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Su antecedente son las ideas de Adam Smith en el sentido de que: “Los súbditos de cada
Estado deben contribuir al sostenimiento del gobierno en una proporción lo más cercana
posible a sus respectivas capacidades; es decir, en proporción a los ingresos de que gozan
bajo la protección del Estado. De la observancia o menosprecio de esta máxima, depende
lo que se llama la equidad o falta de equidad de los impuestos”.
Este principio fue recogido por la Declaración de los Derechos del Hombre y del
Ciudadano de la Revolución Francesa de 1789 cuyo numeral 13 disponía que: “para el
mantenimiento de la fuerza pública y para los gastos de la administración, es
indispensable una contribución común, que debe ser igualmente repartida entre todos los
ciudadanos en razón de sus facultades”.
Esta idea fue acogida en los artículos 8°, 339 y 340 de la Constitución de Cádiz de 1812.
En el México independiente aparece por primera vez en el Reglamento Provisional
Político del Imperio Mexicano, suscrito el 18 de diciembre de 1822, el cual en su artículo
15 señalaba como obligación de los habitantes del imperio, la de contribuir “en razón de
sus proporciones….” La redacción del artículo 31 de la Constitución de 1857 en su fracción
III es igual al texto de la fracción IV del vigente artículo 31 de la Constitución. En la
actualidad, este principio de la proporcionalidad ha dado origen al de progresividad en los
impuestos, en función del cual se grava más a quien más tiene o percibe.
Posteriormente, en base a esos dos documentos, se emite otro denominado
“Sentimientos de la Nación -14 de septiembre de 1813”, que en su artículo 22 señala:
“...que se quite la infinidad de tributos pechos e imposiciones que más agobian y se
señale a cada individuo un cinco por ciento en sus ganancias, u otra carga igual ligera,
que no oprima tanto, como la alcabala, el estanco, el tributo y otros, pues con esa corta
contribución, y la buena administración de los bienes confiscados al enemigo, podrá
llevarse el peso de la guerra y honorarios de los empleados.”
En un inicio ambos principios fueron vistos de acuerdo con García Bueno tan sólo “como
una garantía de papel”, debido a que sólo el poder legislativo podía hacerlos efectivos. De
modo que el poder judicial se hallaba imposibilitado para declarar la inconstitucionalidad
de los impuestos que violaran dichas garantías. Esto fue establecido por la Suprema Corte
de Justicia de la Nación a través del siguiente criterio jurisprudencial: