tropical!” -pensé-. Carlos se quedó en el umbral de
su casa, con los ojos llenos de recuerdos, y el alma en Pasado bemol menor.
Prometí que pronto lo visitaría nuevamente, y acordamos que, por principio,
no deberíamos en el futuro dejar pasar siquiera un mes sin vernos. Gran
hombre, gran profesor, gran ser humano. Su vida ejemplar y heroica bien
merecería ser narrada… pero eso es algo de lo que nos ocuparemos después.
XI

La “Casa de los Leones”, en el Paseo Colón, era una bellísima residencia,


por poco gemela del edificio que hoy aloja al Museo Histórico Dr Rafael
Ángel Calderón Guardia, allá por la iglesia de Santa Teresita (excepto que
esta mansión carece de leones). Estaba prácticamente al frente del asilo
Chapuí, y uno de los escalofríos favoritos de la población estudiantil consistía
en pretender que “un loco se había escapado del manicomio”, y se paseaba
ahora entre el alumnado. Sí, era una hermosa casa… Después de haber
albergado al Liceo Franco-Costarricense tuvo el tristísimo destino de
convertirse en cuartel general de la DIS (Dirección de Inteligencia y
Seguridad Nacional), uno de los organismos más profundamente anti-
costarricenses de la historia patria, y un siempre potencial servicio de
espionaje político. Luego pasó a convertirse en centro de operaciones de la
Coalición Unidad que ganó las elecciones en 1978. Ahí recibió Rodrigo
Carazo la victoria, y ahí celebró el país el espejismo de un cambio radical en
el estilo de gobernanza de Costa Rica. El segundo emplazamiento físico del
Liceo, en Concepción de Tres Ríos, era más bello: un rincón rural, rodeado
de montañas y cafetales. Pero el edificio del segundo Franco era una absoluta
vulgaridad: aulas baratas y prefabricadas, de cartón, todas idénticas, carentes
de nobleza o distinción arquitectónica.
Cuando el Liceo se fue para Concepción de Tres Ríos, en 1976, los
primeros en llegar por la mañana éramos justamente Viviana con su hermano,
y yo con mi hermano. Nuestros papás nos llevaban en carro, antes de irse
para sus respectivos trabajos. Durante muchos meses nos tocó vernos solos
en aquella vasta explanada, en medio de las frías hileras de aulas, rodeados de
una naturaleza casi tan adormilada como nosotros. Pierdo la cuenta de los mil
temas que Viviana y yo aprovechamos para abordar, en aquellos solitarios
preludios a la larga jornada escolar. Recuerdo hablar con ella -sí, lo crean o
no- sobre la segunda pelea de los pesos completos y excampeones mundiales,
George Foreman y Joe Frazier (ganada por el primero en cinco asaltos).
Recuerdo también haber comentado el concierto inaugural de la temporada
sinfónica 1976, con el gran pianista francés Philippe Entremont tocando el
Segundo Concierto de Rachmaninoff. El evento fue transmitido por la
televisión. “¿Qué te pareció, Vivi?” “No tengo palabras para expresarlo:
perfecto, sublime, grandioso, no sé, no sé, Jacques: fue una de esas cosas que
escapan al lenguaje”. Guardo en mi corazón los más dulces recuerdos de
estas matutinas conversaciones, pequeña ceremonia íntima y preliminar al
inicio de las clases, a las ocho de la mañana. Éramos solo ella y yo, y el
mundo desperezándose a nuestro alrededor: un despertar de campiña, fresco,
luminoso, y lleno de agreste música: pájaros, vacas, perros… era muy
peculiar, y muy bello. Por poco hubiérase dicho que, cada mañana, por
espacio de una bendita media hora llena de rocío y silvestres perfumes, el
mundo era solo nuestro.
Aunque solía inspirar afecto y simpatía, Viviana no era una persona
particularmente carismática. Jamás hubiese sido electa presidente del Consejo
Estudiantil. Empero, todos conocíamos su orientación política. Era más una
ideóloga que una activista. ¿Es cierto, lo que acabo de escribir? On second
thougths, no lo sé. Fue como activista que participó en el terrible episodio de
junio 1981, y es como tal que su país la recuerda. Pero tengo la certeza de
que jamás hubiese sido asesinada, si hubiese tenido la precaución de no
mostrar su inteligencia más de la cuenta. Fue su solidez ideológica, la
impecable articulación de su pensamiento, la evidencia de que el mundo
estaba en presencia de una mente de primer orden, lo que en última instancia
le acarreó la muerte. Semejante prodigio -con el peligro que entrañaba para
los detentadores del poder- tenía que ser silenciado, cortado de raíz, antes de
que tuviese tiempo de producir sus ponzoñosas floraciones. Viviana tiene que
haber asustado a sus captores y torturadores: era inevitable. Es que su
inteligencia asustaba: una vez llamada a defender sus posiciones, una parte de
ella conocida por muy pocos emergía de los estratos más telúricos de su ser, y
se manifestaba en forma brillante e irrefrenable. En cierto modo, Viviana no
sabía ocultar su inteligencia. Pero no era ostentosa, solemne o tremendista al
esgrimir la palabra. No era una oradora de verbo encendido, y no
aprovechaba cada ocasión que se le presentaba para exhibir sus recursos
dialécticos y argumentativos. Era discreta. No usaba la política a guisa de
pasarela para sacar a relucir su retórica o su cultura. Pocas veces la vi
permitirse a sí misma este tipo de conducta. Solo lo hacía cuando se sentía
arrinconada, y cuando las causas que defendía estaban realmente siendo
amenazadas. No, Viviana no era lo que en Costa Rica se conoce como “pico
de oro”. El espécimen en cuestión abunda en nuestras latitudes, pero ella no
lo encarnó jamás. Aun más: lo despreciaba, y sabía todo lo que en él había de
histrionismo, narcisismo y autocomplacencia. Lo esencial: Viviana no
“embestía” a la gente con su razón. Recordemos que Machado define al ser
humano como una criatura que, por naturaleza, usa la razón para embestir.
Pues bien, ese no era el caso de Viviana. No se servía de sus poderes
intelectuales para humillar, establecer un territorio, crear una forma de
hegemonía en torno suyo. Era profundamente buena, mi amiga.
A mediados de 1979, cuando estábamos en quinto año, se impuso tomar
acciones en nuestra clase, de cara a las elecciones estudiantiles. Ricardo
Valverde había sido presidente del colegio en el período 1978-1979. La
“bancada” marxista del colegio sintió que era menester dejar a alguien de la
misma filiación política en el poder. Fue así como postularon a Santiago
Ramírez como candidato. Un buen día descubrieron que las elecciones se
habían venido encima, y el partido no había hecho proselitismo ni había
siquiera declarado su intención de seguir en el poder. Yo no era marxista, y a
decir verdad, la política estudiantil era cosa que me importaba poco. Pero sí
me importaban -¡y cuánto!- mis amigos: Ricardo, Viviana, Santiago y Lina -
por únicamente mencionar a los más cercanos a mi corazón-. Y fue así como
me descubrí de pronto trabajando codo a codo con ellos. Creía más en mis
compañeros -como seres humanos y personas comprometidas, engagées- que
en las virtudes del marxismo-leninismo o cualquiera de las corrientes de
pensamiento de él derivadas.
Una tarde, Ricardo, Santiago y yo decidimos pasar la noche en casa de
Viviana, y fabricar ahí toda la propaganda que no habíamos tenido la
previsión de elaborar con la antelación debida. Cenamos, y procedimos a
embadurnar cartulinas y pancartas toda la noche. Nadie del grupo durmió.
Cerca de la madrugada, recuerdo haberme adormilado en una de las camas
del segundo piso -nuestro cuartel general-, pero no logré ni por un instante
entregarme al sueño profundo. Fue una noche frenética. Frenética y gozosa:
éramos jóvenes, formábamos un frente común, y trabajábamos por la misma
causa. Pierdo la cuenta del número de cartulinas que pergeñamos. Usamos
marcadores -el rojo siendo prominente-, cintas adhesivas, tachuelas y todos
los recursos tipográficos que cupiese imaginar. Los cartelones ensalzaban la
figura de Santiago, y las virtudes del colectivismo como modelo de
convivencia. Más que una lucha de acciones fue una lucha de ideas, y más
que una lucha de ideas, fue una mera lucha de palabras. Nos gargarizábamos
con las grandes nociones y gritos guerreros del comunismo, aun cuando no
tuviésemos de este la menor experiencia vivencial: en ese momento nuestra
guerra no era más que la embriaguez en un repertorio de palabras y eslóganes
que resonaban como música en nuestros jóvenes corazones.
Ricardo y Viviana eran, por mucho, los más versados en el materialismo
histórico y la dialéctica marxista. Todos entendíamos que la conciencia
humana era explicable, en última instancia, como una sutilísima rarefacción
de la materia. Sabíamos que eran las relaciones de producción las que
determinaban las superestructuras (ideología, leyes, religión, cánones
estéticos), y que estas habían sido creadas a posteriori para legitimar a
aquellas. Nuestra actitud con respecto a casi todas las instituciones humanas
era de suspicacia, de desconfianza: no solo había que admitir que todo en la
sociedad era constructo cultural, sino que urgía entender que, como tal,
demandaba una revisión recelosa y preventiva. Todo estaba al servicio de la
ideología del egoísmo y el individualismo burgueses: era perentorio
desenmascararlo como tal lo antes posible. El Liceo Franco-Costarricense
había hecho de nosotros agudísimos hermeneutas y descodificadores
profesionales: ahora era cuestión de aplicar nuestras habilidades a la lectura
del mundo. Y lo hacíamos, lo hacíamos con deslumbramiento ante la
fascinante complejidad del texto-sociedad, y ante nuestra propia sagacidad.
¡Ah, alguna vez creímos en nosotros, y cuánto! Todas íbamos a ser reinas de
cuatro reinos sobre el mar: Rosalía con Efigenia, y Lucila con Soledad -
cantó Gabriela Mistral-.
Santiago -nuestro candidato- y yo éramos menos diestros en la teoría
marxista, pero sin duda cabe afirmar una cosa: una parte de ella nos
interpelaba hondamente. ¿Cuál? No puedo determinarlo. Evoco a George
Bernard Shaw: “Quien a los veinte años de edad no es comunista, carece de
corazón. Quien a los treinta persiste en serlo, carece de cerebro”. No suscribo
a esta por demás ingeniosa fórmula. La sola figura de Viviana me hace ver
las cosas de manera diferente. Tengo la absoluta certeza de que, de haber
llegado a los ochenta años de edad, Viviana hubiese sido aun un intelecto
contestatario, no conformista, rebelde, suspicaz y apasionadamente militante.
Con seguridad su pensamiento habría evolucionado, pero no eso que subyace
al pensamiento y lo condiciona: la vocación. Viviana se sabía llamada para
contribuir con una reforma social importante: esta estructura básica de su
personalidad no habría cambiado. Podría haber asumido otro perfil, haberse
manifestado de alguna otra forma, pero no se hubiese evaporado: era su
esencia misma, su manera de vincularse con el mundo. Por lo que a mí atañe,
puedo decir que mi militancia al lado de Viviana, Ricardo y Santiago fue más
el producto de mi endémico romanticismo y mi devoción por mis amigos,
que de una convicción política madura y acendrada. Y no soslayemos la que
acaso haya sido mi razón fundamental: la necesidad de filiación, de
asociación, de pertenencia a algo. Claro que yo siempre había tenido mi
música y mi literatura, pero estas difícilmente hubieran podido servir como
fuerzas aglutinantes, como agentes de socialización e integración. En el
fondo, supongo que era una manera de sentirme querido, necesitado,
aceptado. Pero no se crea que fuese yo políticamente analfabeto o
socialmente insensible: el Liceo Franco-Costarricense no hubiera permitido
tal cosa. Sucede, simplemente, que aunque nuestra lucha era común, mi
trinchera era otra. Ahí he estado desde entonces y ahí seguiré por siempre: ni
por un momento he abandonado mi puesto de combate. Era muy difícil, por
no decir imposible, no sucumbir al hechizo romántico de la lucha de clases y
la dictadura del proletariado, de la utopía de un mundo libre de injusticia
social, de la total supresión de la ignorancia y la miseria, esas calamidades
que Victor Hugo juzgaba como “enfermedades sociales”, y en tanto que tales,
erradicables, sanitarizables.
Temprano, la mañana siguiente, abordamos alguno de los varios buses que
llevaban a los alumnos al colegio. Creo haber dicho ya que desde 1976 el
Liceo Franco-Costarricense se había mudado del Paseo Colón a una
espléndida propiedad, en Concepción de Tres Ríos (su actual
emplazamiento). Todos los buses pasaban necesariamente frente a la casa de
Viviana, ubicada en la entrada a la zona en cuestión, justo frente a la
residencia del expresidente José Figueres Ferrer, líder revolucionario
victorioso durante la insurrección de 1948. Así que nos montamos en nuestro
bus, abrumados de cartulinas y cinta adhesiva, y llegamos al colegio
dispuestos a no dejar superficie alguna virgen de nuestras incendiarias
pancartas. Ce fut vite fait. Santiago ganó la elección boyantemente. Pese a un
despertar propagandístico tardío y, por decir lo menos, precipitado, habíamos
ganado, ganado, sí, en impecable lid. Nuestra felicidad fue inmensa. En algún
momento del día -después del almuerzo, me parece- la fatiga empezó a
minarnos. De pronto nos quedamos dormidos, recostados a las mesas del
comedor, y no nos presentamos a la clase de Historia y Geografía de
Monsieur Mosser. Llegamos cuando la lección casi terminaba, hirsutos y
sonambúlicos. Contra su voluntad, el profesor -hombre afable y bondadoso si
alguna vez lo hubo- tuvo que dejar constancia, en el carné de clase, de una
severa reprimenda que iba a traerse a pique nuestra nota en conducta. Al
terminar la clase, yo le expliqué el motivo de nuestra extenuación. Corrió al
escritorio y presuroso, nos dijo: “Eso lo explica todo, la razón que me han
dado es muy atendible, los ciudadanos deben honrar el compromiso político,
y ya mismo procedo a borrar la observación que puse en el carné”. Sí, era un
bello ser humano -amén de un magnífico profesor-, Monsieur Yves Mosser.
¿Por qué Viviana no se había postulado para la presidencia del gobierno
estudiantil? Pues por la razón inmemorial: era mujer. Estamos en 1979: no
pierdan eso de vista. Aunque el feminismo ya había a la sazón conquistado
sus principales bastiones políticos y sociales, en Costa Rica todavía vivíamos
bajo la superstición del varón - líder natural, del macho alfa, de lo que
Yolanda Oreamuno llama la sublimidad del hombre. Viviana nunca hubiera
ganado la elección: la apodaban “gallina”, y no creo que muchos en el
colegio fuesen conscientes de su inteligencia privilegiada y su capacidad de
identificación cordial (del latín cor: corazón) con los marginados, con los
desposeídos, con “ese que llaman pueblo” (Fabián Dobles).
Y fue así como nos graduamos, en noviembre de 1979, con Santiago
presidente, y la izquierda bien consolidada en el poder. Al día de hoy,
Ricardo Valverde -siempre mi amigo entrañable- sigue militando en el
Partido Comunista, después de décadas de sobresaliente labor para el
Instituto Iberoamericano para los Derechos Humanos. Ha sido inspector
acreditado en incontables procesos electorales en el mundo entero. Hoy es
Director del Instituto para la Democracia de Haití. En el ejercicio de sus
funciones ha de haberle dado la vuelta al planeta docenas de veces. Es un
hombre brillante y un noble, leal compañero. En 2014 pudo haber ocupado el
puesto de Defensor de los Habitantes en Costa Rica, pero las siniestras
carambolas de la política criolla se lo impidieron. Santiago se convirtió en
uno de los mejores médicos pediatras del país. Viviana duerme bajo la tierra
desde hace treinta y seis años. Yo sigo tocando música y escribiendo cuentos.
XII

Los paseos alrededor del colegio, durante los recreos, eran una práctica
ritual, no solo entre Viviana y yo, sino entre diversos compañeros. Durante la
escuela primaria, los bloques de la mañana estaban divididos por tres recreos.
Las clases comenzaban a las 7:30 de la mañana. Había un recreo breve a las
8:30. Otro un poco más generoso -el que usábamos para la merienda- a las
10:00. El tercero -de nuevo, una pausa breve- a eso de las once. Finalmente,
la jornada matutina se daba por terminada a las 11:30. La mayoría de los
estudiantes iba a almorzar a la casa, pero no pocos lo hacían en el colegio.
Mientras el Franco estuvo en el Paseo Colón, yo siempre fui a almorzar a mi
casa. Nuestros horarios estaban más o menos sincronizados con los de mi
papá, que trabajaba en el Banco de Costa Rica, así que la familia almorzó
junta hasta 1976, cuando el colegio se mudó a Concepción de Tres Ríos. Era
un ritual familiar inamovible, y además grávido de significación.
Almorzábamos con la Radio Universidad de Costa Rica que, justamente,
programaba de 12:00 a 2:00 p. m. su “Concierto del Mediodía”. Entre la
ensalada, el arroz y los frijoles, la carne mechada, y el postre -o en su defecto,
las inmemoriales “Tricopilias”- Beethoven, Tchaikovsky, Brahms, Bach,
Lszt, Schumann, Mozart y todos los grandes se encargaban de hacer de
nuestro almuerzo una pequeña aventura musical. La programación de la
Radio Universidad era, en esa época, sagaz y psicológicamente acertada: no
le infligía a las familias que trataban de tener un buen almuerzo -tanto en lo
nutricional como en lo convivencial-, la crispante música de Boulez, Berio o
Stockhausen, o bien cosas tan pesadas y apabullantes como el Te Deum de
Bruckner (es música por la que siento gran aprecio, pero creo que hay un
momento para ella, y el almuerzo familiar ciertamente no lo es). Tampoco
eran programaciones concesivas: el sentido común las guiaba, eso era todo.
Hoy, la Radio Universidad se ha convertido en feudo de un grupo académico
que la utiliza para su constante autopromoción, y -por otra parte- en una
vulgar tarima política donde los trotskillos, maoillos y fidelillos criollos nos
infligen, un día sí y el otro también, sus cafetinescas prédicas.
Las conversaciones con Viviana en el Liceo eran, a menudo, notables por la
complejidad de los temas y el abordaje siempre sorprendente de Viviana. A
ella debo, por ejemplo, mi primer contacto con el psicoanálisis. En 1975,
cuando ambos teníamos doce años de edad, y cursábamos nuestro primer año
de la secundaria, Viviana hizo para mí las veces de Virgilio, o de baquiana,
en el fascinante tema que tanta relevancia adquiriría para mí durante mi
juventud. Viviana había leído El malestar en la cultura, de Freud, y estaba
bien familiarizada con Jung. De Lacan solo conocía lo que un niño de esa
edad hubiera podido entender: la fase “del espejo”, la constitución del sujeto
a través del lenguaje, el subconsciente expresándose de manera “poética” por
medio de metonimias y metáforas (la condensación y el desplazamiento
respectivamente). Lo que nunca vi a Viviana hacer fue servirse del
subconsciente para la elusión de la responsabilidad (eso que Sartre llama “la
mala voluntad”). Jamás le echó a sus fantasmas subconscientes la culpa de
sus actos conscientes.
Viviana no se quedó prendada toda la vida del psicoanálisis: su
enamoramiento con esta disciplina constituyó apenas un momento de su vida,
pero sucede que, como todos los “momentos” en su vida, lo vivió a plenitud.
Recuerdo que también había leído La interpretación de los sueños, de Freud.
Estas lecturas, sumadas al posterior contacto con los grandes pensadores
franceses, refinaron la que era nuestra actitud básica ante la vida: todo era
jeroglífico, y todo era susceptible de interpretación, de descodificación. De
manera preeminente, los sueños, pero también las instituciones sociales y los
productos de la cultura. Éramos una camada de seres radicalmente
suspicaces, que se negaban a caer en la trampa de las apariencias, de los
discursos oficiales en torno a esto o lo otro.
Fuere como fuere, hubo una época durante la que yo le traía todos los días
mis sueños a Viviana para que ella, la gran hermeneuta, me propusiese sus
exégesis. Según ella, aun las pesadillas formulaban un deseo latente y
subconsciente de mi parte. No creo que Viviana haya prodigado sus servicios
como psicoanalista ad hoc a otros estudiantes: yo era su único “paciente”. Y
era así como, en medio de los remolinos de arena -ya dije que las áreas
“verdes” del colegio habían sido reducidas a eriales, a páramos donde el
viento constantemente levantaba sus pequeños simunes-, salíamos de la clase
a comprar algún caramelo o bebida en la diminuta soda del Liceo, para luego
caminar cavilosamente alrededor de la casona “de los leones”. ¿Qué
comprábamos? Pues las golosinas de la época: “morenitos”, “chiclosos”,
“tapitas”, “Nutella”, “jaleítas”, “guaritos”, “botonetas”, “aritos”,
“salvavidas”, “chicles Adams”, “chocoleche”, “frescoleche”, alguna gaseosa,
“chupa-chups”, “bolis”, “meneítos”, “tortrix”, “malvaviscos”, “corazoncitos”,
“gofio”, “chocoletas”, “cremoletas”, “cremitas”… En su mayoría nulas desde
el punto de vista alimenticio, estas cuchufletas quedaron indisolublemente
ligadas a nuestra infancia: les debemos nuestra obesidad, diabetes y caries
dentales, pero no por ello dejamos de evocarlas con una sonrisa.
A Viviana he de agradecer mis primeros alumbres en el psicoanálisis y en
el marxismo: ¡y era una niña de doce años! Yo intentaba reciprocar su dación
compartiendo con ella todo cuanto sabía de música. Beethoven era figura
recurrente en nuestras conversaciones. En más de una ocasión yo había
presentado pequeñas ponencias en la clase, para hablar sobre el autor de la
Novena Sinfonía, pero me temo que mis disertaciones no tuvieron mayor
efecto sobre mis compañeros. O tal vez sí, un poquito. Es difícil saberlo.
Probablemente yo pasaba por un personaje similar al afanado Schroeder, el
pequeño pianista de “Peanuts”. Ante la clase, Viviana era una estudiante de
verbo fluido y natural. No padecía de inhibiciones para dirigirse a la clase.
Yo tampoco, por cierto. Eso hizo que fuéramos considerados la pareja ideal
para una conferencia à deux. El tema sería Francia -decidió Monsieur André
Vicat, nuestro profesor de francés en cuarto y quinto grado de la primaria-.
Viviana y yo convinimos en reunirnos el sábado por la tarde en mi casa,
libros en mano, para preparar la ponencia. Le di a Viviana la dirección de la
que había sido mi morada desde que tenía tres años de edad, en San Francisco
de Dos Ríos. Pero sucedió algo curioso: asumí que no llegaría. No la tomé en
serio. ¿Una compañera que llegase a mi casa? Jamás había sucedido. Además
-recordemos- yo era un niño que apenas socializaba, que por serias razones
de salud vivía recluso en sus predios, sin derecho siquiera a ir más allá de los
portones del jardín. No tenía amigos en el barrio, y todo lo que estaba allende
los batientes era por mí percibido como algo vagamente amenazante, como
una terra incognita peligrosa y prohibida. La “zona perusta” de que hablaba
Aristóteles, esa franja ecuatoriana en la que el calor sería tan violento, que
derretiría la brea de los barcos: eran latitudes peligrosas y apenas
imaginables.
Para mi estupor -más aun, mi terror- Viviana llegó a mi casa. Sus papás la
llevaron en carro, y la dejaron justo en mi puerta. Sonó el timbre, me asomé a
la ventana, y ahí estaba mi amiga. Vestía una blusa roja y unos shorts azules.
Entré en pánico. No quería recibirla. No logro determinar de qué estrato de
mi ser provenía la crisis de miedo. Corría por los cuartos, preguntándole a
mis padres si sería una buena idea pretenderme ausente o enfermo, y enviarla
de vuelta a su casa. Para mí, había algo escandalizante, inadmisible, en el
hecho de que aquella niña en shorts azules se dejara venir hasta mi casa.
¿Creería mi padre que era una novia? ¿Me haría objeto de irónicas cantaletas,
de sonsonetes y oblicuas alusiones tan pronto ella se fuere? La menos grave
sería, a buen seguro, el clásico “tiene novia, tiene novia”, o acaso “le gusta, le
gusta”. No sé por qué, le tenía horror a esos cánticos y chascarrillos. Y heme
ahora sorprendido en pleno predicamento: Viviana había tomado al pie de la
letra mi invitación, y ahora estaba al otro lado de la puerta. Si bien recuerdo,
fue mi madre la que terminó recibiéndola y haciéndola pasar adelante.
Viviana se sentó en la sala. Yo emergí de mi cuarto algunos minutos después,
lívido, trémulo, como un vampiro arrancado en pleno día a su profundo
sueño. Fue -por lo menos al principio- una experiencia muy incómoda para
mí. No para Viviana: ella actuaba con absoluta espontaneidad y sin la menor
inhibición. Yo veía sus piernitas blancas y carnosas que los shorts ocultaban -
a mi parecer- insuficientemente, y me perturbaba. No recuerdo haberla
deseado: era el mero hecho de tener aquellas piernas tan cerca de mí, lo que
me hacía experimentar la coyuntura como una experiencia esencialmente
sexual y, por consiguiente, prohibidísima. Sí, mi conturbación fue inmensa.
No es cosa que me guste revivir y referir, pero así fue.
Supongo que después de algunos minutos debo de haber superado mi
estupor inicial. Terminamos por enfrascarnos en la preparación de nuestra
conferencia. Sería solemnemente impartida el lunes, a las diez de la mañana.
La ponencia fue un desastre, y ello por culpa mía. Embriagado con la lectura
de Julio Verne como lo estaba desde hacía varios meses, no quise hablar
sobre otra cosa que el gran novelista francés y, en su defecto, del túnel del
Mont Blanc, obra de ingeniería que me fascinaba, y que se inscribía sin
problemas en el hiperbólico registro imaginario del célebre escritor. Así que
el lunes “oficiamos” nuestra conferencia. Fue desordenada y décousue: yo me
perdí por los andurriales de Julio Verne y del túnel del Mont Blanc, mientras
Viviana se esforzaba desesperadamente por retrotraer la conferencia a su
tema “oficial”: Francia, sus límites geográficos, su extensión, su población,
su clima, sus principales ríos, sus más altas montañas, su agricultura, su
industria, algo de su historia. Entretanto, yo forcejeaba a cada momento por
torcer el discurso hacia Julio Verne y el túnel… fue una catástrofe. Monsieur
Vicat no nos juzgó con severidad -la conferencia había sido idea nuestra, no
una imposición del colegio-. Fue afable, interviniendo a cada momento para
que nuestra ponencia no terminase de desintegrarse temáticamente de manera
irreparable. Fuimos aplaudidos.
Pese al flop, Viviana y yo volvimos a participar en varias conferencias
juntos. Ambos nos desenvolvíamos bien ante la clase, y no teníamos
problema como comunicadores: tanto ella como yo sabíamos encarnar el rol
de profesores cuando la situación lo demandaba. Disfrutábamos haciéndolo.
Viviana siempre fue más estructurada que yo. En una conferencia, yo era
literalmente incapaz de hablar sobre nada que no me apasionara. Ella era más
disciplinada, más multi-discursiva, y sin duda menos autocomplaciente.
Lo que sigue, al día de hoy, consternándome, fue mi reacción cuando
Viviana llegó a la casa. Mi mamá me dijo, después de la reunión, que yo “no
sabía dónde meterme y corría por toda la casa horrorizado”. Recuerdo la
angustia que de mí se apoderó tan pronto vi a Viviana tocando el timbre de
mi casa… y ello pese a que yo la había invitado. Tenía yo diez años de edad.
Jamás había tenido en mi casa a una compañera de la escuela. ¿Amigos? Sí,
esos sí habían venido a visitarme, y correlativamente, yo los había visitado en
sus casas (y que no se crea que esto tampoco era frecuente). Pero una mujer -
más aun, una mujer que me descubría mucho más de su cuerpo que lo que el
uniforme escolar me había permitido hasta entonces sospechar- me hizo el
efecto de un cuerpo celeste que hubiese entrado en mi atmósfera y se
aprestase a colisionar con mi planeta. Fue terrible, simplemente terrible. Sentí
que aquello iba a ser tomado por mi padre como material para infligirme por
los próximos diez años su acostumbrado “le gusta, le gusta, le gusta”
(canturreado con un intervalo de tercera menor descendente, exactamente el
mismo gesto melódico que se usa para el “ñaca-ñaca”, o el “lero, lero, calzón
de cuero”, y que Músorgski reproduce para evocar una algarabía de niños
juguetones en “Les tuileries”, de sus Cuadros de una exposición). Cuarenta y
tres años han pasado desde la efeméride, y aun la evoco con malaise y
consternación. Recuerdo que, para la época de la desafortunada conferencia,
yo ya había ido a fiestas de la clase, y había socializado con algunos
compañeros. Pero la visita de Viviana era algo radicalmente diferente: no era
un grupo de amigos o amigas: era, de manera muy concreta y puntual, una
muchacha -en shorts que se me antojaron bastante más cortos de la cuenta-
que me sitiaba en mi propia madriguera: no, no, no, era más, mucho más de
lo que mis enzimas sociales podían digerir a la sazón.
Viviana tuvo una infancia socialmente saludable, nunca careció de amigas y
amigos: en cierto modo, era una social butterfly. Yo, en cambio, estaba cerca
de ser un inadaptado, una criatura disfuncional en sociedad. En quinto año de
la secundaria, la jovial Viviana se transformó en una persona más reservada,
más grávida de misterio. Por supuesto que todavía reía, bailaba y se divertía
con sus amigos, pero ya era evidente que un hondo estrato de su ser se había
decantado, y muy pocos eran los que tenían acceso a él. En medio de las más
fragorosas carcajadas, era capaz de modular, y asumir un tono
inquietantemente serio. Algo había coagulado en su ser íntimo, algo había por
fin asumido forma definitiva. Atrás había quedado la chiquilla que
improvisaba sus disertaciones sobre los más encumbrados temas, mientras
dábamos vueltas a la “Casa de los Leones”. Cuando hablaba en serio, era
aterradoramente seria.
Los seres humanos comenzamos por tener ideales. Una vez racionalizados,
se convierten en convicciones. En el mejor de los casos, se traducirán en
militancias. Tan pronto comienza el proceso de deflación, pasan a ser
“modestas” opiniones. Un paso más, y ya son puros sentires. Al rato, nos
atrevemos a lo sumo a ofrecer un consejo -las más de las veces, no
solicitado-. Y un buen día, de manera inexplicable, nos descubrimos
transformados en una enorme colección de desencantos. En la última fase del
proceso, nos acogemos al mutismo. Viviana había llegado a la fase de las
militancias: ya nunca saldría de ella.
XIII

El Liceo Franco-Costarricense aunaba todas las virtudes de un colegio


público a las innegables ventajas de un colegio privado. Era financiado
parcialmente por el Gobierno de Francia, y la mitad de nuestros profesores
eran franceses, pero también estaba regido por el Ministerio de Educación
Pública de Costa Rica, y en ello no iba a la zaga de ninguna institución en
nuestro país. La sistemática obtención de los primeros promedios en los
exámenes de admisión a la Universidad de Costa Rica por los recién
graduados bachilleres del Franco no es una leyenda urbana: tal fue en efecto
el caso, durante varios años.
A partir de primer año de la secundaria, las siguientes materias eran
impartidas en francés: matemáticas, física, química, biología, geología,
tecnología, historia, geografía, poesía y, por supuesto, francés. En español
recibíamos lecciones de estudios sociales, religión, educación física,
psicología, filosofía y, evidentemente, español. Añadamos al menú un curso
de educación sexual… ¡impartido en español por un cura católico! A todo
esto había que sumar la siempre problemática evaluación en conducta.
Durante la primaria, el bloque de español se desglosaba en gramática,
ortografía, lectura y dictado. Otro tanto sucedía en francés, donde, además, se
evaluaba nuestra pronunciación. Me parece notable que durante toda la
primaria y hasta primer año de la secundaria, existiese una asignatura
consagrada a la poesía, impartida en francés. En lo sustantivo, se limitaba a
aprender de memoria y recitar poemas bien conocidos dentro del canon
literario francés. Parece cosa simple, o acaso superflua. En realidad, mi
conocimiento temprano de la poesía francesa se cuenta entre las más hondas
revelaciones de mi vida, y tengo la certeza de que tal fue también el caso para
muchos de mis compañeros.
Viviana y yo pertenecíamos a la segunda promoción del Liceo Franco-
Costarricense (considerando únicamente a los alumnos que habían cursado
toda la primaria y la secundaria en él). Comenzamos juntos en primer grado,
en marzo de 1969, y nos graduamos de bachilleres en noviembre de 1979.
Idéntico decurso siguieron mis queridos compañeros Santiago Ramírez,
Orlando Morales y Lina Mora, entre otros. Ricardo Valverde, que tan
estrecha amistad cultivaría con Viviana y yo, entró en 1973, cuando nosotros
ya cursábamos quinto grado de la primaria. La primera promoción fue la que
comenzó en 1968, el primer año activo del Liceo. Fundado en 1967, operaba
como una institución pública binacional apoyada por la Agencia para la
Enseñanza Francesa al Extranjero, y el Ministerio Costarricense de
Educación Pública. En su creación fue fundamental la visionaria gestión de
don Enrique Macaya Lahmann, distinguidísimo intelectual y abogado
costarricense, que había estudiado derecho en la Universidad de París y
obtenido un doctorado en filosofía en la Universidad de Cornell, Estados
Unidos, amén de haber desempeñado diversos cargos diplomáticos -
embajador ante la UNESCO, entre otros- y ser honrado con el rango de
Oficial de la Legión de Honor de Francia.
En lo sustantivo, esta fue la institución a la que nuestros padres confiaron
nuestra instrucción (no nuestra educación: esa la recibíamos en casa: urge
distinguir ambas nociones). El Liceo Franco-Costarricense probaría ser una
bendición para unos, y una pesadilla para otros. Yo solo puedo hablar desde
la primera perspectiva. Era también la de Viviana, que sentía por el Liceo una
gratitud profunda, y no perdía ocasión de expresarse encomiásticamente de
él. Uno de esos rasgos que podían ser bendición o pesadilla para los
estudiantes, era la tendencia -muy francesa- a sacralizar y vitorear a los
buenos alumnos -en términos puramente académicos- y correlativamente,
derogar a los malos estudiantes. Esta polarización de los méritos y deméritos
acarreó mucho dolor y vergüenza para aquellos que no comulgaban con el
sistema. Lo que era aun peor: los profesores franceses eran particularmente
proclives a celebrar con toda suerte de fanfarrias a los heroicos, ejemplares,
supra-humanos intelectos que destacaban académicamente, y a llenar de
oprobio a los estudiantes disfuncionales. Una vez que el alumno era ubicado
en uno u otro de los extremos del espectro, poco o nada era lo que podía
hacer por modificar su reputación. Nuestro querido Yves Debroise era, en
este y en muchos otros puntos, un profesor atípico, y es con cariño y gratitud
que lo evoco como una rara avis in terra, entre sus problemáticos colegas.
El sistema tenía tres órdenes de distinciones: “Encouragements” equivalía a
medalla de bronce. “Tableau d´honneur” podía ser homologado a medalla de
plata, y “Félicitations!” hacía las veces de medalla de oro. Era, qué duda
cabe, un régimen muy jerarquizado, con una estructura de poder
eminentemente vertical: los “genios” eran glorificados, y los “malos
estudiantes”, denostados. Dentro de este sistema, Viviana pudo haberse
hecho acreedora cuantas veces hubiera querido a las proverbiales
“Félicitations!” (las obtuvo una vez). Pero ya lo he dicho: nunca calificó
como lo que hoy en día llaman una “nerda” (del inglés nerd), un pozo de
ciencia (Rabelais), o un monito sabio. Y ello por una simple razón: no le
interesaba. Su autoestima fue siempre saludable, y no requería de la constante
corroboración del mundo para ser feliz. Ella sabía lo que valía: no era una
presea académica la que la iba a validar. En general, Viviana se contentó con
orbitar en torno al nivel de “Tableau d´honneur”, y por lo demás siguió su
desarrollo intelectual sin sentirse en lo absoluto obsesionada por los laureles
académicos. Sus padres tuvieron el acierto de hacerle sentir la
incondicionalidad de su amor: Viviana no creía que debiese “comprarlo” a
punta de dieces corridos o de “Félicitations!”
El Liceo Franco-Costarricense acogía a niños y jóvenes de todos los
estratos sociales. Su espectro era ilimitado en una como en otra dirección. Y
era así como uno podía ver, compartiendo pupitres, a Gener Ricardo Díaz,
hijo de la conserje de la institución, con Cecilia Gutiérrez Victory o Alison
Stone Terán, hijas de la más acendrada oligarquía criolla. Unas llegaban en
limusinas, conducidas por choferes enguantados y una criada a bordo, y otros
simplemente pedaleaban su bicicleta para llegar puntuales.
Ya me he referido brevemente a la polémica que desató Viviana en cuarto
año (1978), durante la clase de psicología, con una pésima profesora
haciendo las veces de moderadora, que se veía desbordada constantemente
por el fuego de sus alumnos. La señora de marras proponía un elogio
desmesurado del libro que nos había dado a leer: La Conquista de la
Felicidad, del venerable Bertrand Russell, una de las mentes señeras del
siglo… pues de todos los siglos, y ganador de cuantos premios y laureles sea
dable imaginar. Yo fui el primero en declararme en desacuerdo con el libro.
Viviana me miraba, y sus ojos se encendieron. Hasta aquel momento había
escuchado la apología del libraco sin pronunciarse, pero con un mohín que
revelaba absoluta falta de entusiasmo. Cuando yo tomé la palabra para
expresar mis reservas, Viviana dijo, quedamente: “¡Gracias a Dios, no soy la
única en pensar lo que pienso!” Ambos detestamos el mamotreto. A nadie
más pareció disgustarle. Recuerdo a Viviana decirnos, literalmente: “Para
poner un ejemplo más propio de Jacques que mío, basta con pensar en
Beethoven para darse cuenta de que el objeto de la vida no es la felicidad, así,
tan simple”. Era como si me hubiera leído la mente. La estoy viendo: llevaba
puesto un suéter rojo y un pantalón de mezclilla (¿por qué no estaba vistiendo
el “uniforme” ese día? No me acuerdo).
El texto puntual que discutíamos es el siguiente: El hombre feliz es el que
no siente el fracaso de unidad alguna, aquel cuya personalidad no se escinde
contra sí mismo ni se alza contra el mundo. El que se siente ciudadano del
universo y goza libremente del espectáculo que le ofrece y de las alegrías que
le brinda, impávido ante la muerte, porque no se cree separado de los que
vienen después de él. En esta unión profunda e instintiva con la corriente de
la vida se halla la dicha verdadera.
“¿Por qué no se habrá quedado Russell en el estricto campo de la lógica
formal y la filosofía de las matemáticas, en lugar de desbarrar en áreas que no
eran de su competencia?” -sentencié yo, con esa arrogancia que, a los quince
años de edad, nos deja todavía la esperanza de no ser más que un rasgo de
crecimiento-. Viviana sugirió que la discusión fuese pospuesta para la
siguiente clase (una semana más tarde). La profesora aprobó la idea. Durante
los siguientes días Viviana y yo elaboramos un texto en el que
enumerábamos todo cuanto nos parecía incorrecto en la visión de mundo de
Russell. Lanzamos todo nuestro regimiento de caballería. Si recuerdo los
argumentos que esgrimimos, ello es porque teníamos la intención de
publicarlos en un periódico estudiantil que nunca pasó de la mera fantasía.
Helos aquí, reproducidos tal cual los recuerdo.
“Uno: hablar del “hombre feliz” es como hablar de unicornios o sirenas:
una quimera, una entelequia. Dos: el fracaso, bien o mal digerido, es
constitutivo de la experiencia humana. Tres: no hay hombre que no esté
escindido en su ser íntimo -todos somos, al decir de Baudelaire, “llaga y
puñal, bofetada y mejilla, miembros y rueda de tortura, víctima y verdugo”28
de nosotros mismos-. Cuarto: nadie es “ciudadano del universo”, el universo
es ajeno, peligroso, ignoto, no disfrutar de su belleza sería necedad, pero
negar o “estetizar” su innegable miseria es miope y ruin. Quinto: nadie,
nunca, bajo latitud alguna, ha permanecido “impávido” ante la muerte. Por
cierto que tal actitud sería profundamente antinatural y peligrosa a la hora de
activar nuestros resortes de supervivencia. Sexto: la idea de que “otros”
vengan luego a tomar nuestro relevo vital es tan reconfortante como saber
que nuestra esposa va a ser feliz acostándose con todos nuestros sucesores.
La del hombre no es una carrera de relevos, aunque la historia así lo quisiese.
Antes bien, es una carrera espantosamente solitaria. Igual angustia aqueja al
hombre que muere con una progenie de treinta hijos y cincuenta y ocho
nietos como a aquel que muere solo, en una camilla de hospital. Sétimo: la
“corriente” de la vida nos ahoga, arrastra nuestro cadáver al mar, no es -
repito- una armónica y feliz integración al devenir y al ritmo del cambio
universal: es un acto de violencia, un asesinato, una destitución, un rapto. A
ningún hombre en su sano juicio puede pedírsele cosa tan absurda como un
sereno abandono a “la corriente” del morir: de camino al sepulcro
pataleamos, nos aferramos desesperadamente a cada pedrusco, lápida y cruz
sobre nuestra senda, vociferamos, pedimos ayuda, maldecimos… Realmente,
desde que leímos este libro, nos sorprendió su superficialidad, y usted, señora
profesora, no ha hecho ciertamente nada por hacernos cambiar de opinión.
Eso no impide que respetemos profundamente a Russell como pensador…
simplemente no le creemos”.
Tenía razón Viviana. Tenía razón yo. Los adolescentes siempre la tienen.
Así que eso podía ser Viviana cuando la espoleaban: una argumentadora
temible, y una fiera personalidad que combinaba la pasión con el rigor
intelectual. Una de las cosas que más nos había indignado, era la forma en
que Russell aludía, una y otra vez, al “complejo de Lord Byron”. ¿A qué se
refería, Russell? A algo que, a todas luces, iba a ser muy mal recibido por los
jóvenes que éramos. Algo que tornaba en irrisión nuestra actitud básica ante
la vida. Era una grosería inaceptable. El pecado de los pecados. Lo que jamás
seríamos capaces de aceptar. El “complejo de Lord Byron” consistiría en esa
propensión al lamento, a la melancolía, a los más lánguidos sollozos
románticos, combinados con una posición de automática rebeldía ante todo, y
una grandilocuencia revolucionaria que cometía el error de tomarse a sí
misma en serio. En efecto: Viviana y yo padecíamos de byronismo crónico.
No éramos los únicos: aunque con una pose menos patética ante la vida,
había compañeros que compartían nuestro sentir. Tiendo a pensar que casi
cualquiera lo hubiera hecho: ¡éramos jóvenes, jovencísimos aprendices de
Sturm und Drang! Lo que Russell critica -de manera más despiadada de lo
recomendable, en mi sentir- es el regodeo en una melancolía
autocomplaciente, en un pesimismo estéril, en las grandes jérémiades, en la
lamentación, en el llamado “mal du siècle”, en el Sehnsucht, en el masoquista
-pero a su paradójica manera, deleitoso- abandono a la nostalgia, lo que en
inglés se conoce como yearning o longing, todo eso que en la música de
Schubert, Chopin y Schumann nos interpela desde el fondo de los siglos, y
que los versos de Musset, Bécquer -y por supuesto, Byron- han sabido tan
elocuentemente encapsular. Clive Staples Lewis describe Sehnsucht como “el
incontrolable deseo” en el corazón del hombre hacia “no se sabe qué”. En el
epílogo de la tercera edición de El Regreso del Peregrino, ofrece ejemplos de
lo que en él despertó ese particular sentimiento. Lewis habla de “ese algo
innombrable, ese deseo por algo que nos perfora cual lanza al olor de la
fogata, el sonido de los patos salvajes que sobrevuelan nuestras cabezas, el
título de El Pozo al Final del Mundo, los primeros versos de Kubla Khan, las
telarañas matutinas a finales de verano, o el sonido de las olas cuando se
precipitan en el mar”. Pues bien, resulta que el Honorabilísimo Bertrand
Arthur William, Conde de Russell, no consideraba higiénico ni saludable
abandonarse al byronismo. Eso bastaba para tornárnoslo odioso. De
conformidad con nuestras sensibilidades de adolescentes, Viviana y yo
cultivábamos la melancolía byroniana como una depresión que llevaba
implícito su propio antidepresivo.
Muchas veces después de esta accidentada clase de psicología, Viviana y yo
volvimos sobre Russell. Ya estábamos en la universidad cuando ella me
habló de una famosa entrevista que Russell había grabado para la televisión.
Si la argumentación de Russell sobre la felicidad era debatible, muchos eran
sus pronunciamientos que, simplemente, no se sostenían lógicamente, que
resultaban insultantes aun para el más limitado intelecto: sandeces, sí,
sandeces. Supongo que los genios no están exonerados de esta humana -¡oh,
tan humana!- debilidad. La célebre y extensa entrevista televisiva de que
Viviana hablaba fue grabada en 1959, y hoy puede ser vista en YouTube.
Nosotros la vimos en la Universidad de Costa Rica, en el contexto de los
Estudios Generales. No estábamos en la misma clase, pero cuando Viviana se
enteró de que en su grupo se iba a discutir el documento fílmico, me invitó a
asistir. Y ahí estuve, un lunes por la noche, si mi memoria me sirve bien. En
la entrevista, Russell defiende su adicción al tabaquismo. Viviana y yo
tomamos la palabra -aunque a mí me “invitaron” a guardar silencio por no
pertenecer a la clase- para decir, en resumidas cuentas, lo siguiente: el
cigarrillo es una porquería, un veneno, echarle basura a los pulmones: eso lo
sabe hoy en día todo el mundo -y se sabía ya de sobra en 1959-. Quiso la
constitución genética de Russell que su vicio no le impidiera vivir hasta la
bíblica edad de noventa y siete años. Pero cuando le preguntan: “¿Ha sido el
fumado perjudicial para su salud?”, responde: “No. No solo no ha sido
perjudicial. Antes bien: creo que me salvó la vida. Sobreviví a un accidente
de aviación gracias al hecho de que iba sentado en el área de los fumadores:
los que iban en la sección de no fumado se mataron todos”. Por el amor de
Dios: ¿qué clase de razonamiento es este? ¿Cómo puede provenir semejante
disparate de una de las grandes mentes de nuestro siglo? Se trata de una de
las más disonantes falacias lógicas que él -entre otros- contribuyeron a
establecer: la falacia “de la afirmación de la consecuencia”. Se comete al
razonar según el siguiente esquema argumental: Si A, entonces B; si B,
entonces A. Ejemplo: “La gente honrada (A) está en libertad (B). Yo estoy en
libertad (B), así que soy honrado (A)”. La primera premisa solo nos da
información de qué pasará si uno es honrado, pero no dice nada sobre lo que
sucederá si uno está en libertad. Solo sabemos lo que sucederá “si A”. Bien
puedo no ser honrado pero estar en libertad por no haber sido descubierto y
juzgado. Del hecho de que los viciosos sentados en el área de fumado se
hayan salvado -mero capricho del alea- no se desprende que estuviesen
equivocados quienes viajaron en la sección de no fumado, y non sequitur que
sea más seguro, más saludable, más recomendable fumar que abstenerse de
hacerlo. En 1980 -año en que discutimos la entrevista- las campañas contra el
tabaquismo no habían aun generado la conciencia planetaria agudísima de la
devastación que fumar siembra en el orga-nismo humano. Hoy en día la
posición de Viviana hubiera sido acogida con absoluta naturalidad por la
clase. Por cierto: aunque me mandaron a callar, yo persistí en seguir
participando del debate. En honor del profesor -un hombre maduro y
cultivado- debo decir que, al finalizar la clase, se acercó a mí y me dijo:
“Muy bien, Sagot, así me gusta. Yo sabía que no se iba a abstener de seguir
participando”. That´s just for the record.
¿Una boutade, de Russell? Era un hombre -lo propio de cualquier persona
inteligente- dotado de un sentido del humor admirable, very brittish, by all
accounts. Pero me temo -por la expresión de su rostro- que en este caso
hablaba en serio. Otra falacia implícita en su “razonamiento”: el argumentum
ad consequentiam, o “argumento dirigido a las consecuencias”. Se trata de un
paralogismo que concluye que una premisa (típicamente una creencia) es
verdadera o falsa basándose en si esta conduce a una consecuencia deseable o
indeseable. Es una falacia porque basar la veracidad de una afirmación en las
consecuencias no hace a la premisa más real o verdadera. Por otra parte,
categorizar las consecuencias como deseables o indeseables es una acción
intrínsecamente subjetiva, sujeta al punto de vista del observador y no a la
verdad de los hechos. De la consecuencia “sobreviví a un accidente aéreo por
ir en la sección de fumado” no puede inferirse la legitimidad de la premisa
“fumar es bueno: debemos recomendárselo a todo el mundo”. De nuevo, si
estas enormidades hubiesen sido proferidas por un cretino cualquiera, ni a
Viviana ni a mí nos hubieran sorprendido. ¡Pero Bertrand Russell! ¡Conde,
Lord, Premio Nobel de Literatura, padre de la filosofía analítica, matemático,
lógico, escritor, reformador de la educación, activista por la paz mundial,
para muchos el más influyente pensador del siglo XX! No, no, no… eso no es
posible.
Su History of Western Philosophy es sucinta, puntual, económica, tamizada
de ironía y muy sesgada hacia los pensadores anglosajones. Es un buen libro
(uno de los que Borges se hubiera llevado “a una isla desierta”), pero no más
que eso. Libros análogos los hay infinitamente mejores. Pretende reducirlo
todo a lo esencial -no bullshit!- y con ello algunos grandes pensadores
quedan ofensivamente subrepresentados (Descartes), otros completamente
ignorados (Bergson). De nuevo, Russell es un coloso, un faro, un campanario
de voz nítida y poderosa: ni Viviana ni yo teníamos por él otra cosa que
ilimitada admiración. Pero cuando alguien es tan grande, pierde un derecho,
una prerrogativa propia a los seres humanos: decir idioteces. Yo puedo
hacerlo, porque soy un pigmeo, ¡pero no él!
Non, mais soyons sérieux: Russell no habla, en La Conquista de la
Felicidad, de un ser humano de carne y hueso, de un hombre concreto, sino
de una abstracción, y eso “no se vale”. ¡Cuánto más verdadero Unamuno, con
su hombre angustiado, escindido entre razón y fe, ese que en un clamor de
desesperación exclama: Padre, Padre: apiádate de este pobre ateo! Eso sí es
verdad. La más verdadera de las verdades. El de Russell es un hombre “de
mentirillas”. Anti-byroniano y anti-unamuniano, Russell es un pensador
desprovisto de pathos religioso. Un “bon-vivant”, y así no se puede hacer
filosofía. No se puede, de hecho, hacer nada que no sea beber, fumar,
fornicar, y comer como un cerdo (todas, actividades de cuya práctica asidua
Russell se jactaba: fue pródigo en mujeres, y tenía un concepto muy alto de
sus destrezas amatorias). ¿“La conquista de la felicidad”? ¿Qué clase de
mamarracho es ese, que hasta tiene título de libro “de autoayuda” -you know:
“popular psychology”-? De nuevo: Viviana y yo fuimos los únicos en la clase
que disentimos de él. Para horror de la profesora. Éramos sufridores
profesionales, supongo. El hecho es que el libro de Russell nos soliviantó.
A veces me da la impresión de que Viviana tenía la premonición de su
muerte prematura (¡apenas tres años después de haber leído el “optimista”,
“reconfortante”, “positivo” libracho de Russell!) Con ella, por lo menos, el
filósofo inglés se equivocó. Viviana no “conquistó” la felicidad: no le
interesaba, lo discutíamos a menudo. Se equivocó de camino hacia sus sueños
-todo joven tiene derecho a hacerlo- pero su corazón y sus ideales eran puros.
Todo podemos reprochárselo, menos que no haya sido capaz de engagement,
de militancia activa, de valor, de compromiso. Mucho más que cualquiera de
nosotros. Que se calle Russell. Él, incapaz -por confesión propia- de angustia
y de sacrifico, él, que se mofa del “byronismo” de la juventud, él, con sus mil
premios, condecoraciones, títulos nobiliarios y su lógicamente razonada
moralina burguesa, no tiene el derecho ético de hablar de felicidad. Lo
metieron a la cárcel un par de veces, al viejo, pero no lo torturaron o mataron,
como a Viviana. La felicidad no es la “contentera”: es el atavío más engañoso
y seductor del dolor.
Otro de sus divinos accesos de ira regis. Cursábamos nuestro tercer año de
la secundaria. Una profesora de inglés -nueva, joven, inexperta, pero sin duda
valiosa- nos asignó a cada uno de nosotros escribir y presentar ante la clase
un trabajo de investigación sobre varios “hombres y mujeres célebres”.
Hélas! ¡No bastaba con que fueran célebres: tenían que serlo, además, por las
buenas razones! Y en efecto, la mayoría de los nombres escogidos eran
próceres de la patria y la cultura mundial. Pero ahí estaba la bancada
marxista: Viviana, Ricardo, Lina, Santiago y otros notables. El vibrante
Ricardo fue el primero en alzar la voz, pero Viviana fue la mejor
argumentadora: Henry Ford no solo no era una de las grandes figuras en la
historia de la humanidad, sino que había sido un racista, antisemita,
profascista, esclavista, negrero, que impuso por doquier el salario mínimo de
menos de cinco dólares la hora, y maquiavélicamente diseñó las grandes
ciudades estadounidenses del oeste como lo que hoy en día son:
descomunales desiertos de concreto y autopistas, con malos -o nulos-
servicios de transporte público, lo cual tornaba indispensable adquirir los
cacharros que Ford producía según su modelo del ensamblaje en línea.
Recuerdo a Viviana evocando las primeras escenas de Modern Times, con
Charles Chaplin molido por las indentaciones de un monstruoso engranaje
mecánico, o manipulando descomunales alicates para atornillar como pudiese
las tuercas que vertiginosamente pasaban delante suyo. Yo, por supuesto, me
sumé a la polémica. Pronto, el asunto se convirtió en una nueva cause célèbre
en el Liceo. ¿Era Ford, a fin de cuentas, un santo, un mártir, un iluminado?
¿Era, por el contrario, una sabandija capitalista, un monstruo despiadado que
instrumentalizó a cientos de miles de trabajadores, aprovechando la situación
desesperada en que la crisis de 1929 los había sumido? Lo segundo, pienso
yo -y no tamizaré mi sentir para que sea menos radical-. Por lo que a su
racismo atañe, basta con leer su libro The International Jew. Recordemos,
además, que colaboró financieramente con el fascismo en Europa, y ni
siquiera hablemos de la forma en que llenó el planeta de desechos
industriales y contaminó la atmósfera de carbono: esto no hubiera sido un
punto sensible en 1977, pero sí lo sería hoy, ¡y de qué manera! Sin embargo,
quizás nada de esto tuviese tanta importancia. Lo llamativo de la experiencia
es el grado de alerta, la permanente tormenta eléctrica que eran nuestros
jóvenes cerebros -y lo difícil que debe de haber sido lidiar con ellos-. Entre
lágrimas y pucheros, la joven profesora no tardó en firmar su rendición
incondicional: eliminado quedaba Ford de la lista de grandes hombres y
mujeres de la historia. Yo mismo propuse a su sustituto: Chopin (ya
Beethoven estaba en la nómina “oficial”). Y así se hizo. Fue una bella
experiencia. No seríamos estudiantes “for all tastes”, pero sin duda
constituíamos una fogosa, efervescente constelación de mentes en pleno
desarrollo.
28 “L´héautontimorouménos”, de Les Fleurs du Mal.
XIV

Se llamaba Eladio. ¿Su edad? Setenta y dos años, para no tratarlo muy mal.
En aquella época, un hombre con más de siete décadas era, rigurosamente, un
anciano. Persona sencilla, que leía y escribía con dificultad. Tenía una esposa
llamada Tola. Con frecuencia se refería a ella. Eladio era el “chapiador” en
casa de Viviana. ¿El jardinero? Sí quieren decirle así, yo no tengo nada que
objetar. Pero recordemos que la noción de “jardinero” designaba a artistas
como André Le Nôtre, hortelano y floricultor de Luis XIV, responsable de
los palaciegos jardines de Versalles, Vaux-le-Vicomte y Chantilly. Era más
un arquitecto de los diseños florales, los terraplenes, los grottos, las zonas
verdes, que un jardinero, tal como nosotros lo concebimos. En Costa Rica,
hasta hace poco, lo único que había eran “chapiadores”, y su utensilio no era
otro que el machete. Cortaban el césped, hacían las orillas (de ahí que
también se les llamase “orilleros”, con un matiz despectivo; en los cafetales,
aporcaban el espacio entre la última hera y la cerca de madera, tenían un
rango superior a los “paleros”, que trabajaban en la parte interna del cafetal),
arrancaban la mala hierba, tenían las espaldas gibadas por el trabajo, los
rostros curtidos, y los brazos recios y sarmentosos, con venas descomunales
como altorrelieves en una escultura de piedra. Todas las casas burguesas de la
época tenían su jardinero. Generalmente era bien conocido en el barrio -aun
cuando viviese en lugar remoto-, se le daba regalo de Navidad, a veces se le
encomendaban mandados, y terminaba por ser como parte de la familia.
Así que Eladio y sus manos rugosas, Eladio y su joroba, Eladio que ya se
inclinaba sobre la tierra como un buey con sed (Victor Hugo), Eladio el del
chonete, Eladio el que chapiaba el pequeño jardín externo y el amplio patio
de la casa de Viviana. Al pobre se le hacían ampollas en los pies. No usaba
medias. Sus piernas se hundían en las botas que constituían parte de la
indumentaria de todo chapiador. En mi casa también tuvimos empleados de
estas características: en Hatillo fue don Marcial, en San Francisco de Dos
Ríos, Carlos. Al primero le faltaba un ojo. Murió en una chocilla que tenía
por los bajos del río María Aguilar. El segundo se volvió loco, después de
consumir drogas durante décadas.
El jardín externo de la casa de Viviana era apenas una parcelita en declive,
una de esas islitas verdes que resultan inevitablemente de las fachadas
construidas en alto, sobre las cuestas, cuando son muy cercanas a la acera. El
patio, en cambio, era espléndido, con árboles de cas, naranjeros, incontables
flores, un garaje y una terraza techada donde los amigos solíamos reunirnos
para hacer juntos las tareas escolares. Jamás vi a don Eladio. Era, según me
dice Vilma, un buen chapiador. Viviana tenía la costumbre de aliviar el dolor
de sus ampollas, lavándolas y tratándolas con crema. El viejo se dejaba
mimar: a fin de cuentas, ¿por qué no aceptar la caridad -percibida como
afecto- de una niña, de una muchacha a quien le preocupaban sus ampollas,
su dolor físico? Tenía que ser inmenso: la piel ulcerada estaba en contacto
permanente con el áspero cuero de las botas. Tola hacía sin duda lo que
podía, pero las vejigas se reabrían tan pronto comenzaba a trabajar, y el no
usar medias probablemente contribuía a irritarlas. Y es que, además, Tola
estaba ya casi ciega: no era mucho lo que podía hacer por su esposo.
Eladio era un buen hombre. Viviana lo llamaba “el abuelo”. La palabra
soslayaba el hecho de que su vínculo con la familia era puramente laboral y,
en cierto modo, lo integraba al ámbito doméstico. Con seguridad, el viejo
habrá apreciado el apodo. Una tarde del año 1980, Viviana no pudo ocuparse
del “abuelo”: tenía algún compromiso académico en la universidad que debía
atender. Le pidió a su mamá que lavara los pies y curara las ampollas de
Eladio. Vilma sintió repulsión: “pero Vivi, es un hombre que no usa medias,
la piel, el cuero, las botas Colibrí… sus pies deben oler mal”. Y en efecto,
Vilma no se equivocaba. Lo que su hija pedía era, en realidad, un acto de
caridad apenas digno de la Madre Teresa de Calcuta. Y Vilma terminó
cediendo al ruego de Viviana: ese día, don Eladio se fue de la casa, después
de chapiar sus predios, con las ampollas aliviadas. Igual, siguió llegando a
machetear las zonas verdes de la residencia, y Viviana volvió a ocuparse de
sus heridas.
Alguna vez vio al jardinero de mi casa -que en mucho se parecía al
proverbial don Eladio-, y me dijo: “Es indignante, que usés a una persona tan
vieja para hacerte el jardín: ¿vos crees que a esa edad un hombre trabaja por
placer?” -me reprochó-. “Ni a esa ni a ninguna” -bromeé yo-. Pero el golpe
había sido asestado. Recuerdo el hecho como un gesto en todo punto
característico de ella. “Este hombre no tiene otra cosa que vender que su
fuerza de trabajo… a los setenta y pico años de edad. Y por ello recibe un
salario ínfimo. Y aun resta por señalar la diferencia que hay entre salario
nominal (la cantidad de dinero que recibe) y salario real (los bienes y
beneficios que puede derivar de esa suma). Resulta que “el abuelo” no está
asegurado, no gana anualidades, no tiene regalías, no recibe premios o bonos
de ningún tipo, carece de pensión, jubilación, fondo de amortizaciones, no es
nada, nada sin sus músculos, que a los setenta años comienzan a flaquear.
Una sociedad que remunera tan mal a quien vende su fuerza de trabajo, y
recompensa tan generosamente a personas que no conocen el sudor, las gibas
o las ampollas, es una sociedad enferma. Enferma, sí, de injusticia”. Esa era
Viviana.
Copio, a continuación, un textito escrito por Viviana en 1971, cuando
estábamos en tercer grado de la primaria: ¡tenía ocho años de edad! Se lo
inspiró la imagen de todos los jardineros que en su vida había visto.
En el mundo entero hay personas pobres, malas, ricas, buenas. Algunas
personas tienen defectos, como por ejemplo, son egoístas o hipócritas. Esas
personas por lo general tienen un bajo nivel de educación. En Costa Rica
hay mucha gente ignorante. Eso es por la pobreza que hay en nuestro país.
Yo creo que darles casas a las personas de bajo nivel educativo es una
tontería. Primeramente hay que enseñarlos a no destruir las cosas y a
trabajar para vivir y mantener a sus familias. Las personas de alto nivel no
necesitan estas instrucciones, ni quieren ayudar a quienes viven en casitas
pobres o tugurios. Hay familias de bajo nivel que no desean tener cultura,
sino prefieren seguir chapeando en el zacatal, donde sus salarios son muy
bajos. Por ejemplo, reciben cuarenta colones por cortar una cuadra. Por
chapiar cuatro cuadras les pagan veinte colones, así que las personas que no
quieren ser ayudadas por gente de nivel medio, siguen recibiendo esos
indecentes salarios. Hay personas buenas, como las que emplean a un
trabajador de más bajo nivel que ellas, y por chapiar seis cuadras les pagan
cuatrocientos colones. Ese salario sí es bueno, pero eso no importa, porque
con el dinero se van a ir a beber guaro en la cantina, y después ¿qué pasa?,
pues que los policías los meten a la cárcel, y la familia que se muere de
hambre, de frío, de enfermedades. Lo que pasa es que en Costa Rica no hay
cultura que los ayude a mantenerse.
Esta pequeña reflexión infantil puede hacernos pensar en Rousseau: en ella
está ya bien identificada la “solidaridad” que cabe establecer entre
ignorancia, pobreza, explotación, vicio y miseria ética (egoísmo e
hipocresía). Es una fantásticamente intuitiva percepción, donde la niña
reconoce la implosión de diversos antivalores. Por un lado puede evocarnos a
Platón (el mal se origina siempre en la ignorancia), y al Rousseau que
sostenía que la democracia, sin cultura, servía de muy poco: los ciudadanos
no sabrán por quién votar, y terminarán dándole el poder a sus mismísimos
verdugos. El sufragio -una mera mecánica electoral, un apráctica loable-,
pero debe ir acompañado de altos niveles de educación.
Y aquí llegamos a un rasgo definitorio de la personalidad de Viviana. Me
refiero a su hipersensibilidad ante la injusticia social. Viviana no podía
tolerarla, simplemente, no tenía enzimas espirituales para digerirla. Así como
hay gente dotada de una sensibilidad privilegiada para las artes, la religión, la
naturaleza o la historia, hay personas -Viviana me enseñó que tal cosa era
posible- que poseen una sensibilidad agudísima ante la injusticia social. Les
duele como podría doler una úlcera, un tumor, un nervio expuesto. En este
aspecto, Viviana era una écorchée vivante. La miseria, la explotación del
hombre por el hombre, la injusticia social la hacían sangrar espiritualmente.
Era una herida reabierta día tras día. Pronto Viviana vio que esta herida no
sanaría con palabras: había que actuar. Todo cuanto no fuese la acción
militante y comprometida sería mera autocomplacencia. Los discursos, los
ensayos, los libelos, los manifiestos… era indecente, antiético, limitarse a
jugar con las palabras: solo un cínico o un oportunista político se contentaría
con ello. Viviana comenzó a ver las cosas desde una perspectiva práctica y
proactiva. Un salto peligroso, qué duda cabe, cuando no es ejecutado con
prudencia. No hablo de prudencia-para-no-hacer, sino de prudencia-para-
hacer. La prudencia: esa virtud discreta, olvidada, previsora, anticipadora y
self-erasing. La virtud que es condición de posibilidad de cualquier otra
virtud. La phronesis de los griegos, la sabiduría práctica. Como bien dice
André Comte-Sponville: “La virtud no es ni miedo ni cobardía. Sin la
valentía, no sería más que pusilanimidad, así como la valentía, sin la
prudencia, sería temeridad y locura”. Viviana comete el error de vincularse a
una organización radical, en ese punto articular de su vida en el que pasa de
la ética “de la convicción”, a una ética “de la responsabilidad” (Weber). La
segunda no se sostenía ya con meras palabras. Aun más: la palabra
comenzaba a tornarse indecente, desde el momento en que no era un
detonante de la acción. Atrás había quedado la época en que bastaba con
gargarizarse con uno que otro eslogan para considerar que la lucha estaba
siendo librada. Ahora la única ética concebible era la ética de la acción.
Viviana vivió este punto de ruptura con dolor, y reaccionó con integridad y
valentía: era preciso actuar. Por honrar los principios se puede sacrificar a los
individuos (tal el caso de los fundamentalismos religiosos de todo orden). Y
por coherencia con las intenciones se pueden desestimar las consecuencias.
Tal es, precisamente, la definición de la imprudencia.
Formada, como ya señalé, en la fe católica, Viviana comenzó a
experimentar el discurso religioso como una mera concatenación de palabras,
es decir, de vacíos. Ritos, dogmas, ceremonias, forma pura desprovista de
contenido. Nunca me dijo que fuese atea. Aun más, tengo la certeza de que
hasta el final de sus días, mientras esperaba su muerte en un calabozo de dos
por dos metros y medio de superficie, Viviana supo que había un dios. Con
seguridad lo invocó, lo interpeló, y es posible que haya escuchado su
respuesta. Pero ese dios no estaba -tal parecía- haciendo bien su trabajo.
Había que “ayudarlo”. Una suspicacia que comenzó a roer a Viviana fue el
dolor de los niños, de los inocentes. “Comprendo que un adulto sufra: él tiene
herramientas para hacerle frente a su dolor. Pero, ¿un pobre niño que padece
de un tumor maligno, de espina bífida, de leucemia terminal? ¿Por qué
enviarle semejante flagelo a una criatura que carece de armas espirituales
para defenderse de él?” Diez, cien, mil veces oyó Vilma este reproche. Es
muy difícil responder a él, sin perderse por los andurriales de la teología.
Urge comprender que estos eran los cuestionamientos de una persona, como
ya he dicho, afecta de hiperestesia ante la injusticia social. Empleo el término
“hiperestesia” en su más clínico sentido. Cito un par de frases del cuento “La
Caída de la Casa Usher”, de Edgar Allan Poe. Viviana y yo volvíamos una y
otra vez a este relato. Ella sabía que era una de las narraciones que más honda
huella habían dejado en mí. Lo que quizás entonces no entendíamos -no, por
lo menos, de manera consciente-, era que tanto ella como yo
representábamos, en cierto modo, avatares del protagonista, Roderick Usher.
Dice Poe de su personaje: Padecía gravemente de una acuidad mórbida de
los sentidos; apenas soportaba los alimentos más insípidos; no podía vestir
sino ropas de cierta textura; los perfumes torturaban sus ojos, y solo pocos
sonidos peculiares, y estos de instrumentos de cuerda, no le inspiraban
horror. Por supuesto que Viviana no condecía de la gótica, bizarra,
hipocondríaca hiperestesia de Roderick Usher. Pero el personaje poeiano nos
permite sin duda formarnos una idea del infierno que significaría una
hipersensibilidad de este tipo cuando su objeto referencial es la injusticia
social: imposible volver a ver en cualquier dirección, sin que una u otra cosa
escociera las fibras más íntimas de su ser. ¿Una patología, una monomanía,
una fijación, una morbidez? No quiero entrar en esa discusión: la línea
demarcatoria entre lucidez y locura es demasiado tenue como para especular
sobre lo que en nosotros es sano, y lo que es enfermizo.
La evidencia del mal -especialmente cuando genera dolor en los inocentes-
es, como todos sabemos, uno de los argumentos más poderosos de quienes
niegan a Dios. En algún momento de mi vida escribí una serie de reflexiones,
más o menos inconexas, décousues, que encapsulaban mi sentir en torno a
este tema. Es porque sospecho que Viviana debe de haber transitado estos
páramos del alma, que a continuación las transcribo. Son blasfematorias y
violentas, amén de contradictorias. No es cosa que me preocupe: a fin de
cuentas, también la blasfemia es una forma de oración. No la proferiríamos si
no nos supiésemos escuchados.
Padre Silencio. Padre Ausente. Padre Innominado. Padre Escondido.
Padre Ciego. Padre Sordo. Padre sin Rostro. Padre sin Voz. Padre
Incognoscible. Padre Inconcebible. Padre Críptico. Padre que no habla mi
lengua. Padre Eterno, cuando yo soy finito. Padre omnisciente, cuando yo
todo lo ignoro. Padre omnipotente, cuando yo apenas soy capaz de
orientarme en mi propia casa. Padre Fantasma. ¿Creer en ti? Mediante una
violenta torsión espiritual quizás (y aun ello me parece harto dudoso).
¿Amarte? Imposible.
Afortunadamente Dios no existe. De existir, sería un miserable: basta mirar
en derredor.
Asómense al mundo: quien le atribuya a Dios la autoría de este burdel-
manicomio-presidio estaría cometiendo la más negra de las blasfemias.
No puedo conversar con Dios. El nuestro es un problema de diglosia: no
hablamos la misma lengua.
¿El verso de mi vida? “Dios está ausente del altar en que me sacrifican”,
de Gérard de Nerval.
Dios no es perverso. Sucede, simplemente, que es ciego y sordomudo.
Soy hijo de un Dios legislativo, iracundo, punitivo y riguroso. ¿Por qué
esperar de mí más de lo que él representa? ¿Puede un hijo corregir a su
padre? ¿No sería esta la última de las apostasías, la más imperdonable de
las irreverencias?
Lo que más me preocupa no es que Dios no me hable. Es que, de hacerlo,
no sea yo capaz de entenderlo.
No soy ateo. Creo en un dios del mal. Credo in unum Deum, patrem
omnipotentem et malum. No me inspira otra cosa que odio y resentimiento.
Tal y como si se tratara de un dios de amor, tengo fe en él. Fe profunda. No
quiere nuestra destrucción, que con ello se privaría de su mayor deleite: lo
que anhela es nuestro tormento, nuestro dolor indecible, nuestra angustia,
nuestras infamias. Vive para ellas. Es omnipotente, omnisciente,
omnipresente. Su sadismo es infinito: atributo de todo dios que se respete. Es
sorprendente que la gente vea en derredor sin percatarse de esta realidad.
¿Por qué habrían de prevalecer el amor, la luz y la bondad sobre el odio, las
tinieblas y la perversidad? No veo ninguna, absolutamente ninguna
necesidad lógica para que esto sea así. Antes bien, la evidencia apunta a lo
contrario. Pero aunque no apuntara en esa dirección (verificación empírica),
no diviso razón alguna para que el bien y el amor estén por encima del mal y
del odio. ¿Por qué? ¿Lo dice quién? ¿Dios? Esa es la falacia conocida como
“petición de principio” (petitio principii): asumir una premisa (Dios es
amor) como conclusión. En realidad, la proposición “Dios es amor” es,
justamente, lo que está por demostrarse, no lo que fundamenta el
razonamiento. Falsa lógica. Sofistería. La preeminencia de la luz y el amor
sobre la oscuridad y el mal es una construcción cultural asentada en el
subconsciente colectivo de la humanidad. Lo es a tal punto que ya nadie lo
discute. Se da por una verdad cósmica, filosófica, teleológica, antropológica.
El basamento de toda religión. Algunos pueblos tuvieron la intuición de que
esto no era necesariamente así: para los griegos, los dioses eran iracundos,
sádicos, torturadores, incestuosos, caníbales: sometían a sus personajes
míticos a inimaginables tormentos (Prometeo amarrado a un peñasco,
mientras una arpía viene a cebarse en sus vísceras; Hera asesinando a las
amantes de Zeus y sus hijos; Saturno devorando a sus vástagos). No eran
dioses del bien. Los griegos lo supieron. La tradición judeocristiana -por lo
menos la de la Nueva Alianza, no así el Dios vengativo e irascible del
Antiguo Testamento- vino a transformarlo en un señor todo justicia, amor,
perdón, sapiencia: el gran libertador de los hombres: libres aun para
negarlo y escarnecerlo. Pero resulta que yo no creo en un dios de tales
características. Nada me gustaría más que poder hacerlo. Escribir cosas
hermosas, como las Florecillas de San Francisco de Asís, las Confesiones de
San Agustín, los Pensamientos de Pascal, o las reflexiones de Claudel,
Péguy, Maritain, Chesterton, Marcel… Ojalá pudiera hacerlo. Atraería más
lectores, halagaría a las almas piadosas, no me haría calificar de “oveja
extraviada”, “hijo pródigo”, “alma necesitada de conversión”. No creo en
el Diablo: es una figura de guiñol. Por malo que sea, conviene recordar que
fue alguna vez ángel, y algo conservará siempre de su original bondad (“Ȏ
Satán, prends pitié de ma longue misère!”) El Satán de Baudelaire es el Dios
de la cristiandad travestido, disfrazado: en el fondo, un bonachón. No: yo
creo en un dios inherentemente, especializadamente malo. Lo maldigo y
condeno: a él y a todo su excremental universo. De nuevo: no entiendo cómo
nadie lo pueda alabar ante todo el mal que nos ha hecho: despiadado, cruel,
infame, miserable. No blasfemo, porque no hablo de un dios del bien. Estoy,
por lo tanto, libre del único pecado imperdonable: la afrenta al Espíritu
Santo. Solo observo, y observo, y observo, y no encuentro absolutamente
ninguna razón -salvo la de orden mítico (wishful thinking) y culturalmente
sedimentado- para creer en un dios del bien antes que en uno del mal. El
horror de su obra escapa a toda humana comprensión: nos hace ver a los
hombres como simples aficionados de la tortura. El dolor del mundo es
inmensurable. Cada pueblo, cada familia, cada individuo, cada mísero
animal… Enfermedad, inanición, soledad, masacres, muertes lentas y
atroces, cuerpos cortados en pedacitos por navajas. Toda la gran música del
mundo -no hablo de la porquería que hoy en día se hace pasar por tal- es
triste: ella sabe, lo sabe todo, y mejor que nosotros: es un gran lamento por
la humana condición. Quizás la situación con otras artes sea diferente, pero
lo propio de la música -a pesar de sus ritmos o de sus tempi a veces
exultantes- es expresar la melancolía. ¿Y de dónde creen ustedes que esta
procede? Es que, en el fondo, conocemos las cadenas a las que estamos
engrilletados, y la música no miente. Tal vez es a lo único que podemos
creerle. Es la manifestación -hermosísima, quién lo niega- de un ser
esencialmente infeliz, atormentado, estrangulado sin escapatoria en las
garras de un dios del mal. Y, a su vez, un patético, desesperanzado intento de
liberación. Inútil. Fuimos creados para solaz del Monstruo. ¿Qué nos tendrá
reservado para después de nuestra muerte? Porque no creo que nos deje
descansar en paz: sería incongruente con su proyecto de eterno sufrimiento.
No. Hay que esperar lo peor. De nada sirve quitarse la vida. Hubiera sido
una bendición no haber jamás sido. Los seres no son arrancados a la nada si
no es para caer en cautiverio y someterse a la tortura y los trabajos forzados.
El verdadero paraíso -ese del que fuimos expulsados- era la nada. No existir,
no existir… ¡Qué pena, ser arrojados contra nuestra voluntad a la esfera del
Ser! ¡Qué nostalgia profunda de la única pureza concebible: la pureza del no
ser! “Qu´est-ce que Dieu fait donc de ce flot d´anathèmes qui monte tous les
jours vers ses chers Séraphins? Comme un tyran gorgé de viande et de vins,
il s´endort au doux bruit de nos affreux blasphèmes. Les sanglots des martyrs
et des suppliciés sont une symphonie enivrante sans doute, puisque, malgré le
sang que leur volonté coûte, les cieux ne s´en sont point rassasiés!”29
Comprendo el sentir del poeta. ¿No lo hemos pensado, en uno u otro
momento de nuestras vidas, todos los seres humanos? Sí, sí, conozco la bella
doctrina de la “exinanición” de Simone Weil, el portentoso edificio
conceptual que erige para explicar la omnipresencia del mal en un mundo
creado por un Dios de amor. Aun cuando reconozco su mérito como
razonamiento, y su sinceridad en tanto que testimonio de fe, me resulta
imposible aceptarla. Mi gesto no es análogo al del San Pedro de Baudelaire:
yo no reniego de Jesús. Lo identifico, acepto y constato: pero en tanto que
dios del mal. La prevalencia de la luz sobre las tinieblas (la gran sinfonía
romántica que comienza en modo menor, atraviesa toda suerte de peripecias,
y concluye modulando apoteósicamente al modo mayor) me hace el efecto de
una enorme construcción mítica. Por poco, un manierismo estilístico, y una
fórmula retórica. No dudo ni por un momento de su eficacia estética (es un
procedimiento que encontramos en Beethoven, Schumann, Liszt, Brahms,
Tchaikovsky, Bruckner, Franck, Mahler, Rachmaninoff, Sibelius y
Schostakovitch, entre muchos otros), pero la cosmovisión en él implícita no
encuentra en mí eco alguno. Con ello divorcio d´emblée lo bello de lo
verdadero. No hay teodicea posible: el viaje hacia Dios es un viaje hacia
nosotros mismos. Él está con nosotros, en nosotros, habla desde nosotros,
nos habita, nos constituye. Pero urge entender esto: ese dios es un ser
insondablemente perverso. El mal absoluto, imperfectible. Somos Satán.
Orar es hablar con nosotros mismos.
¿El diseño inteligente? ¿El “Plan Infinito”? ¿La perfección de la creación
divina? Veamos con cuidado a nuestro alrededor: las mutaciones genéticas,
las aberraciones biológicas, los síndromes y trastornos de toda suerte, las
jorobas, las espinas bífidas, los enanos, los gigantes, los macrocéfalos, los
siameses, los hemofílicos, los epilépticos, la espantosa fauna de los seres
afectos por dolencias psíquicas… ¡mucho menos que perfecto, el “diseño
inteligente”! Tal vez ya va siendo tiempo de que Dios comience a depurar
seriamente su oficio, ello es, a menos de que estemos en manos de un
amateur con buenas intenciones.
Dios y el Diablo juegan al ajedrez con los hombres. Nosotros no tenemos
más autonomía ontológica ni auto-determinación que las piecitas del tablero.
Somos trebejos. Estamos para ser intercambiados, sacrificados, utilizados.
Sobre los sesenta y cuatro escaques ejecutamos nuestros patéticos saltitos…
Sin advertir las dos colosales, monstruosas e igualmente perversas manos
que nos hacen bailar. El ser humano es una apuesta pactada por dos
rufianes de cósmicas dimensiones.
In fine, mi pregunta fundamental sigue siendo la misma: ¿es Dios perverso,
tonto, o simplemente sordo y ciego? Quizás la respuesta sea más amarga: la
criatura humana lo tiene perfectamente sin cuidado. No dudo que sepa lo que
hace con nosotros, lo que sostengo es: he does not give a shit about it. Peor
que perverso, tonto, sordo o ciego, Dios es, sencillamente, indiferente.
Quien acepta la perfección del plan infinito, la sabiduría absoluta de Dios,
la naturaleza “ontológicamente necesaria y éticamente neutra” (Spinoza) de
todo cuanto sucede (un genocidio como la picadura de un mosquito), pierde
el derecho a protestar, cuestionar, objetar nada que se inscriba dentro de la
gran arquitectura de la Creación. Todo lo que no sea conformismo y amor
fati, toda forma de no-aceptación, de revisionismo o reformismo será tan
blasfematorio como la peor de las herejías. No habría más que una actitud
verdaderamente pía: el quietismo, y la cauterización definitiva de todo
espíritu crítico.
Y, en una época posterior de mi vida, me di una respuesta. Al día de hoy
sigue siendo apenas provisional. La copio a continuación.
Entre el creador y su creación, entre la idea matriz y su concreción
material hay siempre una cantidad de energía que se disipa, un coeficiente
de imperfección, la distancia que separa -y distingue, pues de lo contrario
serían indiscernibles- al autor de su obra, al plan de su cristalización, al
sueño de su encarnación. Este inevitable intersticio es, justamente, eso que
llamamos “el mal”. El espacio donde se filtra la imperfección, toda vez que
Dios, en tanto que gestor de su creación, no puede ser ella. El mal no es la
ausencia de Dios: es la consecuencia de esa energía disipada que, entre la
concepción original de la Novena Sinfonía y su concreción, permitió que se
estrujase lo que conocemos como “imperfección”, por pequeña que esta sea.
La concreción material no será nunca superior a la idea que la generara: de
hecho, representa una degradación inexorable de ella. El producto podrá ser
sublime, pero en todo caso será menos que la visión que lo precedió. Esto es
también cierto de la Creación. El mal -tal cual es percibido por los seres
humanos- no es otra cosa que este quantum de imperfección: “la part des
anges”, lo que se evaporó, lo que no cuajó, lo que evanesció al pasar de la
potencia al acto (Aristóteles). Si Deus est, unde malum? Pues justamente en
el hecho de que Dios no es su creación, y que siendo imperfectible, no podía
sino disminuir en su obra. En el “Teeteto”, Platón nos habla del Todo
anterior a las partes, y del Todo compuesto de partes. El primero
correspondería a Dios, y solo puede ser perfecto: es concepción pura. El
segundo es la creación, es la concreción del concepto, y es al nivel de las
partes, que se degrada la idea original, y el mal -en tanto que imperfección-
encuentra el resquicio para infiltrarse en el universo. Si todo poema es una
degradación de la poesía, si toda obra revela una disipación de la energía
que constituyó su élan inicial, si la creación es siempre menos que la idea
original tal cual la concibiera el creador, está claro que Jesús es una
degradación del Padre y, a fortiori, del Espíritu Santo. La Palabra
Encarnada no puede sino ser menos que la Palabra. Un dios-hombre habrá
sido frágil, vulnerable, mortal, y sobre todo, históricamente condicionado
(hablaba arameo, ignoraba la existencia de América y no conocía la teoría
de la relatividad). El hijo salvador, el hijo redentor, el hijo encarnado
arrastrará todas las debilidades y putrescencias de la carne. Un Dios
anonadado y despojado (kénosis), un dios degradado en su mostración
“humana, demasiado humana” (Nietzsche). Jesús, Cristo, el Mesías
representa una especie de torpe gestión pedagógica de Dios, su manera de
hacerse entender por un rebaño de ignorantes desprovistos de toda
capacidad de abstracción. Hoy en día hubiera usado las estrategias
pedagógicas del psico-drama, las marionetas, o el power point, a fin de
transmitirnos su mensaje. Filipenses observa: “A pesar de su condición
divina, Cristo no retuvo ávidamente su ser igual a Dios; al contrario, se
despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de
tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta
someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz”. Jesús es una
“vulgata” de Dios, una “versión light”, “fast food”, “user friendly” -
tangible, tremendista, truculenta, en tecnicolor, groseramente didáctica- de
su Padre. Acaso tuviese razón Nietzsche, al decir que el cristianismo era el
platonismo de los pobres. No tengo inconveniente en admitir que esta
degradación sea, esencialmente, un acto de amor y dación supremos. Lo que
constato es que: 1- a los cretinos hay que hablarles siempre “en fácil”, 2-
hay una parte (¿la “parte de los ángeles”?) que inexorablemente se disipa,
en el momento mismo en que la idea, la concepción del creador, se
corporeiza y asume forma concreta. Jesús sólo podía ser menos que su
Padre. Los hombres, hijos adoptivos -¡no naturales!- de Dios, solo podemos
ser menos que Jesús. Y habrá miserables que, por analogía, y siguiendo esta
dialéctica descendente, sean degradaciones de eso que llamamos “hombre”.
La Viviana que se enlista en una organización radical y derrapa hacia la
tragedia que todos conocemos, estaba probablemente atorada en la primera
parte de las reflexiones que he transcrito, con el agravante de que la palabra
había perdido para ella su aura épica, su prestigio y autoridad. Ante el hecho
palmario del dolor de los inocentes, la palabra era un pasatiempo bueno
apenas para los cínicos, y quizás algo aun peor: una taimada forma de la
contrarevolución. La mejor manera de aplazarla, de resobarla, de no
enfrentarla. A fe mía, es una sospecha que también atormentó a un espíritu
tan preclaro como Jean-Paul Sartre. Recordemos la suspicacia que el autor de
La Náusea comenzó a experimentar con respecto a la literatura: esta
institución quintaesencialmente burguesa propendería al quietismo, a la
inmovilidad, a la evasión, a la vivencia por interpósita mano, a la pasividad, a
la renuncia a la acción comprometida.
Tengo la certeza de que Viviana nunca cultivó el grado de insolencia de mis
escritos. Es natural: he tenido más tiempo que ella, para “depurar” mis
herejías. No estoy poniendo palabras en su boca. Solo ocasionalmente la oí
decir algo siquiera cercano a lo que yo he expresado. Es que, con ella, la
pregunta en torno a Dios siempre se transformaba en pregunta en torno al ser
humano, y a su necesidad de asumir responsabilidad por la porquería de
mundo que había construido. Para ella no había un “dios del mal”, sino,
únicamente, seres humanos cometiendo atrocidades. Su enfoque del
problema era más valiente y responsable que el mío. Pero sé que la rabia, la
impotencia, la certeza negativa trabajaron su alma, y destruyeron su fe en la
iglesia, si no socavaron su fe en Dios. ¿Habrá Viviana sentido, como Nerval,
que “Dios estaba ausente del altar en que se la sacrificaba”, mientras esperaba
su muerte? No lo creo. Era muy fuerte, muy lúcida, y si fue intransigente con
sus principios políticos, con mayor razón lo habría sido con sus convicciones
religiosas. Puede haber dudado… y si tal fue el caso, no habría carecido de
ilustre modelo: ahí estaba el “Elí, Elí, lemá sabataní”, del gran crucificado, lo
que algunos teólogos llaman “el ateísmo de Cristo”. Era una mujer de fe. Sus
acciones -aun las más erráticas- fueron un acto de fe, no de descreimiento. Si
intentó someter a un mundo torcido a la ortopedia de la justicia social, no fue
porque creyese que Dios era un incompetente o un malvado, sino porque
asumió responsabilidad de lo humano, de todo lo humano, de sus glorias
como de sus miserias. Trágicamente, el mundo no le dio tiempo de descubrir
-y distinguir- todo lo verdadero e ilusorio que había en su lucha. Habría
madurado bellamente, lo sé. Se habría convertido en un ser humano inmenso,
excepcional, un espíritu hecho de luz pura. El país se asesinó a sí mismo, al
acabar con su vida. Fue la mejor parte de sí la que silenció, ese 1 de julio de
1981. Con su muerte, todos morimos un poco, individual y colectivamente.
29 “¿Qué hace pues Dios con esa ola de blasfemias que sube todos los días hacia sus queridos serafines? Como un
tirano cebado en viandas y vinos, se duerme al dulce arrullo de nuestras horrorosas blasfemias. Los sollozos de los
mártires y los supliciados son una embriagadora sinfonía, puesto que, pese a la sangre que su voluntad les cuesta, los
cielos no se han aun saciado”. Baudelaire: “Le reniement de Saint Pierre”, Les Fleurs du Mal.
XV

Viviana amaba a los animales. Este es un rasgo significativo: tengo para mí


que quien ama a los animales no puede ser un misántropo, no puede odiar a
los seres humanos. Al amar a un animal amamos lo que en él sugiere lo
esencialmente humano. Cuanto más humano nos parezca, más lo querremos.
Durante su primer año de universidad, Viviana padeció de la fiebre
“vegetariana”. Fue algo transitorio, afortunadamente. Un buen día llegó a la
casa con el cuento de que “quien come animales come cadáveres” (la verdad
de las cosas es que todo cuando comemos, animal o vegetal, es o está en el
proceso de convertirse en cadáver). Pero esta militancia duró poco. Pronto
volvió a comer pollo, pescado y por fin, carnes rojas. En 1980, estar en la
Universidad de Costa Rica y no ser vegetariano era una antinomia, una
contradicción en los términos, una aporía. Nuestra alma mater, ayer como
hoy, afecta de todos los vicios y virtudes de las tribus.
Viviana tuvo muchas mascotas. Siempre gravitó hacia las aves. Incontables
pericos pasaron por su casa (cuando la caza del animal no había sido aun
prohibida). Muchos fueron, sí, porque tan pronto llegaba uno, algún gato del
vecindario se daba una cena con él. Vilma y Carlos tenían, en esos casos, que
proceder a una rápida sustitución de identidad: un nuevo perico -lo más
parecido posible al occiso- venía a ocupar su lugar. Las más de las veces,
Viviana no reparó en el relevo. Una vez, empero, el reemplazo resultó
evidente: el nuevo perico saltaba por el cuarto, se aferraba a las cortinas,
mordía fieramente, y era incapaz de reproducir ninguna de las palabras que le
habían enseñado. La impostura fue inocultable.
Es muy posible que el apodo “Gallina” -o “Poule”- tuviese su origen en el
hecho de que en casa de Viviana había dos gallinas. La suya se llamaba
Cocó, la de Adalberto, Cocosita. El número de la primera consistía en girar
en torno a Viviana, como si ejecutase una danza ritual. El de la segunda, en
dar saltitos. Ambas reaccionaban ante la música: la canción “Juguemos en el
bosque, ahora que el lobo no está”, las hacía entrar en un frenesí. Una giraba,
la otra daba saltos, y cuando lo hacían al mismo tiempo, la coreografía era
divertidísima. Ambas gallinas contrajeron la misma enfermedad: una
infección que les llenaba el trasero de gusanos. Viviana -y este es el gesto que
quiero señalar- curó a su mascota, extrayéndole los vermes con una pinza.
Esa era Viviana: asertiva, comprometida, proactiva, el tipo de mujer que
tomaba al toro por los cuernos. No satisfecha con haber salvado a su Cocó,
procedió a enseñarle a Adalberto cómo curar a Cocosita. Ambas
sobrevivieron.
Los felinos fueron huéspedes furtivos, en la casa de Viviana. Un buen día,
decidió adoptar un gato. Lo llamó Michi. Una semana más tarde, fiel a su
vocación de felino, Michi se perdió por las tapias, techos y cornisas del
vecindario. No regresó. En 1980, Vilma vio perpleja cómo Viviana, de
regreso de la universidad, trajo un gato en un bolso de cuero. El minino la
había seguido, a buen seguro habría maullado lastimosamente, y Viviana lo
había recogido. Vilma reprobó la presencia del animal en la casa. No lo llevó
a perder -cosa harto difícil, en el caso de un gato-: dejó que él mismo se
acogiese al exilio, lo cual sucedió en un par de semanas.
En Costa Rica, durante el mes de mayo, revientan por doquier unas ubicuas,
zumbantes y no particularmente gráciles criaturitas, llamadas “abejones de
mayo”. Su linaje biológico es Phyllophaga, subfamilia Melolonthinae… so
much para los entomólogos y amantes de los bichos de este jaez. Son torpes,
colisionan con las ventanas, se enredan en el cabello de las personas, se
arrastran miserablemente por los corredores, remolcando en sus patitas toda
la inmundicia del entorno, y mueren al verse incapaces de escalar la menor
grada. No, no son bonitos ni particularmente dotados por natura, me temo.
Pero claro, esa no es razón para torturarlos o aniquilarlos. Vilma tenía por
costumbre fumigarlos con insecticida o abatirlos en el aire con cualquier cosa
a la mano. Una noche cualquiera, Viviana la reprende: “¡Mamá: esos
animalitos pasan un año entero esperando que llegue el mes de mayo para ver
la luz durante unas pocas, benditas horas, y usted los mata
inescrupulosamente!” En lo sucesivo, Vilma hubo de dejar a los abejoncitos
en paz. Cuento esta historia porque yo también me divertía exterminando a
los animalejos de marras. Lo hacía con mi hermano, pero yo era sin duda el
“entomocida” más perverso de la casa: los abatía con una paleta de
bádminton, al caer la tarde o ya entrada la noche. Mi madre también me
llamó al orden en este punto, invocando exactamente las mismas razones de
Viviana. Nunca más volví a cultivar este tipo de cruel juego. Cada vez que
llega el mes de mayo y veo a estos inhábiles y obstinados helicópteros
entomológicos rondar mi cabeza, me acuerdo de Viviana.
Viviana aborrecía la crueldad contra los animales. Cuando estábamos en
quinto grado -1973- ella y yo boicoteamos un proyecto de disección de un
sapo en plena clase. Los méritos científicos de la evisceración fueron
rotundamente sobreseídos por toda suerte de consideraciones éticas. De
manera embrionaria, todos los tópicos hoy en día constitutivos de la ética
animal fueron invocados: derechos de los animales, bienestar animal, ley
animal, cognición animal, conservación de la fauna, estatuto moral de los
animales no humanos, personalidad animal, el fementido excepcionalismo
humano, el animal sujeto de derecho, la reducción de los animales a su
función utilitaria, las teorías de la justicia aplicables a los animales, la
abominable concepción cartesiana del animal como un “autómata” incapaz de
pensar y de sentir dolor. La abortada disección del sapo se convirtió en una
cause célèbre en el Liceo. La “niña” Cecilia -promotora de la idea- fue
satanizada, y el asunto finalmente sometido a votación. Los defensores del
sapo ganamos por mayoría abrumadora. A los diez años de edad, los niños
del Liceo Franco-Costarricense emergían como visionarios y paladines de los
derechos animales. Viviana y yo fuimos los polemistas más outspoken, más
inflexibles e incendiarios en el proceso.
Y ahora, la historia de Loly. Resulta que un día, estando Vilma en su
oficina, recibió una llamada de Vivi (quien tendría unos 10 años de edad), en
la cual le contaba que por debajo del portón de la entrada de carros se había
metido una perrita negra, al parecer abandonada, sucia y peluda, pero muy
linda, a su manera. Según Vivi era fina, y posiblemente tuviera pedigrí, pues
los dedos de sus patitas eran gorditos, y en ella pervivían las trazas de un
trato privilegiado. La niña pidió permiso para ir con una de sus tías a la
veterinaria. El único problema era que no tenía plata. Vilma le dijo que le
pidiera el dinero a la abuela y procediera a llevar al animalito a la clínica de
los doctores Echandi, veterinarios de moda en aquella época. Más tarde
Vilma recibió otra llamada en la que Vivi le informaba que, según el doctor
que la había atendido, la perrita era perfectamente…zaguata. Sí señor:
zaguatita en Mi bemol mayor y compas de cuatro por cuatro. Sin embargo,
bañada y bien limpiecita, lucía preciosa. Loly resultó dulce, cariñosa, y tan
efusiva que se lanzaba sobre cualquier carro que entraba a la casa. Era difícil
alejarla de las llantas, y lo que todos en la casa temían ocurrió una semana
después de su adopción. A eso de las nueve de la noche, cuando Carlos, el
papá, entraba con su vehículo, la perrita negra se confundió con la oscuridad,
el conductor la vio ya demasiado tarde, no pudo esquivarla, y la atropelló.
Loly quedó gravemente herida. Vivi llamó al doctor a su teléfono de
emergencias y le describió el estado de la perrita. Este dijo que no había nada
que hacer, que en pocos minutos moriría. Fue lo que en efecto ocurrió. Vivi
rompió en llanto. Como era tarde, Adalberto dormía: Viviana le rogó a los
papás que no lo despertaran para que no sufriera. Carlos cavó una pequeña
fosa en el jardín para enterrar a la perrita, y cuando se disponía a depositarla
en su tumba, Vivi le dijo que esperara, que iba a traer algo: en pocos minutos
apareció con una blusa blanca de manta india y allí envolvió al animal. En su
sentir, era horrible ponerlo directamente en la fría, húmeda tierra. Nadie pudo
hacerla desistir de su idea, aunque Vilma le dijo una y otra vez que la perrita
ya no sentiría nada. No es que la niña ignorara tal cosa: su conducta obedeció
a un acendrado sentido de lo sacro, de la dimensión simbólica y ritual de la
vida. Abrigó a la perrita por la misma razón que no enterramos a un humano
desnudo: el atuendo es un postrer reconcimiento a su dignidad. Al día
siguiente Adalberto lloró desconsoladamente con la pequeña tragedia
doméstica. Esa fue la primera vez que un perro se incorporó como mascota a
la familia de Viviana. Yo viví idéntica experiencia en mi propia casa: una vez
más, fue al papá a quien correspondió interpretar el rol del canicida. Mismas
circunstancias, excepto que mi zaguatita era parcialmente pequinesa. Just for
the record.
Una de las discusiones que con mayor ternura recuerdo, fue la que suscitó
el episodio del caballo vapuleado, en Crimen y Castigo, de Dostoievski.
Acontece en el quinto capítulo, en medio de un sueño del protagonista
-“agonista”, lo hubiera llamado Unamuno-, el misantrópico y altivo Rodion
Raskolnikov. Este es el texto que con tanta pasión comentamos, el que nunca
dejamos de comentar, el que, en cierto modo, seguimos comentando, treinta y
seis años después de su muerte.
Raskolnikov sigue con su padre el camino que conduce al cementerio;
pasan por delante de la taberna; va de la mano de su padre y dirige miradas
llenas de miedo hacia la odiosa casa donde parece reinar una animación
mayor que de costumbre. Allí hay varias burguesas y aldeanas
endomingadas, sus maridos y toda clase de personas de la masa del pueblo.
Todos están borrachos, todos entonan canciones. Por delante de la
escalinata de la taberna hay estacionado un enorme carretón de los que
ordinariamente se utilizan para el transporte de mercancías y barriles de
vino; con frecuencia suelen engancharse a tales carretas vigorosos caballos
de gruesas patas y largas crines, y Raskolnikov experimenta cómo aquellas
bestias arrastraban tras de sí las cargas más pesadas sin sentir la menor
fatiga. Pero ahora está enganchado al enorme vehículo un caballito ruano
de una lastimosa escualidez, uno de aquellos rocines a los que los mujiks
hacen tirar a veces de grandes carretas de madera o de heno, y a los que
rinden a fuerza de golpes descargados contra los ojos y el hocico, mientras
que los pobres animales se agotan con vivos esfuerzos para sacar el vehículo
del bache en que se ha atascado. Tal espectáculo, del que Raskolnikov había
sido testigo con frecuencia, le hacía siempre llorar, y su madre tenía cuidado
de retirarlo de la ventana cuando en la calle tenía lugar una escena así. De
pronto se produce un fuerte escándalo: de la taberna salen gritando,
cantando y tocando la guitarra unos mujiks completamente borrachos; llevan
camisas rojas, azules, y las chaquetas negligentemente colgadas al hombro.
(…)
-Suban, llevo a todo el mundo -grita de nuevo Mikolka, que salta el primero
a la carreta, coge las riendas y se coloca tan grande como es en la delantera
del vehículo-. El caballo bayo marchó hace poco con Matvei, y este jumento,
amigos míos, es una verdadera pesadilla para mí; creo que debería matarlo,
pues no gana ni lo que se come. ¡Os digo que montéis! ¡Yo lo haré galopar!
¡Irá de prisa! ¡Ya lo creo que galopará! (…)
Todos trepan al carro de Mikolka, riendo y gastando bromas. Han subido
seis hombres y aun queda sitio. Hacen subir con ellos a una gruesa aldeana
de rostro rubicundo. Esta comadre, que lleva un justillo de algodón rojo,
tiene sobre la cabeza una especie de papalina adornada con cuentas de
vidrio; parte nueces y se ríe de cuando en cuando. También ríe la multitud
que rodea el carro y, en verdad, ¿cómo no reír ante la idea de que un rocín
como aquel llevara al galope a todas aquellas personas? Dos de los mozos
que van al carro se proveen también de palos para ayudar a Mikolka. (…)
“El caballo tira con toda su fuerza, pero lejos de galopar, apenas si puede
avanzar un paso; se resbala, gime y curva el lomo bajo los golpes que los
tres palos hacen llover sobre él, abundantes como una granizada. Redoblan
las risas en el carro y en los que lo rodean; pero Mikolka se enfada, y en su
cólera, apalea al caballo como si efectivamente se propusiera hacerlo
galopar. (…)
Y dicho esto, golpea y golpea y, en su furia, no sabe con qué pegarle ya al
paciente animal. (…)
-¡Papá! ¡Papá! -le grita el niño a su padre-. ¿Qué hacen? ¡Papá, están
pegándole al pobre caballo! (…)
De repente, la voz de Mikolka queda apagada con el ruido de fuertes
carcajadas; el pobre animal, agobiado por los golpes, ha terminado por
perder la paciencia, y a pesar de su debilidad, comienza a cocear. La
hilaridad general se apodera hasta del viejo. Hay, en efecto, motivo para
reír. ¡Un caballo que apenas si puede mantenerse sobre sus patas y que se
pone a dar coces! (…)
Rodion se ha acercado al caballo y ve como le dan latigazos en los ojos,
¡sí, en los ojos! Su corazón se angustia: ¡es espantoso! Uno de los verdugos
roza su rostro con el látigo, pero no lo siente siquiera. Se retuerce las manos
y grita. Se lanza hacia el viejo de la barba y de los cabellos blancos que
mueve la cabeza, y condena aquella escena. Una mujer coge al niño de la
mano y quiere apartarlo de aquel espectáculo; pero él se resiste y se
apresura a volver cerca del caballo. El animal está extenuado y, sin
embargo, intenta cocear aun. “Ah, mal bicho” -vocifera Mikolka
exasperado-. Deja el látigo y se agacha y recoge del fondo del carro una
larga y pesada vara; la empuña con ambas manos por un extremo y la
descarga con todas sus fuerzas sobre el rocín. (…)
“¡Pegadle, pegadle! ¿Por qué os detenéis?” -gritan en la multitud-. De
nuevo, se ve por el aire la estaca, y nuevamente cae sobre el lomo del
animal. El caballo se encoge bajo la violencia del golpe; sin embargo,
procura reunir todas sus fuerzas y tira, tira en todas direcciones para
escapar de aquel suplicio; pero siempre se encuentra los seis látigos de sus
acosadores. Por tercera, por cuarta vez Mikolka golpea con la vara al
desdichado animal. Está furioso por no haber podido matarlo de un solo
golpe. (…)
Y con aquella arma asesta un golpe terrible al pobre caballo. Este se
tambalea y quiere tirar aun; pero un segundo golpe de palanca lo derriba,
como si instantáneamente le hubiesen cortado los cuatro miembros. (…)
El pobre muchachito no sabe lo que hace. Se abre paso a través de la
multitud que rodea al rocín; coge la ensangrentada cabeza del animal y la
besa; le besa los ojos, el belfo… Y luego, en un repentino arranque de cólera,
aprieta los puños y se lanza sobre Mikolka. En aquel momento, su padre, que
estaba buscándolo hacía rato, lo ve y lo saca fuera del grupo.
Yo había leído Crimen y Castigo en 1977, cuando cursábamos el tercer año
de la secundaria, y el Liceo estaba ya en su segundo y definitivo
emplazamiento, en Concepción de Tres Ríos. Le dije a Viviana que era
absolutamente imperativo que leyese el libro. Ella, siempre aquiescente a mis
locuras -con toda probabilidad, la única compañera que me tomaba en serio-,
no tardó en leerlo. Hasta poco antes de su muerte, seguíamos todavía
discutiendo en torno al opus magistral de Dostoievski. El libro marcó
nuestras vidas. Una deslumbrada Virginia Woolf dijo alguna vez, a propósito
del gran novelista ruso: “Apenas es necesario leer a cualquier otro autor”. Y
Nietzsche -tan presente en Crimen y Castigo-, sentenció: “Dostoievski es el
único psicólogo de quien he aprendido algo. Su obra es uno de los más bellos
golpes de suerte en mi vida. Junto a Stendhal, lo mejor que me ha sucedido”.
La escena del sueño de Raskolnikov pungió fibras muy expuestas en nuestra
sensibilidad de niños (teníamos apenas catorce años de edad). Creo que
cualquier pequeño hubiese hecho lo mismo que Raskolnikov: correr al
rescate de la bestia, besarla, acariciarla, tratar de aliviar su tormento, y
después de su muerte, encenderse en un rapto de ira divina, y lanzarse contra
Mikolka y su pestífera caterva de borrachos y rufianes.
Lloramos, Viviana y yo, con el episodio que vengo de transcribir. Llanto
tanto más acerbo por cuanto impotente. Todos podemos enlistarnos para
luchar contra la injusticia del mundo presente y futuro, pero ¿qué hacer con la
injusticia del pasado, la ya perpetrada, la inmodificable, la que tiene su lugar
asegurado por siempre en la esfera del ser? Nadie puede hacer que lo que fue
nunca haya sido: es una de las limitaciones temporales y ontológicas del ser
humano. ¿Luchar para que tales injusticias no se repitan? Sí, sí, claro, cela va
sans dire, pero ¿qué hacer con los mártires y supliciados del pasado? A
menos de que se tenga a disposición la máquina del tiempo de H. G. Wells,
nada es lo que podemos hacer por ellos. ¿Asegurar su pervivencia en la
memoria de los hombres? Sin duda. Pero eso no mitigaba nuestro dolor,
nuestra impotente rabia de niños. Nadie ha expresado mejor el sentimiento de
desesperación ante la inmodificabilidad del pasado que Vladimir
Jankélévitch, en su libro L´irréversible et la nostalgie. Hacer que lo que fue
nunca haya sido es, tal parece, una de las limitaciones ontológicas de Dios: en
este punto él es también esclavo del tiempo unidireccional, irreversible y
entrópico.
Viviana sostenía que el caballo era, en realidad, una alegoría de las clases
explotadas, de los esclavos, de los desposeídos de este mundo. Según ella,
este sueño correspondía a una experiencia real, vivida por Raskolnikov en
algún momento de su infancia. ¿Para qué presentarlo como un sueño? Para
que la experiencia se inscribiese en ese espacio acotado, sacro, imperecedero
de los sueños, para que la imagen del caballo vapuleado perviviese en los
lectores sub specie aeternitatis. Es que, en efecto, quien lee Crimen y Castigo
nunca deja de estremecerse con esta escena, quizás la más atroz de la novela
(el asesinato de la vieja usurera y su hermana es acaso más macabro, pero las
víctimas ni remotamente suscitan en nosotros la piedad que inspira el
animal). Para Viviana, la muerte a golpes del rocín era el evento que había
detonado la misantropía del niño Raskolnikov. Después de esta escena
iniciática, era imposible no despreciar al ser humano. Viviana decía que el
doble asesinato que constituye el gran acontecimiento de la novela había
comenzado a fraguarse, a incubar en la conciencia de Raskolnikov, en el
momento mismo en que vio morir el caballo bajo los palos y azotes de sus
verdugos. Después de semejante saturnal de la crueldad, de una orgía de
perversidad tan satánica e irracional, era imposible que Raskolnikov no se
convirtiese en el enemigo jurado de la raza humana. Yo resistía la
interpretación del caballo como alegoría de la condición humana, más
específicamente de la menesterosa clase obrera de San Petersburgo bajo la
Rusia Imperial. Me parecía que “humanizarlo” era una “humana, demasiado
humana” (Nietzsche) propensión, que con ello no hacíamos sino suscribir al
narcisismo antropocéntrico de Occidente, que el caballo debía ser acogido en
tanto que animal, con su sordo, informulable dolor, y que al hacer de él una
parábola del proletariado ruso traicionábamos su naturaleza de criatura
indefensa, desprovista de recursos racionales para lidiar con su tragedia.
“Pero Vivi, ¿por qué tenés que antropologizarlo todo? El dolor del caballo
es tal en su especificidad animal: lo que lo hace tan lacerante, tan
conmovedor, es justamente su irreductibilidad: el animal no puede
transformarlo en conciencia, en palabra, en causa política, en forma alguna de
trascendencia -eso que constituye la principal arma del ser humano-. El
sufrimiento de la bestia nunca podrá ser otra cosa que inmanencia: eso es lo
que lo hace tan terrible”.
“Si, Jacques, pero esa inmanencia es también su alivio. El caballo jamás
podrá sufrir más de lo que su inmodificable naturaleza se lo permita. El ser
humano, en cambio, puede sufrir sin límite: eso es lo que conlleva la
conciencia, la imaginación y la trascendencia”.
Jamás pudimos ponernos de acuerdo sobre este tema, pero eso no
importaba: ninguno de los dos quería tener razón a toda costa. Discutíamos
por el puro gozo de jugar con el pensamiento, y cuando uno u otro encontraba
una línea de argumentación correcta o llamativamente lúcida, el otro era el
primero en celebrarla e incorporarla para posteriores conversaciones. Pocas
semanas antes de su muerte, Viviana y yo seguíamos enfrascados en el sueño
de Raskolnikov. Ella persistió hasta el final en alegorizar al caballo… no es
una lectura desestimable, y de toda suerte, en este tipo de debates la razón, o
la tenemos todos, o no la tiene nadie (Borges). Si una cosa me enseñó
Viviana, es que la manía consistente en querer siempre tener la razón es
estrictamente incompatible con la felicidad. Y ambos elegimos ser felices.
La sensibilidad por los animales nos venía desde nuestra temprana infancia
(mi madre, por ejemplo, siempre adoró a los animales, y Vilma, aunque un
poco más discriminante, no andaba lejos de ella). Luego, en 1972, leímos en
la clase de español Platero y Yo, de Juan Ramón Jiménez. Este texto, aunado
a la Prière pour aller au paradis avec les Ȃnes, de Francis Jammes, y La
Complainte du Petit Cheval Blanc, de Paul Fort, musicalizada por Georges
Brassens, hizo de nosotros ardientes defensores de los derechos borriquiles y
equinos en el mundo entero.
Por su parte, la “niña” Sonia de Cerdas -nuestra maestra en segundo,
tercero, cuarto y sexto grado- nos inició en tres autores que tuvieron inmenso
impacto en nuestras vidas: Juan Ramón Jiménez, Rabindranath Tagore, y el
costarricense Carlos Salazar Herrera y sus Cuentos de Angustias y Paisajes.
La maestra usaba los textos de estos grandes autores como ejercicios de
dictado y lectura -¡vaya lujo!-, pero también supo honrarlos como obras de
arte superlativas. La luna nueva y El cartero del rey, de Tagore; Platero y Yo,
de Juan Ramón Jiménez y los cuentos de Carlos Salazar Herrera nutrieron
nuestra imaginación, e informaron nuestra vivencia profunda de la poesía.
Por su parte, los maestros franceses de la primaria -Jean-Marie Boué, André
Vicat, Bernard Calderón, Guy Rieutort y, brevemente, Yves Debroise-
supieron familiarizarnos diestramente con las más ilustres plumas de Francia.
Debroise, nuestro profesor favorito, nos tuvo bajo su tutela durante un par de
meses en sexto grado -cuando recibíamos lecciones en el piso alto del
granero-garaje de la “Casa de los leones”-, y en todo tercer, cuarto y quinto
año de la secundaria.
Un cuento que leímos y analizamos con Debroise -el desgarrador Coco, de
Maupassant- reabrió en 1976 la herida del caballo de Raskolnikov.
Transcribo un párrafo que bastará para que el lector se forme una idea del
tema de la narración.
Cuando Zidore lo llevaba a pastar, tenía que tirar de la soga, pues el
animal se desplazaba lentamente; y el chiquillo, encorvado, jadeante,
despotricaba contra él, furioso por tener que cuidar de este viejo jamelgo. La
gente de la hacienda, al ver la cólera del zagal contra Coco, se divertía
hablando constantemente a Zidore del animal, para enojar al muchacho. Sus
amigos le hacían bromas. En el pueblo lo llamaban Coco-Zidore.
El chaval se enfurecía, sentía nacer en él el deseo de vengarse del caballo.
Era un chiquillo delgado y alto, muy sucio, de cabello pelirrojo, abundante,
fuerte y erizado. Parecía retrasado, hablaba tartamudeando, con gran
esfuerzo, como si las ideas no hubieran podido formarse en su espíritu tardo
de bruto. Desde hacía tiempo, le sorprendía que conservaran a Coco, le
sublevaba ver cómo tiraban el dinero en este animal inútil. Desde el
momento en que ya no trabajaba, le parecía injusto alimentarlo, creía
indignante desperdiciar así la avena, avena que costaba bastante, para este
jaco paralítico. E incluso, a veces, pese a las órdenes del patrón Lucas,
economizaba en el pienso del animal, no echándole nada más que la mitad
de la ración, ahorrando en la paja para el lecho y en el heno. Y el odio
aumentaba en su espíritu confuso de niño, un odio de campesino rapaz, de
campesino solapado, brutal y cobarde.
El cuento de Maupassant generó tremendas indignaciones en la clase.
Todos hubiésemos querido castigar a Zidore por su indecible crueldad -deja
al caballo amarrado morir de hambre, a la vista del heno y el agua fresca-. De
nuevo, el texto nos dejó ahogados en la ira, en la rabia impotente. Viviana fue
la única que observó: “Sí, el cuento es muy triste, pero lo que más me
perturba es la imagen que Maupassant propone del campesino, como criatura
“solapada, brutal y cobarde”. Fue la única en reparar en este hecho, por
demás incontrovertible. Cierto que Maupassant es el último en cultivar una
visión romántica o idílica del campesino -cualquiera que fuese la región de
Francia que representase-, pero lo esencial del cuento -sentimos todos- estaba
en el acto de inconcebible crueldad del zagal, no en su caracterización social.
No hay duda de que Viviana tenía su punto, y este ameritaba una lectura más
atenta por parte nuestra. Como de costumbre, todo derivó hacia una polémica
que aisló a Viviana contra el resto de la clase. También Coco fue, para ella y
yo, tema de discusión hasta los años de la universidad. Siquiera esta vez el
caballo no era una metáfora social, pero Viviana desplazaba el interés del
cuento del tormento del animal a la trágicamente limitada inteligencia de los
personajes humanos, y a su incapacidad para transformar el entorno cultural
en que estaban insertos. Sí: era un enfoque sin duda atendible, y merecedor
de pensamiento.
Una mañana de 1972, la “niña” Sonia nos leyó un fragmento de Platero y
Yo. Era el trigésimo segundo poema, el que habla de un pajarillo cantor
“lleno de luz” que es capturado en una red por unos “muchachos traidores”.
La maestra no nos reveló el nombre del poema. Astutamente, nos invitó a
proponer títulos adecuados para el texto que veníamos de escuchar. Todos
optamos por títulos burdamente tópicos: cosas como “El pajarillo”, “La red”
o “Los cazadores de aves”. La única estudiante que fue capaz de abstracción,
de elevarse sobre lo concreto y explícito, fue Viviana. Su propuesta fue
“Libertad”. Tal era, en efecto, el título que Juan Ramón Jiménez había
elegido.
XVI

La caída del régimen de Somoza en Nicaragua sumió a Costa Rica en un


estado de efervescencia y exultación política. Durante un par de años,
muchos creímos que la democracia había por fin llegado al país de Rubén
Darío. La verdad es que Nicaragua tendría que esperar todavía once años,
para celebrar sus primeras elecciones democráticamente.
Tan pronto asume funciones en 1986, el presidente Óscar Arias convoca a
nueve mandatarios latinoamericanos en San José. En este cónclave propone
una “Alianza continental en defensa de la democracia y la libertad”. En ella
propugna que todos los países centroamericanos gocen de las libertades y
garantías de la democracia, que cada nación elija, mediante el sufragio limpio
-no las zarzuelas electorales tantas veces escenificadas- el gobierno más
adecuado a las necesidades de su pueblo, y la abolición de las armas como
instrumento coercitivo de la voluntad popular. Costa Rica asume un papel
proactivo en la consolidación de la democracia y la paz para los países de la
región. Es justamente aquí que comienzan a converger tres nociones: paz,
democracia y derechos humanos. Un silogismo clásico: todo régimen
democrático debe respaldar la paz, la paz es un derecho humano, de ello se
sigue que todo régimen democrático vigilará la observancia estricta de los
derechos humanos. Este es, por lo menos, el razonamiento que sustenta tal
proyecto de convivencia -porque no de otra cosa se trata-. La realidad, como
sabemos, no siempre ha correspondido a nuestro silogismo.
En 1987, el Presidente Arias diseña un plan de paz destinado a poner fin a
la crisis regional. El proyecto cristaliza en los Acuerdos de Esquipulas II,
firmados por todos los presidentes centroamericanos el 7 de agosto de 1987.
En el proceso debe enfrentar a un amenazador Ronald Reagan, que no
transige, y envía sus heraldos a Costa Rica: nuestro presidente se niega a
negociar con ellos. Para el viejo cowboy, el actor de docenas de westerns
hollywoodenses de bajo presupuesto, la afrenta era intolerable. Al año
siguiente, Óscar Arias crea, con el contenido económico del Premio Nobel, la
Fundación Arias para la Paz y el Progreso Humano. Es aplaudido por los
mandatarios del mundo entero: los de la esfera soviética (Fidel Castro es el
primero en declarar el premio “absolutamente merecido” y “ganado en buena
lid”), como por los del hemisferio capitalista. Tres ejes articulan la Fundación
Arias: uno de ellos abocado a promover la igualdad de oportunidades para las
mujeres en todos los sectores de la sociedad centroamericana; el otro
destinado a incentivar las iniciativas filantrópicas en América Latina; y
finalmente, el Centro para la Paz y la Reconciliación, que trabaja en pro de la
desmilitarización y la resolución de conflictos a través del diálogo y la
negociación.
La historia de Centroamérica se articula en dos fases: antes y después del
Acuerdo de Paz de Esquipulas. Contra el sentir de los escépticos, de esos que
necesitan hundir el dedo en la llaga para creer, Nicaragua celebra, en 1990,
sus primeras elecciones democráticas después de más de medio siglo de
dictaduras. Violeta Barrios de Chamorro, viuda de Pedro Joaquín Chamorro,
deviene presidenta de Nicaragua por mayoría abrumadora. ¡Y Costa Rica fue
gestora de este proceso, su auspiciadora, su inspiración! De veras que, como
decía don Pepe Figueres: “Dios se acuerda a veces de este pequeño país”.
Pero volvamos a los años “de Viviana”. El 16 de noviembre de 1978 el
Ministerio del Interior de Costa Rica declara que helicópteros nicaragüenses
han violado el espacio aéreo del país. Dos guardias civiles costarricenses son
abatidos por las balas del ejército somocista, mientras realizaban una ronda
rutinaria de inspección por Las Vueltas y Peñas Blancas. Otros tres
ciudadanos fueron hechos rehenes y llevados a Managua. Costa Rica
denuncia las agresiones ante la Organización de Estados Americanos, y
convoca a una asamblea general para pedir la expulsión de Nicaragua. El 21
de noviembre Costa Rica y Nicaragua rompen relaciones diplomáticas. La
tensión en la región fronteriza no cesa de enconarse. Aun cuando ven a
Somoza como un enemigo execrable cuya defenestración se torna imperativa,
los costarricenses ni remotamente comprenden el grado de peligrosidad a que
llegó la fricción de 1978. Meses antes, durante la administración de Oduber,
Somoza dijo públicamente: “Si me da la gana, entro en Costa Rica con mis
ejércitos, y puedo estar, mañana mismo, bailando en el Parque Central de San
José”. El entonces presidente de Venezuela, Carlos Andrés Pérez, ofreció al
mandatario costarricense -amigo suyo de larga data- enviar aviones de guerra
para proteger la frontera norte. Enterado de esto, Somoza le bajó el voltaje a
sus declaraciones.
La noticia de la caída de Somoza nos alcanzó en plena clase de Estudios
Sociales, materia que impartía con vigor y vehemencia el profesor Carlos
Hernández. Somoza y sus allegados abandonaron Nicaragua en la madrugada
del 17 de julio de 1979, después de cuarenta y cinco años de dictadura
militar. La leyenda quiere que el sátrapa se haya llevado una buena parte del
tesoro nacional, y los restos mortales de su padre y hermano. Ese mismo día,
en horas tempranas de la tarde, la clase de quinto año, Letras, del Liceo
Franco-Costarricense, se enteraba de la efeméride. El Gobierno de
Reconstrucción Nacional, ya reconocido por muchos países antes de que
Somoza abandonara la partida, comienza su ardua labor desde el 18 de julio,
cuando Sergio Ramírez, Alfonso Robelo y Violeta Chamorro dejan San José,
Costa Rica, para dirigirse a León, donde se reunieron con Daniel Ortega. Se
configuró un gobierno integrado, en su mayoría, por políticos independientes.
La función primordial del Gobierno de Reconstrucción Nacional en ese
momento era restaurar la paz, la implementación de un sistema de gobierno
democrático popular, y la reestructuración del país en los ámbitos político,
social, y económico, mediante la aprobación de nuevas normas jurídicas. Lo
primero que sentimos todos los que simpatizábamos con el nuevo gobierno,
fue que debíamos cuidar el proceso, pastorearlo, defenderlo. Era algo muy
frágil: Ronald Reagan auspiciaba la contrarevolución, y Costa Rica tenía
inmensa importancia estratégica para ambos bandos.
A partir de 1979, un buen número de profesores e intelectuales
costarricenses se ofrecieron para ir a alfabetizar al hermano pueblo del norte.
Seis de cada diez nicaragüenses no sabían leer. Managua, León, Granada,
Diriamba, Jinotepe, Masaya (en especial el barrio indígena de Monimbo),
habían sido escenario de cruentas degollinas. Dos compañeras del Liceo y la
hermana de una de ellas que había estudiado en otro colegio, formaron parte
de estas misiones de alfabetización. Por supuesto, Viviana quería participar
en el proceso. Es que, como ya he observado, las palabras la defraudaban
cada vez más: lo único que se le antojaba decente y productivo era la acción.
Pero claro, la acción sin reflexión puede se deletérea: pasión ciega, acéfala,
músculo moral poderosísimo pero desprovisto del “capitán” que pudiese
girarle órdenes con prudencia y lucidez.
Un día cualquiera, en la segunda mitad de 1979, Viviana le pidió a su mamá
la autorización para sumarse a las cruzadas de alfabetización en Nicaragua.
Vilma reaccionó enérgicamente: “No, Vivi, no la puedo dejar ir”. “¿Por
qué?” “Pues porque yo tengo la responsabilidad de su vida: en Nicaragua
sigue su curso una revolución sangrienta, y detrás de ella viene una gravísima
contrarevolución: sería el colmo de la irresponsabilidad de mi parte dejarla ir
a un lugar tan peligroso”. Viviana le mostró fotos de una compañera que se
aprestaba a hacer el viaje de alfabetización a Nicaragua. Exhibía traje de
fatiga, un vestido mimético, con gruesos chalecos protectores. La amiga reía
en la foto, y parecía feliz con su cruzada. Esto lanzó a Viviana en una espiral
de frustración y contrariedad. Viviana no gritaba, no gesticulaba, no pateaba
sillas ni escenificaba berrinches. Los signos de su molestia consistían en
asumir un tono de voz frío, distante, y proporcionar respuestas lacónicas a
cualquier pregunta que se le formulase. Se encerraba en su cuarto. Contiguo a
la sala principal de la casa. Ese era su reducto, su trinchera, su espacio de
privilegio. Al cerrar -¡nunca tirar!- la puerta del cuarto, “cancelaba” al mundo
exterior. Como los niños que, ante la presencia de algo que los asusta, cierran
los ojos para “anularlo”, para decretar por medio de la no-mirada su no-
existencia. Pensamiento mágico de la más pura factura: yo le doy a las cosas
su ser mediante la mirada, si cierro los ojos las aniquilo.
Como la grafitera doméstica que era, Viviana llenó la casa de pancartas.
Cualquier cosa podía servir para el efecto: servilletas, pedacitos de cartón,
hojas de sus cuadernos estudiantiles, viejos lienzos. Al lado del espejo del
baño de Vilma -el lugar más conspicuo imaginable- colgó un cartelón con la
inscripción: “¿Qué dice este pajarito en su nido al despertar? ¡Déjame volar,
mamá, déjame volar!” En la sala -ámbito por excelencia para el repliegue y
agrupamiento de la familia, amén de espacio de circulación (de alguna
manera, zona “pública” dentro del microcosmos doméstico)-, colgó otra
pancarta con la leyenda: “Yo no soy propiedad privada de nadie”. Fue, si se
quiere, una pequeña guerra fría. Pero no duró mucho. Viviana era todo menos
rencorosa, y dejaba pasar las contrariedades con notable madurez.
Una suspicaz Vilma llamó a las compañeras que se preparaban para ir a
Nicaragua. Con ellas fue categórica: Viviana era una menor de edad, y si se la
llevaban clandestinamente a Nicaragua, estarían incurriendo en un gravísimo
delito. Tendrían responsabilidad absoluta sobre todo lo que le aconteciera. A
Vilma se le salió la tigresa que defiende a su cría: “no lo intenten siquiera:
esto es una amenaza”. Vilma llegó al punto de sacar las armas de grueso
calibre: les dijo a las muchachas que hablaría con el presidente Carazo -buen
amigo de su familia- y con Tomás Borge -miembro fundador del Frente
Sandinista de Liberación Nacional y hombre muy cercano al mandatario
costarricense- para que interpusieran sus buenos oficios a fin de abortar la
descabellada idea. Después de semejante apercibimiento, las compañeras
dejaron de intentar reclutar a Viviana para las cruzadas de alfabetización.
En algún momento, durante el año 1980, Viviana fue a Nicaragua, pero lo
hizo de manera supervisada y responsable. Sus padres la fueron a dejar a
Peñas Blancas. Fue cuestión de un par de días, y ya estaba de vuelta. Ahí
estuvieron papá y mamá para recogerla en el mismo sitio en que la habían
dejado. Nadie sabe a ciencia cierta qué fue a hacer ahí. De sus viajes de
infancia a Masaya había podido formarse una idea bastante nítida de la
nación que tan vivamente despertaba su curiosidad, pero las cosas habían
cambiado radicalmente desde entonces: Nicaragua era otro país. Una cosa es
segura: Viviana volvió a su terruño ponderando el mérito culinario del
“bastimento”, plátano hervido sin sal, frecuente guarnición o plato
secundario, o los “maduros en gloria”, también habituales en las mesas
nicaragüenses.
Viviana vivió en un período histórico particularmente difícil para los
jóvenes. La era de las grandes promesas, las grandes ilusiones, las great
expectations de Dickens. Pero, ¡ay!, también lo fue de las grandes
deflaciones, de las decepciones, de la ira. ¿Ira? Sí: toda una generación de
jóvenes se sintió históricamente estafada, con el curso que tuvieron los
hechos políticos en la Latinoamérica posterior a la caída de Somoza. Hoy en
día, Daniel Ortega es un dictador de facto, sostenido por esbirros del sector
privado nicaragüense, que controla todos los medios de comunicación del
país, se perpetúa en el poder, pone a miembros de su familia en posiciones
estratégicas, compra armas como si estuviese tramando la ocupación de toda
Latinoamérica, y se enriquece a expensas del sufrido pueblo nicaragüense. La
Revolución Sandinista victoriosa en julio de 1979 ha producido una
generación “de la desilusión”, del “desencanto del mundo” (Weber). Es un
malestar en mucho afín a los grandes defraudados de la Revolución Francesa
de 1789, tal el caso de Julien Sorel, protagonista de la novela El Rojo y el
Negro, de Stendhal. Otro caso similar: los “angry young men” de la obra de
teatro Look back in Anger, de John Osborne: los miembros de la generación
posterior al triunfo británico en la Segunda Guerra Mundial descubren que
sus vidas no han mejorado en lo absoluto, que siguen siendo seres
marginales, que de los botines y piñatas de la guerra no les ha correspondido
ni un mendrugo. Viviana no vivió para ver el sainete de los Doce
Comandantes, y su secuestro del poder desde 1979 hasta 1990. Pero fue una
época convulsa, confusa, donde era difícil ver las cosas con claridad. No debe
sorprendernos el hecho de que una muchacha de dieciocho años haya leído
mal el texto de la historia, y haya tomado decisiones equivocadas. Errar es lo
propio de la juventud. Todo se podrá decir de los jóvenes que tuvieron que
tomar posición en medio de esa compleja coyuntura histórica. Todo salvo que
fuesen ideológicamente anémicos y políticamente abúlicos.
XVII

Conservo varios libros anotados por Viviana. Ya sabemos que era una
lectora ávida, y una pensadora a tiempo completo. Lo que los ingleses llaman
a brooder: la propensión a la rumia intelectual. Esto no hacía de ella una
persona sombría: la intensidad de su vida interior no la tornaba en modo
alguno menos jovial y sociable. De conformidad con el espíritu de este libro -
que se quiere, entre otras cosas, biografía intelectual de Viviana- voy a
compartir con ustedes algunas de las frases y párrafos que ella anotó en el
texto, con toda suerte de garabatos, y ocasionalmente, enérgicos subrayados.
El libro es de uno de sus autores preferidos: Erich Fromm. El título: El Miedo
a la Libertad. Mi esperanza es que, de toda esta marginalia, se desprenda un
retrato implícito del mundo interior de Viviana. El libro fue publicado por
una editorial barata (Paidós), versión al castellano de Gino Germani. Usaré la
cursiva para transcribir el texto de Fromm.
Al luchar una clase por su propia liberación del dominio ajeno creía
hacerlo por la libertad humana como tal y, por consiguiente, podía invocar
un ideal y expresar aquella aspiración a la libertad que se halla arraigada
en todos los oprimidos. Sin embargo, en las largas y virtualmente incesantes
batallas por la libertad, las clases que habían combatido contra la opresión,
se alineaban junto a los enemigos de la libertad cuando esta había sido
ganada y les era preciso defender los privilegios recién adquiridos. Viviana
cita como ejemplo la Revolución Francesa y el triunfo de la burguesía.
A pesar de los muchos descalabros sufridos, la libertad ha ganado sus
batallas. Muchos perecieron en ellas con la convicción de que era preferible
morir en la lucha contra la opresión que vivir sin libertad. Viviana evoca la
divisa de Augusto César Sandino: “Patria libre o morir”.
Los principios del liberalismo económico, de la democracia política, de la
autonomía religiosa y del individualismo en la vida personal, dieron
expresión al anhelo de libertad y al mismo tiempo parecieron aproximar la
humanidad a su plena realización. Viviana subraya el “parecieron”, y
editorializa: “¡No!: las características de la opresión de las clases dominantes
sobre las clases dominadas acarrea inevitablemente la lucha de clases”.
Otra ilusión común, quizás la más peligrosa de todas, era el considerar que
hombres como Hitler habían logrado apoderarse del vasto aparato del
Estado solo con astucias y engaños; que ellos y sus satélites gobernaban
únicamente por la fuerza desnuda y que el resto de la población oficiaba de
víctima involuntaria de la traición y del terror. En los años que han
transcurrido desde entonces, el error de estos argumentos se ha vuelto
evidente. Hemos debido reconocer que millones de personas en Alemania
estaban tan ansiosas de entregar su libertad como sus padres lo estuvieron
de combatir por ella; que en lugar de desear la libertad buscaban caminos
para rehuirla. Viviana complementa: “Pero esta actitud no es inherente a los
pueblos: es el resultado de la alienación cultural, que se ejerce por medio de
estereotipos eficaces para manipular a las personas”.
Las inclinaciones humanas más bellas, así como las más repugnantes, no
forman parte de una naturaleza fija y biológicamente dada, sino que resultan
del proceso social que crea al hombre. Viviana argumenta: “Desde Sartre
sabemos que no hay una “naturaleza” o una “esencia” humanas. Todo es
construcción cultural. Si el hombre se pervierte y se inclina por lo
“repugnante” ello es porque las condiciones económicas que lo moldearon no
eran las mejores”.
Sentirse completamente aislado y solitario conduce a la desintegración
mental, del mismo modo que la inanición conduce a la muerte. Este párrafo
está tan vigorosamente subrayado, que la tinta atraviesa la página. Pienso en
la “soledad moral”, que Max Scheler distinguía de la “soledad física” y la
“soledad social”. Es, según el filósofo alemán, la más amarga de las
soledades, y la que más trabajo cuesta sobrellevar. La soledad de la persona
cuya axiología ética, política, religiosa, estética, filosófica va a contrapelo de
los valores de su comunidad. Me resulta evidente que Viviana conoció bien
este tipo de soledad, y su asociación con el grupo político radical “La
Familia” fue, en buena medida, una manera de combatirla. Mi sentir se
confirma con un nuevo subrayado de Viviana al texto de Fromm: El
individuo carece de libertad en la medida en que todavía no ha cortado
enteramente el cordón umbilical que -hablando en sentido figurado- lo ata al
mundo exterior; pero estos lazos le otorgan a la vez seguridad y el
sentimiento de pertenecer a algo y de estar arraigado en alguna parte. Dada
su excepcional sensibilidad, está claro que Viviana sufrió de manera
redoblada la necesidad de filiación -asociación, pertenencia, militancia- que
agobia al hombre postmoderno.
La Iglesia, al tiempo que fomentaba un sentimiento de culpabilidad,
también aseguraba al individuo su amor incondicional para todos sus hijos y
ofrecía una manera de adquirir la convicción de ser perdonado y amado por
Dios. Fromm se refiere en este párrafo a la teocracia medieval católica.
Viviana se limita a llenar el margen de signos de exclamación.
A propósito del desplome del sistema social medieval, Fromm observa:
Cada clase se vio afectada de una manera distinta por este desarrollo. Para
el pobre de las ciudades, los obreros y los aprendices, significó un aumento
de la explotación y el empobrecimiento, y para los campesinos, también un
crecimiento de la presión individual y económica. Viviana reflexiona: “Los
siervos de la gleba de la Edad Media tenían con sus señores feudales una
relación más armónica que los obreros modernos con los dueños de las
fábricas para las cuales trabajan. Es que los señores feudales y los siervos de
la gleba tenían un lenguaje común: la tierra. El capital, en cambio, pone al
obrero y su empleador en planos totalmente distintos”.
Solamente cuando la idea responda a poderosas necesidades psicológicas
de ciertos grupos sociales, llegará a ser una potente fuerza histórica. Viviana
subrayó la frase con vehemencia. Quizás evocó, como lo hago yo ahora, la
célebre reflexión de Victor Hugo: “No hay nada tan fuerte en el mundo como
una idea, cuando le llega su hora”.
La búsqueda compulsiva de la certidumbre, tal como la hallamos en
Lutero, no es la expresión de una fe genuina, sino que tiene su raíz en la
necesidad de vencer una duda insoportable. Viviana establece una ecuación
que repetirá varias veces en las márgenes de su libro: “La Reforma no es otra
cosa que la burguesía adaptando el mensaje cristiano a las nuevas
necesidades que imponía la producción de riqueza y la generación de
capital”. En ello coincide, grosso modo, con Max Weber y el propio Fromm.
La conciencia es un negrero que el hombre se ha colocado dentro de sí
mismo y que lo obliga a obrar de acuerdo con los deseos y fines que él cree
suyos propios, mientras que en realidad no son otra cosa que las exigencias
sociales externas que se han hecho internas. Lo manda con crueldad y rigor,
prohibiéndole el placer y la felicidad, y haciendo de toda su vida la
expiación de algún pecado misterioso. Viviana añade: “A los pueblos, como
a los individuos, se les manipula mediante la culpa”. Más adelante apunta:
“¿Quién desea en mí, cuando deseo? La sociedad”. Su acento y su capacidad
de desdoblamiento me recuerdan a Paul Valéry.
El hombre moderno se halla en una posición en la que mucho de lo que él
piensa y dice no es otra cosa que lo que todo el mundo igualmente piensa y
dice; olvidamos que no ha adquirido la capacidad de pensar de una manera
original -es decir, por sí mismo-, capacidad que es lo único que puede
otorgarle algún significado a su pretensión de que nadie interfiera con la
expresión de sus sentimientos. Viviana comenta: “Nadie piensa desde sí
mismo: la sociedad nos piensa. El Superyó de Freud es la voz de la sociedad
introyectada en el individuo”.
El carácter individual de las relaciones con Dios constituía la preparación
psicológica para las características individualistas de las actividades
humanas de carácter secular. Viviana añade -y me parece estar escuchando
su tono irritado y suspicaz-: “¿Por qué la “relación con Dios” siempre es
individual, nunca colectiva?”
En esta lucha por la libertad positiva, la clase media podía acudir a ese
aspecto del protestantismo que exaltaba la autonomía humana y la dignidad
del hombre; mientras que de su parte la Iglesia Católica se aliaba con
aquellos grupos que debían oponerse a la liberación del individuo para
preservar sus propios privilegios. Con una lucidez ejemplar, Viviana anota:
“No son las religiones las que se oponen al cambio. Las religiones han sido
poderosos agentes de transformación social (pensemos nomás en el
cristianismo). Son las iglesias, en tanto que instituciones humanas, las que
casi siempre se han asociado al poder político”.
Muy distinta es la posición de un hombre en una fábrica donde trabajan
miles de obreros. El patrón se ha vuelto una figura abstracta; nunca logra
verlo; la Dirección solo es un poder anónimo que trata con él de un modo
indirecto y frente al cual, como individuo, es algo insignificante. La empresa
tiene dimensiones tales, que el individuo es incapaz de conocer algo más allá
del pequeño sector relacionado con la tarea que le toca desempeñar. Viviana
se limita a anotar: “Kafka”. Y, en efecto, la creciente abstracción de las
instancias de poder, su disolución dentro de la neblina de los organigramas,
fue un tema que tratamos a menudo. Tal es, ni más ni menos, el trágico sino
de José K. en El Proceso, del impotente protagonista de El Castillo, y del
infeliz que espera hasta el día de su muerte entrar en la puerta clausurada, en
la perturbadora fábula y parábola Ante la Ley. Es un tópico al que volveré a
referirme más adelante. ¡Ah, cuántas veces abordamos Viviana y yo este
inquietante fenómeno, que desde nuestras infantiles conciencias éramos ya
capaces de sospechar! El carácter anónimo, abstracto, difuso, inépinglable de
la autoridad. Su falta de rostro, de atributos humanos concretos. ¿Cómo
emprender una revolución contra una entidad que por poco es un mero
ectoplasma? Los insurrectos de 1789 tenían claro quiénes debían ser
decapitados: eso simplificaba enormemente la gestión revolucionaria. Si la
revolución se ha tornado impracticable en nuestros días, ello no es por su
aura romántica y démodée, sino porque ya no hay, rigurosamente hablando,
nadie a quien decapitar. ¿El “sistema”? ¡Una mera abstracción! Quien la
emprende contra “el sistema” se condena a reeditar la pesadilla de José K.
¿Corporaciones, bancos, transnacionales, organismos financieros
internacionales, las míticas sesenta familias que supuestamente secuestran la
riqueza del mundo? ¡Vamos, pongámonos serios: otro tanto valdría salir a
cazar brujas, gnomos o dragones!
Los métodos de propaganda política tienen sobre el votante el mismo efecto
que los de la propaganda comercial sobre el consumidor, ya que tienden a
aumentar su sentimiento de insignificancia. La repetición de eslóganes y la
exaltación de factores que nada tienen que ver con las cuestiones discutidas,
inutilizan sus capacidades críticas. Viviana anota: “Esta es la causa del
abstencionismo en Costa Rica”. En efecto, en las elecciones presidenciales de
1978 -triunfo del conservador Rodrigo Carazo sobre el social-demócrata Luis
Alberto Monge- el abstencionismo comenzó a ser un problema. Al día de hoy
-18 de noviembre de 2017- no ha cesado de agudizarse. En las elecciones de
1974, el 19 % del electorado costarricense se abstuvo de emitir su voto. En
las de 2014, el abstencionismo alcanza un desolador 32 %. El costarricense
ha perdido entusiasmo en los otrora carnavalescos comicios presidenciales.
La fiesta cívica de antaño es vivida con apatía y desencanto. Es un punto que
preocupa a los políticos de toda orientación ideológica. Y bueno, los pueblos
se cansan de que les tomen el pelo. El ciudadano siente que su voto no tendrá
ningún peso histórico. Es el fenómeno de la “desposesión democrática” de
que habla el filósofo francés Luc Ferry. Somos arrastrados por la historia: no
participamos en lo absoluto en su gestación, en la producción de ideas, de
cultura. Vamos a lomos de una cosa que se llama “política”, “instituciones”,
“progreso”, “historia”, y es una fiera sin bridas, sin estribos, y completamente
montaraz. Buen momento para referirme una vez más al Liceo Franco-
Costarricense. El desarrollo de las “capacidades críticas” a que alude Fromm
fue una de las líneas de fuerza de la institución. Lo digo con orgullo y
gratitud por mis maestros. Sé, además, que Viviana pensaba lo mismo.
La inmensidad de las ciudades, en las que el individuo se pierde, los
edificios altos como montañas, el incesante bombardeo acústico de la radio,
los grandes titulares periodísticos, que cambian tres veces al día y nos dejan
en la incertidumbre acerca de lo que debe considerarse importante, los
espectáculos en que cien muchachas exhiben su habilidad con precisión
cronométrica, borrando al individuo y actuando como una máquina
poderosa y al mismo tiempo suave, el rítmico martilleo del jazz…, todos estos
y muchos otros detalles expresan una peculiar constelación en la que el
individuo se ve enfrentado por un mundo de dimensiones que escapan a su
fiscalización, y en comparación al cual él no constituye sino una pequeña
partícula. Una sola observación de Viviana: “El insoportable rock”. La vi
bailarlo en incontables fiestas del Liceo, pero siempre supe que no era la
música más cercana a su corazón.
El tema de la impotencia del hombre halló su más precisa expresión en la
obra de Franz Kafka. En su libro El Castillo describe a un hombre que
quiere hablar con los misteriosos habitantes de un castillo, que se supone le
dirán todo lo que tiene que hacer y cuál es su lugar en el mundo. Toda la
vida de este hombre se resume en frenéticos esfuerzos por alcanzar a esas
personas, sin lograrlo nunca; al fin queda solo, con el sentimiento de su total
futilidad y desamparo. Curiosamente, en lugar de glosar en torno a El
Castillo, Viviana evoca América, también de Kafka. ¿Por qué
“curiosamente”? Pues no lo sé. No he leído esa novela, y todo lo que puedo
decir es que nunca la comentamos. Fuere como fuere, el sentimiento a que
alude Fromm es elocuentemente descrito por Sábato como “intemperie
metafísica”. Sé que Viviana lo experimentó en carne -o en alma- propia.
Más de un lector planteará la cuestión acerca de si los hallazgos debidos a
la observación de los individuos pueden aplicarse a la comprensión de los
grupos. Nuestra contestación a este respecto es una afirmación categórica.
Todo grupo consta de individuos y nada más que de individuos; por lo tanto
los mecanismos psicológicos, cuyo funcionamiento descubrimos en un grupo,
no pueden ser sino mecanismos que funcionan en los individuos. Viviana no
parece convencida: “Pero a la hora de actuar en grupo cada yo individual se
transforma en un yo social” -alega-. Conviene recordar que, amén de filósofo
humanista, Fromm era psicoanalista, y, de manera preeminente, psicólogo
social. Refiriéndose a El Miedo a la Libertad, Gino Germani observa:
Hallamos en esta obra de Fromm una feliz superación de los dos errores
antitéticos del sociologismo: que olvida el elemento humano, el hecho
fundamental de que los hombres son los actores y autores de la historia, y
quiere explicar la dinámica social únicamente en función de fuerzas
impersonales, económicas u otras; y del psicologismo, que solo considera las
conciencias individuales sin tener en cuenta su modo de formación y sus
conexiones con las instituciones y los hechos socioculturales objetivos. Una
vez más, convendría evocar a Morin, y su concepto de la “causalidad
recursiva organizacional”: la sociedad produce al individuo… que a su vez
produce a la sociedad. La relación es circular, y recíprocamente fecundante.
El desarrollo social de la posguerra, en Alemania quizás más que en otras
partes, había debilitado la autoridad del padre y la moralidad típica de la
vieja clase media. La generación más joven obraba a su antojo, sin
preocuparse de buscar la aprobación de sus acciones por parte de la familia.
Fromm se refiere aquí a la Segunda Guerra Mundial. Significativamente,
Viviana expone sus reservas, y reivindica tácitamente a esa joven generación
que aprendió a vivir sin tener que implorar -o extorsionar- la confirmación y
la bendición constante de los “mayores”. Su comentario -lleno de suspicacia-
se limita a: “Parece que Fromm propone una imagen, una foto mental, más
que un convencimiento científicamente adquirido”.
Describe Hitler cómo el quebrar la voluntad del público por obra de la
fuerza superior del orador constituye el factor esencial de la propaganda.
Hasta no vacila en afirmar que el cansancio físico del auditorio representa
una condición muy favorable para la obra de sugestión. Al tratar acerca del
problema de cuál es la hora del día más adecuada para las reuniones
políticas de masas, dice: “Parece que durante la mañana y hasta durante el
día el poder de la voluntad de los hombres se rebela con sus más intensas
energías contra todo intento de verse sometido a una voluntad y a una
opinión ajenas. Por la noche, sin embargo, sucumben más fácilmente a la
fuerza dominadora de una voluntad superior. En verdad, cada uno de tales
mitines representa una ardua lucha entre dos fuerzas opuestas. El talento
oratorio superior, de una naturaleza apostólica dominadora, logrará con
mayor facilidad ganarse la voluntad de personas que han sufrido por causas
naturales un debilitamiento de su fuerza de resistencia, que la de aquellas
que todavía se hallan en plena posesión de sus energías espirituales y su
fuerza de voluntad. Siniestra, aterradora reflexión, documentada por las
declaraciones del propio Führer. Lo mismo cabe decirse de las sugestiones
publicitarias de la televisión: asaltan al fatigado televidente en esas horas
nocturnas en que su conciencia opera con un mínimo de criticidad.
Subliminal o explícito, todo el veneno ideológico de la publicidad inficionará
nuestras mentes sin que podamos activar el filtro que nos permitiría cribar las
sugestiones perjudiciales. Es justamente lo que las hace tan insidiosamente
eficaces: un ejército avanza mientras el otro yace por tierra hipnotizado.
Viviana anota: “Los grandes discursos de Fidel usan esta misma estrategia.
Después de oír hablar -y gritar- a un político durante dos horas desde un
balcón o tarima -espacios de poder-, la fatiga hará que la gente acepte casi
cualquier cosa que diga”.
El sistema industrial moderno posee no solo la capacidad virtual de
producir los medios para una vida económicamente segura para todos, sino
también la de crear las bases materiales que permitan la plena expresión de
las facultades intelectuales, sensibles y emocionales del hombre, reduciendo
al mismo tiempo de manera considerable las horas de trabajo. Bueno, aquí la
anotación de Viviana se limita a un monosílabo: “¡No!”
El carácter irracional y caótico de la sociedad debe ser reemplazado por
una economía planificada que represente el esfuerzo dirigido y armónico de
la sociedad como tal. La sociedad debe llegar a dominar lo social de una
manera tan racional como lo ha logrado con respecto a la naturaleza.
Viviana no puede reprimir su disconformidad: “¡La sociedad no ha dominado
racionalmente a la naturaleza: la ha devastado, que es diferente! Además, la
naturaleza nunca quiso ni pidió que la “dominaran”.
Y esas son algunas de las más representativas anotaciones que Viviana
pergeña en las márgenes del libro El Miedo a la Libertad, de Erich Fromm.
Su espíritu crítico está siempre alerta: no vacila en expresar sus discrepancias
cuando tal cosa procede. Tengo otros libros anotados por Viviana: El
Malestar en la Cultura de Freud, Ana Karenina de Tolstoy, una edición
bilingüe de La Flores del Mal de Baudelaire, un bello volumen con las obras
de teatro tempranas de Ionesco -que habíamos explorado someramente en el
Liceo-, y La Iglesia y el Sindicalismo en Costa Rica de James Backer
(Editorial Costa Rica, 1975). Este libro formidable constituye, en particular,
un rico acervo de marginalia, pero transcribir y comentar las anotaciones de
Viviana le conferiría al presente texto una extensión desmesurada. En
general, Viviana desconfía de la Iglesia católica, pero aplaude el contenido de
las grandes encíclicas sociales que tan poderoso ascendiente ejercerían sobre
las reformas que tuvieron lugar en Costa Rica durante la década de los
cuarenta. La encíclica Rerum Novarum, de León XIII (1891), con su crítica
acerada de las condiciones de vida inhumanas de la clase obrera y la
explotación de la mano de obra generada por el maquinismo del siglo XIX,
tuvo un impacto particularmente sensible en Latinoamérica. Fue a instancias
de Viviana que leí este texto: una cosa más que agradecerle.
Ya hemos mencionado el rol proactivo que asumió la Iglesia católica en la
promulgación de las garantías sociales de nuestro país… pero en los años
posteriores a la Revolución de 1948, la Iglesia se volcó hacia la derecha
liberal, y el comunismo fue sistemáticamente satanizado desde los púlpitos.
De manera pronunciadísima, el arzobispado de Rubén Odio Herrera (1952-
1959) lideró una monotemática, implacable y paranoide persecución de todo
cuanto en el país oliera a comunismo. Refiriéndose al protestantismo y la
“inmoralidad”, el Gran Inquisidor declaró: Esa falsificación de la fe y esa
perversión de las costumbres están allanando el camino al comunismo ateo
que amenaza traer a nuestras tierras el hambre, la esclavitud y la muerte que
ya reinan en las regiones que ha logrado conquistar.30 El triunfo
ajustadísimo del conservador José Joaquín Trejos sobre el social-demócrata
Daniel Oduber en las elecciones de 1966 (1 % de diferencia: ¡cuatro mil
votos!) fue en buena medida gestado desde las iglesias, que demonizaron al
candidato liberacionista como peligroso adalid del comunismo internacional.
Recordemos que la “institucionalización” de la Revolución Cubana de 1959
había generado decepción y un visceral sentimiento anticomunista en muchos
países de Latinoamérica. La euforia que suscitó la caída de Fulgencio Batista
y el triunfo de los revolucionarios -hechos celebrados en Costa Rica con
cánticos y faroles- se trocó en desencanto y aprensión después de que Castro
transformara el sueño democrático de su isla en una dictadura militar, y en
uno de los regímenes totalitarios más represivos del planeta.
Dos cosas irritaban a Viviana por encima de todas las demás, en el mensaje
de la Iglesia católica tal cual ella lo conoció. Una: el énfasis puesto en la vida
del “más allá”, y el desdén con que se abordaban las inequidades e injusticias
de la vida terrena. Privilegiar la trascendencia e ignorar la inmanencia. Era
una dualidad que, a su torva manera, inducía a la gente al estancamiento, el
conformismo, el inmovilismo, la inercia, y que descalificaba toda gestión
revolucionaria o siquiera reformista. Dos: la tan barajada noción de la
“espiritualidad”. Criticando la postura del arzobispo Odio, Viviana escribe:
“Este señor cree que la estabilidad “espiritual” solo puede ser de origen
religioso. Según él, no hay más que una “espiritualidad”, y esa sería la de la
religión. Lo que es peor aun, Odio asume que su “espiritualidad” religiosa va
a acarrear la estabilidad económica”. La observación es aguda, certera, y
sugiere ya el tácito reconocimiento de una espiritualidad laica, ideal de
muchos pensadores modernos.
Había un sacerdote cuyos escritos y declaraciones siempre suscitaron la
admiración de Viviana: Benjamín Núñez, germinalmente ligado a la social-
democracia del Liberación Nacional de Figueres, Orlich, Oduber y Monge, y
al movimiento obrero católico costarricense. Su enfoque doctrinal es, en
efecto, admirable. Entre los textos de Viviana que conservo se cuentan varios
escritos del sacerdote Núñez, que mi amiga subraya y llena de signos de
exclamación. Es un hombre que tuve el privilegio de conocer, para quien
toqué piano, y con el cual pude abordar algunos de los temas que en este
capítulo he desarrollado. ¡Cuánto deploro que Viviana no haya tenido la
oportunidad de conversar con él!

30 El Mensaje del Clero, diciembre de 1956.


XVIII

No hay inteligencia sin sentido del humor. No hay sentido del humor sin
inteligencia. Siempre he creído que los tontos son aburridos y latosos no por
tontos, sino por cuanto carentes de sentido del humor. Naturalmente, Viviana
lo poseía en grado superlativo. Algo más: tenía la capacidad de reír de sí
misma. Cuando alguien en la clase le jugaba una broma o profería alguna
gracejada inspirada por ella, Viviana era la primera en reír. Por cierto que es
un rasgo que la asemeja a Vilma, su mamá.
Pese a la inquebrantable firmeza de sus convicciones políticas, Viviana no
era pomposa, no hacía gárgaras con les mots de la tribu,31 no profería
discursos “con latiguillo”, no era vacuamente solemne. Era elocuente sin
grandilocuencia, simple sin simplonería, profunda sin oscuridad. Tenía una
virtud bellísima, que la preservaba de toda pomposidad: sabía reír de sí
misma. Lo que es más: yo diría que por principio reía de sí misma más que de
los otros. La tribulación de los demás (aun cuando potencialmente ridícula)
rara vez la hacía reír. Pero en cambio reía hasta las lágrimas con sus propios
predicamentos. Era simplemente encantadora… No experimentaba la risa
como humillación, como injuria: la cultivaba en tanto que tonalidad natural
de su alma joven y sana. Era la negación de toda pedantería, de toda
boursouflure.32 ¡Ah, pero cuando había que ser seria y era menester
posicionarse ideológicamente en un tema concreto, Viviana se convertía en
un pilar de granito, una de esas enormes estructuras que sostienen los
indoblegables acantilados de la Bretaña francesa! En el pecho de esa
muchacha pequeña y amuñecadita palpitaba un corazón leonino, algo del
fuego sacro de Antígona y Juana de Arco.
Durante las arduas semanas de reclutamiento y proselitismo previos a la
victoria de Rodrigo Carazo en 1978, tanto ella como Adalberto y Vilma
tuvieron que mantenerse a base de tortas de carne por lapso considerable.
Pues un buen día Viviana tomó una de las cartulinas que se usaban para la
propaganda, y escribió en ella: “No más tortas de carne: esto es una
insurrección popular. Demandamos comida de verdad”. Vilma tuvo que
atender el clamor popular.
Y años más tarde, cuando el país lamentaba desde el fondo de su alma la
elección de Carazo, y el desplome del colón aunado a la inflación más
galopante del siglo XX sumía al país en la angustia, Viviana tomó decisiones
emergentes para lidiar con la situación. Escribió y armó un librito de recetas
de cocina fáciles, baratas y nutritivas, para uso de toda la familia. El exiguo
volumen contenía ilustraciones de su propia mano, y toda suerte de
recomendaciones culinarias. Fue un libro de factura casera, más afín a los
folios de la Antigüedad que a las publicaciones actuales. Al parecer, Vilma,
demandada por su trabajo y la universidad, no tenía tiempo para elaborar
recetas particularmente suculentas. Repetía más de la cuenta los platos de su
limitado repertorio, y la calidad de la comida doméstica se había resentido.
He aquí el prefacio del citado libro.
Dadas las condiciones infrahumanas de alimentación, nutrición y
abastecimiento de esta ya muy maltratada familia, hemos decidido recoger
en un manual las más excelsas recetas que nos puedan salvar una tanda. El
presente es un esfuerzo conjunto “Por una cocina mejor para todos”. Los
compiladores agradeceremos la utilización y enriquecimiento del libro.
Rogamos que, en caso de incendio, se sirvan salvar el manualito, para así
sentar las responsabilidades del caso. Dado en San José, el 8-09-80:
penúltimo del “carazazo”. ¡Cocina libre o morir! (de hambre). FRCA
(Frente Revolucionario Cocino-Alimenticio). La expresión Una cocina mejor
para todos es una parodia del lema Por una Costa Rica mejor para todos,
que llevó a la presidencia a Rodrigo Carazo en 1978.
Bajo el título de Indicaciones Generales, Viviana añade: Emergencias: en
caso de que usted no pueda concluir con su vital tarea de hacer la jama del
día, puede y tiene el deber y derecho de: 1- eliminar toda traza de su fracaso,
echándole la comida a la Cocó y la Cocosita, que sin duda se mostrarán muy
complacidas con su gesto, 2-recurrir a primeros auxilios en la casa de la
vecina, 3- investigue el horario de Asignaciones Familiares y del
supermercado “La Rosa”.
Viviana había sido una fervorosa partidaria de Carazo, durante la campaña
presidencial de febrero de 1978. En este “manual de supervivencia” expresa
irónicamente su absoluta decepción con el nuevo gobierno. Viviana solía
referirse al “carazazo” como un evento apocalíptico, una tremenda crisis, algo
únicamente comparable con los períodos de la postguerra: alimentos que
escasean y gentes saqueando los establecimientos comerciales para aplacar su
hambre. La redacción del documento, entre tremendista, truculenta, paródica,
sarcástica y -por supuesto- crítica, es una pequeña joya del ingenio y el
humor negro. Vilma conserva el raro ejemplar, y jamás puedo releerlo sin
reventar de risa.
En el patio de la casa familiar había un árbol de mango. Vilma se pasaba
contemplando sus mangos… que casi nunca se comía, porque solía
robárselos una empleada doméstica, tan pronto alcanzaban su dulcísima y
jugosa madurez. Esto sucedió muchas veces. Pues un buen día vemos a
Viviana dirigirse al patio con una escalerita y un marcador rojo en su mano.
Procedió in situ a numerar cada mango con su marcador: imposible, en lo
sucesivo, robarse las frutas sin provocar un faltante en la numeración. El
árbol quedó lleno de mangos… y de números. La empleada desistió de su
deshonesta práctica, y Vilma pudo por fin disfrutar sus mangos… marcados
con sus respectivos números en tinta roja. Una experiencia algo heterodoxa,
pero digna de ser recordada, y acaso merecedora de emulación en casas
donde se presenten problemas análogos.
Pero el suyo no era un humor méchant, perverso: su alma era demasiado
noble para ello. El Liceo Franco-Costarricense fue inmisericorde con los
apodos. Había una compañera, ciertamente no favorecida por natura con el
don de la belleza física, a la que algún rufián había apodado “Dios”. ¿Por
qué? Porque “no tenía forma”. Era gordita, sí, y no tenía cintura de náyade.
Se hizo común oír en las clases y corredores expresiones como “¿Ya
invitaron a Dios a la fiesta de esta noche?” “Decile a Dios que me preste los
apuntes de la última lección de química”. “Dios me llamó anoche para
hacerme unas preguntas de trigonometría”. “Vieras que buena gente es Dios:
ayer me felicitó por mi cumpleaños”. “Dios debería sacar diez en todas las
materias: es omnisciente”. Sí, sí: era una consternante mezcla de herejía y
humor seudoteológico y crudelísimo. La clase fue ciertamente pródiga
colgándole remoquetes. Su otro apodo era OFNI: “objeto feo no
identificado”. Y así nos sufrió, nos toleró, nos padeció.
No recuerdo quién fue el canalla que creó y divulgó estas groserías. Una
cosa era segura: nuestra compañera se enteró de ambos apodos, y sobrellevó
su escarnio con serena dignidad, sin jamás dar muestra de ira o amargura. Yo
recuerdo haber reído -como el más zafio de los zafios- con ambos
sobrenombres, y haber sin duda contribuido a su universalización. Peor aun:
los apodos generaron todas las variantes que quieran ustedes imaginarse.
Como las métaphores filées, una noción nos reenviaba a la otra, y era así
como construíamos -sin saberlo- largas cadenas semióticas de dudoso mérito
poético, pero incuestionablemente eficaces para arrancar una que otra procaz
carcajada.
Fue Viviana quien nos llamó al orden. Se tomó el trabajo de ir hablando
individualmente con cada uno de nosotros, para disuadirnos de seguir
hostigando verbalmente a nuestra compañera. Bien se ve que había aprendido
la lección del caballo de Raskolnikov mejor que yo. Una cosa era un
chascarrillo juvenil, otra el ensañamiento ad hominem contra una persona
discreta, dulce, afable, inofensiva. No volvimos a atormentar a nuestra amiga
con apodos. En el anuario de fin de año no se consignaron sus dos infames
sobrenombres. Bien hecho. De nuevo: fue obra de Viviana, la persona con
mayor capacidad para la compasión y la misericordia de la clase.
Evoco a la compañera de marras. Era, a buen seguro, la muchacha más fea
del colegio. De la institución entera. Perturbadoramente fea. Atroz. De una
fealdad que me marcó, que me angustiaba entonces como ahora. No sé
siquiera si debo describirla. Limitémonos a decir que tenía tanta cintura como
una barrica, que era blancuzca, que usaba medias cortas y las pantorrillas -
ásperas, pilosas- parecían tamales. Que tenía cara de hombre, con el mentón
más pronunciado de la cuenta. Algo parecido a Kirk Douglas, en su rol de
Espartaco. Que tenía los dientes separados. Y lo más aterrador: exhibía la
insólita capacidad -y me la infligía, para torturarme- de volverse los dedos “al
revés”, como si sus articulaciones funcionasen “en ambas direcciones”.
Ignoro cuál será el nombre de ese síndrome, y me inspira, como toda afección
física, respeto y compasión. ¡Pero es que me perseguía, muerta de risa, por
los corredores, para torturarme con el espectáculo! No estoy tratando de ser
méchant. No estoy burlándome. No estoy haciéndome el gracioso. Por mis
manos que no. Es que, realmente, me inspiraba miedo. Por lo demás, era una
alumna mediocre. Marginada socialmente. Awkward. Y -de nuevo, no intento
ser sarcástico- resulta que se enamoró de mí. En cuarto año. Cuando yo iba a
la pizarra a discursear, sobre el tema que fuese, me miraba -y todos los
compañeros lo advertían- bobaliconamente. Añadiré algo que deben creer:
fue la única compañera que me mostró ese tipo de afecto en toda la
secundaria (supongo que existe la posibilidad estadística de que hubiera otra
por ahí, aunque si tal era el caso, nunca me lo sugirió). Pero le gustaba a ella,
eso lo recuerdo bien. Ironía “qui donne à penser que le Diable fait bien tout
ce qu´il fait”.33
Una vez se organizó en la clase uno de esos juegos del “amigo invisible”.
Recibí varios mensajes -y algún regalito- que, no sé por qué, pensé -¡cuán
iluso!- que podrían venir de la atractiva -si no bella- Camille Pensier (usaba
pantalones ajustados, característica que ponía sus relieves y marcaba su pubis
de manera más acusada de lo habitual). Pero resultó ser la otra, sí, la otra, la
de los dientes separados y los dedos reversibles. Me escalofrié. Ricardo
Valverde advirtió mi frustración y me regañó: “¡Ah, sí, pero si fuera la
narizona de Florence sí estarías feliz!” Por supuesto, qué duda cabía. Unos
días después llegó a decirme, al oído: “Jacques: me retracto, de veras que tu
pretendiente es horrible”. Bueno, ahí tienen ustedes, la prevalencia de los
valores estéticos por sobre los éticos, en nosotros los hombres. Lamentable,
sin duda, y reñido con la bella doctrina platónica de la identidad entre la
belleza, la virtud y la verdad. ¡Pero yo no soy Platón! ¡Perdón por no serlo,
yo hubiera querido tener la sabiduría y la nobleza del maestro de la Academia
de Atenas, perdón, perdón, perdón por no ser Platón, ni Jesucristo, ni San
Francisco de Asís, ni Mahatma Gandhi! Soy solo un bichito hormonal del
trópico húmedo, como podría serlo un sapo, un perico o un ornitorrinco. Ahí
está.
Nuestra des-graciada compañera siguió solitaria, jamás solicitada, amiga
de… pues ni siquiera me acuerdo de quién. No la “veo” en el baile de
graduación… se me esfumó, la esfumé, la borré de mi mente, yo qué sé. Un
par de años después me la topo en uno de los senderos del campus
universitario; seré más preciso: el caminito que conectaba la escuela de
química con la de música. (¿Por qué insisto en suministrar este tipo de datos?
No lo sé). Nos saludamos. Por fortuna, ya no parecía tener interés alguno en
mí. Iba vestida con enagua y camisa azules -como en el Liceo-, pero lucía
pálida, y llevaba la cabeza cubierta por un pañuelo rojo con puntitos blancos.
Era leucemia. Terminal. Y lo sabía. Pero ahí llevaba los libros y cuadernos
bajo el brazo. Apostando a la vida. Murió poco después. Con frecuencia
evoco su persona entre compañeros de la clase (con Ricardo, que fue quien
me dio la noticia: cuando le pregunté por ella movió la cabeza lateralmente,
veló la voz, y me dijo: “no…”. Eso fue todo). Sí, he hablado de ella a
menudo desde entonces. Nadie parece recordarla. La gente no la echa de
menos. Está doblemente muerta: ya nosotros la habíamos matado con nuestra
indiferencia. Prohibido ser feo. Ninguno de nosotros estuvo en el funeral: lo
sé porque su tío -periodista de grandes vuelos- me lo ha dicho-reprochado.
Todos hemos seguido los cursos frívolos, o gloriosos, u obscuros, de nuestras
vidas. “¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!” (Bécquer).
Supongo que ella habrá tenido quien la amara. Su familia y quizás algunos
amigos (¿los tuvo nunca?). Ciertamente ningún hombre, no en el sentido
erótico, por lo menos. La pienso a menudo, y la lloro. Después me doy cuenta
de que estoy llorando por mí mismo.
Era un bello ser humano, noble, diáfano, servicial, lleno de excelencias
éticas. Un alma hermosa, sin duda. Toda dulzura y discreción. Lo que
hicimos con ella -reducirla a su ser físico- calificaría hoy en día como
bullying, y es un capítulo de nuestra vida de estudiantes que recuerdo con
vergüenza y pesar profundos.
Así que Viviana había asumido la función de reprendernos y llamarnos a la
sensatez, cuando la crueldad de nuestras mentes de adolescentes privilegiados
y mimados por la vida se desbocaba contra alguna indefensa criatura. Y si así
era con todo el mundo, se comprenderá que conmigo asumía una actitud aun
más protectora.
Narraré a continuación una historia un tanto heterodoxa, y lo haré porque la
experiencia me marcó: algo en ella caló hondo en mi conciencia. En la clase
había dos compañeras -best friends por algunos meses- que se pasaban el día
entero conjeturando cuál sería la talla de los penes de todos los hombres de la
clase. Barrunto que habían apuntado, en un cuaderno especialmente destinado
para este efecto, las medidas estimadas, y asignaban a sus compañeros
lugares concretos en un “ranking fálico” diseñado de acuerdo con sus
ponderaciones. ¿Una fijación? ¿Una manera de mantener bajo control a los
compañeros? ¿Un mecanismo de manipulación? ¿Una forma de reinar por el
terror dentro de la población masculina del colegio? No lo sé, y francamente
no me importa. Las dimensiones de los penes eran colegidas a partir del
tamaño del bulto que se nos formaba en la entrepierna al sentarnos, o de lo
que alcanzaban a ver durante las clases de educación física o de los partidos
de fútbol. Estas dos primarias criaturas sentían supersticioso respeto por los
exponentes que suponían mejor dotados, y nada que no fuese desdén por los
que imaginaban menos favorecidos por natura. Al juntarse a cotejar sus
medidas, todo en ellas se transformaba en un pueril cuchicheo sembrado de
carcajadas mejor o peor reprimidas… Era, realmente, un espectáculo
lamentable, y debo aquí apresurarme a decir que este torvo binomio no
representaba, en modo alguno, el nivel intelectual y la sofisticación erótica de
las demás mujeres de la clase.
Pues bien, el hecho es que una tarde cualquiera me las topo de narices, y
una de ellas -justo la que era entrañable amiga mía: la otra no tenía peso
ninguno en mi vida- me espeta una soez gracejada que tenía mi entrepierna
por blanco. Y la ocurrencia fue celebrada con ríspidas carcajadas. Estábamos
en la entrada de la clase, donde probablemente otros compañeros y
compañeras oyeron también la tarascada. Yo no reaccioné, no dije nada, no
respondí: mi expresión consistía en la falta absoluta de expresión. Debo decir
que la agresión no me sorprendió: ya las había visto a ambas mirarme la
bragueta con ojos escrutadores y maliciosos. Y bueno, de sus inspecciones
preliminares habían concluido que mi pene -según ellas- no sería el más
prominente de mis atributos: “el de Jacques debe sentirse como un tampax” -
me dijeron-. Y reían con ello, reían con desfachatez y vulgaridad. En el
momento mismo de la injuria, acaso experimenté ganas de reír con ellas. Pero
conforme el día avanzaba, el incidente comenzó a decantarse en mi
conciencia como lo que realmente era: una agresión brutal, perpetrada
además por una de mis mejores amigas. Le conté todo a Viviana. Me escuchó
con profunda indignación. Le dije cuán perturbador me resultaba el hecho de
que una amiga tan querida -veníamos juntos desde primer grado de la
escuela- me hubiese infligido una coz a tal punto bestial y castrante.
“¿Qué hubieras querido hacer?” -me preguntó Viviana-.
“Para serte honesto, me hubiera gustado llevármelas para el baño y
complacer de una vez por todas su curiosidad”.
“Pues, en mi opinión, deberías haberlo hecho”. Las palabras de Viviana
eran producto de su ira, de la indignación y del espíritu de protección que se
alertaba tan pronto alguien me hacía daño. La verdad es que jamás habría
sugerido seriamente tan drástica reacción. Fuere como fuere, el hecho es que
Viviana, desobedeciendo mis instrucciones de no referirse al asunto con las
medidoras de penes in residence, habló con ellas y las hizo comprender a qué
punto era denigrante e infantil su conducta. Viviana se refirió al comentario
de que yo había sido víctima, y subrayó la multiforme peligrosidad de este
tipo de agresiones. Al día siguiente, una las muchachas -la amiga de siempre-
vino a ofrecerme disculpas, sin mayor convicción ni seriedad: “Ya, ya, ya,
Jacques: ya sabemos que con vos no se puede vacilar. No te volveremos a
decir nada”. Así que su petición de disculpas se tradujo en sanción: no sería
nunca más objeto de sus deliciosas y sofisticadísimas mofas: ¡vaya pérdida!
Viviana había actuado como un ángel de la guarda, cuidándome las espaldas,
y reaccionando prestamente ante la injusticia. A ojos de las dos agresoras, yo
me había convertido en objeto de irrisión tan cruel como “Dios” y “OFNI”…
Bien se ve que es más fácil mofarse de la gente que ser víctima de la mofa. Y
en esas edades los misiles dirigidos contra el cuerpo -la parte más precaria,
frágil y expuesta a cambios morfológicos de nuestro ser- pueden causar
inmensurable devastación.
No fue la única ocasión en que Viviana corrió en mi auxilio. Durante
nuestro turbulento tercer año de la secundaria (1977), cuando mis
calificaciones cayeron en barrena y a punto estuve de reprobar el año, mis
padres creyeron que el castigo físico y la prohibición de toda forma de
socialización me harían reencontrar la senda de la excelencia académica. La
situación alcanzó tal punto de crispación, que llegué a considerar seriamente
irme de la casa. Viviana habló de inmediato con Vilma: “Tenemos que
acondicionar la casa, es necesario darle “asilo político” a Jacques, que anda
en malos términos con sus papás”. Felizmente las cosas no llegaron a
ameritar el autoexilio de mi parte, pero el gesto de Viviana me conmovió: ella
hablaba perfectamente en serio, su gestión para hospedarme fue formal y
sincera.
Durante ese fatídico año cometí el error de enamorarme. De una chilena
con grandes ojos líquidos, pelo corto rizado y cuerpecito de corza. Se llamaba
Bárbara. Cela va sans dire,34 mi Dulcinea, mi Aude, mi Isolda, mi Virginie,
mi Charlotte no correspondió a las encendidas glosas que le dedicaba, y antes
bien, perdió todo el respeto que por mí podría tener, al ver la debacle
académica en la que su culto me había sumido. Durante un “turno” en Pavas -
no hubo fiesta, ese año, a la que yo no me sumara- se sube con un compañero
de la clase -buena figura, cuerpo de bailarín, mediocre inteligencia- en el
mismo carro de la montaña rusa. Yo voy detrás, con otro compañero. Los veo
abrazarse y gritar al unísono. Al día siguiente eran novios. Lo preví, y para
ocultar mi humillación decidí no ir clases durante un par de días. Una tarde
cualquiera bajamos a pie, ellos, otros amigos y yo, los empinados caminos de
Concepción de Tres Ríos -emplazamiento del Liceo-. Van abrazados. Yo no
sé qué cara poner. Estoy lacerado hasta lo más profundo de mi ser. “Ich
grolle nicht! Ich grolle nicht!”35 -me repetía una y otra vez, invocando, como
siempre, a mis maestros amados, en este caso a Schumann y Heine (¡qué
fuente de poder y de confortación, era y sigue siendo para mí la música!)
Viviana se me acerca, para no privarme de “escolta”, y me dice: “Vas a ver
que eso no dura. Son cosas de carajillos. Arriba con el ánimo”. Sursum
corda,36 sí. De todos mis compañeros ella fue la única que entendió la
verdadera razón de mi derrumbe académico: un amor inconfeso y
desesperanzado. Veo a mi querida amiga bajar conmigo la cuesta de
Concepción: habrían de ser las cuatro de la tarde, la lluvia nos había dado una
tregua, el aire tenía esa diáfana, limpia textura que sucede a los grandes
aguaceros, y el sol, como una sonrisa a través de las lágrimas, despuntaba
entre los grises nubarrones. Una tarde translúcida, sí, una tarde pura, una
tarde joven, con aroma a cafetos, a follaje y tierra húmeda.
Viviana era una persona alegre, jovial. Sería el más craso de los errores
imaginarla como un ser taciturno y angustiado. Le gustaba reír, pero solo
cuando la risa no suponía ensañarse contra alguien. Era el tipo de persona a la
que le gustaba reír con la gente, no de la gente. No podía ser de otra forma,
en una casa en la que -es el decir de Vilma- “nadie era serio”. Por supuesto
que la afirmación no debe ser tomada literalmente, pero el hecho es que
Vilma, Viviana y sus numerosas tías, eran capaces de reír una tarde entera,
proponiendo ocurrencia tras ocurrencia. Muchas de esas conversaciones
hechas de deliciosos disparates fueron grabadas en audio, y sé que Vilma las
conserva entre sus más preciadas posesiones.
Corría ya el año 1980, cuando Viviana me llevó a hacerme examinar por un
homeópata -suerte de chamán- para que este valorara si había algún
tratamiento alternativo para mi hemofilia. Ella tenía razones bien fundadas
para creer en la homeopatía: su asma había sido curada con este tipo de
medicina. Pero me temo que la hemofilia es más complicada: el cuerpo no
produce los factores que posibilitan la coagulación, y no será mediante una
pócima homeopática que comience a generarlos. Fui a la cita sin albergar la
menor esperanza, y creo que hice bien. El homeópata me dio un par de
brebajes, que tomé sin convicción ni resultado. Pero nada de eso importaba: a
mí me gustaba hacerme mimar, y estaba dispuesto a ir a cualquier lugar
donde me dieran atención y cariño. Fui a ver al homeópata -un hombre bueno
y discreto que vivía cerca de la plaza de Curridabat- porque Viviana iba
conmigo: eso fue todo.
Pero no solo mi salud era preocupación frecuente para Viviana: mi
desarrollo como artista también la hacía reflexionar. Un día de junio de 1979,
cuando estábamos en quinto año, me llevó a conocer al poeta e intelectual
Isaac Felipe Azofeifa, con quien tenía un vínculo amistoso de larga data.
Llegué a la casa del escritor acompañado por Viviana, y nos sentamos a
conversar en su estudio. Caía la tarde, la lluvia había cesado, y de pronto
sentí que el tiempo suspendía su curso para propiciar la intimidad del
momento. Viviana y don Isaac hablaron profusamente. Yo me limitaba a
escuchar. Después de una media hora, el poeta se retiró momentáneamente.
Viviana me miró: “la cosa no va por donde queremos, ¿no es cierto? Eso lo
vamos a arreglar: cuando vuelva don Isaac yo me voy a la sala, y así ustedes
dos podrán hablar de cosas de escritores”. Y exactamente así lo hizo.
Entonces, por supuesto, la tesitura de la conversación cambió drásticamente.
Le leí a don Isaac alguna cosilla de mi autoría. “¿Cuánto más has escrito?” -
me interpeló-. “Mucho”. “¿Cuánto es mucho? ¿Un tanto así?” -y abrió las
manos para sugerir el volumen de mi trabajo-. “No, no, mucho más que eso”
-reí yo-. Don Isaac abrió entonces un paréntesis, y me dijo algo muy simple,
pero muy potente: “Si usted persiste en escribir, si sigue produciendo y
creando, le puedo garantizar que en algunos años será un autor reconocido.
Es fundamental no dejarse desanimar por nada: el mundo está lleno de
miserables. Usted limítese a seguir, seguir, siempre seguir: inexorablemente,
usted será un magnífico escritor”. Cuando Viviana me vio salir del estudio de
don Isaac, advirtió de inmediato el brillo de mi mirada: “Funcionó, ¿no es
cierto?” “Sí, claro que funcionó, Vivi. Mil gracias”. Justo al salir de la casa
del poeta, la lluvia reabrió hostilidades. Bueno, siquiera había tenido la
consideración de observar una tregua mientras un chiquillo y su poeta
intercambiaban sentires.
31 “Las palabras de la tribu”: Mallarmé: “Tombeau d´Edgar Poe”.
32 Hinchazón
33 “Hace pensar que el Diablo hace bien todo lo que hace”: Baudelaire: “L´irrémédiable”, de Les Fleurs du Mal.
34 Sobra decirlo.
35 “No te odio, no te odio”: título de una canción del ciclo Dichterliebe, de Schumann, sobre textos de Heine.
36 “Corazones en alto”.
XIX

“Vivi, ¿vos qué pensás de Raskolnikov?”


“Pues que era un asesino. Un maldito asesino: eso es todo”.
“Asesino sí, pero no maldito”.
“¡Ah, ahora resulta que hay asesinos admirables! ¿Por qué? ¿Tenía “estilo”
para asesinar? ¿Era un artista del asesinato? ¿Vas a salirme con El Asesinato
como una de las Bellas Artes, de De Quincey, o con El Vino del Asesino, de
Baudelaire?”
“No, te equivocás: por una vez, no pienso estetizar nada”.
“No te creo, pero dale, igual vas a terminar saliéndome con tus maestros
venerados”.
“Seamos muy objetivos, muy fácticos. Veamos las cosas como son. Por un
lado, tenés a una vieja miserable, una usurera, una bruja, una arpía que ha
estafado a medio San Petersburgo. Compra tiliches por un centavo, y los
revende a precio de oro. Su mezquindad, su codicia han acarreado marejadas
de dolor: mujeres que han debido dedicarse a la prostitución, personas que se
quedaron sin techo, familias que no tienen qué comer, seres que han
empeñado las más preciadas de sus posesiones… Vivi, por el amor de Dios:
la vieja es un agujero negro: su avaricia, su rapacidad impedían que el menor
fotón escapase a su monstruosa fuerza de atracción… Era asquerosa, un
aborto del infierno, un personaje carente del menor -oíme bien-, del menor
atributo que pudiese redimirla. Hasta Dostoievski, el escritor de la piedad y la
misericordia, el hombre que veía a sus personajes -aun a una sabandija como
Fyodor Karamazov- con cariño, con benevolencia, se descubre, en este caso,
incapaz de empatía alguna con la vieja. Jamás creó un personaje tan
unidimensional, tan irreductiblemente negro. ¿Qué te dice eso?”
“Sí, convengo: yo no habría querido tener a la vieja por abuela, pero, ¿me
da eso derecho de asesinarla?”
“Vivi, aunque Dostoievski nos la describe como una mujer en los setenta,
tenés que entender que, considerando la expectativa de vida de la época -
estamos en mitad del siglo XIX- pasaba por una anciana, por un decrépito y
terminal vejestorio. Sus setenta años equivaldrían hoy en día a cien”.
“¿Y? ¿Era esa una razón para matarla? ¿Es menos criminal matar a una
persona el día antes de su muerte, que matarla cuando le queda toda la vida
por delante?”
“Raskolnikov la describe, literalmente, como una vieja achacosa, necia,
estúpida, mala, un ser que no es útil para nadie, sino que, por el contrario,
hace daño a todo el mundo, que no sabe por qué vive, y que mañana morirá
de muerte natural”.
“¿Vos la hubieras matado?”
“Ese es justamente el punto. Sí, creo que la hubiera matado”.
“Raskolnikov es un hombre enfermo, Jacques. Un hombre muy, muy
enfermo, y tanto más peligroso por cuanto sabe disfrazar su enfermedad -sus
propensiones de asesino- bajo todo tipo de racionalizaciones. Dije
“racionalizaciones”, no “razones”. La “racionalización” es elaborada
postjuicio, es una mentira que alguien se fabrica para maquillar la verdadera
naturaleza y el móvil de sus acciones”.
“¿Y no puede ser que ambas cosas sean ciertas?”
“¿Cómo es eso?”
“¿Que Raskolnikov sea un hombre enfermo, pero también un visionario y
un justiciero?”
“Ya sé para dónde vas: la “enfermedad” de Raskolnikov solo sería
percibida como tal por una sociedad mediocre y perversa. Su “enfermedad”
es, antes bien, una manifestación de hiperlucidez excepcional. El
Raskolnikov “sublimizado”, el asesino convertido en ángel de la muerte, en
espada flamígera… No, no, no, Jacques: yo sé que a vos te hacen gracia esas
hipótesis, pero la verdad es que no son sostenibles. Raskolnikov era un
megalómano, un teomaniaco, un hombrecillo con delirios de grandeza, vos
sabés muy bien a qué me refiero: su modelo era Napoleón Bonaparte, creía
en una raza de hombres superiores, de aristócratas del pensamiento, de
Übermenschen que estarían más allá del bien y del mal. El cuento de
Nietzsche: la moral del “gran señor”, y la moral del “vasallo”. Raskolnikov se
autodecreta “gran señor” y pone a prueba, con su asesinato, su verdadera
fibra espiritual. Y es ahí donde viene su decepción: finalmente, resultó ser un
patético homicida, carcomido por la duda, la culpa, el remordimiento:
después del asesinato no hace otra cosa que tentar su suerte y deambular por
las calles de San Petersburgo, perseguido por su propia mortaja. ¡A fin de
cuentas, no era más que un mediocre como tantos otros, un homicidita
pueblerino, lleno de “imperativos categóricos”, regurgitando a Kant como
cualquier curilla de provincia! ¡Un vasallo, y de sí mismo: eso es lo que
resultó ser! El dolor de Raskolnikov no tiene nada que ver con la condición
humana, o el sufrimiento de la sociedad de cuyo martirio es testigo, y sí tiene
todo que ver con su amor propio vapuleado, con su orgullo herido. Es un
monstruo narcisista y una especie de autista moral: vive en su madriguera, en
un cuartucho pestilente, rumiando sus fantasías delirantes, y haciéndose
alimentar por la muchacha que atendía los cuartos de alquiler… algo de lo
que el rufián tampoco se ocupaba: ¡no pagaba su renta! Por poco diría que se
trataba de una especie de Gregorio Samsa, excepto que Gregorio, el
pobrecito, era inofensivo”.
“Nadie te pide querer a Raskolnikov: no niego que era un hombre
complicado. Pero su línea de pensamiento, en lo que atañe al asesinato de la
vieja, no carece de mérito”.
“¿Ah, sí? No me salgás con el cuento del “utilitarismo”.
“Sí te salgo: la ética utilitarista de Stuart Mill y Bentham…”
“Esa no es una ética: es una antiética, y solo es razonable en el ámbito
económico… et encore!”
“No me persigno con Stuart Mill ni con Bentham. Si querés conocer mi
sentir al respecto, ninguno de los dos me resulta simpático. Creo, eso sí, que
su concepción economicista de la felicidad y la infelicidad -cuestión de
volúmenes o cantidades- es muy atendible. Si la muerte de un hombre va a
significar la vida de diez, entonces hay que matarlo; si la infelicidad de un
pobre miserable va a garantizar la felicidad de mil, es necesario dejar que la
balanza nos diga qué hacer. No es una filosofía particularmente atractiva,
pero creo que merece reflexión”.
“Un hombre encierra en sí mismo a toda la humanidad: matándolo a él
matamos también a la humanidad, no podemos lesionar una parte sin herir de
muerte al Todo. El dolor de un solo ser humano es razón suficiente para
mover cielo y tierra, bastará para que corramos a hacer por él absolutamente
todo lo posible, para que nos lancemos en su auxilio: él vale por toda la
humanidad, él es toda la humanidad. La otra, la humanidad que se escribe
con mayúscula, no es más que una abstracción”.
“Te leo exactamente lo que Raskolnikov le dice al oficial, en el capítulo VI
de la novela…”
“¿Siempre andás con el viejo libro bajo el brazo?”
“Sí, siempre: dejame ser loco. Y es el mismo que leímos en primer año:
aquí están tus notas y las mías, las márgenes tienen ya casi tanto texto como
la novela. Y ahora callate: te leo a Raskolnikov. Por una parte, unas fuerzas
juveniles, frescas, que se marchitan y se pierden por falta de sostén; ¡y esto a
millares y por todas partes! Cien, mil obras útiles que podrían crearse las
unas y mejorarse las otras con el dinero que le ha dejado esa vieja al
monasterio. Centenares, miles de vidas quizás que podrían entrar en el buen
camino; docenas de familias salvadas de la miseria, de la disolución, de la
ruina, del vicio, de los hospitales… ¡Y todo con el dinero de esa mujer! ¡Que
la maten y que su fortuna se emplee en bien de la humanidad! ¿Crees tú que
el crimen, si hay crimen en eso, no sería ampliamente compensado por miles
de acciones buenas? Por una sola vida, millares de vidas arrancadas al
infortunio; por una persona suprimida, cien que podrían vivir… ¡Es una
cuestión puramente aritmética! ¿Y qué puede pesar en la balanza social la
vida de una vieja decrépita, estúpida y mala? No mucho más que la
existencia de un piojo o de una cucaracha. Incluso diría yo que mucho
menos, porque esa vieja es una criatura maligna, un azote para sus
semejantes. Hace poco, en un acceso de cólera, le mordió un dedo a su
hermana Isabel, y, ¿qué te parece?, le faltó poco para arrancárselo de cuajo.
Y cuando el oficial arguye que la naturaleza debe ser respetada, Raskolnikov
responde enérgicamente: Amigo mío, la naturaleza puede ser corregida,
enmendada, pues de no ser así quedaríamos sepultados bajo los prejuicios.
Sin eso no habría ni un solo gran hombre. Se habla del deber, de la
conciencia, y no quiero decir nada en contra, pero, ¿cómo entendemos estas
palabras?
“Ahí lo tenés: Raskolnikov sueña con ser “un gran hombre”. No le interesa
nada más. Es todo menos un filántropo, un ser caritativo y hondamente
preocupado por el dolor de la humanidad. Él solo quiere demostrarle al
mundo -pero para eso debe comenzar por demostrárselo a sí mismo- que
puede actuar siguiendo un código ético diferente -y superior- al que rige las
vidas de sus mediocres, provincianos, gazmoños, miopes y medrosos
coetáneos. Todo, en la vida de Raskolnikov, se reduce a ideas: el juego, el
combate, el cotejo, la corroboración o refutación de ideas. Es un hijo del
racionalismo, del idealismo, del utopismo que nos viene desde Moro,
Spinoza, Leibniz, a su modo Descartes, luego Rousseau, y los
protosocialistas Saint-Simon y Fourier, el propio Marx, todos los
“diseñadores” de paraísos… la obsesión con las utopías es una triste herencia
de los griegos: Platón fue, a su manera, un utopista. En esa misma línea de
pensamiento, Raskolnikov se ha impuesto a sí mismo el asesinato de la vieja
como una especie de prueba “de pasaje”, un rito “de crecimiento”: es el acto
que le valdrá ser admitido en la raza de los Übermenschen, y es también la
verificación empírica de una hipótesis. ¡Pobre lunático! Hace de la vida un
subproducto de las ideas, en lugar de entender que las ideas solo pueden ser
engendradas por la vida y desde la vida”.
“Raskolnikov es un filósofo…”
“Pues si lo era, bien le hubiera hecho leer El problema de nuestro tiempo,
de Ortega y Gasset, y familiarizarse con el concepto de “razón vital”: la vida
no se acomoda a los sistemas de pensamiento: es el pensamiento el que debe
acomodarse a la vida, concebida esta como valor supremo”.
“Asumamos que Raskolnikov era, en efecto, un racionalista totalmente
divorciado de la vida, que se pasaba el tiempo escuchando el dulce murmullo
de sus ideas en…”
“En las tenebrosas cavidades de su cerebro”.
“Como querás. Los hechos son estos: la vieja es una alimaña: matarla sería
un acto de “poetic justice”. Ha amasado en su guarida una fortuna con dinero
mal habido. Ha extorsionado y desvalijado a la mitad de Rusia. No le quedará
más que, a lo sumo, un año de vida. Nadie la va a echar de menos, su muerte
no generará dolor -ni siquiera en su sumisa y explotada hermana-. Antes bien,
muchos serán los que celebren su deceso. Si muriese mañana, sus riquezas
irían a caer en manos de una banda de monjes vagabundos y disolutos. Si la
matamos y nos apoderamos de sus bienes, podríamos devolver a sus víctimas
el dinero que perdieron, realizar obras en beneficio de la comunidad, mejorar
el nivel de vida de miles de personas, diginificar a los miserables.
Podríamos…”
“Jingle bells, jingle bells, jingle all the way… ¡Llegó San Nicolás! ¿O
preferís ser Robin Hood, robándole a los ricos para darle a los pobres?”
“Ponete seria. Si la vieja muere de muerte natural, el dinero se pierde, y se
pierde de la más lamentable manera: subsidiando los excesos de un montón
de monjes decadentes. Si la asesinamos, haremos felices -o aliviaremos el
infortunio- a miles de personas. Rectificaríamos la historia, el destino, la
providencia, la ley de la causalidad, como querás llamarlo. ¡Seríamos la
justicia! Bueno, siquiera su mano inmarcesible…”
“Así pues, ¿la Ley sería únicamente para los mediocres? Los seres
superiores, como Raskolnikov y vos, ¿pueden saltársela?”
“Vivi: vos sabés esto mejor que yo. Legalidad no equivale a justicia. Un
acto puede ser legal pero no legítimo. La sociedad está llena de leyes
profundamente injustas. La ley no sanciona todo lo que debería sancionar -
ese es su límite hacia abajo- y tampoco premia todo lo que debería premiar -
ese es su límite hacia arriba-. Hay acciones legales que en el fondo son
abyectas, asquerosas, cuando se contemplan desde la perspectiva de la
caritas, de la ética implícita -no de la explicitada en códigos y constituciones-
, de la decencia, entendida esta como respeto por la integridad psíquica y
física de los demás. Un usurero, un prestamista a lo Scrooge, lo Gobseck o lo
Shylock es un ser observante de la ley, ¡pero cuánta indecencia, en su
conducta! Y correlativamente, hay comportamientos que la sociedad
condena, cuando nada hay en ellos intrínsecamente malo. Un individuo puede
ser un ciudadano modelo -jamás transgrede la ley-, y al mismo tiempo ser un
perfecto miserable. Es lo que Comte-Sponville llama “un rufián legalista”.
“Yo no estoy sacralizando la ley: creo que hay, en efecto, leyes injustas, y
urge modificarlas. Pero atención: no hago de la ley un fait de nature, no
siento -como Raskolnikov- que la ley sea naturaleza, y que como tal
tengamos el derecho -aun más: la obligación- de enmendarla. La asimilación
que propone Raskolnikov de un hecho natural y un constructo cultural me
parece nefasta”.
“Sí, es nefasta, más aun, abominable: te lo digo porque conozco a alguien
que se ajusta exactamente a ese tipo de razonamiento: todo cuanto es -en la
sociedad-, es por obra de un orden superior, natural, determinado biológica e
históricamente. Todo es, por lo tanto, bueno, y mal haríamos en querer
cambiar nada en este perfecto diseño. Pero ese no es el punto. El punto es que
Raskolnikov descubre que tiene el poder de reparar lo que sí es reparable: la
sociedad”.
“No puede hacer que lo que fue no haya sido nunca: su poder es una
ilusión”.
“En efecto, no puede reparar el dolor y la injusticia del pasado. Pero puede,
siquiera, dédommager a quienes sobrevivieron a tales horrores. La
indemnización rara vez funciona en el plano real (no hay suma de dinero con
la cual se pueda compensar el pretium doloris de una mujer que fue
aporreada, violada y robada). ¡Pero funciona en el plano simbólico: es la
razón por la cual la mayoría de la gente se acoge a ella! Te recuerdo un punto
de la mayor importancia: Raskolnikov va a matar a la vieja con la certeza de
que nadie lo descubrirá: en términos logísticos, es un crimen fácil y seguro.
Así que los aspectos “prácticos” de su gesto están resueltos. Tiene todo a su
favor: después de hondísima y sincera cavilación, está convencido de que su
acción es correcta -más aun, perentoria-; con ella endereza, corrige la historia
hacia el pasado -el ajusticiamiento de la vieja- y hacia el futuro -el dinero que
distribuirá entre quienes fueron sus víctimas-; el homicidio confirmará su
autopercepción como un hombre superior, y su teoría sobre la moral
reservada para los seres excepcionales; last but not least, el asesinato viene
con el nada despreciable bono de una seguridad a prueba de todo accidente.
La mesa estaba servida”.
“Pues falló en todos sus puntos -incluso el de la “seguridad”-. La más
estrepitosa de sus pifias consistió en asumir que, como “hombre superior”,
estaría dotado de enzimas espirituales que le permitirían digerir fácilmente su
crimen. Pero resulta que “Pepito Grillo” le salió respondón. Lo que más
amargura le acarreó a Raskolnikov fue el hecho de haber descubierto que, a
fin de cuentas, era una criatura vulgar, pacata, adocenada… Creía ser el peor
entre los mejores, y resultó ser el mejor entre los peores. La vanidad de
Raskolnikov era insondable”.
“¿Le falló el punto de la “seguridad”?
“¡Pues claro que sí: no previó los efectos de su incontrolabe tendencia a la
autodelación! ¡Pequeño detalle “lógístico”!
“Él entiende bien su predicamento. Conversando consigo mismo, dice:
Admitamos que la vieja fuera un error, no se trata de ella. La vieja no fue
más que un obstáculo… Yo quería saltarlo lo antes posible… ¡No maté a una
criatura humana, sino un principio! ¡Maté el principio, pero no supe pasar
por encima de él, quedé del otro lado!
“Eso, Jacques, es precisamente lo que detesto de Raskolnikov: la forma en
que hacía del mundo entero un tubo de ensayo para verificar o deconstruir sus
teorías éticas. No digo que no tuviera cualidades -era generoso, solidario,
compasivo-, sucede simplemente que instrumentaliza el mundo, como si este
estuviese ahí para su uso personal. Y seamos francos: no mató un principio,
¡mató un ser humano, por ruin y nocivo que fuese! Convengo en que los
principios están ahí para ser revisados periódicamente… ¿pero matar a una
persona? No, no, no… eso es otra cosa. Pasamos de un juego teórico a una
realidad existencial”.
“Así que no reconocés mérito alguno en el gesto de Raskolnikov”.
“Ninguno, Jacques, ninguno. Como Hamlet, padece de la tendencia a
pensar más de la cuenta y es dubitativo en la acción. Pero Hamlet tiene
mucha más nobleza que Raskolnikov. El Príncipe de Dinamarca era un
pensador, más aun: un gran pensador, un verdadero filósofo. Raskolnikov, en
cambio, es un sofista”.
“In fine, Vivi, ¿hubieras vos matado a la vieja?”
“Nunca, jamás, de ninguna manera. Ni siquiera me hubiera planteado el
problema. ¿Y vos?”
“Yo sí”.
XX

Viviana era golosa con la lectura, ya lo creo que sí. Leía de manera
asombrosamente rápida, y luego digería, decantaba, cribaba, reflexionaba…
La lectura -como acto físico- consumía para ella poco tiempo. En cambio, la
lectura -como rumia, como incorporación de contenidos- era la obra de una
vida. Sí: fue en 1977 cuando leímos por vez primera Crimen y castigo, pero
luego pasamos cuatro años “leyéndolo” à deux, à rebours, a través de
nuestras conversaciones. Era otra Costa Rica. Había tiempo para pensar, el
ocio fecundo era considerado un privilegio (recordemos que neg-ocio
significa “negación del ocio”), y Viviana y yo bien podíamos sentarnos a
“tardear” -bella expresión campesina- en algún café, sobre el césped de la
universidad, o bien en su casa.
Ocasionalmente íbamos al cine, con mayor frecuencia al teatro. Los
setentas fueron una década bendita para las artes dramáticas en Costa Rica.
De Brecht, vimos La Evitable Ascensión de Arturo Ui, Los Fusiles de la
Madre Coraje, y El Círculo de Tiza Caucasiano. De Valle-Inclán, Los
Cuernos de Don Friolera y Divinas Palabras. De Giraudoux, La Loca de
Chaillot. De Beckett, Esperando a Godot. De Jarry, Ubu Rey (visita de Peter
Brook a San José, en julio de 1979). De Ibsen, El Enemigo del Pueblo (que
fuimos a ver a la Compañía Nacional de Teatro, con Yves Debroise y toda la
clase de quinto año, Letras, en 1979). De Feydeau, Gato por Liebre. De Lope
de Vega, Fuenteovejuna. De George Bernard Shaw, La Profesión de la
Señora Warren. De Maquiavelo, La Mandrágora. De René de Obaldía, El
Sátiro de La Villette (con nuestro profesor, Yves Debroise, encarnando a
Monsieur Paillard, en el pequeño teatro de la Alianza Francesa). De
Corneille, El Cid (en el mismo escenario). De Chéjov-Simon, Antón el
Hombre. De Goldoni, La Hostelera. De Aristófanes-Boal, Lisístrata (que,
para no aterrorizar al público costarricense, fue rebautizada Lisa). De Gentile,
Hablemos a Calzón Quitado. De Pfeiffer, Pequeños Asesinatos… Sí, años
gloriosos para el teatro en Costa Rica. Esos que sucedieron a la creación del
Ministerio de Cultura y la Compañía Nacional de Teatro en 1971, y que
vieron el apogeo de diversos grupos independientes, nutridos por actores y
directores chilenos, uruguayos y argentinos, en su mayoría.
Exceptuando uno que otro escenario, el teatro costarricense es, al día de hoy
-viernes 20 de mayo de 2016-, un burdel. Un prostíbulo, sí. Programaciones
concesivas, vulgaridad, pachuquería, bazofia, procacidad… menos que
excremento. Pero eso sí: excremento altamente rentable. No es que la gente
quiera basura. Es que los profesionales del teatro, a fuerza de infligirle
excremento al público, han terminado por generar una demanda real,
objetiva, por las heces. Pero no nos engañemos: la oferta precedió -¡y por
cuánto!- a la demanda. Lentamente, calculadamente, insidiosamente crearon
en el público una apetencia por la materia fecal, y ahora, por supuesto, se
abocan a satisfacerla silbando en el camino. Pienso en Viviana: jamás hubiera
puesto un pie en los prostituidos templos de estos mercachifles de la cultura.
Jamás, jamás: eso puedo asegurárselos.
Viviana y yo compartimos escena en noviembre de 1973, cuando
estábamos en quinto grado: montamos la fábula “El Cuervo y la Zorra”, de
La Fontaine, para una velada escolar de fin de curso. Ella era la zorra, yo el
cuervo -por cierto, I did not have a say in the casting-. Yo siempre fui un
pésimo actor. Sin alcanzar por ello las cimas de Sarah Bernhardt, Viviana
entendía mejor que yo el juego dramático. Volvimos a las tablas en 1978 con
Las Bodas de Fígaro, de Beaumarchais (apenas una escena en la que yo
interpretaba a un implausible Conde Almaviva, ella a Suzanne). Finalmente,
en la ceremonia de fin de curso y graduación de colegio, en noviembre de
1979, participamos en una obrilla tan mediocre que prefiero no revelar su
nombre ni su autor. Nos divertimos, pero pronto comprendimos que nunca
seríamos un dúo actoral de la dimensión de Lawrence Olivier y Vivien Leigh,
o de Charles Laughton y Elsa Lanchester. Con frecuencia evoco estos
pecadillos dramatúrgicos, y me doy cuenta de que no es poco lo que les debo
(mis actividades como pianista, escritor, conferencista y productor de
programas televisivos y radiofónicos -en suma, como docente y
comunicador-, han demandado de mí más recursos histriónicos de los que
quisiera admitir).
El teatro dejó en nosotros una huella infinitamente más honda que el cine o
la música (en lo sustantivo, yo seguía yendo a mis conciertos solo). En Los
Fusiles de la Madre Coraje, yo sentí que la protagonista debería haber
empuñado los fusiles desde el principio: Viviana, por el contrario, consideró
que su gesto guerrero final era una debilidad. Sí, por asombroso que parezca,
en una niña que estaba ad portas de asociarse a una organización que asumió
la autoría de diversos crímenes graves, Viviana no creía en la Madre Coraje.
El belicista ahí era yo: ella apostaba por la paz, y nunca aplaudió a la
“agonista” (Unamuno) brechtiana. “Es una vieja miserable, Jacques, ¿no te
das cuenta? La Madre Coraje representa la más perversa de las alianzas: el
comercio y la guerra” -me decía, casi frenética-. Pese a los
“Verfremdungseffekten” (“efectos de distanciamiento”) implementados por
Brecht, yo fui lo suficientemente ingenuo para identificarme con la Madre
Coraje, con todo su dolor, hice de ella un personaje real -no una alegoría-, y
experimenté justamente eso que Brecht quería evitar en los espectadores: la
catarsis aristotélica. Mucho más sagaz, Viviana le infligió todo el peso de su
juicio ético: la Madre Coraje era una ramera de la guerra, una mercachifle de
la muerte. A fe mía que no sería ni la primera ni la última vez en que
disentíamos de algo.
Un Enemigo del Pueblo (1979, Compañía Nacional de Teatro, dirección de
Oscar Fessler) logró lo imposible: hacernos coincidir en nuestro sentir ante
una obra literaria. Una frase del heroico, del íntegro, del indoblegable Doctor
Stockmann me marcó para siempre: “He descubierto que las raíces de nuestra
vida moral están completamente podridas, que la base de nuestra sociedad
está corrompida por la mentira”. Pierdo la cuenta del número de veces en que
me he sorprendido a mí mismo repitiéndomela a solas. Viviana, como yo,
pensaba que las concurridas aguas del balneario local, infectadas por una
bacteria letal, eran un trasunto de todo cuanto en una sociedad puede estar
podrido, y goza empero de la protección y promoción del Estado. El Doctor
Stockmann -y bien se ve por qué su firmeza, su divina intransigencia de
adolescente, a lo Antígona, nos había hechizado-, se eleva como un faro
ético, como un insobornable e inintimidable heraldo de la Verdad. Pero claro,
su honestidad cívica, su compromiso con la salud del pueblo, su deber de
galeno y de ser humano, le valdrán ser repudiado -con toda su familia- por las
autoridades “oficiales” del lugar, a la cabeza de ellas el corrupto e
inescrupuloso Alcalde. Lo último que a Stockmann preocupaba era la
popularidad, la imagen halagadora que de él propusiese la comunidad: era
todo menos un arribista, un escalador, un crowd pleaser. Está dispuesto a ser
declarado “El Enemigo del Pueblo”, y arrostrar el odio, la sanción colectiva,
y el hostigamiento de su familia por amor a la Verdad. “Ibsen juega desde el
título mismo de la obra con la noción de enemigo público. El verdadero, el
único enemigo del pueblo son los intereses económicos que operaban como
motor de la sociedad noruega de finales del siglo XIX” -me decía Viviana-.
Los “intereses económicos”, sí, era una noción que me gustaba. Sin embargo,
los “intereses económicos” son una mera abstracción: los verdaderos
enemigos eran la masa adocenada, la masa acéfala, la masa enfurecida, la
masa ignorante y lobotomizada, la masa oclocrácica y ácrata que era capaz de
lanzarse al mar con una piedra amarrada al pescuezo, si un hábil sofista, un
prestidigitador de las ideas, en suma, un demagogo, un flautista de Hamelín
político la instaba a hacerlo. Así lo sentí desde la raíz del alma cuando vi la
obra, así lo intuyó también Viviana, y Un Enemigo del Pueblo pasó a
constituir una de las “piezas de colección” de nuestro íntimo museo de la
grandeza literaria y, más abarcadoramente, de la belleza artística.
Me conocía endemoniadamente bien, Viviana. Y era implacable conmigo.
“Te gustaría hacer las veces del Doctor Stockmann, ¿no es cierto?” Yo me
esforzaba torpemente por negarlo: “No”. “¡Por supuesto que sí! ¿Y sabés
qué? ¡A mí también!” La vida nos dio a ambos la oportunidad de ser el
Doctor Stockmann. Viviana lo fue a su manera, combatiendo la podredumbre
desde la clandestinidad, y muriendo por ello en el campo de batalla. Yo…
Pues yo he tenido que encarnar al Doctor Stockmann prácticamente cada día
de mi vida, en los más diversos frentes, y arrostrar, como él, la condena
pública, por exponer la infecciosa marisma, hirviente de miríadas de
bacterias, que constituye el popularísimo y rentabilísimo “balneario” de
nuestro país. Porque en Costa Rica, ese “balneario” simbólico se ha
extrapolado a la totalidad de la cultura. La gangrena de la estulticia y la
vulgaridad se extiende, tal una mancha violácea, sobre toda la superficie
social. Por lo que a mí atañe, yo declararía Un Enemigo del Pueblo lectura
obligatoria en todos los colegios de Costa Rica, y ordenaría que la obra
estuviese permanentemente en cartelera, como lo han estado La Cantante
Calva, de Ionesco, en París, y La Ratonera, de Agatha Christie, en Londres,
por más de sesenta años.
Una película que me ha enamorado a través del tiempo, y sobre la que he
escrito profusamente, es Jaws, de Steven Spielberg. ¿Será necesario decir que
la fui a ver con Viviana? De hecho, asistimos al estreno, el 25 de diciembre
de 1975, en el cine Metropolitan. Luego volvimos varias veces, siempre a
instancias mías. Si traigo el film a colación, ello es porque la historia del
escualo cebado en carne humana en las populares costas vacacionales de
Martha´s Vineyard, Massachusetts, nos ofrece alguna sorprendente afinidad
con Un Enemigo del Pueblo. El personaje Larry Vaughn (Murray Hamilton),
alcalde de Amity Island, insiste en dejar que los turistas llenen las playas,
durante el festivo fin de semana del 4 de julio, a sabiendas de que el
depredador rondaba los predios. El jefe de la policía, Martin Brody (Rod
Scheider) encarna una especie de avatar del Doctor Stockmann, alerta,
responsable, pero sobreseído por el poder político del alcalde. El resultado de
la imprudencia es que el tiburón vuelve a atacar, cobrando una nueva víctima.
El alcalde no tiene otra preocupación que la prosperidad económica de la
comunidad -que reposa en el atractivo turístico de las playas-, e ignora el
peligro que supone la presencia del tiburón. También el escualo de Jaws es
alegorizable -la codicia capitalista- supongo, pero no nos vamos a perder
ahora por esos andurriales.
Viviana exhibía la gloriosa inflexibilidad de los adolescentes (recordemos
que fue asesinada a la edad de dieciocho años con cuatro meses). La vida no
le dio la oportunidad de podrirse, de degenerar en Creonte, de sucumbir al
cinismo, de descubrir a qué punto luchar contra la podredumbre supone,
siempre, luchar contra sí mismo. No se puede combatir la marisma sin hundir
nuestros pies en ella. Quien sea demasiado pacato mejor hará en quedarse en
la casa tejiendo canastas. No se puede conjurar el mal sin ensuciarse:
dejémosle la asepsia a las enfermeras y a los maniacos compulsivos que se
lavan las manos cada minuto. Por poco envidio a Viviana. Su muerte brutal y
prematura la preservó, sub specie aeterniatis, en su pose de rebelde
incorruptible, de joven idealista lo suficientemente madura para entender que
no basta con embelesarse en la bobalicona y narcisista contemplación de los
ideales, sino que hace falta luchar por ellos. Viviana superó precozmente la
fase narcisista en que la gente se enamora de sus ideales por el mero hecho de
que son suyos. Ya a los dieciocho años sabía que ningún ideal es de nadie, y
que el ideal no era un espejo hecho para embriagarse en la imagen de la
propia belleza moral, de la sublimidad de nuestras almas.
Viviana solo podía ser Antígona, solo podía ser el Doctor Stockmann, solo
podía ser Juana de Arco. Estaba condenada a ello. Negociar, pactar, transigir:
abyectos verbos. Adaptarse a un mundo aberrante es completamente
reprensible. Si la sociedad es un tanque séptico moral, la única opción ética
es desadaptarse de ella. Lo único aceptable es combatirla. La única salida es
ejercer esa bendita facultad que llamamos sindéresis: el discernimiento del
bien y el mal. Guerra sin tregua y sin cuartel. Cualquier otra cosa es
indecente. “No” es la más bella palabra jamás creada. Cuajada de
significación. ¡Tan simple: dos fonemas, un monosílabo! Palabra - acción,
palabra - gesto, palabra - resistencia, palabra - grito guerrero. A decir verdad,
un verdadero himno. Viviana creía en la cultura de la resistencia. Sí, el
mundo está ahí para ser vencido, no transformado.
Nunca vimos, pero sí leímos, No Habrá Guerra de Troya, de Jean
Giraudoux. Una vez más, Viviana sentía -era más que una intelección- que la
guerra entre griegos y troyanos era un absurdo. Se identificaba naturalmente
con los personajes que se oponían a la conflagración. Y sobre este punto, me
dijo algo que no solo no olvidaré mientras viva, sino que posiblemente
recuerde después de muerto. “Jacques: vos sos escritor. Hay un mensaje muy
importante para vos, en esta obra. ¿Sabés a cuál me refiero?” Temí lo peor…
y no me equivoqué. “Démokos, el poeta “oficial”, el poeta “del Reino”, el
poeta “de la Corte”: un fanático belicista que habla hermosamente, un
imprudente demagogo que esgrime la palabra con galanura, que no carece
ciertamente de recursos retóricos, pero pone todo su arte al servicio de la
espada. Ya sabés exactamente como quién no hay que ser. Te lo dice
Giraudoux, que, tal las sombras de los muertos atenienses, empuja las puertas
de tu casa. Ahí tenés al antimodelo por excelencia para un escritor. Nunca,
nunca pongás tu pluma a los pies de intereses sórdidos. Que jamás tengás que
sentirte responsable por haber arengado a tu gente a alguna acción insensata,
en virtud de tu pluma privilegiada. Y recordá que Démokos muere croando
“como lo que siempre fue: un sapo”. No es así como querés morir, ¿cierto?”
Era devastadora, Viviana. Todo lo comprendía, todo lo comprendió
siempre. ¿He sido Démokos? He sido todo lo excelso y ruin que se pueda
concebir. Es posible que ocasionalmente no haya valido más que Démokos…
sí, es un hecho que debo considerar. Siquiera no he muerto aun croando
“como lo que siempre fui: un sapo”. Tengo tiempo para revisar mis
pronunciamientos.
Estaba en Houston, trabajando en mi doctorado en Estudios Culturales
Franceses (habría sido durante el año 2001) cuando tuve la oportunidad de
ver el video de un montaje de la obra (¿la Comédie Française?) donde el
personaje de Démokos era interpretado por… pues por un actor nacido para
tal papel: el horroroso, siniestro, diminuto Claude Piéplu (¡hasta el nombre es
disfónico y ridículo!) Cuando vi a Piéplu encarnar a Démokos, toda la vileza
moral del poeta “de la Corte” se me vino encima como una avalancha de
detritus. Lo vi, lo vi largo rato, y oí sus grandilocuentes y ampulosas rimas.
Comencé a preguntarme si por desventura no me parecería yo físicamente a
Piéplu. El comentario de una amiga bastó para tranquilizarme…
momentáneamente.
Creo que a Viviana le produjo más honda impresión Electra, también de
Giraudoux, que No Habrá Guerra de Troya. Su perspectiva de mujer puede
haberla hecho sentirse particularmente próxima a la heroína griega. De esta
obra retuvo siempre una frase que no cesaba de repetirme -y de repetirse a sí
misma-: “Il faut se déclarer” (“Hay que declararse”). ¡Cuántas veces, en
momentos de incertidumbre y tribulación, en esas horas que no sabemos con
qué nombre nombrar (Victor Hugo), me he descubierto a mí mismo
reiterándome, por poco mántricamente: hay que declararse! Tal es el primer
paso de todas las batallas.
Leímos mucho, leímos mucho y bien, durante los últimos años de la
secundaria. En quinto año, bajo la guía entusiasta de Yves Debroise,
estudiamos El Extranjero, de Camus. Viviana no sentía mayor simpatía por el
pobre Meursault. Pienso que lo consideraba un antihéroe, un ser miserable,
una criatura primaria, elemental, carente de redeeming qualities. Yo, por el
contrario, entendía bien a Meursault: comprendía que le gustase hacerle el
amor a Marie Cardona; que le gustase bañarse en las playas de Argel; que le
gustasen las películas de Fernandel; que le gustase fumar; que le gustase
retozar al sol; que le gustase comer huevos y chocolate; que le gustase la
sensación que le deparaba la toalla seca después de lavarse las manos; que le
gustase ir al restaurante de Céleste; que se hubiese enredado en el siniestro
affaire de Raymond… comprendía incluso que, bajo la espada vertical de un
sol infame, haya disparado cuatro balazos contra el árabe que no le quitaba la
vista de encima. Todo eso lo comprendía, sí. No le exigía sublimidad. No le
exigía nada: la verdad, acepté el personaje tal cual Camus nos lo propone.
Sus respuestas características -“me da lo mismo”, y “¿qué quiere decir eso?”-
me parecían perfectamente honestas. Viviana no sentía empatía por él. La
desconcertaba, en particular, el hecho de que El Extranjero hubiese sido
votada la mejor novela del siglo XX. La distinción le parecía exagerada,
desmesurada. En nada contribuyó que viéramos en la Sala Garbo la película
de Visconti, con Marcello Mastroianni en el rol de Meursault (1967). El
sentir de Viviana encontraría resonancias mucho más tarde en mi vida. He
ofrecido conferencias sobre El Extranjero, y lo he releído en contextos
académicos. Lo que he podido constatar es que Meursault afecta a los
hombres y a las mujeres de manera diferente. Estas suelen declararse
unimpressed por el personaje: su vacuidad, su pobreza espiritual, su
imposibilidad para trascender el “estadio estético” de la vida, y acceder a los
estadios “ético” y “religioso” (Kierkegaard), su naturaleza primaria,
irreflexiva, las deja indiferentes, cuando no abiertamente decepcionadas. En
general, los hombres no tenemos mayores reparos contra Meursault. Pero lo
que más irritaba a Viviana eran las escenas con el cura y todo lo atinente al
juicio. Su punto era este: no se puede juzgar a un hombre sin juzgar,
implícitamente, a la sociedad que lo engendró. La figura del “antisocial” era
inconcebible, toda vez que no había ser humano que no fuese un subproducto
de su sociedad. En suma, la que debería haber sido llevada al patíbulo, era la
sociedad que permitió la eclosión de la aberración Meursault, no “el hombre
pobre y desnudo, enamorado del sol, que no deja sombras”, al que se refiere
Camus. ¡Si hemos de aceptar el dictum orteguiano según el cual “yo soy yo y
mi circunstancia”, pues entonces que sea sometida a juicio, y sea ejecutada
también la circunstancia, junto al condenado! ¿Meursault, “un apasionado de
la verdad y el absoluto”? ¿El hombre “que se niega a mentir”? ¿El “hombre
rebelde”? ¿El “héroe del absurdo”? ¿El “hombre ajeno a las reglas del juego
social”? ¿El “único Cristo que nuestra época merece”? (decires de Camus).
De todo eso hablamos, sí, sí. Fue tan vano como persuadirla de enamorarse
de un hombre por el cual no sintiese la menor atracción natural.
Pero si Viviana no era precisamente una adalid de Meursault durante la
primera parte de la novela, su actitud con respecto a él cambiaba
radicalmente después de que lo ponen tras rejas. Y esto lo digo, ¿por qué?
Porque en este gesto, en esta súbita, incondicional adhesión al personaje tan
pronto es privado de libertad, Viviana se nos revela en cuerpo y alma. Esa era
ella, sí. La socorrista a tiempo completo. Tan poco entusiasta con Meursault
mientras este no hacía otra cosa que tomar baños de sol y refocilarse con
Marie, Viviana se convertía en una fiera para defenderlo cuando es sometido
a las extorsiones teológicas del cura, a la violencia psíquica y verbal del
fiscal, y a la prepotencia del juez de instrucción. Expongo nuevamente su
perspectiva sobre el “caso Meursault”, y lo hago, poco más o menos, con las
palabras que le escuché quizás una docena de veces: “Si, en efecto, yo soy yo
y mi circunstancia (Ortega y Gasset), de ello se seguiría que no podemos
juzgar a un hombre sin juzgar también el sistema en que está inserto. Todos
convenimos en repudiar a Homais, el pedante farmacéutico de Madame
Bovary. Pero la verdad es que sus vicios no son solo suyos: son,
esencialmente, los de su cultura y de su siglo. Embriagado de positivismo
fanático, anticlerical à la mode, producto degenerativo y grotesco de la
Aufklärung, pseudo-humanista de pacotilla, víctima de la superstición
cientificista y maquinista de principios del siglo XIX… y todo ello, además,
en versión miopemente provinciana. Créanme: lo detesto como la que más,
pero no podría llevarlo a la guillotina. No, por lo menos, sin condenar
también a todo su siglo”. Esta era siempre su línea de pensamiento. Una
óptica panorámica y durkheimiana sobre las cosas: Meursault, el individuo,
no existe: existe únicamente el sistema que lo engendró. Viviana se encendía
en com-pasión (padecer-con) por el presidiario Meursault que, desde su
nuevo mundo de rejas, descubre, valora, justiprecia la riqueza, la plenitud de
la vida que ha perdido. La goza desde la pérdida, la canta en tanto que
desterrado, la sorprende en toda su hermosura… al precio de saber que nunca
más le hará el amor. Un momento de iluminación, de epifanía, en la asfixia
de una celda oscura, valía por todo cuanto en su vida no había comprendido.
El Meursault que adquiere conciencia -tardía en términos vivenciales, pero
ciertamente puntual en términos filosóficos- de la belleza del vivir, se eleva
de pronto al nivel de un gran héroe trágico. Y ahí Viviana se deshacía de
piedad por él. Era bello, asistir a su transfiguración. No creo que ella misma
se diese cuenta del proceso que tenía lugar en su interior. Bien me guardé de
señalar lo que en su ramalazo de caritas podía haber de contradictorio o
incoherente: yo me limitaba a observar con ternura la metamorfosis, y me
abstenía de interferir en ella. Después de todo, la contradicción no es signo de
que uno esté equivocado. Por cierto que, correlativamente, tampoco la
coherencia prueba que uno esté en lo correcto. Observa Unamuno, en Del
Sentido Trágico de la Vida: ¿Decís que me contradigo? ¡Buena cosa, pues
eso prueba que aun soy humano!
XXI

Nuestra clase llevaba una vida social borboteante pero razonable: no


éramos juergueros, pero ciertamente sabíamos divertirnos. No pasaba una
semana sin que se oficiara una fiesta. ¿Cumpleaños, despedidas, bienvenidas,
festividades patrióticas y religiosas rigurosísimamente observadas… bajo la
forma de improvisadas francachelas? Poco importaba. No creo recordar la
razón “oficial” de una sola de las muchas fiestas a las que asistí. Solían ser
celebradas en casas particulares -algunas eran físicamente más adecuadas que
otras: recuerdo haber asistido a una que reunió a veinte personas en una salita
que no medía más de cuatro por cinco metros-, pero no era raro que las
efectuáramos en discotecas. Solíamos ir a “Infinito”, en el Centro Comercial
“El Pueblo” (cuando caminar por este pintoresco lugar no significaba todavía
ser atacado y desvalijado a la vuelta de cada esquina), y a “Cocoloco”, en el
mismo emplazamiento. Por mucho, los mejores recuerdos que guardo son de
la primera: la segunda nunca fue de mi agrado. Otra discoteca a la que
íbamos era “Barroco”, contigua al legendario restaurante “El Chicote”, en
Sabana norte. Ya ninguno de los dos existe. Asumo que alguna vez debemos
de haber ido a “Leonardo´s Disco Club”, pero de este embrutecedor reducto
guardo muy imprecisos recuerdos. En general, “Infinito” era, por mucho,
nuestro refugio favorito. Tenía su gracia, el lugar: a diferencia de “Leonardo
´s Disco Club”, los bailarines no eran expuestos en una tarima central, para
que ofrecieran espectáculo a los consumidores de guaro, subrepticios entre
las sombras de la galería. Siempre detesté la sensación de ser visto sin poder
devolverles a mis atisbadores la mirada, y por lo demás, yo no iba a bailar
para que la gente me viera, antes bien, me sentía a gusto en “Infinito” porque
era oscuro, y nadie podía ver con quién bailaba, y cómo bailaba. Viviana
solía concurrir a estos dancísticos cónclaves. Debo de haber bailado con ella
docenas de veces, pero, ¡ah misterio!, no logro recordar una sola de nuestras
“coreografías”, el nombre o tema musical de la pieza que habríamos bailado,
el lugar donde la bailamos, ni si hablábamos mientras bailábamos… En
honor a la verdad, tampoco recuerdo nada sobre las competencias dancísticas
de nuestros compañeros… todo se ha disuelto en la bruma del olvido.
¿Bailaba Viviana bonito? Sin duda. Su cuerpo menudito pero recio la hacía
idónea para todo tipo de ritmos.
Sin embargo, en el curso de estos bailes solía suceder lo inevitable: nos
cansábamos de los mismos sonsonetes, del aturdimiento general, del
bombardeo sónico de miles de decibeles en nuestros tímpanos, de la
penumbra circundante, y salíamos del lugar -¡ah, el aire frío de la noche
ensanchando nuestros pulmones!- para sentarnos sobre un pretilillo exterior,
y poder hablar sin tener que competir con el fragor de la “música”, y terminar
desgalillados. Ahí nos sorprendieron una noche Vilma y Carlos, cuando
vinieron a recoger a Viviana. Ahí, sí, aislados, automarginados y felices.
Vilma nos invitó amablemente a entrar en el carro, me depositó sano y salvo
en mi casa, y después se fue con Viviana a la suya. Al día de hoy Vilma no
cesa de evocar la imagen: Vivi y yo sentados en el pretil externo de
“Infinito”, hablando sobre… Franz Kafka: las novelas El Proceso y La
Metamorfosis, y los cuentos En la Colonia Penitenciaria y La Sentencia, que
fueron las obras que tuvimos la ocasión de comentar. El incontournable Yves
Debroise nos había espoloneado a leer estos textos, en particular los tres
últimos. Y los devoramos de una sola dentellada. ¡Ah, qué ilusión, irnos
adentrando en estas obras inmensas, perdernos los dos por sus zigzagueantes
laberintos psíquicos y metafísicos!… De nuevo, al precio de proferir un lugar
común tan chato como socorrido, diré que estas novelas y cuentos cambiaron
para siempre nuestras vidas. Sé cuán atípico -por no decir extravagante-
resulta ir a bailar a una fiesta, un viernes por la noche, para terminar
discutiendo a Kafka. Pero así éramos nosotros, ese era el espacio en el que
nos encontrábamos y reconocíamos… ¿qué más decir?
El Tercer Mosquetero, el brillante y carismático Ricardo Valverde, se
sumaba con frecuencia a nuestros coloquios. Él era también un espíritu de
excepción, pero acaso sus correrías tras enaguas de todos colores, extensiones
y diseños, su mente ocupada por pensamientos bastante menos que beatíficos,
y la excesiva radicalidad de su pensamiento político, lo hacían menos
maleable para el juego sutil de la plática literaria. Pero era y sigue siendo un
amigo entrañable, por poco, un hermano del alma. Éramos muchachos sanos
y jóvenes. Muchos en la clase de quinto año bebíamos alcohol -¡con
moderación!-, uno que otro fumaba, nadie usaba esos infectos venenos hoy
eufemísticamente llamados “drogas recreativas”, la vastísima mayoría éramos
vírgenes y castos. Solo cuatro -entre los quintos años de Letras y de Ciencias
sumados: un total de sesenta estudiantes- habían hecho el amor en pleno: tres
mujeres y un hombre, y no eran tampoco muchos los que habían dejado sus
manos o labios merodear por los paraísos que todos conocemos. “Algún día,
hijo, todo esto será tuyo” -asumíamos todos-. Sin duda, algunos habían
rondado por aquí o por allá, pero solo cuatro habían consumado el acto.
Cualquiera hubiera podido advertir en su demeanor un no sé qué de
suficiencia, la actitud de los machos o hembras alfa asumidos, de veteranos
algo blasés, llenos de secretos con respecto a quienes no habíamos aun
recorrido aquellos mares ni anclado en tan perfumadas islas. Naturalmente,
tendíamos a respetarlos, y los veíamos ingenuamente como figuras de
autoridad. Pero, sin duda, éramos muchachos sanos. ¿Una ocasional
borrachera? Lo único que probaba tal percance era cuán poco familiarizados
con el alcohol estábamos, y lo pésimos bebedores que éramos. No hubo en
nuestra clase problemas de embarazos no deseados, de niños tirados al garete,
de criaturas entregadas para la adopción, o de madres solteras que debían
abandonar los estudios y todo sueño profesional para dedicarse a cuidar su
crío. Jamás, jamás, jamás jugueteamos con la cocaína, la piedra, la heroína, el
LSD, la marihuana, el cemento, los opiáceos, la morfina, la codeína, el
hachís, el éxtasis, o las drogas medicinales que suelen generar cuadros de
farmacodependencia. Salvo por la marihuana, esta cornucopia de porquerías
no era de fácil adquisición, en la Costa Rica de los años setentas. Y nosotros
tampoco queríamos experimentar sus deletéreos, degenerativos efectos. No
nos suscitaba curiosidad, consumir drogas no era a la sazón considerado cool,
y todos teníamos de ellas una bien fundada imagen satánica. Hoy en día, este
veneno se adquiere en cualquier pulpería. Costa Rica tiene bandas abocadas
al narcotráfico, con dealers conocidos por sus motes inusitados, por poco,
personajes de la farándula. Costa Rica es un modelo en el fenómeno de la
glamorización mediática del criminal.
Viviana jamás probó un cigarro. Teniendo en casa un buen surtido de
bebidas espirituosas que Vilma y Carlos ocasionalmente degustaban, no
mostró nunca el menor interés en probarlas. Nada: ni vino, ni champán, ni
whisky, ni ron, ni tequila, ni guaro de café, ni siquiera rompope. No los
tomaba en su casa, y a fortiori, menos aun en la calle. Poco después de su
entrada a la universidad, en 1980, tuvo problemas con un jovenzuelo que
siempre la esperaba en el pretil, frente al edificio de Estudios Generales, para
ofrecerle marihuana gratuita. Viviana declinaba, y el cretino la seguía por el
campus tratando de hacerla probar la droga, y asegurándole que él podía
adquirirla a muy buen precio. La situación comenzó a hacerse angustiante,
por poco, un caso de stalking, de acecho. La firmeza y carácter de Viviana
terminaron por desanimar al zarrapastroso. Un buen día lo encaró, le dijo que
ella era asmática, y ese fue el fin de la historia.
Como Dostoievski, Flaubert, Camus, Poe, Ibsen, Giraudoux, Juan Ramón
Jiménez, Rabindranath Tagore, Carlos Luis Fallas y Carlos Salazar Herrera,
Kafka significó un terremoto de magnitud 9.5 con epicentro en nuestras
almas, y tsunami incluido. Viviana se apresuró a leerlo porque advirtió que
yo, más obsesivo de lo habitual, no hacía ya otra cosa que hablar de un tal
José K., de un no menos oscuro Gregorio Samsa, de un quizás más
atormentado Georg Bendemann, y de una máquina diseñada para torturar
seres humanos en una colonia penitenciaria, siniestro alicrejo que me
devanaba los sesos tratando de dibujar. Viviana, por supuesto, no me dejó
solo en mi nuevo delirio -nunca lo hizo- y corrió a leerse las obras de Kafka
que tan poderosamente habían inficionado mi conciencia.
Viviana adoró El Proceso. Quiso entrañablemente a José K., y confirmó
que la sociedad puede ser un pesadillesco engranaje de la persecución y el
suplicio. Sí, Viviana amó al indefenso, desconcertado, arrinconado José K., y
sintió, además, que el retrato que Kafka proponía de la sociedad como
aparato represivo y panóptico (Foucault-Bentham) estaba soberbiamente
trazado. Ese pobre hombre acorralado, que vaga sonambúlico por los hostiles
laberintos burocráticos de la Ley, ese ser humano contra quien se levanta una
causa, y nunca consigue entender de qué se le acusa, y quiénes lo acusan, ese
infeliz que es ejecutado al final “como un perro” (sic), generó un brainstorm
en Viviana. “Es el escritor que mejor ha sabido tipificar al hombre del siglo
XX. Nuestro rasgo identitario no ha sido el terror, la Angst, la Sehnsucht, o el
mal du siècle del hombre decimonónico. Nuestro sentimiento distintivo -el de
toda nuestra era- es la paranoia, el delirio de persecución” -me decía-. Es, en
efecto, la asfixiante tenaza de la paranoia la que ha hecho del siglo XX una
época de perseguidos, fugitivos, migrantes, refugiados, asilados, diásporas…
Todo el mundo busca un locus amoenus donde su vida no corra peligro. Y
Viviana y yo coincidíamos -con cierto grado de deslumbramiento, al verificar
nuestro sentir- en nuestra percepción de la literatura de Kafka.
Cuando leo al gran escritor judío, súbdito austrohúngaro, ciudadano
checoslovaco, que escribía en alemán, y se enajenaba -se tornaba ajeno a sí
mismo- ganándose la vida como un tinterillo, trabajando de día y escribiendo
de noche, sus ojos de lémur, de animal nictálope y noctívago sorprendido y
asustado por un brutal rayo de luz, no puedo evitar preguntarme, ¿quién era
realmente Kafka? No creo que él mismo, hombre de identidades fracturadas,
atomizadas, hubiera podido responder inequívocamente. Los historiadores de
la literatura se apresuran a colgarle el membrete de expresionista, o incluso
de heraldo del realismo mágico. Verdaderamente, amigos y amigas: ponerle a
un artista un gafete y encerrarlo en una jaula estilística es la mejor manera de
no entenderlo, de jamás llegar a su tuétano espiritual. Viviana coincidía
conmigo en que Kafka, lejos de fantasear o fabular nada, se había limitado a
ponerle al hombre del siglo XX un espejo para que en él se contemplara. Por
debajo de los tópicos ocasionalmente fantásticos, Kafka nos propone una
mostración atrozmente realista del mundo. Viviana experimentaba que en su
obra nada era realmente ficticio: la anécdota podría ser un disparate, o una
pesadilla, pero su sustrato existencial era perfectamente real. Basta con salir a
la calle, con ir a una oficina gubernamental, con trenzarse en un lío legal
cualquiera, con llenar un formulario migratorio, con ir a la Embajada de los
Estados Unidos a solicitar una visa, con inspeccionar el organigrama de una
corporación compleja, con ver la forma en que la tramitología se ha
enseñoreado del mundo, en buscar, una y otra vez, siempre infructuosamente,
a las autoridades que rigen los destinos del mundo desde sus inaccesibles
reductos de poder, para darnos cuenta de que Kafka, realmente, no inventó
nada. Tan solo reprodujo, retrató el mundo en el que vivimos, usando para
ello la alegoría. ¿Literatura fantástica? ¡No: realismo de pura cepa! ¿Ficción?
Quizás, pero solo si aceptamos la fórmula de Humberto Eco: La literatura es
una verdad que miente, o la de Cocteau: El artista es una mentira que dice
siempre la verdad. No era un creador de mundos inéditos: era un reportero
dotado de una sensibilidad privilegiada. “Leyó” a su sociedad, la “sintió”, vio
todo lo que en ella había de amenazador, de absurdo, de risible, y como tal la
recreó. A Manet lo llamaron “El pintor de la vida moderna”: de Kafka podría
decirse otro tanto. Querríamos pensar que escribió desde la fantasía y el
onirismo: a lo mejor no hizo otra cosa que retratarnos. Un atento y aplicado
retratista, sí, eso fue.
Después de ingente pesquisa -en 1979 no había tiendas de videos- logramos
encontrar la versión cinematográfica de Orson Welles, con Anthony Perkins
interpretando a José K., Romy Schneider y el propio Welles en los papeles
protagónicos. La película -que se toma infinitas libertades con respecto a la
novela- cumple soberbiamente, empero, con la misión de recrear el opresivo,
claustrofobizante mundo onírico de Kafka. Comienza con la alegoría del
cuentito Ante la Ley -que engarza perfectamente con el tema medular de la
novela, pero no deja de ser una tremenda licencia de Welles, en su abordaje
del texto- y nos encantó, a Viviana como a mí. Luego lo de siempre con
Welles: esos techos bajos -¡bajísimos!- que pareciesen aplastar a los
personajes, la desolación del infinito hangar lleno de mesas y sillas vacías a
través del que José K. camina zigzagueando, y por sobre todo, ese momento -
toda gran película lo tiene-, ese momento que nos hizo saltar a Viviana y a mí
sobre nuestras butacas. José K. está por abrir una puerta descomunal, detrás
de la cual se delibera su caso. La puerta pareciese pigmeizar al infortunado
José K. Mientras está cerrada, el silencio es absoluto. Pero en el instante
mismo en que la abre, estalla como mil cañones el más horrísono y
multitudinario rugido humano que quepa imaginar: la sala estaba repleta más
allá de todo lo que podía suponerse, los jueces parecen descomunales, la
gente vocifera, grita, José K. se siente apabullado por la masa sonora que
sobre él se precipita. Pero, ¿cómo podía una puerta -por gruesa y sólida que
fuese- lograr que de un lado el silencio fuese absoluto, y del otro el fragor
reventara con cien mil decibeles de potencia? Solo en el reino de los sueños.
Viviana y yo terminamos de ver la escena con las manos tomadas… El susto
nos había dejado confusos e inquietos. Ese siempre fue “nuestro” momento.
Por lo demás, una frase de José K. se nos entró en el alma como un tósigo:
“Yo quisiera pedir perdón, pero no sé a quién”. Es cosa que todos hemos
experimentado: el ser humano ha desaparecido, solo podemos pedir disculpas
a instancias anónimas de autoridad: una nación, una comunidad, una
asamblea, un comité, una secretaría, una junta directiva, un departamento, un
instituto, un congreso, una corporación, una organización… Pero la
necesidad de ser perdonados está siempre ahí. Sucede, trágicamente, que se
ha quedado sin sujeto referencial: no sabemos a quién dirigir nuestras
disculpas.
El protagonista de La Metamorfosis generó en Viviana un cariño, una
compasión, un nuevo acceso de caritas que no la vi experimentar por
personaje alguno.
“Vivi, ¿quién o qué es, para vos, Gregorio Samsa?”
“Todo ser humano que en uno u otro momento se haya sentido ajeno a sí
mismo (enajenado); que haya experimentado la soledad profunda, la soledad
moral de que hablaba Max Scheler; que se haya sentido inadecuado, torpe,
awkward en sociedad; que desde la raíz del ser se sepa diferente al resto de
los seres humanos; que no hable el lenguaje de los demás; que se sienta de-
culturado en el país donde vive; que se haya percibido a sí mismo como un
deplorable, teratológico engendro; que la sociedad haya señalado y
marginado, acaso por una enfermedad estigmatizante y visible en el rostro de
la víctima, como la sífilis o la lepra; que por momentos haya sentido que
pertenecía a una especie que no era el homo sapiens sapiens; que haya sido
rechazado por aquellos que más quiere, y que configuran su support system:
la familia… ¡Ah, Jacques, tantas cosas!”
“¿No es lícito ver en Gregorio Samsa al santo patrón y vocero “oficial” de
los artistas?”
“En la medida en que arrastren alguna -o muchas- de las calamidades que
he enumerado, sí”.
Pero lo que ambos concluimos fue que Gregorio Samsa era ella, era yo, era
todo el mundo en sus momentos de gloria como de derrape absoluto. Tanto la
excelencia como la mediocridad rampante pueden convertirnos en Gregorio
Samsa. El exceso hacia arriba y el exceso hacia abajo serán percibidos por la
sociedad como una teratología: a los monstruos hay que encerrarlos, no
pueden andar por las calles sembrando el terror entre la gente, y tampoco por
sus propias casas, sumiendo en la consternación y el asco a aquellos que
constituyen su microcosmos doméstico. Gregorio no tenía ni el afecto de su
familia. Hasta su hermanita Greta, cariñosa con él al principio, termina por
repudiarlo y olvidarlo.
“Es desde el fondo del corazón que te confieso, Vivi: yo, cada vez que
tengo que entrar al Liceo con muletas, andadera, silla de ruedas, las
almohadillas protectoras que mi mamá cose al forro interior de los pantalones
y camisas, a la altura de rodillas y tobillos, y renqueo, y me desplazo lenta,
pesadamente, sé que estoy encarnando a Gregorio Samsa”.
“Y eso te hace sentir menos solo, ¿no es cierto?”
“Es absolutamente cierto: Gregorio ha terminado por convertirse en mi
amigo entrañable”.
A tal punto me impresionaron los avatares de Gregorio Samsa, tan honda,
oscuramente le hablaron a mi alma, que me permití escribir una suerte de
segunda parte a la historia de Kafka. El texto data de 1980. Jamás lo he
publicado. Lo transcribiré a continuación porque Viviana lo leyó, lo amó, y
me dio, emocionada, su sentir al respecto. No entiendo por qué el cuentito ha
permanecido inédito durante treinta y siete años. Aquí se los dejo.

Otra metamorfosis

Una mañana, al despertar de un sueño particularmente agitado, Gregorio


Samsa se descubrió transformado a sí mismo en un ser humano. Fue con
dificultad que logró volverse de lado sobre su cama, y aun más arduo
ponerse de pie y dar algunos pasos por la habitación, asiéndose a sus
muebles, y derribando una silla y una lámpara en el proceso. Era
excesivamente aparatosa, su nueva forma. A buen seguro, le tomaría meses o
quizás años adaptarse a tal morfología. Sobre la pared de su habitación,
estaba el cuadro de la Venus de las pieles, con que alguna vez había decidido
ornamentar su por demás estrecho y sencillo cuarto. Al verla, experimentó
algo que nunca había vivido de manera consciente como gusano: el deseo
sexual. La fantasía, el fetiche, la fijación por la imagen de aquella bella -
bellísima- mujer en la pared lo sumía en una sorda agitación, especie de
dolorosa sensibilización de sus terminaciones nerviosas -y de las
terminaciones nerviosas de su alma-. No sabía cómo lidiar con el deseo, con
aquel extraño, inusitado desasosiego. Era de suponer que el cuadro había
sido colgado ahí por su padre: un esfuerzo más por dar a su hijo y su hábitat
un aspecto de normalidad.
Ahora ya no gozaría de los especiales mimos y atenciones de su hermana
Grettel, y los ocasionales raptos de ternura de su madre. No generaría asco,
pero tampoco afecto. Su padre seguiría siendo el déspota doméstico de toda
una vida, y al verlo transformado en hombre, todo cuanto en él había de
cruel se redoblaría. Cierto que el gusano hipertrófico suscitaba su repulsión
y vergüenza, pero su nueva forma humana lo privaría de la molécula de
compasión que su ser otrora le inspirara, y le acarrearía, sin atenuación
ninguna, su ferocidad de Layo senil y ferozmente patriarcal. Más que nunca,
tendría que encarnar ese Edipo del que su identidad de gusano lo había
parcialmente preservado. Tendría que aprender a verbalizar, a formular sus
pensamientos, cosa de la que su helmintológica condición lo eximía. Su jefe
vendría -con toda razón esta vez- a exigir su reintegración a la compañía en
la que fungía como un grisáceo agente de ventas trashumante. Perdería todo
cuanto en él suscitaba compasión, sin ganar ninguno de los privilegios que
suele concedérsele a los humanos bien entrenados en el diario comercio con
los hombres. Tendría que aprender la vida sub specie humani.
Ser un monstruoso gusano lo confinaba a su habitación por celda. Pero
este habitáculo lo preservaba, lo protegía del mundo aislándolo, evitándole
la siempre peligrosa, punzocortante interacción con los hombres. Además,
como helminto podía pasearse por las paredes y los techos: ahora estaba
condenado a la torpe verticalidad de los bípedos, y a la naturaleza
valetudinaria y dependiente de los mamíferos. Era un verdadero tormento,
caminar en dos pies. Antes, sus cientos de patitas rebullían y le permitían
desplazarse como si flotase sobre cualquier superficie. Ahora, cada paso -
lucha denodada contra la fuerza de gravedad- se le antojaba atrozmente
pesado, una constantemente renovada tortura.
Su deseo -tal cual lo delataba el cuadro de la chica cubierta de pieles sobre
la pared- le sería imputado. Por la madre, en primer lugar. Posiblemente
también por el padre. Finalmente, por los rabinos y directores de conciencia
que pululaban en la sinagoga del gueto. Sería tratado como un adolescente
impúber, como un niño que tiene que dar cuenta de sus primeras sesiones de
masturbación. Y sería castigado por ello, inexorablemente castigado, sí. El
deseo lo es por principio, y su satisfacción doblemente. Correrían a
preguntarle -dentro de los sombríos ámbitos eclesiásticos- si había, desde
que asumiera su nueva forma humana, usado su cuerpo para “actividades
impuras”. ¿Actividades impuras? ¡Pero si apenas descubría el deseo! ¿Qué
podría ser más puro que el deseo, puesto que brota espontáneamente con la
vida? Pero los rabinos eran severos, en particular el guía espiritual de su
madre, el honorable Zvi Bar-Illan, un viejo roñoso que durante años había
pretendido que su forma de gusano era el tormento con que expiaba su
antiguo abandono a la concupiscencia. Sería terrible, lidiar con aquel vejete
nuevamente.
Por otra parte, en su nueva condición de hombre tendría que enfrentar el
predicamento de ser un judío que vive en Praga, escribe en alemán, va a la
sinagoga tirado por la oreja, es habitante de Bohemia -por lo tanto súbdito
del Imperio Austro-Húngaro-, que quiso estudiar filología germánica e
historia del arte, pero fue forzado a desempeñarse como abogado para una
compañía de seguros de accidentes laborales, que tuvo que forzarse a
desarrollar ojos de lémur para escribir por la noche, soportar el horror de la
tuberculosis y sus atroces hemoptisis, y amar sucesivamente a Felice, Milena
y Dora, de manera puramente epistolar… o casi. Antes era un simple gusano.
La helmintología habría podido determinar fácilmente a qué especie
pertenecía. No hubiera tenido que dilucidar problema alguno de identidad.
¿Cucaracha, escarabajo, ciempiés? Poco importaba. Ahora, en tanto que
hombre, tendría que definirse. Responder a la abrumadora pregunta: ¿qué
diantres soy? ¿Judío, alemán, checo, austrohúngaro, escritor, notario
público, eterno soupirant? No cabía duda: la identidad era, en primerísimo
lugar, un problema. Cada vez más precaria, plural y fragmentada, una
noción esencialmente elusiva. Y ahora, ¿tener que lidiar con todo eso
nuevamente? Los animales no tienen identidad: pertenecen a una taxonomía
biológica, y eso les basta. Él era un animalito fácilmente clasificable. Aun
cuando el mundo lo viese como un monstruo, era la criatura más normal del
planeta. Era ahora, que emergería la monstruosidad de su multiculturalismo,
de su ambigüedad vocacional, de su incapacidad para erguirse ante el padre
e ir por la mujer amada. De ahora en adelante no solo sería Gregorio
Samsa, sino también José K., Karl Rossman y Georg Bendemann -entre
otros-. Lo juzgarían -cosa que nadie hubiera hecho con un gusano-, lo
declararían culpable, lo procesarían y posiblemente lo ejecutarían.
Otra cosa lo atormentaba. Pese a haber devenido hombre, la manzana
incrustada en su caparazón -ahora su espalda- seguía ahí, podrida, y
convertida en una ulcerada, turgente tumoración de colores lívidos que
sugerían ya la putrescencia, quizás la gangrena. La manzana del pecado
original, sí, esa con que su padre lo bombardeara en un acceso de iracundia.
Y el tumor -coronado por la podrida fruta- dolía, dolía, dolía... Las criadas
que lo desdeñaran y barrieran a escobazos como insecto volverían a la casa,
y sería la más atroz de las humillaciones tener que enfrentarlas, con su
manzana y su tumor que ya constituían harto visible joroba. ¿De qué manera
encarar a aquellas tres miserables que habían ignorado su dignidad de ser
sensitivo, pensante, noble y humano en medio de su monstruosidad? ¿Cómo
convencerlas de que no volvería a transmutarse nuevamente en alimaña?
Había inspirado repulsión y algo de compasión, en tanto que helminto.
¿Afecto? Durante algún tiempo, el que recibió de Grettel y, de manera
intermitente, su madre. Ahora únicamente sería objeto de juicio, de
evaluación, y sin duda de rencor por el dolor infligido a la familia. Su
soledad no se atenuaría en lo absoluto. Antes bien, se haría más abismal,
siendo incapaz de esa forma de compañía virtual que es la compasión o la
empatía (em-pátheia: sufrir con). Lo tirarían a la calle al día siguiente, a
restablecer sus contactos comerciales y recuperar su trabajo, para seguir
contribuyendo con las finanzas domésticas. Una fuerza de trabajo: eso era.
Eso, y nada más.
Más honda, más negra y más silente sería su soledad, sí. Gritaría y ni
siquiera el eco respondería a su clamor. Antes era un gusano normal. Ahora
sería un humano anormal. El artista, el hipersensible, el vulnerable, el
hombre cuyo corazón, tal un laúd suspendido, vibraba tan pronto lo tocaban
(Béranger). El frágil, el excéntrico, el diferente, el marginal, la criatura
nictálope que escribía afanosamente libros que no pensaba publicar, el
hombre que escribía por el simple hecho de que en ello le iba la vida. Por
poco, un Golem.
Volverían los mediocres, los burócratas, los apparatchiks, “les grandes
personnes sérieuses” (Saint-Exupéry), a instarle a la responsabilidad.
“Gregorio: cásate, trabaja, ten hijos, paga impuestos, ve a la sinagoga,
padece reumatismo, hemorroides, calvicie y obesidad mórbida, procura ser
un buen ciudadano, y muere de cálculos renales en la total obscuridad”. No
entienden, estos cretinillos, estos pigmeos del espíritu, que para el artista
comprometido con su oficio, la noción de responsabilidad debe ser
redefinida. Pero eso no lo comprendería nadie, Gregorio, nadie, salvo quizás
Max Brod o Dora Diamant. Y sobrevendría la real, la más tremenda de las
metamorfosis, la única contra la que hay que luchar a brazo partido:
convertir a un gran artista en una fábrica de embutidos. Por eso serás
siempre una especie de ser teratológico, de criatura poco más o menos
monstruosa, y debes asumirlo: “tus alas de gigante te impiden caminar”
(Baudelaire).
Gregorio se encerró en su clóset. Nadie lo buscaría ahí, y solo el hedor de
su cadáver haría que eventualmente lo encontrasen. La inflamación de la
espalda había adquirido una dimensión que no dejaba lugar a dudas: el
absceso terminaría por reventar, y ello generaría un choque séptico en todo
su organismo. Moriría por segunda vez. No tomaría mucho tiempo. La
manzana se perdía ya, hundida entre los repliegues de una piel violácea y
lustrosa como la morcilla. Era claro que la septicemia iba ya en marcha.
Echó de menos su condición de gusano, pensó una última vez, con afecto
redoblado, en sus padres y su hermanita Gretta, y se quedó dormido.
Yo le leí el texto a Viviana, luego se lo di para que ella lo leyera en la
intimidad. Al día siguiente llegó a buscarme a la Escuela de Artes Musicales.
Era evidente que había estado llorando.
“Jacques, vos no sos Gregorio Samsa”.
“Sí lo soy, ya lo creo que lo soy, por tantas razones que hasta me da pereza
comenzar a enumerarlas”.
“No me gusta verte sufrir. Quisiera que escribieras cuentos y novelas
gloriosas como Kafka, pero no que vivás o murás como él, o como Gregorio,
el más querido pero también el más indefenso de sus hijos. Detesto ver cómo
usás la literatura para hacerte daño a vos mismo”.
“¡No, no: escribo para salvarme, para poder seguir viviendo, mi literatura
no puede nada contra mí: no es una daga que un día voy a volver contra mí
mismo!”
Volvimos sobre el texto muchas veces. Viviana no quería que yo lo
publicase. Le hice caso durante casi cuatro décadas, pero hoy he decidido
desobedecerla. ¿Por qué? Porque creo que ella estaría contenta de verlo, now
that all has been said and done, por fin publicado.
Volviendo al revés y al derecho nuestras primeras impresiones sobre La
metamorfosis, Viviana y yo convinimos en un punto que merece reflexión.
Quizás lo más trágico de La metamorfosis es que nunca hubo tal. Gregorio
Samsa siempre fue un hipertrófico gusano, un monstruo, un inadaptado, una
criatura teratológica, un lusus naturae, objeto de rechazo y confinado a la
soledad radical. Jamás echa de menos la forma que precediera a su mutación,
y en la que supuestamente habría sido querido por su familia y aceptado por
la sociedad. Nunca habla desde la nostalgia o la añoranza. No ha perdido
nada. Siempre fue un ser insular y ajeno al mundo. La “metamorfosis” (de la
que cobra súbita conciencia al despertar de “un sueño particularmente
agitado”) es estrictamente interna, y equivale a una toma de conciencia de su
alienación e irreductible singularidad. Siempre fue un monstruo; sucede,
simplemente, que no lo sabía. Había vivido en “un sueño”. Su despertar
equivale al “¡Despertad!” de tantos libros místicos: es una revelación, el
autodescubrimiento de su verdadera naturaleza, un caer en cuenta de su
monstruosidad. No fue su cuerpo -físico y psíquico- el que cambió, sino la
percepción que de él tenía. Samsa se asume como gusano: no opone
resistencia ni eleva los brazos al cielo, maldiciendo su sino. La metamorfosis
no es otra cosa que la conciencia, la terrible lucidez que lo revela ante sí
como lo que es. Parafraseando a Pascal, Samsa se “convierte” en lo que
siempre había sido.
La Condena y En la colonia Penitenciaria -con su espeluznante,
sofisticadamente cruenta y eficaz máquina para grabar con móviles aguijones
la espalda de los prisioneros, y después de vibraciones y sacudidas, tirar su
cadáver sobre una poza de sangre- también nos estremecieron. En el primer
cuento, siempre me había conmovido el personaje del solitario Georg
Bendemann, que no logra liberarse de un padre castrante, manipulador,
histriónico y apabullante. Lloraba, al llegar al pasaje en que el monstruo
condenaba a Georg a morir ahogado, y más lloraba cuando, mientras
cabalgaba a lomos de la baranda del puente, segundos antes de dejarse caer
en la calzada, evocaba: “Mis amados padres, a pesar de todo, yo siempre los
he querido tanto”. Y con toda perversidad, Kafka pone a su cuento este
acorde conclusivo: “En ese momento atravesaba el puente un tráfico
verdaderamente interminable”. Ni siquiera concierne al martirizado Georg,
víctima de su padre. La observación tiene por efecto, antes bien, aniquilarlo,
borrarlo de la faz de la tierra. Es la manera que Kafka tiene de decirnos: la
muerte de Georg no alterará en lo mínimo el curso del mundo, de la historia,
del cosmos. El final no podría ser más cruel. Nos deja con el nudo en la
garganta, y un irreprimible sentimiento de indignación, de irreparable
injusticia.
En la Colonia Penitenciaria generaba en Viviana una impresión menor.
“Cuando una cosa es tan truculenta, tan espeluznante, tan inconcebiblemente
monstruosa, pierde fuerza, y terminamos por no tomarla en serio” -me decía-.
No creo que el cuento pierda nada de su intensidad, de su punch, debido a la
morfología de la máquina de tormento y expiación a cuya acción eran
sometidos los condenados. En alguna oportunidad le propuse a Viviana que
la máquina, con sus tres niveles perfectamente bien descritos -la cama, la
rastra, el escribidor, de abajo hacia arriba- podía sugerir un isomorfismo con
la tríada humana: cuerpo, mente consciente y mente subconsciente (esta
guiaba el trayecto de las agujas sobre el cuerpo desnudo del prisionero).
Viviana no pareció convencida por mi psicoanalítica lectura. Luego señalé el
isomorfismo político que cabe distinguir en la máquina: en ella
encontraríamos los tres sacrosantos poderes de la república. La cama era el
Poder Judicial, la rastra era el Poder Ejecutivo, y el escribidor haría las veces
de Poder Legislativo. El escribidor era, por así decirlo, el “cerebro” del
autómata, la parte más sofisticada y compleja del engranaje. Viviana
consideró mi hipótesis seriamente.
“La máquina puede ser casi cualquier cosa que querás: creo que Kafka no
hizo aquí otra cosa que dibujar una espantosa, demencial pesadilla: como tal
hay que tomarla. Las pesadillas no necesariamente aluden a la organización
psico-física del ser humano, o a los tres poderes de Montesquieu. ¿No te
parece que interpretar un sueño es, en cierto modo, como analizar -y
esterilizar, diseccionar- un poema?”
“Esto es lo último que hubiera esperado de vos” -repliqué soliviantado-.
“Ahora resulta que Viviana -of all people!- nos viene con el cuento de que “la
vida es sueño, y los sueños sueños son”, de Calderón de la Barca. ¡Pero si vos
has sido la descifradora, la descodificadora, le hermeneuta de sueños in
residence del Liceo Franco-Costarricense, desde que leíste a Freud! ¡Y ahora
venís a glosar líricamente sobre la irreductibilidad de los sueños y la poesía,
sobre el error consistente en prender una mariposa con los toscos dedos del
exégeta, y ver sus alas reducirse a miríadas de granitos de polvo dorado!”
Pero esa era Viviana: tan pronto creía uno haberla pidgeonholed, tan pronto
le asignaba un papel definido en el mundo de las ideas, ella se sacudía gafetes
y etiquetas, y basculaba hacia el otro lado del péndulo. Eso la hacía
fascinante -aunque ocasionalmente irritante-: Viviana era un ser en
permanente producción de sí mismo. Todo marbete -salvo por los
compromisos fundamentales de su vida- estaba ahí para caer el día menos
pensado. Así es la gente inteligente: no admitirán pertenecer a cómodas
taxonomías, y burlarán una y otra vez eso que tanto daño le ha hecho al ser
humano: el reduccionismo.
A Viviana le fueron concedidos doscientos veinte meses de vida terrestre.
Ni un día más, ni un día menos. Ayer, como hoy, mi pregunta es: ¿cómo
llegó a comprender tantas cosas? Y a la mente se me viene el bello título del
compendio póstumo de Yolanda Oreamuno: A lo Largo del Corto Camino.
Hay caminos cortos que nos hacen el efecto de senderos infinitos. Ciertos
seres excepcionales son capaces de compensar intensivamente lo que la vida
les negó extensivamente. Viviana era uno de ellos. ¡Quién iba a decir que,
leyendo En la Colonia Penitenciaria, entraba en contacto con un mundo de
torturadores y supliciados que algún día conocería en carne propia!
XXII

Una vez que la inocencia se ha perdido, la vida no es más que una enorme
bola de inmundicia. Algunos dirán que es precisamente en ese momento que
la conciencia madura, que nos convertimos en seres humanos integrales, que
despertamos a la realidad, que la verdadera vida comienza… Que de
connneries! La pérdida de la inocencia (la fe, el amor, los viejos ideales, la
ternura del niño) es el comienzo de la muerte. No tenemos nada de qué
ufanarnos. Nos vamos endureciendo, poniéndonos tiesos e insensibles… Es
el rigor mortis del alma. La parte blanda, húmeda de nuestro ser, esa asociada
a Mamá, a la compañera quizás ausente, al juego infantil, a la poesía, al mimo
mutuo, a la nostalgia, la risa y el deslumbramiento compartidos; todo eso se
va quedando yerto. Hay quienes creen con ello entrar en “la fase del adulto”.
¡Los pobres! Caminan enamorados de sus nuevos “músculos” espirituales, y
no se dan cuenta de que están muertos, muertos, muertos. ¡Y a esa trágica
erosión de la ternura primal la llaman “madurez”! Váyanse todos al diablo,
imbéciles. Amo mi fragilidad y mi melancolía, que son lo más bello de mi
vida y lo mejor que puedo darle al mundo.
Con Viviana murió mi inocencia. Como diría Neruda, mi alma no se
contenta con haberla perdido. No es que haya sido iniciado en la maldad del
mundo: siempre supe que esa vil cortesanilla andaba por ahí. Fui iniciado en
la locura del mundo: de esa no tenía plena conciencia. El asesinato de
Viviana fue un acto de locura homicida, de vesania, de demencia nunca
diagnosticada como tal.
Después de su muerte, un grupo de compañeros del Liceo nos reunimos
para redactar una carta que sería enviada al periódico La Nación. En ella
debíamos… pues la verdad es que nadie en la clase sabía a ciencia cierta qué
debíamos decir. Asumo que la mayoría pensaba en un texto que, cuando
censurando acremente los actos cometidos por Viviana, procediese luego a
subrayar sus grandes cualidades humanas, en lo que constituiría una especie
de gestión de desatanización de nuestra amiga. Nos reunimos, en primera
instancia, una amiga, mi querido Ricardo Valverde y yo. El cónclave se
celebró en mi casa, una tarde de julio de 1981. Sucedió lo previsible: Ricardo
y yo secuestramos la palabra y, pasando por encima de las observaciones de
nuestra amiga, redactamos el texto como bien nos plació. En la reunión
posterior, en la casa de otra compañera -vecina mía-, la amiga desoída voceó
su insatisfacción con el proceso, y, a modo de disclaimer, declaró no haber
tenido nada que ver con la redacción del texto. Ricardo y yo no tuvimos más
remedio que admitir nuestra arbitraria e irrespetuosa manera de imponer
nuestras ideas, y ofrecer disculpas por ello. Lo que siguió -un intento por
redactar la carta conjuntamente entre los dieciocho compañeros presentes-
fue un absoluto desastre. Pronto vimos que jamás podríamos lograr un
consenso: la verdad de las cosas era que, 1- mucha gente no conocía
realmente a Viviana, en particular las personas que no habían comenzado la
escuela desde primer grado con ella; 2- Viviana no era querida
universalmente por la clase. Había cretinos que, en efecto, veían en ella un
súcubo del averno. ¿Para qué concurrir a una reunión cuyo propósito era
redactar un texto que, en alguna medida, saneara la demonizada imagen que
el país tenía de Viviana si, en el fondo, se compartía esta concepción, y se
deseaba quemar el cadáver de la bruja en una pira, recitando el Malleas
Maleficarum y ejecutando danzas rituales en torno al fuego? ¡Qué
despropósito! Mil veces mejor hubiera sido que los satanizadores redactaran
y publicaran su texto por su cuenta, y nosotros, quienes fuimos los
verdaderos amigos de Viviana, escribiésemos otro texto, ese al que
originalmente todos habían pretendido suscribir. La discusión en torno al
texto se caldeó al punto de que Ricardo impostó un soberbio juramento que
yo, por mi parte, secundé, en canon. Ambos fuimos llamados al orden por el
grupo. El cónclave había sido perfectamente estéril.
Finalmente, la carta se publicó. Una cosa es segura: no había reproducido el
sentir y el pensar de quienes más quisimos a Viviana. Uno de los detractores
solapados de Viviana -un pobre hombre pacato, gazmoño, y completamente
desprovisto de luces- llegó, en determinado momento, a confesar que para él,
Viviana había sido un monstruo. Yo acudí al sarcasmo para aplacar mi
cólera: “¿Cuál monstruo, el de Frankenstein, el de la Laguna Negra, o el de
Loch Ness? Los hay de muchos colores y sabores, ¿sabés?” La ocurrencia
provocó la risa general. Pero ya la atmósfera estaba cargada de disensiones y
mala voluntad. Por fin, los demonizadores -que a buen seguro siguen
siéndolo al día de hoy: eran demasiado imbéciles como para evolucionar, así
viviesen quinientos años- se fueron por su lado, y nosotros por el nuestro.
Transcribo a continuación la carta de marras. Fue publicada en el diario La
Nación, el sábado 11 de julio de 1981. Infortunadamente, el sábado es un día
de baja lectura para los periódicos nacionales, y la fecha coincidía con las
vacaciones “de medio año”: a buen seguro no lo leyó tanta gente como
hubiéramos querido. El documento no suscitó eco alguno en la prensa.
Nosotros, amigos y compañeros de Viviana Gallardo Camacho durante
nuestra época de colegiales en el Liceo Franco-Costarricense, deseamos
externar nuestra posición en torno a ciertos aspectos que nos preocupan
sobremanera, no solo como ciudadanos costarricenses, sino
fundamentalmente, como depositarios de una gran estima por la familia
Gallardo Camacho, con la cual compartimos este momento de
inconmensurable dolor. Porque disfrutamos con ella de todo un mundo de
vivencias y de momentos felices, porque a través de ellos supimos valorar
siempre su verdadera calidad humana, porque durante muchos años la vimos
formarse en el mismo crisol en el que maduraban nuestras propias
personalidades, por todo ello es que consideramos indispensable reivindicar
su imagen, ahora tan inescrupulosamente distorsionada. Condenamos el
terrorismo como método de acción política o como instrumento idóneo para
dirimir las diferencias entre los hombres y reconocemos el lamentable error
en que incurrió nuestra compañera, al tomar parte en actos socialmente
censurables; pero también creemos que nuestro orden institucional tiene los
mecanismos para sancionar a quienes transgredan sus disposiciones. Es por
ello que no podemos sino repudiar la venganza tomada contra nuestra
compañera. No podemos menos que protestar enérgicamente ante la actitud
inconsecuente y especulativa asumida por algunos mercaderes de la
información quienes, con su sensacionalismo, han acrecentado el
desmesurado pesar de familiares y amigos. Exigimos respeto y consideración
para con ella y su familia, pues nadie tiene derecho a “hacer leña del árbol
caído” o, lo que es peor, usufructuar con el dolor de los demás. Finalmente,
deseamos puntualizar que Viviana la compañera que todos nosotros
conocimos y apreciamos nunca fue el monstruo que se ha pretendido
presentar ante la sociedad; aclarar lo anterior no solo es nuestro deber
moral y social, sino algo más… porque como ella decía: “el mundo lo hacen
los verdaderos amigos”.
Ese es el “plato de babas” que sometimos “a la opinión pública”. Lo
primero que execro en esta misiva es su tono patronizing, condescending: la
verdad de las cosas es que, aun en tanto que “árbol caído”, Viviana nos
superaba a todos en inteligencia, pasión, y capacidad de compromiso. Luego,
todo son medias tintas. Así, puesto que eres tibio, ni frío ni caliente, te
vomitaré de mi boca. (Apocalipsis, 3: 16).
Viviana no había escindido la clase con los eventos de junio de 1981. Ya en
1979, con sus valientes pronunciamientos políticos, y con su negativa a ir al
baile de graduación vestida como una princesa de mazapán, como un
primoroso monigotito sobre una torta de quince años, había soliviantado a
una buena parte de los compañeros, y sobre todo, de las compañeras. Después
de su muerte, las animadversiones se creyeron en libertad para manifestarse.
Fue una actitud cobarde: Viviana no estaba ya ahí para defenderse. Es una
historia vieja como el mundo: desaparece la persona que constituía la
disonancia, y las miles de adocenadas, débiles, viscosas consonancias corren
a hacer frente común para proclamar al unísono los defectos de la ahora
extinta disonancia. ¡Qué asco! La llamada falacia ad populum: declarar que,
por principio, la Verdad está ahí donde la mayoría la ve.
Sin embargo, nobleza obliga a reconocer que muchos compañeros fueron
profundamente afectados por el asesinato de Viviana. Sé que lo vivieron
silenciosa y dolientemente. Si no menciono sus nombres es porque no tengo
su autorización para hacerlo. Viviana era una persona muy querida, pese a
que pocos compartían su credo político. Tengo la íntima certeza de que fue
llorada -y quizás lo sigue siendo- por muchos amigos y amigas. En particular,
por aquellos que veníamos juntos desde el comienzo de la primaria (1969), en
cuenta la entrañable Lina Mora y Santiago Ramírez, cuya amistad me honra.
Cuando examinamos los pequeños testimonios que los compañeros y
compañeras escribieron en su anuario, topamos con un sentir frecuente.
Podría ser formulado genéricamente en estos términos: “Aprecio tu valentía e
integridad y te deseo lo mejor para el futuro, aun cuando no comparto tu línea
de pensamiento en algunos temas”. Muchos suscribían a ese velado
disclaimer: “respeto pero no comparto esto o lo otro”. La observación era
innecesaria, una mera -y pomposa- formalidad. Los jóvenes tienden a creer
que sus ideas son muy importantes: lo que en última instancia los identifica y
distingue unos de otros. La verdad de las cosas es que la naturaleza profunda
de un ser humano no emerge sino cuando quitamos toda esa hojarasca que
llamamos “ideología”. La gente no es lo que piensa. Es lo que siente.
Empero, los testimonios conservados en el anuario no dejan lugar a dudas:
Viviana era una compañera muy apreciada (más querida que comprendida,
precisaría yo). Copio a continuación tres reflexiones. Las de sus amigos más
entrañables: Ricardo Valverde, Lina Mora y Santiago Ramírez,
correligionarios políticos y leales compañeros.
Poule: las grandes y pequeñas cosas que hemos compartido juntos, son
parte importante del sabor que en el futuro esta vida tendrá para mí. ¿Hay
acaso que arrancarse de lo más íntimo de nosotros mismos los momentos
buenos y malos que se vienen a lo largo de esta vida? ¡¡¡NO!!! Lo que hay
que hacer es ser auténticos con nosotros mismos y con los demás. Para esto,
la conciencia será siempre el mejor juez y será siempre la línea a seguir para
llevar por el buen camino una amistad. A vos también te digo HASTA
LUEGO, nunca un adiós. Ricky.
No creo necesario decírtelo (porque vos ya lo sabés) cuánto te quiero.
Fueron once años de convivencias que no se pueden olvidar, sobre todo por
esos rasgos tan comunes y esenciales en cualquier amistad. Tené por seguro
que siempre te tendré presente de una u otra forma. Te quiere, Lina.
Vivi: once años no se pueden resumir en unas pocas líneas. Ahora que nos
separamos tal vez para no volvernos a ver, quiero desearte mucha suerte y
decirte que conmigo podrás contar, como yo he podido contar contigo. Santi.
Al día siguiente de la confrontación entre la policía y el grupo al que
pertenecía Viviana -noche del 12 de junio de 1981, con el saldo de cinco
cadáveres: tres oficiales, un taxista y uno de los guerrilleros-, todos los
periódicos del país exhibían en primera plana una foto de Viviana que se hizo
tristemente célebre. Mi amiga salía con las ojeras más sombrías, más
pronunciadas de lo habitual, y con una expresión de profunda tristeza que,
quienes no la conocían, asociaron con el rictus típico del facineroso, del
drogadicto o el criminal perdido. Algunas de las fotos fueron, además,
manipuladas gráficamente para que Viviana luciese tan afín a Lucifer como
fuese posible. La terrible verdad de las ojeras es que no eran tales: se trataba
de hematomas producidas por los golpes que los oficiales del Organismo de
Investigación Judicial (OIJ) le habían propinado. Entre los vapuleadores se
contaba el entonces subdirector del organismo, quien, en un rapto de valentía
ejemplar, de cumplimiento de sus funciones “beyond the call of duty”, había
probado su magnífica musculatura aporreando a una indefensa muchacha de
dieciocho años. Y esa es la historia de las “ojeras”. El súper héroe triturador
de niñas ya murió. Si hay un infierno -cosa que ciertamente espero-, invoco a
todos los demonios en la cruenta historia del mundo, para que sobre el
miserable detritus de su cuerpo ensayen los más dolorosos y persistentes
suplicios, hasta la consumación de los tiempos. Por lo que atañe a la
expresión oscura, perdida, melancólica de Viviana, pues era justamente eso:
tristeza, impotencia, indefensión, e incluso cierta resignación ante lo que le
esperaba. No hay fuego en su mirar: es el rostro de una persona derrotada,
apagada y profundamente abatida. La expresión fue mal “leída”: alguna gente
vio en ella perversidad: ¡no hay tal! Ahí están las fotos, cualquiera puede
detenerse a observarlas.
Abrumada por la terrible omnipresencia de Viviana en la prensa escrita,
Vilma se dirigió al Semanario Universidad, para rogar que no se siguiera
publicando la foto que vengo de describir. La recibió Carlos Morales, gran
periodista, gran intelectual, gran activista político, y gran ser humano.
Después de la petición de Vilma, Carlos Morales le aseguró que en el
Semanario Universidad jamás volvería a salir la foto de Viviana, y menos
aun la de su asesino -típicamente en la misma página-, el Cabo Bolaños. No
contento con ello, Carlos fue personalmente a buscar el cliché de la foto, y
con Vilma por testigo, procedió a destruirlo. Carlos actuó como lo que es: un
caballero, y un hombre profundamente compasivo. Es una pena que los
directores de otros medios de comunicación no hayan seguido su ejemplo. No
era ya una cuestión de orientación política (el Semanario Universidad se
decantaba claramente hacia la izquierda, y por eso podría uno suponer que no
había querido perjudicar más de la cuenta a Viviana), sino un asunto de
bonhomía, de decencia mínima, de respeto por lo esencial humano, de
misericordia con una madre que sufre al ver a su hija tratada como una hiena
feroz, de consideración por eso que más reverencia debería merecernos: el
dolor humano. Aplaudo el gesto de Carlos Morales, y me lleno de orgullo al
llamarlo mi amigo.
Ese rostro de la Viviana sombría, de la Viviana inescrutable, es el rostro del
dolor. Un verdadero mapa de la tristeza. Opaco, torvo, amenazador para
quienes no la conocían, perfectamente transparente para mí. Sé que en él no
hay una molécula de maldad. La gente se equivoca, al tomar por perversidad
lo que no es otra cosa que melancolía. La melancolía y el miedo de una niña
perdida, de una Pulgarcita que dejó que las aves se comiesen sus migas de
pan, y ya no supo reencontrar el camino a casa. De nada nos serviría revivir a
Roland Barthes, para que nos propusiera una mythologie sobre el rostro de
Viviana, un texto afín a la disección semiológica que realiza del rostro de la
Garbo. La cara de Viviana será estrictamente equívoca para todo aquel que
no la conociera íntimamente. Aun para el perceptivo Barthes. Esa foto será
rigurosamente “ilegible” para quien no se hubiese asomado siquiera una vez a
los ojos de Viviana. De ella podría decirse lo que Alfred Cortot observó sobre
la única foto que existe de Chopin, tomada pocos meses antes de su muerte:
es un cuerpo del que el alma estaba ausente, en el momento en que el
fotógrafo captó la imagen. Y, si vemos bien las cosas, hay una profunda,
perturbadora afinidad entre ambas fotos. La expresión es casi la misma, y aun
las ojeras están ahí, para dar más adustez a la imagen. Claro que en Viviana
hay más tristeza que en Chopin: el compositor polaco mira con más severidad
que melancolía, pero ambas imágenes desnudan cuerpos desertados por sus
almas.
Vilma habló también con la periodista Amelia Rueda, a la sazón en Canal
4, para suplicar que las fotos “diabólicas” de Viviana no fuesen exhibidas en
el noticiero. Amelia se portó como una reina, y no volvió a usarlas en sus
programas. Finalmente, Vilma se puso en contacto con los propietarios de
Teletica Canal 7 y uno de los editores de La Nación. Su ruego desgarrador
fue atendido por algunas empresas, y obviado por otras. Cuando el periodista
actúa como un docente -que a su modo lo es-, honra su profesión. Cuando se
comporta como una arpía carroñera que escruta los cadáveres recién
eviscerados por las fieras de la llanura, deshonra su profesión, y envilece a la
criatura humana. El periodismo debe ser docente-decente.
XXIII

Viviana y yo fuimos hijos de un país corrupto. La corrupción: de todos los


antivalores, el más practicado en el mundo político. Quizás Albert Toynbee
tuviese razón, al proponer que las grandes culturas están condenadas a repetir
cíclicamente, milenio tras milenio, las fases sucesivas de infancia, juventud,
adultez, madurez y decrepitud. Uno de los rasgos distintivos de las
sociedades seniles es el decadentismo moral, y la corrupción en la gestión de
la res pública. Y es así como llegamos a la Roma de Calígula, Nerón,
Cómodo, y Heliogábalo. Acaso condenadas a caer, después de alcanzado su
apogeo, por mor de su complejidad, y del grado de diferencia social que se
establece en su estructura interior. Fin de un ciclo, comienzo de otro.
Los expresidentes expresidiarios de los noventas, Rafael Ángel Calderón
Fournier como Miguel Ángel Rodríguez, y el escurridizo José Figueres Olsen
-que escampó el temporal yéndose a vivir a Europa durante diez años, justo el
tiempo necesario para que las acusaciones en su contra prescribiesen-, se
beneficiaron del culto de que sus padres fueron objeto. El caudillismo. Hay
por ahí quienes los defienden por devoción a la imagen de sus progenitores.
Así es la gente. Actúan desde el sentimiento, desde las viejas lealtades, desde
la veneración a la figura, por poco diría, desde la superstición. Se trata de la
nefasta sinergia de dos falacias: el argumentum ad pasiones y el argumentum
ad populum. Sí, ese culto a la figura que -mutatis mutandis- fomentaron con
éxito Hitler, Mao, Stalin, Castro, Franco, Tito, Perón, Ceaucescu… todos
conocemos cómo opera ese fenómeno sobre los pueblos. La razón queda
proscrita, en este tipo de adhesiones: por principio, no está invitada a la
fiesta. En ello radica la definición misma del fanatismo.
Así pues, Viviana y yo nacimos y nos criamos en un país corrupto. Desde
que tengo memoria oigo hablar de la política como sinónimo de corrupción.
Lo he oído de casi todos los presidentes que hemos tenido -con la excepción
de algunos íntegros y probos caballeros de tiempos idos-. Aun a los dos
políticos más ilustres del siglo XX se les atribuyen torvas acciones: hay
quienes afirman que Calderón Guardia habría huido para Nicaragua y luego
México con los fondos del partido, después de ser defenestrado por el coup d
´état de 1948. Su inmensa obra social se vio empañada por la tolerancia al
fraude, el amiguismo político y el amañamiento de los sufragios
presidenciales en que directa o indirectamente participó. El triunfador, José
Figueres, también responsable de trascendentales conquistas sociales, le
habría dado asilo en 1972 a un codiciadísimo prófugo internacional, un
criminal de la justicia americana con el poder para comprar todo cuanto le
diera la gana: Robert Lee Vesco. Este rufián -involucrado en espectaculares
fraudes con agencias de seguros, en tráfico de drogas, en turbias
conspiraciones políticas, en el escándalo de Watergate, entre otras lindezas-
jugó rayuela sobre varios países latinoamericanos, pasando de uno a otro,
siempre en busca de lugares donde no operase la ley de extradición. Con una
“donación” de dos millones cien mil dólares logró que Figueres Ferrer
forzara la aprobación de una ley destinada a asegurar su estadía en Costa
Rica. El “presente” fue depositado en las arcas de la Sociedad Agrícola
Industrial San Cristóbal S. A., ligada al mandatario.
Duele consignar estos hechos, de verdad duele. El periodista Julio Suñol
publicó un valiente, brillante libro titulado: Robert Vesco compra una
República. Fue el affaire público más ruidoso de los años setentas. Vesco
terminó por convertirse en un personaje del folclor nacional. El 10 de junio
de 1972, el Instituto Costarricense de Turismo (ICT) le concedió la condición
de residente rentista. Vesco había escondido su dinero en una red de
empresas falsas, ochenta y ocho de las cuales estaban inscritas en Costa Rica.
También financió el efímero periódico Excelsior, que nunca se refirió a su
status de prófugo, ni exploró su sórdido pasado. Figueres Ferrer dijo, en su
momento: “Ojalá vinieran más Vescos a Costa Rica”.
El estafador no saldría del país hasta mayo de 1978. En 1982 intentó
reingresar a Costa Rica, pero el recién electo presidente Luis Alberto Monge
se lo impidió. En cierta oportunidad Vesco pretendió comprar Barbuda, una
isla caribeña de Antigua, para convertirla en país autónomo y soberano. Por
poco lo consigue. Sí, cosas dignas de una novela de García Márquez. Por eso
nunca he suscrito al término “realismo mágico”: nada de lo que sucede en
Macondo -salvo por la resurrección del gitano Melquiades- es ajeno a
Latinoamérica: historia pura, retrato fidelísimo de nuestra realidad social, la
“magia” de Márquez se limita a una que otra pincelada.
Hasta 1948, el fraude electoral fue la norma en nuestros sufragios. Farsas
electorales. Calderón Guardia y su sucesor, Teodoro Picado, fueron electos,
in all likelihood, en procesos adulterados, efectuados “domésticamente”: los
votos eran contados en la Casa Presidencial, y los resultados obtenidos en las
urnas notificados por cable: ¡cualquier cosa podía pasar! A partir de la
creación del Tribunal Supremo de Elecciones, promulgado en 1949 por la
actual Constitución de la República, el sufragio se convierte en un rito sacro
para los costarricenses: “Es simple, la filosofía de los ticos: voto, luego
existo” -ironizaba el filósofo Roberto Murillo-.
Daniel Oduber, hombre culto, refinado, littérateur, poeta, un político de
agudísimo olfato, una especie de Mirabeau costarricense, magnetismo y
carisma irresistibles, un aura de inteligencia que silenciaba a todos los que
estaban a su lado y los sumía en la devoción, “el gran faraón” -lo llamaban
los miembros de su aterrorizado gabinete- fue autor de una notable obra
social, pero, aparentemente, a través de diversas maquinaciones se enriqueció
de manera que suscitó muchas suspicacias… Oduber era un genio: es cosa
que nadie discute. Resta establecer si fue un genio del bien o del mal, o si
quizás fue ambas cosas. Había nacido para ejercer el poder: era el Príncipe de
Maquiavelo redivivo. Daniel Oduber fue declarado benemérito de la Patria el
17 de abril de 2017: es el más alto honor que la Asamblea Legislativa
concede a un ciudadano costarricense. Previsiblemente, el reconocimiento
generó polémica, y volvieron a cobrar vigencia las impugnaciones del
pasado: Oduber habría recibido dinero del narcotráfico, y gracias a él Costa
Rica se habría integrado al comercio internacional de cocaína. Yo siempre
experimenté simpatía y admiración por Daniel Oduber -aunque no tuve el
honor de conocerlo personalmente-. Fue electo presidente cuando yo tenía
once años de edad: es una de las grandes figuras de autoridad de mi infancia
y adolescencia. No tengo elementos de juicio para pronunciarme en torno a
estas gravísimas acusaciones.
El hambre de poder y la corrupción se han enfeudado de casi todos nuestros
presidentes. Y -ya lo sabemos- la corrupción de los grandes es gran
corrupción: corruptio optimi pessima. Hace cuestión de días visité a un
querido amigo, político de altísimos quilates. Me recibió en su estudio. Sobre
el escritorio vi, entre cúmulos de libros, sendas fotos de Figueres Ferrer y
Daniel Oduber. Mi amigo trabajó de cerca con ambos mandatarios. Le
pregunté: “A fin de cuentas, y después de todo lo que se ha rumoreado de
ellos, decime, aquí en confianza, ¿cómo eran en verdad esos viejos?” La
respuesta fue inmediata. “Brillantes, brillantes: sobre todo Daniel. Pero
ambos tuvieron un problema: no fueron suficientemente diáfanos en la
gestión pública”. Lo dijo con absoluta serenidad, sin malevolencia ni
animosidad. Era obvio que los estimaba: ahí tenía sus fotos bien enmarcadas,
prominentes en su gabinete de trabajo. Otro tanto me había dicho un
prestigioso periodista y abogado, una de las grandes plumas críticas que
nuestro país ha producido. Había tratado a Daniel Oduber íntimamente: “De
todas las personas que yo he conocido, es el hombre que más se acerca a lo
que podríamos llamar un genio político, pero, ¡ay, Jacques: era corrupto hasta
la médula!” No usó el término “tuétano” -que yo hubiera esperado-: lo
recuerdo perfectamente. Sin embargo, el hecho es que nadie pudo nunca
demostrarle nada a Daniel Oduber. El mandatario le ganó dos importantes
querellas al periódico La Nación, que en su momento hizo del conocimiento
público un buen número de presuntas acciones reprensible por parte de
Oduber.
No cansaré a los lectores con la genealogía de fraudes y escándalos que
recorre la historia del cafetal desde su nacimiento como país independiente…
Tinoco, Cortés, Monge, Calderón Fournier, Figueres Olsen, Rodríguez…
nombres para la execración. Y cuando no fueron deshonestidades, fue la peor
de las inepcias, tal el caso de la administración Carazo. Esa fue nuestra cuna,
contrabalanceada por la suma de valores que nuestros padres -de una
limpieza moral acrisolada- nos inculcaron. Mi padre fue durante muchos años
director de finanzas del Banco de Costa Rica: nunca, bajo su égida, se logró
detectar la menor irregularidad en la institución. Administró con infinita
prudencia, honestidad y un arraigadísimo sentido de la realidad. Si no aceptó
la gerencia general -que le fue ofrecida varias veces- ello se debió únicamente
a su timidez, al asco que siempre experimentó -justificadamente- por toda
forma de exposición pública. Para Viviana y para mí, eran dos éticas en
conflicto: la de nuestros padres, y la de la función pública y la historia, que
consistía en una caravana de escándalos cuyos protagonistas quedaban, en su
mayoría, impunes. Titulares periodísticos y noticieros televisivos, un día sí y
el otro también, armando su circo mediático en torno a hombres y mujeres
públicos que usaban sus puestos como trampolines para su propio, exclusivo
beneficio. Como diría Machado, un hombre público que queda mal en
público es mucho peor que una mujer pública que queda mal en privado.
Viviana y yo respiramos corrupción toda la vida. Se dirá que lo mismo -y
aun cosas peores- ocurre en otros países. Por supuesto, las dictaduras
militares, los totalitarismos de cualquier índole. Pero entre los países
democráticos de los llamados “civilizados”, Costa Rica ha generado titulares
particularmente bochornosos por el nivel de putrefacción de su hacer político.
Tal parece que, como dice Ortega y Gasset en Mirabeau, o el político, la
moral de este último es un fenómeno, una aberración axiológica: los
antivalores (la mentira, la demagogia, la manipulación, la ostentación, la
hipocresía) constituyen su esencia, le son inherentes. Su moral es inmoral.
Debe serlo. Un político, con la verdad en los labios y las “manos limpias”,
podrá ser un modelo de ser humano, pero fracasaría como político. Lo que
nos lleva al peliagudo problema del relativismo ético: ¿ha de ser la ética de
un cura esencialmente diferente de la de un jefe de estado?
Sí, Viviana y yo fuimos hijos mellizos de un país corrupto. De un país de
ladrones (cualquier costarricense lo admitiría). Un país en el que robar es una
práctica social ejercida en todos los niveles de la vida: desde el vulgar
carterista callejero hasta el Presidente de la República. Hijos de un país de
pillos y rufianes. Vinimos al mundo cargando sobre nuestras nucas
doscientos años de historia que en mucho se asemejan a una vasta, tenebrosa
galería de ladrones y malandrines… con algunos benditos próceres, hombres
honestos y luminarias que salpican nuestra historia de esporádicos fulgores.
Sin embargo, el costarricense termina por ser ganado en la esfera sentimental,
emotiva, y rara vez reacciona exigiendo el encarcelamiento de los culpables.
A decir verdad, es lo propio de la criatura humana: ¿cuándo ha prevalecido
en nosotros la razón por encima de la emotividad pura? Admitámoslo de una
vez por todas: no somos primariamente razonadores, sino “sentidores”. ¿Es
ello bueno o malo? No lo sé, pero las cosas son como son, punto. “Humano,
demasiado humano” -hubiera dicho Nietzsche-. La emoción es un motor
mucho más potente que la razón. No censuro nada: soy indulgente con este
tipo de reacciones. Las comprendo. El argumentum ad pasiones o falacia
patética será siempre eficaz con los pueblos, con los individuos, con todo
aquel que no someta los decires “oficiales” al correspondiente tamiz crítico.
Hay dos formas de la corrupción: la activa (asaltar un banco, el
proxenetismo, traficar drogas, la evasión fiscal), y la pasiva (devengar un
salario por un trabajo que se desempeña mediocremente y para el cual no se
tienen las competencias necesarias). Dos maneras de robar. La segunda se
nos antoja menos escandalosa, porque es la norma en el sector público -muy
poca gente hace bien su trabajo, la mayoría estafa al sistema de una u otra
manera-, pero no por ello es menos reprensible.
El mundo está lleno de corruptos pasivos: tal es el caso de un alto
porcentaje del sector público en Costa Rica. Francamente, no veo en qué
puede diferir esto, por su peso ético, de planear y llevar a término una estafa
contra un particular. En un caso saqueamos las arcas del Estado, en el otro le
asestamos un zarpazo a un individuo que -concreto, dotado de nombre y
rasgos físicos distintivos- nos acarrea un quantum mayor de culpabilidad.
¿Desfalcar al Estado? ¿Quién o qué es, después de todo, el Estado? Es fácil,
estafar a una abstracción. No tiene rostro, voz o nombre, y a fuerza de
pretender serlo todo, termina por no ser nada. Pero la acción es igualmente
condenable. Esos mismos que señalan al granuja que le arrebata la billetera a
una viejecita que camina por la acera, roban todos los días de sus vidas sumas
incuantificables: de una jornada laboral de ocho horas, no suelen trabajar -de
manera efectiva, concentrada, productiva, responsable- más de dos, a lo sumo
tres. Por lo demás, ven telenovelas, partidos de fútbol o pornografía en sus
ordenadores.
Cierto, el ladronzuelo callejero, el delincuente activo se traza un iter
criminis: planeamiento, ejecución del golpe, regreso al lugar de los hechos.
El corrupto pasivo no es, por supuesto, tan metódico. Poco importa: es
igualmente infecto. Su corrupción consiste en la suma de una infinidad de
pequeñas transgresiones, ninguna de las cuales, aisladamente considerada,
pasaría por grave. Pero al fin de la jornada constituyen una espectacular
gestión de fuga y evasión pasivas. Y de nuevo, nuestra psicología funciona de
manera tal que el hecho de robarle al Estado nos hace el efecto de un
fenómeno puramente teórico. El Estado, en rigor, no es nadie… ¡justamente
porque somos todos! Es como cuando con total desparpajo arrojamos basura
en sitios públicos, asumiendo que aquel caño, acera o lote baldío “no son de
nadie”, cuando son en realidad de la colectividad -por lo tanto también
nuestros- y ameritarían un cuidado redoblado.
La ética de trabajo del sector privado, ¿es acaso más proba? No: sucede,
simplemente, que estamos supervisados, se nos exige un rendimiento
verificable, y la espada de Damocles del despido pende siempre sobre
nuestras cabezas. Cabe preguntarse: la honestidad, ¿no será más que una
noción teórica, una entelequia? El mundo venera la memoria de mujeres y
hombres ímprobos: Sócrates, Juana de Arco, William Wallace, Tomás Moro,
Tomás Becket, Mahatma Gandhi: seres “for all seasons”, “de una pieza”, ahí,
en la tenue frontera que separa la historia de la leyenda, la ficción, la
Geschichte. Figuras si no imaginarias, por lo menos altamente fabuladas. Lo
que el filósofo Michel Onfray llamaría “personajes conceptuales”. Yo puedo
afirmar, a mis cincuenta y cinco años de edad: muy pocos son los seres
humanos que no están, más o menos, podridos. De una u otra forma, por uno
u otro flanco. Los hay que ya apestan, otros no tardarán en hacerlo. He ahí mi
testimonio. Es sincero, objetivo, y resultado de un escrutinio y una revisión
minuciosa de toda persona que haya entrado en la esfera de mi vida.
El pillastre callejero, el evasor fiscal (que, de nuevo, cree que su delito es
menor porque la víctima no tiene cara, nombre, corporeidad concreta), el
tratante de blancas, el trasegador de riñones, el traficante de armas, el
narcotraficante… Y luego el empleadito público que llega veinte minutos
tarde al trabajo, comienza por ir a servirse una taza de café al percolador,
agita algunos papeles fingiendo buscar un documento de la mayor
importancia, consulta su correo electrónico, hace cinco llamadas telefónicas
que nada tienen que ver con su trabajo, envía varios clandestinos mensajitos
al “lance” de la noche, y luego enciende el monitor y se regala con los goles
de la última jornada de la liga española. Hacia el final de la mañana, quizás
selle algunos formularios, le eche una ojeada a un informe financiero, redacte
una nota urgente… Y ya está: sagrada eucaristía del almuerzo. Durante la
tarde, su escamoteo del tiempo laboral será aun peor, toda vez que la modorra
de la digestión y la marea gástrica lo tornarán más torpe y somnolente.
Después de las cuatro de la tarde, todo en la oficina será hilaridad, chistes,
exégesis futbolísticas sobre el último “clásico”, recoger velas, una postrera
infusión de café y ¡a aparejar hacia litorales más gratos se ha dicho! Ese
tramo final es apenas un epílogo, una coda, un rebullir de infantil ansiedad
ante la inminencia de la libertad: ya nadie piensa, nadie trabaja, nadie hace
nada. En resumen, una jornada de trabajo devino en dos, quizás tres horas de
labor efectiva. Y eso, señores y señoras, es también corrupción. La
inerradicable, la no fiscalizable, la que nadie puede controlar, a menos de
instalar en cada oficina un monitor descomunal con la cara del jefe que, como
en Los tiempos modernos, de Chaplin, reprende al infractor tan pronto lo ve
alejarse de su trabajo. Necesitaríamos un dispositivo arquitectónico
panóptico, como el que describe Foucault en Surveiller et Punir. En lugar de
las cuadrículas de cubículos con paredes de cartón, una disposición que
permitiese la supervisión panorámica de un temible inspector, apostado en
algún sitio prominente del ámbito. En suma, un dispositivo penitenciario.
La gente habla de la corrupción de los grandes: corruptio optimi pessima
est. Y el espectáculo del corrupto capturado y vapuleado nos llena de
mórbido deleite, especialmente cuando se trató de un hombre o una mujer
poderosos y notorios. Vemos su caída con los mismos ojos dilatados por la
dinamitación de los grandes edificios, la tala de un árbol gigantesco, o el
desplome de una enorme montaña tras un terremoto: cosas que la televisión
ha espectacularizado y -consecuentemente- banalizado. Pero nosotros, que no
somos ni grandes edificios, ni árboles gigantescos, ni enormes montañas,
también apestamos. Nuestra corrupción es pequeña por el simple hecho de
que nuestro poder no es mayor. No somos virtuosos: sucede, simplemente,
que carecemos de cojones para pecar en grande. No confundamos la virtud
con la pusilanimidad. Como dice Baudelaire: Si la violación, el veneno, el
puñal, el incendio no han todavía bordado con sus adorables filigranas el
lienzo banal de nuestras miserables existencias, es que nuestra alma, ¡ay! no
es suficientemente audaz.
Corruptos y corruptillos… Pocos son los ciudadanos que no conforman
alguna de estas dos categorías. La corrupción es inexorable, y ello por una
razón raigal, hundida hasta los tuétanos en la naturaleza humana: es una
transgresión, y el hombre tiene vocación de transgresión. Fue una
transgresión la que puso en marcha la historia (el mordisco a la manzana del
árbol “del bien y del mal”) y será una inimaginable transgresión la que
también le ponga fin. Transgredir es uno de los impulsos básicos del ser
humano, uno de sus componentes antropológicos fundamentales. Tan pronto
nos sea dictada una ley, el espíritu de transgresión se despertará en nosotros y
comenzará a roernos desde dentro, especie de insidioso carcoma espiritual.
La transgresión nos es constitutiva y consustancial. Frecuentemente me he
preguntado si la aversión del ser humano por la muerte procede, más que de
la angustia de la finitud, del mero hecho de que es una ley (de hecho, la ley
de las leyes) y la única -es lo que la torna doblemente odiosa- que jamás
podremos transgredir.
Viviana y yo conocíamos la corrupción activa (los incontables políticos de
alto perfil que han sido acusados de uso indebido de los fondos públicos), y la
no menos grave corrupción pasiva. Por encima de todo, fuimos los hijos de la
llamada “generación del desencanto”. Siquiera, mi amada amiga no tuvo que
ver las rebatiñas y piñatas de la década de los noventas (Calderón Fournier,
José Figueres Olsen, Miguel Ángel Rodríguez, al lado de muchos otros
políticos de menor rango, igualmente cuestionados). La corrupción que
Viviana conoció fue preeminentemente la de los dos gobiernos liberacionistas
de los setentas: el de Figueres Ferrer (1970-1974) y el de Oduber (1974-
1978). De conformidad con su filosofía política socialdemócrata, fraguada
durante las reuniones del Grupo para el Estudio de los Problemas Nacionales
y plasmada en el llamado Manifiesto de Patio de Agua, estas
administraciones fortalecieron el Estado empresario, el Estado providencia, el
Estado interventor, el Estado paternalista. El estatismo alcanzó, con Oduber,
proporciones paquidérmicas. No es lo mismo un Estado eficaz que un Estado
grande. El estatismo a ultranza de los setentas generó una laberíntica
burocracia parasitaria y, por poco, kafkiana, que se comía con voracidad de
pirañas los recursos públicos. Por otra parte, Oduber no puso al frente de los
monopolios estatales (CODESA, el más notorio de ellos), a avezados
empresarios, sino a amigos del sector político. Fue por falta de formación
empresarial que estas figuras llevaron a casi todos los monopolios estatales a
la bancarrota. Y claro: last but not least, las comisiones pasadas por debajo
de la mesa durante varias administraciones, eran una sangría para el país. De
nuevo: nunca se le pudo demostrar nada a nadie. No estoy aquí satanizando o
descalificando al Estado paternalista e interventor. Lo que me pareció un
gravísimo despropósito político fue el Estado empresario… toda vez que no
estuvo en manos de empresarios.
Y esa fue la Costa Rica en que Viviana y yo subsistimos, entre los ocho y
dieciséis años de edad. En algún momento de 1975, nuestro primer año de
secundaria, el profesor de francés, Guy Rieutort, nos dio una asignación libre
para ser redactada en la clase, y luego evaluada. Y entonces sucedió algo
pasmoso. Viviana y yo propusimos sendas espeluznantes distopías, dos textos
llamativamente afines. Yo imaginaba a Costa Rica en manos de arañas (había
pensado en simios, pero las popularísimas películas de El Planeta de los
Simios habían agotado ya esa opción. Entonces concebí una Costa Rica
aracnomórfica). Para el presidente, los ministros y los más conspicuos
diputados, había invocado los nombres de los más ponzoñosos artrópodos
sobre la faz del planeta. Viviana se abandonó a un ejercicio
sorprendentemente análogo. Había pensado, primero, en concebir Costa Rica
como una guarida de ratas. Pero recordó dos cosas: para ese efecto, ahí estaba
el cuento de Kafka, Josefina la Cantante y el Pueblo de los Ratones, y lo que
quizás era más significativo, una novelita de Verne llamada El Pueblo de los
Ratones, que habíamos comentado recientemente. ¿Qué hizo entonces
Viviana? Concibió un país -un Estado, con un Presidente, su Asamblea
Legislativa, sus ministerios, sus jueces, sus alcaldes y munícipes- todo él
habitado por serpientes. Los ciudadanos rasos eran serpientes de cafetal, pero
conforme subíamos en la jerarquía de los puestos públicos, empezábamos a
encontrar culebras de cascabel, boas constrictoras, terciopelos, pitones,
cobras, y una anaconda a guisa de Presidente. Recuerdo un rasgo
fundamental en la horripilante distopía de Viviana: los asistentes a discursos
de plazas públicas, los que solo se enteraban de lo que sucedía en el país por
medio de las noticias, los que creían devotamente en la “palabra sin palabra”
de los políticos, eran cobras: un hipnotizador las amansaba y decidía sus
destinos. El cuadro no podría haber sido menos halagador. Ambos textos, el
de Viviana y el mío, fueron encomiados por Monsieur Rieutort. El de mi
amiga era más tremendista, más cáustico, más devastador. Monsieur Rieutort
nos preguntó si habíamos intercambiando ideas antes de redactar nuestros
textos. Pues no: no habíamos intercambiado mayor cosa: la lectura de la
novela de Verne había influido sobre ambos, pero honestamente creo que
nuestros textos eran más punzocortantes que los del gran novelista francés.
Monsieur Rieutort jugueteó con la idea de que ambos textos fuesen enviados
al plenario de la Asamblea Legislativa, para que fuesen leídos por los “Padres
de la Patria”. La idea nos llenó de ilusión. Pero sucedió que el Director del
Liceo, el ácido, áspero, desabrido, mal encarado Monsieur Boufflers, no
quiso comprarse pleitos con la clase política del país. No creo que nuestros
textos hubiesen provocado una insurrección masiva: simplemente, Boufllers
reaccionó como el cobarde que era. Lo veo, recorriendo los corredores del
colegio, inclinado como un depredador que se agazapa, retorciéndose las
manos, mirando a través de sus espesos anteojos, un rictus de psicótica furia
trazado a pura gubia sobre la reseca madera de su rostro.
Ah, cosas de la vida… Recuerdo que cuando estábamos en segundo grado
de la escuela primaria (1970), nuestra profesora de español, la “niña” Sonia,
nos llevó a visitar a doña Matilde Marín de Soto, en la Municipalidad de San
José. Doña Matilde, economista de formación, fue una de las primeras
mujeres que tuvo participación sobresaliente en la política nacional. Fue
gobernadora de San José, y diputada por el partido Liberación Nacional.
Durante el “mayo negro” de 1985, una miserable componenda entre los
diputados de la Unidad y algunos “compañeros” de Liberación Nacional le
impidieron presidir el Congreso. Era un cargo al que estaba destinada, una
distinción que nadie como ella merecía. Pues allá, en los recodos del año
1970, la “niña” Sonia nos hizo tomarnos todos por las manitas, y caminar con
ella desde la “Casa de los Leones” hasta la Municipalidad de San José
(costado sur del parque de La Merced). No fueron más de cuatro cuadras,
quizás cinco. Recuerdo las enfáticas advertencias de la “niña” para ver el
semáforo, y no pasar hasta que este nos diera la luz verde. Éramos
diminutos… Y tal fue la “delegación” que doña Matilde recibió sonriente en
su oficina, esa mañana ahora perdida en los laberintos del ayer. Pocos días
después, fuimos llevados a la Asamblea Legislativa. El salón de sesiones -
donde nunca volví a poner los pies- me impresionó por el tono oscuro y
opresivo de las maderas, las curules, y los cuadros en la pared… una galería
de rostros burocráticos, cejijuntos y ridículamente tiesos. Viviana fue parte de
esas excursiones “cívicas”, y también lo fui yo. Nuestros profesores
intentaron educarnos en el respeto por los “padres de la Patria” y nuestras
instituciones gubernamentales. Pero, ¡ay!, estas mismas figuras se encargaron
de deconstruir todo cuanto nuestros espíritus infantiles, naturalmente
inclinados a la admiración, hubieran querido creer. Sé que la figura de doña
Matilde Marín de Soto fue una inspiración para Viviana. Hablamos de ella
con frecuencia. Hoy, 19 de noviembre de 2017, saludo la memoria de esta
mujer extraordinaria, rara avis en la marisma de la política nacional, y
además -me honro en decir esto- madre de mi amiga, la gran poeta,
dramaturga y actriz Ana Istarú.
¿Qué nos preservó, a Viviana y a mí, de seguir el nefasto ejemplo de las
figuras de autoridad políticas de nuestro triste país? Una voz poderosísima: la
educación -¡no mera instrucción!- que nos dieron nuestros padres, nuestras
familias, ambas de una honorabilidad acrisolada. Esta influencia constituyó
una especie de “cultura de la resistencia”, de barricada contra la putrefacción
política del país. Padres y madres trabajadores, honrados, probos, éticamente
irreprochables. Eso y el ascendiente del Liceo Franco-Costarricense, donde el
esfuerzo era recompensado, y la deshonestidad severamente castigada.
Mientras estuvo en el Liceo Franco-Costarricense, Viviana creyó en la
palabra. Quizás hacia finales de quinto año su fe en ella como motor de la
revolución, comenzó a debilitarse. Fue cuando pasó de la “ética de la
palabra” a la “ética del compromiso”. Transcribo, a continuación, una
pequeña reflexión de su autoría, que escribió al desgaire, con tinta verde,
sobre una hoja de cuaderno.
Para muchos, la Palabra es fea. Para otros, la Palabra es el beso que se
ahoga hasta caer entre sus almas. Otros pocos ni siquiera se dan cuenta de
lo importante que la Palabra es. Re-pequeñita como una hormiga, pero como
ella también, fuerte y proliferante. Hombres y mujeres han muerto por la
Palabra, pero en el diccionario todavía no figura el verdadero sentido del
vocablo “amor”. Es la Palabra que cae al alma, como en chorros de
ternura, a media luz. La Palabra está ahí, cuando vemos un niño que llora
con la cara sucia y los piecitos al viento, o simplemente una caricia hecha
con el último esfuerzo de un aliento que se extingue.

San José, Costa Rica, circa 1977.


XXIV

El 28 de febrero de 1981 -último cumpleaños de Viviana-, ella se acercó


por detrás a su mamá, le pasó los brazos por encima de los hombros, y cruzó
sus manos sobre su pecho (lo que Vivana humorísticamente llamaba “un
abrazo al revés”). “Tengo miedo de cumplir años, mami. Miedo, sí, mucho
miedo”. “¿Por qué?” “Porque a partir de hoy soy mayor de edad, tengo que
tomar mis propias decisiones, ni vos ni papi pueden ya prohibirme nada,
estoy sola, al frente del navío de mi vida. Ya no soy la chiquita de papi y
mami. Esto me da libertad, y eso está bien, pero la libertad también da
miedillo”. Viviana temía sin duda que su mayoría de edad la pusiese en
manos de gente malvada, y la necesidad de defenderse a sí misma se le hizo
pesada: ya no podía alegar: “tengo que consultarlo con papi y mami, porque
soy menor de edad”.
Este gesto conmovedor pone en evidencia el hecho de que, al arribar a sus
dieciocho años, ya Viviana estaba comprometida con el grupo de activistas
sociales que por tan sórdidos caminos habrían de arrastrarla. Fue una triste
entrada a la mayoría de edad. Una alborada llena de miedo, incertidumbre e
inseguridad.
Lo que Viviana experimentó al llegar a la mayoría de edad fue el vértigo de
la libertad, el vértigo de la responsabilidad, el vértigo de la autogestión.
Sartre decía que todo ser humano era, en cada momento dado, una escogencia
absoluta de sí mismo. El ser humano estaría, así pues, condenado a la
libertad, y es a través de sus actos que constituye su propio ser. La
autoproducción dentro de un horizonte de libertad ilimitada, la bendición-
maldición del existencialismo sartreano… Muchas veces discutimos a Sartre
en el Liceo, pero una cosa es hablar de la libertad y la responsabilidad, y otra
muy diferente ser el escenario en que estas tienen lugar. La libertad asusta: es
un hecho que Erich Fromm estudió en El miedo a la libertad, libro con el que
-como ya vimos- Viviana estaba íntimamente familiarizada.
Es como mera anécdota que mencionaré el hecho de que, el día mismo de
su cumpleaños, Viviana sufrió el único accidente de tráfico de su vida. Venía
de la Universidad de Costa Rica, y al llegar a la esquina de la iglesia de San
Pedro, esperó la indicación del semáforo para atravesar la calle, en dirección
sur. Avanzaba sobre la zona de seguridad, cuando un individuo que venía
cruzando con su carro en dirección este -desacatando la señalización vial y el
silencioso pero elocuente comando del semáforo- embistió a Vivi. Cayó
sobre la calle: “como yo tengo un buen trasero, el golpe se amortiguó
considerablemente. Además, al ver el carro encima, le puse mi bolso, que es
casi como un bumper, y eso me protegió”. Viviana recordaba el incidente
riendo, sin el menor dramatismo.
De toda suerte, las dieciocho primaveras comenzaban para Viviana con
angustia y sordos temores. Le quedaban apenas cuatro meses de vida. Un año
antes, en febrero de 1980, Viviana entraba a la Universidad de Costa Rica.
Después de mucho soul serching, se decantó por la sociología, pero pronto
comenzó a llevar, paralelamente, antropología. Y en efecto, tal cual la
recuerdo, era típico de su apetito intelectual, haber optado por ambas, antes
que tener que elaborar el duelo por la disciplina pospuesta.
El profesor que más honda resonancia tuvo en ella fue el sociólogo
Francisco Escobar. ¿Qué podría tal cosa tener de sorprendente? Francisco, un
hombre de cultura enciclopédica, de calidad humana extraordinaria, de una
bonhomía y don de gentes excepcionales, no podía sino descubrir con júbilo
el talento de su joven alumna. Padre de la “sociología rural” en Costa Rica y
amigo entrañable, Francisco se nos murió el 24 de octubre de 2016. Desde
este libro rindo homenaje a su figura de extraordinario científico social y
persona de hondísimo calado humano. Su conexión con Viviana me parece
todo menos adventicia. Pero Viviana no fue el cometa académico que podía
haber sido, y que yo esperaba. Perdió varias materias por excesivas
ausencias: es obvio que ya su compromiso con el grupo al que se había
afiliado conspiraba contra su rendimiento como estudiante.
Mis encuentros con Viviana se hicieron un poco más esporádicos, desde
que ambos entramos a la universidad. Empero, no pasaba una semana sin que
nos viéramos. A lo largo del año 1980, y más aun durante la primera mitad de
1981, Viviana fue asumiendo una actitud cada vez más críptica. Era una
persona que atravesaba cruel batalla interna: eso resultaba evidente para mí.
Yo me pasaba el día entero en la Escuela de Artes Musicales de la
Universidad de Costa Rica. No me iba hasta que, literalmente, me echaran del
conservatorio, cuando las luces se apagaban, a las once de la noche. Pues
Viviana comenzó a aparecer por el conservatorio, típicamente, a eso de las
nueve de la noche. Me atisbaba durante un rato desde la ventanita del
cubículo. Yo sentía el peso de su mirada, e indefectiblemente suspendía mi
práctica para descubrirla, ahí, sonriéndome, fuera de mi estudio. Sus visitas
me llenaban de alegría. Yo le abría la puerta de par en par. Ella entraba y se
sentaba siempre sobre una mesita contigua al piano. Nunca usó la silla. La
mesita le permitía una perspectiva más alta sobre mis manos.
Llegaba siempre con un blue jeans azul, y delgados suéteres grises o rojos.
Jamás la vi llevar otro atuendo. Sobria en el vestir, no gustaba de la ropa
raída o desteñida. Se esmeraba en vestir bien, pero nunca ostentosamente. Su
padre se preocupaba por suministrarle las mejores prendas que podía, y esto
incluía marcas conocidas, entre ellas Gloria Vanderbilt (Viviana decía que
estas eran sus iniciales al revés). Solía comprar sus blusas en una boutique
ubicada detrás de la Catedral Metropolitana: ropa de manta india y algodón.
Tenía ropa variada pero sencilla: nunca fue una desarrapada, su atuendo -en
particular sus adoradas blusas- era la expresión de un sano, equilibrado
autorespeto. En la casa, insistía en aplanchar sus blusas hasta dejarlas
impecables: era algo de lo que siempre se ocupaba personalmente. Esto decía
mucho y bien sobre su personalidad, y la educación que recibió en su casa. El
aliño indumentario (Machado) era para ella una cuestión de autorespeto y de
dignidad.
Tengo guardado en los archivos de mi memoria olfativa el perfume de
Viviana. Era “L´air du temps”, de Nina Ricci. Sus papás se lo compraban
siempre que salían de Costa Rica, pues en el país era sensiblemente más caro.
Vilma usaba -y usa hasta la fecha- Shalimar. Ella le proponía a Viviana
compartir su fragancia, pero aunque la consideraba deliciosa, nuestra amiga
se decantaba por el más fresco y juvenil aroma de Nina Ricci. “Es un
perfume para mamás, no para hijas” -solía decir de Shalimar-. ¡Ah, qué cosas
de la vida, que treinta y seis años después de su muerte pueda yo aun olerla,
asociarla con un perfume concreto e inconfundible! Cuando ocasionalmente
he reencontrado esta fragancia en otra persona, he siempre reaccionado con
perturbación… ¡era el olor exclusivo de Vivi! Y es como la experiencia de
“la madeleine” de Marcel Proust, y la memoria involuntaria, que vuelve a mí
con todo tipo de visiones y recuerdos.
Otro hecho significativo: a sus dieciocho años de edad, Viviana jamás echó
mano del maquillaje (ni labial, ni rubor en sus mejillas, ni delineador, ni
mascarilla para ojos), solo usaba una crema hidratante para prevenir la
resequedad que producen el sol y la exposición a los demás agentes irritantes
del ambiente. Y claro, es comprensible: a esa edad la tersura y lozanía de la
piel de una adolescente no requieren cosmética. Por lo demás, sus uñitas bien
recortadas, apenas salientes de las yemas de sus dedos, completaban una
apariencia de clara y natural belleza juvenil. Viviana era hermosa, de una
hermosura simple, ajena a toda sofisticación o emperifollamiento.
Sus nocturnas visitas se hicieron más frecuentes conforme avanzaba el año.
Siempre me pedía que tocara para ella. “¿Qué pieza querés?” Y ella, que
sabía que yo estaba estudiando la Sonata Patética, de Beethoven, me pedía
que la interpretase “como si ella no estuviese ahí”. Le gustaba, en particular,
el Adagio, el contemplativo movimiento lento. Me parece que el primer
movimiento, con su doliente introducción y su tonalidad de Do menor, le
resultaba un poco opresivo. Viviana me escuchaba en silencio. Más de una
vez le ofrecí leerle alguno de mis cuentos, pero después de la música, ella
parecía plenamente satisfecha, y se iba como había venido: envuelta en
misterio.
Y es que si hay una palabra que pueda describir lo que de Viviana se
desprendía durante esta época, esta era, precisamente, “misterio”. Llegaba al
conservatorio furtivamente, y se iba furtivamente. Docenas de veces, después
de la ritual ejecución de la Sonata Patética, le ofrecí acompañarla de vuelta a
la parada del bus, o a una estación de taxi. En vano le recordaba que el
campus de la universidad, después de las diez de la noche, no era el paraje
más seguro para caminar solo, especialmente si la caminante era una mujer.
En efecto, los senderos universitarios quedaban en la oscuridad, la vigilancia
policial era exigua, y alrededor del campus había demasiadas cantinas donde
la gente iba a ahogarse en alcohol: entraban como Dr. Jekyll, y salían
transmutados en Mr. Hyde: en 1980, la criminalidad en la universidad no era
una circunstancia desestimable. Claro que nadie, en aquella época, podía
haber previsto la clase de burdel y recurtidero en que la “Calle de la
Amargura” y rutas aledañas iban a convertirse. Al día de hoy, es él área
urbana en la que más guaro se consume de todo el territorio nacional,
únicamente superada por las zonas “rojas” sur y norte de San José. Un barrio
de extrema inseguridad ciudadana. Algunas autoridades universitarias
creyeron que promoviendo la atmósfera bohemia de la “Calle de la
Amargura”, iban a fomentar una especie de Montmartre criollo: hacer que de
los prostíbulos, cantinas y cuchitriles donde se vende droga y alcohol,
salieran Villon, Blake, Poe, Verlaine, Rimbaud, Lautréamont, Valle-Inclán y
una verdadera cohorte de poetas y filósofos malditos. Lo único que salió de
ahí fue una generación entera de alcohólicos, drogadictos y criminales. Al día
de hoy, 20 de noviembre de 2017, la gangrena prostibularia y etílica de la
“Calle de la Amargura” hace metástasis y se propaga hacia el oeste: ya ha
tomado Los Yoses y se extiende hasta el barrio La California. Un penoso,
lamentable espectáculo urbano.
Así que como un fantasma venía, y como un fantasma se iba, Viviana. Tan
pronto le ofrecía acompañarla a la parada de buses o de taxis, se ponía
nerviosa y esquiva. Cuanto más insistía yo, más elusiva e inescrutable se
tornaba. ¿Sería que para ella no era conveniente ser vista conmigo? ¿Sería
que, al acompañarla a la parada, yo inevitablemente conocería a alguien que
no quería ser identificado? ¿Sería que le tenían prohibido llegar a la parada
con nadie que no perteneciese al grupo? ¿Sería que ahí no más, en alguno de
los parqueos de la universidad, la esperaba alguien para llevarla a un
cónclave del que el mundo entero estaba proscrito? ¿Sería que su compañero
sentimental, Carlos Gerardo Enríquez, miembro de “La Familia”, no le
permitía cultivar otro tipo de amistades, aun aquellas que se remontaban a su
infancia? Acaso la hipótesis más plausible fuese que Viviana, sabiendo cuál
hubiera sido mi reacción ante el giro ominoso que había tomado su vida, no
quiso comprometerme, no quiso ponerme en peligro, no quiso involucrarme
en un proceso tan sórdido. Temió sin duda que yo interviniese, y que
haciéndolo pudiese ser víctima de las criminales acciones de “La Familia”.
Fuese lo que fuese, Viviana no era feliz: parecía un animalito acorralado,
destilaba secretismo, y lucía asustada, como si tuviera en la punta de la
lengua una terrible confesión. Estuve al borde, al borde mismo de su
misterio… si tan solo hubiese forzado un poco más las cosas, quizás me lo
hubiera contado todo. No quise extorsionarle una revelación que ella misma
se negaba compartir espontáneamente. Pero su mirada pedía auxilio: sé por
qué lo digo. Viviana quería que yo le leyera el pensamiento… y fue cosa que
no logré hacer. Lo asumo como un terrible fracaso personal. La amistad,
cuando es verdadera, debe saber abrirse paso hasta el corazón del amigo, ser
invasiva, infidente, proactiva y, por poco, irrespetuosa. Es lo que sostiene
Francois Mauriac en su ensayo sobre el suicidio, del libro Ce que je pense. Se
me viene a la mente La caída, de Camus: el protagonista, Jean-Baptiste
Clamence (Juan Bautista, “el que clama en el desierto”) ve a una muchacha
que se tira al Sena desde un puente de París. Clamence, congelado por una
inexplicable ráfaga de indiferencia, no mueve un dedo por rescatarla. El resto
de la novela es, comprensiblemente, un lento descenso al infierno de la culpa
y el remordimiento. ¡Y lo comprendo, ya lo creo que lo comprendo! Pienso
también en el capítulo “del Gran inquisidor”, de Los hermanos Karamazov,
de Dostoievski, y su terrible corolario: todos somos, en mayor o menor
medida, de cerca o de lejos, responsables de todo el horror del mundo.
Finalmente, evoco a Emmanuel Lévinas, y su Ética e infinito”: somos
responsables aun de la irresponsabilidad de los otros. Yo tendría que haber
asumido la responsabilidad por la irresponsabilidad de mi amiga. Es una
concepción ética un poco hiperbólica quizás, pero que me interpela y perturba
hondamente. ¡Ay, no había aun leído a Lévinas, cuando tuvieron lugar los
hechos que estoy intentando narrar!
Y fue así como dejé de ofrecerle mi compañía, para sus salidas -presurosas,
como si siempre anduviera tarde para algo importante-. Era una Viviana
furtiva, inasible, que parecía perseguida por su propia sombra, quizás su
propio sudario. No creo que llegara a visitarme al conservatorio por el puro
amor a la música (aun cuando era una cultivada melómana). ¿Cuál era el
sentido de sus apariciones y desapariciones fugitivas? ¿De qué se escondía?
¿De qué intentaba huir? Estaba ansiosa, inquieta, grávida de secretos.
Diré algo que acaso suene a mera literatura de mi parte, pero que, juro por
mis manos, formula bastante bien lo que yo creía leer en el semblante de
Viviana. Si tuviese que ponerle texto a su mirada triste, probablemente sería
el siguiente: “Jacques, leeme la mente, porque yo no te puedo describir la
pesadilla en que estoy metida. Por favor, inferí de mis breves y nunca
anunciadas visitas la angustia que me roe el alma. ¿Acostumbré yo nunca
salir en desbandada después de una reunión con vos? Sí, leeme la mente, para
no tener que formular verbalmente el horror de la coyuntura que me está
estrangulando. Hacé acopio de toda tu sensibilidad, Jacques, y descifrá mi
alma: vos sos un buen des-codificador, ¿no es cierto? Mi corazón no tiene
secretos para vos: leeme, y decime qué debo hacer, cómo escapar a este cepo
mortal en que mi propia imprudencia me ha hecho caer. Pero primero
necesito que me adivinés, que me sospechés, que me intuyás, porque yo no
puedo hablar: ¡me lo tienen prohibido, Jacques! ¡A vos te toca el trabajo de
hermenéutica, formular lo que para mí es informulable!”
Sí, ese era el tácito, implícito mensaje que leía tras su mirada implorante, su
comportamiento errático y sibilino. Sobra decir que, aunque advertí desde la
raíz del ser que mi amiga estaba en un apremio, no imaginé que se tratase de
algo tan grave, y no cumplí con mi misión de desciframiento. Durante los
meses previos a la debacle, Viviana me buscó a mí. No acudió a otros
amigos, y ciertamente evitó pedir ayuda a sus padres. Yo no tomé tan en serio
como hubiera debido la hermenéutica de su rostro, de su mirada, de su terror.
Viviana recorría los senderos universitarios atenazada por el pánico: me hacía
la impresión de un animalito caído en una trampa. Una trampa inconfesable,
una trampa que le exigía silencio absoluto, una trampa que estipulaba como
primera condición para seguir con vida, no quejarse, no llorar, no echar
marcha atrás. Inescapable coyuntura, que la habrá sin duda llenado de
desesperación. Yo fallé como amigo. No era la primera ni sería la última vez
que lo haría.
Un punto de la mayor importancia: la Viviana que estoy describiendo -
ansiosa, secretiva, taciturna, angustiada- solo existió para mí. En su casa se
cuidó de observar una conducta absolutamente normal: ni llegadas tardías; ni
llamadas misteriosas; ni accesos de rebeldía; ni cigarros, drogas o alcohol; ni
amigos de dudosa apariencia; ni el menor signo de Angst, de miedo o
perturbación alguna. Vilma me asegura no haber olfateado la menor señal de
peligro. Y no me sorprende: Viviana habría depurado sus dotes de actriz ante
su familia. Por la razón que fuese, a mí sí me mostró -de manera críptica,
codificada- el infierno que llevaba dentro.
Tengo asociado a estas visitas nocturnas a un personaje, fosco, siniestro y
viscoso, si alguna vez lo hubo. Era el conserje del conservatorio. Se trataba
de un hombrecillo diminuto, macrocéfalo, con la nariz quebrada en varios
puntos debido a su abortada y mediocre carrera de boxeador. Ya lo habían
echado varias veces de la universidad, por haber cometido trapacerías que no
cuento, porque no quiero ensuciar con ellas el libro que con tanto afecto
dedico a mi querida amiga. Tenía los ojos diminutos, una risa salaz y babosa,
y se divertía atisbando a los estudiantes -pero más aun a las estudiantes- a
través de las ventanitas de los cubículos. Pues bien, tan pronto Viviana salía
del conservatorio -siempre presurosa, à bout de souffle-, el siniestro
Quasimodo entraba en mi estudio, y me clavaba su mirada perversa, su
mirada de psicópata irremediable. Luego me decía algo. Algo que siempre
tenía que ver con Viviana y con lo estúpido que yo era en no hacerle el amor,
a esas horas y estando prácticamente solos en el edificio. El cretino se
enteraba de todo, porque a él correspondía la responsabilidad de cerrar el
conservatorio y entregar las llaves en la estación de policía. Así que no puedo
pensar en la Viviana fugitiva, sin evocar por efecto de un ricochet de la
memoria, a este maligno troll, este zafio demonio para quien entre una mujer
y un hombre no podía producirse nada que no fuese la más bestial cópula. Su
abyecta propuesta consistía que yo le hiciese el amor a Viviana, mientras él lo
miraba todo por la estrecha ventanita del cubículo, proveyendo oscuridad,
silencio, discreción, y todo ello después de haber cerrado bajo llave el
Conservatorio. Lo denuncié a las autoridades universitarias… y por supuesto,
no sucedió absolutamente nada.
Viviana en su pandemónium, el gnomo malévolo y concupiscente del
conservatorio, espiándonos en mitad de la noche… Son muchos, muchos
demonios, para dos jóvenes que apenas tienen dieciocho años. ¿Una
sincronicidad jungiana? No lo sé. En todo caso, un enjambre del Mal, y
Viviana y yo en mitad del aquelarre.
La Viviana taciturna, enigmática, furtiva de estos últimos días contrastaba
penosamente con aquella explosión de alegría, locuacidad, energía, sonrisas,
transparencia y franqueza de la Viviana del Liceo. El cascabeleo de su
juventud se había apagado. Había modulado de La mayor a Re menor.
Viviana era la esencia, el perfume mismo de la alegría: insisto en este punto
porque nada sería más erróneo que inferir su manera de ser a partir de esas
atroces imágenes que la prensa publicó después de los hechos de junio de
1981. Son fotos que muestran a una niña torturada, sumida en la soledad, la
incomprensión, y la melancolía. Esa no era Viviana. Era un cuerpo
mancillado, un rostro vapuleado, y un espíritu roto.
XXV

¡Ah, esos “primeros días” que no se olvidan! ¡La primera vez que vemos el
mar, el primer día de clases, el primer día en la universidad, el primer beso, le
premier “oui” qui sort des lèvres bien-aimées,37 el primero de los terrores, la
primera de las muertes!
Ese lunes por la mañana daba inicio el curso lectivo en la Universidad de
Costa Rica, (finales de febrero de 1980). Justo con la década. Comienzo de
una nueva etapa (mis ciclos vitales siempre han coincidido con las décadas).
Y ese día de entrada a clases… ¿“Estudios Generales”? ¿Qué diantres era
eso? ¿Dónde quedaba el aula? Y aquel alboroto de jóvenes. Muchachas
bellísimas, con rostros desconcertados, van y vuelven, cuadernos y libros
bajo el brazo, miran el mapa del campus, van tarde para esto, y para aquello,
y para lo de más allá. Y el “pretil”, epicentro de la universidad, origen del
verbo “pretilear”, que luego además se corrompió en “pretiliar”. Siempre
abominé de este espacio, suerte de pasarela, de ámbito de exhibición, de
ágora pública para las más frívolas conversaciones y sí: para la “cata” de
bellos cuerpos. Ahora que lo pienso, no carecía de gracia el asunto (lo cual no
impedía que lo atravesara yo siempre furtivamente, cada vez que me dirigía a
la Escuela de Música).
Y esa primera mañana… fue como el primer día de clases en la escuela. Y
nuevamente: ¿a quién fue la primera que vi, vestida con una blusa de franjas
rojas y blancas y blue-jeans? A Viviana. Estaba frente a la Biblioteca Carlos
Monge Alfaro. “¡Jacques!” -me llamó, tan pronto me vio-. También había
sido la primera cara que me había topado el día “iniciático” de la escuela,
sentada adelante, un poco hacia la derecha de la clase -con respecto a la
pizarra-. “¿Vos sabés dónde queda el aula 203 de Generales?” “Ni idea, Vivi,
ando en las mismas que vos”. Y por ahí fueron apareciendo otros
compañeros. En cierto modo era como si no hubiésemos aun salido del
colegio… al rato estábamos casi todos reunidos, los estoy viendo: el
inevitable -y saludable- pasaje por Estudios Generales nos hacía coincidir en
el “pretil” y espacios adyacentes. Apenas tres meses sin vernos: lucíamos
idénticos, sin el uniforme azul y celeste, como si estuviéramos en una fiesta.
Pensé en Constantino Láscaris (muerto ocho meses antes): “Me dicen por ahí
que las autoridades del Ministerio de Educación exigen el uso de uniformes
para evitar los signos de diferencia de clase entre el estudiantado… pues
entonces lo que yo propongo es que los funcionarios gubernamentales todos,
desde el presidente hasta el más ínfimo burócrata, se uniformen ellos
también, para dar el ejemplo”.
Las mismas caras, sí… sin los uniformes: ya un asomo de libertad e
independencia. Era un hervidero de jóvenes… entrechocando, preguntando,
yendo y viniendo. ¡Mundo tan diferente para nosotros, la universidad! Sí: ahí
veo a Lina, y a Ricardo, y a Santiago, todos estábamos en las mismas.
Todavía unidos unos a otros por poderosísimo cordón umbilical. Formando
grupo aparte: todos contra el mundo. Los “elegidos” del Franco. Sí, eso
éramos: los “elegidos” de un colegio que durante años se había distinguido
por obtener las notas más altas en los exámenes “de admisión”. Lo proclamo
con toda la altanería e insolencia de que soy capaz -y no es poco decir-.
Meses negros para la filosofía: en marzo muere Teodoro Olarte, uno de los
más importantes filósofos ¿costarricenses? no: español, como lo había sido
Láscaris. “A la mujer que estudia filosofía le sale barba y bigote” -era uno de
las ocurrencias célebres de Olarte-. Eso nos da una idea del sexismo y la
misoginia que en 1980 imperaban entre los círculos más ilustrados de Costa
Rica. Y en abril, muere Sartre. “Bueno, se nos fue el filósofo del siglo” -
comentó mi profesora en este campo, en el contexto de los Estudios
Generales-. También tengo estos meses asociados a la muerte de Alfred
Hitchcok, uno de mis grandes modelos narrativos y, por supuesto, un
paradigma cinematográfico.
Las proverbiales caminatas por el Liceo -en el Paseo Colón primero, luego
en Concepción de Tres Ríos- se transformaron en verdaderas excursiones por
el campus universitario. Solíamos efectuarlas después del almuerzo, o en los
intersticios que nuestros horarios nos permitían, en horas de la tarde. Salvo
por Francisco Escobar, Viviana no estaba contenta con sus profesores de la
Escuela de Sociología. Jamás se expresó mal de ellos, pero yo percibía su
falta de entusiasmo, los signos de una decepción inocultable. Tampoco
parecía contenta con los Estudios Generales, que había matriculado en su
versión tradicional, no bajo la modalidad de los seminarios participativos, tal
mi caso. Por lo que a mí atañe, no podía estar más defraudado por lo que
había encontrado en la Escuela de Artes Musicales, pero debo decir que en
Estudios Generales topé con profesores notables, pedagogos que dejaron
imborrable huella en mi vida.
Un curso del que tengo el mejor de los recuerdos fue Apreciación de Cine,
que impartía William Ortiz. El programa suponía ver una película todos los
lunes por la noche, en el auditorio Abelardo Bonilla, del edificio de Estudios
Generales. Aunque ella no estaba en mi clase, Viviana solía “colarse”
conmigo, y fue así como ambos vimos algunas de las más bellas y
provocadoras películas de la historia del cine.
En La Beauté du Diable, de René Clair, me dijo que, en su opinión, era
mucho más bello el Doctor Fausto (Michel Simon) que Mefistófeles (Gérard
Philipe) y que un “guapetón de matiné” como el célebre galán francés no
lograría nada con ella.
En La Madre, de Vsevulov Pudovkin (basada en la novela de Gorki) me
dijo algo que caló hondo en mi alma: “La ideología es algo secundario,
Jacques. Uno no es -nadie es- su ideología. Lo que es más: sospecho que la
gente es justamente eso que queda, después de borrada la ideología. No solo
porque las personas frecuentemente se ocultan a sí mismas en su ideología,
sino porque nadie es un mero tejido de ideas, por nobles que estas sean. Lo
que la Madre hace es lo correcto: ir al rescate de su hijo. Las militancias
políticas vienen después”.
En Isadora, de Karel Reisz (Vanessa Redgrave, Michael Fox, Jason
Robards en los papeles estelares), me dijo algo muy simple, y muy bonito:
“Ese es el tipo de mujer que deseo para vos: fuerte, creativa, vital,
comprometida, revolucionaria… y sí, muy bella”. Luego me preguntó cuál
era la música que Isadora bailaba en determinado momento de la película.
“Baila varias cosas, en cuenta la Marcha Eslava, de Chaikovski, pero la pieza
a la que te referís es la Obertura Egmont, de Beethoven, más concretamente,
el himno triunfal con que termina la pieza”.38 Comencé a tararearla, y ella
siguió la melodía conmigo. Hablamos sobre la preferencia de Beethoven por
los personajes heroicos, tomados de la historia o bien de la mitología griega.
Casi siempre eran figuras indoblegables, dispuestas a sacrificarse por sus
ideales: Egmont, Fidelio, Leonora, Coriolano, Prometeo, Orfeo, Jesucristo,
Napoleón, Wellington. Viviana comparaba a Beethoven con Tiresias, el
adivino de Tebas. Privado de la vista, era capaz de ver en los dilatados
confines del futuro. Beethoven, ese sordo genial que oía el infinito, podía
componer la música más hermosa del mundo. Ambos habían transformado su
debilidad en fortaleza. Por lo que a Egmont atañe, es un revolucionario y un
libertador que muere por sus ideales: un personaje tailor made para Viviana.
Isadora baila la “Sinfonía triunfal”, que es la última parte de la obertura, y en
la música incidental sucede, con tremendo impacto teatral, al monólogo final
y la decapitación de Egmont. Efectivamente, es una música que podría por sí
sola desatar una revolución, tal es su intensidad y dinamismo.
El Coleccionista, de William Wyler (Terence Stamp y Samantha Eggar en
los papeles protagónicos) dejó a Viviana devastada. “La pesadilla de
cualquier mujer” -comentó sombríamente-. Pero pronto se recuperó, y
reflexionó: “La verdad, Jacques, así es como muchos hombres ven a las
mujeres: como piezas de una colección. Para ellos no hay ninguna diferencia
entre coleccionar mariposas o coleccionar mujeres. Montones de esposas
viven con sus carceleros, privadas de libertad y de volición. De acuerdo: no
duermen en un sótano húmedo y oscuro hasta su muerte por neumonía…
pero es que en cierto modo siempre estuvieron muertas…”
A Man for all Seasons, de Fred Zinnemann (actuaciones de Paul Scofield,
Orson Wells, Robert Shaw, Vanessa Redgrave), nos dejó patidifusos. Sir
Thomas More era uno de los personajes históricos que Viviana más admiraba
(aun cuando detestase su Utopía, por la legitimación de la esclavitud, el
castigo al sexo premarital y el confinamiento de las mujeres a las tareas
domésticas). Pero la película no es sobre Utopía, sino sobre el gran gesto de
Thomas More, ese que le costó la vida: su negativa a bendecir las trapacerías
matrimoniales de Enrique VIII y a permitir que este se autoproclamase jefe
de la iglesia Anglicana. Fuere como fuere, nuestra discusión en torno a la
película quedó congelada en un solo momento. Un instante fácil de pasar por
alto, un detalle que pareciese al principio arbitrario… pero que ciertamente
no lo es. Antes bien, es un coup de génie del director Zinnemann. La película
escenifica el conflicto entre Henry VIII (¡soberbio Robert Shaw, como
siempre!) y Thomas More (un Paul Scofield lleno de serena dignidad). Sir
Thomas está a punto de ser decapitado. La guillotina, el verdugo, los adustos
cardenales… y de pronto Zinnemann introduce un brevísimo primer plano
(¿salido de dónde? -se pregunta uno desconcertado-) en el que vemos a una
abeja libando una flor (¿amarilla?) Por un instante la cámara se enfoca sobre
el insecto posado sobre su cáliz… y luego volvemos, sin transición alguna, a
la ceremonia de la decapitación. No es una compleja metáfora sobre el
espíritu humano o la insobornabilidad moral de Sir Thomas. Es algo más
simple y más terrible. Una pequeña perversidad del director. Transmitir al
espectador el sentimiento de que la vida sigue, de que todo va a seguir, de
que el cosmos bien puede prescindir de nosotros, de que nada perturbará el
orden natural de las cosas, de que para esa afanosa abeja la muerte del
hombre más probo de su siglo es un hecho perfectamente irrelevante. Todo
igual, pero sin nosotros. Nuestra muerte no acarreará la muerte del universo.
La catástrofe moral de la ejecución de Sir Thomas no tendrá resonancia
alguna en el mundo, tomado este en su dimensión macrocósmica. Un scandal
métaphysique, lo llamarían ciertos filósofos. Escandaloso, sí. Casi intolerable.
Dan ganas de patalear y pegar gritos. Bello detalle de Zinnemann. Bello y
perturbador. Nada hay de arbitrario ni de caprichoso en él. Preñado de
significación filosófica y antropológica. Imposible verlo sin estremecerme.
Ese mismo día volvimos a ver la película, en la tanda nocturna, para
comprobar si lo que habíamos sentido en torno a la abeja era correcto. Y así
nos lo pareció. Yo no he visto la película desde entonces.
El Acorazado Potemkin, de Serguei Eisenstein… ¿qué decir? Pues que nos
estremeció, nos sacudió, nos conmovió, y lo hizo en virtud de la pura belleza
pictórica de sus imágenes. Jamás olvidaré cómo brillaban los ojos de Viviana,
tan pronto encendieron las luces de la sala. “¿Te gustó?” -me preguntó,
entusiasta-. A guisa de respuesta, supongo que me deshice en adjetivos.
Realmente, El Acorazado Potemkin entró en nuestras almas como lo haría
una sinfonía, o un majestuoso, épico mural. No fueron los conceptos, no
fueron las ideas, no fue la tesis central del filme -que ni siquiera discutimos-:
fue el tremendo y casi operático pathos de las imágenes, su obsesionante
belleza plástica, lo que nos deslumbró. Ese día no discutimos el contenido
ideológico y propagandístico de la película: nos limitamos a embriagarnos de
cine, una embriaguez compartida y, por lo tanto, potencializada. A Viviana la
subyugaron los primeros planos, la canónica secuencia de la batalla en las
gradas de Odessa, la cuna que rueda sola, escaleras abajo… A mí me
galvanizó la imagen de los ahorcados en el buque fantasma, que cuelgan, en
medio de la bruma, del cordaje de los mástiles (por supuesto que pensé en Un
Voyage à Cyhère, de Baudelaire), y el hombre que también queda suspendido
sobre el mar, prendido de una cuerda, en una martirológica posición
reminiscente de Cristo crucificado. Esa noche los conceptos cedieron su lugar
a los deslumbramientos. De nuevo, fue como haber “visto” una sinfonía.
Muchos años después descubrí con júbilo que el gran Dmitri Schostakovitch
le había puesto música a la película. Y, claro. ¿Quién más, si no el
compositor de la Sinfonía de Leningrado, podía haber musicalizado El
Acorazado Potemkin?
Cuando éramos chiquillos, Viviana y yo coincidimos -era imposible no
hacerlo, en la Costa Rica de aquellos días- en las tandas de los domingos por
la tarde que el cine Rex ofrecía cuando presentaba los clásicos animados de
Walt Disney. No era preciso concertar nada: ahí mismo nos topábamos,
haciendo fila para entrar, mientras examinábamos las pizarras del cine, con
sus fotografías multicolores, pequeñas ventanas hacia el inescrutable misterio
de la película. ¿Cuáles filmes vimos? Todos, a buen seguro. Tanto ella como
yo fuimos bendecidos con padres excepcionales. Ellos nos iniciaban en
aquellas películas que décadas antes los habían hecho soñar. La veo, a Vivi,
ahora mismo, en tanto esto escribo, vestida con un pantalón azul y una blusa
celeste, esperando a la apertura de las puertas del cine, con ocasión de la
proyección de Fantasía. Sé que también debían de estar ahí otros
compañeros, pero por alguna razón a la única que recuerdo es a Viviana.
¿Quieren saber cuál era la película de dibujos animados que más le gustaba?
Se los diré. Era Blanca Nieves y los Siete Enanos. Confesaré también que
nunca me halagó el hecho de que yo le recordase al enano Dopey. Viviana
consideraba que el gran personaje de la película era la bruja -la reina, después
de su transformación-. Convengo en que Walt Disney creó la bruja
arquetípica, la bruja por antonomasia: cuando planea la muerte de Blanca
Nieves, estalla en risa satánica al pensar que los enanitos “la enterrarán
viva”… es un mundo muy cercano a Poe y Lovecraft, y no precisamente
representativo del “family entertainment” burgués. La película sugiere todo lo
que Walt Disney pudo haber sido y no fue: en lugar de explorar las cavernas
subconscientes del gótico decimonónico, se dedicó a “caramelizar” sus
historias. Por lo demás, Viviana detestaba La noche de las narices frías.
Decía que sus personajes eran todos esnobs, ¡y eso incluía a los perros!
Finalmente, execraba Bambi, porque la muerte de la mamá del protagonista, a
manos de un cazador, era “insoportable para cualquier niño”. Todas las
demás le gustaban.
Entre mil otras cosas, Viviana fue para mí el tejido conectivo que me
permitió operar la transición entre el colegio y la universidad sin mayores
problemas de adaptación. Gracias a ella, no experimenté la entrada a la
universidad como una ruptura, sino como un continuum fluido, natural.
Sospecho que algo similar representé yo para ella.
37 “¡El primer “sí” que sale de los labios bienamados!”: Verlaine. “Nevermore”, de “Poèmes saturniens”.
38 También baila, en escena icónica, la Marcha Eslava, de Tchaikovsky, generando el escándalo de los presentes.
XXVI

La filósofa, mística cristiana y activista social, la francesa Simone Weil,


propone una bella teoría que da al mal un lugar y una razón de ser en el
universo: la exinanición. El mundo es creación de Dios. No es Dios: es, antes
bien, su ausencia. En un gesto de amor supremo, Dios ha decidido ser menos,
para que los humanos seamos más. Se ha retirado. Ha decidido desocupar una
parcela del ser, para que los humanos tengamos libertad y autonomía
ontológica, para que no seamos únicamente en Él. Al aceptar ser menos para
que nosotros seamos más, Dios ha debido ausentarse… con lo cual quedamos
librados a nuestra suerte. Paradójicamente, Dios habría con ello permitido
que el mal se filtrara en su mundo. La Creación es un acto de amor
superlativo: suponía dejar una vacante en el ser para cederle espacio a los
humanos. Pero cuando la marea baja y la playa queda al descubierto, surgen
los escombros, los cadáveres, los restos de naufragios. El mundo es la playa
sobre la que no resta más que la traza de Dios. Sí, bien pensado, Simone, bien
pensado. Pero, ese padre de amor, al “dejarnos ser”, ¿va a permitir nuestra
autodestrucción? Renunciando a su poder -por lo menos al máximo de poder
que es capaz de ejercer en cada momento dado-, ¿va a dejar que sus hijos se
masacren los unos a los otros? ¿Qué padre, viendo que sus hijos están
jugando con un revólver cargado, preferiría no intervenir y asistir, pasivo, a la
masacre, por amor, por respeto a su libertad, para “dejarlos ser”? ¿Será que
tiene planeada una espectacular entrada a escena -quel coup de théȃtre!- in
extremis, en el último instante, justo cuando iban a estallar mil bombas de
hidrógeno, a la manera de los deus ex machina de la ópera barroca? ¿Toda
esta porquería sería entonces un build-up de suspense hitchcockiano? ¡Qué
dramaturgo excelso! No, amiga, no, no. Muy bellas, tus palabras: me cuento
entre tus más devotos admiradores, pero como explicación del mal en un
universo supuestamente creado por un dios del bien, el amor y la justicia, son
insatisfactorias.
Un razonamiento que “renquea”, una cosmovisión interesante, pero en
modo alguno convincente. Es domingo, ya tarde en la noche. Un padre
advierte que sus hijos no se han dormido, y siguen brincando sobre sus
camas, en el piso de arriba. El hombre decide ir a llamarlos al orden, porque
al día siguiente tienen clases, y ya deberían estar durmiendo. Sube las
escaleras, se acerca a la habitación de los niños… y de pronto, se enternece
oyendo sus risas, sus cánticos, la evidencia de una plenitud de vida joven y
saludable. Entonces, el padre se retira. Decide ser menos -no ejercer el
máximo de su poder- para que los niños puedan ser más. El hombre baja las
gradas, y se sienta a leer, íntimamente feliz de saber que sus hijos son, y que
son de manera autónoma, independiente y libérrima. Muy bien: ese es el dios
de Simone Weil. La metáfora del padre y sus hijos que brincan sobre las
camas es de Comte-Sponville, uno de sus más lúcidos exégetas. Hasta aquí
vamos bien. Pero, ¿qué pensaríamos del padre, si al asomarse al cuarto de los
niños, descubre que estos están jugando con sendos revólveres cargados, y
aun así decide dejarlos a su suerte, no interviene, y regresa al primer piso,
donde se pone a leer el periódico? ¿Hasta qué punto es la libertad del ser
humano un regalo -el supremo don- de Dios, y a partir de qué momento
comienza este obsequio a ser una maldición? ¿Quieren los hombres realmente
ser libres? ¿No maldecirán muchos su libertad, horizonte de posibilidad de
todos sus yerros, de los más atroces de sus actos? ¿No será la libertad uno de
los sordos motivos de resentimiento que algunos hombres experimentan hacia
Dios? Esa libertad, ¿no será lo que los ajedrecistas llaman un “peón
envenenado”? ¿Una calamidad disfrazada de bendición? Ese padre que deja a
sus hijos seguir jugando con los revólveres cargados, ¿habría actuado como
un dios no intervencionista, o simplemente como un dios irresponsable,
indiferente, desentendido de sus criaturas? Una cosa es procurar no
intervenir, otra muy diferente ser completamente alcahuete e inconsciente.
No hay, en la esfera humana, padre alguno que, al comportarse de tal manera,
no fuese llevado ante un tribunal por negligencia y abandono parental. La no
intervención que parecía saludable, una buena manera de hacer que los hijos
asumiesen responsabilidad por sus actos, se convierte en una conducta
criminal, en una monstruosidad, algo solo concebible en un padre borracho o
drogado.
¿Se habrá Dios amarrado las manos a sí mismo, al hacernos el don de la
libertad? ¿Se habrá de esa manera condenado a la no intervención? ¿Qué
hacer, ahora que sus hijos han comenzado a jugar con revólveres cargados, y
no las piedras y palos que otrora constituyesen su juguete bélico, esas que,
siendo letales, no representaban una amenaza de extinción masiva?
¿Debemos los humanos acusar a Dios por abandono laboral? ¿Por paternidad
irresponsable? ¿Cómo no resentir esa libertad envenenada que nos inoculó?
No me cabe duda de que Dios sabe lo que hace con los humanos, lo que me
pregunto es, ¿le importa? Francamente, ¿por qué habría de importarle?
Asumirlo, ¿no es suscribir al narcisismo antropológico que nos viene desde
Protágoras -“el hombre es la medida de todas las cosas”-, ese que nos hace
tomarnos por el télos y el terminus ad quem de la Creación? ¿Será posible
que el ser humano no advierta el patológico, aberrante, exorbitado narcisismo
que supone tomarse a sí mismo por la criatura dilecta de Dios? ¿No sería un
hombre, por una milésima parte de eso, juzgado megalómano? Si un
individuo dice: “yo soy Dios”, lo llaman teomaniaco. Por el contrario, las
expresiones “yo soy parte de Dios”, “fui hecho a imagen y semejanza de
Dios”, “Dios me habita”, “el cuerpo es el templo del Espíritu Santo”, o “Dios
es mi salvador personal” son asumidas como manifestaciones de un pietismo
conmovedor. Aun cuando los matices semánticos que las distinguen de la
primera aseveración no me escapan, estas “profesiones de fe” me parecen tan
exorbitadas y delirantes como la pretensión del teomaniaco.
Contemplo el paisaje que el ser humano y el mundo nos ofrecen… ¿Será
que Dios no pasa de ser un aficionado, un diletante, un amateur con
pretensiones de profesional? ¿No sería mejor que fuese menos “amoroso” y
más calificado? ¿Y si declaramos a Dios culpable de todos los crímenes
concebibles contra la humanidad: tortura, genocidio, violación, exterminio,
terrorismo, discriminación… y libertad? Concedo que hay cierta forma de
sabiduría que no se obtiene sino al precio de inmenso dolor. La iluminación,
la verdad, la serenidad no despuntan hasta que escalamos la última gradiente
del sufrimiento. Mi punto es: ¿no había manera menos atroz de adquirir tal
conocimiento? El precio de la matrícula se me antoja desmesurado, para un
curso en el que nadie me inscribió, del que jamás me supe partícipe, y que no
elegí tomar. La pedagogía de Dios, ¿no es un ejercicio de crueldad supremo -
como todo lo suyo-? El pretium doloris al que nos vende sus verdades es
inaceptable. Su proceder más se asemeja al de un usurero despiadado, un
comerciante que ejecuta sus oscuras transacciones y llena sus arcas con las
lágrimas y lamentos de esos discípulos que jamás lo escogieron como
maestro. Ningún profesor nos exigiría la vida de un hijo, el tormento de una
lenta agonía, o la pérdida de un brazo para revelarnos que 2 + 2 = 4. ¿Estaría
alguien dispuesto a comprar su libro de texto y matricular su curso por ese
precio? ¡Esas claridades, días de otra esfera, oh Dios celoso, tú no las
vendes! -clama Victor Hugo, tres años después de la muerte de su hija
Léopoldine-. El poeta comprende que el dolor es un buen escultor, que su
cincel y su martillo trabajan nuestras almas y nuestros cuerpos; comprende
que el sufrimiento tiene un sentido y que de él cabe siempre derivar una
enseñanza, ¡pero concluye que la transacción es perversa, y el precio de esas
claridades y días de otra esfera es exorbitante!
Vuelvo a Simone Weil, que como vos, mi amiga querida, creyó, e hizo de
su vida entera un acto de fe. Weil nos dice que Dios crea mediante un
movimiento de autodelimitación. En otras palabras, puesto que Dios es una
plenitud absoluta, un ser perfecto, las criaturas no pueden existir sino donde
Dios no es. La Creación ocurre, pues, cuando y donde Dios decide retraerse
parcialmente. Los seres humanos hacemos el mal no a causa del pecado
original, sino precisamente por cuanto tuvimos que ser ahí donde Dios no era.
No es que tengamos una vocación por el mal, es que para nosotros, ser
significaba, necesariamente, ser donde Dios no ocupaba la superficie total del
ser, donde quedaba espacio para la imperfección, y por ende, para el mal.
Simone Weil tuvo tres momentos de revelación, tres hierofanías, tres
encuentros “de los que realmente cuentan” (sic). Conoció como pocos seres
humanos el éxtasis místico. Murió en 1943, a los treinta y cuatro años de
edad, en Ashford, Inglaterra, mientras su amada Francia era ocupada por los
nazis. Algunos dicen que se dejó morir de inanición. Su negativa a comer,
¿habría sido un gesto de solidaridad con sus compatriotas? ¿No era indecente,
comer como un puerco, mientras en su país las gentes arriesgaban sus vidas
por un trozo de pan? Y fue así como Simone comenzó a comer,
estrictamente, lo que, en su estimación, estaban comiendo sus compatriotas
bajo la férula nazi. Cualquier otra cosa habría sido inmoral. Los hay que
sostienen que se dejó morir de inanición después de estudiar a Schopenhauer:
el filósofo de la Voluntad sostenía, en su análisis de la vida ascética y
cristiana, que la inanición autoinducida era la mejor forma de la
autonegación. Simone creía que el ser humano debía “devolverle” a Dios lo
que este le había dado: su espacio en el ser. Su gesto es, en lo sustantivo, una
imitatio Christe. Ella decidiría ser menos, para que Dios volviese a tomar
posesión del lugar que había dejado vacante para ella. O quizás simplemente
la aniquiló la tuberculosis… nadie lo sabe a ciencia cierta. Richard Reems, su
más distinguido biógrafo en lengua inglesa, dice, hermosamente: “Cualquiera
que sea la razón de su muerte, todas las causas que se mencionen
desembocan en lo mismo: murió de amor”.
Albert Camus observó: “Simone Weil es el único gran espíritu de nuestro
tiempo”. ¡Atención: dijo “espíritu”, no “intelecto”, “mente” o “inteligencia”!
Era marxista, pacifista, sindicalista, activista a favor de la clase obrera… En
1915, a los seis años de edad, decidió no comer azúcar, como gesto de
solidaridad con los soldados franceses en el frente occidental. El mundo la ha
redescubierto lenta pero constantemente: solo entre 1995 y 2012, dos mil
quinientos artículos académicos le fueron dedicados. Sentimos que pasamos
al lado de ella sin advertir su grandeza, y ahora nos volcamos, entre devotos y
deslumbrados, sobre su palabra valiente, lúcida y comprometida hasta el fin.
La filosofía y la historia de vida de Simone Weil me han hecho comprender
mejor a Viviana. Por eso he querido referirme a ella con alguna extensión. Mi
amada amiga, toda solidaridad, toda ternura, la “mística en estado salvaje”
(Claudel), la que no podía comer si el mundo no comía, la piel hipersensible
de la sociedad costarricense, la bella, bella niña-mujer que no tenía enzimas
para digerir la injusticia social: poco importan los diecisiete balazos que en tu
celda te regalaron. Vos también, a tu manera, moriste de amor.
XXVII

Viviana adoraba los libros. Conservo un ejemplar de El malestar en la


cultura, de Freud, que me prestó en 1978, y -por supuesto- nunca devolví.
Tiene sus anotaciones, su profusa marginalia: flechas, signos de exclamación
cuando algo le gustaba, signos de pregunta cuando un pasaje le parecía
menos convincente, caras felices, tristes o irritadas, párrafos subrayados
rabiosamente, palabras dentro de sus círculos rojos, pequeños dibujos como
jeroglíficos, y aun números con los que se permitía a sí misma calificar al
padre del psicoanálisis: ¡el viejo pasaba de un 10 a un 4 o un 5 en cuestión de
renglones! En su casa tuvo la iniciativa de elaborar un fichero para la
biblioteca doméstica, y recuerdo que en el Liceo sus libros de texto se
contaban entre los mejor cuidados de la clase: detestaba doblar las puntas de
las páginas para marcar un pasaje importante, y -¡que Dios no lo permitiera!-
plegar las tapas hacia atrás a fin de “facilitar” la lectura, práctica abominable
que trae como consecuencia la fractura del lomo y el desencuadernamiento
del volumen. Sí: Viviana creció con el culto al libro. El libro: el más bello,
fecundo, misterioso artefacto jamás creado por el ser humano (¡y lo dice un
pianista!)
Pero Viviana era todo menos una rata de biblioteca: practicaba diversos
deportes, patinaba, corría, bailaba… era una criatura de outdoors, de
exteriores, un ser alado al tiempo que telúrico. En noviembre de 1979, a guisa
de última actividad de grupo, la clase efectuó un largo paseo por las
montañas de Concepción de Tres Ríos. Caminamos durante todo el día, con
la guía de un experto lazarillo: el hijo de don Tulio, el vendedor de golosinas
del Liceo, quien siendo lugareño, conocía la zona a la perfección. Ese día
caminamos por bosques, praderas, cauces de ríos secos, escalamos montañas,
bajamos a húmedas, umbrías hondonadas, avanzamos por desfiladeros
suspendidos entre dos precipicios… hasta desembocar en la carretera del alto
de Tres Ríos. Recuerdo que dos compañeras que se las tiraban de
revolucionarias quedaron exhaustas y rezagadas desde que comenzamos a
subir las colinas. No quiero imaginar la suerte que hubieran corrido en la
Sierra Maestra de Cuba, perseguidas por las fuerzas de Fulgencio Batista. Por
lo que a mí atañe, me inyecté antes de salir una sustancial dosis profiláctica
de factor coagulante, y me di a caminar con una energía y determinación que
asustaron a algunos compañeros (“no hay nada tan fuerte como un débil” -
decía Edgar Allan Poe-). Viviana nos acompañó durante todo el trayecto,
desde las instalaciones del Liceo hasta los tanques de agua de los cerros de
Tres Ríos. La veo abrirse paso entre la alta hierba, y avanzar a través de los
más disímiles paisajes, un lecho rocoso como un bosque de pinos. Viviana
era una muchacha recia, fuerte, que sabía usar su cuerpo con absoluto
donaire. La altivez de su porte la hacía verse más alta de lo que realmente era.
Ese mes -noviembre de 1979- fue rico en eventos inolvidables. El primero
de ellos, nuestros exámenes de bachillerato -una semana entera de pruebas-,
“oficiados” en el aula que hacía las veces de biblioteca del Liceo, aislados del
mundo, y bien vigilados por las autoridades. ¿Por qué vigilados? Pues porque
en nuestra clase, copiar en los exámenes no era una práctica infrecuente. Lo
hizo Viviana, lo hizo Ricardo, lo hice yo, y… pues lo hicimos casi todos
(inserto el “casi” para no ofender a aquellos estudiantes probos que nunca
habrían sucumbido a esta tentación). Lo único que recuerdo de estos
tediosísimos, fatigosos exámenes, es la prueba de Yves Debroise: un ejercicio
de composición de texto, en la cual nos era propuesta una reflexión de Victor
Hugo sobre la utilidad de la obra de arte. El escritor sostenía que el arte no
solo debía ser bello, sino también útil: la vieja polémica entre los estetas y los
pragmáticos. Viviana entregó su trabajo, y luego se reunió conmigo fuera de
la clase.
“Imagino cuánto disfrutaste del tema” -me dijo, sonriente-. “Era un examen
hecho para vos, Jacques, y creo saber cuál habrá sido tu posición con respecto
a Victor Hugo. ¿No te da miedo, discrepar de la más grande pluma de la
literatura francesa?”
“No, Vivi, los gigantes son un blanco fácil: su tamaño los hace vulnerables.
¿Qué sería más difícil: abatir a balazos a un elefante en mitad de la pradera, o
a una hormiga carnívora que se encontrase a la misma distancia?”
Viviana rió. “Sí, te confieso que yo tampoco estuve de acuerdo con el
elefante, pero eso no importa: el único que se va a sacar un diez en esta
prueba serás vos”.
Así fue, en efecto, pero mi gloria duró poco: en el examen de trigonometría
copié los resultados de una compañera. Varios fuimos los infractores, todos
sin excepción llamados “Ante la Ley” (Kafka), y castigados con una sanción
que bajó nuestra nota ostensiblemente. El resultado fue que algunas
calificaciones cayeron bajo el nivel mínimo aceptable, y los estudiantes
correspondientes tuvieron que repetir la prueba. Yo no me vi forzado a
hacerlo porque mis anteriores notas me daban crédito suficiente para encajar
el golpe. Aun así, fue una experiencia humillante y bochornosa: es con
malestar profundo que la recuerdo. Y sí: también Viviana estuvo entre las
“copionas” que, como yo, no tuvieron que repetir el examen. ¡Ah, mi querida
Vivi, aun nuestros delitos contribuyeron a acercarnos, a crear esa mitología
conjunta, esa suma de acatos y transgresiones compartidas que llamamos
“amistad”! La verdadera amistad, en tanto que subespecie del amor, niega la
aritmética: en ella 1 + 1 = 1. En ese uno se fusionan y confunden los amantes
y los amigos.
Cuando Viviana se quedaba overnight en la casa de amigos y amigas para
estudiar alguna materia, ante la amenaza de un examen inminente, solía
dejarle un mensaje escrito a la mamá (¡siempre, la grafitera!): “Mami, como
no sé absolutamente nada de física, me voy a quedar estudiando en casa de
Olguita y Carolina. Por favor, no haga mala cara. Aquí le dejo el número en
que voy a estar. Llego mañana en la tarde”. Otro tanto hacía yo, por cierto.
Esto bastaba para tranquilizar a Vilma. Por lo demás, Viviana era una
muchacha casera: nunca tuvo veleidades de escapista o de trotacalles.
Una vez pasada la prueba de fuego del bachillerato, solo restaba recoger
nuestros diplomas en solemne ceremonia final. Para ello, el Liceo alquiló el
viejo, el venerable cine Rex, donde alguna vez viéramos todos los clásicos
dibujos animados de Disney. El evento se realizó un lunes por la mañana.
Todo el Liceo se dio cita ese día, en la que era la más grande sala de cine del
país. La pantalla fue retirada, y sobre el proscenio caminamos, uno tras otro,
los flamantes nuevos bachilleres. Recibíamos una cinta azul que colgaba
diagonal sobre nuestras blusas, un pergamino, el beso maternal de las
maestras, y el abrazo -¡a lo macho!- de los maestros en el panel. Mis
sugerencias para la música de fondo -la Marcha Triunfal de la ópera Aida, de
Verdi, o el procesional, mayestático tema del final de la Primera Sinfonía, de
Brahms- fueron ignoradas, así que tuvimos que desfilar al son de alguna
zafia, innoble tonadilla tropical. Aun la estoy oyendo… Sí, sí, pueden
creerme: en efecto era zafia e innoble.
La fiesta de graduación fue, en cambio, un evento problemático. De hecho,
yo lo considero una experiencia iniciática para Viviana: la primera vez en que
debió, en su microcosmos social, ponerse de pie y sostener sus puntos de
vista contra dos clases enteras (el quinto año Letras, y el quinto año Ciencias,
en total, unas sesenta personas). El baile de graduación polarizó a los
estudiantes desde que comenzó su planeación. En lo sustantivo, sucedió que
los compañeros de izquierda (no más de seis personas) objetaron
sistemáticamente, durante varios meses, las propuestas del resto de los
compañeros. Viviana propugnaba una fiesta austera, donde no se pecara de
dispendiosidad y no se cometieran extravagancias desmedidas. Su posición
era enteramente razonable, pero colisionó con las veleidades de princesas y
príncipes consortes del resto de la clase. Para estos descerebrados
adolescentes, el sueño consistía en vivir la fantasía de la Cenicienta por
espacio de dos horas, y luego volver a la realidad… en una familia
seriamente desequilibrada en sus finanzas. Era un mero capricho, un delirio
cursi, ridículo, y típicamente pequeño burgués. Esnobismo de la peor estofa.
Cuotas iban, cuotas venían, todo costaba plata, y el nivel de ingresos
promedio de nuestras familias no estaba para esos trotes. Los alumnos más
solventes no tuvieron problema con las onerosas erogaciones que toda esta
chanfaina suponía, pero me consta que hubo familias que la pasaron muy
mal, para que su chiquita o chiquito vivieran su “giorno di regno” (Verdi).
Viviana era consciente de esto, y libró su batalla. Más que por proteger a su
familia, por proteger a las familias menos boyantes de la clase. Se compró el
pleito, y se lo compró, como todo lo suyo, muy bien comprado.
Ya me he referido a la enconada discusión que tuvo lugar en la sala de
teatro y cine del Liceo, donde se reunieron las dos clases. Una de las Lady
Dis tropicales enfrentó a Viviana, y lo hizo con aspereza, con una inocultable
antipatía. Viviana no había personalizado el debate: siempre abordó el asunto
como un tema de interés general y de principios éticos. Jamás la vi aludir a
nadie en particular. Pero Lady Di estaba soliviantada, y dejó que su bilis
hablara por ella. Viviana fue objeto de un Blitzkrieg personal, se hizo llamar
“boicoteadora”, “saboteadora” y “resentida social”. Lo más revelador de todo
esto es que Lady Di no era ni siquiera costarricense: no tenía la menor noción
de los sacrificios económicos a que el fementido baile estaba obligando a
ciertas familias. Mientras la energúmena despotricaba contra Viviana, yo
comencé a inquietarme. ¿Por qué un ataque ad hominem, en una discusión
donde lo esencial eran las ideas, los conceptos, eso que la clase quería
proyectar, como identidad colectiva, en su ritual de graduación? Pues no lo
sé. Después de la diatriba de Lady Di, Viviana tomó la palabra. Estaba
sentada en las primeras filas del salón, al lado del proscenio. Había oído la
filípica de espaldas a su agresora. Ahora la enfrentaba, y además se ponía de
pie. Viviana se expresó con severidad, con exactitud, con una frialdad que
algo tenía de intimidante. No miró a nadie en particular; mantuvo la mirada
fija en algún punto en la lejanía. En lo sustantivo, dijo que ella se disociaba
del proceso de organización del baile, que no volvería a objetar decisión
ninguna, que iría al evento vestida como a ella le diese la gana, y que daba
con tales palabras por concluida su participación en la polémica. Era una
mujer asumiendo, de manera beligerante, su identidad de rebelde, de persona
no conformista y radicalmente contestataria. Fue Antígona. Grande, grande
Viviana. Después de su intervención (no la emprendió contra su agresora,
habló sin mirarla, no mencionó siquiera su nombre), un silencio lapidario se
abatió sobre las clases. In fine, las princesas y príncipes consortes tuvieron su
noche de Cenicienta, y Viviana la vivió a su manera, sin aceptar imposiciones
de nadie.
El baile de la octava graduación del Liceo Franco-Costarricense tuvo lugar
el jueves 29 de noviembre de 1979, a las ocho de la noche, en el Colegio de
Abogados. El traje formal era exigido. Viviana fue tan formal como era dable
concebir, y en modo alguno constituyó una disonancia en el contexto del
evento. Se rehusó a ir al baile como “una figurilla de torta de cumpleaños”.
No por ser diferente, sería su traje informal. Viviana llegó con un bello
vestido de nailon de tono entre marrón y vino tinto, con discretas filigranas
doradas, una chaqueta de piel de carnero color crema, y zapatos negros con
un pequeño, fino tacón. Al cuello llevaba un dije que su papá le había
regalado cuando se graduó de sexto grado, en 1974 (ceremonia efectuada en
el teatro de la Clínica Carlos Durán, en barrio Vasconia). El dije pendía de
una cadena de oro: era un corazoncito dorado, dentro del cual había una
pareja de novios. Con esta joya, Viviana rendía tácito tributo a su papá,
reivindicaba la continuidad entre la escuela primaria y la secundaria, y
formulaba su voto de tener una pareja: no quería librar su batalla sola. Ni más
ni menos que el director del Liceo, Monsieur René Larivain, la sacó a bailar a
ella antes que a cualquiera otra de sus compañeras. El viejo era sagaz, y sabía
lo que había estado pasando en la clase. Fue su manera de darle a Viviana un
espaldarazo, de decirle: “estoy con vos”. Por lo que atañe a las demás
compañeras, pues ahí llegaron, homogenizadas y pasteurizadas, exhibiendo
sus clásicos, tradicionales vestidos “de graduación” (por tal se les conoce),
con algo de novias plantadas en el altar, largas, farragosas faldas blancas, y
toda la parafernalia de la cursilería pueblerina del San José de 1979. Algunos
de los compañeros y compañeras de izquierda se tomaron sus propias fotos
para el anuario (con lo cual no tuvieron que pagar la cuota del fotógrafo), y el
resultado fue deplorable: no bastaba con hacer la revolución, ¡había que
hacerla inteligentemente! La foto de Viviana en el aludido documento es de
factura profesional, y nos ofrece una fidedigna imagen de su persona. Es el
tipo de foto que no solo captura un rostro, sino algo -por pequeño que sea- de
su alma.
El protocolo estipulaba que cada estudiante llegaría al salón principal
bajando por una escalera: ¡el socorrido, inmemorial imaginario de los cuentos
de hadas! Luego bailaría un vals: los hombres con sus madres, las mujeres
con sus padres. Fue lo que hice, con indecible torpeza y malestar, y fue
también lo que Viviana hizo, con su gracia y altivez habituales. Teníamos
una orquesta, manjares, mesas con lugares reservados, y discretos efectos
luminotécnicos. Ahí estaban todos los padres, todas las madres, todos los
profesores y profesoras, todos los estudiantes, todo el personal
administrativo, en suma: todo el Liceo Franco-Costarricense, con sus
sombras tutelares: Molière, Victor Hugo, Proust, pero también Carmen Lyra,
Carlos Luis Sáenz y Carlos Salazar Herrera. ¡Qué grande fue mi colegio!
How green was my valley! ¿Qué fue de todo aquello? Pues se fue, como “les
neiges d´antan”, de Villon. A lomos del tren de Machado, ese que “devora
vida y riel”. El tiempo, y su irreversible, entrópico, unidireccional
movimiento. La experiencia “primúltima” de que hablaba Jankélévitch. Y
luego, para cerrar mi digresión, citemos a Poe, y su “Nevermore” de The
Raven. Porque, en efecto, son cosas idas para siempre. Cosas que no pueden
ser reeditadas. Cosas que, con el tiempo, pasan a habitar ese espacio
intersticial, esa dimensión de entreluz que se cuela entre la realidad y la
fantasía, eso que los alemanes llaman Geschichte, y que podríamos traducir -
inexactamente- como “leyenda”.
No bailé con Viviana, aquella noche. No que yo recuerde, por lo menos.
Pero tengo en la retina su presencia, su distinción, y por encima de todo, su
triunfo: participó de la celebración como la que más, pero lo hizo en sus
términos, bajo las normas de su código, en suma, a su manera. Como dice
George Bernard Shaw: Los grandes hombres crean su propia moda. Sí, los
grandes hombres y las grandes mujeres -conviene recordar-. Evoco también a
Cocteau: Cultiva precisamente eso por lo cual los demás te critican, porque
esa es tu esencia. Finalmente, traigo a colación al siempre citable Ortega y
Gasset: ir contra la opinión de la mayoría es el acto más heroico de que un
ser humano es capaz. Pero, por debajo de los rostros sonrientes y la euforia
de la noche, era imposible soslayar el hecho de que Viviana había creado un
cisma en la clase. Si no pasó a más fue únicamente porque después de esa
ceremonia advino la inevitable diáspora, y todos nos dispersamos en las más
divergentes direcciones. Hay un buen número de compañeros a quienes
nunca volví a ver, y muchos de quienes -tout bêtement- ni siquiera me
acuerdo.
Ya durante las ceremonias del quince de setiembre de 1979, día de la
independencia patria, el presidente del gobierno estudiantil, Ricardo
Valverde, había incendiado los ánimos, al decir que “así como la Costa Rica
de 1856 había librado exitosamente su batalla contra William Walker, era
imperativo que en 1979 siguiera su lucha contra los modernos filibusteros”.
La frase generó la indignación de una profesora que estaba casada con un
estadounidense. No había realmente ningún motivo para esta reacción por
parte de la señora de marras. Actuó de manera paranoide, defensiva,
inapropiada, totalmente desafortunada. El escandalillo que armó llegó a oídos
del director, Monsieur Larivain, quien lejos de aplaudir el disparate de la
profesora, endosó a Ricardo y a la izquierda del Liceo con absoluta
convicción.
Fuere como fuere, era innegable que la clase estaba escindida, con una
izquierda minoritaria proactiva, y una derecha comatosa y neurológicamente
muerta. Pero si el liderazgo natural, la simpatía, el sentido del humor y la
apostura física le daban a Ricardo crédito para permitirse estos coups de
gueule, el caso de Viviana era muy distinto. No tenía el carisma de su
correligionario, y sobre todo -no lo olvidemos- era mujer. Con ello queda
dicho todo. Los mismos pronunciamientos que a Ricardo le valían vítores,
generaban viscerales reacciones alérgicas cuando Viviana era la oradora. Pero
ella digirió la sanción, el rechazo, la repulsa de sus compañeros -y más aun
de sus compañeras- admirablemente. No necesitaba sentirse corroborada por
el mundo, no le interesaba ser universalmente amada, y confería muy poca
importancia a la reafirmación de los demás. A los dieciséis años de edad, esta
firmeza de convicción, y un desdén tan olímpico del “qué dirán” son rasgos,
simplemente, extraordinarios. Bien se ve que no fue en vano, El Enemigo del
Pueblo, de Ibsen, y que el Doctor Stockmann había encontrado en su alma el
clima idóneo para crecer y madurar. Ser diferente es ser indecente -
observaba, irónicamente, Ortega y Gasset, en La Revolución de las Masas-.
Es cosa que Viviana entendió muy bien y muy temprano en su vida. El acto
heroico por antonomasia consiste en ir a contracorriente del sentir de toda una
colectividad, en un momento histórico dado. Los héroes de Beethoven nos lo
habían demostrado.
XXVIII

A principios del año 1981, recibí una llamada del perspicaz Ricardo
Valverde, entrañable amigo de Viviana, y el único compañero del Liceo a
quien suelo referirme como “hermano”. Ricardo estaba muy preocupado.
“Jacques: sé, de fuente muy confiable, que Vivi anda con malas juntas”. Se
refería a la militancia de Viviana en una célula del grupo radical llamado “La
Familia”. Ricardo hizo alusión a algunos de los actos que se le atribuían a la
organización. Yo no tomé la advertencia de Ricardo en serio. A decir verdad,
no le conferí mayor importancia. Viviana llegaba a verme al conservatorio de
la Universidad de Costa Rica por lo menos una vez por semana, en las
noches, y si ella estaba metida en algún imbroglio serio -pensé yo- me lo
habría dicho. Me equivoqué. Me equivoqué, en Re menor, la tonalidad del
Réquiem de Mozart. Una de las grandes equivocaciones de mi vida.
“Mami, el mundo está muy mal y tenemos que mejorarlo, solo así
podremos crear conciencia de lo que sufren los que menos tienen” -le había
dicho Viviana a su madre, pocos días antes de los acontecimientos de junio y
julio de 1981-. Si mi amiga erró en el método que eligió para operar este
cambio, sus ideales eran puros, su actitud valerosa, coherente, y su
disposición para asumir riesgos y responsabilidades, absoluta.
Los hechos finales de la vida de Viviana son bien conocidos por los
costarricenses. Me limitaré a enunciarlos de manera fáctica, sinóptica.
Noche del viernes 12 de junio de 1981, Guadalupe, en las inmediaciones de
la Gallito, reconocida fábrica de chocolates y golosinas diversas. Es tarde, y
el vecindario duerme. Cerca de las 11:30 p. m., una señora se despierta al oír
el trajín de un grupo de muchachos que están en un carro Datsun 120, color
amarillo, frente a su propiedad. Entran y salen de una residencia. Algunos de
ellos visten trajes enteros, y esto suscita la suspicacia de la testigo.
Supuestamente, planeaban asaltar una licorera. La vecina llama a Radio
Patrullas, y los oficiales no tardan en llegar. Insisten en bajar a Viviana del
carro. Su intención es violarla. El pasajero que ocupaba el asiento de atrás, en
el vehículo que maneja Viviana, abre fuego. Se arma la balacera. Mueren tres
policías. Sus nombres: Miguel Godínez Mora, Luis Martínez Hall, Luis
Anchía Álvarez. Los muchachos se dan a la fuga. A la altura de la ladrillera
“La Uruca”, el carro en que huyen es interceptado. Viviana sale del vehículo
para proporcionar masaje cardiaco a quien, se cree, era su compañero
sentimental, Carlos Gerardo Enríquez Solano, que frisaba la treintena, y le
llevaba, por decir lo menos, once años de diferencia (aun cuando Viviana
siempre vivió con sus padres, y nunca hizo casa aparte con nadie). El
disparate según el cual Viviana estaría metiendo el cadáver de su amigo en
una alcantarilla es… pues no más que eso: un disparate, sazonado con ese
ingrediente de morbidez y tremendismo que suele impresionar a alguna gente
y generar leyendas urbanas mediáticamente rentables. La inspección del lugar
reveló que no había alcantarillas. Por otra parte, la fina contextura física de
Viviana tornaba imposible la maniobra. En lugar de alcantarillas, lo que había
en la carretera de la Uruca, sobre los cien metros a la redonda de la bien
conocida ladrillera, era una cuneta de seis pulgadas de profundidad, típico
rasgo de nuestra miseria vial y el ruinoso estado de nuestras calles. Un taxista
que se suma a la cacería policial es asesinado, pero Viviana -es un hecho que
urge aclarar- no es responsable de su muerte: lo demuestra la prueba de
parafina, a la que haremos alusión más tarde. El nombre del transportista era
Miguel Aguilar Porras. Por su parte, Enríquez muere de camino al hospital
México.
Viviana es detenida, y llevada al Organismo de Investigación Judicial (OIJ).
Es torturada. Golpeada en el rostro. Golpeada en el pubis. Golpeada en los
senos, que la hacían cubrirse con un amortiguador de hule a fin de que no
quedara evidencia física del maltrato. Obligada a permanecer despierta, con
la luz siempre encendida. Uno de los custodios, que había trabajado con el
papá de Viviana en el Banco Central de Costa Rica, tiene la misericordia de
proporcionarle algunas horas de oscuridad cada noche. Le ordenan
desnudarse. Viviana se mantiene incólume: “Si quiere verme desnuda, hágalo
usted mismo: yo no lo voy a hacer para usted”. Costa Rica viola con ella
todos los derechos humanos que se jacta de respetar. Viviana está en manos
de gorilas y torturadores bien entrenados en materia de extorsión de
información. Su mamá la visita todos los días, en una oportunidad en el
sótano de las oficinas del OIJ, las otras veces en alguna sala del ILANUD
(Instituto Latinoamericano de las Naciones Unidas para la Prevención del
Delito y el Tratamiento del Delincuente). Ambas instituciones compartían a
la sazón el mismo edificio. Vilma guarda un dulce recuerdo del Dr. Elías
Carranza, entonces director del ILANUD.39 Le pregunto por qué, y me sale
con una de esas respuestas que lo dejan a uno desarmado y sumido en el
silencio. “No sabés, Jacques, lo que significa un abrazo fraterno, la sensación
del calor humano, o unas palabras de confortación, en un momento como el
que estábamos viviendo”. No, no lo sé, querida amiga, aun cuando me
esfuerce, invocando la “empatía imaginativa” de Bergson, en formarme una
imagen interna de tu dolor.
Un pariente muy cercano de la familia Gallardo, que trabajaba a la sazón en
Adaptación Social, visitaba las cárceles y tenía contacto con los policías de la
época, refiere una historia muy perturbadora. Según él, después de ser
detenida en La Uruca, y antes de ser llevada a las oficinas del OIJ, Viviana
habría sido conducida al cuarto piso de la Embajada de los Estados Unidos,
que quedaba en el centro de San José, contigua a la iglesia Del Carmen.
Según este testimonio, ahí habría sido sometida a la más brutal tortura.
Conviene recordar que la CIA tuvo durante los tempranos años ochenta una
presencia importante en Costa Rica, por el rol estratégico y geopolítico que el
país había asumido en la Revolución Sandinista. Viviana no identificó el
lugar al que habría sido llevada (cuestión de vehículos blindados, sótanos,
pasadizos, ascensores), y jamás dijo haber estado en tal sitio. No existe
prueba alguna de que esto haya sucedido. Empero, la versión del pariente es
fidedigna, proviene de un hombre honorable y nada propenso a la fabulación.
Este conjetural episodio de tortura se hubiera prolongado, de no ser porque
los oficiales de la Embajada -y luego los del OIJ- descubrieron que Viviana
pertenecía a una familia distinguida -en cuenta una tía diplomática y el papá,
eminente funcionario del Banco Central-, y que su perfil en modo alguno
condecía del estereotipo de la terrorista convencional.
No dejaré de mencionar, por otra parte, el frenesí que se apoderó del
grupúsculo político conocido como “Costa Rica Libre”, una agrupación
oscurantista de extrema derecha, enteramente abocada a la cacería de brujas y
la satanización del comunismo. Este aquelarre de fanáticos, enhardecido por
los acontecimientos que habían tenido lugar en Nicaragua, contribuyó sin
duda a crispar el ánimo de los costarricenses, durante los años que estoy
intentando evocar. “Costa Rica libre” nunca se postuló como partido político:
se autodefinía como “movimiento”: tenía un perfil conspirativo, y cultivaba
prácticas policiales y militares -con miembros bien entrenados en la milicia-
para enfrentar al comunismo. Durante décadas tuvieron espacios pagados y
columnas en el periódico La Nación. El movimiento fue fundado en 1961, y
operó bajo la autoridad de líderes provenientes de algunas de las más
poderosas familias costarricenses. Estaba afiliado a la Liga Anticomunista
Internacional. Su misión consistía en reprimir violentamente los movimientos
campesinos, las huelgas y demás manifestaciones populares. Para ello
formaron escuadrones paramilitares llamados “Boinas azules”, y “Tridentes”.
A esta organización se sumó el grupo “Patria y Libertad”, responsable de
haber dinamitado, en 1985, la torre que transfería electricidad de Costa Rica a
Nicaragua. “Costa Rica libre” alcanzó el apogeo de su vigencia durante los
años 1982-1984, cuando se abocó a apoyar por todos los medios la
contrarevolución en Nicaragua. Su orientación ideológica era netamente
fascistoide: a no dudarlo, una de las más peligrosas y metastásicas
tumoraciones políticas de que ha padecido Costa Rica.
Jamás sabremos cuánta verdad hay en la apócrifa historia de la Embajada -y
es imperativo considerar la posibilidad de que sea íntegramente falsa-. Si
hubiésemos de someter esta versión de los hechos a la “navaja de Ockham” -
la lex parsimoniae: en caso de hipótesis divergentes, debemos elegir aquella
que conlleve la menor cantidad de asunciones, esto es, la más simple- está
claro que lo mejor es ignorarla. Una cosa, por lo menos, es indudable: la
tortura y asesinato de Viviana fueron dispuestos desde una instancia altísima
de poder y autoridad, no fue en modo alguno la decisión de oscuros
funcionarios de segundo o tercer nivel.
Volvemos al mes de junio de 1981. Viviana le menciona a su mamá la
chaqueta color marfil, que estaba ensopada en la sangre de Enríquez: ¡era la
misma prenda que había usado en el baile de graduación, en noviembre de
1979! Viviana le rogó a su mamá no solicitar la chaqueta, a fin de no
exponerse a un horror innecesario. Su mamá la ve con vida por última vez el
30 de junio, a eso de las 7 p. m. En algún momento de la noche o de la
madrugada, Viviana es transferida a la Primera Comisaría de la Guardia Civil
de San José (hoy, Museo de los Niños). Ella sabe que la van a matar. Así se
lo dice a su madre. Es recluida, junto a otras dos compañeras, en una celda
frente a la armería. A las 5:35 de la mañana, el Cabo Bolaños asoma su arma
por los barrotes de la ventanilla, y le dispara por la espalda diecisiete balazos.
Es una metralla M-16, calibre 5.56 milímetros, con una cadencia de tiro de
900 proyectiles, y un alcance efectivo de 500 metros. Venían de servirle el
desayuno. Viviana de los Ángeles Gallardo Camacho, con dieciocho años de
edad, 1.52 metros de estatura, 102 libras, muere inmediatamente. El dictamen
médico establece que la laceración cerebral habría sido la causa oficial del
deceso. No menos de trece impactos de bala en el costado izquierdo del tórax
y uno más en la cabeza redondearon, en cuestión de nanosegundos, la
ejecución. Sus compañeras gritan y piden ayuda en vano. Lo último que los
involucrados en su asesinato hubieran querido era tener un médico en la
escena. Esa noche, Viviana vestía una blusa celeste, un jeans y un suéter café.
Vilma recuerda que el rostro no quedó en modo alguno desfigurado o
amoratado. Antes bien, parecía más niña, más joven, más lozana. Fue
necesario ahuyentar a los periodistas que, en un acto de inconcebible
crueldad, persistían en abrir el féretro para tomar fotos. Ambos padres se
cuidaron de que el cuerpo no fuese visto: era una cuestión elemental de
respeto, dignidad y misericordia. Aunque tenía la certeza de que la iban a
asesinar (lo debe de haber inferido del tratamiento bestial de que fue objeto
en el OIJ), podemos derivar cierto alivio considerando que, con toda
probabilidad, ni siquiera habrá visto el cañón que sobre ella se cernía. Junto a
Viviana estaban Magaly Salazar Nassar -con ocho meses de embarazo- y
Alejandra Bonilla Leiva. No habían dormido en toda la noche. La policía
Mayra Morera venía de ofrecerles café. Alejandra iba a recibirlo en la reja,
cuando Viviana le dijo “no, dejá, yo lo agarro”. Viviana fue hacia el
ventanuco, cogió una taza y se la pasó a su amiga. Luego se volteó, cogió la
otra taza, tres bollos de pan, y se los dio a sus compañeras. Justo en ese
momento, la subametralladora del Cabo Bolaños le descargó la ráfaga que
acabó con su vida.
La celda -que visité después de los hechos- era un habitáculo de dos por dos
y medio metros de superficie. Cemento chorreado por doquier y una puerta
de metal. Grafiti violento, primario, elemental, grabado o dibujado sobre
todas las superficies. Como una especie de excrecencia de la pared, sobresalía
una plancha del mismo material que hacía las veces de lecho - asiento. No
había madera, tela, colchón, almohada, nada que no fuese cemento chorreado.
Bastante más cómodas se me antojaron las banquetas (“pollos”) de los
parques públicos de San José. Siquiera tienen una inclinación que atrae el
cuerpo hacia el fondo del asiento, y dos asideros que pueden generar la
sensación de protección. El ventanuco de la celda era diminuto, más una
mirilla que una verdadera abertura hacia el exterior. Dado lo constrictivo del
espacio, y considerando que en el recinto había tres personas, me sorprendió
que la lluvia de metralla no hubiese cobrado más víctimas. En la pared del
fondo, opuesta a la mirilla, vi los agujeros de las balas. Dibujaban la forma
del cuerpo de Viviana. Los proyectiles que habían penetrado en su espalda y
cabeza no habían salido, de modo que sobre el muro quedó una especie de
silueta, de contorno llamativamente nítido “trazado” por los proyectiles sobre
el muro gris. Como esos juegos en los que, al unir los puntitos con una línea,
vemos emerger una figura inicialmente indeterminable.
La celda ya no existe. En 1994 la Penitenciaría fue transformada en el
Centro Costarricense de la Ciencia y la Cultura, un complejo que alberga al
Museo de los Niños, al Auditorio Nacional y a la Galería Nacional. Mi
querido amigo, el gran periodista y abogado Julio Rodríguez, trabajó en la
Penitenciaría durante los amargos años cincuenta. Una tarde tomábamos café,
como era nuestra ritual práctica, en Giacomin, y me contó que él, en el
cumplimiento de sus funciones legales en el correccional, había
ocasionalmente puesto en libertad a los presos que daban muestras de
arrepentimiento y que consideraban un proyecto de vida honorable. En más
de una oportunidad, lo hizo a contrapelo de lo que estipulaban las sentencias.
Pero sus decisiones fueron correctas. Julio era supremamente intuitivo, un
psicólogo agudísimo, y un hombre justo y compasivo. Tengo la absoluta
certeza de que actuó impecablemente. Pienso en él, y luego evoco a Viviana.
¡Qué lástima que mi pobre amiga no haya topado con un espíritu superior,
con un ser humano misericordioso y providencial, en su martirio
penitenciario!
Viviana le había pedido a su mamá que le trajera un saco para protegerse
del frío que se colaba por doquier en la celda de la Primera Comisaría donde
fue recluida junto a Alejandra Bonilla Leiva y Magaly Salazar Nassar. Como
esta estaba embarazada, Viviana le cedió el saco para contribuir con su
comodidad. Fue en tanto que gesto de gratitud y como homenaje a su
compañera de celda, que Magaly le puso a su hija por nombre “Viviana”.
Hoy en día la criatura gestada bajo aquella indecible angustia es una
distinguida odontóloga. Ha de andar por los treinta y seis años de edad. Es
bella, la historia de este saco: retrata a Viviana exactamente tal cual ella era:
por principio de vida, primero iban los necesitados, después todo lo demás.
De nuevo: cuesta trabajo creer que la ráfaga de balas, rebotando dentro de las
paredes de la celda, no hayan matado a alguien más, si bien ambas
compañeras resultaron heridas. El cuerpo de Viviana operó como
amortiguador, absorbiendo la mayoría de los proyectiles.
Durante los días que precedieron a su muerte, el jefe del OIJ, frustrado por
el silencio de Viviana y su negativa a decir lo que él quería escuchar, le
espetó: “Usted lo que quiere es protagonismo”. Evidentemente, cada ladrón
juzga según su condición. Esa misma noche -la última en que estuvieron
juntas-, Viviana le dijo a su mamá, citando a Serrat y a Machado, nunca
perseguí la gloria, ni dejar en la memoria de los hombres mi canción.
Cantaron juntas. Viviana jamás hubiera querido la atroz publicidad a que se
hizo acreedora. Como ya lo he señalado varias veces en este libro, nunca
padeció de delirios de grandeza, ni de afán de figuración, no era una prima
donna o una vedetilla tercermundista de esas que han proliferado en años
recientes en nuestra descerebrada, comatosa Costa Rica. Durante la reclusión
y los procesos de tortura a que fue sometida Viviana, Vilma proyectó siempre
una imagen de serenidad. “¿Cómo es que estás tan calmada, mami? ¿Te
tienen tomando tranquilizantes o somníferos?” -le preguntó Viviana-. “No,
Vivi, yo quiero estar alerta, atenta a todo lo que suceda. Solo así puedo
ayudarte”. Ambas vivieron aquel descenso al fondo del dolor sin refugiarse
en ese paraíso farmacológico al que hoy en día acudimos para soportar
nuestras atribuladas vidas: ansiolíticos, somníferos, antidepresivos y
reguladores del afecto.
Su mamá le habló de Dios. La instó a rezar el “Padre Nuestro”. “Es una
bella oración” -le dijo-. “Si te fijás bien, comienza con una alabanza, y
continúa con una petición”. Era la última vez que se verían. Viviana le
respondió: “Está bien, mami: por vos, hoy la voy a rezar”.
El 11 de diciembre de 2002, el periódico Ojo recogió una serie de
testimonios, en la sección “Historia Política”. El reportaje, obra notable de la
periodista Fabiana Pomarela, lleva por título “Viviana, la niña de la mirada
triste”. Transcribo, a continuación, las más significativas declaraciones.
Fabio Muñoz (periodista). Un día, no recuerdo con exactitud, conocí a una
niña a quien le descubrí unos ojos muy tristes. “Tía Mayi, ¿vos le vas a dar
chocolate a tus amigos? -dijo aquella niña-. La tía contestó afirmativamente.
Entonces, ¿en cuáles tazas lo vas a hacer, en las de siempre o en las de
visita?” -dijo de seguido aquella inquieta y vivaz pequeña-. Aquella tarde
tomamos chocolate y no supe en qué tipo de tazas fue. Luego siguió jugando
con unos cromitos, sentada en el piso.
Mayela Camacho (tía). Viviana es un ángel y ella es sagrada para mí. Está
en el cielo, así que a ella la prensa no la vuelve a tocar porque ya la
despedazaron una vez.
Vilma Camacho (mamá). Mi hija ha desaparecido físicamente, aunque su
esencia y el suave perfume de su dulzura y juventud, permanecen conmigo.
Vladimir de la Cruz (historiador). Viviana era una muchacha muy joven,
estudiante universitaria, y en sí misma podía representar un ejemplo para
muchas mujeres y jóvenes de la época.
Ana Cecilia Escalante (exdirectora, Escuela de Antropología y Sociología
de la Universidad de Costa Rica). Si bien es cierto que Gallardo Camacho se
matriculó en Estudios Generales y Sociología General (primer curso de la
carrera), estos los había perdido, y con ellos la condición de estudiante
universitaria (declaraciones a la prensa, en junio de 1981).
Fabio Muñoz. Los años pasaron. En dos ocasiones la vi montarse al bus de
Curridabat. Había crecido mucho y por su manera de vestir deduje que era
universitaria. ¿Qué estará estudiando? -me pregunté-. Se sentó en un asiento
delante del mío. No me vio, pero si lo hubiera hecho no podría haberme
reconocido, porque también yo estaba muy cambiado. Bajó en San Pedro de
Montes de Oca y se perdió de vista. Pensé si sería una estudiante inteligente.
Debía serlo -me dije-, porque había notado su precocidad en las
conversaciones; siempre atenta, muy atenta. Después, no supe más de ella.
Vilma Camacho. Hoy, en su memoria y en procura de que no se repitan los
hechos tan bochornosos que conocemos, quiero hacer público lo que mi hija,
a través de las visitas diarias que le hice, me confiara, sobre la forma en que,
durante la fatídica noche del 12 de junio, quisieron arrancarle una
confesión. (Denuncia ante la Comisión Interamericana de Derechos
Humanos, 15 de julio, 1981).
Viviana Gallardo. Mami, Costa Rica no se queda atrás del tratamiento
brutal que tanto criticamos a otros países. El día de mi detención me ataron
las manos hacia atrás, y luego me golpearon salvajemente los senos, el
estómago y el pubis. Si usted, mami, observa la foto que tanto han explotado
los medios de comunicación, creo que verá en ella espanto y dolor, que fue lo
que experimenté esa noche. No le temo a los muertos, pero esa madrugada
me mantuvieron más de dos horas en la Morgue Judicial, rodeada de los
cadáveres de aquellos cuya muerte me enrostraban; el cuadro era doloroso y
macabro, por lo menos para mí, que, como vos sabés, mami, tengo una
excesiva sensibilidad; pero logré contener mi llanto.
Yara (seudónimo de una compañera de Viviana). Ella era un palo de
mujer: nunca dijo nada, a pesar de las torturas… A mí me patearon, en
Mozotal, cuando nos detuvieron, delante incluso de Aguilar Bloise, el
director del OIJ. A todos nos pegaron. Se pararon con los tacones sobre mis
pies descalzos. Claro, diez días después, cando permitieron que nos vieran,
ya no teníamos señas de la paliza. Lo que dijo la mamá de Viviana es cierto.
Fabio Muñoz. Es una joven de apellido Gallardo la que está involucrada
en los hechos de anoche -dijo el periodista Ricardo González en la
televisión-. ¡Dios mío, no puede ser ella! -exclamé-. Hice una llamada
telefónica a Curridabat, y se confirmó la noticia. El impacto fue mayor
cuando los periódicos publicaron la fotografía. Lo demás es conocido por
muchos…
José Manuel Bolaños (expolicía, excabo). El 30 de junio, a eso de las 20
horas, llegó el carro del Poder Judicial con las cinco jóvenes, las bajaron y
las llevaron a las celdas que están frente a la armería. Al poco rato yo fui
por curiosear y habían un montón de compañeros insultando con palabras
obscenas. Yo me quedé un rato observando, como a unos quince metros. Al
poco rato llegó el Mayor G. O. y me llamó y me dijo que yo debería eliminar
a tres de ellas, que en una celda había dos pero que esas no eran, sino que
donde estaban las tres juntas. Y me dijo que no me preocupara, que todo
estaba listo y que ellos me sacarían en tres meses de prisión y que los
pasaría en una comisaría. Y me dijo que lo mejor es que cumpliera la orden,
porque si no, otros pagarían. (Carta con fecha del 21 de enero, 1982,
dirigida a Gloria Navas, de la Oficina de Defensores Públicos).
Manuel Sandoval (historiador). La orden de matar a Viviana fue una orden
política, fue un acto de venganza, de terminar con una organización que
había desafiado la institucionalidad del Estado burgués.
Vladimir de la Cruz (historiador). Me parece que el asesinato de Viviana
Gallardo fue un asesinato de Estado, fraguado, pienso, en el propio Consejo
de Gobierno de esa época. De manera que fue un acto de Estado y no hay
otra forma de decirlo. No fue un acto esporádico de un loquito policía, sino
que fue un acto consciente de eliminar de esa forma a un grupo que, por su
naturaleza, podía sembrar el ejemplo en otros jóvenes. Ese fue un asesinato
político.
José Manuel Bolaños. Esa noche me llamó mi esposa y me dijo que unos
hombres se habían robado una ropa del patio de la casa, rompieron una
ventana, y dispararon en un cafetal vecino. Luego me llamó el teniente R. S.
y me dijo que si no cumplía la orden mis hijos iban a pagar, que lo que había
pasado en mi casa era apenas una advertencia.
Vilma Camacho. El mensaje de hoy es un grito de dolor y de protesta, y un
ruego que hago al Gobierno de Costa Rica, y en especial a nuestro
Presidente, Rodrigo Carazo, así como a la Corte Internacional de Derechos
Humanos. (Denuncia citada).
Rodrigo Carazo Odio (expresidente). No me olvido de Viviana Gallardo.
Yo era Presidente de este país. Y eso no era de ninguna manera un crimen
común y corriente, sino que tenía inteligencia e intereses escondidos, y a ella
la matan en una forma brutal, dentro de una celda. (Declaraciones a la
prensa, 2001).
Vilma Camacho. Respecto al cobarde asesinato de que fue víctima este
pedacito de mi corazón, no pido venganza, pero reclamo justicia, para que
otros no perezcan, paradójicamente, en manos de quienes deben velar por
nuestra seguridad. En cuanto a las condiciones macabras e infrahumanas del
lugar en el que fue asesinada mi hija, no hago comentarios. Intimo mi
felicitación a la valiente policía Mayra Morera, a quien no conozco, pero
con palabras de Cristo digo: “Por sus frutos los conoceréis”
Mayra Morera Prado (ex-policía). Faltando veinticinco minutos para las
seis, el Cabo Bolaños preguntó: “¿Cuántas son?” “Cinco. Están en dos
gupos de tres y dos” -contesté-. Y el cabo preguntó: “¿Dónde está Viviana
Gallardo?
José Manuel Bolaños. Doña Mayra me dijo que ahí estaban las tres más
malas, donde estaba la Gallardo. A eso de las cinco pasadas llegó Mayra a
darles café, y cuando Mayra llamó a Viviana yo alcé la ametralladora y
empecé a disparar porque pensé que si no lo hacía podían matar a mis hijos.
Al poco rato llegó el teniente R. S., y me llevó a una oficina y me dijo que
todo saldría bien. (Carta presentada el día en que lo condenaron).
Mayra Morera. Con gran claridad recuerdo los hechos de esa madrugada,
cuando el cabo Bolaños me golpeó en el hombro para apartarme de la
puerta e introducir la ametralladora en la celda y accionarla contra la
prisionera. Después, un teniente me dijo: “Usted está hablando demasiado,
más de la cuenta, esto lo teníamos bien coordinado, iba a aparecer como si
fuera una fuga”.
Guillermo Ortiz (ex-comandante). Es una ligereza de este muchacho
ponerse a decir esas cosas ahora, y no haberlas dicho en el juicio. Yo me
pregunto, ¿por qué en el juicio él dijo que era el único responsable de los
hechos? ¿Por qué sale con esas acusaciones ahora? Todo es muy extraño. Y
todo es falso, ya que en ningún momento nosotros hubiéramos pensado en
algo similar. Además, eso no se puede planear en tan poco tiempo. Debe
pensarse también que Bolaños no hubiera sido la persona indicada para
hacer ese trabajo. (Declaraciones a la prensa, marzo de 1982).
Viviana Gallardo. Para mí, decidirme a luchar es parte de la honestidad
con que se quiere vivir, no es posible comer, dormir y querer, en un mundo
donde las tres cuartas partes de la población se mueren de hambre, sin
siquiera inmutarse: el que lo haga está traicionando su humanidad. La
historia no se acabará conmigo, sé que habrá muchos dispuestos a ser
honrados, sacrificados, eso me alienta, me alienta saber que el pueblo, a
quien estoy sirviendo, ha caído, pero no ha caído en vano. Sé que mi pueblo
sabrá aprovechar toda esa experiencia y que responderá cuando se le llame
a luchar, a batallar incansablemente, para lograr una paz, un progreso, una
justicia reales (Carta escrita desde la cárcel, junio de 1981).
Lamentables me parecen las palabras de la profesora Ana Cecilia Escalante:
la señora de marras no hace otra cosa que protegerse a sí misma y proteger su
clasecita de lo que podría ser percibido como un nexo demasiado estrecho
con Viviana, a la que alude como “Gallardo Camacho”. Si su rendimiento
académico en sociología se había visto resentido por su asociación al grupo
“La Familia”, sus Estudios Generales fueron cursados con éxito, y esto habría
bastado para asegurar su estatus como estudiante universitaria. La señora
Escalante habla desde el miedo y la paranoia, y asume, a priori, que debe
desvincularse tanto cuanto sea posible de su estudiante.
Una vez más, resulta evidente que el asesinato de Viviana fue orquestado
“desde arriba”. Una operación perfectamente concertada. Emitida por los más
altos mandos del país, de consuno con intereses y agencias internacionales
abocadas a la supresión de todo elemento que, como Viviana, representase
una “bomba de tiempo”, dada su inteligencia y su potencial para constituirse
en modelo e inspiración para otros jóvenes. Era preciso erradicarla, borrarla
de la faz de la tierra. Abortar el virus antes de que se convirtiese en una
pandemia mundial. Cortar la mandrágora por su raíz. Actuar
“preventivamente”, y hacerlo lo antes posible. Cualquier gorila
gubernamental hubiera advertido que Viviana era una figura política en
ciernes, que su integridad, su compromiso y su valentía la hacían
extremadamente “peligrosa” en un no tan lejano futuro. El Cabo Bolaños no
era más que un pobre diablo, un trebejo en manos de ajedrecistas avezados en
materia de represión política. No quiero ensuciar este libro mencionando los
nombres de los carniceros y torturadores que sobre el cuerpo de Viviana -
¡nunca sobre su espíritu!- ensayaron su lúbrica, predatoria crueldad.
Subhumanos, subcostarricenses, subhombres… no merecen otra cosa que el
olvido y la oscuridad en que sus nombres han caído. No seré yo quien les
permita brillar con la luz prestada de quien fue su víctima, su mártir.
Viviana tiene una predecesora ilustre: María Alejandra Calderón Fournier,
líder política, militante del Partido Socialista de los Trabajadores y de la
Organización Socialista de los Trabajadores, -agrupaciones de lineamiento
trotskista-, representante del llamado “calderocomunismo”, hija del
presidente Rafael Ángel Calderón Guardia, y, para su infortunio, hermana del
también expresidente Rafael Ángel Calderón Fournier (fueron rivales
políticos acendrados). Alejandra era un intelecto de primer orden, y una gran
figura política en ciernes. Murió a los veinticino años de edad a causa de un
accidente automovilístico ocurrido cerca del Centro Comercial de Guadalupe,
San José, el 29 de noviembre de 1979. Tras bajarse de la buseta en que
viajaba, fue atropellada por un carro que surgió intempestivamente detrás del
vehículo de transporte público que venía de evacuar. Tal es la versión
“oficial” de los hechos. Y luego está, por supuesto, la versión que ha
prevalecido en el imaginario colectivo de nuestra sociedad: Alejandra habría
sido asesinada. Era una manera de segar a tiempo un talento que, de haberse
desarrollado a plenitud, hubiera constituido una tremenda amenaza para el
futuro político de su hermano -a la sazón, Canciller de la República- y, en
general, para la extrema derecha costarricense. Rasgo revelador: a pesar de
tener de sobra los recursos para viajar en automóvil privado, Alejandra
prefería usar los buses: estos le permitían una cercanía y un conocimiento
más íntimo de la clase trabajadora del país.
El Museo del OIJ tuvo en exhibición, durante algún tiempo, adminículos y
prendas que habrían pertenecido a Viviana. Nunca lo he visitado. Mi querida
amiga Yalena de la Cruz -también graduada del Liceo Franco-Costarricense-
me desaconsejó vehementemente hacerlo. Otro tanto le sugirió a Vilma. Por
lo demás, el caso de Viviana -irregular, problemático, una aberración
jurídica- fue estudiado en las escuelas de derecho y sociología de diversas
universidades.
Cuando la familia y los amigos estaban en la funeraria Pollini, a punto de
salir hacia la iglesia, a Vilma la llamó por teléfono el cura de Las Ánimas, y
le dijo que no iba a poder oficiar el funeral. Ella le preguntó por qué, y el
prelado adujo que podrían ponerle una bomba en la Iglesia. Vilma le
respondió que ya no había tiempo para reprogramar la ceremonia en otra
iglesia, y que además él no era el dueño del templo, que la iglesia era de los
feligreses, que Viviana había sido bautizada, y que como católica tenía
derecho a esas honras fúnebres, y él la obligación de llevarlas a cabo.
Además, le advirtió que si por cobardía no abría sus puertas, iba a forzar la
entrada con la colaboración de quienes estaban en la funeraria con ella, y que
si él no actuaba como un verdadero sacerdote, ella tenía a otro clérigo
perfectamente dispuesto a hacerlo. En efecto, Vilma acudió a un sacerdote
que la acompañó y le dio fuerza espiritual durante esos aciagos días. La
verdad de las cosas es que varios compañeros de la oficina de Vilma se
ofrecieron a acompañarla a la iglesia y ejercer todas las medidas del caso para
que el curita no se saliera con la suya. No miento, al decir que ni Vilma ni yo
logramos -por más que lo intentamos- recordar el nombre del presbítero. Es
así como nuestras mentes se purgan a sí mismas, y eliminan de sus sistemas a
la gentecilla insignificante. Finalmente, el curilla aceptó oficiar la misa. ¿Será
necesario decir que, desde el punto de vista de la homilítica, fue la ceremonia
fúnebre más desinspirada y vacua del mundo? Ahí estuve: no recuerdo una
sola palabra lúcida o reconfortante, del santo varón.
Honor a quien honor merece: la abogada que iba a hacer las veces de
defensora de Viviana -Ana Luisa Messeguer, asignada por una compasiva,
humanitaria y servicial Gloria Navas- se encargó de todos los trámites
asociados a la vela, el funeral, la misa… todo corrió por su cuenta. Ella
misma se ofreció para auxiliar a la familia en tan opresiva situación, e insistió
en resolver cuanto tenía que ver con las exequias. Fue una ayuda
providencial, en un momento crítico. Es con inmensa gratitud que evoco a
esta persona noble, leal y solidaria. Comprensiblemente, los recuerdos de
Vilma de las minucias burocráticas asociadas al sepelio de su hija, son
borrosas, difusas. Todo se mueve “en cámara lenta”, como quien ve el mundo
bajo el agua: la percepción de la realidad se distorsiona, y se difumina en la
memoria.
El caso de Viviana desnuda a una Costa Rica completamente engañada en
cuanto a su nivel de respeto por la Declaración Universal de los Derechos
Humanos. Una Costa Rica perversa, hipócrita, donde la palabra no es
hermana de la acción. Una Costa Rica que practica el doble discurso, que se
gargariza con “las palabras de la tribu” (Mallarmé), pero luego actúa de
conformidad con los más siniestros intereses políticos, y pisotea la noción
fundamental en todo Estado de Derecho: la dignidad de la criatura humana.
El asesinato de Viviana es una úlcera supurante en la conciencia nacional.
Ahí estará por siempre, abierta, resollante. Una vergüenza. Una injusticia
bastante más alta que el Chirripó, mucho más inexplorada que la Isla del
Coco, y ciertamente más oscura y sulfurosa que los cinéreos esputos del
volcán Turrialba.
39 El ILANUD fue fundado el 11 de junio de 1975 gracias a un acuerdo de Las Naciones Unidas y el gobierno de
Costa Rica. El Dr. Carranza, argentino de nacimiento, ha trabajado durante más de cuarenta años en la institución,
dirigiendo proyectos de investigación en las áreas de Política Criminal, Sociología Criminal y Sociología del Sistema
de Justicia Penal. Él mismo fue objeto de las más feroces formas de la persecución política, hasta su llegada
providencial a Costa Rica. Dos de sus constataciones básicas bastan para darnos una idea de su pensamiento.
Primera: la criminalidad aumenta con la inequidad social. Segunda: no conviene que un país resuelva sus problemas
sociales criminalizando a quienes los denuncien y expongan.
XXIX

Hay un hecho que doy por incontrovertible: Viviana no mató a nadie,


durante la noche de pesadilla del 12 de junio de 1981. Repito: no mató a
nadie. La prueba de parafina demostró que jamás disparó contra los oficiales
de policía o el taxista que murieron durante la balacera, y la persecución que
sobrevino al descubrimiento del carro sospechosamente parqueado en una
calleja de Guadalupe a las once de la noche del día fatídico. La prueba en
cuestión consiste en introducir las manos dentro de la parafina (sustancia
alcana, derivada del petróleo, el carbón o los esquistos bituminosos), que
luego es derretida, y en la cual inexorablemente quedan vestigios de pólvora,
en caso de que la persona haya disparado. La prueba de parafina a que fue
sometida Viviana dio resultado negativo. Sobre su cuerpo nunca fue
encontrado indicio alguno de pólvora. Viviana iba al volante del vehículo. A
ella le correspondió manejarlo en medio de la fuga, con su compañero herido
de muerte a su lado.
Como enfáticamente le dijo a Vilma: “Mami: ni que yo fuera la Mujer
Maravilla, para ir por un lado controlando el volante, y por otro disparando a
diestra y siniestra. Esté tranquila, Mami, una y mil veces: yo no disparé, yo
no maté a nadie. No pierda de vista la prueba de parafina: ahí está mi
verdad.40 También, Mami, tenga cuidado, porque me dijeron que la iban a
investigar a usted: no deje el carro en un lugar donde tenga que desprenderse
de la llave, porque son capaces de abrirle el vehículo y echarle marihuana
adentro para poder acusarla de algo”. Y Viviana exortaba a los polícias para
que investigaran a su mamá: “Háganlo, escarben lo que quieran: no le van a
encontrar ni una infracción de tránsito”.
Viviana le confesó a su mamá: “Fue muy duro ver a mi compañero Carlos
Gerardo morir, y no poder hacer nada por evitarlo”. A lo cual Vilma
respondió: “¿Hubieras preferido morir vos?” “No, Mami: yo siento que
todavía tengo muchas cosas que hacer en esta vida. Lo que yo hubiera
querido es que nadie muriera” -repondió Viviana con firmeza-.
El compañero que iba en el asiento de atrás fue quien abrió fuego contra los
policías y el taxista, al ser el carro detenido en Guadalupe. En algún
momento, el sujeto admitió ser responsable de las tres primeras muertes, pero
no de la cuarta. Según él, Viviana habría dado cuenta del taxista. No hubo tal
cosa. De nuevo: la parafina lo hubiera revelado. Por otra parte, Viviana no
tenía experiencia en manipulación de armas, y los certeros disparos que se le
atribuyen solo podrían haber salido de manos relativamente diestras.
Cuando me tracé las líneas generales de este libro, me prometí no abordar el
tema de la organización radical “La Familia” si no era de manera pasajera y
tangencial. Pero ahora me doy cuenta de que esta decisión privaría a los
lectores de un corpus de información crucial, que sin duda suscitará su
curiosidad, y sin el cual no podemos comprender los últimos meses de la vida
de Viviana. Así pues, en este capítulo me referiré al estrepitoso y trágico
desatino que significó este efímero grupo en la historia política y criminal de
nuestro país.
En 1985, cuatro años después de los hechos, Daniel Alcides Vega Miranda,
el compañero que viajaba en el asiento trasero del carro, fue condenado a
veinticuatro años de prisión por el asesinato de los tres oficiales de policía, en
Calle Blancos41 (Rafael Godínez Mora, Luis Martínez Hall y Luis Anchía
Álvarez). Beneficiado por un indulto de facto, siguió en libertad durante once
años, pero en 1996 fue detenido por oficiales del OIJ, en su hacienda de la
zona norte del país, y llevado a la cárcel para comenzar a descontar su pena.
Ni la administración de José María Figueres Olsen ni la de Miguel Ángel
Rodríguez quisieron reabrir el expediente y reconsiderar la condena. Vega
Miranda intentó nimbarse de épico resplandor, y se describió a sí mismo
como “el último prisionero político de Centroamérica”. De conformidad con
la resolución 2946 del 1º de setiembre de 2000 del Instituto Nacional de
Criminología (INC), Vega fue autorizado a salir de la cárcel y trabajar en un
supermercado, pero debía dormir dos veces por semana en un centro
penitenciario. La entonces Ministra de Justicia, Mónica Nágel, declaró:
“Vega no es un preso político, porque en Costa Rica no hay ese tipo de
condenados”, y confirmó que el sujeto gozaba de libertad vigilada. “No es
por su lineamiento político que fue condenado, sino por el homicidio de tres
personas” -añadió-. Otros quince miembros de “La Familia” fueron puestos
en libertad mucho antes de que Vega Miranda siquiera comenzara a purgar su
pena, y los hubo que huyeron del país y jamás fueron llevados ante la justicia.
En abril de 1981, varios miembros de “La Familia” fueron detenidos
cuando intentaban dinamitar el busto de John F. Kennedy, en el parque del
mismo nombre, situado frente a la Iglesia de San Pedro de Montes de Oca
(fue la llamada “Operación Mole”). El grupo había nacido el 23 de octubre de
1978 como una organización marxista-leninista abocada a la “Guerra Popular
Prolongada” (GPP), a la “expulsión del imperialismo” y a la “instauración de
la dictadura del proletariado”, y se desintegró como por arte de birlibirloque
con los eventos de 1981. Su surgimiento fue producto de la disgregación y
reconfiguración de los tres partidos de izquierda: Vanguardia Popular,
Partido Socialista Costarricense, y Coalición Pueblo Unido, y del cisma del
Movimiento Revolucionario del Pueblo, que dio origen al Partido Socialista
de los Trabajadores. Ignoro si el nombre “La Familia” pretendiese sugerir
subliminalmente alguna relación con el grupo “La Familia” de Charles
Manson, responsable en 1969 de nueve asesinatos perpetrados en cinco
semanas, en cuenta la degollina cometida en la residencia de la actriz Sharon
Tate. Digo “subliminalmente”, porque en 1981 los hechos acaecidos en
Beverly Hills doce años atrás no pasaban ya de ser una vaga reminiscencia.
Por lo demás, ambas “familias” representaban fenómenos radicalmente
diferentes. La de Manson no pasaba de ser una banda de psicópatas delirantes
y drogadictos, desprovistos de contenido ideológico o programa político
alguno.
Hoy sabemos que cuatro integrantes de “La Familia” habían viajado en
1977 a El Salvador, para recibir entrenamiento de guerrillas. Uno de ello se
describe a sí mismo como “especialista en falsificación de documentos”…
contribución sin duda señera al bienestar global de la humanidad, ¿no es
cierto? La noción de “familia” se comprende cuando sabemos que en la
organización había dos matrimonios, tres parejas con relaciones estables, y
cinco parejas de hermanos. Las autoridades lograron identificar a veintiún
integrantes. Dos de ellos (Viviana y su presunto novio, Carlos Gerardo
Enríquez) murieron. De los restantes diecinueve solo cuatro fueron llevados a
juicio y condenados. El promedio de edad del grupo (“La organización” -
gustaban llamarse a sí mismos-) era de veinticuatro años. Recordemos que
Viviana fue asesinada a los dieciocho años de edad. La mayoría de los
miembros eran solteros sin hijos. Su nivel de educación era medio alto.
Pertenecían en general a familias burguesas económicamente solventes. Las
mujeres constituían un tercio de la organización. Fueron identificados diez
estudiantes, tres profesores de niveles diversos, algunos profesionales, un
artesano, un vendedor y una ama de casa. Aparte de la “Operación Mole”, la
organización se atribuye la “Operación Águila” (17 de mayo de 1981),
consistente en plantar una bomba bajo el vehículo que transportaba a varios
marines de los Estados Unidos (siete heridos, un hombre perdió una pierna,
no hubo muertos), y la operación “Vieja”, que supuso la explosión de otra
bomba en el Consulado de Honduras (tampoco hubo muertos). Aparte de
estas tres “obras maestras”, estos aficionadillos del terrorismo folclórico,
estos bakhunitos del trópico húmedo se limitaron a asaltar licoreras para
proveerse de dinero, y robar algunas armas y vehículos. Por fortuna para
nuestro país, fueron escandalosamente incompetentes. Eso sí, lograron
generarle a Costa Rica uno de sus más lacerantes traumas históricos, con el
saldo que ya conocemos de seis muertos (Viviana y Enríquez, los tres
policías, y el taxista). Se dirá que no es poca cosa. No, por supuesto que no lo
es. Seis familias que quedaron devastadas. Dolor por doquier.
Como dice Malraux en el último párrafo de La condición humana, toma
tanto tiempo construir un hombre, una vida, y tan poco tiempo destruirlos.
Cuando se aproximaban los bombardeos de la Luftwaffe sobre Rouen, los
responsables de la ciudad decidieron desensamblar las miles de piecitas de
los vitrales de su majestuosa catedral gótica. Efectivamente, los obuses
cayeron sobre el templo, y destruyeron parte de su estructura. Pero gracias a
esta medida, los vitrales fueron preservados, y ensamblados nuevamente
según rigurosísimo orden, después del Armagedón. Lo trágico de todo esto es
que para el ser humano no hay vitralistas, no hay preservadores de
patrimonio, no hay arquitectos ni restauradores: lo que se destruye es, por
principio, absolutamente irreconstruible.
Los viejos líderes históricos del marxismo en Costa Rica, Manuel Mora
Valverde y su hermano Eduardo, Humberto Vargas Carbonell y Arnoldo
Ferreto, criticaron duramente los operativos de “La Familia”. Viviana no tuvo
absolutamente nada que ver con ninguno de estos eventos. No participó en
ellos ni física ni intelectualmente. “La Familia” practicaba el sistema de
“compartimentalización”: la “cabeza” de cada célula tenía contacto
únicamente con la “cabeza” de otra célula. Viviana no gozó de ningún
privilegio jerárquico en el seno de la organización.
En 1993 las autoridades abortaron las acciones de un grupo llamado “El
Brazo Armado del Pueblo”, supuestamente inspirado por la gestión de “La
Familia”. Pero la organización solo fue responsable de algunos delitos
convencionales, y no representó amenaza alguna para la estabilidad política
del país.
Es imperativo acabar con la fábula según la cual mi amiga habría sido “la
líder” del grupo “La Familia”. Tal fue, en su momento, la pretensión de
algunos periodistas más preocupados por vender tabloides que por honrar la
verdad. Repito: no era la “líder” -noción que, como ninguna otra, contribuye
a satanizar su imagen más allá de toda posible redención-. En la organización
había elementos mucho mayores que ella. De hecho, Viviana era uno de los
miembros más jóvenes. De sus excepcionales dotes intelectuales no debemos
inferir que fuese la master mind, el genio detrás de todo cuanto el grupo
ejecutó.
La leyenda urbana del carro que habría rodado sobre los cuerpos de los
recién abatidos policías en Guadalupe no es más que eso: una leyenda
fermentada en la nefasta levadura del morbo colectivo. Otro tanto cabe decir
de la perversamente macabra pamplina según la cual, en el momento de
ser detenida al lado de la ladrillera “La Uruca”, Viviana estaría escondiendo
el cuerpo de su compañero herido dentro de una alcantarilla. Ya hemos visto
por qué razones tal cosa era inconcebible.
¿Qué he percibido en los viejos líderes del grupo radical “La Familia”,
algunos de ellos hoy tenidos por auténticas “vacas sagradas” y formadores de
opinión en diversas universidades estatales? Se los diré. He percibido
arrogancia infinita. He percibido egolatría infinita. He percibido delirios de
grandeza infinitos. Treinta y seis años después de los hechos, siguen
achacándole la culpa de todo al Estado, o a la prensa -siempre agentes
exógenos, nunca endógenos a su organización-. Algunos de ellos no han sido
capaces de admitir sus monumentales yerros. No han tenido ni la humildad ni
la probidad intelectual necesarias para decir la frase clave: “Perdón, Costa
Rica”. Quieren hacer prevaler una imagen épica, heroica de su “gesta” y de
sus nombres. No reconocen sus errores: a lo sumo, y de manera eufemística,
dirán cosas como “no era el momento correcto para una organización de esa
naturaleza”. ¡Como si hubiera un momento correcto para la violencia, el
horror, la muerte y la desolación! No veo en ellos una molécula de
autocrítica, de sereno y severo análisis de los gravísimos hechos de que
fueron protagonistas. De nuevo, estamos hablando de un nivel de
megalomanía patológico, que el tiempo no ha hecho más que agudizar.
Megalomanía más o menos solapada, pero siempre perceptible.
La verdad de las cosas es que “la Familia” fue un estrepitoso fracaso en
todos lo frentes concebibles. Su “manifiesto político” es prácticamente un
calco del documento análogo del Frente Farabundo Martí. La organización
fue un fiasco teórico, un fiasco ideológico, y un fiasco en la praxis política.
Duraron treinta y tres meses organizándose… y se dispersaron para siempre
en dos semanas. Nacieron “oficialmente” el 23 de octubre de 1978 con toda
pompa y solemnidad… y en julio de 1981 estaban desarticulados y
escondidos debajo de la primera cama que tuvieran a la mano. Sus operativos
fueron tan torpes, que los Tres Chiflados o el Inspector Clouzeau bien
podrían reclamar orgullosamente su autoría. La organización creyó factible
trasplantar un modus operandi político que había sido parcialmente exitoso
en El Salvador, pero cometió un error capital: no leyó al país, no leyó a Costa
Rica, no leyó la historia, no se dio cuenta de las diferencias abisales que
existían entre ambas naciones. “La Familia” fue execrada por el pueblo, y por
los partidos Vanguardia Popular y Frente Revolucionario del Pueblo. Las
izquierdas, las derechas, los maoístas, los trotskistas, los radicales, los
moderados… todo el mundo abominó de las perversas -y por fortuna ineptas-
acciones de “La Familia”.
Para comenzar, ¿cómo se les pudo haber ocurrido a estos señores y señoras
jugar a la clandestinidad en la provinciana Costa Rica de 1981? ¡Era un país
con 2 389 000 habitantes: todo el mundo conocía a todo el mundo! Su
“clandestinidad” fue, como todo lo que hicieron, irrisoria. Tan pronto cayó
una de sus células -cuando allanaron la casa que operaba como cuartel
general, en Moravia- se produjo un efecto dominó, y en cuestión de horas
fueron desplomándose las demás. No lograron implementar la medida de
seguridad de las células incomunicantes como compartimentos estancos: por
caída una, cayeron todas. Alguno de sus veteranos integrantes, responde
altivo, cada vez que le hablan del horror de 1981: “¡Le tocamos los huevos al
águila!” ¡Y a eso se reduce su lectura de tan lamentable jornada! ¡Qué
prepotencia, qué divorcio del principio de realidad (Freud), qué febril,
delirante, teomaníaca manera de interpretar las cosas! No “le tocaron los
huevos” a nadie: escenificaron una macabra, estéril, completamente
perjudicial zarzuela política, y les cabe el dudoso honor de representar una de
las más negras páginas de la historia patria. Desataron marejadas de dolor…
y, de nuevo, no son aun capaces de proferir la palabra que podría
adecentarlos parcialmente, ante la mirada de sus compatriotas: “¡Perdón,
Costa Rica!”
Los “ideólogos” de “La Familia” (sarta de demagogos gargarizándose con
los eslóganes que todos conocemos, y pervirtiendo desde las cátedras a sus
jóvenes estudiantes, auténticos flautistas de Hamelín políticos) eran tan
radicales, que inspiraban miradas de desconfianza en el seno del propio
Movimiento Revolucionario del Pueblo. Todo, en su paupérrimo universo
conceptual, se limitaba a hacerle la guerra a la burguesía. Estaban los
“burgueses”, y luego estaban ellos, los grandes iluminados y emancipadores
del pueblo. ¿“Burgueses”? ¡Burgueses eran y lo siguen siendo todos, con la
excepción de los dos muertos! Como bien dijo Machado, hay palabras que
nunca le han sonado bien a nadie: el vocablo “burgués” es uno de ellos, y ha
llegado al punto de pasar, absurdamente, por un improperio, un denuesto. La
verdad de las cosas es que “La Familia” fue un fenómeno
antonomásticamente urbano, burgués y -para más señas- académico.
El periodista Sergio Fonseca -que en su momento cubrió los hechos de
1981 para La Nación, y cuya amistad me honra- me ha dicho algo que
considero inmensamente revelador. La prensa fue acusada de haber explotado
inescrupulosamente el affaire Viviana. En efecto, es algo que yo mismo he
denunciado con frecuencia. Pero -y esto es lo que el señor Fonseca me hizo
ver-, la vorágine de junio y julio de 1981 fue tan insólita, tan inusitada en la
historia de Costa Rica, y generó tal nivel de pavor colectivo, que la cobertura
mediática no podía sino resentirse y viciarse con ello. No era fácil informar al
país sobre una serie de eventos que no tenían precedentes en la historia
reciente del país, y que habían sumido a toda la ciudadanía en la
estupefacción y la parálisis. También la prensa tuvo que “iniciarse”, en este
terrible juego de la muerte, aprender, crecer y “graduarse” de esta prueba de
fuego. Ahí donde todo el país lucía desconcertado y en estado de shock, ¿por
qué habría de pedírseles a los periodistas una lucidez y preclaridad de la que
nadie, por lo demás, era capaz? Es un punto que me parece atendible.
Ya hemos hablado de la legalización del Partido Comunista Costarricense
durante la administración de Daniel Oduber (1974-1978). El gesto no es
sorprendente, viniendo de este gran líder de orientación marcadamente social
demócrata, propulsor del modelo del Estado interventor, y bien imbuido de la
Internacional Socialista y de las encíclicas “sociales” de la Iglesia Católica.
Lo que sin duda es más llamativo es el hecho -paradójico, irónico- de que la
legalización del partido en cuestión se logró, en buena medida, desde las
columnas de opinión y los editoriales de La Nación. Puede resultarnos
inverosímil, que este medio tradicionalmente asociado a las oligarquías y los
grupos hegemónicos, haya asumido una posición tan lúcida y progresista, en
este punto particular. Pero el hecho es que La Nación de Guido Fernández -
príncipe de los periodistas, pensador ínclito y espíritu refinadísimo- apoyó
siempre, desde sus foros y tribunas, la legalización y oficialización del
Partido Comunista, que hasta 1974 se había presentado a las elecciones
presidenciales de manera poco más o menos encubierta (con nombres y
programas ideológicos que disfrazaban o “suavizaban” su verdadera
orientación). La elección de 1978 representó, como ya lo hemos discutido, un
triunfo para la izquierda costarricense, con cuatro curules en la Asamblea
Legislativa: tres de Pueblo Unido, y una del Frente Popular Costarricense. Se
consolidaron -es cosa que no se cansaron de proclamar- como la tercera
fuerza política del país, pero ello a mucha distancia de la triunfadora
Coalición Unidad (veintisiete diputados), y del derrotado Liberación
Nacional (veinticinco diputados). Fue, en todo caso, la primera vez desde
1948 en que los partidos de lineamiento marxista lograban presentarse con
absoluta legitimidad en la gran justa electoral.
De nuevo: no hubo nadie, en esa izquierda costarricense triunfalista y
remozada, que aplaudiera los crímenes perpetrados por los integrantes de “La
Familia”. Creyeron que pasarían a la historia como héroes populares: eso
supone un desconocimiento inmensurable de la realidad nacional en 1981, un
desconocimiento de la idiosincrasia costarricense, un desconocimiento de
nuestra historia, del sanctasanctórum de nuestras gentes, de su ser íntimo,
profundo. De todos sus errores, este es el más grave: pretendieron haber
“luchado” por un pueblo que los execró y condenó. El expediente de la
“Guerra Popular Permanente” hubiera quizás funcionado políticamente -
jamás humanamente- en El Salvador destrenzado por la guerra civil, pero no
en la Costa Rica que con tanta sabiduría construyeron nuestros ancestros.
Resulta repugnante, ofensivo leer las declaraciones de algunos exmiembros
de “La Familia” con respecto a las atrocidades que perpetraron. Por poco
diríase que consideran las seis muertes (dos del bando propio, y cuatro
ciudadanos exógenos a la organización) como meros “daños colaterales”,
pequeñas, insignificantes imperfecciones en su master plan. Calificar esos
asesinatos como “torpeza” es considerarlos en tanto que forma pura,
desvinculada del dolor real -¡tremendamente real!- de las personas que
hubieron de padecerlo. Por las heridas de Cristo, señores y señoras: esto no es
un juego de ajedrez, lo que cuenta no es la “limpieza” de ejecución de las
“operaciones” o del proyecto político a largo plazo, sino su inherente,
irredimible perversidad. Hay que estar completamente disociado del principio
de realidad, y carecer de lo que Bergson llamaba “empatía imaginativa”, para
juzgar estas abominaciones en tanto que “daños colaterales”, indeseables pero
banales contratiempos que ensuciaron un por demás brillante, visionario
programa político. Verdaderamente, este tipo de comentarios me obligan a
una redefinición de la noción misma de cinismo. Como si el mundo existiese
para confirmar sus teorías, sus construcciones conceptuales, y todo lo que no
se ajustase a ellas debiese ser considerado un “accidente”, una
“contingencia”. Es aberrante y abyecto.
Durante la madrugada del 7 de junio de 2017, alguien puso una placa en el
Parque John F. Kennedy, de San Pedro, justo frente a la iglesia local. La
inscripción de la lámina decía: “Parque Viviana Gallardo, asesinada
impunemente por el Estado de Costa Rica el 1 de julio de 1981, desarmada,
de espaldas, en una celda de la Primera Comisaría de San José. 2017”. A las
diez de la mañana alguien reportó el hecho, y el Alcalde de Montes de Oca
ordenó la remoción de la placa. La Vicealcaldesa, Diana Sofía Posada, adujo
que “la placa se retiró porque todo cambio de nombre en un sitio público,
como parque o plaza, debe ser tramitado en el Concejo Municipal, que es el
que aprueba o desaprueba cualquier modificación de nomenclatura de los
espacios públicos”.
Se rumoreó que el acto no habría sido perpetrado por vándalos o tunantes,
sino por estudiantes distinguidos de la Universidad de Costa Rica. Por cierto,
stricto sensu, la placa no dice absolutamente nada que no sea verdad.
Empero, yo no apoyo el gesto de estos muchachos -y a fortiori, de quienes,
para rodearse a sí mismos de un aura épica y legendaria, los habrían
instigado-. Flaco favor le hicieron a Viviana: desde el fondo de los tiempos
volvieron a brotar las voces del odio, y mi querida amiga fue nuevamente
satanizada y descuartizada en las redes sociales. La placa no hizo otra cosa
que atizar la mala voluntad de los detractores de Viviana, y retrotrajo al país
al año 1981. Por cierto, conviene recordar que la Costa Rica de 2017 es
radicalmente diferente de la de hace treinta y seis años: la instalación de una
placa acusatoria, de un monumento de denuncia, pudo haberse tramitado ante
la Municipalidad de Montes de Oca de manera abierta y frontal, según los
procedimientos estipulados para este tipo de gestiones. Los responsables de
este hecho tiraron la piedra y escondieron la mano, no actuaron a la luz del
día sino en la tiniebla nocturna… fue un desacierto desde todos los puntos de
vista concebibles. Por otra parte, ya el parque de San Pedro tiene su
monumento, y celebra a un hombre cuya huella histórica es innegable: John
F. Kennedy. No veo razón alguna para defenestrarlo. ¿Fue la “operación” de
la placa ejecutada por estudiantes del alma mater? Sería muy grave. Se
desprestigiaría más de lo que ya está -si tal cosa cabe- la Universidad de
Costa Rica, con este acto que, aunque no expresaría necesariamente una
voluntad institucional, habría involucrado al estudiantado de manera directa.
Pero al día de hoy -16 de junio de 2017- no sabemos quiénes fueron los
responsables de este desacierto, y no podemos hacer ninguna impugnación
concreta. Cierto que el grupo radical “La Familia” intentó en algún momento
volar en pedazos la estatua del prócer estadounidense -ya hemos hablado de
esto en otro capítulo-, pero tal es, precisamente, el tipo de infantil, estéril
rebeldía que menos bien representa a Viviana. No me cabe duda de que
quienes estuvieron detrás del sainete de la placa hubieran querido que la
gente dijese: “lo hizo Fuenteovejuna”. Sí, tal es la literaria y mítica
importancia de que estos señores y señoras se creen investidos.
Viviana fue una víctima de la retórica y la sofistería de los líderes
“intelectuales” de “La Familia”. Era un alma inmensa, una niña llena de
ideales, un ser humano comprometido con la justicia social como ninguno de
ellos jamás lo estuvo. Tenía dicecisiete años cuando se involucró con la
organización. Repito: el promedio de edad de sus militantes era de
veinticuatro años. La envenenaron ideológicamente. La engatusaron, la
embelecaron… La vehemencia de la juventud es, como todos sabemos, un
arma de doble filo: puede convertirse en maleable arcilla, en manos de
endoctrinadores y falsarios.
¿Cuál fue el detonante exacto, el hecho que llevó a una muchacha como
Viviana a darle su adhesión a semejante adefesio político e ideológico? No lo
sé. Quisiera creer que todo mi libro provee, de una u otra manera, respuestas
parciales para este enigma. A buen seguro le habrán dicho que, a la luz del
reciente triunfo de la Revolución Sandinista, Costa Rica había adquirido una
inmensa importancia como plataforma, como trampolín para propagar la
revolución a El Salvador, Honduras, Guatemala, y que el momento había
llegado de aprovechar esta coyuntura histórica privilegiada, y dar el gran
salto. “La Familia” sin duda tenía, en sus filas, personalidades parafrénicas,
mesiánicas y delirantes: cualquier cosa podía esperarse de ellas. La coyuntura
parecía, en efecto, tentadora: Nicaragua iba a ser tan solo la primera estación
de una revolución continental de incalculables alcances. Y con esa quimera,
con esa desmesurada y absurda fábula habrán encandilado a muchas jóvenes
y valiosas mentes.
40 Y como por arte de birlibirloque, la prueba de parafina se perdió… para ser reencontrada años después, “mal
ubicada” en un lugar del archivo que no le correspondía.
41 Actualmente, al costado este de Walmart (antigua fábrica Gallito), en Guadalupe.
XXX

El Cabo José Manuel Bolaños Quesada murió en julio de 2014. La causa


oficial de su deceso fue cirrosis. Durante los treinta y tres años que
sobrevivió a su víctima, este torvo, descolorido personaje cambió su versión
de los hechos varias veces. “Frío, ofuscado, impulsivo, ido y con la imagen
en su mente de sus compañeros policías fallecidos”. Así describió su estado
físico y emocional después de asesinar a Viviana. Su testimonio figura en el
Archivo Histórico del Poder Judicial. Tres meses después, Bolaños fue
condenado a dieciocho años de prisión por homicidio. Pero -¡oh, prodigio!-,
podía trabajar de día y visitar a sus hijos durante el fin de semana. Su “buen
comportamiento” le valió, al parecer, estos nada despreciables derechos. Su
mayor calamidad consistía en ir a dormir a la cárcel, al llegar la noche. Como
si esto fuese poco, el 4 de mayo de 1987, Bolaños le solicitó a una jueza la
libertad condicional en una carta de dos páginas escrita a mano. Y claro está,
el beneficio le fue graciosamente concedido el 30 de setiembre de ese mismo
año. Sus únicas restricciones consistían en vivir en Bajo Molinos de Heredia,
seguir trabajando, y no frecuentar licoreras.
A los cincuenta y cuatro años de edad, redactó una nota que rezaba: Cometí
un delito, ajeno a mi voluntad. Por mi ignorancia, caí en un grave error que
lamento mucho. Por lo demás, siempre se negó a hablar de su caso con La
Nación. El día del homicidio, estaba en servicio en la Comisaría, y tomó la
precaución de ordenarle a uno de los guardas retirarse de la celda de las tres
mujeres, a fin de consumar el asesinato. La sentencia que le fue dictada
señala que, de forma alevosa y premeditada, Bolaños introdujo el cañón del
arma en la celda y comenzó a dispararle en ráfagas a Viviana. Algunos
reportes precisan las 5:45 a. m. como hora de su muerte. Generosamente, le
conceden a Viviana diez minutos más de vida: originalmente se había dicho
que el asesinato fue ejecutado a las 5:35. Después del feminicidio, un teniente
y un comandante de la Comisaría recogieron los casquillos para hacer creer
que todo había sido producto de un intento de fuga. Como sabemos, esta
paparrucha no funcionó.
El examen psiquiátrico al que sometieron a Bolaños, luego de acribillar a
Viviana, dictaminó que en él había rasgos de peligrosidad, agresividad,
hostilidad, poca tolerancia a la frustración, e inestabilidad emocional. La
verdad es que Bolaños era un hombre torturado por su homosexualidad nunca
asumida (le decían “el Negro”), su alcoholismo y su tabaquismo (fumaba más
de veinte cigarrillos al día). Se ha dicho que durante su niñez padeció de
manera inusualmente aguda de terrores nocturnos. Tenía cuatro hermanos
mayores, y cuatro menores. De día, trabajaba en una lavandería; después
hacía magia: era asistente en un circo. Era un hombre de educación exigua: se
salió de la escuela en tercer grado por su propia voluntad. Concluyó sus
estudios primarios en la Escuela Policial, en 1978, cuando entró a la Guardia
Civil (actual Fuerza Pública). Comenzó como policía raso, y luego fue
ascendido a cabo. El psiquiatra que diagnosticó su caso, determinó que
Bolaños canalizaba sus frustraciones personales hacia el trabajo, y que no
tenía trastornos psicóticos, sino “tendencias impulsivas”. Después de
perpetrar su asesinato, se limitó a repetir sonambúlicamente las mismas
tautologías y lugares comunes: “lo hecho, hecho está”, “al pensar en mis
compañeros me sentí ofuscado y cegado”, “se me nubló la vista y se me
metió el Diablo”. ¿El Diablo? A lo sumo, un pobre diablo.
Transcribo un párrafo del reportaje publicado en el Semanario Universidad,
en julio de 1981, obra de los periodistas Ana Jane Camacho, Patricia Vega,
Blanca Rosa Rodríguez y Juan Ramón Rojas.
Durante el período en que fueron capturados los supuestos terroristas y fue
ultimada finalmente la joven Viviana, se desató en nuestro país por parte de
la OIJ una verdadera cacería de brujas. Todo el que estaba a altas horas de
la noche en cualquier calle, era sospechoso. Sabemos de incidentes
ocurridos a empleados de la compañía Lacsa, a vecinos de los barrios del
sur de San José, a personas en pueblos como Santa María de Dota, Alajuela,
etc, hasta llegar a la detención del hermano de Carlos Gerardo Enríquez, el
profesor de historia de la Universidad de Costa Rica, Francisco Enríquez, al
cual incomunicaron durante varias horas y lo hicieron perder la noción del
tiempo, según declaró a Universidad uno de sus compañeros de labor
docente. Se le amenazaba constantemente con llamadas telefónicas también.
Sí, fueron ciertamente amargos, los años de cacería de brujas. A la semana
siguiente del entierro de Viviana, fui a visitar a Vilma a la casa donde tantos
momentos felices habíamos pasado. La sala era un verdadero pandemónium:
reporteros, amigos, parientes, fotógrafos, camarógrafos, curiosos… Vilma
leyó ante las cámaras un documento que venía de redactar. En él decía que
pedía “respeto por su dolor y el dolor de su familia”. Tan pronto terminó, el
Ministro de Seguridad Pública de la administración Carazo, Arnulfo
Carmona Benavides, tomó el lugar de Vilma para añadir que “había que
respetar el dolor de la familia Gallardo, pero también el de las familias de los
oficiales muertos durante la noche del 12 de junio”. La observación se caía de
puro obvia. Vilma jamás pretendió tener el monopolio universal del dolor. A
treinta y seis años de los acontecimientos, cabe afirmar que Carmona
gestionó el affaire de Viviana con pésimo tino, y que -en el menos grave de
los casos-, nunca supo lo que se urdía a sus espaldas en el OIJ y la Primera
Comisaría.
Fue esa tarde -el 2 de julio de 1981- cuando oí a Vilma decir una de las
cosas más dolorosas que he escuchado en mi vida. Alguien, en la casa, le
trajo una bandeja con alimentos. Le preguntaron si quería sal, pimienta o
algún otro aderezo. Vilma contestó: “No, no, no… yo como únicamente para
no morirme: el sabor no me importa en lo absoluto”. Días después la oí
repetir esta observación en un restaurante. Habló sin melodramatismo, sin
tremendismo, sin una molécula de amargura. Aun más: sonreía dulcemente,
al decirlo. Es la imagen que guardo de esa tarde, una imagen que, por alguna
razón, expulsa a todas las otras de mi memoria.
Ricardo y yo persistimos en visitar a Vilma prácticamente todos los días
después del asesinato. Y lo hubiésemos seguido haciendo, de no ser por la
sensata advertencia de nuestra amiga: “No sigan llegando, muchachos,
porque ahora todo el que entra a esta casa es considerado sospechoso. No se
metan en problemas, es mejor evitar acercarse a estos lares. Nos tienen
vigilados”. Sí, vigilados, como en Surveiller et Punir, de Foucault: el ojo
panóptico cernido sobre la casa de mi amiga amada, una casa que por poco
sentía mía. Con la pena que resulta fácil imaginar, Ricardo y yo seguimos el
consejo de Vilma.
Durante meses, la familia Gallardo fue blanco de las más violentas
amenazas verbales. Sonaba el teléfono, Vilma atendía, y todo lo que oía era:
“Váyanse de este país. Los vamos a matar como a perros. Ándense con
mucho cuidado”. Es difícil, concebir que esto sucediese en “el país más feliz
del mundo”, en la nación “pacifista y civilista”, en “la Suiza
centroamericana”, en el seno de un pueblo que eligió tener un “ejército de
maestros”, en nuestro ejemplar “Estado de derecho”. Pero el hecho es que
sucedió, y ello durante mucho tiempo.
Y cuando no eran las llamadas ominosas a todas horas del día y de la noche,
era el acoso de periodistas invasores. Una tarde, Vilma entraba a su casa,
cuando tocó a su puerta el acucioso periodista televisivo Greivin Moya, quien
quería, como siempre, extorsionarle información. Para abordar el tema,
Vilma le impuso como condición no utilizar cámaras. Moya rechazó la
propuesta. Era evidente que quería la primicia de las imágenes, el ojo
profanador de la cámara, el documento fílmico que le significaría -¿quién
sabe?- un nuevo récord de audiencia y algún premiecito en la categoría de
periodismo investigativo. García Márquez describió alguna vez el periodismo
como el más bello oficio del mundo. No tengo inconveniente en admitirlo,
pero creo que, para que el oficio en cuestión sea realmente bello, debe
respetar el perímetro de intimidad de la gente, y no violentar el proceso de
una madre que digiere el asesinato de su hija con una invasión calificada a su
espacio de privacidad. Francamente, cuesta trabajo referir este tipo de
incivilidades sin irritarse. Por lo demás, informado del bombardeo de
llamadas de que era víctima la familia Gallardo, el ministro Carmona les
ofreció protección policial. Sensatamente, Vilma y Carlos declinaron. Era un
muy, muy mal momento para hacerse “proteger” por policías.
Vuelvo a transcribir parte del texto del ya mencionado reportaje, en el
Semanario Universidad.
Quedan aun muchos cabos sueltos, a pesar de que todo tiene una razón de
ser. La muerte de Viviana Gallardo y la posición asumida por el Poder
Ejecutivo para que todo se investigue en el seno de la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos, plantea serias interrogantes, máxime
que el Lic. Fernando Volio, funcionario de esa organización, manifestó que
la petición se rechazaría ad portas.
Así las cosas, queda la alternativa de esclarecer los hechos mediante una
comisión legislativa, que investigando para tales efectos logre dar luz sobre
tan escabrosos acontecimientos. Si bien es cierto, aseguran algunos
diputados, que las comisiones no son tan efectivas como se espera, lo
importante es que quienes representan a los diferentes sectores políticos en
la Asamblea Legislativa deben satisfacer las inquietudes del pueblo que los
eligió.
En su exposición en la Asamblea Legislativa, el señor Arnulfo Carmona
Benavides, Ministro de Seguridad Pública, dijo que cuando hubo que
trasladar a una cárcel a las mujeres, presuntas terroristas, que permanecían
en el Organismo de Investigación Judicial, se integró una comisión que
decidió enviarlas a la Primera Comisaría. Tal aseveración constituye un acto
ilegítimo por parte del Ministerio de Seguridad Pública, por cuanto es la
orden del juez la que debe prevalecer, y no la opinión de otros que no
laboran para el Poder Judicial de acuerdo con nuestro régimen de derecho.
Asimismo, cabe mencionar que, tratándose de personas a quienes se
calificó siempre de “muy peligrosas”, hay que preguntarse por qué en una
celda tan pequeña habrían de estar las tres, máxime si una de ellas estaba
embarazada. Por otro lado, la custodia le fue encargada a la policía Mayra
Morera, testigo número uno del homicidio de Viviana Gallardo.
Posteriormente, el señor Ministro afirma que la señora Morera estaba
destacada únicamente para servirles a las reclusas, y que no era custodia.
Aquí se da una incongruencia entre lo que dice el señor Ministro y las
declaraciones dadas por la señora Morera, a quien incluso se la cuida para
que no dé información, y se dice que será evaluada por un siquiatra, pues se
pone en duda su salud mental. Cabe preguntarse, entonces, por qué la
escogencia no fue más minuciosa, a efecto de que no cayeran en manos de
una persona con “trastornos psíquicos”. Una misión tan delicada debería
estar respaldada por personal capacitado.
Por otra parte, el Ministro Carmona no ofreció respuesta a la serie de
contradicciones emanadas de las declaraciones de sus subalternos
destacados en la Primera Comisaría.
Los hechos anteriores al asesinato de Viviana Gallardo, en manos del
Cabo José Manuel Bolaños en la Primera Comisaría, son un misterio.
En primer lugar, tanto Bolaños como su esposa aseguraron que él estaba
“de franco” y que permanecería la noche en la Comisaría para recoger el
pago al día siguiente. Su esposa, durante la noche anterior, estuvo
amenazada por la presencia de antisociales que incluso le robaron ropa.
Cuando se comunicó con Bolaños porque tenía un niño enfermo, este le
respondió que “debía arreglárselas como pudiera”. Ante esto, cabría la
duda de que Bolaños estuviera obligado a permanecer allí por algún motivo
especial, a riesgo de que si se ausentaba estaba de por medio la integridad
de su familia.
A esto hay que agregar que el público no conoce aun el nombre de la
persona a quien Bolaños sucedió en sus funciones poco antes de cometer el
crimen. Tampoco se sabe cuál es el teniente que debía viajar a Limón, y a
quien debieron dejar en la estación del ferrocarril.
Hay que resaltar que para ulteriores investigaciones, la escena de un
crimen debe mantenerse intacta. Sin embargo, esto no sucedió en la celda
donde fue ultimada Viviana Gallardo, pues los compañeros de Bolaños
recogieron los casquillos de las balas.
Además, surge también la interrogación de por qué en un lugar como la
Primera Comisaría, donde todo se puede oír con suma facilidad, los
compañeros de Bolaños no acudieron tan pronto oyeron los disparos. Podría
haber sido que las reclusas hubieran tomado un arma de quien las vigilaba
más de cerca y estuvieran disparando a cualquiera que se acercara, o bien
estuvieran planeando una fuga.
Las declaraciones de la policía Mayra Morera dejan ver que a ella le
indicaron que se callara, pues todo debía aparecer como una fuga. Quizás
por ello Bolaños le disparó por la espalda a Viviana, y cuál sería el móvil
para hacerlo, con una persona que hasta el momento de su muerte siempre
se había asegurado que no había hablado nada. No obstante, después de su
muerte, el Ministro de Seguridad Pública dice que había rendido valiosa
información que estaba en poder del juez ¿Por qué lo sabía el Ministro
Carmona, si la sumaria debe ser secreta? Además, el Poder Ejecutivo no
está sobre el Poder Judicial para hacerlo. ¿No es cierto que la división de
poderes es un principio democrático?
El Cabo Bolaños, por su parte, declaró a la prensa que “él se considera
hombre muerto”, pues algún terrorista o cualquier compañero suyo puede
ser pagado para que lo mate. Cabe investigar, ¿por qué desconfía tanto de
sus compañeros? La disciplina y el adiestramiento que se da tanto a un
guarda civil como a un soldado son bastante rígidas y no admiten tales
conjeturas. ¿Hasta dónde puede adicionarse un eslabón más a la cadena de
muertes ocurridas en torno a esta investigación?
Pierdo la cuenta del número y gravedad de irregularidades que se
cometieron en la gestión del caso de Viviana. Gazapos procedimentales
básicos, que son únicamente concebibles como consecuencia de la mala
voluntad, del espíritu de conspiración, del hervor de sórdidos intereses
subterráneos. En Costa Rica, cualquier gestión que se ponga en manos de una
“comisión” puede darse por perdida. Las comisiones son comodines
ejecutivos, “soluciones” que nada solucionan, una inepta manera de diferir
las decisiones. Es un fenómeno quintaesencialmente costarricense, por poco,
una epidemia nacional: la “comisionitis morbus”. Pero, a decir verdad, ni
siquiera creo que la resolución de trasladar a Viviana a la Primera Comisaría
haya sido emitida por una comisión. Pienso que el Ministro Carmona disfrazó
de consenso la que en realidad fue una decisión personal. Una atroz
decisión… o una magnífica emboscada, según cómo se la mire.
Le cedo la palabra al reconocido abogado y analista político Álvaro
Fernández Escalante, quien me honra con su amistad. Reproduzco parte de su
columna titulada “Violencia e Impunidad”, publicada en el periódico Al Día,
el martes 31 de julio de 2001.
Siempre leo el “Tragaluz” del Doctor Francisco Escobar. Es uno de los
escritores costarricenses que toca mis fibras más íntimas.
Su estilo es depurado dentro de su natural agresividad literaria. Sabe tocar
las notas oportunas en tiempo y lugar con una autenticidad desgarrante.
Quizás no es que sepa tocar esas notas, sino que toca de oído. Que sus dedos
se mueven sobre ese su pianito de escribir como los ángeles acarician las
cuerdas del arpa celestial acariciándonos por dentro.
Precisamente por eso, me llamó la atención su artículo del domingo 29,
intitulado “Historia de la Violencia”. Lo leí cuidadosamente, comenzando
por la carta que le envía a don Rodrigo Carazo sobre aquella mancha negra
de nuestra historia patria. Aquel horrible asesinato de Viviana ejecutado con
premeditación, alevosía y ventaja en la fría celda de una de nuestras
cárceles. La sangre en el suelo de cemento y en las paredes de cemento y en
el techo de cemento selló la tumba de la decencia y del respeto a la vida
humana. Y sucedió en Costa Rica. En esa nuestra bucólica Costa Rica de las
guarias moradas y las carretas de colores. Pudo haber sucedido en una
pocilga carcelaria de Somoza, o de Chapita, o de Pérez Jiménez, o de Fidel
Castro, pero sucedió en Costa Rica, para vergüenza de constituciones, y de
códigos, y de sus autores y de todos los costarricenses por igual.
Claro que esta clase de horror no puede ser borrado por los años, ni por
los siglos ni por nada. Tampoco borró el tiempo -como pensaban algunos-
los crímenes de Pinochet. Las lecciones de la historia son implacables. A
veces, los velos aparentes de la impunidad se corren mucho tiempo después -
¿y qué es el tiempo sino una categoría humana?-, historiadores y biógrafos
abren las tumbas selladas por los siglos y ponen en descubierto los horrores
de una canalla vestida de seda.
La guerra fría que se parapetó detrás del “anticomunismo” no fue
producto de la casualidad, sino de la causalidad. Sigamos las lecciones de la
dialéctica hegeliana y encontraremos siempre la respuesta en la polarización
antípoda del odio y la barbarie. Que yo sepa, no hay una manera ética y
moral de asesinar en nombre de la “derecha”, como tampoco la hay para
asesinar en nombre de la “izquierda”. Por eso hay que ser muy cuidadoso
para evitar las justificaciones sectarias.
Por encima de todo están los valores del ser humano como criatura hecha
a imagen y semejanza del Señor. Y, por sobre todas las cosas humanas, debe
estar el respeto mutuo entre los hombres. Aquel “Amaos los unos a los otros
como yo os he amado” que nos legó el Hijo del Carpintero, y que el hombre
se ha empeñado en convertir en “Odiaos los unos a los otros y asesinaos”.
Comparto con usted, querido amigo, ese final magnífico de su artículo:
“¡Que nunca se nos acaben el dolor y la indignación ante el crimen y la
injusticia!”
Que así sea.
Aparte del artículo que don Álvaro encomia, Don Francisco Escobar había
publicado en el periódico La Prensa Libre, el 22 de julio de 2001, otro texto
que merece ser citado. Apareció bajo la rúbrica distintiva del espacio semanal
del señor Escobar: “Tragaluz”.

Viviana Gallardo, el otro crimen

Madrugada sangrienta del miércoles 1 de julio de 1981. José Manuel, el


Cabo Bolaños, aunque no estaba asignado para efectuar esa tarea ese día,
recibió el encargo de hacer la ronda para verificar si los presos en las celdas
de la Primera Comisaría de la Guardia Civil, estaban dormidos o
necesitaban algo… Esa noche la vigilancia fue inusualmente cambiada
cuatro veces y estuvo rondando por las celdas donde estaban las ciudadanas
Viviana, Magaly y Alejandra. En vez de llevarlas a la prisión de mujeres del
Buen Pastor, las llevaron a la Primera Comisaría, donde estaban los
compañeros de los patrulleros muertos en el enfrentamiento con el grupo
“La Familia”. A las 5:15 am, un oficial le dio una ametralladora M-76 que
disparaba veinte tiros por segundo y el Cabo esperó a que la guardia
llamara a Viviana para darle la bebida. Cuando apareció en la puerta de la
celda, disparó una ráfaga contra la mujer de 18 años, embarazada e
indefensa.42
El domingo 7 de julio el distinguido periodista Juan Fernando Cordero
publicó las declaraciones del Cabo Bolaños: “Dijeron que estaría solo tres
meses recluido en una comisaría, que todo se arreglaría fácilmente”.
Cuando solo faltaba una semana para el juicio, su abogada abandonó el
caso. Tras el debate, fue sentenciado a 24 años de prisión; fue recluido en
máxima seguridad de La Reforma aunque se le había diagnosticado como
interno de mediana abierta. “Si me querían proteger, ¿por qué no me
mandaron a un lugar donde nadie me conocía y no ahí, donde estaba lo peor,
en un calabocillo con una cama de cemento?” Se le redujo la pena a 18 años
y finalmente obtuvo libertad condicional. “Jamás esperaba eso, a mí me
habían dicho otra cosa”.
Recordando su crimen, comenta: “nunca me ha molestado porque en parte
no fue culpa mía. ¿Por qué me va a remorder la conciencia? Tiene que
remorderle a otros que tal vez se aprovecharon de mi juventud. Yo no tenía
experiencia. Si hablaba nos íbamos un montón por lo mismo, porque era
fácil probarlo, pero eso en nada me favorecía… Dar los nombres ahora es
perjudicar a otras personas”. El Cabo explica: “Imagínese que a mí me
condenaron porque la mujer policía que abrió la celda dijo la verdad. Ella sí
contó que había sido un complot y dio nombres pero no le creyeron, y a otros
que dijeron cosas que no eran ciertas, sí les creyeron. Un coronel y un
capitán llegaron la noche del asesinato y le dijeron muchas cosas… Una vez
me topé en las gradas del Almacén Leitón con un mayor que estaba en la
Primera Comisaría ese día y cuando me vio fue como ver al diablo”
¿Quiénes fueron los “otros” que dieron al Cabo Bolaños la misión de
asesinar a una mujer indefensa en una celda policial? ¿Hasta qué altura
política llegó el “complot” de este crimen político? ¿Qué piensan de estos
hechos la entonces Ministra de Justicia Elizabeth Odio Benito y el
expresidente Carazo? ¿Habrá un camino de impunidad entre el crimen de
una mujer de 18 años por “terrorista” y el crimen de Parmenio medina por
“bocón”?43
Y ahora pasamos al texto que motivó las entusiastas glosas de don Álvaro.
Fue publicado el 20 de julio de 2001 en el periódico La Prensa Libre,
también en la columna “Tragaluz”.

Historia de la violencia

Hay cartas de las que es un honor ser el humilde destinatario. El


expresidente Rodrigo Carazo me ha enviado una carta referida a mi columna
sobre el crimen de Viviana Gallardo (22/7/2001).
“¿Qué pienso sobre el crimen de Viviana? Lo mismo que pensé el día en
que ese horroroso asesinato ocurrió. Los autores intelectuales de esta
violencia nunca aparecen. En aquella época vivíamos la tragedia de la
Guerra Fría, que nos llenó de dolor y de angustia. Puse a mi Administración
a la orden de la investigación de la Corte Interamericana de Derechos
Humanos. Presioné la investigación por los medios legales a mi alcance.
Viviana no era para mí solo una víctima y un nombre, era hija de una familia
muy querida por nosotros y su muerte llenó de dolor nuestro corazón, de
rabia nuestro espíritu. Víctimas como éramos de toda clase de persecución
proveniente de personas y grupos de violenta derecha, entendíamos muy bien
la motivación que les inspiraba. Esta clase de dolor no es borrada por los
años”.
¿Por qué en nuestro país los autores intelectuales de los crímenes nunca
aparecen? ¿Por qué esas inteligencias dedican sus talentos a la muerte y la
injusticia y tienen suficiente poder político para quedar impunes y
enmascarados detrás de caretas de virtud, de santidad y de patriotismo?
En aquel entonces fue la Guerra Fría la que parapetó detrás del
“anticomunismo” todo el cinismo, la inhumanidad, la corrupción y la
ambición desmedida de los autores intelectuales de la guerra, de la
persecución, del asesinato y la pobreza contra los más débiles y oprimidos.
Hoy son la globalización, el neoliberalismo, la competitividad, el éxito y el
culto a la ganancia.
¿Por qué fallaron, fallan y seguirán fallando las investigaciones judiciales
para establecer la verdad de los hechos y la identidad de los responsables de
los homicidios en nuestro país? ¿Cómo fue que un organismo continental
como la Corte Interamericana y un Presidente de la República no lograron
poner en marcha al Poder Judicial para que se hiciera justicia? ¿Será que el
entorpecimiento de la investigación científica del crimen es parte del complot
contra la justicia?
¿Por qué toleramos y dejamos subir al poder económico y social a esas
personas y grupos de violenta derecha que tuvieron sitiado al mismo
Presidente? Nadie los elige, nadie los controla, nadie los conoce, pero ellos
persiguen con una eficacia inquisitorial a quienes nos identificamos con el
pueblo y nos enfrentamos con la élite corrupta. La motivación que los
inspiraba entonces y los inspira ahora es la misma: el poder, la riqueza.
Sí, tiene mucha razón don Rodrigo Carazo, esta clase de dolor no es
borrada por los años ni debe borrarse nunca. Es el dolor y la indignación
que sintieron Moisés, Jesús, Gandhi, Romero, Martin Luther King, Ernesto
Guevara y Parmenio Medina… ¡Que nunca se nos acaben el dolor y la
indignación ante el crimen y la injusticia!
Subrayo un punto de este texto: el deber ético consistente en no permitir el
menor asomo de amnesia, cuando se trata de crímenes de esta laya. No solo
no debemos ser amnésicos: ¡debemos cultivar sistemáticamente la anamnesis
o la hipermnesia, como Funes el Memorioso, el personaje de Borges, que no
podía olvidar nada de lo que vivía! De la tragedia de Viviana, de este dolor
rigurosamente inimaginable y solo comprensible por aquellos que lo
vivieron, debemos guardar la memoria, preservar el recuerdo, erigir en la
consciencia colectiva un enorme monumento fúnebre. No tenemos el derecho
de olvidar. Sería inmoral, antiético, abyecto. Nietzsche solía decir: “¡Que
Dios nos libre de que se nos olvide olvidar!” Pero en este caso, debemos
justamente olvidar cómo se olvida, y hacer de la tragedia un perpetuo
presente. No solo es el mínimo homenaje que le debemos a Viviana, sino la
única forma de procurar que una atrocidad así no se repita. “Quien no conoce
su historia está condenado a repetir sus errores”: es un apotegma que ha sido
atribuido a Confucio, Napoleón Bonaparte y Jorge Santayana, entre otros. Si
yo fuese compositor, operista, escultor, arquitecto, pintor o cineasta, tendría
los medios para perennizar la tragedia de Viviana, para darle forma tangible,
para convertirla en un bien artístico, cultural, algo que le confiriera
permanencia histórica y cierto sentido a su tremendo martirio: ¡todo sea antes
que rendirse ante su majestad, el Absurdo! Pero no soy más que un escritor, y
no tengo por arsenal otra cosa que mi palabra. No es mucho, pero ahí la
deposito, devotamente, a los pies de mi amiga. Y recordemos lo que decía
Vladimir Jankélévitch:44 es al pasado al que tenemos, por principio, que
rescatar. Él es el que se está deshaciendo, el que va difuminándose en la
historia, y propendiendo asintóticamente al no ser. El presente, por el mero
hecho de serlo, se defiende bien a sí mismo. Todos nuestros afanes tienen que
propender hacia el pasado, hacia su preservación de esa segunda muerte que
es el olvido.
Albert Camus dijo alguna vez: No declaro algo verdadero porque esté a la
izquierda o a la derecha. Antes bien, si encuentro la verdad en la izquierda,
ahí la iré a buscar, y otro tanto haré si la encuentro a la derecha. Fue una
reflexión que Sartre nunca le perdonó, por cierto. Viviana leyó a Camus. Ya
sabemos lo que pensaba de Meursault, protagonista de El Extranjero. Pero
también leyó El Mito de Sísifo, La Caída, La Peste y Calígula -a cuyo
protagonista aborrecía-. La única opción que Costa Rica ofrecía en 1981 para
librar una lucha radical contra la injusticia social era la izquierda. Desde la
derecha no se podía proponer otra cosa que parches, vendajes, maquillaje
social. La caritas del buen burgués -ese “ser lleno de sopa” de que hablaba
Sartre- era, por principio, sospechosa. Una disfrazada -y por consiguiente
doblemente peligrosa- manifestación del conformismo político. Señores y
señoras que creen poder comprar la eterna beatitud en cómodas
mensualidades: una limosnita por aquí, una limosnita por allá… y el receptor
de las dádivas, el pordiosero, degradándose a sí mismo al tender la
sarmentosa mano que implora el mendrugo. Esta caridad establece, d´emblée,
una estructura vertical de poder: el socorrista siempre actúa desde una
posición privilegiada con respecto al socorrido. Y la dignidad humana queda
irremediablemente lesionada: nadie puede ejercer la mendicación sin perder
algo de su humanidad en la prueba. Viviana no quería ser Meursault. Su
modelo era el Doctor Rieux, médico en la ciudad de Orán, durante los más
negros días de la Peste. El hombre solidario, ese que no abandona su puesto
de combate cuando el dolor y el pavor colectivo arrecian. Viviana era una
mujer “for all seasons”, como el Tomás Moro de la película de Zinnemann
que tanto la impresionara. Por supuesto que creía en la compasión (padecer-
con) de los budistas, en la commiseratio de Spinoza, en la caritas cristiana.
Pero creía de manera proactiva. Para ella, creer y amar suponían, en
principalísimo lugar, actuar. Aimer, c´est agir45 -escribió Victor Hugo, tres
días antes de morir: fue lo último que confió al papel-. He aquí un apotegma
que bien podría haber sido el lema, el grito guerrero en la vida de Viviana.
Recordemos su execración de Démokos, en No habrá guerra de Troya, de
Giraudoux, y su paso de la “ética de la palabra”, a la “ética del compromiso”.
En su encíclica Sollicitudo Rei Socialis, su Santidad Juan Pablo II define la
solidaridad como el hecho de que los hombres y mujeres, en todas partes del
mundo, sientan como propias las injusticias y las violaciones de los derechos
humanos. “Sientan como propias”: he ahí la noción que quiero aquí subrayar.
La palabra solidaridad ha sido vaciada de su significado profundo,
convirtiéndose en un lugar común de la retórica política y de cierta forma de
sensiblería burguesa, eso que Vladimir Jankélévitch llama “la mala buena
conciencia satisfecha de sí misma”. Tal actitud tiende a exacerbarse durante
la Navidad, como si para ejercer la solidaridad existiese una temporada
oficial, un período acotado del año durante el cual fuese recomendado
detenerse a pensar en el dolor de los demás y olvidar momentáneamente las
propias calamidades. La solidaridad no es un sentimiento esporádico, es,
antes bien, una forma de vivir, una manera de concebir nuestro vínculo con
los demás, un factor estructurante de la sociabilidad, el fundamento de toda
ética concebible.
Evoquemos dos paradigmas literarios -aunque no ficticios, por cuanto
ambos están tomados de experiencias reales- de la solidaridad en su forma
más auténtica. Viviana conoció ambos, y fue con entusiasmo y pasión que los
discutimos. El primero pertenece a La Caída, de Camus. Un hombre es
confinado al calabozo, una celda tan estrecha que no permite al prisionero
estar de pie ni extenderse horizontalmente sin imponer a su cuerpo las más
dolorosas contorsiones. Su amigo, que nada puede hacer por rescatarlo, se
dice a sí mismo: “¿Cómo puedo yo reposar todas las noches en una cama
blanda y tibia, mientras mi compañero es objeto de tan atroz suplicio?” Y
entonces opta por dormir en el suelo, forzando su cuerpo a una tortura que en
alguna medida lo aproxime espiritualmente a su amigo.
El segundo ejemplo está tomado de La Condición Humana, de Malraux.
Tres revolucionarios han caído en manos de la armada rival. A todos ellos les
espera la muerte a través del tormento y de las más refinadas formas de
suplicio. Uno de ellos tiene dos ampollas de cianuro: suficiente para infligir
la muerte inmediata a otros tantos hombres y librarlos del horror de la tortura.
Y en un acto de solidaridad suprema -pues hasta la muerte puede ser un acto
de amor- les ofrece a sus amigos las dos pócimas, condenándose a sí mismo a
la lenta agonía del suplicio.
La solidaridad es un acto de identificación con el dolor del prójimo.
Asociarse -no disociarse- a él. ¿Quieren conocer la fibra humana íntima de
una persona? Fíjense en la forma en que hace suyo el dolor del mundo. La
manera en que asume responsabilidad por él. Esa es la verdadera moral. La
otra -la normativa de la conducta sexual que vigilan, con mirada punitiva, los
grandes censores de la sociedad- es falsa, falsa, mil veces falsa. La
orientación sexual de una persona -siempre y cuando no lesione a otro ser
humano- me importa un bledo, un pepino, un comino -y añadiría un par de
palabrotas, si pudiera-. Más me importa saber si es capaz de decirle “buenos
días” al vecino, o si alguna de sus fibras íntimas resonará a la vista de un
perro que muere a la vera del camino.
En Crimen y Castigo, Dostoievski pone en boca del repugnante personaje
Lujtin este acomodaticio paralogismo: “¿Qué pasaría si yo pusiera en
práctica el consejo “ama a tu prójimo”? Partiría mi capa en dos, le daría la
mitad a mi prójimo, y los dos quedaríamos medio desnudos. Como dice el
proverbio ruso: “Si queréis cazar varias liebres a la vez, no cogeréis
ninguna”. La ciencia me ordena que no ame a nadie sino a mí mismo,
teniendo en cuenta que todo en el mundo está fundado sobre el interés
personal. Si no amamos a nadie más que a nosotros mismos, nuestros
negocios marcharán favorablemente y no tendremos necesidad de partir
nuestra capa. La economía política añade que cuanto mayores son las
fortunas particulares en una sociedad, o en otros términos, cuantas más
capas enteras se encuentran, más sólidamente asentada se halla esta
sociedad y tanto más felizmente organizada. Por consiguiente, trabajando
únicamente para mí, trabajo también para todo el mundo, de lo que resulta
que mi prójimo recibe un poco más de la mitad de mi capa, y todo esto, no
por las liberalidades particulares e individuales, sino como consecuencia del
progreso general”. La novela fue publicada en 1866. Ayn Rand da a conocer,
en 1957, La rebelión de Atlas. En este bodrio -según encuestas, el libro más
influyente en los lectores estadounidenses después de La Biblia-, postula la
noción de “egoísmo racional”, “egoísmo virtuoso”, “anarcocapitalismo”,
“libertarianismo”, impugna el concepto de “altruismo” y la solidaridad de
inspiración religiosa, se convierte en “evangelista” del minarquismo, el
estado minimalista, el individualismo y el capitalismo laissez-faire, laissez-
passer. En suma, el economicismo de mercado erigido en paradigma
cósmico, en idea matriz capaz de proveer un principio de inteligibilidad del
mundo. Lo que quiero señalar es que todo lo que Dostoievski propone como
patología, aberración, ruindad, cinismo y avaricia en 1866, es teorizado,
legitimado y canonizado en 1957. La historia del mundo no es quizás otra
cosa que un estudio comparado de la forma en que los valores han sido
revertidos a través de los tiempos. A la señora Rand le hubiera hecho mucho
bien leer Abandonar los fanatismos, vivir sin odio, del pensador costarricense
Luis Fernando Araya.
El gesto de Viviana nos retrotrae, sin embargo, a un mundo
axiológicamente estable. Ante él, nuestra nostalgia de lo universal, lo
permanente, lo esencial, lo absoluto -conceptos tan vapuleados en nuestros
días- se ve aliviada. Para Viviana, lo universal, lo permanente, lo esencial, lo
absoluto, lo transhistórico, era la solidaridad. Lo que estaba por encima de la
postmoderna volatilidad de los valores. Lo que sobreseía todo relativismo
ético. Lo que era cierto hace cinco mil años como hoy, en la Yakutia como en
San José, Costa Rica. Lo que no era un constructo social, sino, por poco, una
inclinación -un clinamen- natural en el ser humano. ¿Rousseau? Sí, por qué
no. Su Discurso sobre el Origen y los Fundamentos de la Desigualdad entre
los Hombres había impresionado hondamente a Viviana. Le gustaba el estilo
que Rousseau cultiva en este libro: su pluma es mucho más impetuosa y
apasionada que en cualquier otra de sus obras. Viviana entendía, además, que
el paradigma del “buen salvaje” no debía ser tomado literalmente, sino como
lo que era: una ficción teórica, una argucia intelectual para presentar una
teoría de inmensa pertinencia. Cuando Rousseau habla del hombre primitivo
capaz de piedad, no alude a un cavernícola pasablemente compasivo, sino a
un modelo antropológico -es cosa que aun algunos encumbrados académicos
parecen no comprender-.
Viviana despreciaba la misericordia autocontemplativa, esa especie de
onanismo de la piedad, de embeleso en la propia generosidad. Era severísima
consigo misma. Habiendo estudiado el psicoanálisis, rehusó de plano las
explicaciones psicoanalíticas a su conducta. Y ello porque también había
leído a Sartre, y sabía que el psicoanálisis podía actuar como una peligrosa
manera de desresponsabilizarse con respecto a sus actos, atribuirlo todo a
algún oscuro fantasma subconsciente, y eximirse de esa autoconstrucción en
un horizonte de libertad, esa “constante elección de sí misma” (Sartre) que la
había llevado a hacer todo cuanto había hecho. Ampararse a los trasgos
subconscientes era el gesto antonomástico de la “mala voluntad” sartreana, el
autoengaño por excelencia. Esa mirada crítica que le infligía al mundo la
volcaba también contra sus propios mecanismos de autoengaño y
desculpabilización. Para ella, vencer al mundo era, en primer lugar, vencerse
a sí misma. Y lo logró de manera egregia.
42 Este es un error del señor Escobar: quien estaba embarazada era Magaly. Hemos de considerar un milagro que las
balas, rebotando dentro de la estrechísima celda, no la hayan matado a ella ni a Alejandra, aun cuando sí fueron
heridas. En su momento, el señor Escobar pidió disculpas profusamente a Vilma, la mamá de Viviana, por la
inexactitud.
43 Parmenio Medina era un periodista radiofónico colombiano, radicado en Costa Rica, notorio por sus valientes
indagaciones en casos de corrupción, escándalos deportivos y políticos. Su exitoso y provocador programa “La
Patada” fue parte de la cultura popular costarricense durante décadas. Medina fue asesinado el 7 de julio de 2001,
después de recibir múltiples amenazas, y haber prescindido imprudentemente de la escolta que le había sido asignada
para su seguridad. El móvil de su crimen no ha sido esclarecido: eso es Costa Rica.
44 L´irréversible et la nostalgie.
45 “Amar es actuar”.
XXXI

En julio de 1981, pocos días después del asesinato de Viviana, y cuando


toda Costa Rica era un enorme signo de interrogación, la periodista Blanca
Rosa Rodríguez publicó un editorial en el Semanario Universidad. Su título:
“¿Quién mató a Viviana?”. Lo reproduzco a continuación.
Es difícil para muchos costarricenses aceptar la muerte de Viviana
Gallardo de manos de un elemento de la Fuerza Pública. El hecho de sangre
tan repudiado por muchos sectores ha provocado reacciones insospechadas
en la opinión pública.
Una de ellas es el tipo de celda donde fueron ultimados sus días. Si nos
olvidamos de la sangre y del patético escenario que nos mostró la televisión,
pero tomamos en cuenta el lugar, sus paredes, su camastro de cemento y las
rejas por donde se filtra el viento y el agua si el clima lo decide, nos induce a
pensar que todo esto es violatorio de cualquier derecho humano.
Las cárceles en Costa Rica favorecen el hacinamiento, crean desconfianza
y a la vez no ofrecen ninguna seguridad a los reclusos, por cuanto en
cualquier momento puede perpetrarse un asesinato en su contra.
Mueve a reflexión que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos
no tenga injerencia en un caso como este. Además, sumado a ello, cualquiera
puede ir a la cárcel, a riesgo de tortura psíquica y física, llegando incluso a
la muerte, sin que las autoridades sepan dar una explicación de los hechos.
Pero, si el personal no está capacitado para tratar a un recluso, ni las
cárceles le ofrecen margen mínimo de seguridad, cabe preguntarse si se
justifica el gasto de 25.9 millones de colones para construir la “Plaza de la
Justicia”. Y la pregunta no termina: ¿es más importante ofrecer ese “paseo”
a los turistas que dotar al pueblo de lo que necesita? Obviamente, en
cualquier sociedad las cárceles existen, pero ¿cómo se podría hablar para la
exportación de “democracia” en un país donde se cometen hechos
delictuosos tan deleznables?
Se pretende hablar del asesinato de la señorita Gallardo como un hecho
aislado, según lo manifiesta el Ministro de Seguridad Pública. Sin embargo,
el cabo José Manuel Bolaños, autor del crimen, asegura ser “hombre
muerto” por cuanto considera que alguno de los terroristas puede matarlo, o
bien algún compañero suyo puede ser pagado para asesinarlo, pues asegura
que en este país “el gran Dios es el dinero”.
La decisión del OIJ de mantener a Viviana Gallardo bajo acusaciones
sugeridas a la prensa de asesinato, mueven a reflexión cuando después de su
muerte se da a la luz pública el resultado de la prueba de parafina que se le
practicara cuando fue arrestada, la cual evidencia que no había disparado
arma alguna por cuanto no tenía fragmentos de pólvora sobre su cuerpo.
Además, es sugerente la actitud de ella cuando manifiesta a sus
compañeras y a la mujer policía que la custodiaba, que sabía que la iban a
matar, esto cuando fue objeto de todo tipo de insultos proferidos por
miembros de la Primera Comisaría.
Asimismo, en un lugar como ese, donde cualquier ruido pone en alerta a la
Fuerza Pública, hay que preguntarse ¿por qué los compañeros del cabo
Bolaños no acudieron inmediatamente a la celda donde este mató a Viviana?
Pudo ser que las terroristas se apropiaran del arma de la custodia y las
balas provinieran de allí. Además, Bolaños pudo dar unas vueltas cerca de la
celda, según declaraciones suyas, al rato entregar el arma, y entonces se
ordenó su arresto.
Son muchos los puntos en controversia que sugieren que el caso no está
claro, máxime que el mismo Bolaños asegura que lo van a matar, y la mujer
policía dice que tiene órdenes del OIJ de rectificar sus declaraciones a la
prensa. En síntesis, prosigue la incógnita: ¿quién mató a Viviana?
Treinta y seis años después de los hechos, la pregunta sigue sin respuesta,
tal la perturbadora Unanswered Question, de Charles Ives. Y es una
vergüenza para el país que los años, los lustros, las décadas no hayan hecho
otra cosa que tamizar el asesinato con una pátina de leyenda, de eso que los
alemanes llaman Geschichte. Cuando algo entra en el ámbito mágico de la
leyenda, la gente está dispuesta a aceptar las más descabelladas
explicaciones: Viviana podría haber sido raptada por un ovni, vivir bajo
identidad cambiada en algún remoto villorrio del desierto del Gobi, o haber
reencarnado en un ave del paraíso. ¡Ay, desgraciadamente su muerte es un
hecho atrozmente real! Cinco años después de su inhumación, en el
Cementerio General, su padre tuvo que ir a reconocer el cuerpo, para
trasladarlo al panteón Montesacro. Carlos refiere que el cadáver estaba casi
intacto, y conservaba perfectamente sus rasgos, su complexión. Era como si
estuviese dormida. Cuando entró Jesús en la casa del oficial, y vio a los
flautistas y al gentío en ruidoso desorden, les dijo: “Retiraos, porque la niña
no ha muerto, sino que está dormida”. Y se burlaban de Él. Pero cuando
habían echado fuera a la gente, Él entró y la tomó de la mano; y la niña se
levantó.… (Mateo, 23-25).
Soñemos, esperemos, creamos…
El mundo es un burdel, con algo de manicomio y no poco de presidio. Si
aceptamos esta premisa, tenemos cuatro opciones: ser prostitutos, ser
proxenetas, tomar un lanzallamas y calcinar todo cuanto encontremos a
nuestro paso, librar una batalla contra la injusticia social y la demencia
colectiva desde cualquiera que sea la instancia de autoridad que detentemos
(un púlpito, una cátedra, una curul, un café, un ágora). El terrorista elige la
opción del lanzallamas. El terrorismo sostiene que el mundo es una porquería
y es menester limpiarlo. El método que proponen no podría ser más abyecto.
La premisa en la que se apoyan no podría ser más correcta. Es por eso que
recuso enfáticamente la concepción de Viviana como una terrorista, aun
cuando un fenómeno puramente coyuntural la haya hecho pasar por tal, en
una historia que pide a gritos seria revisión. Viviana era una pensadora, y a
un nivel sin duda más hondo, una “sentidora”. Lo suyo no eran los
lanzallamas. Era un ser todo sensibilidad. ¿Artística, social, histórica,
religiosa, humana? Todas, todas, y algunas más. De su acendrada sensibilidad
se seguía, inevitablemente, que su actitud ante el mundo solo podía ser la de
una rebelde. Los jóvenes de hoy en día -ese día que ya no es mi día- no son
capaces de verdadera rebeldía, de espíritu de insurrección. Todo en ellos es
simulacro y parodia. Su gran manifiesto se limita a ponerse las gorras con las
viseras al revés: ¡cielo santo, estamos en presencia de modernos espartacos,
antígonas, juanas de arco, bakunins redivivos! ¡Fui amigo entrañable de
Viviana Gallardo, quien en julio de 1981 murió porque carecía de enzimas
espirituales para digerir la injusticia social, y fue asesinada en el campo de
batalla! ¡Estoy aquí para decirles: cretinos, payasos, revolucionarios de
pacotilla, poseurs y predicadores de cafetín: sus gorritas “transgresivas” no
me van a impresionar!
La verdad de las cosas es que, por paradójico que pueda parecer, hace falta
alegría para hacer la revolución. Ahí están Beaumarchais, Marivaux,
Voltaire, Mirabeau, Sade y los grandes escritores libertinos para probarlo. El
siglo XX fue triste, y el XXI comienza peor. Viviana tenía sus momentos de
melancolía (no hay aristocracia del espíritu sin un algo -o un mucho- de
melancolía), pero esencialmente, era una persona alegre y vital. Spinoza
definía la tristeza como “la incapacidad para actuar”. Es un diagnóstico
asombrosamente actual, si consideramos la moderna sintomatología de la
depresión clínica de origen neuroquímico. Pues bien, Viviana era toda
acción: jamás la vi abatida, postrada, vencida. No alimentaba su eventual
melancolía mórbidamente, “comme les mendiants nourrissent leur
vermine”.46
Tampoco era una resentida social. No tenía por qué serlo. Gozó de todos los
privilegios con que podía soñar una niña de clase media, en la Costa Rica de
los años sesenta y setenta. El resentimiento ha asumido un grado de
virulencia verdaderamente pandémico, en nuestros días. El miserable
propugnaría la abolición del dinero. El ignorante propugnaría la abolición del
conocimiento. El pachuco propugnaría la abolición de la cultura. El ciego
propugnaría la abolición de los colores. El eunuco propugnaría la abolición
del sexo. El crítico propugnaría la abolición del arte. El enano propugnaría la
abolición de la verticalidad. El mediocre propugnaría la abolición de la
excelencia. Y es así como el mundo -¡bravo por el diagnóstico, Nietzsche!-
ha sido secuestrado por los resentidos, los “niveladores” y
“homogeneizadores”, los biliosos y frustrados, en suma, el Estado Mayor de
la envidia. ¡Viviana era todo menos una resentida!
Viviana no “comía” dolor. Hace cien años el ser humano padecía las
catástrofes. Ahora las consume. Se ha convertido en un sofisticado y exigente
degustador -un catador profesional- del dolor ajeno. Es la base de su dieta, y
su obscena, mórbida obesidad me sugiere que está siendo sobrealimentado.
Hay gente que se sienta todos los días ante el televisor para ver los
noticiarios. ¡Cuando no hay en ellos suficiente muerte se declaran
insatisfechos: ese día el programa habría estado “malo”! Viviana murió en
1981: su vida pre-dató la bulimia noticiosa de nuestros días. Algo más: de
conformidad con su espíritu crítico y suspicaz, al abordar una noticia
comenzaba por cuestionar la fuente que la emitía. Los análisis de texto de
Monsieur Debroise surtieron su efecto. Porque, a fin de cuentas, todo es
texto, y de manera preeminente, la sociedad. Existe, claro que sí, un texto
social, y es menester avezadísimos exégetas para descifrarlo.
Sigo enumerando todo lo que Viviana no era. Y aquí no puedo,
nuevamente, ser menos que enfático. Viviana no era una endoctrinada, una
repetidora de eslóganes, una “tonta útil”. Comprendo que la gente tenga
consignas. Lo que no acepto es que las personas se conviertan en sus
consignas. Me irritan aquellos que se eximen a sí mismos del molesto
ejercicio del pensamiento. Un partido, un lineamiento político, una religión,
un director de conciencia, un líder comunal, un tele-evangelista, un profesor,
piensan por ellos. Se acogen a esta cómoda, pasiva postura, y la llaman,
grandilocuentemente: “militancia”, “beligerancia” o “compromiso”. Viviana
era intolerante con los intolerantes, fanática contra los fanáticos, inflexible al
juzgar a los inflexibles. Son las únicas formas de la intolerancia, el fanatismo
y la inflexibilidad que me parecen legítimas, y más aun, necesarias,
higiénicas para la sociedad.
En materia de política internacional su pensamiento era elástico, abarcador,
“ecuménico”. No aplaudió la invasión soviética de Afganistán (1978-1982),
tal los “camaradas” que, en esa época, se pintaban las caras y entonaban
cantos guerreros con la menor paparrucha que Brézhnev propusiese. Viviana
no bailaba al son de los tambores ideológicos de ningún partido, aun cuando,
para poder librar su lucha de manera eficaz, pasaba por marxista (nadie puede
gestionar la menor transformación social sin asociarse, sin agremiarse y
formar frente común con un grupo ideológicamente bien posicionado). Igual
repudió las atrocidades perpetradas por las dictaduras militares
latinoamericanas, financiadas y políticamente auspiciadas por los Estados
Unidos. El conflicto árabe-israelí era una de sus más añejas preocupaciones.
La recuerdo disertando sobre el tema desde que estábamos en cuarto grado de
la escuela primaria (1972), y no era más que una criatura de nueve años de
edad. Sentía profundo respeto por la historia del pueblo israelí, y los horrores
que todos conocemos le inspiraban honda piedad. Varias veces comenzó a
leer el Diario de Ana Frank, y otras tantas se descubrió incapaz de
terminarlo. El coeficiente de dolor de estas páginas era demasiado alto para
su agudísima sensibilidad humana. Sin embargo, Viviana estaba lejos de
creer que los judíos tuviesen el monopolio universal del dolor: igual
compasión le inspiraban los calvarios atravesados por todos los pueblos del
mundo.
Pienso en Viviana, sola en su celda del OIJ, o hacinada con sus compañeras
en el infame calabozo de la Primera Comisaría, y evoco la pintura Tasso en la
Prisión, de Delacroix. El poeta recluso, rodeado por locos, náufrago de
comunicación, la mirada perdida en profunda, melancólica ensoñación, como
si intentase preservar su lucidez cuestionada, en medio de un aquelarre
goyesco. Ese poeta, ese marginado, ese ser lastrado por la calumnia y
asimilado a los más furiosos dementes, es Viviana.
Recuerdo cuánto nos impresionó, en su momento, el inopinado desenlace
de El Proceso, de Kafka. La lectura -y más aun, la pasión que en nosotros
generó esta obra inmensa- habrá operado, quisiera creer, como una especie de
bálsamo durante los últimos días de Viviana. El desenlace de la novela cae
sobre el lector como una fulminación: Pero las manos de uno de los
caballeros se posaban sobre la garganta de K, mientras el otro le clavaba el
cuchillo hasta lo más hondo del corazón y lo hacía girar en él dos veces. Con
los ojos vidriosos, K vio todavía cómo los caballeros, mejilla contra mejilla,
observaban el desenlace ante su rostro. “¡Como un perro!”, dijo, y era como
si la vergüenza hubiera de sobrevivirle. Fue una prefiguración del asesinato
de Viviana. Como un animal salvaje la mataron, sí, y es probable que aun
antes del homicidio, hubiese visualizado, como José K., que “la vergüenza
habría de sobrevivirla”.
Hacia el final de su vida, el gran Primo Levi recibió el encargo de traducir
al italiano El Proceso. El escritor, químico y sobreviviente del Holocausto,
aceptó. Reproduzco un fragmento del texto en el que Levi, aludiendo al final
de la novela, asimila la vergüenza de Josef K. con la vergüenza de ser
hombre que él había experimentado tras su liberación de Auschwitz.
El Proceso promovido contra el diligente y mezquino funcionario de banca
José K concluye de hecho con una condena a muerte, nunca pronunciada,
nunca escrita, y la ejecución tiene lugar en el entorno más desolado e
inhóspito, sin aparato y sin cólera, con meticulosidad burocrática, de la
mano de dos justicieros fantoches que cumplen con su obligación
maquinalmente, sin pronunciar palabra, intercambiando tontos cumplidos.
Es una página que corta el aliento. Yo, superviviente de Auschwitz, no la
habría escrito jamás, o jamás así: por incapacidad y fantasía insuficiente,
cierto, pero también por un pudor ante la muerte que Kafka no conocía, y si
lo conocía, lo rechazaba; o quizás por falta de coraje. La famosa y
comentadísima frase que cierra el libro como una lápida (“Fue como si la
vergüenza hubiera de sobrevivirle”) no me parece para nada enigmática.
¿De qué puede avergonzarse José K, que había decidido combatir hasta la
muerte, y que en todo momento se declara inocente? Se avergüenza de
muchas cosas contradictorias, porque no es coherente, su esencia consiste en
ser incoherente, no igual a sus semejantes en el curso del tiempo, inestable,
errático, incluso dividido en el mismo instante, partido en dos o más
individualidades que no coinciden. Se avergüenza de haberse enfrentado al
tribunal de la catedral, y al mismo tiempo de no haber resistido lo suficiente
al tribunal de la buhardilla. De existir cuando ya no debería de haber
existido: de no haber encontrado la fuerza de liquidarse por cuenta propia
cuando todo estaba perdido, antes de que sus verdugos lo visitaran. Pero
siento en esta vergüenza otro componente que conozco: José K, al final de su
angustioso itinerario, experimenta vergüenza porque existe este tribunal
oculto y corrupto, que invade todo lo que le rodea, y al cual pertenecen
también el capellán de la cárcel y las chicas precozmente viciosas que
molestan al pintor Titorelli. Es al fin y al cabo un tribunal humano, no
divino: está hecho de hombres y por hombres, y José, con el cuchillo ya
clavado en el corazón, experimenta vergüenza de ser hombre.
¿Qué puedo yo añadir a esta soberbia reflexión? Pues que Viviana, viendo
cómo el odio más irracional se cernía sobre ella, asistiendo impotente a su
propio suplicio, constatando la abisal crueldad del bicho humano,
probablemente experimentó también la vergüenza de pertenecer a la especie.
La vergüenza de haber descubierto en el ser humano a un animal mucho más
feroz y primario de lo que nunca había imaginado. Triste, triste
descubrimiento, del que a duras penas podemos formarnos una imagen
vivencial (aun cuando lo “sepamos” teóricamente). Una tremenda revelación,
saber que sus torturadores pertenecían, como ella, a la especie homo sapiens,
que recorre los caminos de la tierra desde hace unos seiscientos mil años, y
que, además, eran sus compatriotas, formados -en teoría- en los mismos
valores que ella, educados para respetar la integridad psicofísica del ser
humano.
Hay algo más que Viviana tiene que haber experimentado desde la raíz
misma del ser, después de su detención, una vivencia para la que Kafka ha de
haberla preparado espléndidamente: el carácter vago, anónimo,
indeterminable, inépinglable, disperso y fantasmagórico de la auctoritas, de
la autoridad. Pese a su diligencia burocrática, José K. no alcanza a saber, a
ciencia cierta, quién lo acusa, y a qué puerta debe tocar para hacerse oír. Es
que el poder se diluye, conforme escalamos su vertical estructura. Pierde su
rostro, su nombre, su identidad. ¿Quién, en última instancia, detenta el poder
necesario para encarcelar, torturar y asesinar a una muchacha acusada de
cargos nunca debidamente formulados y, menos aun, probados? No lo
sabemos. Tal es, precisamente, la más insidiosa argucia del poder: disolverse,
velarse el rostro, transformarse, por poco, en una mera abstracción, una
entelequia. Ya no lo encarna una u otra persona: es un comité, un tribunal,
una comisión, una secretaría, una junta directiva, una asamblea, una
organización, una corporación, un concejo, un órgano más o menos difuso.
¿Cómo defendernos contra una fuerza tan polimorfa, tan esquiva a toda
definición, tan despersonalizada y nebulosa? No lo logra ciertamente José K.,
y no lo logró tampoco Viviana. Si me pidieran definir al hombre de siglo XX
con una sola palabra, no vacilaría ni por un instante al elegir el vocablo:
Kafka.
46 “Como los mendigos alimentan sus gusanos”: Baudelaire, “Au Lecteur”, Les Fleurs du Mal.
XXXII

Ya no recuerdo la sonrisa de Viviana…


…he tratado, y tratado, y tratado; veo su cara perfectamente, pero no puedo
reconstruir su sonrisa. Y es así como nos vamos muriendo. Nunca reía
estrepitosamente. No, por lo menos, que yo recuerde. He perdido hasta el
tono de su voz. Yves Debroise me dice que era más bien nasillarde. La mamá
-me lo ha confiado- no fue a visitar su tumba ni una sola vez, desde aquella
mala tarde en que le dimos tierra. Yo tampoco. Nadie. Allá, perdida entre los
laberintos del Cementerio General, adentro, muy adentro, según recuerdo.
Durante un lustro fue rara vez visitada. Yo jamás hubiera podido
reencontrarla. La tarde lluviosa, el cielo gris, las nubes bajas y opresivas:
estoy ahí, lo revivo todo con intacta intensidad. Una de esas tardes cubiertas
de invierno.
Pienso en Mallarmé: Le ciel est mort.47 Y él me remite a Baudelaire: Quand
le ciel bas et lourd pèse comme un couvercle sur l´esprit gémissant en proie
aux longs ennuis, et que de l´horizon embrassant tout le cercle il nous verse
un jour noir plus triste que les nuits, quand la terre est changée en un cachot
humide, ou l´Espérance, comme une chauve-souris, s´en va battant les murs
de son aile timide et se cognant la tête à des plafonds pourris, quand la pluie
étalant ses immenses trȃinées d´une vaste prison imite les barreaux, et qu´un
peuple muet d´infȃmes araignées vient tendre ces filets au fond de nos
cerveaux48…
La tumba pertenecía a la familia de Carlos. De toda suerte, cinco años
después del entierro, sus restos fueron trasladados al cementerio Montesacro.
Desde entonces, Vilma y Carlos cuidan su sepultura con esmero. “Una
plaquita de bronce con su nombre señala que ahí reposa nuestra chiquita.
Procuramos mantenerla limpia y brillante como lo fue ella, con vegetación
floral que le dé un aspecto de vida e indique que ahí se encuentra quien fuera
nuestra más bella flor” -observa Vilma-. Yo debería visitar su tumba. Con un
mapa del camposanto, quizás pueda llegar. Solo, solo, que no de otra forma
debo ir hacia ella. “Sur les maisons des morts mon ombre passe qui m
´apprivoise à son frêle mouvoir”.49 “Vieras qué raro, Jacques, ahora siento
que ya nadie me la puede quitar, que ya está conmigo, aquí dentro, donde
ninguna persona me le puede hacer daño… en cierto modo, es como si la
hubiera recuperado” -me decía Vilma, la mamá, días después de su
asesinato-. Estaba en su casa, serena, dando declaraciones a la prensa.
Periodistas, policías, parientes, camarógrafos, el Ministro de Seguridad
Pública… la sala reventaba de gente. Creo comprenderla. Y, una vez más,
pienso en la obsesionante rima de Bécquer: ¡Dios mío, qué solos se quedan
los muertos!
Como seguramente muchos de ustedes saben, Isadora Duncan, la mítica
creadora del concepto de danza moderna y una de las almas más
genuinamente poéticas que el mundo nos ha dado, perdió a sus dos hijos,
Patrick y Deidre, en un accidente automovilístico, catástrofe de la que ya
había sentido algunos signos premonitorios. He aquí, tal cual la narra en su
autobiografía Mi vida, una de las vivencias que experimentó después de la
muerte de sus hijos: A veces me da la impresión de que los muertos no parten
a tierras lejanas, ni revolotean alrededor nuestro. Tengo el sentimiento de
que en el momento de su muerte penetran en nosotros, toman posesión de
nosotros, nos habitan, y si son suficientemente poderosos nos subyugan. O
bien los dominamos, guardándolos en las profundidades de nuestro
subconsciente, no permitiéndoles sino de vez en cuando salir. ¿De dónde
viene el niño? De la madre, y quizás muriendo regrese a refugiarse en su
cuerpo para no manifestar más que ocasionalmente su presencia.
Pocos pasajes del libro me sacudieron a tal punto. Porque yo, que no soy
madre ni tendré nunca hijos, he sentido otro tanto con algunos de los seres
queridos que he perdido. Julia Kristeva escribió algo que me marcó por toda
la vida: Comparados al vínculo que une a un hijo a su madre, todos los
demás afectos humanos estallan como meros simulacros.50 Terrible
sentencia, a la que adscribo. Pero eso no significa que no haya muertes que
nos taladren el alma y nos habiten por el resto de nuestros días. ¿Por qué
cuento todo esto? Porque a semejanza de la Duncan, Vilma sintió que, al
morir Viviana, en cierto modo la recuperaba, como si la hija hubiese pasado a
habitar a la madre. Similar expresión le escuché a mi Mamá, después de
enterrar a mi hermano, hace quince años. Palabras que me llenaron de
serenidad, y transformaron para siempre mi concepción de la muerte y del
vínculo madre-hijo. Isadora, Vilma, mamá… tres sentires que proclamaban,
en el fondo, la misma verdad.
Por alguna razón, Viviana suele remitirme a Yolanda Oreamuno, y
viceversa. Es que eran dos seres de luz. Mujeres que deberían haber vivido
quinientos años. Intelectos de primer orden. Tengo la convicción de que
Viviana estaba destinada a ser una prominente figura política en Costa Rica.
Era demasiado inteligente y beligerante como para no llegar a serlo. Y
Yolanda, una escritora de dimensión universal, un premio Nobel, quizás. Lo
que pudo haber sido y no fue. El futuro potencial, la más dolorosa modalidad
de las formas verbales.
En el mundo padeceréis aflicción, pero no temáis, que yo he vencido al
mundo. Realmente, cuando Jesucristo habla así suena como… pues como
Jesucristo. Jamás dijo nada que no haya suscitado resonancia en mi alma. El
más grande poeta y pensador que jamás viviera. Esa frase inmarcesible, ¡me
la he repetido tantas veces! A manera de letanía, de mantra, de ritornello. No
es una mera bravuconada. Conviene reflexionar sobre lo que “vencer”
significa aquí. No se trata de vencer por la espada: nadie, nunca, venció al
mundo de esta manera, ¡puesto que es el modus operandi propio del mundo!
No se puede derrotar a un equipo de fútbol si no es forzándolo a un estilo que
le es ajeno, sacándolo del libreto que mejor conoce, ese en el cual es
imbatible.
Para vencer al mundo acaso baste con no negociar con él. Hay dos
soluciones posibles para la inadaptación: primera: adaptarse, segunda:
intentar transformar el entorno. Todo genio, todo hombre o mujer íntegra
optará por la segunda. Es lo que siempre se me viene a la mente cuando leo a
Rousseau: me resulta obvio que era un hombre que se sentía mal à l´aise en
el mundo. Y propuso mil formas posibles de transformarlo: su organización
política (Du contrat social), su concepto de la educación (L´Émile), su
percepción de la naturaleza (Rêveries d´un promeneur solitaire), su
autopercepción (Discours sur l´Origine et les Fondements de l´Inégalité entre
les Hommes). Realmente, Rousseau se inventó un propio mundo para sí… y
se lo propuso al mundo. Por poco, un utopista, ¡pero un utopista plausible,
practicable! Era otro de los santos patronos literarios y filosóficos de Viviana.
Lo otro era optar por el mimetismo: hacer las del camaleón. Dejarse
absorber por el entorno hasta tornarse indiscernible de él. Es lo que hacen
todos los cobardes. Hay una tercera opción, empero, que no consiste ni en
transformar al mundo ni en transformarse a sí mismo (los libros de
“selfimprovement” o de “autoayuda”: moderna pandemia literaria). No
resistir, no revolucionar -tampoco reformar, que no es lo mismo-, no chillar,
no patalear, no ofrendar nuestro cuerpo para la crucifixión pública, no agitar
los aires con la tempestad de nuestras arengas contestatarias… simplemente
asumir que en esta atroz disonancia con el mundo yace la posibilidad de un
crecimiento interno: encarar la vida como un enorme proceso de aprendizaje,
una propedéutica en la que tan vano sería transformar a los demás como
transformarse a sí mismo (a fin de cuentas, ¿no son, ambas, estratégicas y
veladas maneras de get things my way?) Guardar silencio, observar -
observarse-, tomar notas, reflexionar, aprender, y sí, a modo de pequeña,
secreta venganza, divertirse con el espectáculo del mundo, reír de él,
malévola o benevolentemente -eso lo decidirá cada cual-, contemplarlo como
una comedia que oscila entre lo patético y lo grotesco, con no poco de
ridículo, mucho de aterrador y despreciable, y escribir, escribir, siempre
escribir.
Finalmente, conviene reflexionar sobre lo que Cristo aludía al referirse al
“mundo”. ¡Porque el mundo es, en primerísimo lugar, uno mismo, y la
victoria sobre el mundo supone el autovencimiento! Vencer al yo débil,
dependiente, mezquino, perverso, envidioso, angurriento, codicioso,
iracundo… la más grande de las sagas, a fe mía.
Los ex-compañeros del Liceo celebran, regularmente, una “fiestecita” para
conmemorar el aniversario de graduación. Oigan, amigos, amigas: ya se nos
han muerto seis: Germán, Paul, Isabel, Cecilia, Irene y Viviana. Entiéndanlo:
en treinta años estaremos diezmados, y ya no se hablará de “graduados”, sino
de “sobrevivientes”: véanse muertos, porque esos malditos treinta años van a
pasar muy, pero muy rápido. En cierto sentido, ya pasaron. Hemos sido
estafados. Nadie nos dijo que la vida iba a ser tan corta. Aun más: los había
que creíamos ser inmortales. Vuelvo a Gabriela Mistral: Todas íbamos a ser
reinas de cuatro reinos sobre el mar: Rosalía con Efigenia y Lucila con
Soledad. El compañero o la compañera más sólidamente anclada al principio
de realidad, soñaba aun con ser, por decir lo menos, emperador o emperatriz
de un reino sobre el mar. La infancia siempre es poema. La adolescencia es
epopeya o poema lírico. La adultez es novela-río. La vejez es la parodia, el
pastiche, el contrafactum, la involuntaria y grotesca comicidad de los
esperpentos. Nos convertimos en caricaturas de nosotros mismos. En cierto
modo, celebro que Viviana haya muerto joven. Librada quedó con ello de tan
triste itinerario vital.
Nadie ha expresado mejor el sentir de Viviana en torno al ser humano que
Saint-Exupéry, en el último capítulo de Terre des hommes, por mucho su
mejor novela. Viaja el autor en el último vagón de un tren atestado de
obreros. Sucios, malolientes, hacinados, galeotes, víctimas de la alienación
laboral de la que tanto hablara Marx. Y entre ellos ve Saint-Exupéry a un
niño que, de una u otra manera, ha logrado hacerse un campito entre los
adultos. Su rostro no está aun marcado por la enajenación ni por el trabajo
abyecto. Es bello, puro: pareciese pertenecer a otra especie. No ha sido aun
molido por el engranaje social. Y el autor lo mira detenidamente: Podría ser
el rostro de Mozart -reflexiona-. Volví a mi vagón. Me dije: estas gentes no
sufren con su suerte. Y no es aquí la caridad lo que me atormenta. No se
trata de enternecerme ante una herida eternamente reabierta. Los que la
padecen ni siquiera la sienten. Es algo así como la especie humana, y no el
individuo, la que se ve lesionada. No creo en la piedad. Lo que me atormenta
es el punto de vista del jardinero. Lo que me atormenta no es esa miseria en
la cual, después de todo, termina uno por instalarse como en la pereza.
Generaciones de orientales viven en la inmundicia y la aceptan como tal. Lo
que me atormenta no es algo que las sopas populares puedan remediar. Lo
que me atormenta no es ese vacío, ni esas jorobas, ni esa fealdad. Es, un
poco, en cada uno de esos hombres, ver a Mozart asesinado.
El niño-Mozart en el vagón de los obreros estaba destinado a llegar… si tan
solo le hubiesen dado la oportunidad. Pero no se lo permitirán. Será un aborto
espiritual, un proyecto, un conatus de ser humano, “lo que pudo haber sido”,
potencia que nunca llegó a cristalizar en acto (Aristóteles), la tragedia del
pasado potencial. Su primigenia pureza será triturada. Más allá de toda
redención posible. En algún momento, de camino a Mozart, le pondrán el
techo a la altura de la cabeza, para que no llegue nunca a serlo, para que
crezca enjuto y contrahecho. Eso es lo que el ser humano hace con el ser
humano. El hombre, lobo del hombre (Hobbes). Mozart asesinado. Viviana y
yo leímos la novela justo en esos años en que suele producir el más hondo
impacto: cuando ambos éramos quinceañeros. Junto a El principito, fue la
única obra de Saint-Exupéry que exploramos. Después de la lectura, Viviana
quiso oír todo cuanto Mozart había compuesto. Naturalmente, acudió a mí
para que hiciese las veces de baquiano. Pero la obra de Mozart es un océano.
No pudimos escuchar otra cosa que el Concierto en Do mayor, KV 467
(“Elvira Madigan”); la Sinfonía “Júpiter”; el Réquiem; y la Sonata para Piano
en Do mayor, KV 330, que yo toqué para ella. La impresionaban, en
particular, el Dies Irae y el Rex Tremendae Majestatis, del Réquiem, y el
formidable movimiento final de la sinfonía, con su complejo, exuberante
contrapunto bachiano, su energía irreprimible, todo lo que en él hay de
tormenta disciplinada, de fuerza telúrica sabiamente formalizada.
Ahora que hablo de música: ¿con qué pieza hubiera yo querido que Viviana
atravesase su “tránsito de fuego”? (Eunice Odio). ¿Qué música hubiese
querido que la acompañase, a través de las Walpurgisnächten que siguieron a
su detención, el 12 de junio? Se los diré. Hay este momento, en la Serenata
para Tenor, Corno y Cuerdas, de Britten: el Dirge, basado en un poema
anónimo del siglo XV. Todos los textos de la obra aluden a la noche, bajo la
forma de elegías, himnos, y por supuesto, nocturnos. Ora su faz lunar y
melancólica, ora la engendradora de fantasmas, la comarca del terror. Conocí
esta pieza tarde en mi vida, durante un curso de análisis musical en Rice
University, Houston, con el distinguido compositor estadounidense Samuel
Jones. El Dirge se cuenta entre las páginas más estremecedoras que he
escuchado. Mientras las cuerdas y los aullidos del corno arrecian, en un
crescendo amenazador, constituyendo un segundo plano musical cada vez
más ríspido y disonante, el tenor reitera, a manera de fórmula encantatoria, de
conjuro, de letanía, la misma melodía. Al exacerbarse los demonios, él
también retoma su ritornello, su refrán, como alguien que, a fin de cegarse y
ensordecerse al terror circundante, se repitiese sin cesar el mismo versículo,
ese escudo espiritual que le permitirá atravesar su tránsito en medio de las
furias. El hombre, como el San Antonio, solo, incólume entre mil engendros
que gesticulan grotescamente, tratando de arrastrarlo a la locura. La obra es,
toda ella, de una belleza que nos deja transidos, conmocionados, pero el
Dirge, en particular, se hunde en nuestro corazón comme un glaive sûr
(Mallarmé).51 El tipo de tema que nos persigue, nous hante por el resto de
nuestra existencia. Sin duda alguna, una de las piezas de mi vida. Esas obras
de las que uno se dice: “Yo habría podido -o debido- componer esto”. Pues
bien, cuando pienso en mis demonios (las bestezuelas que me comen desde
adentro, como los trasgos psíquicos que me habitan) quisiera, tal el tenor de
Britten, tener un refrán, una frase mágica que me protegiese contra todo lo
que sobre mí se cierne. Cerrar los ojos, los puños crispados, apretados los
labios, y seguir adelante, repitiéndomelo cien, mil, un millón de veces.
Convertirme en mi refrán. Britten -que tenía sus demonios bien identificados-
lo encontró. Esta es la música de Viviana. El Dirge es ella. Seguir adelante,
entre los monstruos, así fuesen los que acosan a San Antonio, en el delirante
retablo de Isenheim, de Matthias Grünewald. Y es así como la veo: altiva en
medio de su suplicio. Indoblegable. Prendada de esa melodía, de ese mágico
refrán que la ciega a todo el horror que la rodea, y la insensibiliza al tormento
que le está siendo infligido. La Biblia propone, literalmente, cientos de
versículos cuyo mensaje es, en esencia, “no tengáis miedo”. Bien
comprendieron sus autores que el miedo es uno de los sentimientos raigales y
primigenios de la criatura humana. Es improbable que Viviana haya evocado
los textos sacros durante su jornada en el país del miedo. Pero quisiera pensar
que tal vez Britten o Mozart le hayan infundido su valor.
Veo una foto que nos tomaron cuando estábamos en sexto grado. De pie, en
las escaleras frontales de la “Casa de los Leones”. Atrás, con los brazos
cruzados sobre el pecho, está nuestro garrido profesor de francés, Monsieur
Bernard Calderón. Y luego nosotros. Todos sonreímos. Todos, salvo uno que
otro despistado que olvidó mirar hacia la cámara. Algunos de los que están en
las filas de atrás, empujan a los de adelante. Lo normal, ¿no es cierto?
Siempre hay que generar alguna disrupción en el orden establecido. Los
niños son especialistas en hacerlo. Cuando son inteligentes, pues los
imbéciles se dejan domesticar perrunamente. ¡Qué diáspora de sonrisas!
Algunas maliciosas, otras francas, sinceras, muchas forzadas, y una que otra
simplemente estúpida. Curiosamente, Viviana no está presente. De la casa no
pervive más que el murito de piedra exterior. Este descriteriado país que es el
mío se autofagocitó arquitectónicamente. Demolió incontables edificios
potencialmente patrimoniales, para hacer parqueos… ¿Podría concebirse peor
desatino? Así que la casa ahora solo vive en nuestro recuerdo. Como dije en
algún otro capítulo, El Museo Calderón Guardia, allá por la Iglesia Santa
Teresita es, por poco, un edificio gemelo de la “Casa de los Leones”… sin los
leones. Visitarlo es formarse una idea bastante exacta de lo que fue nuestra
escuela y colegio, entre los años 1969 y 1975. Antes de convertirse en sede
del Liceo Franco-Costarricense, la casa había fungido como establecimiento
médico. Ahí fui vacunado, en 1967, y les diré algo que bien puede calificar
para la antología universal de la ironía: el temido cuarto de las inoculaciones,
de las inyecciones, pasó a ser, precisamente, el aula de los profesores, en
1968: el lugar que nos estaba rigurosamente prohibido, el cuartel secreto
donde se fraguaban nuestros castigos y se implementaban las medidas
disciplinarias que nos serían aplicadas, el reducto de la Autoridad, por poco,
la puerta cerrada de Ante la Ley, de Kafka. Vuelvo a ver la foto… No,
Viviana no está. Seis de los compañeros forman ya parte de los siete mil años
del ayer (Omar Kayyham). Y me pregunto, ¿quién será el último? ¿Quién
será el postrer depositario de esta galaxia de mundos apenas insinuados?
¿Quién mirará un día esta foto, para decirse: “ya no queda nadie… salvo yo”?
¿Cómo, partir ya? ¡Pero si apenas empezábamos! -es la reflexión final del
mayordomo, en El jardín de los cerezos de Chéjov, justo cuando la familia
debe abandonar esa tierra que era su principio mismo de identidad-. Cien
veces me he descubierto repitiendo la constatación del personaje de Chéjov.
Cada vez que una etapa de mi vida llega a su fin, cada vez que mudo de
domicilio, cada vez que algo muere en mí. Como si el fin -los fines- llegasen,
por principio, de manera prematura. ¡Apenas empezaba, y ya estoy siendo
destituido! Así experimenté el amor, el desamor, la juventud, la vejez, cada
concierto que ofrecí, cada película que vi, cada libro que leí, y tengo la
certeza de que así sentiré venir la muerte. Un hachazo, un telón que cae a
destiempo, una cadenza inconclusa. No nos corresponderá a nosotros poner
el acorde final de nuestra partitura vital. Por definición, la nuestra es una
sinfonía inconclusa. Como dice Yolanda Oreamuno: Quizás solo a la muerte
se llegue demasiado temprano.52 Siempre quedará el beso no prodigado, la
disculpa no ofrecida, el texto inacabado, la palabra que no pronunciamos, el
perdón que no concedimos, el diálogo que no terminamos. Nadie concluye
sobre el acorde de tónica. A lo sumo, podemos esperar que los otros se
encarguen de esta piadosa embajada (¡y asumir tal cosa es ya pecar de
excesivo optimismo!) Comedia, drama, esperpento, zarzuela, farsa,
vaudeville… poco importa: la última escena de la obra será siempre una
tragedia. ¡El telón cayó tan prematuramente, para Viviana! Lo insólito -y lo
bello- es que sus dieciocho años y cuatro meses de vida terrena hayan bastado
para remover tantas conciencias.
47 “El cielo ha muerto”: L´Azur.
48 “Cuando el cielo bajo y pesado oprime como una lápida el espíritu gimiente, presa de los largos tedios, y que del
horizonte abrazando todo el círculo nos vierte un día negro, más triste que las noches, cuando la tierra es
transformada en un calabozo húmedo, donde la Esperanza, como un murciélago, se va golpeando los muros con su
ala tímida y pegando la cabeza contra los plafones podridos, cuando la lluvia, desplegando sus inmensas líneas, de
una vasta prisión imita los barrotes, y que un pueblo mudo de infames arañas viene a tender sus redes en el fondo de
nuestros cerebros”: “Spleen” de Les Fleurs du Mal.
49 “Sobre las moradas de los muertos mi sombra pasa, que me atrapan en su frágil movimiento”: Valéry: “Le cimetière
marin”.
50 Stábat Mater.
51 “Como una espada desnuda”: Mallarmé: “Tombeau d´Edgar Poe”.
52 “Vela urbana” de A lo largo del corto camino.
XXXIII

A continuación, la carta que Vilma dirigió a los medios de comunicación,


pocos días después del asesinato de Viviana.

A todos los medios de comunicación.


Carlos y Vilma de Gallardo, Adalberto Gallardo Camacho.
Manifestamos nuestro más profundo reproche a aquellos medios de
comunicación que con ansia de lucro, han escarnecido hasta lo más hondo el
corazón de nuestra familia.
Que Dios los haga recapacitar, para que otros no sean víctimas de la
crueldad periodística que nos ha lacerado, agregándonos, cada día, un dolor
más.
Otra misiva, dieciséis años después de la tragedia, dirigida a la dueña de
Teletica Canal Siete.
Curridabat, 4 de noviembre de 1997.

Señora Olga C. de Picado.


Teletica.
S. O.
Estimada señora:
Aunque no nos conocemos, yo, por lo menos, sí tengo excelentes
referencias acerca de su sensibilidad, cortesía y principios éticos, razón por
la cual apelo a dichas virtudes, a fin de solicitarle respetuosamente,
interponga sus buenos oficios ante el asunto que paso a plantearle.
Soy la madre de Viviana Gallardo, y sé que por razón de sus actividades,
usted conoce lo ocurrido. Lo que, aunque pueda suponer, quizás no se
imagine, es el sufrimiento indescriptible que he tenido que vivir desde el día
de los hechos. He pasado por los aros más estrechos, desde la amenaza de
muerte para mí, para mi esposo y para mi otro hijo, así como para los demás
miembros de mi familia, como el acoso de la prensa, la información a medias
que en ocasiones se ha producido, la crueldad de los medios para informar y
mostrar imágenes, en todo lo cual se nota el olvido que existe acerca de
quienes estamos tras el escenario, mirando con estupor y con el corazón
estrujado, todo cuanto se dice acerca de mi hija. Considero importante
señalar que entre nosotros se incluyen tres ancianos, sus abuelos, quienes en
el ocaso de sus vidas, ven aun con más dolor todo lo referente a su primera
nieta.
Durante todos estos años he procurado ser fuerte, pues al ocurrir los
hechos mi hijo tenía solo 14 años, y me propuse, casi me juré a mí misma,
asumir una actitud fuerte, valiente, incólume, a fin de que todo aquello no
marcara su vida, alterando su personalidad. Hoy, con orgullo, a pesar de mi
callado dolor, puedo decir que lo he logrado; sin embargo, no he tenido paz
ni sosiego, pues con frecuencia los medios de comunicación quieren referirse
nuevamente a aquellos sucesos, en los cuales mi hija, de tan solo 18 años, si
los hechos se analizan objetivamente, puede comprobarse que fue una
víctima y no una victimaria.
He querido llevar mi dolor a solas, pues los que me rodean no deben sufrir
más, he tratado de ahogar el llanto y mi dolor, buscando la ternura y la
dulzura de un nietecito de tres años que se ha convertido en un bálsamo para
mis heridas, y que es en mi vida, como una gotita de miel que endulza cada
uno de mis amaneceres, pero, doña Olga, cuando casi logro conseguirlo,
vuelve el espectro de la prensa, no sé con qué propósito, pues estos hechos
ocurrieron, sí, pero ya deben ser olvidados, pues traerlos a colación cada
cierto tiempo, solo produce hacer sangrar las heridas, que he tratado de
cicatrizar con el transcurso del tiempo, y alimentando mi espíritu con la
presencia de Dios, porque sé que así nada me faltará; pero soy humana, soy
un ser de carne y hueso, y no puedo permanecer indiferente y fría ante estas
cosas.
El viernes 31 de octubre hablé con el periodista Greivin Moya, quien vino a
buscarme para una entrevista, a lo cual accedí -con la advertencia de que
ello fuera sin cámaras-, y le pedí, más bien, que me concediera un “sueño de
Navidad” que consistía en dejar la memoria de mi hija en paz, pero solo
encontré en él deseo de informar nuevamente, y un no rotundo a mi petición
de madre.
He visto con dolor cómo el lunes de esta semana, se anuncia para el
próximo programa “Siete Días”, que se hará nueva referencia a los hechos
que he venido comentando, y se anuncia con una imagen de mi hija, con su
rostro inflamado, la mirada dolorosa y el gesto atormentado por las torturas
a que antes había sido sometida, y nada menos que al lado del hombre que
brutalmente segó su vida. ¿Cómo cree usted, doña Olga, que puedo sentirme,
impotente ante tanta frialdad?
Con todo respeto le pido que me disculpe si con esto la puedo molestar, que
por supuesto esa no sería jamás mi intención, pero sé que usted también
perdió a un hijo querido, y por ello creo que es más factible que me
comprenda, y sé que si en sus manos está, hará lo posible por concederme
este “sueño de Navidad” que hoy pido para mí y para mi familia.
Con la esperanza de encontrar eco en su corazón, la saluda cariñosamente,

Vilma C. de Gallardo.

La dueña de Teletica Canal 7 no respondió a la súplica de Vilma. Ni una


letra. Ni una mísera llamada telefónica. Ni un acuse de recibo. Nada, por
parte del canal que se pretende faro ético del país, pero nos inflige una
programación llena de vulgaridad, farandulerismo y grotescas francachelas.
El acendradísimo cristianismo de los fariseos se acaba tan pronto llega a ellos
el dulce tufo del dinero. A fin de cuentas, el programa “Siete Días” fue
transmitido. Como único gesto loable, mencionaré que las fotos de Viviana
que tanto dolor generaban en su familia no fueron exhibidas. A ustedes,
amigos lectores, les corresponderá juzgar si esto fue un gran acto
humanitario, o simplemente, la mínima manifestación de decencia que era
dable esperar, en tales circunstancias.
Comparto ahora con ustedes un texto que Vilma escribió en agosto de 1981,
esto es, pocas semanas después de la desaparición de Viviana.

Suena contradictorio, extraño, pero en estos momentos de dolor, de


ausencia de aquella chiquilla que fue la luz de mi vida, de quien fuera mi
hija, compañera y confidente, aunque hay mucha gente a mi lado que me
ofrece su apoyo, la soledad es hoy mi única compañera; tengo a mi lado a mi
hijo adolescente de 14 años, quien a pesar de su corta edad ha sido un fuerte
y digno hermano de Vivi, él me ha dado su compañía, me ha apoyado, ha
intentado fortalecer mi espíritu y no puedo descargar mi pena y mi dolor en
su inocente alma, y más bien siento que debo ser el regazo fuerte y tibio que
lo sostenga en medio de tanto dolor. Con actitudes y palabras no esperables
de su edad, ha tratado de mitigar mi dolor y, entre muchas cosas que me ha
dicho, una de ellas ha sido cuando me descubrió y a escondidas yo lloraba, y
al ser descubierta por él intenté secar de pronto mi llanto y entonces me dijo
algo así: “mami, no oculte su llanto, tiene muchas razones para llorar, pero
piense que en realidad todos tenemos que morir, yo creo que todos venimos a
cumplir una misión aquí y Vivi ya la cumplió, claro que por la edad que tenía
y la forma en que murió es más difícil aceptar todo esto, pero llore si tiene
ganas de hacerlo, y yo la voy a acompañar siempre”. Con estas palabras de
mi hijo siento que me llegaron nuevas energías para seguir adelante y el
compromiso de luchar para que la tragedia no lo convirtiera en un hombre
traumatizado, rencoroso y con deseos de venganza: quiero un hombre de
bien, en paz consigo mismo, sin rencores, y creo que su edad me permitirá
forjar un hombre feliz a pesar de todo.
Sí, hay mucha gente a mi lado, pero aunque cariñosos y solidarios, unos
son ajenos a mi familia y mi familia es débil, mis padres y los otros abuelos
de Viviana son frágiles como pétalos de rosa al viento, así que he buscado
cómo reconfortar mi espíritu y poder dar fortaleza a aquellos que me rodean
y que necesitan mi solidaridad y mi apoyo. He buscado esto de muchas
maneras, y una ha sido acercarme a Dios e implorarle que me dé la fortaleza
para seguir siendo el bastión de mi familia, y en una de esas súplicas, hace
algunos días, asistí a misa a tempranas horas a la iglesia de San Pedro,
donde tuve la siguiente experiencia. Hay problemas con la producción de
electricidad, por lo que el Gobierno ha racionado su uso y ha pedido la
colaboración de todos, por eso la iglesia estaba casi en penumbras. Ese día
vestía un suéter de lana delgadito, de color rosa pálido, me arrodillé y de
pronto, experimenté como una sensación de tibieza en mi cuerpo, el suéter se
me iluminó y creía ver rayitos de luz que se desprendían de mi cuerpo, me
sentí como una lámpara encendida y la imagen de Vivi aparecía en mi
retina; la iglesia, sin que nadie encendiera luces, la vi ante mis ojos
totalmente iluminada. Fueron instantes, momentos fugaces, pues de pronto
todas esas sensaciones desaparecieron, y la iglesia volvió a quedar sumida
en la semioscuridad. Esto me impactó mucho, y lo escribo aunque tal vez
nadie creerá mi experiencia, pero en realidad la viví y además, luego de eso,
sentí una gran paz. La sensación de ser yo una lámpara encendida
iluminando a mi alrededor la experimenté unas pocas veces después, aunque
solo recuerdo una, cuando mi suegro me encontró llorando y casi se
desmorona diciéndome: “¡No, Vilmita, usted no, no puedo verla así!”, luego
recapacitó y me dijo: “No me haga caso, más bien usted ha sido muy fuerte”,
y ante eso reaccioné y volví a sentir la tibieza que me iluminaba y hacía
irradiar de mi cuerpo como una luz; le sonreí, dejé de llorar y él, muy
conmovido, me abrazó.

No hay duda de que lo que Vilma experimentó ese día en la iglesia fue una
epifanía, o mejor aun, una hierofanía, esto es, una experiencia, una
mostración directa de lo sacro, y no solo creo en la verdad honda de su
vivencia, sino que me parece indeciblemente bella y vívida. A continuación,
tres sentidos poemas de Vilma, escritos en los dos años posteriores a la
muerte de Viviana.

Dos de noviembre
Hoy es dos de noviembre, día de los muertos.
-¡Qué paradoja!- los muertos tienen su “día”.
La gente corre apresuradamente
a comprar flores para sus muertos.
Mas, yo no lo haré, no tengo muertos, no mi hijita linda,
blanca como una azucena, no te llevaré flores, porque son
para muertos, y tú, hijita de mi alma, no has muerto para mí.
Todo lo contrario, aunque nadie lo comprenda,
hoy, quizás más que nunca, estás conmigo a cada paso que doy,
eres la más bella flor de mi jardín interior,
me acompañas doquiera yo voy,
y como fresca flor bañada de rocío,
te llevo permanentemente en mi pecho.
A las flores no se les lleva flores,
y por eso, hijita mía,
solo te puedo decir que te llevo conmigo,
que eres una criatura hecha flor en mí,
eres, Vivi, el suave perfume que aroma mi soledad;
y por eso, no te llevaré flores, porque las de hoy,
son para los muertos.
2 de noviembre de 1981.

28 de febrero de 1982
Vivi, hoy es tu cumpleaños…
nunca lo he olvidado,
mas no puedo ofrecerte
besos ni regalos.
No tendré sorpresas para mi muñeca,
y tan solo brotan de mi gran dolor,
un triste sollozo
y una dulce plegaria
que quizás percibas,
eso no lo sé…
Te adivino en todo,
mi alegre chiquilla.
Tu suave perfume,
y tu linda sonrisa
me acompañan siempre.
No quiero estar triste,
tú ya no lo estás.
Ya no te atormentan los niñitos pobres,
ni sufres tampoco por los ancianitos
que el mundo abandona.
Ya no desvarías por los que no comen,
ni por quienes, en la negra noche,
tiritan de frío.
Hoy es tu cumpleaños,
y aunque yo no quiera,
dos ardientes lágrimas
queman mis mejillas.
28 de febrero de 1982.

A Vivi
Mariposa de verano
Dulce muñequita mía
Un amanecer de julio
Quiso el fatal destino
Que por siempre tus ojitos
Se cerraran a este mundo.
Sí, tus alegres ojos pardos
Se cerraron para siempre,
Una mano despiadada
Segó tu corta existencia.
Desde ese día, mi amor,
Nos separaron para siempre
Aunque en mi corazón
Permaneces como antes.
Siento tu alegre presencia
Tu sonrisa cantarina
Y tu aroma juvenil.
Todas estas cosas mi niña,
Espero que no me abandonen,
Pues son mi diario aliciente
En mi triste soledad.
Febrero de 1983.

El 25 de agosto del año 2015 fui invitado a ofrecer una semblanza humana
de Viviana en el auditorio Clodomiro Picado, de la Universidad Nacional de
Costa Rica, en Heredia. Después de mi ponencia, Vilma intentó en vano
dirigirle unas palabras al público -que colmó la sala-, pero yo, desde el
escenario, nunca vi sus gestos. Así pues, mi querida amiga no pudo colaborar
con el postludio que había preparado para mi exposición. Sin embargo, lo que
iba a decir no difería de lo que escribió -y no publicó- pocos días después de
la aparición de mi artículo en la “Página Quince” de La Nación, en julio de
2011, y que titulé igual que este libro: “Viviana Gallardo fue mi amiga”.
Copio a continuación el texto de Vilma.
Hoy Jacques habló, sí, el amigo adorado de mi hija, su alma gemela, habló.
Han pasado treinta y seis años desde aquel día funesto en que una mano
asesina y despiadada segó la vida de mi hija.
Jacques, mi otro hijo del alma, ha reivindicado su imagen, con su brillante
pluma y su profundo conocimiento de aquella chiquilla que fue su compañera
de escuela y colegio, y aun de sus primeros años de universidad, logró lanzar
al pueblo de Costa Rica la verdadera imagen de quien fuera en realidad un
ser humano excepcional.
No por ser mi hija la juzgo así, es que, despojada de todo sentimiento de
madre, analizándola desde todo punto de vista, de la manera más objetiva,
puedo decir que Vivi era un derroche de solidaridad, amor, ternura y
sentimientos de protección a quienes ella consideraba desvalidos y
marginados. Sus ideales la llevaron a ofrendar su vida en procura de lograr
justicia, igualdad y trato humano para aquellos que percibía explotados y
excluidos.
Ante esta presentación hecha por Jacques llovieron los mensajes de apoyo,
solidaridad y reconocimiento ante la nueva y verdadera imagen de quien
fuera presentada treinta y seis años antes, por el amarillismo mediático,
como un monstruo, capaz de las crueldades e iniquidades más espernibles,
logrando así Jacques, quizás sin proponérselo, dar a conocer la verdadera
imagen de su inolvidable amiga, otrora vilipendiada por la pluma que,
colmada de odio, rencor y mentira, destruyó la imagen de una adolescente
que solo quería luchar por sus ideales en procura de un mundo mejor para
aquellos que sufren hambre, injusticia, explotación y marginación.
Dos expresiones que aparecen constantemente, en estos textos de Vilma,
son “aunque parezca extraño”, y “aunque nadie me comprenda”. Y es que un
dolor de esta magnitud, confina a quien lo padezca, por su naturaleza misma,
a la soledad moral. Es un tránsito de fuego que, por principio, se atraviesa
solo. La presencia física, el abrazo solidario, el oído atento no mitigarán este
tipo de soledad. Es una soledad raigal, metafísica. Uno de los epifenómenos
más terribles de los grandes duelos es que solo podemos digerirlos en
soledad: es una fruta agria y ponzoñosa que nadie puede morder por nosotros.
Queda, como único bálsamo, el divino exutorio de la palabra. El antídoto de
la soledad no es la compañía: es la palabra -decía Yolanda Oreamuno-.53
El filósofo Max Scheler determina tres tipos de soledad. La primera es la
soledad física: un hombre extraviado en mitad del desierto. La segunda es la
soledad social: un hombre en una ciudad con diez millones de habitantes,
pero donde no conoce a nadie, nadie habla su lengua, nadie sabe que él
existe. La tercera es la soledad moral: un hombre en una ciudad de diez
millones de habitantes, donde él habla la lengua oficial, tiene familia, amigos,
colegas, pero nadie comparte su axiología ética, religiosa, estética, política,
humana. Según Scheler, la tercera soledad es la más desmoralizante, la más
corrosiva de todas. Esta es también la soledad del ser humano hundido en un
dolor abisal. Las palabras de confortación, los abrazos fraternos no lo
alcanzan: está solo en un túnel infernal, los gestos en que se prodiga el
mundo para aliviar su pena desfilan ante sus ojos en cámara lenta, oye sin
escuchar, ve sin mirar, come sin degustar, existe sin vivir. Es sin duda
trágico, que sea precisamente durante los dolores más lacerantes, cuando el
gesto del prójimo resulta tan ineficaz. Y los otros, por su parte, sufren al
constatar la impotencia esencial de su palabra, de su compañía. La soledad
viene, así pues, tal una infección secundaria, a posarse sobre el dolor de la
pérdida. No hay pócima, no hay palabra clave, no hay fórmula, no hay
conjuro, no hay fármaco, no hay presencia que pueda dulcificar el dolor. Los
tejidos del alma se regenerarán según su propio ritmo de sanación: nada
podemos hacer por forzarlos a cerrar la herida. Tampoco creo que el tiempo
sea tan buen cirujano -o anestesista- como la gente cree. El tiempo
propenderá a aliviar el dolor paroxístico inicial, pero lo que la pena pierda en
urgencia, en convulsión, en encono inmediato, en aullido animal, lo ganará en
sorda hondura, en profundidad. Sin embargo, el tiempo es todo lo que
tenemos: conviene verlo como un aliado. Siquiera queda la posibilidad de
darle forma verbal a ese dolor -y es lo que Vilma logra en los textos que he
transcrito-.
Comparto con ustedes otro texto de Vilma, escrito el 26 de agosto de 2014,
con motivo de una porquería de programa televisivo -¡uno más!- que lucró
con la imagen de Viviana, y con el dolor de su familia. La súplica-protesta
que Vilma formula es, en esencia, la misma que expresó al día siguiente del
asesinato de su hija. Un ruego desoído, una petición ignorada, una condena
que no encuentra eco en el ámbito de los profesionales de la comunicación de
nuestro país.
El reportaje presentado por Canal 7 en el programa “Siete Días” me deja
la sensación de que, pese a tratarse de un programa que procuró referirse al
terrorismo en este país, no ahondó en el maltrato y tortura a que fue
sometida mi hija Viviana. Quizá lo más evidente y que más puso de relieve el
terrorismo, fue su imagen -a pantalla completa- de adolescente de apenas
cumplidos 18 años, marcada por la tortura y el sufrimiento físico y
psicológico a que fue sometida, ante lo cual me pregunto ¿dónde está el
terrorismo? Mi respuesta es que el terrorismo de aquella época estuvo
representado por la acción de las autoridades policiales, que sin clemencia,
sin ningún sentimiento de piedad hacia un ser humano, se ensañaron con la
adolescente a quien quisieron arrancarle a golpes, gritos y amenazas, una
confesión ajustada a lo que los órganos investigativos necesitaban para
justificar sus violentas actuaciones.
Toparon con una joven idealista pero firme en sus convicciones de buscar
justicia e igualdad, incluso a costa de su vida, lo cual se hizo realidad ante la
cobarde acción de quien, cual marioneta manejada por oscuros personajes,
aprovechó su reclusión para ultimarla sin darle la oportunidad de
defenderse como corresponde en un país de Derecho como lo es Costa Rica.
Ante este hecho surge la pregunta: ¿por qué decidieron acabar con su vida,
qué temían que ocurriera si ella continuara viva? ¿Quiénes dieron la orden
de apretar el gatillo? A nadie le ha interesado investigar nada al respecto,
tan solo relatan una y otra vez los hechos ocurridos, tema ya conocido por
todos y que, obviamente, no puede aportar nada nuevo, pues ella ya no
existe. Pero persiste el morbo de mostrarla dolida y torturada, produciendo
también de nuevo el dolor y enfrentando a la impotencia a nuestra familia
ante tanto despliegue periodístico sin ningún propósito, más que tratar de
captar audiencia a costa de tanto maltrato. No paran mientes en que detrás
de esa tragedia hay una familia marcada por el dolor y que, en silencio,
alejada de la esfera mediática, procura seguir adelante apoyada en la
solidaridad y la alegría que, a pesar de todo, nos caracteriza. Continuamos
hacia adelante tratando de olvidar el episodio doloroso que llevamos
cubierto por la esperanza de una vida tranquila lejos de los recuerdos que
mediáticamente, una y otra vez, traen a la pantalla y demás medios de
comunicación.
Por su parte, después de treinta y tres años de confinarse a doloroso
silencio, Adalberto, el hermano de Viviana, decidió manifestar su sentir con
otra carta dirigida al periodista de “Siete Días”. La misiva está fechada el 22
de agosto de 2014. Es un documento que juzgo de primerísima importancia.
Helo aquí.

Señor Rodolfo González


Canal 7
S. O.
Estimado Rodolfo.
Mi nombre es Adalberto Gallardo Camacho. Soy el hermano de Viviana
Gallardo. He guardado silencio muchos años, sobre el tema. Mi madre ha
sido una mujer valerosa y de temperamento de hierro, mi padre también ha
mantenido su ecuanimidad todos estos años.
Me parece que este lunes van a publicar un reportaje sobre el tema. Es
algo complejo para toda nuestra familia. Por suerte mis abuelos ya
descansan en paz.
Han sido tiempos duros: año a año el tema adquiere vigencia y resurge. Es
extraño, pero de todo el grupo, ella es la más recordada, a pesar de que no
era una de las piezas de más alto rango en la célula. Tal vez usted pueda
recordar tres o cuatro nombres del grupo, pero la mayoría de personas se
identifican con Viviana Gallardo Camacho.
El motivo por el que le escribo es para comentarle que a mi parecer sería
importante ahondar más profundamente en el tema, pero no como hasta
ahora, sino develar realmente quién mató a mi hermana. ¿Cuáles son los
oscuros movimientos que lo hicieron? ¿Quiénes son los peces gordos que se
escondieron en su momento? Algunos ya han muerto y otros todavía se
esconden como cucarachas. Eso sería un reportaje de más peso, a mi
parecer. Me han ofrecido hacer películas, libros, reportajes, etc. Pero, la
verdad, nada de eso va a devolver a mi hermana a este mundo.
Ella no tuvo un juicio digno: nadie le dio la oportunidad de defenderse.
Tengo en mi poder mucha información del caso. También un libro escrito por
un estudiante de la UCR, que nunca la conoció, pero que se documentó como
nadie sobre el tema.
Ella no disparó ese día a nadie: tengo la prueba de balística que indica
“negativo”. Curiosamente, ese documento estuvo perdido por años…
Apareció en un lugar que no correspondía. Casi que fue el azar, el que hizo
que el legajo fuera reencontrado. No se sabe si fue extraviado adrede o fue
solo un error más…
Don Rodolfo, usted es un profesional independiente y puede publicar y
decir lo que piense o desee. No es mi intención modificar sus documentos ni
criterios. Yo lo que quiero que sepa, es que de mi parte me gustaría que los
reportajes se enfocaran más en el fondo de las cosas y no en la
superficialidad de los sucesos. Tenemos fotografías mucho más bonitas de
ella que no reflejan tanto ese agrio momento de abuso: realmente nos
gustaría que sea recordada con un semblante más alegre y saludable.
Ella era una persona increíble. Desde muy joven la recuerdo leyendo como
nunca he visto a nadie leer. Era realmente su pasión. Era miembro
del Círculo de Lectores de Costa Rica, una especie de club en nuestro país, y
recibía libros de todo tipo, me imagino que seguro era la integrante más
joven. Muchas veces yo era el encargado de recibirlos, Edgar Allan Poe,
Kafka, Goethe, libros de política, sicología, sociología, novelas… tenía una
biblioteca descomunal. Todavía me parece verla leer libros en francés de
cosas tan diversas que yo la interrogaba de niño y ella trataba de
explicarme.
Tenía ideales fuertes y creo que los procedimientos que había escogido en
apariencia no fueron los mejores, pero también no le dieron tiempo de
demostrar su inocencia en los homicidios que se le achacan. Un cobarde
escondido detrás de su ametralladora silenció la voz de una adolescente que
perseguía con todas sus fuerzas un ideal, por el que estaba dispuesta a morir,
de eso estoy seguro, pero hubiera preferido morir de frente a su oponente
con la frente en alto, con gallardía. Así hubiera sido. Murió sin una
oportunidad de expresar sus ideas y su versión de los hechos.
Esto es un caso que atañe a los Derechos Humanos. Mi hermana fue
sometida a tratamientos de tortura y muchos otros procedimientos
inadecuados. A veces me dan ganas de reactivar el caso a la luz de los
Derechos Humanos Internacionales, no para obtener beneficios directos,
sino con el afán de que NUNCA más vuelva a suceder algo así en nuestro
país. Nos ufanamos de muchas cosas, que a la luz de la verdad huelen mal y
siguen así.
Tengo archivos y datos que prueban que el primer expediente que le
abrieron, no pudieron utilizar las fotografías…. ¿Sabe por qué? La habían
maquillado a golpes, los cobardes, cerdos abusadores. Fue asesinada
apenas unos meses después de su cumpleaños dieciocho.
La Costa Rica de esa época no era muy diferente de lo que es hoy. Muchos
presos reciben tratos inhumanos. Le insto a que ponga su maquinaria
investigativa a trabajar y develar quiénes fueron los verdaderos asesinos de
mi hermana. ¿Dónde están? ¿Quién los ocultó? Existen movimientos que
juegan a la guerra y enarbolan la bandera de la libertad, tiran sus campanas
al viento para luchar por cualquier cosa, a menudo sin pensar en lo que
hacen. Ahí los vimos jugando a los soldaditos, cuando los nicaragüenses
afectaron nuestro territorio con lo de la isla Calero…. Algunos piensan que
tomando la ley en sus manos y ajusticiando pueden solucionarlo todo.
La violencia solo engendra violencia. Me parece que desenmascarar a
todos estos tipos sería un acto mucho más loable.
Martin Luther King decía: “Lo que se obtiene con violencia, solo se
mantiene con violencia”.
Para terminar, Rodolfo, fuimos criados con amor, con respeto, con
libertades: eso se mantiene en mi familia y trato de heredarlo a mis hijos.
Le agradezco el tiempo que le ha dado a esta nota. Esto es algo privado y
prefiero que permanezca así. Un saludo y un abrazo.
Adalberto Gallardo Camacho.
San José, Costa Rica, 22 de agosto de 2014.

En la familia de Viviana, Adalberto fue quizás quien más dificultades tuvo


para digerir el horror de los acontecimientos. Fue un hermano y un hijo
valiente, leal, solidario. En el anterior texto, aplaudo su insistencia en el gran
punto, ese que, en lo sucesivo, debería constituir el meollo de toda
investigación en torno a Viviana: ¿quiénes fueron los autores intelectuales de
su asesinato? ¿De dónde procedió la orden que puso fin a sus días? No
quitaré el dedo del renglón hasta que esta incógnita sea esclarecida. Viviana
fue víctima del terrorismo de Estado, “justificado” -es lo propio de este
fenómeno- por una razón de Estado. Por más que nos perturbe reconocerlo, la
verdad es que tales atrocidades han ocurrido -y quedado impunes- en el país
donde “blanca y pura descansa la paz”, en el país “más feliz del mundo”, en
el país del “pura vida”.
Pero ahí está el caso de Viviana, que fue “pura muerte” y “muerte pura”,
una ejecución extrajudicial, una acción perfectamente orquestada por las más
altas instancias de autoridad. Ese día Costa Rica se degradó al nivel de Pol
Pot, Somoza, Ceaucescu, Pinochet, Stalin, Trujillo. No fuimos más que
cualquier dictadurcilla militar, tropical y tercermundista: igual de siniestra,
torpe e injusta. Adalberto toca el punto de la prueba de balística que ya
hemos discutido. Fue un documento que se perdió -¡tan “oportunamente”!- en
1981. Con seguridad fue extraído de su expediente. También enfatiza,
Adalberto, que Viviana era, en realidad, uno de los miembros más jóvenes,
más novatos y de menor rango en la organización cuyo “liderazgo” se le
atribuyó. No estamos hablando de Ilich Ramírez Sánchez, “El Chacal”, sino
de una jovencísima criatura, de una adolescente criada en el seno de una
magnífica familia, estudiante notable, lectora voraz, amiga leal, hija
amorosa… Es imperativo que el país reconciba a Viviana: treinta y seis años
después de los hechos que conocemos, su hora ha llegado. Mucho es lo que
se puede aprender de la vida de Viviana. Costa Rica debe acercarse a ella,
recuperarla, integrarla a la historia patria en la calidad que merece, no en
tanto que terrorista desalmada. Bastaría con que este libro contribuyera en
algo a este proceso para que yo me diera por plenamente satisfecho.
Al dolor de la pérdida de Viviana, se suma un componente que, por
principio, atiza la pena: la perplejidad. Cuando, durante la mañana del 13 de
junio de 1981, Viviana llama a Vilma para contarle el embrollo en que está
prendida, la reacción de la madre es de incredulidad: nadie, en su familia,
tenía la más remota idea de lo que había estado sucediendo con Viviana. La
familia fue la primera, y la más sorprendida con todo aquello. Viviana no
dejó traslucir el menor signo, el más leve indicio del drama que estaba
atravesando. Por lo que a su familia atañe, era una estudiante universitaria
que volvía a la casa temprano, que no daba señas de angustia, que vivía su
vida libre de vicios, que no había asumido actitudes agresivas o rebeldes, que
ni siquiera parecía particularmente ensimismada… hasta que la tragedia se
abatió sobre todos.
Durante la visita que Vilma le hizo a Viviana en las oficinas del OIJ, un día
después de su detención, resultó evidente que el director y otros funcionarios
querían a toda costa que su mamá la increpase, que la tratase con rigor y
violencia. En lugar de esto, y para su estupefacción, toparon con una madre
que era todo amor. El sábado 13 de junio, cuando Vilma llegó a ver a su hija,
los cancerberos del OIJ le dijeron: “Ella está incomunicada”. Vilma les
respondió “No está incomunicada para mí, yo soy su mamá”, y luego,
dirigiéndose a su hija: “Vivi, estoy con vos”, y la abrazó. Fue un abrazo para
la eternidad. Era un espaldarazo fundamental, ante un enjambre de arpías que
hubieran querido ver disolverse -o siquiera debilitarse- el sagrado, entrañable
vínculo madre-hija.
Vilma se enteró del asesinato de su hija pocos minutos después de
perpetrado. Un familiar la llamó a su casa y la urgió a que encendiera la
radio. No tuvo valor para decirle de qué se trataba. “Solo encendé la radio” -
le repetía, apremiantemente-. Vilma hizo lo que le decía, y oyó: “Muere a
tiros la terrorista Viviana Gallardo”. Tal cual lo reproduzco: ni un fonema
más ni uno menos. El locutor enunció su línea con un tono frío, neutro,
impersonal. No había en su voz una molécula de sentimiento, de humanidad,
ni siquiera de sorpresa. Antes bien, lo gritaba, lo vociferaba por los
micrófonos, para conferirle a la noticia mayor tremendismo.
En su novela-reportaje Underground, Haruki Murakami explora los
móviles de un atentado con gas sarín perpetrado por una secta cristiana en el
metro de Tokio, el 20 de marzo de 1995. Uno de los mayores méritos del
libro es levantar la pregunta inevitable: ¿no contribuyen los medios a la
glorificación del criminal, a farandulizarlo, a convertirlo en glamorosa
vedette del mal? Algunos de los más siniestros carniceros del siglo XX pasan,
hoy en día, por personajes mediáticos, por rostros oficiales de esto o de lo
otro, por grandes figuras públicas en las que muchos verán rasgos dignos de
emulación. La “glamorización” del criminal es un subproducto indeseable y
aberrante de la omnipresencia mediática. La “monstrificación” pública de
Viviana fue deletérea para todas las personas involucradas en la tragedia.
Poco le importó a los reporteros de la época universalizar una imagen
completamente falaz de Viviana: lo importante es que hubiera una imagen,
que esta vendiese periódicos, que generara discursividad, que abriera las
esclusas de una gran catarsis colectiva: ¡por fin: alguien a quien demonizar y
odiar abiertamente! En 1981 el país atravesaba una fase de particular
descontento con sus gobernantes. Era imperativo buscar un exutorio para que
este malestar explotase, y no se convirtiese en levantamiento armado.
Por otra parte, es preciso establecer cuál habrá sido el discurso legitimador
de los asesinos de Viviana, ese que les permitió asumirse a sí mismos como
brazos de la justicia: ¿habrán invocado a “la patria”, “la libertad”, “la
seguridad ciudadana”, “la paz”, “la democracia”? Este tipo de atrocidades no
se cometen sin un amasijo ideológico que opere como legitimación “oficial”.
Vuelvo sobre mi punto: Viviana debe haber inspirado miedo en quienes la
capturaron, torturaron, y finalmente asesinaron. Aquellos que dispusieron su
muerte habrán con toda seguridad advertido el potencial peligro que, para los
intereses de ciertos sectores sociales, representaba un intelecto, un
temperamento, una personalidad de su calibre, y ello con una orientación
política tan definida. Resta -como decía- establecer cuál habrá sido su
comodín ideológico, su justificación teórica, esa que habrán preparado a fin
de empuñarla cuando las circunstancias lo ameritasen. El terrorismo de
Estado -el que asesinó a Viviana- no mueve un dedo sin un discurso de
legitimación -obra de plumas aliadas al poder y siniestros ideólogos-. El
Cabo Bolaños esgrimió su propio discurso: el recuerdo de los compañeros
muertos lo habría ofuscado y movido a tomar la justicia en sus manos. Eso
puede funcionar para un personaje tan chato y primario como él. Pero los
costarricenses no nos damos por satisfechos con esta paparrucha. No solo
queremos saber quiénes fueron los verdaderos responsables del asesinato,
sino saber en nombre de qué “valores”, de qué axiología ética, patriótica,
religiosa o política lo perpetraron.
Así que “a tiros muere la terrorista Viviana Gallardo”. Vuelvo a evocar el
parco, lacónico desenlace de El Proceso: Pero uno de los caballeros acababa
de sujetarlo por el cuello. El otro, le hundió el cuchillo en el corazón y lo
retorció hasta dos veces. Con los ojos vidriosos, K vio aun a los dos
individuos que, inclinados muy cerca de su rostro, observaban el desenlace,
mejilla contra mejilla. ¡Como un perro! -dijo él-. Y era como si la vergüenza
hubiera de sobrevivirle.
“A tiros” la asesinaron. Como a una bestia salvaje. Digo mal: los animales
indefensos suelen suscitar la compasión aun de las más degeneradas criaturas.
La extirparon, tal un tumor canceroso. La fumigaron. La exterminaron. Y
como si aniquilarla físicamente fuese poca cosa, intentaron también
asesinarla en la memoria de su país, colgándole la infame estafeta de
“terrorista”. La mayoría de los costarricenses se quedó con esta etiqueta.
Después de todo, era memorable, fácil, contundente, tremendista, catchy,
generadora de falso consenso ético, vendía periódicos y disparaba los niveles
de audiencia de los noticieros televisivos y radiofónicos. Falso consenso
ético, sí, en un país dividido como no la estaba desde la Revolución de 1948.
La nación necesitaba desesperadamente un chivo expiatorio, un bouc
émissaire. Viviana fue providencial, generó unanimidad en la execración, en
el miedo, en la expresión de la rabia y la impotencia colectivas. Esa rabia y
esa impotencia tenían otro origen: la inseguridad, la frustración, la sensación
de estafa colectiva en que el país se había sumido con la desastrosa
administración de Carazo: hay que haberla vivido para poder comprender
estos sentires. Había mucho, mucho miedo en el país, un nivel de miedo
como no he sentido ni palpado en ningún otro momento de la historia patria
reciente. El país delicuescía económicamente, el colón caía a velocidad de
cien gravedades, la capacidad adquisitva del costarricense se reducía a
niveles peligrosos… fue una experiencia muy, muy amarga.
Recuerdo que un par de días después de la publicación de mi artículo en La
Nación, recibí un mensaje electrónico de uno de los hijos (no recuerdo cuál)
del ya para entonces finado expresidente Rodrigo Carazo. En él me decía que,
gracias a mi artículo, podría por fin dormir plácidamente, sin las pesadillas
que durante años lo habían atormentado. Luego procedía a contarme cómo,
durante la administración de su padre, él y su familia habían tenido que
contratar servicios de seguridad, y cómo para ir al colegio se hacían escoltar
por agentes, a fin de no ser víctimas de algún atentado terrorista. Según el
señor de marras, el rumor de que el “grupo de Viviana Gallardo” asestaría un
golpe contra su familia había generado enorme ansiedad en su casa. Así pues,
el artículo en cuestión habría “des-demonizado” a Viviana en su imaginación,
y disipado un viejo fantasma de juventud. Si tal fue el caso, je veux bien. No
contesté el mensaje. Posiblemente habría contribuido a su paz interior decirle
que Viviana, ese ángel de la muerte engendrador de cerval terror, había sido
una de las más convencidas y beligerantes partidarias de su padre, durante el
proceso electoral de 1978. En todo caso, la anécdota nos da una idea
elocuente del aura de Viviana en el imaginario colectivo de su país, a la altura
de julio de 1981.
Con el paso de los años he llegado a dimensionar la magnitud del impacto
que produjo mi artículo. Por momentos siento que el texto constituyó un
punto de inflexión en la percepción que de Viviana tenía el país. Me parece
que algo basculó después de la publicación, algo se enderezó, algo muy
profundo y muy larval, enquistado en el subconsciente del costarricense.
Jamás creí, cuando lo envié a La Nación -y recuerden que el texto había sido
originalmente vetado- que fuese a suscitar tal reacción. Jamás, jamás. Pasada
la histeria colectiva de 1981 -en buena medida inducida por los medios de
comunicación-, el momento había quizás llegado para Viviana, ahora
patrimonio de una generación virgen de los prejuicios que la condenaron.
Una cosa, por lo menos, es segura: en años recientes la imagen de Viviana
ha sido limpiada, reivindicada. Costa Rica se ha abocado, movida por su afán
de justicia -y sin duda por la culpa- a una enorme campaña de
dessatanización de mi amiga. Hay mucha, muchísima gente que la quiere, y
que tiene inmensa avidez de saber más sobre su vida y su muerte. Es cosa que
percibí cuando publiqué el artículo de marras -“Viviana Gallardo fue mi
amiga”, 29 de julio de 2011, “Página Quince” del periódico La Nación-. La
respuesta de los lectores fue diluvial: en casi todos los mensajes que recibí se
traslucía el amor profundo de un considerable sector de la población
costarricense por esta niña - mártir, esta adolescente genial que tan alto
podría haberse encumbrado en la historia política de nuestro país.
Por otra parte, Silvana Cavada, bisnieta del gran poeta costarricense Isaac
Felipe Azofeifa (en algún capítulo he narrado la tarde que Viviana y yo
compartimos con él), y abogada especializada en derechos humanos, reporta
desde su natal Chile, que el caso de Viviana ha sido estudiado en diversas
universidades del país de Mistral y Neruda, y que incluso ha sido objeto de
un ampliamente divulgado documental. Viviana se está convirtiendo en una
fuerza incoercible: su gesta ha incendiado la imaginación popular, y tengo la
certeza de que con el tiempo soplando a nuestro favor, llegará a ser una figura
de culto, y uno de los personajes más queridos -si bien controversiales- de
nuestra historia patria.
Carlos Gerardo Enríquez Solano, el compañero al que Viviana trató de
salvar la vida -y fue haciéndolo que la policía la detuvo- habría
presumiblemente representado la única relación amorosa de hondo calado en
su truncada juventud. Su reclusión no solo fue aterradora: se vio además
impregnada por el dolor de la pérdida de su compañero. Realmente, me
cuesta dimensionar su tormento. He renunciado a hacerlo. Consigno los datos
con la esperanza de que alguien más valiente y más experimentado que yo
pueda cuantificar la magnitud del dolor que mi amiga padeció.
El martirio y asesinato de Viviana bien califica como un holocausto. Un
holocausto personal y subjetivo, para ser más preciso (no por definición debe
una shoa requerir seis millones de muertos y el horror de los campos de
exterminio). Y, por otra parte, el holocausto de Viviana no fue, tampoco,
estrictamente personal: con ella sufrieron sus padres, su hermano, sus
abuelos, tías y amigos entrañables del Liceo Franco-Costarricense, y una
buena parte del país. Sí: Viviana fue objeto de un holocausto, y como tal, su
mensaje solo puede ser: nunca más barbarie semejante debería tener lugar en
nuestro país. Una barbarie orquestada, concertada, planeada, ejecutada con
mano gélida de asesino. La saga de Viviana -violación de todos los derechos
humanos imaginables- expuso a una Costa Rica mucho más sórdida y
represiva de lo que jamás imaginamos. El uso de la tortura, en particular,
resulta absolutamente repudiable en cualquier lugar del mundo, y de manera
notoria, en Costa Rica.
Un crimen de Estado: eso fue el asesinato de Viviana Gallardo. No en el
sentido estricto, teórico y purista de la palabra -ciertamente hubo un “debido
proceso” y “condenados” que expiaron sus irrisorias “penas”-, pero sí en su
sentido más laxo: ese sentido que revela todo lo que en el derecho es
pantomima y se disuelve en meros formalismos, ese sentido que desnuda los
retruécanos de que se valen nuestras instituciones para no llamar las cosas
por sus nombres, y cosmetizar el horror de los hechos. Desconocer esto
equivaldría a suscribir a una concepción positivista del derecho, e ignorar
todo lo que en esta disciplina hay de forma huera, de sainete, de dramaturgia,
de prestidigitación, de ceremonia, de circo y de telenovela. En el menos grave
de los casos, se trataría de una apología del delito: el discurso que busca
legitimar acciones palatinamente ilegales mediante todo tipo de falacias
lógicas y paralogismos más o menos sofisticados. ¿Me estaré exponiendo a
mí mismo al furor iudicialis de una armada de tinterillos, al señalar estos
puntos? Señores, señoras: fui amigo de Viviana Gallardo, la persona más
valiente que en mi vida he conocido. Acogerme a un estilo pacato, tímido,
cauteloso y políticamente correcto significaría deshonrar su nombre y
subrepresentar sus enseñanzas. No me pidan ser menos que mi amiga: sería
ensuciar su memoria.
En 1981, a instancias de Vilma, la mamá, se abrió una investigación de la
tortura y asesinato de Viviana. La gestión debió de haber sido realizada por
un órgano independiente del Poder Judicial, neutro y ajeno por completo al
demandado (el Organismo de Investigación Judicial: OIJ). En una Costa Rica
sensata y honorable, la pesquisa debió haber sido puesta en manos de una
comisión de la OEA. Pero Costa Rica no fue ni sensata ni honorable.
Insólitamente, escandalosamente, surrealistamente, el propio OIJ (juez y
parte) asumió la investigación. Transcribo a continuación la carta que Vilma
dirigió a la Organización de Estados Americanos, señalando esta, una más de
las mil irregularidades que rodearon el caso de Viviana.

San José, Costa Rica, 17 de noviembre de 1982


Señor
Edmundo Vargas Carreño
Secretario Ejecutivo
Comisión Interamericana de Derechos Humanos
Organización de Estados Americanos
Washington D. C. 20006 U. S. A.
Estimado señor Vargas:
Me permito contester su nota del 13 de noviembre del año en curso,
relacionada con la denuncia pública que presenté en el año 1981.
La tardanza en enviar la presente se debió a mis dudas en cuanto a seguir
el curso de un asunto cuya investigación ha sido puesta en manos del
Organismo de Investigación Judicial (OIJ) de Costa Rica, precisamente la
institución demandada. Es decir, que nuestro Ministerio de Relaciones
Exteriores solicita cándidamente al organismo acusado, levantar una
información sobre la denuncia que se le hace; o sea que se le faculta para
constituirse en juez y parte en un asunto que siempre estuvo en sus manos.
Ese Ministerio supone una ingenuidad incomprensible tanto de parte mía,
como de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
El resultado de la investigación levantada por el Director del Organismo
de Investigación Judicial no podía ser otro que la absolución completa de
sus actuaciones como lo ha sido las veces que incluso por la prensa ha sido
denunciado. Este organismo, como usted sabe, pertenece a la Corte Suprema
de Justicia, Poder que goza de gran prestigio en nuestro medio.
Amparado a él, algunos funcionarios del Organismo de Investigación
Judicial han cometido abusos irreparables, como ilustración valga
mencionar el caso de uno de sus agentes que ultimó a un humilde empleado
público, pocos días antes de que mi hija fuera asesinada.
Quisiera saber si a los detenidos no se les mantiene incomunicados por
más tiempo del permitido por la ley. Si los métodos utilizados por el
Organismo de Investigación Judicial para obtener información se ajustan a
las normas de los derechos humanos. Todo ello, señor Secretario, no puede
averiguarse con el simple cruce de notas entre esa Comisión y nuestra
Cancillería. Es imprescindible que la investigación sea llevada a cabo en
forma independiente por la Organización de los Estados Americanos (OEA).
De otra forma, se estaría llenando simplemente un trámite burocrático y
entonces la “inadmisibilidad” del asunto por parte de la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos, carecería de importancia.
Atentamente,
Vilma Camacho de Gallardo.
Independientemente de la gestión privada de Vilma, el Gobierno de Costa
Rica presentó una demanda oficial. Sin embargo, todo apunta a que el
Gobierno de Costa Rica cometió serios errores procedimientales al elevar el
caso de Viviana a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (esto
consta en resolución de la Corte Interamericana de Derechos Humanos:
número 13-83 del 30 de junio de 1983). Quemó etapas que no debió haber
quemado, se saltó instancias que no debió haber omitido… en fin, un modelo
de incompetencia jurídica. ¿Quién emitió la orden de que Viviana fuera
puesta en manos del Ministerio de Seguridad Pública (y por tanto recluida en
una infame celda de la Penitenciaría Central), en lugar de haber sido remitida
a la Dirección General de Adaptación Social, entidad del Ministerio de
Justicia, cartera que ocupaba la señora Elizabeth Odio Benito? No lo
sabemos. Muchos firmaron la orden, pero una firma no revela necesariamente
el lugar de procedencia de la iniciativa. Una cosa es segura: Viviana fue
enviada a la Penitenciaría con la explícita intención de que ahí fuese
asesinada, y ello lo antes posible. Es cosa que la muchacha, desde el fondo de
su instinto, intuyó, y así se lo dijo a su mamá: “ahí me van a matar”. Diremos
que, a la sazón, el Ministro de Seguridad era el señor Arnulfo Carmona
Benavides, la Ministra de Justicia era la señora Elizabeth Odio Benito, y el
director del Organismo de Investigación Judicial era el señor Eduardo
Aguilar Bloise. Ahí quedan los nombres. La tortura y el asesinato de Viviana
Gallardo constituye una abominable violación de los derechos humanos, una
atrocidad que retrotrae a Costa Rica a la era de las dictaduras militares, a esa
tenebrosa y prolongada noche humana que precede al advenimiento del
Estado de derecho y de la democracia.
Por su parte, La Corte Interamericana de Derechos Humanos procedió a
“estudiar” el caso de Viviana: he incluido sus deliberaciones como primer
anexo de este libro. Son un perfecto “plato de babas”, tecnicismos
procedimentales, filigranas jurídicas, retórica leguleyesca de la peor estofa:
forma huera, sin ningún contenido. Si a pesar de ello he persistido en hacerlas
figurar en este libro, es únicamente porque sé que estas excrecencias teóricas
pueden ser de interés para los abogados y los estudiantes de derecho. Los
textos de marras parecen salidos de una película surrealista de Luis Buñuel,
de algún relato de Kafka, o mejor aun: del teatro del absurdo: Ionesco y
Beckett habrían firmado con satifacción -creo yo- estas obras maestras de la
oquedad y la ampulosidad retórica. Mucha ceremonia, y muy poca
sustancia.54 En lo sustantivo, Costa Rica no supo presentar el caso de Viviana
ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos: la gestión estaba perdida
desde su formulación misma. El caso terminó siendo conocido en ámbitos
académicos como “Costa Rica versus Costa Rica”: la serpiente que se muerde
la cola, un círculo cerrado, un perfecto absurdo.
Sin embargo, es crucial distinguir la voz preclara y valiente del señor
Rodolfo Piza Escalante, Magistrado del Poder Judicial, Presidente del
Tribunal Constitucional (hoy en día, Sala IV), y Presidente de la Corte
Interamericana de Derechos Humanos durante los años 1979-1981. Don
Rodolfo Piza elaboró dos documentos, en los que se desmarca enérgicamente
de las resoluciones de esta institución, en lo atinente al caso de Viviana. Estos
dos documentos figuran en el primer apéndice del presente libro. El señor
Piza los titula “Voto razonado” y “Voto salvado”. Insto, exorto, ordeno al
lector consultar estos textos. Son esclarecedores, valerosos, lúcidos. Lo único
que yo rescataría de ese árido cúmulo de legajos. Es imposible comprender
los avatares jurídicos del caso de Viviana en la Corte Interamericana de
Derechos Humanos sin leer cuidadosamente estos documentos. El señor Piza
toma drástica distancia de sus colegas, habla sobre la punibilidad de la tortura
y el asesinato de Viviana, sobre las degradantes prácticas carcelarias a las que
ella y sus compañeras fueron sometidas, y llega a conclusiones importantes.
Me limito a mencionar una de ellas: siendo el Estado costarricense el
imputado en el asesinato de Viviana, era improcedente y absurdo que el
Gobierno de Costa Rica presentase el caso ante la Corte Interamericana de
Derechos Humanos. Y en efecto, el Gobierno fue sospechosamente diligente,
en elevar el caso a esta instancia. Los errores procedimentales cometidos, ¿no
buscarían precisamente la desestimación del caso? Y lo esencial: el Estado
costarricense no podía ser juez y parte en un proceso donde él era el
impugnado. El mismo tipo de aberración que vicia de nulidad el informe
emitido por el OIJ -¡el acusado!- a propósito del caso de Viviana. Así que
nobleza obliga a aplaudir el gesto del señor Piza Escalante, y a distinguirlo de
la manga de peleles que “estudió” el caso en la Corte Interamericana de
Derechos Humanos. ¡Chapeau, señor Piza! De nuevo, amigos, amigas, lean
sus perfectamente bien razonados alegatos, en el primer apéndice del presente
volumen.
La tortura y asesinato de Viviana Gallardo no han prescrito en tanto que
crímenes. El caso debería ser reabierto -¡esta vez de manera correcta!- ante la
Corte Interamericana de Derechos Humanos. ¡Y por favor, que no lo presente
precisamente el imputado! Celebraría inmensamente que algún jurista probo
y capaz retomara el caso. Si tan solo este libro lograra tal meta, ya me daría
yo por plenamente satisfecho.
El 29 de octubre de 1981, los encargados de la investigación del OIJ
rindieron un informe (65-Inv-81) dirigido al Juez cuarto de instrucción,
licenciado Germán Soto López. En este documento figura el siguiente
párrafo.
El día martes 30 de junio, en horas de la tarde, el lic. Jorge Meza Mora,
Juez de Instrucción de Goicoechea, a la orden de quien se encontraban los
doce detenidos, en este Organismo, -por recomendación del personal a cargo
de la investigación respectiva- ordenó el traslado de los siete varones
detenidos a la Etapa Unidad de Seguridad Especial del Centro de
Adaptación Social la Reforma, y de las cinco damas detenidas a las celdas de
la Primera Comisaría de esta capital (sic).
Este “informe” debe ser leído con extrema suspicacia. Oculta mucho, y
revela poco. En última instancia, las mujeres detenidas debieron haber sido
remitidas a Adaptación Social (la cárcel “El Buen Pastor”). Una vez más,
Viviana fue enviada a la Primera Comisaría porque ese era el lugar planeado
para su asesinato. Resulta muy sospechoso que el Juez Jorge Meza Mora
haya acatado tan sumisamente la recomendación de los funcionarios del OIJ:
¡mandar a las mujeres a la Primera Comisaría! ¿Eran acaso más peligrosas
que sus correligionarios varones? En suma, los hombres fueron remitidos al
Ministerio de Justicia, mientras que las mujeres lo fueron al Ministerio de
Seguridad Pública. Es una inconsistencia muy perturbadora. Una asimetría
profundamente injusta -y como tal, injustificable-. Es evidente que todo fue
orquestado con premeditación, y es evidente también que la decisión
involucró a muchas figuras de autoridad.
El caso de Viviana ha sido estudiado en la Universidad de Costa Rica, en la
modalidad de taller, tanto en la Facultad de Derecho como en el
Departamento de Trabajo Social. Mi más cara esperanza es que toda esta
actividad académica genere una sustancial bibliografía, que aborde el
problema desde perspectivas específicas, pero también
interdisciplinariamente. Esperemos, esperemos, y confiemos -de manera
preeminente- en la curiosidad y la efervescencia intelectual de las jóvenes
generaciones. Los estudios que hasta el momento le han sido consagrados:
Guerrilla y Terrorismo: el debate a partir del caso de “La Familia”, de
Eduardo Rey Tristán (profesor de historia de América de la Universidad de
Santiago de Compostela, España); La casa de Moravia, del investigador
salvadoreño Miguel Huezo Mixco; La exposición plástica Sinonimia curada
por Emanuel Rodríguez, son todas ellas, obras valiosas a sus diferentes
maneras. Empero, no siento que ninguno de estos opus logre aprehender el
fenómeno “Viviana Gallardo” en toda su complejidad. No basta con poner
los hechos trágicos de su vida en el contexto histórico de la Centroamérica
posterior a la caída de Somoza: eso es fácil de hacer, es un tema ya cubierto
en el libro que usted, estimado lector, tiene en este momento entre sus manos.
Lo que les falta a todas estas por demás estimables obras, es la dimensión
humana de Viviana, el conocimiento íntimo de su persona. Para no perdernos
en vacua retórica, diré lo siguiente: lo que les falta es amor, y con ello creo
haberlo expresado todo. Ese amor que, lejos de hacernos ciegos o parciales,
nos torna lúcidos, por poco clarividentes.
Los ex-miembros de “La Familia” que aun viven son, en general, recoletos
y obesos burgueses, “des gros plein de soupe”55 (Sartre), con veleidades
ideológicas de izquierda (no más que muecas y arrumacos), perfectamente
integrados al sistema que un día pretendieron combatir, y algunos de ellos
trabajan en respetabilísimas instituciones del Estado (universidades, museos).
Lo que en Francia se conoce como “bo-bos” (bourgeois et bohémiens).
Después de la tragedia de Viviana, una de ellas huyó despavorida a Cuba,
donde tuvo el infortunio de ser descubierta accidentalmente por un
costarricense que tocó por error a su puerta. Nada le sucedió, empero, y
permaneció en la isla hasta que el peligro se disipó. Lo que el mundo no sabe
es que, provenientes de esa misma “cepa” del Liceo, compañeras de la clase
de quinto año, a la sazón amigas mías, había otras personas militantes del
grupo guerrillero “La familia” (todas salvo Viviana venían, irónica y
significativamente, de familias rotas y disfuncionales): la eterna, endémica
necesidad de filiación del ser humano. Mujeres todas ellas. “Guerrilleras”
incoherentes, remedos de “activistas sociales”. Viviana, por el contrario, era
la coherencia misma. En ella, la palabra y la acción fueron hermanas
gemelas. Las otras no pasaron de usar poncho, sandalias, comer granola, oír a
Silvito Rodríguez, leer ocasionalmente a Galeano, y vestir camisetas con la
cara del Che Guevara. Salieron huyendo como ratas tan pronto el affaire56
Viviana explotó.
Sí, los exintegrantes del grupo “La Familia” que no cayeron en la balacera
de julio 1981 viven ahora bien, y han evidentemente logrado borrar casi toda
traza de su pasado. No tendría ya ningún sentido delatar a aquellos que
lograron burlar la justicia. ¿Para qué? ¿Qué pruebas tendría para sostener mis
afirmaciones? ¿A quién podría interesarle? ¿Qué ganaría el mundo si lo
hiciese? Pero me indigna su incoherencia ideológica y vital. Vociferaron,
enarbolaron banderas, conspiraron contra “el sistema”, reciclaron los
erosionados lemas y consignas del clan, se gargarizaron con “les mots de la
tribu”,57 tan vehementemente como Viviana. So much ado about nothing.58
Al final la dejaron sola… ¡valientes “guerrilleros”! ¿No sentirán culpa y
vergüenza de sí mismos, así no fuese más que de vez en cuando?59 No lo
creo: el sentimiento de culpa es -como casi todo en esta vida- una elección.
Habrán decidido no experimentarlo. Se “desprogramaron” fácilmente. La
psique humana tiene, también, una tecla llamada “delete”.60 Ahí seguirán por
siempre, con su pasado lleno de deserciones
53 “Un regalo”, de A lo largo del corto camino.
54 Ninguno de los subrayados o mayúsculas son míos: he reproducido los documentos tal como los recibí.
55 “Gordos llenos de sopa”.
56 Caso célebre.
57 Mallarmé: “Las palabras de la tribu”.
58 Tanto ruido para tan pocas nueces: título de una comedia de Shakespeare.
59 Así no fuese más que de vez en cuando.
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XXXIV

En su poema “Roman”, Rimbaud sostiene que “uno no es serio, cuando


tiene diecisiete años”. Pero Rimbaud no conoció a Viviana. Era seria, mi
amiga, ¡ah, tan seria! ¡Devastadoramente seria! Todo el idealismo y la divina
intransigencia de la Antígona de Jean Anouilh: “¡Vine al mundo a decir no, y
morir!” Creonte tuvo que decretar su muerte justamente por cuanto jamás
pudo doblegarla ideológica, moral y espiritualmente. Tengo para mí que esa
actitud de esencial no-negociabilidad de los ideales solo es posible durante la
juventud, más específicamente en la adolescencia. Es uno de los rasgos que la
hacen bella. Con el tiempo aprendemos a negociar… lo que ganamos en
pragmatismo lo perdemos en pureza.
Durante algunos años, Vilma, la madre de Viviana, fue capaz de “ver” a su
hija siempre que quería. Cerraba los ojos y presionaba los párpados con sus
dedos. Entonces veía una aureola brillante, y en el centro de ella, ahí,
residente de su pupila, se decantaba la imagen vívida de su hija. Con
seguridad hay una explicación perfectamente razonable para este fenómeno, y
muchas han de ser las personas que lo han vivido. Lo trágico fue que, a partir
de un día cualquiera, la imagen de Viviana dejó de aparecer, y Vilma fue
incapaz de volver a convocarla. También puedo comprender, desde el punto
de vista puramente físico, esta “perte d´aura”61 (Baudelaire). ¿Cómo se le
dice al hombre o mujer que ha perdido a su cónyuge? Viudo o viuda. ¿Al hijo
que ha perdido a sus padres? Huérfano. ¿A la madre que ha perdido a su hija?
De ninguna manera. Es algo que, literalmente, “no tiene nombre”. Lo
innominable por insuficiencia léxica del español. Una insuficiencia que puede
tener que ver con lo indecible, lo inconcebible, lo informulable de la
experiencia en términos verbales.
Viviana definió para mí, de una vez por todas, una vivencia de la amistad
que no he encontrado desde su partida. No soy un misántropo, un recluso, o
un inadaptado social. No he ciertamente carecido de amigos y amigas leales,
solidarios. Sin embargo, a veces me descubro a mí mismo repitiendo, como
Eluard: “J´étais si près de toi que j´ai froid près des autres”.62 El lugar
común según el cual “nadie es imprescindible” no pasa de ser, precisamente,
eso: una noción “ómnibus” (Barthes), el tipo de frase en la que todo el mundo
se monta, y que en virtud de su acrítico uso adquiere una falsa aura de
verdad. Parte de la insipiencia popular, esa que se nutre de refranes y
prejuicios. La verdad de las cosas es que hay seres humanos absolutamente
irreemplazables. ¿Que todos lo somos por principio? No estoy seguro. Los
hay que se van sin haber logrado ocupar así no fuese más que una ínfima
comarca en nuestro corazón. Otros, en cambio, dejan un paradójico espacio
lleno - vacío, siguen en nuestras vidas presentes - ausentes. Se convierten en
lo que Derrida llama indécidables: son y al mismo tiempo no son. Un desafío
para la lógica formal.
Quiero dejar testimonio de una experiencia singular, algo que no he sentido
con ninguno de los seres amados que he perdido: nunca he creído que
Viviana esté muerta. Sin necesidad de violentar mi propia razón, de manera
perfectamente natural, siento que siempre ha estado conmigo. Es algo así
como una latencia vital que me habita… Por poco diría que escogió mi alma
para anidar. Y yo, por supuesto, la he acogido con toda la dulzura y
hospitalidad de que soy capaz.
¡Qué inmenso privilegio, haber sido amigo de Viviana! Espero que la vida
me siga dando la ocasión de honrar su memoria, de celebrar su gesto
imperecedero de dación. Su ejemplo me obliga a vivir mi vida con plenitud
de sentido, con honradez y generosidad absolutas. Con valentía también. Si
algo he aprendido sobre el amor, ello se lo debo a dos personas: mi madre y
Viviana. “Toute le reste est littérature”.63
Pianista que soy, tomé la decisión de aprenderme, en diciembre de 1982, la
obra de Franz Liszt “Los Funerales”, perteneciente al ciclo Armonías
Poéticas y Religiosas. Tenía veinte años de edad a la sazón. La he tocado
desde entonces cientos de veces, en virtualmente todo recital que he ofrecido.
En los Estados Unidos como en Latinoamérica, Europa y Japón. Lo hago
devotamente, lo hago con la mirada vuelta hacia mi propio corazón, lo hago
ritualmente, lo hago porque creo que las almas pueden comunicarse a través
de la música, y que gracias a ella el espacio y el tiempo pueden ser burlados.
He hecho de la pieza mi pequeño homenaje íntimo a Viviana. Muchas veces
me han preguntado por qué persisto en tocar esta obra -cuya funérea, elegíaca
belleza no es apreciada por todos los melómanos-, por qué no ceso de
programarla una, y otra, y otra vez, y cuando no la programo, la toco a guisa
de bis. Bueno, ya tienen la respuesta. Es la primera vez que lo revelo. Acaso
cometo con ello una infidencia, pero sucede que este es un libro para las
verdades del corazón, y si no hablo de esto aquí, ¿dónde habría de hacerlo?
Ahí seguiré, con el inmenso duelo de “Los Funerales” de Liszt, pero también
con su épico, grandioso aliento de epopeya individual y colectiva.
Después de la muerte de La Boétie, alguien le preguntó a Michel de
Montaigne la razón de su profunda amistad con el difunto escritor. “Porque él
era él, y yo era yo” -respondió el filósofo-. La aparente tautología esconde
una hondísima verdad. La amistad solo es posible cuando cada uno de los
amigos puede permitirse ser él de manera plena, auténtica, transparente.
Cuando no hay imposiciones mutuas, sórdidos pactos, dependencias,
intereses, adulación, vínculos patológicos de una u otra índole. Mi amistad
con Viviana gozó siempre de excelente salud. Ella era ella, y yo era yo.
Nunca nos exigimos más que eso, el uno al otro. Y funcionó bellamente.
Montaigne añadió: “lo quería tanto, que a veces no sabía dónde terminaba él
y donde comenzaba yo”. También este sentimiento me es familiar. Nuestras
almas estaban ligadas por un continuum, por un misterioso tejido conectivo.
Gracias, mi linda amiguita, treinta y seis años después de tu muerte, por
haberme dado la oportunidad de experimentar la perennidad del amor, por
haberme revelado ese sentimiento egregio que es la lealtad. Gracias por
hacerme ver que el tiempo no puede nada contra los afectos verdaderos y
profundos. George Brassens, el bardo francés, decía: “el tiempo es un bárbaro
del jaez de Atila: en los corazones donde sus caballos pasan, no vuelve a
retoñar el amor”.64 Pues bien, este libro es una enorme y categórica refutación
de Brassens.
Atila con toda su estampida de caballos guerreros no hizo mella en nuestro
mutuo cariño. Mi afecto por ti prueba que el tiempo es una mera ilusión, que
los calendarios no erosionan sino aquellos sentires hechos de arena, no los
amores en el granito grabados. Tú, amiga, representas el triunfo de la
permanencia sobre la desmemoria y el olvido. No solo permaneces incólume
en mi corazón, sino que adquieres día tras día una densidad cada vez más
real, más honda. Me habitas, como el vino a la vieja urna. Te llevo conmigo
por doquier. Eres parte constitutiva de mi ser. Mi vida sin ti sería
absolutamente inconcebible. Eres tan real, y estás tan viva, que ahora, en este
mismo momento, te abrazo y estrujo contra mi corazón. Con absoluta
convicción puedo afirmar, como Claudel y Honegger: el amor es más fuerte
que la muerte. Es otra de las certezas que te debo.
¿Ves, amiguita, que no te olvidé? ¿Ves que treinta y seis años se van entre
sístole y diástole? ¿Ves cuán fieles te seguimos siendo todos cuantos en vida
te amamos? ¿Ves cómo el tiempo y la historia le devuelven al mundo una
imagen tuya cada vez más acorde con tu preciosa esencia? ¿Ves cómo ese
país que tanto amaste busca ahora reconstruir tu rostro, ansiosa,
desesperadamente? ¿Ves, que no viviste ni moriste en vano? ¿Ves cómo tu
bella alma es hoy figura tutelar y guía de muchos jóvenes? ¿Ves cuán grande,
cuán invulnerable, cuán fuerte y permanente te has hecho?
Gracias, Vivi, por haber aromado mi vida, por esta fragancia de presencia-
ausencia en que nado, que me embriaga y me torna cada día más sabio, más
fuerte y lúcido.
61 “Pérdida de aura”: Le Spleen de Paris, Petits Poèmes en Prose.
62 “Estuve tan cerca de ti, que tengo frío cerca de los otros”: Paul Éluard, “Ma morte vivante”: Le temps déborde.
63 “Todo lo demás es literatura”: Verlaine, “Art poétique”, Jadis et Naguère.
64 Les lilas.
Epílogo

Esto puede parecer una locura, y seguramente lo es. Cuando saco del
congelador los cubitos de hielo en su molde plástico, y los hago caer en el
lavabo, no puedo resistir verlos derretirse. Uso los que necesito, y reintegro a
sus casillas a los que se quedaron por fuera, ansiosamente, antes de verlos
deshacerse. No sé, esa metáfora de la vejez y de la muerte me perturba. Llego
a sentir compasión por mis cubitos, y los rescato angustiosamente. Imagino
que son seres vivos, seres sensibles… “À la matière même un verbe est
attaché (…) Tout est sensible… et tout sur ton être est puissant”.65 ¡Debo
salvarlos, me necesitan, y no hay tiempo que perder…! Alguna vez compartí,
mientras preparábamos la cena, esta inquietud con Viviana. Oyó mi
ocurrencia un tanto asombrada, y luego se apresuró a reintegrar los cubitos a
sus contenedores. “¿Sabés qué? Tenés razón. Esto resulta perturbador”.
Viviana murió el 1 de julio de 1981. Los cubitos se habían por fin derretido.
Para ti, dulce amiga, esta reminiscencia.

65 “A la materia misma un verbo está asociado (…) Todo es sensible… y todo sobre tu ser tiene potestad”. Gérad de
Nerval: “Vers dorés”, de Les chimères.
Anexo 1
Resolución de la Corte Interamericana
de Derechos Humanos

Resolución del Presidente del 15 de julio de 1981


El Presidente de la Corte de Derechos Humanos
Por cuanto:

1. El Gobierno de la República de Costa Rica, representado por la


Ministra de Justicia, Licenciada Elizabeth Odio Benito, designada al
efecto como Agente por Acuerdo Ejecutivo N.º 389 D.M. de 13 de
julio de 1981, ha presentado ante esta Corte en esta fecha una gestión
formal para que se investigue una alegada violación por parte de las
autoridades nacionales de ese país, de derechos consagrados en la
Convención Americana sobre Derechos Humanos, en los casos de la
muerte en prisión de Viviana Gallardo y de las lesiones inferidas a
Alejandra María Bonilla Leiva y Magaly Salazar Nassar, el 1º de julio
en curso; renunciando al efecto a los presupuestos de agotamiento
previo de los recursos de la jurisdicción interna y de los
procedimientos previos ante la Comisión Interamericana de Derechos
Humanos previstos en los artículos 48 a 50 de la Convención;
2. Que también esta Corte recibió, con fecha 2 de julio de 1981, una
comunicación telegráfica de los señores Fernando y Rose Mary de
Salazar, padres de una de las lesionadas, que se refiere
sustancialmente a los mismos hechos, y
3. Que el Estado de Costa Rica es Parte de la Convención Americana
sobre Derechos Humanos y ha aceptado expresa e incondicionalmente
la competencia de esta Corte para conocer de cualquier caso relativo a
la interpretación y aplicación de las disposiciones de la Convención,
de conformidad con el artículo 62 de la misma, y

Considerando:

1. Que, por tratarse de un caso presentado ante esta Corte por un Estado
Parte de la Convención que ha reconocido la competencia de la
misma, expresando además que renuncia a los presupuestos de
agotamiento previo de los recursos de su jurisdicción interna y de los
procedimientos previos ante la Comisión Interamericana de Derechos
Humanos previstos en los artículos 48 a 50 de la misma Convención,
y por ser inminente la sesión de la Corte en pleno convocada a partir
del 16 de julio en curso, dicha gestión debe ser considerada por la
Corte en pleno para determinar, en primer lugar, su admisibilidad y la
competencia de la propia Corte para recibirla y conocerla (arts. 25 y
44.2 del Reglamento);
2. Que de conformidad con el artículo 5.3 del mismo Reglamento,
siendo el suscrito Presidente, nacional de la República de Costa Rica,
debe ceder la Presidencia para el conocimiento de este asunto al
Vicepresidente,

Por tanto, resuelve:

1. Turnar el conocimiento de la gestión planteada por el Gobierno de la


República de Costa Rica en el asunto de Viviana Gallardo y otras,
junto con la petición coincidente presentada por los padres de una de
las ofendidas, a la Corte en pleno para que resuelva, en primer lugar,
sobre su admisibilidad y la competencia de la propia Corte en este
caso.
2. Ceder la Presidencia para el conocimiento de este asunto y llamar a
ejercerla al Vicepresidente, Doctor Máximo Cisneros Sánchez.

San José, Costa Rica, 15 de julio de 1981


Rodolfo E. Piza E.
Presidente
Charles Moyer
Secretario
Resolución del 22 de julio de 1981
La Corte Interamericana de Derechos Humanos,

Resultando:

1. Que el Gobierno de Costa Rica, representado al efecto por su Agente,


Licenciada Elizabeth Odio Benito, debidamente acreditada por el
Poder Ejecutivo, invocando el artículo 62.3 de la Convención
Americana sobre Derechos Humanos, introdujo ante esta Corte, con
fecha 15 de julio de 1981, una demanda para que se decida si ha
habido o no violación de los derechos humanos consagrados en el
Pacto de San José por parte de las autoridades nacionales de Costa
Rica, en el caso de la muerte de Viviana Gallardo y las heridas
sufridas por Alejandra María Bonilla Leiva y Magaly Salazar Nassar;
2. Que el Gobierno de Costa Rica, para el propósito del caso, ha
manifestado que «renuncia formalmente al requisito de agotamiento
previo de los recursos de la jurisdicción interna y de agotamiento
previo de los procedimientos previstos en los artículos 48 a 50 de la
Convención»;
3. Que el Gobierno de Costa Rica ha planteado como petición
subsidiaria que «si la Corte resolviere que antes de conocer la
Demanda, deben siempre ser agotados los procedimientos previstos en
los artículos 48 a 50 de la Convención, se solicita formalmente que el
presente Caso sea remitido a la Comisión Interamericana de Derechos
Humanos para lo de su competencia»,

Considerando:

1. Que Costa Rica como Estado Parte de la Convención Americana


sobre Derechos Humanos, que ha aceptado, además, de modo general
la competencia de esta Corte, de conformidad con el artículo 62 de la
Convención, está legitimada para someterle casos para su decisión en
los términos del artículo 61.1 de la misma;
2. Que el artículo 46 de la Convención recoge la regla del previo
agotamiento de los recursos internos y fija el alcance y sentido de la
misma, de conformidad con los principios del Derecho Internacional
generalmente reconocidos;
3. Que el artículo 61.2 de la Convención dispone que «para que la Corte
pueda conocer de cualquier caso, es necesario que sean agotados los
procedimientos previstos en los artículos 48 a 50»;
4. Que las circunstancias en que se presenta la demanda exigen de la
Corte, antes de cualquier otra consideración, una decisión sobre el
alcance de la renuncia a los antedichos procedimientos por parte de
Costa Rica, así como, en general, un pronunciamiento sobre su
competencia para conocer del caso en su estado actual;
5. Que el artículo 57 de la Convención dispone que «la Comisión
comparecerá en todos los casos ante la Corte»,

Por tanto resuelve:

1. Que antes de pronunciarse sobre su competencia y de entrar a conocer


cualquier otro aspecto del presente asunto, es procedente dar
oportunidad al Gobierno de Costa Rica y a la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos, para que presenten sus puntos
de vista sobre la competencia de la Corte para conocer del mismo en
su estado actual.
2. Solicitar al Gobierno de Costa Rica la remisión de sus argumentos
sobre la competencia de la Corte para conocer de este caso en su
estado actual.
3. Solicitar a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos,
tomando en cuenta el artículo 57 de la Convención, la remisión a esta
Corte de sus puntos de vista sobre la competencia de la Corte para
conocer del presente caso en su estado actual.
4. Comisionar al Presidente para que, después de recabar el parecer del
Gobierno de Costa Rica y de la Comisión Interamericana de Derechos
Humanos, fije un plazo prudencial para recibir los escritos
correspondientes y, en consulta con la Comisión Permanente,
convoque a la Corte para resolver.
5. Instruir al Secretario para que notifique la presente resolución al
Gobierno de Costa Rica y a la Comisión Interamericana de Derechos
Humanos, y para que la ponga en conocimiento de los Estados Partes
en la Convención y del Secretario General de la Organización de los
Estados Americanos.

Redactada en español e inglés, haciendo fe el texto en español, en la sede de


la Corte en San José, Costa Rica, el día 22 de julio de 1981.
Carlos Roberto Reina,
Presidente
Pedro Nikken
César Ordóñez
Rodolfo E. Piza E.
Huntley Eugene Munroe
Máximo Cisneros
Thomas Buergenthal
Charles Moyer,
Secretario
Decisión del 13 de noviembre de 1981
La Corte Interamericana de Derechos Humanos, reunida en sesión de
acuerdo con lo dispuesto por el artículo 62.3 de la Convención Americana
sobre Derechos Humanos (en adelante “la Convención”) y los artículos
pertinentes del Estatuto y del Reglamento de la Corte, con asistencia de los
siguientes jueces:
Carlos Roberto Reina,
Presidente
Pedro Nikken,
Vicepresidente
César Ordóñez
Máximo Cisneros
Rodolfo E. Piza E.
Thomas Buergenthal
Estuvieron, además, presentes:
Charles Moyer, Secretario, y
Manuel Ventura, Secretario Adjunto
Habiendo deliberado en privado, la Corte del día 9 al 13 de noviembre de
1981, toma la siguiente decisión:

Antecedentes:

1. Mediante telegrama del 6 de julio de 1981, el Gobierno de Costa Rica


(en adelante “el Gobierno”) anunció la introducción de la instancia de
una demanda para que la Corte entrara a conocer el caso de Viviana
Gallardo y otras. Por escrito del 15 de julio de 1981 ese anuncio fue
formalizado. En su demanda el Gobierno manifestó a la Corte la
decisión de someter a su conocimiento el caso de la muerte en prisión
de la ciudadana costarricense Viviana Gallardo, así como el de las
lesiones de sus compañeras de celda, causadas por un miembro de la
Guardia Civil de Costa Rica, encargado de su vigilancia, en la Primera
Comisaría de la Institución; hechos ocurridos el 1 de julio de 1981. En
su demanda el Gobierno, invocando el artículo 62.3 de la Convención,
solicitó que la Corte decidiera si esos hechos constituían una
violación, por parte de las autoridades nacionales de Costa Rica, de
los derechos humanos consagrados en los artículos 4 y 5 de la
Convención, o de cualquier otro derecho contemplado en dicho
instrumento internacional.
2. Para el propósito del caso, en el mismo escrito, el Gobierno manifestó
que “renuncia formalmente al requisito de agotamiento de los recursos
de la jurisdicción interna y de agotamiento previo de los
procedimientos previstos en los artículos 48 a 50 de la Convención”,
es decir, del procedimiento ante la Comisión Interamericana de
Derechos Humanos (en adelante “la Comisión”. Declaró como
propósito de esa renuncia “que la Corte pueda entrar de inmediato y
sin impedimento procesal alguno, a conocer del caso sometido a su
conocimiento”.
3. Igualmente, el Gobierno pidió, subsidiariamente, que “si la Corte
resolviera que antes de conocer la demanda, deben siempre ser
agotados los procedimientos previstos en los artículos 48 a 50 de la
Convención, se solicita expresamente que el presente caso sea
sometido a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos para lo
de su competencia”.
4. En la misma oportunidad, el Gobierno designó a la Licenciada
Elizabeth Odio Benito, Procuradora General de la República, Ministra
de Justicia, como Agente; los licenciados Manuel Freer Jiménez y
Farid Beirute Brenes, como asesores; y a los licenciados Roberto
Steiner Acuña, Martín Trejos Benavides y María I. Arias Méndez,
como abogados.
5. Por resolución del 15 de julio de 1981, el Presidente de la Corte, Dr.
Rodolfo E. Piza E., decidió someter directamente la consideración de
la demanda del Gobierno a la Corte en pleno. Resolvió igualmente,
según lo dispuesto por el artículo 5.3 del Reglamento, ceder la
Presidencia para el conocimiento del presente asunto al
Vicepresidente, Dr. Máximo Cisneros. Habiendo sido electo
Presidente de la Corte el Juez Carlos Roberto Reina el día 17 de julio
de 1981, pasó desde la misma fecha a presidir las sesiones en
sustitución del Juez Máximo Cisneros.
6. Por Resolución del día 22 de julio de 1981, se consideró “que las
circunstancias en que se presenta la demanda exigen de la Corte, antes
de cualquier otra consideración, una decisión sobre el alcance de la
renuncia a los antedichos procedimientos por parte de Costa Rica, así
como en general, un pronunciamiento sobre su competencia para
conocer del caso en su estado actual”. En consecuencia decidió “que
antes de pronunciarse sobre su competencia y de entrar a conocer
cualquier otro aspecto del presente asunto, es procedente dar
oportunidad al Gobierno de Costa Rica y a la Comisión, para que
presenten sus puntos de vista sobre la competencia de la Corte para
conocer del asunto en su estado actual”. En tal virtud se decidió
solicitar del Gobierno la remisión de sus argumentos sobre la
competencia de la Corte. Igualmente, tomando en cuenta lo dispuesto
por el artículo 57 de la Convención, se solicitó a la Comisión el envío
de sus puntos de vista.
7. En la misma oportunidad se comisionó al Presidente para que fijara un
plazo prudencial para recibir los escritos correspondientes y
convocara a la Corte para decidir. Oídas las opiniones del Gobierno y
de la Comisión, el Presidente convocó a la Corte, según lo resuelto,
para el 9 de noviembre de 1981.
8. El 6 de octubre de 1981 el Gobierno consignó en la Secretaría el
escrito correspondiente en que ratificó tanto su demanda principal
como la subsidiaria. Señaló, sobre la regla del previo agotamiento de
los recursos de la jurisdicción interna, que dicho requisito es de
naturaleza procesal y que siendo una regla establecida “en beneficio
de los Estados, puede ser renunciada por el Estado interesado”. En
cuanto a la renuncia de los procedimientos ante la Comisión, señaló el
Gobierno que, según la disposición del artículo 48.1.f), con ellos se
persigue una solución amistosa al asunto sometido a su conocimiento
y que en tal virtud carecería de interés jurídico cumplirlos, habida
cuenta de que el Gobierno solicita únicamente que se decida si los
hechos referidos constituyen o no una violación de la Convención.
9. El 20 de octubre de 1981 se recibió en la Secretaría el escrito de la
Comisión, fechado el día 13 del mismo mes. La Comisión dejó
constancia de que no ha recibido ninguna comunicación o petición
referente al caso. Igualmente “considera que en ningún caso que se
quiera traer al conocimiento de la Corte Interamericana de Derechos
Humanos, puede prescindirse de los procedimientos establecidos en
los artículos 48 a 50 de la Convención”. En consecuencia, la Comisión
estima que esos procedimientos deben agotarse “antes de que la Corte
pueda abocarse al conocimiento del caso”.
10. El 23 de octubre de 1981 la Corte solicitó al Gobierno información
sobre el estado del caso en los tribunales de Costa Rica y sobre el
derecho interno aplicable. El Gobierno consignó dicha información el
30 de octubre.
11. El 3 de noviembre de 1981 se solicitó del Gobierno información sobre
las acciones civiles que pudieran surgir en conexión con el caso,
según el derecho interno de Costa Rica. El Gobierno consignó dicha
información el 9 de noviembre.
Consideraciones de derecho:
12. El caso presenta, desde el punto de vista jurídico, características
verdaderamente particulares. Estas particularidades obedecen a que el
Gobierno, consecuente con el bien conocido compromiso de su país
con el respeto a los derechos humanos y el tradicional apoyo que ha
brindado a la causa, así como a la cooperación internacional, con el
objeto de evitar toda demora procesal remitió este caso directamente a
la Corte, antes de ser examinado por la Comisión y de que se hubieran
utilizado y agotado los recursos que pudieran existir ante los
tribunales costarricenses. Consciente de los obstáculos legales que
existen para tener acceso directo a la Corte, el Gobierno declaró
expresamente que renunciaba:
a. al requisito exigido por el artículo 61.2 de la Convención, según el cual
“para que la Corte pueda conocer de cualquier caso, es necesario que sean
agotados los procedimientos previstos en los artículos 48 a 50”, y
b. al requisito exigido por el artículo 46.1.a) de la Convención, según el cual
para que una petición o comunicación presentada ante la Comisión pueda
ser admitida, sea individual o de un Estado, se precisa “que se hayan
interpuesto y agotado los recursos de jurisdicción interna conforme a los
principios del Derecho Internacional generalmente reconocidos”.
13. Resulta, por lo tanto, que este caso se origina en la acción de un
Estado Parte que somete a conocimiento de la Corte un caso de
posible violación de derechos humanos consagrados en la
Convención, que sería imputable al mismo Estado, el cual, por lo
demás, ha reconocido de pleno derecho y sin convención especial la
competencia de la Corte para conocer de casos relativos a la
interpretación o aplicación de la Convención. La particularidad del
caso impone buscar la mejor manera de conciliar, dentro de las reglas
del Derecho Internacional aplicables al caso, los intereses
involucrados en este asunto que son: en primer lugar, el interés de las
víctimas de que se les proteja y asegure el pleno goce de los derechos
que tienen según la Convención; en segundo lugar, la necesidad de
salvaguardar la integridad institucional del sistema que la misma
Convención establece; y, por último, la preocupación que traduce la
petición del Gobierno para una tramitación judicial expedita.
14. La disposición del artículo 61.2 de la Convención tiene claridad
suficiente como para no tramitar ningún asunto ante la Corte si no se
ha agotado el procedimiento ante la Comisión. No obstante, desde el
momento en que el Gobierno manifestó su voluntad de renunciar a
este requisito para facilitar la rápida intervención del órgano judicial
internacional, la Corte estimó procedente evaluar esa renuncia y
considerar su alcance, para determinar de qué modo se concilia con el
interés de las víctimas y con la integridad del sistema consagrado en la
Convención. De ahí que la Corte decidiera abrir una incidencia para
conocer los argumentos que asisten al Gobierno para fundamentar la
renunciabilidad del procedimiento señalado y para conocer la opinión
de la Comisión, llamada expresamente por el artículo 57 de la
Convención a comparecer en todos los casos que se ventilen ante este
tribunal.
15. La protección internacional de los derechos humanos persigue
garantizar la dignidad esencial del ser humano por medio del sistema
establecido en la Convención. Por ello, tanto la Corte como la
Comisión, deben preservar para las víctimas de violaciones de
derechos humanos la totalidad de los recursos que la Convención
otorga para su protección. A este respecto cabe hacer notar que ni los
parientes de Viviana Gallardo, ni las otras víctimas en el presente
asunto, ni los demás particulares legitimados por el artículo 44 para
presentar querellas ante la Comisión, pueden plantearlas directamente
ante la Corte, ya que los particulares no están facultados, según la
Convención, para presentar casos ante ella, factor éste que se agrega a
los problemas que de por sí están involucrados.
16. La Convención tiene un fin que es la protección internacional de los
derechos esenciales del hombre, y organiza, además, para la obtención
de ese fin, un sistema, que representa los límites y condiciones dentro
de los cuales los Estados Partes han consentido en responsabilizarse
internacionalmente de las violaciones de que se les acuse.
Corresponde, por lo tanto, a esta Corte garantizar la protección
internacional que establece la Convención, dentro de la integridad del
sistema pactado por los Estados. En consecuencia, el equilibrio de la
interpretación se obtiene orientándola en el sentido más favorable al
destinatario de la protección internacional, siempre que ello no
implique una alteración del sistema.
17. En la demanda introducida ante esta Corte por el Gobierno están
implicados, prima facie, dos aspectos del sistema de la Convención.
En primer lugar, la disposición del artículo 61.2, según la cual, para
que la Corte pueda conocer de cualquier caso, es necesario que sean
agotados los procedimientos ante la Comisión. En segundo lugar, el
artículo 46.1.a) que establece, como requisito de admisibilidad ante la
Comisión de una petición o comunicación, la previa interposición y
agotamiento de los recursos de la jurisdicción interna, conforme a los
principios del Derecho Internacional generalmente reconocidos.
Ninguno de los dos extremos se ha cumplido en el presente asunto.
18. Antes de entrar a considerar esos aspectos es preciso hacer mención
de un tema que es común a ambos, como es la competencia que la
Corte reconoce al Gobierno, según el Derecho Internacional, para
manifestar ante ella, por medio de sus agentes autorizados, su decisión
de renunciar a los mencionados requisitos. Esta conclusión de la
Corte, para la cual existe un amplio apoyo en el Derecho
Internacional, se refiere exclusivamente a la competencia del
Gobierno para hacer dicha declaración ante los órganos de la
Convención y nada tiene que ver con los efectos legales que pueda
producir en Costa Rica, que son inherentes al derecho interno.
19. La competencia del Gobierno impone, por lo tanto, un examen de las
consecuencias jurídicas de esa renuncia. Porque si los requisitos
establecidos por los artículos 61.2 y 46.1.a) de la Convención son
renunciables por un Estado Parte, el presente caso sería admisible y lo
contrario ocurriría si uno u otro no lo son.
a. Sobre la renunciabilidad del procedimiento ante la Comisión
20. La Corte hace notar la absoluta claridad del texto del artículo 61.2,
cuando dispone que “Para que la Corte pueda conocer de cualquier
caso, es necesario que sean agotados los procedimientos previstos en
los artículos 48 a 50”. Naturalmente, según los principios de Derechos
Internacional aplicables a la interpretación de los tratados, la
disposición citada debe ser entendida según el “sentido corriente que
haya de atribuirse a los términos del tratado en el contexto de éstos y
teniendo en cuenta su objeto y fin” (Convención de Viena sobre el
Derecho de los Tratados, artículo 31.1).
21. Ahora bien, es manifiesto que en el presente asunto ningún
procedimiento se ha iniciado ante la Comisión. No se trata, pues, de
interpretar si se ha agotado, o cuándo puede considerarse agotado,
dicho procedimiento, sino estrictamente de precisar si el mismo puede
eludirse con la sola renuncia unilateral del Estado involucrado. Para
ello es necesario definir el papel que, dentro del sistema de la
Convención, corresponde a la Comisión como órgano preparatorio o
previo de la función jurisdiccional de esta Corte, y, más en particular,
si ese papel ha sido concebido en interés exclusivo de un Estado, caso
en el cual sería renunciable por éste.
22. La Convención, en efecto, además de otorgar a la Comisión la
legitimación activa para presentar casos ante la Corte, así como para
someterle consultas y de atribuirle en el proceso una clara función
auxiliar de la justicia, a manera de ministerio público del Sistema
Interamericano, llamado a comparecer en todos los casos ante el
tribunal (artículo 57 de la Convención), le confiere otras atribuciones
vinculadas con las funciones que corresponden a esta Corte, y que por
su naturaleza se cumplen antes de que ella comience a conocer de un
asunto determinado. Así, entre otras, la Comisión tiene una función
investigadora de los hechos denunciados como violación de los
derechos humanos consagrados en la Convención, que es necesario
cumplir en todas las hipótesis, a menos que se trate de un caso de
mero derecho. En efecto, aunque la Corte, como todo órgano judicial,
no carece de facultades para llevar a cabo investigaciones, probanzas
y actuaciones que sean pertinentes para la mejor ilustración de sus
miembros a fin de lograr la exhaustiva formación de su criterio,
aparece claro del sistema de la Convención que se ha querido reservar
a la Comisión la fase inicial de investigación de los hechos
denunciados. Tiene igualmente la Comisión una función conciliatoria,
pues le corresponde procurar soluciones amistosas así como formular
recomendaciones pertinentes para remediar la situación examinada. Es
también el órgano ante el cual el Estado afectado suministra
inicialmente las informaciones y alegatos que estime pertinentes. Pero
es, además, y esto constituye un aspecto fundamental de su papel
dentro del sistema, el órgano competente para recibir denuncias
individuales, es decir, ante el cual pueden concurrir directamente para
presentar sus quejas y denuncias, las víctimas de violaciones de
derechos humanos y las otras personas señaladas en el artículo 44 de
la Convención. La Convención se distingue entre los instrumentos
internacionales de derechos humanos cuando hace posible la facultad
de petición individual contra un Estado Parte tan pronto como éste
ratifique la Convención, sin que se requiera para tal efecto declaración
especial alguna, la que en cambio sí se exige para el caso de las
denuncias entre Estados.
23. De esta manera la Comisión es el canal a través del cual la
Convención otorga al individuo el derecho de dar por sí solo el
impulso inicial necesario para que se ponga en marcha el sistema
internacional de protección de los derechos humanos. En el orden
estrictamente procesal, debe recordarse que, mientras los individuos
no pueden proponer casos ante la Corte, los Estados no pueden
introducirlos ante la Comisión, sino cuando se han reunido las
condiciones del artículo 45 de la Convención. Esta circunstancia
agrega otro elemento de interés institucional en conservar íntegra la
posibilidad de activar la Comisión a través de denuncias individuales.
24. A lo anterior se agrega que la Corte carece de poder para cumplir una
importante función que la Convención confía en la Comisión, en
virtud de que ésta no es un órgano judicial, como es la de gestionar
soluciones amistosas, dentro de una amplia misión conciliadora. Este
tipo de solución tiene la ventaja para el denunciante individual que
requiere su consentimiento para materializarse. Todo enfoque que
conduzca a negar a los individuos, en especial a las víctimas, el
procedimiento ante la Comisión los privaría del importante derecho de
negociar y aceptar libremente una solución amistosa, con la ayuda de
la Comisión y “fundada en el respeto a los derechos humanos
reconocidos en esta Convención” (Art. 48.1.f).
25. Estas consideraciones bastan para ilustrar cómo el procedimiento ante
la Comisión no ha sido concebido en interés exclusivo del Estado,
sino que permite el ejercicio de importantes derechos individuales,
muy especialmente a las víctimas. Sin poner en duda la buena
intención del Gobierno al someter este asunto a la Corte, lo expuesto
lleva a concluir que la omisión del procedimiento ante la Comisión, en
casos del presente género, no puede cumplirse sin menoscabar la
integridad institucional del sistema de protección consagrado en la
Convención. Dicho procedimiento no es pues renunciable o
excusable, a menos que quede claramente establecido que su omisión,
en una especie determinada, no compromete las funciones que la
Convención asigna a la Comisión, como podría ocurrir en algunos
casos en que el asunto se planteara ab initio entre Estados y no entre
individuo y Estado. En el presente caso está lejos de ser demostrada
esa situación excepcional, por lo cual la manifestación del Gobierno
de renunciar a la aplicación de la regla contenida en el artículo 61.2
carece de fuerza necesaria para obviar el procedimiento ante la
Comisión, lo cual basta, por sí solo, para no admitir la presente
demanda.
a. Sobre la renunciabilidad al previo agotamiento de los recursos internos
26. A pesar de la anterior conclusión, la circunstancia de que el Gobierno
haya manifestado ante la Corte su decisión de renunciar al requisito
del artículo 46.1.a) de la Convención, conduce a considerar los
aspectos generales implicados en dicha renuncia. En este caso, según
los principios del Derecho Internacional generalmente reconocidos y
la práctica internacional, la regla que exige el previo agotamiento de
los recursos internos está concebida en interés del Estado, pues busca
dispensarlo de responder ante un órgano internacional por actos que se
le imputen, antes de haber tenido la ocasión de remediarlos con sus
propios medios. Se le ha considerado así como un medio de defensa y
como tal, renunciable, aun de modo tácito. Dicha renuncia, una vez
producida, es irrevocable. (Eur. Court H.R., De Wilde, Ooms and
Versyp Cases (“Vagrancy” Cases), judgment of 18th June 1971).
27. Ese principio general puede tener, como tal, particularidades en su
aplicación a cada caso. Ahora bien, como el previo agotamiento de los
recursos internos es un requisito para la admisibilidad de las
denuncias ante la Comisión, la primera cuestión que se plantea es
saber si la Corte puede pronunciarse, en el estado actual del
procedimiento, sobre la aplicabilidad de esos principios al caso
concreto, es decir, sobre el alcance de la renuncia del Gobierno a este
medio de defensa. Siguiendo lo establecido a este respecto por la
jurisprudencia internacional (ver “Vagrancy” Cases, supra), cabe
destacar que la cuestión de saber si se han cumplido o no los
requisitos de admisibilidad de una denuncia o queja ante la Comisión
es un tema que concierne a la interpretación o aplicación de la
Convención, en concreto de sus artículos 46 y 47, y, en consecuencia,
ratione materiae, competencia de la Corte. Sin embargo, como
estamos en presencia de requisitos de admisibilidad de una queja o
denuncia ante la Comisión, en principio corresponde a ésta
pronunciarse en primer término. Si posteriormente, en el debate
judicial se plantea una controversia sobre si se cumplieron o no lo
requisitos de admisibilidad ante la Comisión, la Corte decidirá,
acogiendo o no el criterio de la Comisión, que no le resulta vinculante
del mismo modo que tampoco la vincula su informe final.
Por lo tanto, tratándose de una denuncia que aun no ha sido tramitada
ante la Comisión, y de un caso que no puede ser conocido directamente
por este tribunal, la Corte no se pronuncia, en el estado actual, sobre el
alcance y valor de la renuncia del Gobierno a oponer el requisito de
previo agotamiento de los recursos de la jurisdicción interna.
a. Sobre las consecuencias de las anteriores conclusiones
28. Una de las particularidades del presente asunto y de las conclusiones
mencionadas, es que la Corte no puede entrar a conocerlo en su estado
actual a pesar de estar reunidos, en abstracto, los requisitos para su
competencia. En efecto, se trata de un caso que involucra la
interpretación y aplicación de la Convención, especialmente de sus
artículos 4 y 5, y, en consecuencia, ratione materiae, competencia de
la Corte. El caso ha sido propuesto por un Estado Parte, con lo que se
cumple el requisito del artículo 61.1 de la Convención. Y por último,
se trataría de establecer si ha habido o no una violación de los
derechos humanos consagrados en la Convención, imputable a un
Estado que ha reconocido de pleno derecho y sin convención especial,
la competencia de la Corte. La inadmisibilidad del caso presentado
por el Gobierno no obedece, en consecuencia, a la incompetencia de la
Corte para entrar a conocerlo, sino a la falta del cumplimiento de los
presupuestos procesales requeridos para que pueda iniciar su
conocimiento. En tal virtud, y siguiendo el espíritu de lo dispuesto por
el artículo 42.3 de su Reglamento, la Corte está en condiciones de
reservarse el conocimiento del caso una vez que se hayan subsanado
los impedimentos que lo hacen inadmisible en su estado actual.
a. Sobre la petición subsidiaria del Gobierno
29. En previsión de las dificultades que presenta el caso, el Gobierno
solicitó subsidiariamente a la Corte que, de considerar inexcusables
los procedimientos señalados en los artículos 48 a 50 de la
Convención, remitiera el asunto a la Comisión para lo de su
competencia. A pesar de que tal potestad no está prevista
expresamente entre las atribuciones que la Convención, el Estatuto y
el Reglamento confieren a la Corte, ésta no tiene objeción en dar curso
a esta solicitud, en el entendimiento de que dicha remisión no implica
una decisión de la Corte sobre la competencia de la Comisión:

Por tanto, la Corte:

1. Decide, unánimemente, no admitir la demanda introducida por el


Gobierno de Costa Rica para el examen del caso de Viviana Gallardo
y otras.
2. Decide, unánimemente, aceptar y tramitar la solicitud subsidiaria del
Gobierno de Costa Rica para remitir el asunto a la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos.
3. Decide, unánimemente, retener la petición del Gobierno de Costa Rica
en su lista de asuntos pendientes en espera del trámite ante la
Comisión.

Redactada en español e inglés, haciendo fe el texto en español, en la sede de


la Corte en San José, Costa Rica, el día 13 de noviembre de 1981.
Carlos Roberto reina,
Presidente
Pedro Nikken
César Ordóñez
Máximo Cisneros
Rodolfo E. Piza E.
Thomas Buergenthal
Charles Moyer,
Secretario
Voto razonado del juez Rodolfo E. Piza E.
De conformidad con lo previsto en el artículo 66.2 de la Convención
Americana sobre Derechos Humanos, formulo mi opinión mediante el
siguiente voto razonado:

1. He concurrido con mi voto a la resolución unánime de esta Corte,


porque comparto su conclusión general de que, dentro del sistema de
protección establecido por la Convención Americana sobre Derechos
Humanos, no parece posible prescindir de la totalidad de los
procedimientos previstos en los artículos 48 a 50 de la misma, para
ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, cuyo
agotamiento el artículo 61.2 impone como presupuesto procesal de la
jurisdicción contenciosa de la Corte, ni por ende admitir la renuncia
de los mismos formulada expresamente por el Gobierno de Costa
Rica, evidenciando con ella un elevado interés en superar las
limitaciones, mediatizaciones y retrasos de que adolece
ordinariamente la justicia internacional, sobre todo en materia como
ésta en que debería caracterizarse por su eficacia y prontitud.
2. Sin embargo, disiento de algunos de los razonamientos jurídicos
contenidos en la opinión de la mayoría, así como de la forma en que
otros, que comparto, se expresan en el fallo. Debe, pues, entenderse
mi opinión separada solamente en lo que resulte compatible con la
referida opinión de la mayoría.
3. Ante todo, la gestión del Gobierno de Costa Rica plantea a la Corte un
problema complejo, y sin precedentes, de “competencia” en el sentido
muy genérico e impreciso del lenguaje de la Convención, que
involucra tres tipos diversos de consideraciones: de JURISDICCIÓN,
en el sentido de la específica “función jurisdiccional” que el caso
requiere de este tribunal; de COMPETENCIA, en el sentido de la
medida de las potestades generales de la Corte para conocer del
mismo; y de LEGITIMACIÓN, en el sentido de su potestad concreta
para admitirlo en su estado actual.
4. En general, considero que el fallo debió razonar expresamente la
conclusión implícita de la mayoría, de que la gestión planteada
requiere claramente de la Corte el ejercicio de su JURISDICCIÓN
CONTENCIOSA; jurisdicción que, a mi juicio, la Convención
organiza y regula como ordinaria, dándole un evidente carácter
sancionador o de condena, al modo del de la jurisdicción penal, cuyo
objeto específico no es el de declarar el Derecho controvertido sino el
de restablecer el Derecho violado, resolviendo concretamente si se ha
cometido o no una violación de derechos consagrados en la
Convención, imputable a un Estado Parte de la misma, que resulta en
todo caso la “parte” pasiva, acusada, en perjuicio de seres humanos
que aparecen de este modo como la verdadera “parte” activa,
ofendida, titular de los derechos cuya protección se persigue, e
imponiendo a la primera las consecuencias correspondientes, a favor
de los segundos. Este esquema es importante para comprender la
estructura de la jurisdicción, y por qué la ecuación procesal es siempre
la misma, aunque el caso haya sido planteado por el propio Estado
imputado, que no por esto se convierte en “actor”, de igual manera
que no lo es el delincuente en la jurisdicción penal, aunque él mismo
la haya provocado entregándose para ser juzgado; o aunque lo haya
sido por la Comisión Interamericana que no tiene nunca la condición
de parte sustancial, actora ni demandada, sino siempre la de parte sui
generis, puramente procesal, auxiliar de la justicia, a la manera de un
“ministerio público” del sistema interamericano de protección de los
derechos humanos. Esto último hace también lamentable que la Corte
no haya podido contar, en el presente caso, con las razones que
sirvieran de fundamento a las conclusiones, escuetas y no motivadas,
de su respuesta a la audiencia otorgada conforme a la Resolución del
22 de julio de 1981.
5. Considero, además, que la opinión de la mayoría es incompleta, al
razonar en el párrafo 27 del fallo la COMPETENCIA, ratione
materiae, de la Corte respecto del caso presentado por el Gobierno de
Costa Rica; porque me parece necesario explicar que esa competencia
general no resulta solamente de que se haya planteado un problema
concreto de posible violación de derechos humanos consagrados en la
Convención, en perjuicio de Viviana Gallardo Camacho y sus
compañeras, sino de que esa eventual violación podría ser, prima
facie, imputable al Estado costarricense, en virtud de que se atribuye a
un agente de su autoridad, que al parecer se encontraba de servicio,
utilizando los medios jurídicos y materiales del cargo (arma, acceso a
la celda de las víctimas, etc.). La mención es importante, porque
alrededor de este mismo asunto se ha planteado la duda de si, por
tratarse de una autoridad subalterna, la responsabilidad del Estado
podría no derivarse directamente del acto mismo de esa autoridad
subalterna sino sólo indirectamente, en el supuesto de que llegare a
determinarse una omisión culpable de su parte en la protección de las
víctimas o en reparar e indemnizar las consecuencias del hecho, así
como la duda de si, en vista de las circunstancias, no sería
indispensable y, por ende, irrenunciable el agotamiento previo de los
recursos de la jurisdicción interna. Mi opinión es definitivamente la de
que las violaciones de derechos humanos imputables a las autoridades
públicas, en ejercicio o con ocasión de su cargo, o utilizando los
medios jurídicos o materiales del mismo son per se imputables al
Estado, con independencia de la responsabilidad que subjetivamente
le quepa por el dolo o la culpa de sus autoridades supremas.
6. En lo que se refiere al problema de la LEGITIMACIÓN de esta Corte
para conocer el caso en su estado actual, comparto la opinión de la
mayoría en cuanto a que, dada su competencia general para el mismo,
el Estado de Costa Rica, como Estado Parte de la Convención que ha
aceptado además la jurisdicción de la Corte en la forma prevista por el
artículo 62, goza de legitimación procesal para someterlo ante ella,
aun tratándose del Estado imputado o imputable de las violaciones
alegadas, de conformidad con el artículo 61.2 de la Convención. Me
parece también importante vincular esta conclusión a la estructura que
he señalado de la jurisdicción contenciosa de la Corte como
sancionadora o de condena, reiterando que ante ella el Estado
imputado ocupa siempre en el proceso la posición de la parte pasiva,
demandada u obligada, aunque él mismo haya sido quien la provocó.
7. También en relación con el cumplimiento de los presupuestos
procesales determinantes de la admisibilidad de la gestión del
Gobierno de Costa Rica y, por ende, de la legitimación de la Corte
para conocerlo en su estado actual, coincido con la opinión de la
mayoría en el sentido de que el agotamiento de las vías internas es una
condición de procedibilidad, por principio renunciable, así como con
la decisión de no resolver en concreto sobre la admisibilidad de la
renuncia de Costa Rica en el presente caso, en virtud de la inadmisión
que en el fallo se declara, a fin de que la Comisión pueda pronunciarse
sobre ella en primer lugar.
8. Pero no comparto la tesis de la mayoría, cuando considera como una
razón fundamental para rechazar la renuncia del Gobierno de Costa
Rica a los procedimientos ante la Comisión, la de que esos
procedimientos son indispensables para garantizar a los particulares,
especialmente a las víctimas de las violaciones alegadas, la plena
gestión de sus intereses, en vista de que la Convención les veda
expresamente el acceso directo ante el Tribunal, y aun en el supuesto,
todavía no resuelto por la Corte, de que ésta llegare a reconocerles una
legitimación procesal independiente, una vez iniciado el proceso. En
mi caso, mi opinión disidente me obliga a expresar de una vez que, a
mi juicio, lo único que la Convención veda al ser humano es la
“iniciativa de la acción” (Art.. 61.1), limitación que, como tal, es
“materia odiosa” a la luz de los principios, de manera que debe
interpretarse restrictivamente. En consecuencia no es dable derivar de
esa limitación la conclusión de que también le está vedada al ser
humano su condición autónoma de “parte” en el proceso, una vez que
éste se haya iniciado. Por el contrario, es posible, y aun imperativo,
otorgar al individuo esa posición y los derechos independientes de
parte, que le permitirían ejercer ante el Tribunal todas las
posibilidades que la Convención le confiere en los procedimientos
ante la Comisión. En todo esto, carece, a mi juicio, de importancia la
falta de legitimación procesal del individuo para iniciar el proceso,
porque todo lo que aquí se dice presupone que éste ya se ha iniciado,
por acción de la Comisión o del Estado que hace la renuncia.
9. Podría, entonces, encontrarse una única excepción a las posibilidades
favorables al ser humano en los procedimientos ante la Comisión: la
de que la víctima pueda beneficiarse de una solución amistosa
propiciada por la Comisión, que ciertamente, conforme lo dice la
opinión de la mayoría, no sería accesible ante la Corte. Pero aparte del
valor para mí relativo y dudoso de los procedimientos de conciliación,
que más bien me parecen montados en interés de los Estados, es lo
cierto que siempre queda abierta la posibilidad, inclusive con
intervención de la Comisión, si no dentro por lo menos paralelamente
al proceso ante el Tribunal, el cual también podría terminarse por
medio de un desestimiento, una solución amistosa o una satisfacción
extraprocesal, con la ventaja de que tendría que ser aprobada por el
órgano jurisdiccional, (Art. 42, Reglamento de la Corte, y doctrina de
los arts. 41 b), 50.3 y 51 de la Convención).
10. Por otra parte, con la indicada salvedad de los procedimientos de
conciliación, considero que nada de lo que pueda hacer la Comisión,
dentro de los procedimientos previos previstos por la Convención, en
interés de la protección eficaz de los derechos humanos, no pueda
hacerlo también la propia Corte durante el proceso; inclusive con
creces, ya que su intervención añadiría certeza y autoridad a las
actuaciones, y al mismo tiempo acortaría considerablemente la
duración de los asuntos, contribuyendo a acercar la realización del
ideal de la justicia pronta y cumplida, cuya ausencia es de por sí una
de las más graves y frecuentes violaciones de derechos humanos, y
madre o amparo de casi todas las demás.
11. En conclusión, si comparto la tesis del fallo de que no es admisible, en
el caso concreto, la renuncia del Gobierno a los procedimientos ante la
Comisión, no lo hago en consideración de la necesidad de preservar la
mejor protección de los derechos humanos, sino de que he llegado a
convencerme de que, lamentablemente, el sistema de la Convención
parece hacerlo imposible, en razón de que, al promulgarlo, los Estados
Americanos no quisieron aceptar el establecimiento de un sistema
jurisdiccional expedito y eficaz, sino que lo mediatizaron
interponiéndole la criba de la Comisión, a través de una verdadera
carrera de obstáculos que casi deviene en insuperable, en el largo y
penoso camino que de por sí están forzados a recorrer los derechos
fundamentales de la persona humana.
12. Por las razones expuestas, mi concurrencia en el voto unánime de la
resolución que razono, debe entenderse en los siguientes términos:
a. La acción interpuesta por el Gobierno de Costa Rica ante la Corte, en el
caso de Viviana Gallardo y otras, no es admisible por no serlo la renuncia
del gestionante a los procedimientos previos ante la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos, en virtud de que lamentablemente
no parece posible dispensarlos en su totalidad, dentro de las limitaciones
impuestas por el sistema del Pacto de San José.
b. En vista de la inadmisión de la petición principal para que la Corte
conozca del caso de una vez, es procedente acoger la subsidiaria de remitir
el asunto a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, para que
ésta lo considere de acuerdo con sus atribuciones convencionales.
c. Es también procedente que, en virtud de su competencia general para el
caso, esta Corte retenga la petición del Gobierno de Costa Rica en su lista
de asuntos pendientes en espera del trámite ante la Comisión.

Rodolfo E. Piza E.
Charles Moyer,
Secretario
Resolución del 8 de setiembre de 1983
La Corte Interamericana de Derechos Humanos,
Resultando:

1. Que el 13 de noviembre de 1981 esta Corte adoptó una decisión según


la cual:
1. Decide, unánimemente, no admitir la demanda introducida por
el Gobierno de Costa Rica para el examen del caso de Viviana
Gallardo y otras.
2. Decide, unánimemente, aceptar y tramitar la solicitud
subsidiaria del Gobierno de Costa Rica para remitir el asunto a
la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
3. Decide, unánimemente, retener la petición del Gobierno de
Costa Rica en su lista de asuntos pendientes en espera del
trámite ante la Comisión.
2. Que el 30 de junio de 1983 la Comisión Interamericana de Derechos
Humanos adoptó una resolución según la cual:

Considerando:

1. Que el artículo 48, numeral 1, inciso c) de la Convención Americana


sobre Derechos Humanos relativo al procedimiento establecido para el
trámite de las comunicaciones individuales señala que la Comisión
podrá declarar la inadmisibilidad de la improcedencia de la petición o
comunicación, sobre la base de una información o prueba
sobreviniente;
2. Que el artículo 32, incisos b) y c) del Reglamento de la Comisión
señalan que es necesario decidir como cuestión preliminar acerca de
otras materias relacionadas con la admisión de la petición o su
improcedencia manifiesta, que resulten del expediente o que hayan
sido planteadas por las partes y si existen o subsisten los motivos de la
petición, ordenando en caso contrario, archivar el expediente;
3. Que las informaciones sobrevinientes recibidas por la Comisión, en
especial de las respuestas sometidas a su consideración por el
Gobierno de Costa Rica; del estudio efectuado del Expediente No.
034-81 de la Procuraduría General de la Nación; del requerimiento de
instrucción formal presentado por el Agente Fiscal de San José; de las
sentencias dictadas en la causa contra José Manuel Bolaños por los
delitos de homicidio calificado, lesiones graves y lesiones leves en
perjuicio de Viviana Gallardo, Alejandra Bonilla Leiva y Magaly
Salazar Nassar; y de la investigación adelantada por el Director del
Organismo de Investigación Judicial, se desprende que el Gobierno de
Costa Rica ha actuado de conformidad con las disposiciones legales
vigentes, sancionando con todo el rigor de la ley al responsable de los
actos denunciados;
4. Que por lo anterior resulta manifiesta la improcedencia de la petición
formulada, no subsistiendo los motivos que originaron su
introducción, de conformidad con lo estipulado en el artículo 48,
numeral 1, inciso c) del Pacto de San José, y de los artículos 32 b) y c)
del Reglamento de la Comisión Interamericana de Derechos
Humanos;
5. Que el Sistema Institucional de Protección de los Derechos Humanos
establecido en la Convención para el trámite de peticiones o
comunicaciones, dentro de las limitaciones fijadas en ella, y al cual los
Estados Partes se han obligado voluntariamente a observar, opera
salvo las excepciones consagradas en la propia Convención, en
defecto del sistema jurídico interno, conforme a los principios del
Derecho Internacional generalmente reconocidos,

Resuelve:

1. Declarar inadmisible la petición objeto del presente asunto de


conformidad con el artículo 48, numeral 1, inciso c) de la Convención
Americana sobre Derechos Humanos.
2. Comunicar esta resolución al Gobierno de Costa Rica y a la Corte
Interamericana de Derechos Humanos.
3. Archivar este asunto de acuerdo con lo establecido en el artículo 32
(c) del Reglamento de la Comisión Interamericana de Derechos
Humanos.
4. Incluir la presente resolución en su Informe Anual a la Asamblea
General de conformidad con el artículo 59 inciso g) del Reglamento
de la Comisión.

Considerando:
Que las razones sobre las que se funda la citada Resolución de la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos, llevan a concluir que habiéndose
pronunciado la Comisión en el sentido indicado, de acuerdo con los artículos
61.2 y 48 a 50 de la Convención no subsiste ninguna razón para que el caso
se mantenga en la lista de asuntos pendientes de la Corte,
Por lo tanto resuelve por seis votos a uno:

1. Suprimir de su lista de asuntos pendientes el “Asunto Viviana


Gallardo y Otras”.
2. Archivar el expediente.
3. Notificar esta Resolución al Gobierno de Costa Rica y a la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos.

Nada en esta Resolución debe ser interpretado en el sentido de afectar o


menoscabar el derecho de cualquier individuo interesado de hacer uso de
todos los recursos que la ley de Costa Rica le brinde.
Redactada en español e inglés, haciendo fe el texto en español, en la sede de
la Corte en San José, Costa Rica, el día 8 de setiembre de 1983.
Pedro Nikken,
Presidente
Thomas Buergenthal
Huntley Eugene Munroe
Máximo Cisneros
Carlos Roberto Reina
Rodolfo E. Piza E.
Rafael Nieto Navia
Charles Moyer,
Secretario
Voto salvado del Juez Rodolfo E. Piza E.
Disiento de la Resolución de mayoría y, con base en los artículos 66.2 de la
Convención Americana sobre Derechos Humanos y 46.4 del Reglamento de
la Corte, formulo mi Voto Salvado o Disidente, en los siguientes términos:

I. Planteamiento del caso:

A) Antecedentes:

1. Viviana Gallardo Camacho, Alejandra Bonilla Leiva y Magaly


Salazar Nassar, costarricenses, fueron detenidas por el Organismo de
Investigación Judicial (OIJ) de la República de Costa Rica,
vinculándolas a una organización terrorista o sediciosa, y puestas, por
intermedio del Ministerio Público, a la orden del tribunal de
instrucción ordinario correspondiente. Por razones de seguridad, se les
mantuvo en una celda de detención de la Dirección General de la
Guardia Civil. Entre otros cargos, a Viviana se le imputaba
personalmente el homicidio de un miembro de dicha Guardia Civil, de
una manera repugnante, lo cual produjo una ola de indignación, tanto
en el país en general, como en el seno de la Guardia Civil y de las
autoridades del orden público en particular.
2. El 1.º de julio de 1981, el Cabo de la Guardia Civil José Manuel
Bolaños Quesada, que no estaba a cargo de la vigilancia de las
detenidas, logró llegar hasta la puerta de su celda y disparar con una
metralleta a través de la mirilla de la misma, causando la muerte de
Viviana e hiriendo a sus compañeras Alejandra y Magaly.
3. Las noticias de prensa y los reclamos públicos de las víctimas y sus
parientes plantearon, en resumen, la posible responsabilidad del
Gobierno de la República: a) porque los hechos fueron cometidos por
un agente de la autoridad, si no en el ejercicio de sus funciones, sí por
lo memos con ocasión del mismo y utilizando los medios jurídicos y
materiales de su cargo (acceso a las detenidas, arma de reglamento,
uniforme, posición, etc.); b) porque el mantenerlas en un centro de
detención de la Guardia Civil, al alcance de compañeros del agente
asesinado y en condiciones precarias de seguridad, parecía significar
una imprudencia grave que podría haber facilitado el atropello; c)
porque su detención en un centro anormal e inadecuado, y las tres
juntas en una celda de mínimas dimensiones y sin condiciones de
higiene y comodidad, podría constituir un tratamiento cruel, inhumano
o degradante; d) porque, además, se acusaba concretamente al OIJ de
maltratos, físicos y sicológicos, a las detenidas, en condiciones que se
tildaban de tortura.

B) Introducción del caso ante la Corte:

1. El Gobierno de Costa Rica, a través de su Ministra de Justicia, por


telegrama del 6 de julio de 1981 anunció, y por memorial del 16
formalizó, directamente ante la Corte, la introducción del caso,
invocando el artículo 62.3 de la Convención Americana, a fin de que
este Tribunal decidiera si los hechos constituían una violación, por
parte de las autoridades nacionales, de los derechos humanos
consagrados en los artículos 4 y 5 de la Convención, o de cualquier
otro derecho contemplado en dicho instrumento internacional.
2. En el mismo memorial, y con el propósito declarado de que la Corte
pudiera entrar de inmediato y sin impedimento procesal alguno, a
conocer del caso sometido a su conocimiento, el Gobierno manifestó
que renunciaba formalmente: a) el requisito de agotamiento previo de
los recursos de su jurisdicción interna (Art. 46.1(a) de la Convención);
y b) al requisito de agotamiento previo de los procedimientos
previstos en los artículos 48 a 50 de la Convención (procedimiento
ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos; Art. 61.2 de
la misma). Además, pidió, subsidiariamente, que si la Corte resolviera
que, antes de conocer la demanda, deben siempre ser agotados los
referidos procedimientos, el caso fuera sometido a la Comisión para lo
de su competencia.
3. Ante las peculiaridades del asunto, la Corte abrió una incidencia
previa “sobre su competencia para conocer del caso en su estado
actual” (Resolución del 22 de julio de 1981), y, después de oír al
Gobierno de Costa Rica y a la Comisión, resolvió:

Por lo tanto la Corte:


1. Decide, unánimemente, no admitir la demanda introducida por el
Gobierno de Costa Rica para el examen del caso de Viviana
Gallardo y otras.
2. Decide, unánimemente, aceptar y tramitar la solicitud subsidiaria
del Gobierno de Costa Rica para remitir el asunto a la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos.
3. Decide, unánimemente, retener la petición del Gobierno de Costa
Rica en su lista de asuntos pendientes en espera del trámite ante la
Comisión (Decisión del 13 de noviembre de 1981).

Concurrí con esa decisión unánime, aunque emití un Voto Razonado sobre
las consideraciones que condujeron a adoptarla, casi todas de carácter
aclaratorio.

C) Reclamaciones complementarias (individuales):

1. Simultáneamente con la introducción del caso por el Gobierno, la


Corte recibió denuncias o reclamaciones individuales de los padres de
Viviana y de Magaly, en las cuales se pedía expresamente la
intervención de este Tribunal, acusando al Gobierno de mantener a las
prisioneras en una situación reñida con su dignidad y en condiciones
de seguridad precarias, que facilitaron el asesinato de la primera y las
lesiones de las otras dos, así como a las autoridades de investigación
de haber empleado contra ellas tratamientos crueles, inhumanos y
degradantes y métodos de tortura.
2. La Corte, en vista de que la legitimación para introducir un caso a su
conocimiento está limitada por la Convención a la Comisión y a los
Estados Partes (Art. 61.2), se abstuvo de tramitar las denuncias
recibidas. Sin embargo, de acuerdo con una decisión adoptada en
general y aplicada invariablemente desde 1979, en interés de facilitar
la protección de los derechos humanos que es el objeto y fin de la
Convención, las tuvo por presentadas y las transmitió ella misma a la
Comisión.

D) Trámite ante la Comisión:


1. La Comisión tramitó la gestión del Gobierno, recabando de éste las
informaciones pertinentes y dando audiencia sobre ellas por lo menos
a una de las personas interesadas: la madre de Viviana; si bien
advirtiendo en cada oportunidad que esos trámites no entrañaban
necesariamente una decisión sobre la admisibilidad del caso (CIDH,
Res. N.º 13/83 de 30 de junio de 1983, párrs. N.os 5 a 16); decisión
esta que, según parece, nunca se tomó, ni en relación con la
legitimación del Gobierno o los terceros, ni con el objeto o contenido
de sus peticiones, ni con la renuncia del Gobierno al agotamiento
previo de sus vías internas u otros requisitos de procedibilidad, ni
tampoco con la competencia misma de la Comisión.
2. En determinado momento, la Comisión se dio por satisfecha de las
explicaciones presentadas por el Gobierno de Costa Rica, las cuales
consideró suficientes para tener por demostrada la ‘improcedencia
manifiesta’ (sic) de la petición, declarando que “el Gobierno de Costa
Rica ha actuado de conformidad con las disposiciones legales
vigentes, sancionando con todo el rigor de la ley al responsable de los
actos denunciados” (Ibid., “Considerando” párr. N.º 3).
3. Pese a que esos razonamientos parecían tender, naturalmente, a fundar
una especie de sobreseimiento, de fondo, no una inadmisión
propiamente dicha, de carácter procesal, lo cierto es que la Comisión
decidió formalmente:
1. Declarar inadmisible la petición objeto del presente asunto de
conformidad con el artículo 48, numeral 1, inciso c) de la
Convención Americana sobre Derechos Humanos.
2. Comunicar esta resolución al Gobierno de Costa Rica y a la
Corte Interamericana de Derechos Humanos.
3. Archivar este asunto de acuerdo con lo establecido en el
artículo 32 (c) del Reglamento de la Comisión Interamericana
de Derechos Humanos.
4. Incluir la presente resolución en su Informe Anual a la
Asamblea General de conformidad con el artículo 59 inciso g)
del Reglamento de la Comisión. (Ibid.).
E) Cuestiones a considerar:

1. La Corte se enfrenta ahora a un problema procesal fundamental: el de


que ella misma, al negarse a admitir la petición del Gobierno de Costa
Rica, no se limitó a rechazarla, remitiéndola o no a la Comisión, sino
que, además, se reservó su conocimiento, resolviendo “retener(la) en
su lista de asuntos pendientes, en espera del trámite ante la Comisión”
(Decisión del 13 de noviembre de 1981, “Por tanto” párr. N.º 3),
decisión a la que dio el sentido expreso de “reservarse el conocimiento
del caso una vez que se hayan subsanado los impedimentos que lo
hacen inadmisible en su estado actual” (Ibid, párr. N.º 28). Si no fuera
así, la simple inadmisión del caso por la Corte podría permitirle ahora
suponer la ineficacia y prácticamente la inexistencia jurídicas de la
introducción de la instancia por el Gobierno de Costa Rica ante ella,
de manera que en este momento el caso no se distinguiera de
cualquier otro planteado directamente ante la Comisión, que la Corte
no puede conocer mientras no le sea sometido por la Comisión o por
un Estado Parte (Costa Rica u otro), una vez agotados los
procedimientos previos ante aquélla (arts. 61.1 y 62 de la
Convención).
2. Sin embargo, la reserva se hizo, y si ésta podría acaso interpretarse de
diversas maneras, lo que no podría hacerse sería ignorarla y, por ende,
darle a la Resolución de la Corte, que la formuló, el mismo sentido
que si no la hubiera formulado. Dicho de otro modo: si la Corte hizo
la reserva, ésta tiene que tener un sentido y un alcance, válidos,
porque aquélla es el único juez de su propia legalidad, y eficaces,
porque no es concebible que lo que ella resuelve no tenga aplicación.
Sin embargo, el Voto de Mayoría no lo explica, ni lo intenta explicar,
con lo que deja entender que lo ignora, y en esto estriba mi mayor
disensión.
3. De aquí nace, asimismo, la extensión inusitada de mi Voto Salvado,
porque, a mi juicio, no se puede dejar de responder ahora a una serie
de interrogantes, que me permito resumir así: a)¿qué sentido y
alcances tiene aquella reserva de conocimiento de la Corte, en función
de la jurisdicción y competencia de ésta y del contenido de la petición
del Gobierno de Costa Rica que la originó?; b) dado que esa reserva se
vinculó por la Corte al cumplimiento del trámite ante la Comisión,
¿cuándo debe considerarse cumplido ese trámite, a los efectos del
artículo 61.2 de la Convención?; c) ¿puede darse esa significación a la
Resolución N.º 13/83 de la Comisión, que dispuso “declarar
inadmisible la petición. . . (y) archivar este asunto?” (Ibid., “Por
tantos” N.º 1 y 3); d) en caso afirmativo, ¿debe la Corte retomar de
oficio el conocimiento del asunto, sin necesidad de una nueva gestión
del Gobierno, de la Comisión o de otro Gobierno?; e) si así fuera,
¿qué cuestiones preliminares debe resolver y qué trámites debe
seguir?

II. Consideraciones de derecho:


A) Sobre la reserva de conocimiento de la Corte:

1. La Corte, en su Decisión del 13 de noviembre de 1981, claramente


circunscribió la cuestión en ese entonces, a una simple,
‘procedibilidad’, ‘admisibilidad’ o ‘competencia para conocer el caso
“en su estado actual”’. En este sentido, muy ilustrativamente dijo: “la
inadmisibilidad del caso presentado por el Gobierno no obedece, en
consecuencia, a la incompetencia de la Corte para entrar a conocerlo,
sino a la falta de cumplimiento de los presupuestos procesales
requeridos para que pueda iniciar su conocimiento. . .” (Ibid., párr. N.º
28). Por cierto que ésta fue también la razón fundamental para que la
Corte se reservara su conocimiento, como se dijo (Ibid., in fine).
2. La Corte consideró concretamente dos requisitos de procedibilidad de
la petición, sobre los cuales se produjo la renuncia del Gobierno de
Costa Rica: uno, de carácter general: el requisito del agotamiento
previo de los recursos de la jurisdicción interna, impuesto por el
artículo 46.1.a) de la Convención, tanto para ante la Comisión,
directamente, como para ante la propia Corte, indirectamente,
requisito que tuvo por renunciable en general (Decisión del 13 de
noviembre de 1981, párr. N.º 26); el otro, el requisito del agotamiento
previo de los procedimientos previstos en los artículos 48 a 50 de la
Convención -procedimientos ante la Comisión-, establecido por el
artículo 61.2 de la misma para acudir ante el Tribunal, que tuvo, en
cambio, por necesario y, por ende, por irrenunciable (Ibid., párrs. N.os
14, 20 y 25). Sólo que, al pronunciarse así sobre este último y
rechazar el caso por su incumplimiento, de modo expreso omitió
hacerlo formalmente sobre el primero, en vista de que, “como estamos
en presencia de requisitos de admisibilidad de una queja o denuncia
ante la Comisión, en principio corresponde a ésta pronunciarse en
primer término” (Ibid., párr. N.º 27).
3. Fue, pues, en relación con el requisito necesario e irrenunciable del
procedimiento previo ante la Comisión, que la Corte se reservó el
conocimiento del asunto, con lo cual estableció, a mi juicio con toda
claridad y acierto, una simple ‘subordinación procesal’, pero no una
‘subordinación material’ ante la Comisión. Dicho de otra manera: es
evidente que la Corte, al reconocer la importancia general y la
necesidad procesal del procedimiento ante la Comisión, tuvo en
mente, sí, la imposibilidad de soslayarlo o renunciarlo en su totalidad,
pero también, al mismo tiempo, dos principios implícitos, pero
inequívocos: uno, el de que esa necesidad procesal no convierte a la
Comisión en un tribunal ni al procedimiento ante ella en una especie
de ‘primera instancia’ jurisdiccional; el otro, el de que la Comisión
carece de potestades preclusivas de las jurisdiccionales de la Corte,
que es el único tribunal del sistema de protección de los derechos
humanos consagrado en la Convención. En este sentido, dijo por
ejemplo “si posteriormente, en el debate judicial se plantea una
controversia sobre si se cumplieron o no los requisitos de
admisibilidad ante la Comisión, la Corte decidirá, acogiendo o no el
criterio de la Comisión, que no le resulta vinculante del mismo modo
que tampoco la vincula su informe final” (Ibid., párr. N.º 27); lo cual
no es otra cosa que afirmar el carácter ‘plenario’ y ‘único’ de la
jurisdicción del Tribunal.
4. Así pues, la reserva de conocimiento declarada por la Corte significa,
a mi juicio, que la petición del Gobierno de Costa Rica permanece
vigente, con el efecto que la Resolución expresamente le dio, de
‘introducción de la instancia’ ante el Tribunal, si bien ‘subordinada
procesalmente’, valga decir, suspendida pero presentada, detenida
pero pendiente, latente pero viva, “en espera del trámite ante la
Comisión” (Ibid., “Por tanto”, párr. N.º 3), de manera que, cumplido
éste, aquélla recuperaría su vigencia como la acción eficaz y legítima
necesaria para excitar la jurisdicción contenciosa de la Corte,
conforme al artículo 61.1 de la Convención, y esta última debería
simplemente retomar su conocimiento, aunque sólo fuera para
declarar otra vez su inadmisión por otras causas.

B) Sobre el agotamiento del procedimiento ante la Comisión:

1. En vista de la anterior conclusión, se trata, pues, de determinar cuándo


debe tenerse por agotado el procedimiento previo ante la Comisión,
concretamente a los efectos de la admisibilidad del caso ante la Corte,
de conformidad con el artículo 61.1 de la Convención. Normalmente,
desde luego, ese procedimiento supone una serie de etapas que
desembocan en el informe definitivo previsto por el artículo 50.1 de la
Convención, a partir del cual el asunto puede ser traído al Tribunal por
la Comisión o por el “Estado interesado” (Art. 51.1).
2. Sin embargo, también puede la Comisión declarar la ‘inadmisión’ del
caso (arts. 47 y 48.1(a) o (c), o en la etapa de instrucción disponer
archivarlo porque no existen o subsisten los motivos de la petición o
comunicación (Art. 48.1(b), o darse por satisfecha con una solución
amistosa (Art. 49), en cuyos casos habrá siempre una resolución de la
propia Comisión que, sin llegar al informe definitivo del artículo 50.1,
pone término al procedimiento, haciendo imposible su continuación;
puede inclusive dejarlo abandonado por inercia, sin resolución. Es en
tales supuestos donde se hace problema el sentido del requisito
establecido por el artículo 61.2, de que “para que la Corte pueda
conocer de cualquier caso, es necesario que sean agotados los
procedimientos previstos en los artículos 48 a 50”, porque es obvio
que una interpretación puramente literal de esa norma podría conducir
a la conclusión de que ningún caso puede llegar a la Corte sin que
dichos procedimientos se hayan realizado y completado en todas y
cada una de sus etapas y, por ende, de que la Comisión sí tiene
potestades preclusivas de la jurisdicción de la Corte, con sólo que
resuelva un caso en cualquier momento antes del informe definitivo
del artículo 50.1, o inclusive que lo abandone sin dejarlo llegar hasta
él.
3. A mi juicio, es este uno de los casos en que una correcta
interpretación de las normas ‘en su contexto y de acuerdo con su
objeto y fin’ (Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados
de 1969, Art. 31.1), reclama, no solamente la aplicación de criterios
finalistas, de razonabilidad y de justicia, a la luz de los principios del
Derecho de los Derechos Humanos, sino también la utilización de las
técnicas depuradas del Derecho Procesal en general; unos y otras, para
que la interpretación no se convierta en un obstáculo sino sea un
instrumento adecuado a la realización de la suprema razón de ser y
finalidad de esas normas, que no son otras que la mejor protección de
los derechos fundamentales del hombre. Para esto se hicieron, y si
para esto no sirven, no sirven para nada.
4. A la luz de esos criterios, me parece sencillo concluir en que los
procedimientos ante la Comisión se agotan, y por ende, la
intervención administrativa y preventiva de esta última como requisito
de procedibilidad ante la Corte se cumple, cuando aquélla les pone
término, sea en virtud del informe definitivo del artículo 50.1, sea en
virtud de una resolución o inclusive de una inactividad que los
terminan; por lo menos de una resolución, a la que cabría aplicarle,
por analogía, los principios que el Derecho Procesal ha acuñado para
dar tratamiento de actos finales a los llamados ‘autos con carácter de
sentencia’, precisamente porque resuelven interlocutoriamente un
proceso, haciendo imposible su continuación; máxime tratándose,
como se trata, de procedimientos preventivos o preliminares de simple
carácter administrativo, no propiamente jurisdiccional, que además
deben ser aplicados restrictivamente, ante principios fundamentales
como el del acceso a la justicia y el de que las formalidades y
requisitos procesales deben siempre interpretarse en el sentido más
favorable a la resolución de las cuestiones de fondo en sentencia -
principio pro sententia del Derecho Procesal general-. Las
limitaciones y reticencias tradicionales frente a la jurisdicción
internacional, no tienen cabida en el Derecho Internacional de los
Derechos Humanos.
5. Estas conclusiones no me parecen extrañas a la opinión ya adelantada
por la propia Corte, cuando en su Decisión del 13 de noviembre de
1981 claramente advirtió que “no se trata, pues, de interpretar si se ha
agotado, o cuándo puede considerarse agotado, dicho procedimiento,
sino estrictamente de precisar si el mismo puede eludirse con la sola
renuncia unilateral del Estado involucrado” (párr. N.º 21), así como
cuando otorgó una importancia interpretativa determinante a la
necesidad de conciliar “en primer lugar, el interés de las víctimas de
que se les proteja y asegure el pleno goce de los derechos que tienen
según la Convención; en segundo lugar, la necesidad de salvaguardar
la integridad institucional del sistema que la misma Convención
establece” (Ibid., párrs. N.os 13 y 14), de manera que “el equilibrio de
la interpretación se obtiene orientándola en el sentido más favorable al
destinatario de la protección internacional, siempre que ello no
implique una alteración del sistema” (Ibid., párr. No. 16). En realidad,
si la Corte consideró que el procedimiento ante la Comisión es
esencial y, por ende, irrenunciable en su conjunto, fue sobre todo
porque estimó que la intervención de la misma no se ha concebido en
interés exclusivo del Estado sino en el de la “integridad institucional
del sistema de protección consagrado en la Convención . . . (y)
permite el ejercicio de importantes derechos individuales, muy
especialmente a las víctimas” (Ibid., párr. N.º 25; en gral. párrs. N.º 21
a 25).
6. Lo anterior me lleva a la conclusión de que la Resolución No. 13/83
de la Comisión, al declarar la inadmisión de la petición del Gobierno
de Costa Rica y ordenar archivarla, no sólo agotó formalmente los
procedimientos ante la misma, sino que también los agotó
materialmente, dejando sin posible satisfacción ulterior los propósitos
de mejor protección del ser humano y sus derechos que la Corte les
atribuyó en su Decisión del 13 de noviembre de 1981. Esto, a mi
juicio, sería así en todo caso, aunque la Comisión realmente se hubiera
limitado a declarar la inadmisión del asunto; pero lo es más todavía si
se toma en cuenta que, en verdad, lo que hizo fue resolver el fondo,
sobreseyéndolo con una denominación equivocada (ver párr. N.º 11,
supra).
7. En consecuencia, es mi opinión que, cumplida la condición
establecida por la propia Corte, al reservarse el conocimiento de la
petición del Gobierno de Costa Rica “en espera del trámite ante la
Comisión”, lo que procede es sencillamente reasumir ese
conocimiento, teniendo por satisfecho dicho requisito de
procedibilidad. Después, la Corte podría, teóricamente, llegar a
cualquier conclusión sobre el caso, inclusive la de archivarlo, pero no
puede hacerlo, en ninguna forma, sin retomar su conocimiento y, por
ende, sin resolver, motivadamente como debe hacerlo siempre un
tribunal, una serie de cuestiones que exigen, a su vez, examinar la
validez y el contenido de lo dispuesto por la Comisión, y establecer
qué debe decidirse interlocutoriamente y qué reservarse para
sentencia. Lo contrario equivaldría a caer en una verdadera
‘absolución de la instancia’.

C) Sobre las consideraciones de la Comisión:

1. Además de los errores procesales ya señalados: el de darle al caso un


larguísimo trámite de dieciocho meses sin pronunciarse sobre su
admisión, pese a que, de acuerdo con la Convención, la sola iniciación
de ese trámite supone normalmente que la Comisión “reconoce la
admisibilidad de la petición o comunicación” (Art. 48.1.a); el de no
pronunciarse nunca sobre aspectos fundamentales como la
legitimación del Gobierno y de los terceros, la renuncia de aquél al
agotamiento previo de sus vías internas y la competencia de la propia
Comisión; y el de acabar declarando inadmisible el caso cuando lo
que hizo en realidad fue resolverlo, sobreseyéndolo por improcedente;
la Comisión incurrió en defectos de mérito que no pueden dejarse de
reseñar.
2. En primer lugar, en cuanto a los derechos principales, a saber, el
asesinato de Viviana Gallardo y las lesiones de Alejandra Bonilla y
Magaly Salazar, por obra de un miembro de la Guardia Civil
costarricense, la Comisión tuvo por comprobado y suficiente que el
Gobierno se había apresurado a promover la acción penal
correspondiente contra su autor material, el cual fue sentenciado a 18
años de prisión (CIDH, Res. N.º 13/83, “Antecedentes”, párr. N.º 13).
Sin embargo, no tomó debida cuenta de que, según eso, los hechos
fueron obra de un agente de la autoridad pública, si no en el ejercicio
de sus funciones, al menos con ocasión del mismo y utilizando sus
medios, jurídicos y materiales, en circunstancias tales que, si la
investigación que no se ha hecho no arrojara otros responsables,
bastarían para presuponer que sí ocurrió una grave violación de los
derechos de las víctimas, imputable al Estado de Costa Rica como tal
y, en consecuencia, parecían reclamar un pronunciamiento expreso
sobre la responsabilidad de ese Estado, único sujeto del caso pasible
de condenatoria y sanción en el orden internacional de la protección
de los derechos humanos.
3. En realidad, la Comisión, al resolver como lo hizo, parece que vino,
sin explicación cabal, a sentar la tesis, para mí inaceptable, de que las
violaciones de derechos humanos no ocurren cuando ocurren, porque
son siempre obra de individuos concretos, de carne y hueso, aunque
actúen como funcionarios públicos de cualquier nivel, sino tan sólo
cuando el Estado no las sanciona y repara, con la cual se está
afirmando prácticamente que la única violación imputable al Estado,
por conductas concretas al menos, sería la llamada ‘denegación de
justicia’ o, lo que es lo mismo’ que si no hay denegación de justicia no
se consuma la violación. Esto no es cierto ni siquiera tratándose de
violaciones cometidas por particulares, porque aun en éstas la
posibilidad de reconducir al Estado la responsabilidad correspondiente
puede darse, no sólo cuando no se sancionan o reparan, sino también
cuando falta o es deficiente la protección que aquél está obligado a
darles a las víctimas desde antes de que lo sean; pero mucho menos
puede decirse de las violaciones cometidas por las autoridades
públicas, cualquiera que sea su rango o carácter, porque sus conductas
son imputables al Estado mismo, ya directamente, por sus actos
funcionales, ya indirectamente, por los que realicen en condiciones
tales que el Derecho atribuye a su responsabilidad, subjetiva u
objetiva.
4. En segundo lugar, llama también la atención el hecho de que la
Comisión sobreseyera el caso en relación con las alegadas torturas o
maltratos a Viviana y sus compañeras, atribuidas a miembros del
Organismo de Investigación Judicial (OIJ), sin llevar la cuestión a las
profundidades de una verdadera instrucción, y teniendo por
inexistentes o improbadas las violaciones con base en las conclusiones
de una investigación supuestamente realizada por el propio organismo
acusado de cometerlas o, textualmente, en que “conforme a una
información levantada por el Director de ese Organismo, no resulta
ninguna lesión de ese tipo” (Ibid., párr. N.º 14). En este sentido, habría
que preguntar: ¿qué diferencia jurídicamente relevante existe entre las
autoridades costarricenses, tal como se consideran en la Resolución de
la Comisión, y las de otras naciones americanas, a las cuales se
condena por torturadoras, pese a que ellas y sus Gobiernos afirman
que investigan las torturas y las nieguen por inexistentes o por
improbadas?; ¿por qué debe jurídicamente gozar de mayor
credibilidad un organismo policial costarricense que uno de cualquier
otro país del Continente? Costa Rica, precisamente por el
reconocimiento generalizado de que disfruta como nación respetuosa
de los derechos humanos, no sólo debería rehusar tal privilegio
insustanciado de credibilidad, sino inclusive rechazarlo, porque, a fuer
de privilegio, acaba por no probar nada ni favorecer en nada a ese
país.
5. En tercer lugar, la Comisión ni siquiera se cuestionó otros aspectos
importantes del caso, que de algún modo u otro habían sido señalados:
concretamente, no se cuestionó la posibilidad de que el mantener a las
víctimas en un centro de detención de la Guardia Civil, en condiciones
precarias de seguridad y al alcance de los compañeros del agente cuya
muerte se achacaba a Viviana, significara una imprudencia manifiesta
que podría haber facilitado el atropello y que agregaría, a la
responsabilidad objetiva del Estado, una responsabilidad subjetiva del
Gobierno, por negligencia o ‘culpa in vigilando’ (ver párr. N.º 3(b),
supra); tampoco se cuestionó la posibilidad de que la detención de las
víctimas en un centro anormal e inadecuado, a las tres juntas en una
celda de dimensiones mínimas y sin condiciones de higiene y
comodidad, constituyera un tratamiento cruel, inhumano o degradante
en los términos del artículo 5.2 de la Convención (ver párr. N.º 3(c),
supra). Nada de esto se menciona siquiera en la Resolución de la
Comisión.
6. Finalmente, tampoco consideró la Comisión las particulares
consecuencias que podría tener sobre el fondo del asunto, la renuncia
del Gobierno de Costa Rica al agotamiento previo de sus vías internas,
renuncia que, si es válida y procedente, sugiere por lo menos la
necesidad de restar importancia a cualquier proceso que se haya
realizado o se pueda realizar ante los tribunales costarricenses, dado
que, por una parte, nada impide que ese proceso se lleve a cabo
paralela y no previamente a los procedimientos internacionales, y que,
por otra, ya no haría ninguna falta, ni para comprobar los hechos, ni
para establecer las consecuencias jurídicas de los mismos, puesto que
el Gobierno, al formular su renuncia, expresamente aceptó que se
ventilaran por primera vez y de modo inmediato ante las instancias
internacionales. Ciertamente, como dijo la Comisión, “el sistema
institucional de protección de los derechos humanos establecido en la
Convención . . . opera, salvo las excepciones consagradas en la propia
Convención, en defecto del sistema jurídico interno, conforme a los
principios del Derecho Internacional generalmente reconocidos”
(Ibid., “Considerando”, párr. N.º 5); pero esos mismos principios del
Derecho Internacional han consagrado en forma amplísima la
renunciabilidad del agotamiento previo de los recursos de la
jurisdicción interna, como ya lo señaló la Corte en este mismo caso
(Decisión del 13 de noviembre de 1981, párr. N.º 26), y, si esa
renuncia es admisible y procedente, cuando se produce ya no es
posible sostener aquella ‘subsidiariedad’ de principio de los medios de
protección internacional de los derechos, porque el propio Estado
beneficiado de ella la ha abandonado.

D) Sobre las condiciones actuales del caso:

1. La Corte, en su Decisión del 13 de noviembre de 1981, consideró una


serie de factores que, si bien no todos objeto de una decisión formal,
le permitieron expresar criterios bastante definitivos sobre su propia
jurisdicción y competencia y sobre la admisibilidad del caso en aquel
momento. Esos criterios, unidos a los complementarios que expuse en
mi Voto Razonado de la misma Resolución, me parecen aplicables y
prácticamente suficientes para fundamentar ahora mis conclusiones
sobre las condiciones del caso en su estado actual:
2. En primer lugar, consideró la Corte, en relación con su jurisdicción,
que “se trataría de establecer si ha habido o no una violación de los
derechos humanos consagrados en la Convención, imputable a un
Estado (Parte)” (Ibid., párr N.º 28); lo cual a mí me permitió aclarar de
una vez que la gestión planeada por el Gobierno de Costa Rica
“requiere claramente de la Corte el ejercicio de su JURISDICCIÓN
CONTENCIOSA; jurisdicción que, a mi juicio, la Convención
organiza y regula como ordinaria, dándole un evidente carácter
sancionador o de condena, al modo de la jurisdicción penal” (Ibid., mi
Voto Razonado, párr. N.º 4), susceptible, como tal, de desembocar en
una eventual sentencia estimatoria, en los términos del artículo 63.1
de la misma Convención.
3. También el Tribunal reconoció de modo expreso su competencia para
conocer del caso, competencia resultante: a) de que “se trata de un
caso que involucra la interpretación y aplicación de la Convención,
especialmente de sus artículos 4 y 5, y, en consecuencia, ratione
materiae, competencia de la Corte” (Ibid., párr. N.º 28); b) de que ese
caso podría implicar una “violación de los derechos consagrados en la
Convención, imputable a un Estado (Parte) que ha reconocido de
pleno derecho y sin convención especial la competencia de la Corte”
(Ibid., c) de que “el caso ha sido propuesto por un Estado Parte, con lo
que se cumple el requisito del artículo 61.1 de la Convención” (Ibid.).
A lo segundo, me permití aclarar expresamente que “esa eventual
violación podría ser, prima facie, imputable al Estado costarricense,
en virtud de que se atribuye a un agente de su autoridad, que al
parecer se encontraba de servicio, utilizando los medios jurídicos y
materiales del cargo (arma, acceso a la celda de las víctimas, etc.)”,
recalcando además que “las violaciones de derechos humanos
imputables a las autoridades públicas, en ejercicio o con ocasión de su
cargo, o utilizando los medios jurídicos o materiales del mismo, son
per se imputables al Estado, con independencia de la responsabilidad
que subjetivamente le quepa por el dolo o culpa de sus autoridades
supremas” (Ibid., Voto Salvado, párr. N.º 5).
4. En relación con la legitimación del Gobierno de Costa Rica para
introducir el caso, que la Corte también aceptó, mi consideración de
que se trata de una jurisdicción ‘de condena’ me facilitó una
conclusión afirmativa, al permitirme comprender por qué un ‘caso’, en
el sentido más estricto, puede ser llevado ante la Corte, no sólo por la
Comisión o por cualquier Estado Parte contra otro al que se impute
una violación de los derechos consagrados en la Convención, sino
también por este último, en cierto modo contra sí mismo. Esta
posibilidad, en efecto, no sólo se encuentra prevista expresamente en
el artículo 51.1 de la Convención, en relación con el informe de la
Comisión, que puede ser adverso al “Estado interesado”, pero que aun
no siéndolo no hay razón alguna para negarle la potestad de elevarlo
al Tribunal, y no sólo está contemplada, en general, de modo implícito
en el artículo 61.1 de la misma, al otorgar el poder para accionar ante
la Corte a “un Estado Parte”, sin discriminación respecto del propio
Estado involucrado, sino que también resulta clara de la propia
naturaleza dicha de la jurisdicción contenciosa del Tribunal.
5. En efecto, como dije, el objeto específico de esa jurisdicción
sancionadora o de condena, “no es el de declarar el Derecho
controvertido, sino el de restablecer el Derecho violado, resolviendo
concretamente si se ha cometido o no una violación de derechos
consagrados en la Convención, imputable a un Estado Parte de la
misma, que resulta en todo caso la ‘parte’ pasiva, acusada, en
perjuicio de los seres humanos que aparecen de este modo como la
verdadera ‘parte’ activa, ofendida, titular de los derechos cuya
protección se persigue, e imponiendo a la primera las consecuencias
correspondientes, a favor de los segundos . . . (de manera que) la
ecuación procesal es siempre la misma, aunque el caso haya sido
planteado por el propio Estado imputado, que no por esto se convierte
en ‘actor’, de igual manera que no lo es el delincuente en la
jurisdicción penal, aunque él mismo la haya provocado entregándose
para ser juzgado. . .” (Ibid., párr. N.º 4).
6. En lo que se refiere a requisitos concretos de admisibilidad del caso en
su estado actual, valga sencillamente reiterar que la Corte, en su
Decisión del 13 de noviembre de 1981, prácticamente admitió que
estaban dados todos, salvo el que ahora tengo por ya cumplido, del
procedimiento previo ante la Comisión. El otro requisito considerado
por la Corte en aquella oportunidad, el del agotamiento previo de los
recursos de la jurisdicción interna, ya fue, como se dijo, valorado en el
sentido de aceptar su renunciabilidad y, en consecuencia, la validez de
la renuncia hecho por el Gobierno, al decir la Corte: “en este caso,
según los principios del Derecho Internacional generalmente
reconocidos y la práctica internacional, la regla que exige el previo
agotamiento de los recursos internos está concebida en interés del
Estado, pues busca dispensarlo de responder ante un órgano
internacional por actos que se le imputen, antes de haber tenido la
ocasión de remediarlos con sus propios medios. Se le ha considerado
así como un medio de defensa y como tal, renunciable, aun de modo
tácito. Dicha renuncia, una vez producida es irrevocable” (Decisión
del 13 de noviembre de 1981, párr. N.º 26).
7. Ciertamente, la Corte dijo también que “ese principio puede tener,
como tal, particularidades en su aplicación en cada caso” (Ibid., párr.
N.º 27), con lo cual no hizo sino establecer una prudente reserva, que
comparto, respecto de ciertos casos y de ciertas violaciones que
podrían no quedar claramente configurados si no se han puesto en
acción previamente los mecanismos de la jurisdicción interna. Un
caso típico sería aquel en que la violación alegada fuera precisamente
una ‘denegación de injusticia’, la cual no se configuraría sino en
virtud de la imposibilidad de obtener satisfacción a través de esas vías
internas; otro podría ser, en determinadas circunstancias, la alegada
violación de derechos por parte de particulares, en que parece
indispensable la denegación de justicia para reconducirla al Estado.
Pero no encuentro que haya en el caso presente ninguna razón
excepcional para romper el principio de la renunciabilidad de las vías
internas y, en consecuencia, siendo ésta la única cuestión pendiente
para resolver sobre la admisibilidad del mismo, me pronuncio
definitivamente por reconocerla.
E) Sobre las ‘partes’:

1. Dada la admisibilidad del caso, que declaro, queda sólo por


determinar su trabazón procesal, para la cual es necesario establecer
que, a mi juicio, las ‘partes’ en sentido sustancial son, como dije,
independientemente de cuál haya sido la que introdujo la instancia: a)
el Estado de Costa Rica como ‘parte pasiva’, a la que se imputan las
violaciones y deudora eventual de su reparación (ver párr. N.º 36,
supra): en el orden internacional de la protección de los derechos
humanos, el Estado es el único sujeto pasible de condenatoria y de
sanción; y b) como ‘parte activa’, titular de los derechos reclamados y,
por ende, acreedora de una eventual sentencia estimatoria, las
víctimas, es decir, en concreto, los causahabientes de Viviana
Gallardo Camacho y, por sí, Alejandra Bonilla Leiva y Magaly
Salazar Nassar (Ibid. y ver además Art. 63.1 de la Convención, que
habla de “parte lesionada”). La Comisión no es ‘parte’ en ningún
sentido sustancial, porque no es titular de derechos ni deberes que
hayan de ser o puedan ser declarados o constituidos por la sentencia.
2. Ahora bien, en lo que se refiere a las ‘partes’ en sentido procesal: a) el
Estado de Costa Rica lo es claramente, a plenitud, pero siempre como
‘parte pasiva’, demandada o acusada, aunque fuera él mismo quien
introdujo la acción; b) no existe ninguna razón valedera para negar a
las propias víctimas, ‘parte activa’ sustancial, su condición autónoma
de ‘parte activa’ procesal. En este sentido, me parece suficientemente
claro lo que dije en mi Voto Salvado anterior, de que, “a mi juicio, lo
único que la Convención veda al ser humano es la ‘iniciativa de
acción’ (Art. 61.1), limitación que, como tal, es ‘materia odiosa’ a la
luz de los principios de manera que debe interpretarse
restrictivamente. En consecuencia, no es dable derivar de esa
limitación la conclusión de que también le está vedada al ser humano
su condición autónoma de ‘parte’ en el proceso, una vez que éste se
haya iniciado. Por el contrario, es posible, y aun imperativo, otorgar al
individuo esa posición y los derechos independientes de parte, que le
permitirían ejercer ante el Tribunal todas las posibilidades que la
Convención le confiere en los procedimientos ante la Comisión”
(Ibid., Voto Salvado, párr. N.º 8); c) en lo que se refiere a la Comisión
Interamericana, que debe comparecer en todos los casos ante la Corte
(Art. 57 de la Convención), ésta es claramente una “’parte sui
generis’, puramente procesal, auxiliar de la justicia, a la manera de un
‘ministerio público’ del sistema interamericano de protección de los
derechos humanos” (Ibid., párr. N.º 4).
3. Frente al claro diseño de esa estructura procesal, toda otra ‘parte’
legitimada por la Convención en los procedimientos ante la Comisión,
como son los terceros, particulares o inclusive Estados (arts. 44 y 45),
debe tener, por principio, una posición ante la Corte, pero siempre
puramente ‘procesal’ y como ‘coadyuvante’ de la acción. Es el caso
de la madre de Viviana, Vilma Camacho de Gallardo, y de los padre
de Magaly, Fernando y Rose Mary de Salazar. Asimismo, también por
razones de principio, considero que debe reconocerse legitimación a
José Manuel Bolaños Quesada, como autoridad responsable
personalmente de las violaciones alegadas, para intervenir en el
proceso, pero no como ‘parte principal’, dado que el fallo no le
alcanzaría, sino como ‘coadyuvante pasivo’.
4. Con base a los antecedentes y consideraciones expuestos, formulo mi
VOTO SALVADO O DISIDENTE en los siguientes términos:
En vista de la petición del Gobierno de Costa Rica de 16 de julio de
1981, para que esta Corte conozca y resuelva el caso de Viviana
Gallardo Camacho, Alejandra Bonilla Leiva y Magaly Salazar Nassar;
Y de la Decisión de la Corte del 13 de noviembre de 1981, que
declaró la inadmisión procesal de la petición, ordenó su remisión a la
Comisión Interamericana de Derechos Humanos y retuvo su
conocimiento en espera del trámite de dicha Comisión;
Y de la Resolución de la Comisión N.º 13/83 de 30 de junio de 1983,
que declaró inadmisible ante ella la petición y dispuso archivarla;
MI VOTO SALVADO es para que la Corte declare:
1. Que, en virtud de la Resolución de la Comisión N.º 13/83 de
30 de junio de 1983, deben tenerse por agotados jurídicamente
los procedimientos previstos en los artículos 48 a 50 de la
Convención Americana sobre Derechos Humanos;
2. Que, en consecuencia, cumplida la condición de procedibilidad
impuesta por el artículo 61.2 de la Convención y de
conformidad con la Decisión de esta Corte del 13 de
noviembre de 1981, debe la Corte reasumir el conocimiento de
la petición presentada por el Gobierno de Costa Rica;
ADEMÁS, dado que la Resolución de Mayoría pone fin al
asunto, ordenando archivarlo, considero que debo consignar las
siguientes consideraciones adicionales:
3. Que se trataba de un ‘caso’ susceptible de la jurisdicción
contenciosa ordinaria de la Corte, cuyo objeto era determinar si
se cometió o no violación de derechos humanos de las
víctimas, imputable al Estado de Costa Rica como Parte de la
Convención, e imponer, en su caso, las consecuencias previstas
por el artículo 63.1 de la Convención;
4. Que la Corte era competente para conocer del caso, por tratarse
de uno relativo a las interpretación y aplicación de la
Convención, contra un Estado Parte que ha aceptado la
jurisdicción obligatoria de este Tribunal, en los términos del
artículo 62 de la Convención;
5. Que el Gobierno de Costa Rica estaba legitimado, de
conformidad con el artículo 61.1 de la Convención, para
someter el presente caso ante la Corte, aun tratándose de
posibles violaciones de derechos humanos eventualmente
imputables a ese mismo Gobierno o al Estado de Costa Rica;
6. Que era admisible la renuncia formulada por el Gobierno de
Costa Rica al requisito de previo agotamiento de los recursos
de su jurisdicción interna, y, en consecuencia, debió tenerse
por cumplida la condición de procedibilidad establecida por el
artículo 46.1(a) de la Convención;
7. Que, en virtud de lo anterior, y de que no había en el caso otros
problemas aparentes de procedibilidad, era admisible la
petición del Gobierno de Costa Rica, a la cual debió dársele el
curso correspondiente;
8. Que debió tenerse como partes en el caso, investidas de
legitimación autónoma: a) al Estado de Costa Rica, como
imputado y eventual responsable de los hechos cuestionados;
b) a los causahabientes legítimos de Viviana Gallardo
Camacho, a Alejandra Bonilla Leiva y a Magaly Salazar
Nassar, como perjudicadas, titulares de los derechos humanos
implicados y eventuales acreedoras a su reparación; c) a la
Comisión Interamericana de Derechos Humanos, como parte
necesaria, en función de ‘ministerio público’ del sistema de
protección de los derechos humanos consagrados en la
Convención; y, asimismo, como interventores: d) a la madre de
Viviana, Vilma Camacho de Gallardo, y a los padres de
Magaly, Fernando y Rose Mary de Salazar, ya apersonados, en
carácter de coadyuvantes activos; y e) a José Manuel Bolaños
Quesada, si se apersonare, en calidad de coadyuvante pasivo.

Rodolfo E. Piza E.
Charles Moyer,
Secretario
Anexo 2
Álbum fotográfico

Fuente de todas la fotografías: Álbum familiar.

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