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Los diarios intimos son una farsa:

La editora de Alfaguara Gabriela Franco trabajó durante siete meses en la

edición de los diarios del escritor: no se trataba de un texto al que se le pueden

hacer sugerencias y correcciones, sino de un documento cuyas elipsis y

fragmentaciones tienen un valor particular. ¿Qué hacer frente a ese material? Un

ensayo para pensar un género no tan común en la literatura argentina.

La pregunta acerca de cuándo comenzó el trabajo de edición de los diarios de


Abelardo Castillo no tiene una respuesta única. Se podría considerar que el primer
paso consistió en el convencimiento del propio Castillo de que ese material podía
hacerse público, idea que no había estado en sus planes en las varias décadas
en que venía desarrollando esa escritura íntima. Tal vez la convicción llegó
durante alguna de las sesiones del taller de los jueves, cuando Castillo compartía
de tanto en tanto fragmentos de los diarios y sus alumnos le preguntaban si iba a
publicarlos. Sin duda, también influyó en la decisión la escritora Sylvia Iparraguirre,
quien no sólo es testigo privilegiada de esos cuadernos (están casados desde
hace más de cuarenta años), sino la primera en saber el valor que encerraban
esos escritos.
También es plural la respuesta sobre quiénes intervinieron en el proceso de
edición. Julia Saltzmann, directora editorial de Alfaguara, empezó ese trabajo
hacia fines de 2012, encontrándose con Castillo. En octubre de 2013 nos propuso
continuar la tarea a Patricia Somoza y a mí. Ya estaba decidido que los diarios se
publicarían en dos tomos: primero, los diarios manuscritos; luego, y los tipeados
directamente en la computadora. Al final de cada año se incluirían dos secciones
para dar cuenta de las “hojas sueltas” y otros documentos como cartas o notas.
Nos tocaba abordar el primer tomo, del que Julia nos entregó un impreso y los
archivos digitales.
Lo primero que me sorprendió al iniciar la lectura es la edad que tenía Castillo
cuando empezó a llevar estos diarios. Comienzan en febrero de 1954, es decir,
cuando aún tenía 18 años. Es tan inverosímil que varias veces volví atrás sobre las
páginas leídas a constatar la fecha. La incredulidad obedece a varios motivos:
llama la atención la temprana e irrevocable vocación de escritor, la fluidez y la
precisión de la escritura, la férrea y exigente voluntad de formación, las precoces
preocupaciones filosóficas que atravesarán su vida y su obra. También el acervo
de lecturas con las que cuenta: sólo en ese primer año hay menciones a –y
discusiones sobre– Sartre, Heidegger, Alfred Stern, Camus, André Gide,
Shakespeare, Dante, Poe, Whitman, Neruda, Lorca, Rimbaud, Nietszche, Platón,
Baudelaire, León Felipe, Carl Sandburg, Ibsen y el Dhammapada. Anotaciones
como “Leer. Volver a leer como antes” o “Dejar de escribir por un tiempo” hechas
a los 18 o 19 años hacen pensar que Castillo lee y escribe desde que nació. Y
algo de eso parece ser cierto. Comparo la escritura de esos primeros años con las
de los setenta y ochenta: las reivindicaciones, las inquietudes y la falta de
concesiones son las mismas del principio al final.
Deslumbra también que la escritura sea la medida para todo, como si fuera la
verdadera protagonista de la vida de Castillo. Cada año que pasa es evaluado
desde la perspectiva de lo que fue escrito o corregido, o de lo que no fue escrito
y estaba proyectado.
En todo momento está presente la conciencia sobre el género diario y sus
contradicciones. A lo largo de la escritura de estos cuadernos, Castillo reflexiona
una y otra vez sobre el valor de verdad de este tipo de texto: “¿Se podrá ser
sincero en un diario?”; “En un diario íntimo, ¿se puede escribir todo?”; “Los diarios
íntimos son una farsa […] Una novela, un cuento, unas memorias, hechos
exclusivamente para ser publicados, aunque parezca contradictorio, pueden
llegar a ser mucho más sinceros que esto”. Más allá de estas consideraciones,
queda clara la finalidad de esta escritura como disciplina de trabajo y cantera de
ideas. En ese sentido hay dos máximas que recorren estas páginas y que
ejemplifican esa voluntad: la conocida frase atribuida a Plinio el Viejo: “Nulla die
sine linea”; y la consigna del propio Castillo: “Escribir todo lo que se me ocurre y
nada de lo que ocurre”, que define el tipo de diario que le interesa llevar y que
puede resumirse también en otra de sus frases: “Se escribe para ver el
pensamiento”.
Era la primera vez que me enfrentaba como editora a este tipo de escritura.
Repasé mi biblioteca y consulté en librerías. En la Argentina no hay una gran
tradición de publicación de diarios personales de escritores. los diarios de Pizarnik,
los de Piglia (de los que sólo se conoce por ahora una selección), el Borges de
Bioy, el Diario de Gombrowicz. No mucho más. Para definir la manera de
transformar en libro una escritura nacida para la privacidad, pensé también en la
experiencia de edición de los cinco tomos de la correspondencia de Cortázar. Y
estos modelos sirvieron para empezar a pensar cómo intervenir en la edición de
este material sensible, testimonial, diferente: no se trataba de un texto en
construcción, al que se le pueden hacer sugerencias y correcciones, sino de un
documento, cuyas eventuales faltas (la fragmentariedad, las elipsis, los errores)
son signos de un presente ya pasado al que pretendemos capturar en cada uno
de esos detalles.
El miércoles 11 de noviembre de 2013 a las tres de la tarde nos reunimos con
Patricia Somoza en el café de la esquina de Hipólito Yrigoyen y Pichincha, a
pocos metros de la casa de Castillo. Repasamos los temas a trabajar. Estamos
algo nerviosas y también expectantes.
A las 16 en punto tocamos el timbre. Nos recibió Sylvia. Subimos un piso por
escalera y desembocamos en la sala: un amplio salón de techos altos con dos
balcones a la calle y muebles antiguos, entre los que se destacan un tablero de
ajedrez listo para una partida, acompañado de dos sillas Savonarola. Mientras
esperábamos a Abelardo, Sylvia aprovechó para mostrarnos el escritorio de
Castillo, que da también a la calle, y el escritorio de ella, que da a un luminoso
patio interno.
Por fin apareció Abelardo. Nos saludó con una cordialidad que desmiente la idea
que uno podría hacerse a través de algunas de sus fotos más conocidas en las
que se lo suele ver con gesto severo. Y enseguida entramos en una conversación
distendida y generosa: Castillo no escatima respuestas, ni ingenio, ni relatos.
Y finalmente los diarios también hicieron su aparición: como si un reflector
iluminara aquello que siempre había estado allí, descubrimos a un costado,
apilados sobre un aparador, los cuadernos. Allí estaban, como sobrevivientes de
batallas y mudanzas varias, el cuaderno Monitor, el Sol de Mayo, el Triunfo, el
“cuaderno de tapas negras”, el “cuaderno sin tapas”, los cuadernos de apuntes
de filosofía. Cada uno con su impronta –algunos de aspecto escolar, otros con
encuadernación de agenda, uno espiralado, todos de tamaño análogo al de un
libro más o menos estándar– y con las huellas que el tiempo y el uso les han ido
dejando: casi todas las hojas han tomado un color amarillento, algunas ya están
algo ajadas y hay papeles sueltos –manuscritos y otros mecanografiados–
agregados al principio o al final de cada cuaderno.
A medida que hojeamos sus páginas vimos que, no sólo de uno a otro, sino dentro
de un mismo cuaderno, las grafías varían: hay zonas en que la letra se ciñe al
renglón, prolijamente, y se deja leer con bastante facilidad, y páginas con trazos
que abarcan dos renglones y que son prácticamente ilegibles. La letra de Castillo
expresa sus estados anímicos y –él lo confiesa– etílicos. Y hay registro de ello en
alguna línea de los diarios: “Mi letra cambia de un día para otro o hasta de una
página a otra”. Se observa también la fluidez de primera mano, quiero decir que
no se ven marcas de una escritura indecisa o tentativa, sino que cada frase
parece haber salido sin ninguna dificultad de la pluma y haber avanzado sin
tropiezos desde el primer momento. Hay sí tachaduras, pero que son de otro tipo:
de vez en cuando párrafos completos suprimidos con el gesto drástico e
irreversible de quien decide destruir un escrito.
Ese día llevamos un armado en pruebas de página del primer año del diario.
Patricia, Sylvia, Abelardo y yo, sentados en torno a la larga mesa de madera
oscura, analizamos y discutimos varios aspectos y fuimos fijando un modelo para
los siguientes capítulos. Resolvimos varias cuestiones, entre otras, distinguir las
notas del editor y las de Castillo, incluir la referencia al cuaderno al que
pertenece cada anotación, no unificar el modo de fechar cada entrada sino
mantener las variaciones tal como aparecen en los originales, a los que recurrimos
una y otra vez para felicidad del ojo y comprobación de la fidelidad de la
transcripción de cada coma.
En las semanas siguientes, Mónica Deleis, a cargo del armado del interior del libro,
hizo los ajustes de maqueta y fue incorporando las correcciones y los cambios
necesarios. Patricia trabajó arduamente sobre las notas a pie de página que
había que incluir para aclarar nombres propios o referencias bibliográficas. Fueron
días de intenso intercambio de llamados y mails –entre nosotras y con Abelardo y
Sylvia–, en los que discutimos la pertinencia de cada una de ellas: por ejemplo,
decidimos no incluir notas explicativas sobre los escritores a los que se alude, salvo
cuando la mención sólo por el nombre de pila o el apodo no era suficientemente
clara (el caso de Noldo –por Arnoldo Liberman– o de Ike –por Isidoro Blaisten–), y
consideramos útil indicar las referencias de personajes de libros o películas que
son nombrados en los diarios: por ejemplo, Roquentin y Mateo, personajes
sartreanos de La náusea y Los caminos de la libertad, o Gulley Jimson,
protagonista de la novela La boca del caballo de Joyce Cary.
A medida que avanzamos año a año en los escritos, fuimos reconstruyendo la
cronología de los diarios. No fue una tarea sencilla: el cuaderno Triunfo, por
ejemplo, contiene anotaciones de los años ‘58, ‘59, ‘61, ‘62 y ‘66, y fue utilizado
de ambos lados: las notas del ‘66 están al comienzo del cuaderno, las otras fueron
escritas de atrás hacia delante. Patricia y yo trabajábamos sobre la transcripción
de los diarios (los originales nunca salieron de la casa de Castillo) y nos guiábamos
por las indicaciones que allí había sobre la pertenencia a uno u otro cuaderno.
Luego de una lectura detectivesca, armamos poco a poco una suerte de
cartografía, que luego nos permitió rastrear en los manuscritos las dudas que se
presentaban. Nos estábamos adentrando en el caos de una escritura que por
momentos se había acomodado a su propia urgencia en los papeles
circunstanciales que estaban más a mano.
Hubo más encuentros en la casa de Abelardo y Sylvia. El último de 2013 fue el
viernes 27 de diciembre, con una Buenos Aires al rojo vivo: la sensación térmica
superaba desde hacía días los treinta y cinco grados y había cortes de luz en
varias zonas de la ciudad. Nos sentamos a la mesa dispuestos a trabajar, pero
esta vez rodeados por cuatro ventiladores, y en lugar de café tomamos algo
fresco. Como en los encuentros anteriores y en los que seguirían, la reunión estuvo
animada por numerosas anécdotas. Sylvia y Abelardo, como buenos narradores,
parecen ser coleccionistas de relatos, en los que nunca falta el humor (hasta de
las vivencias trágicas logran rescatar alguna escena hilarante), y se turnan para
contar y comentar cada uno de ellos con una fruición y un entusiasmo
contagiosos. La mayoría son anécdotas con escritores, como los encuentros con
Borges: el de 1960 cuando Abelardo tenía 25 años y fue a entrevistarlo a la
Biblioteca Nacional para una nota de El grillo de papel, o el de 1983, cuando
Castillo –ya un escritor consagrado– fue invitado a presentarlo en una charla con
lectores; o la vez que Cortázar lo llamó por teléfono a la mañana y Castillo creyó
que era una broma de sus amigos de San Pedro; o las peleas periódicas con
Sabato: “Nos peleábamos todos los años: para las fiestas uno de los dos llamaba
para saludar y nos amigábamos, y la reconciliación duraba hasta Reyes”; o los
despistes de Bioy Casares. También hay anécdotas más mundanas, como la
compulsión de Castillo a comprar los productos que ofrecen los vendedores
ambulantes: hubo uno que organizó la rifa de una camisa en el vagón del tren en
el que viajaban con Sylvia; Abelardo compró varios números y ganó, pero
cuando llegaron a destino descubrieron que bajo el envoltorio sólo había un
cuello y dos puños minuciosamente abrochados con alfileres.
Hacia fines de enero terminamos de editar y armar todos los capítulos del primer
tomo, que pasó entonces a manos de la correctora, Silvia Santillán, quien realizó
un trabajo meticuloso sobre las más de seiscientas páginas de galeras. A esa
revisión, le siguió la confección del índice de nombres y obras mencionados,
tarea a cargo de Marina von der Pahlen, cuya extrema rigurosidad asombró a
Abelardo al ver los nombres verdaderos de varios personajes famosos. Son pocos
los que saben que François Marie Arouet es Voltaire, que Alberto Pincherle es
Moravia o que Felipe Camino Galicia de la Rosa es León Felipe. Obviamente
optamos por poner los nombres conocidos: en un índice de nombres es más
importante ubicar al personaje que ser fiel a la historia.
El capítulo final de la edición fue el trabajo con el material iconográfico. Por un
lado, la tapa, que diseñó Claudio Carrizo a partir de las fotografías de los
cuadernos tomadas por Josefina Itoiz. Por otro lado, la selección de fotos y
documentos. Allí están las imágenes de la infancia de Castillo en San Pedro, el
carnet del servicio militar, el registro de la puesta de Israfel con Alfredo Alcón en el
papel de Poe, la reproducción facsimilar de varias páginas de los cuadernos y las
fotos que ponen en evidencia que estos diarios son también un retrato de la vida
cultural de varias décadas: allí están, junto a Castillo, Leopoldo Marechal, Jorge
Luis Borges, Nicolás Guillén, Humberto Costantini, Liliana Heker, Nicanor Parra,
Isidoro Blaisten, Raúl González Tuñón, Ricardo Piglia, Juan Forn, entre tantos otros.
Muchas de las fotos han sido tomadas en el departamento de tres ambientes de
la avenida Pueyrredón, donde Sylvia y Abelardo vivieron más de veinte años, y en
el que parecía haber clima de fiesta permanentemente.
Durante estos ocho meses de trabajo, más de una vez Castillo señaló los diarios
de André Gide como fuente de referencia. También los menciona
tempranamente en sus notas: “La forma exterior de Los cuadernos y las poesías
de André Walter, de Gide: la disposición de las ideas, como si fueran versos, hace
que sean agradables a la vista”. Esos diarios fueron para él un modelo y una
fuente de inspiración fundamental. No es difícil adivinar que los cuadernos de
Castillo lo serán también para otros. Y por qué no imaginar que quizás propicien
una tradición más rica de diarios de escritores argentinos.

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