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La Nueva Clase Media

12 julio, 2013

A contramano de lo que muchos creen, pronto se dará en el Perú una rebelión contra las
élites políticas y económicas. Cualquier hecho, un nuevo destape de corrupción, un
proyecto de ley oportunista, un grosero abuso en el mercado, una injusticia más cometida
por el Estado encenderá la calle y un nuevo actor aparecerá en las plazas. No serán los
marginados y menos la “clase proletaria”, porque esta como clase es casi inexistente. La
verdadera causa del desborde no será el aparente hecho que lo provoque, sino algo más
profundo, algo nuevo que ha traído el modelo económico, la globalización y la tecnología de
la información: una nueva clase media, su malestar e inconformidad con el sistema.

En un reciente informe del BID (Banco Interamericano de Desarrollo), se afirma que la clase
media en el Perú llega al 70% de la población. Esto desde luego no es cierto, es una
exageración, producto de la miopía o el entusiasmo de instituciones vinculadas a élites
económicas y políticas, que partiendo de una cuestionable metodología, basada en el
ingreso, llegan a esta extravagante cifra, sin advertir “convenientemente” que el ingreso en
nuestro país es meramente circunstancial, y concluyen que cada vez hay menos pobres y
más clase media. Lo cierto es que gran parte de ese porcentaje que hoy se ubica en la
clase media, en realidad está en la frontera de la pobreza y el solo hecho, por ejemplo, de
perder el trabajo lo regresará a ella.
Con todo, no puede dejar de reconocerse que el crecimiento de la clase media en los
últimos 15 años ha sido enorme. Una visión más realista sostiene que el porcentaje en
ningún caso es menor al 40% de nuestra población, igual se trata de 12 millones de
ciudadanos. Pero algo más importante aún, al margen de las metodologías, quienes todavía
no son de clase media quieren serlo y se encaminan hacia ella. Esta tendencia de
crecimiento se confirma con el informe Global Tradens, publicado por el Instituto de
Estudios de Seguridad de la UE que afirma que en el mundo la clase media llega a los 2 mil
millones y para el 2020 llegará a 3.2 mil millones.

Esta nueva clase media, cualitativamente más lúcida y numéricamente más poderosa, será
-o mejor dicho- ya es un nuevo actor en la escena política y en el mercado. Reclamará más
transparencia, más eficiencia, más participación, tanto en el gobierno como en las
operaciones económicas. No renegará radicalmente del sistema democrático ni de la
economía de mercado, pues cree en sus reglas y principios, pero rechaza el carácter
nominal de ambos, recusan lo que los políticos y los empresarios han hecho del sistema: un
remedo de democracia, una caricatura de economía de mercado, que solo sirven para que
los políticos se llenen los bolsillos y vivan sin trabajar, y la mayoría de grandes empresas
incremente industrialmente su dinero mediante el abuso.
Por eso los jóvenes de esta nueva clase media no se tragan el cuento del “milagro peruano”
y menos aún que lo logrado sea solo producto de las grandes inversiones. Por el contrario,
ellos reclaman su lugar, que se reconozca que ellos han sido la base, el motor del
capitalismo nacional. Saben que el crecimiento económico del que tanto se jactan los
políticos y los grandes empresarios, es en realidad producto de su esfuerzo y
emprendimiento, de su trabajo y de su consumo, y no solo de las inversiones y las buenas
políticas económicas. No están conformes ni con el Estado, ni cómo funciona el mercado.
No solo rechazan la ineficiencia y corrupción del Estado y de la clase política, sino también
los abusos de los oligopolios bancarios y comerciales.

Pero no se engañen, el hecho que no sean radicales no implica que sean menos fuertes y
contundentes. El horizonte de sus expectativas es mucho mayor y más difícil de satisfacer.
Será una clase media que exigirá más participación pública, una mayor cobertura y calidad
de los servicios públicos –en manos del Estado o de los particulares-. Educación, salud y
justicia estarán primeros en la lista.

No obstante la sombra que proyectan los hechos que están por venir, las clases dirigentes
siguen en el error. Los políticos ven a esta nueva clase media como simples electores que
pueden seguir embaucando, no los perciben como verdaderos ciudadanos; por su lado, la
mayoría de grandes empresarios los miran como una gran cifra, como más bolsillos de
donde sacar dinero, si es engañándolos mejor. Se equivocan, cometen un grave error, esta
nueva clase pronto ajustará cuentas, no le interesará solo lo que pasa en el mercado
porque entiende que no podrá solucionar sus abusos sin reformar el sistema político, lo que
implicará crear una nueva relación entre gobernantes y gobernados, entre consumidores y
empresarios.
Ellos entienden que la actual clase política y su forma de actuar es caduca e inoperante. De
allí que, la rebelión de la clase media será contra la ineficiencia y corrupción, así como
contra la creciente desigualdad que genera el sistema. Los desbordes que se avecinan
estarán animados y cohesionados por las redes sociales. Serán rebeliones, no
revoluciones; quieren un cambio, no quieren destruir el sistema. Pero son movimientos
suficientemente contundentes como para derrocar un régimen, Egipto es el ejemplo. Hay
quienes han afirmado que esto no pasará en el Perú por la ausencia de liderazgo y por lo
fragmentado del país; nuevamente se engañan. En todos los lugares donde sucedió existió
la misma miopía, estos movimientos no necesitan liderazgo ni estructuras, porque no
buscan crear movimientos políticos estables o partidos, solo buscan la eficiencia del
sistema; es la expresión de lo que Zygmunt Bauman llamaría la política líquida. Son las
primeras muestras de lo que en el futuro será la política, una combinación de protesta digital
con desborde en las calles.

¿Se puede evitar que estas protestas surjan en el Perú? La respuesta es evidente, no hay
forma de evitarlo, pero sí de adecuar la política y el modelo económico. Esto se logra no
tapándose los ojos como lo están haciendo muchos políticos y empresarios. Lo que hay que
evitar es que este desborde llegue a extremos que empuje al gobierno a caer en una
tentación autoritaria o destruir completamente el modelo económico. Sí, tenemos una
pequeña, pero aún clara posibilidad de salir bien de esto, así lo señalan los propios lemas
usados en otros lugares: “No estamos contra el sistema, el sistema está contra nosotros”.
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“El Político de Dios”


Por admin - Sin categoría - 26 marzo, 2013
“Para entrar a la Iglesia estoy dispuesto a quitarme el sombrero, no la cabeza”.
Chesterton.

La elección del Papa Francisco es el mensaje político más claro que ha dado la Iglesia en
los últimos veinticinco años. Si bien el Papa es un líder espiritual, es inocultable para
cualquier persona medianamente atenta e informada que la elección del Sumo Pontífice es
también un acto político, pues se trata de un Jefe de Estado (El Vaticano) reconocido
mundialmente con un Derecho propio incluido. Es, por tanto, un actor político y un factor de
poder en el mundo.
Por más que los sacerdotes se han esforzado en recordarnos que Jesús, respondiendo a
Pilatos en el inicio de su proceso, dijo: “Mi reino no es de este mundo”, es indudable que la
Iglesia ha estado presente y pretende seguir estando e influyendo en asuntos terrenos,
porque está claro que no hay mundo espiritual sin el pedestre mundo material; a tal punto
las cosas son así que hay quienes han calificado a la Iglesia, no sin ironía, como “el partido
de Dios”.
El nuevo Papa parece ser muy consciente que en pleno siglo XXI dirige una institución que
es al propio tiempo religiosa y política. Por eso no llama la atención que, en su primer
encuentro con cerca de seis mil periodistas de todo el mundo (marzo 16), haya dicho: “La
Iglesia no es de naturaleza política, sino esencialmente espiritual”… “Aunque es
ciertamente una institución humana, histórica, con todo lo que ello importa”.

Como humana que es la Iglesia también es política, porque la política entendida como
esfuerzo colectivo para alcanzar el bien común es casi inevitable en toda colectividad, y es
una de las características que define al sujeto. Si en este sentido no puede negarse el
carácter político de la Iglesia, resta descifrar qué mensaje ha pretendido dar en este tiempo
y qué agenda se espera cumplir con la elección del Papa Francisco.

Europa por América parece haber sido la decisión del Colegio Cardenalicio, como
adelantándose a un “nuevo orden mundial” y el nuevo rol que podría cumplir la región en el
mundo. Evidentemente la elección de un Papa latinoamericano no es una simple
casualidad, es una clara decisión de apostar por el porvenir. “Vengo del fin del mundo”, dijo
Francisco tras su elección; también podría haber expresado “vengo del futuro”, de una
región que será el mañana y que tendrá un peso importante en el orden mundial.

De pronto pareciera quedar claro que estamos transitando una nueva época y
abandonando otra, que un mundo y una Iglesia eurocéntrica terminan. Es prematuro
ponderar las consecuencias de la elección del primer Papa latinoamericano, menos ahora
que no todos terminan de salir del asombro. Pero lo que sí parece claro es que la crisis
europea no es solo económica, sino también política, y que en esta línea la pérdida de su
peso en el mundo parece inevitable. Hoy este continente no representa más del 7% de la
población y toda su economía no excede del 20% del producto bruto mundial. La Iglesia
parece haberlo entendido y ha decidido adelantarse a los acontecimientos.

Lo que tampoco es difícil avizorar es que la elección del nuevo Papa tendrá enormes
connotaciones políticas en la región, más aún si se trata del excardenal Bergoglio que no
está acostumbrado a callar en cuestiones terrenas. Recuérdese lo que no hace mucho
escribió: “Poco a poco nos acostumbramos a ver a través de los medios de comunicación la
crónica negra de la sociedad contemporánea, presentada casi con un perverso regocijo,
también nos acostumbramos con la violencia que mata, que destruye familias, aviva
guerras”.
Y en el 2009 sin mayores rodeos criticó duramente al gobierno argentino y a la propia
sociedad por no impedir el aumento de la pobreza en el país, que la consideró inmoral,
injusta e ilegítima. Por ello con énfasis dijo: “En lugar de eso pareciera que se ha optado por
agravar más las desigualdades…” y agregó: “los derechos humanos se violan no solo por el
terrorismo, la represión y los asesinos, sino también por estructuras económicas injustas
que originan grandes desigualdades”… para lo cual exigió una respuesta “ética, cultural y
solidaria y saldar la deuda social con millones de pobres”. Y finalizó señalando que era
“imperativo luchar para cambiar las causas estructurales y las actitudes personales y
corporativas que generan esta situación”.
Si bien en el Nuevo Testamento se nos dice “dad al César los que es del César y a Dios lo
que es de Dios”, el Papa Francisco parece no estar de acuerdo que “César” se quede con
todo, y no ahorra críticas al Estado y a las empresas. Tal vez por eso, en un tono
confidencial, como quien revela un secreto a un amigo, contó en la reunión con los
periodistas, que en la elección papal mientras se contaban los votos pensó en San
Francisco de Asís, en su relación con los pobres y también pensó en las guerras, “así llegó
el nombre a mi corazón: El hombre de paz, el hombre pobre ¡Cómo desearía una Iglesia
pobre para los pobres!”, dijo.
No hay duda, el nuevo Papa es un gran comunicador, que tiene predilección por las
historias y debilidad por el discurso político. Todo esto está muy bien, sobre todo en una
época como la nuestra en la que es urgente tender puentes de comunicación entre la
Iglesia y la sociedad, más aún en una institución claramente en crisis, que necesitaba a
gritos un líder que sepa decir las cosas, pero que también lleve un mensaje, que no nos
diga solo que el reino de Dios no es de este mundo, sino que genere empatía con sus fieles
y que esté dispuesto a echar a los mercaderes del templo.

Esto sí sería un verdadero cambio y no un simple discurso político. Es muy probable que lo
que estamos viendo haya tenido su antecedente en algo más terrenal que se remonta al
2005, año en el que se eligió a J. Ratzinger y cuyos ecos solo hoy se revelan. En nuestros
días no es moneda frecuente que alguien deje voluntariamente el poder, también es inédita
la elección de un Papa del Nuevo Mundo, pero aún más inédito y esperanzador es que
desde el vértice la Iglesia no solo se preocupe de los pobres de espíritu sino que comience
a ocuparse de los pobres de este mundo.

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¿Por qué fracasa el Estado?


Por admin - Sin categoría - 4 marzo, 2013
La mil veces anunciada y el mismo
número de veces fracasada reforma de la Administración Pública podría dar un giro
inesperado. El actual gobierno ha decidido impulsar la participación de la ciudadanía en
este empeño, y con ello apelar a quienes sufren los estragos de una administración pública
torpe, ineficiente, pero sobre todo excluyente.
“El trámite de más”, como llama el Ejecutivo al concurso de propuestas para solucionar o
corregir los problemas y deficiencias que presenta la Administración Pública, es una buena
iniciativa porque permite que participe en la reforma un actor decisivo, el ciudadano. Pero
denunciar y proponer una solución a “el trámite de más” no es suficiente. Todos esos
cientos y quizás miles de “trámites de más” que existen en la Administración Pública,
revelan a primera vista una ineficiencia manifiesta de la burocracia estatal, que condenan al
ciudadano común a transitar por un camino laberíntico con idas y vueltas y numerosas
instancias, que la más de las veces lo único que consigue es que todo reclamo o
emprendimiento se extravié o se frustre. Pero en realidad ese “trámite de más” agazapa
algo a su vez más importante y pernicioso, una concepción, una idea que tanto los
funcionarios de más alto nivel como los empleados públicos tienen de la burocracia. Una
idea que es preciso no solo combatir sino eliminar si queremos que las cosas realmente
cambien.

Se trata de la visión patrimonialista del Estado, que es aquella que tienen quienes lo miran
como propiedad, y cuando llegan a él buscan “apropiarse” de su aparato y lo conducen
como su dominio y en su beneficio. Este es un concepto que construyó Max Weber al inicio
del siglo XX que tiene plena vigencia en nuestro país, pero que no solo se refiere –en su
versión moderna– a los políticos y a las grandes empresas que buscan capturar el Estado
en su estructura y funcionamiento, también existe una visión patrimonialista del simple
burócrata, esa que se anida y desarrolla en el día a día del funcionamiento de los entes
estatales, y que se refiere a la perniciosa idea del metro cuadrado del poder propio, en la
que cada empleado público se siente “dueño”, amo y señor del poder que le da el trámite, la
instancia, procedimiento que él “controla”.

Estoy seguro de que todo aquel que haya tenido que lidiar con la Administración Pública,
suscribiría sin reservas la plena vigencia de esta concepción de la administración estatal
entre los empleados públicos. ¿Cómo hacer que el Estado sea más eficiente? Ese es el
desafío de la próxima década, un Estado gigantesco e ineficaz con más de un millón de
empleados públicos, con enormes recursos incapaz de administrar y que en los últimos
cinco años su presupuesto ha pasado de 50 mil millones en el 2006 a más de 100 mil
millones de soles en el 2013.

Hay quienes sostienen que el principal problema del Estado es la corrupción; sin subestimar
la importancia de este problema, considero que el principal de los males del Estado es la
ineficiencia en el manejo de los recursos, particularmente el recurso humano que es el
principal de estos. En nuestra administración estatal todos los días se pierden millones de
horas de personal.
Por eso, no dudaría en afirmar que el telón de fondo de la corrupción y otros males, es
precisamente la ineficiencia, que no solo nos cobra esos millones de horas que los
ciudadanos tenemos que pagar, sino que nos sustrae millones de horas a los
administrados. El colofón de todo esto es que la ineficiencia estatal afecta de manera
directa e inmediata a quienes tienen menos recursos.

Qué duda cabe, no hay acto más arbitrario, que promueva más la corrupción, que genere
enorme frustración entre los ciudadanos y que deslegitime más al Estado que la ineficiencia.
Peor aun, un Estado ineficiente es por definición un Estado que promueve la desigualdad y
exclusión. Pruebas al canto, la ineficiencia del Estado en la educación consolida de una
manera brutal y definitiva la desigualdad y desventaja entre jóvenes de clases sociales
distintas, en perjuicio de quienes tienen que estudiar en colegios públicos o de quienes
sencillamente no podrán estudiar porque el Estado no les ofrece esa posibilidad.

Así, la ineficiencia del Estado vuelve quimérico el precepto constitucional que consagra la
igualdad de oportunidades, el cual está destinado a corregir las asimetrías que se dan en la
economía a favor de las clases acomodadas, buscando que las clases menos favorecidas
puedan progresar mediante el éxito profesional. Nada de esto se dará con un Estado
ineficiente.

En la década de los noventa nuestra economía se abrió y con ello comenzó a modernizarse
parte del Estado, fundamentalmente aquellas instituciones referidas al mercado. Pero la
parte Estatal vinculada al ámbito social y a los servicios públicos siguió siendo altamente
ineficiente. Las reformas en este ámbito nunca se dieron y el Estado, a la par que
ineficiente, continuó siendo el principal factor de exclusión social y desigualdad.

Puesto el problema en estos términos, la reforma del Estado es crucial para el destino del
país. La legitimidad de los gobiernos nace de las urnas pero se conserva y consolida en la
eficiencia y transparencia de la gestión del Estado. Las instituciones fracasan porque son
débiles y excluyentes, es decir, promueven la desigualdad o dicho de otra manera, solo
favorece a unos pocos que son quienes lo controlan. De este modo, cuando el Estado está
diseñado y funciona en beneficio de unos cuantos, sus instituciones marginan la posibilidad
de que los ciudadanos se eduquen, desarrollen su talento y creen riqueza. Por ello, un
Estado ineficiente solo produce sobrecostos, desconfianza, frustración o, para decirlo en
una palabra, pobreza.

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El Homo Digitalis
Por admin - Sin categoría - 20 febrero, 2013

En el mundo digital la masa no se crea ni


se destruye solo se transforma en más masa. ¿Qué está sucediendo? ¿Acaso la era digital
está creando una gigantesca masa de sonámbulos, solitarios y deshabitados?

Leer es una creación, una invención humana. Somos el único animal que lee y
aparentemente hoy leemos más que nunca. ¿Se ha preguntado cuánto tiempo pasan las
personas, en especial los más jóvenes, “leyendo” en Internet? Leen en las webs, en el
Facebook, leen los tweets, sus mensajes en el smartphone. Sí, parece inevitable, leer será
cada vez una actividad más vinculada a la tecnología. Pero, ¿realmente están leyendo o
simplemente están mirando?

Es casi de una inmediata evidencia que la tecnología está cambiando lo que entendíamos
por lectura, y este cambio a su turno tendrá implicancias importantísimas en los adictos al
ciberespacio. Las nuevas tecnologías no solo son un medio tecnológico de información, se
han convertido en un medio de transformación que está produciendo un nuevo ser humano:
el Homo Digitalis.

Leer en la web es muy diferente que leer un libro. Como sostiene Carr, “ La red atrae
nuestra atención solo para dispersarla. Nos centramos intensamente en el medio, en la
pantalla, pero nos distrae el fuego graneado de mensajes y estímulos que compiten entre sí
para atraer nuestra atención”.

Del mismo modo que leer no es un acto natural, el estado de atención, el estar concentrado,
no lo es. El estado natural de nuestro cerebro es estar distraído. Las grandes obras
literarias consiguieron el prodigio de atrapar y desarrollar nuestra atención y con ello
acrecentar nuestra capacidad de abstracción. La web por el contrario estimula lo rápido, lo
fugaz, nos distrae, crea una suerte de hiperatención, que es algo así como la “atención” de
varias cosas a un mismo tiempo, pero de ninguna en realidad; mientras que cuando
abrimos un libro nos aislamos de todo porque no hay nada más que el mundo que hay en
él. Por el contrario, cuando estamos frente a una computadora nos llegan cientos de
mensajes, de interrupciones constantes. Difícilmente hoy la lectura en el entorno digital,
acechados de información chatarra, podría conseguir desarrollar nuestra capacidad de
abstracción. Basta echar un vistazo en la web para confirmarlo.

Así, en nuestra época la atención tiende a ser más frágil, más fugaz, más volátil, los ciber
lectores prefieren los textos más cortos, sencillos, lineales, menos complejos. Hay una
marcada tendencia a la superficialidad del leer y una “aversión” a lecturas más profundas. A
esas lecturas que nos llevan a significados más complejos, a preguntas sin respuesta, a
callejones sin salidas, a cuestionarnos incluso a nosotros mismos. ¿Es el fin de la “lectura
crítica”? Esa que nos permite leer aquello que no aparece directamente en el texto, sea
porque el autor solo lo quiso insinuar o porque esta clase de lectura completa lo escrito por
el autor, porque nos lleva más allá de lo expresado y nos hace descubrir incluso lo callado.

Esa lectura que desarrolla nuestra vida interior, que nos lleva no solo a otros mundos, sino
también nos permite a su vez entender la interioridad de los demás y, por tanto, tener
relaciones más empáticas, más profundas.

Es esta clase de lectura la que, en gran medida, ha desarrollado nuestra capacidad de


aislarnos y abstraernos, de concentrarnos y reflexionar; en suma, de ser lo que hoy somos.

Tal vez esté exagerando, pero creo que no es poco lo que está en juego, es el riesgo de
empobrecer el pensamiento simbólico que ha estimulado por siglos nuestros sentimientos y
el pensamiento creativo. Es el riesgo de alejarnos del pensamiento reflexivo, de
convertirnos en seres eficientes procesando información pero incapaces de analizarla. Todo
lo cual no solo nos “deshumaniza sino que nos uniformiza”, y va creando seres con una
especie de vida que solo es forma y superficie, despojados de libre albedrío y real voluntad.

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La Libertad Sexual de los


Adolescentes: Un
Derecho Constitucional
Por admin - Sin categoría - 22 enero, 2013

En reciente sentencia el Tribunal


Constitucional ha reconocido el derecho a la autodeterminación sexual de los adolescentes
entre 14 y 17 años, al declarar la inconstitucionalidad del artículo 173 inc. 3) del Código
Penal por considerar que tal norma vulneraba el derecho al libre desarrollo de la
personalidad de dichos adolescentes (STC 00008-2012-PI/TC).

Para fundamentar su decisión, el Tribunal sostiene con razón que uno de los ámbitos de la
libertad en el que no cabe injerencia estatal, por formar parte del contenido esencial del
derecho al libre desarrollo de la personalidad, es la libertad sexual. Y apoyado en lo
sostenido por el Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFP), afirma que “la libertad
sexual está referida a la libertad de disponer de la sexualidad propia”, y añade que
“comprende una faceta positiva, referida a la capacidad de disposición, sin más límite que la
libertad ajena; y una fase negativa, referida a la capacidad de rechazar proposiciones y
actos no deseados…”.

En buena cuenta, con esta sentencia el Tribunal Constitucional extiende el derecho a la


libertad sexual a los adolescentes entre 14 y 17 años, es decir, se les faculta para que
libremente puedan autodeterminarse en el ámbito de su sexualidad sin que el Estado o
cualquier persona pueda intervenir en su libre ejercicio, reconociéndoles el derecho a
decidir la realización o no del acto sexual, así como con quién, cómo y en qué momento
hacerlo.

Se trata de una resolución realista, pues en las últimas décadas los jóvenes inician su vida
sexual cada vez más temprano, y no era posible sostener jurídicamente la “criminalización”
de la actividad sexual de los adolescentes como en la práctica lo hacía la citada norma del
Código Penal.

Sin embargo, lo que el Tribunal no parece tener claro es la gravedad (en el sentido de
importancia) del paso que ha dado. El Tribunal Constitucional no solo ha declarado
inconstitucional una norma, ha reconocido una libertad constitucional, la libertad sexual de
los adolescentes, y, nos guste o no, tal decisión ha abierto una infinidad de implicancias que
no se pueden desconocer. Digo esto porque en la citada sentencia no hay ni un solo
considerando, un solo párrafo, una sola línea, una sola exhortación sobre el problema de
fondo: la sexualidad de los adolescentes, la sociedad y el rol del Estado.

Lo cierto es que la resolución implícitamente impone al Estado implementar determinadas


políticas y adecuar el resto de su normativa para hacer viable esta libertad para los jóvenes,
pues es en este grupo de la población donde las acciones de prevención para una
sexualidad sana pueden llegar a ser más efectivas. Pero también porque está probado que
este es uno de los grupos más vulnerables de la población. Un solo dato lo confirma: las
cifras epidemiológicas muestran que la mitad de las nuevas infecciones por VIH en el
mundo se dan entre personas que tienen entre 15 y 24 años (Onusida, informe sobre la
epidemia mundial del SIDA: Cuarto Informe Mundial, ONUSIDA, Ginebra, 2004, p. 14).

Pero volviendo a la sentencia del Tribunal Constitucional, me pregunto si los magistrados


han reparado en que, si se reconoce la libertad sexual de los adolescentes, no se puede
desconocer su derecho a asistencia ginecológica y privacidad ante los padres. En otras
palabras, a partir de esta sentencia los adolescentes pueden ser parte de actos médicos sin
que los padres puedan intervenir, y que incluso estos jóvenes puedan decidir, por ejemplo,
si usan o no algún método anticonceptivo o más aún si optan por alternativas más radicales
como una ligadura de trompas o la píldora del día siguiente.

En suma, es inevitable que el Estado, en todos los pasos que de en el tema de la


adolescencia –no me atrevo a decir problema– tenga presente que se trata de un asunto en
extremo complejo, que no se soluciona solo desde el ordenamiento legal, aunque sin duda
este es importante. Lo comprueba el hecho de que no exista uniformidad sobre la definición
de adolescencia, ni siquiera en el criterio basado en la edad, pues la Organización Mundial
de la Salud, considera como adolescente a los jóvenes entre 10 y 20 años; mientras que, la
Asamblea de las Naciones Unidas fija la adolescencia entre 15 y 24 años, y en nuestro país
se considera adolescentes a los jóvenes entre 12 y 18 años (art. I TP Código de los Niños y
Adolescentes). Pero el tema se complica aún más cuando se legisla con la idea de que los
adolescentes son seres en tránsito, carentes o en crisis y no se les considera como
personas en busca de su identidad.

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¿Insensibles y Deshonestos?
(Empresarios y Política)
Por admin - Sin categoría - 28 diciembre, 2012

¿Por fin tendremos en el país una verdadera clase


dirigente empresarial? ¿Son una señal de esto las expresiones del presidente de la
Sociedad Nacional de Industrias en el último CADE, cuando afirmó que los empresarios
“eran percibidos por la sociedad como insensibles y deshonestos”, y añadió que “tenían
total falta de credibilidad”? Estas expresiones sintonizan con lo que la sociedad piensa de
un importante sector del empresariado, y ponen de manifiesto que este sector tiene una
deuda impaga con la sociedad.

Lo cierto es que los empresarios no han ejercido su ciudadanía como todo el país esperaba.
No se han constituido como auténticos actores políticos y tampoco tienen una verdadera
agenda nacional de su participación. Desde luego, no se les está pidiendo que creen un
partido o que tengan participación electoral o que formen parte de las instancias de
gobierno; la participación ciudadana empresarial es mucho más y de un mayor calado en la
sociedad.

Pero en nuestro país los empresarios han preferido mantener un “perfil bajo”. Este perfil
bajo en modo alguno ha implicado la carencia de influencia sobre los gobiernos. La acción
de los empresarios, en este ámbito, ha estado dirigida en lo fundamental a influir en las
decisiones de políticas públicas a través de contactos con las distintas esferas del aparato
estatal, siendo el Poder Ejecutivo y la burocracia administrativa el ámbito donde
normalmente se han desarrollado, y claramente su participación ha estado ligada a
intereses puntuales y sectoriales. Otra característica de la participación empresarial en
política es que ha sido indirecta, es decir, se ha preferido el lobby, la creación de canales
informales y la búsqueda de favores estatales.

Solo un cambio de esta forma de participación por un real ejercicio ciudadano permitiría
hablar de una transformación sustancial del patrón histórico de la acción política
empresarial; lo que implica que los empresarios entiendan la importancia de su rol en la
institucionalidad del país y que el éxito y la posibilidad de preservación de sus empresas
están ligados al destino y calidad de vida del 99% de la población del país, lo que los obliga
a participar en política y no cerrar los ojos frente a la grosera desigualdad y clara falta de
institucionalidad que aún existe.

Para ello solo basta con cumplir la Constitución. Una economía social de mercado, como
manda nuestra Carta, se sustenta en algunos conceptos básicos; por un lado, la libertad de
empresa y la propiedad, que en el ámbito de la producción permite que el excedente
generado sea propiedad empresarial, lo que confiere al empresario un “poder decisivo” para
influir en los demás sectores y sobre las instancias de gobierno.Esto por sí solo los hace
diferentes y privilegiados frente al resto de la sociedad, y por eso mismo les impone una
gran responsabilidad social.

Por otro lado, también se basa en la libre competencia, a la que deberá someterse toda
empresa, y la protección de los consumidores, lo que en ambos casos implica el respeto de
la persona en el mercado y la necesidad de un Estado fuerte que lo garantice. Cualquier
otra cosa que no cumpla estos requisitos básicos podrá llamarse como quiera, pero no será
una verdadera economía social de mercado.

Si la sociedad ha aceptado que mediante la actividad empresarial se generen excedentes y


se acumule más propiedad, es porque esto estimula la riqueza y porque en contraparte,
mediante la competencia y el respeto de los derechos de los consumidores, se beneficiará a
la persona en el mercado. Pero si una de las variables de esta ecuación no se cumple el
contrato social se defrauda.

Puestas las cosas en estos términos ¿cuáles son, o mejor dicho, cuáles deberían ser los
verdaderos intereses de los empresarios? ¿Les conviene que exista una clase política
fragmentada, un Estado débil, una sociedad pobre, un Poder Judicial anacrónico y
burocrático? Decididamente no. ¿Qué pueden hacer? Primero, romper con la falacia de que
los empresarios ya cumplen con el país solo porque pagan sus impuestos. Esta es una
visión estrecha y suicida.
Si bien, en líneas generales, el empresario peruano ha aceptado sin mayores resistencias la
globalización y la apertura de los mercados nacionales, aún no ha entendido la importancia
de la institucionalidad del país. Prueba de ello es que la participación del empresariado en
la innovación en el Estado es nula o casi nula. Lo propio se puede decir, salvo
fragmentarios y aislados casos, sobre su apoyo a la educación, la mejora de la eficiencia en
la justicia y, en general, en todos los servicios públicos; sectores cuyo déficit afecta
directamente la actividad empresarial.

En suma, los empresarios deben entender que no hay empresa sin Estado, y no hay Estado
sin ejercicio ciudadano, comenzando por quienes tienen más responsabilidad: los
empresarios.

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Consumidores y
Democracia
Por admin - Sin categoría - 30 noviembre, 2012

La democracia no es el gobierno de las mayorías,


porque es un error creer que la simple mayoría legitima cualquier decisión, incluso los
abusos en el ámbito público o privado. Democracia es en esencia control y contrapesos de
todo tipo de poder estatal o privado; se trata de un sistema basado en una idea simple, pero
fundamentalmente humanista e igualadora, la de que todos los hombres deben estar
sometidos a las leyes, que implica la ausencia de descontrol, de autoritarismo político o de
mercado.
Si la democracia es límite de toda clase de poder no puede estar divorciada, como algunos
quisieran, de los derechos de la persona en el mercado (derechos del consumidor). Una
democracia real es aquella que también regula y controla los excesos del poder económico
de los particulares, que en nuestros días es incluso más amenazante que los excesos del
poder público, de ahí que los derechos del consumo deben ser vistos como una forma de
preservar y promover la dignidad de la persona en el mercado.

La regla básica en el mercado, en un sistema democrático, es el derecho a la libre elección


que todos los consumidores tienen. Se trata del libre derecho de participación en las
transacciones económicas, pero para que el consumidor pueda gozar efectivamente de este
derecho es indispensable que disfrute de otros como el derecho de información o a la
inocuidad de los alimentos que consume (art. 1.1 b, y art. 30 del Código del Consumidor).
Todo lo cual conduce a una de las características propias de los derechos del consumo en
su condición de derechos humanos [1], su carácter indivisible e interdependiente, es decir,
que se vinculan entre sí, y deben ser aplicados de modo integral, en la medida en que se
trata de un sistema de derechos.

El respeto de la dignidad humana en todos los ámbitos, incluido el ámbito del mercado, es
el elemento consustancial de una democracia real. Por ello, la principal variable que permite
identificar un mercado libre es el efectivo respeto de los derechos de los consumidores. Una
democracia real no puede existir sin un mercado en el que se respeten estos derechos.
Esta concepción del respeto de los derechos de la persona en el mercado como derechos
humanos, quiebra la idea según la cual el único poder al que hay que controlar, al que hay
que poner límites es el poder público, y desahucia la concepción de que solo frente al
Estado la persona tiene derechos, que solo el Estado puede afectar los derechos
fundamentales.

De esta manera, la identificación de los poderes únicamente como poderes públicos es un


grave y “conveniente” error, pues oculta u omite al poder económico o poder del mercado.
Según esta concepción solamente el Estado y la política debían estar subordinados al
Derecho. La sociedad civil y el mercado, por el contrario, serían el reino de las libertades y
las autonomías, es decir, del “ejercicio libre de los derechos”. Hay que decirlo sin titubeos,
en el mercado los abusos en contra de los derechos fundamentales pueden llegar a ser
mucho más agresivos y agraviantes para las personas.

Por ello, esta concepción restringida del poder es del todo insostenible. Está conectada con
la idea de que no existen, en sentido estricto, poderes privados, siendo estos nada más que
las libertades individuales. La configuración y respeto de los derechos del consumidor
implica una redefinición de la noción de “Estado de Derecho” sobre la base del control por
medio de la ley de todos los poderes, y ya no solo los públicos sino también –y con igual
énfasis– los privados. De manera que el límite de estos poderes haga posible la garantía de
tales derechos.

Las reflexiones del jurista italiano Luigi Ferrajoli, que van en la misma línea de lo expuesto,
sintetizan magníficamente la función del Derecho en nuestros días: “todo el artificio jurídico
se justifica, según el paradigma del Estado de Derecho, como técnica de minimización del
poder (…) de los poderes públicos, pero también los poderes privados que se manifiestan
en el dominio económico (…)”. Lo que nos recuerda cuánta razón tenía Montesquieu: “El
poder a falta de límites legales tiende a acumularse en forma absoluta”. A lo que cabe
añadir que si esto se da en el mercado, el abuso de este poder puede llegar a ser también
absoluto.

[1]
Sobre el tema véase nuestro artículo “Los Derechos del Consumidor son Derechos
Humanos”, en:
<http://www.ciudadanosyconsumidores.pe/?p=603>.

5 Comentarios

Los Derechos del


Consumidor son
Derechos Humanos
Por admin - Sin categoría - 4 octubre, 2012

Los derechos humanos son pactos


universales de convivencia, basados en la preponderancia y respeto de la persona, ideados
para responder el creciente poder del Estado y del mercado. Según la más autorizada
doctrina (Ferrajoli), tres pueden identificarse como los criterios para comprobar que estamos
frente a derechos humanos. Primero, el vínculo entre estos derechos y la paz, es decir, la
imprescindible necesidad de que se respeten para evitar la conflagración, la guerra entre los
hombres. Segundo, el nexo entre estos derechos y la aspiración de igualdad. “La igualdad
es en primer lugar igualdad en los derechos”, en todos los ámbitos y en nuestros días en
especial en el mercado. El tercer criterio es el papel que los derechos humanos cumplen
como leyes del más débil frente al poder y las leyes del más fuerte.

Los derechos del consumidor calzan con estos tres criterios; su respeto son una garantía
para la paz social, su cumplimiento constituyen un mecanismo de lucha por la igualdad en
las transacciones del mercado, y a su vez representan una clara expresión de la defensa
del más débil frente al poder del más fuerte en el mercado.

Pero una consideración más para calificar a estos derechos como derechos humanos: la
dignidad de la persona, que es el eje de todo el sistema jurídico y social, está
estrechamente vinculada a los derechos del consumidor. El respeto de la dignidad humana
constituye una garantía de que la persona no sufrirá agravios o humillaciones, pero al
mismo tiempo también, y tal vez principalmente, se presenta como afirmación positiva del
pleno desarrollo de la personalidad de cada individuo (Pérez Luño). Este desarrollo sin
acceso al consumo es ilusorio.

¿Por qué? La respuesta es simple pero contundente. Porque sin reconocer a la persona el
derecho de acceso y trato digno en el mercado, muchos de sus derechos fundamentales
serían inviables, pues es en el mercado donde acceden a los bienes y servicios básicos
que determinan su calidad de vida: alimentación, salud, educación, información y muchos
otros que comprometen no solo el desarrollo de su personalidad sino su existencia misma.

Puestas las cosas en estos linderos, el consumo es una dimensión esencial del ser
humano, que no solo tiene que ver con sus derechos económicos sino que involucra otros
derechos fundamentales que obligatoriamente deber ser protegidos por el Estado, de ahí
que deba prodigarse al consumo también una tutela de la más alta jerarquía como son los
derechos humanos.

Así, siendo la vida económica una dimensión existencial básica del sujeto, el acceso al
consumo se constituye también en un derecho fundamental, el primero de este género de
derechos del cual se derivan otros.

Cuando elaboramos el Código de Consumo, concebimos a los derechos del consumidor


como derechos humanos, por ello es que la norma parte de la idea de que se trata de
derechos preferentes, porque entiende al consumidor como persona en el mercado y, por lo
tanto, eje de todo el sistema jurídico y económico, el sujeto principal de protección. De ahí
que en el Código se den señales inequívocas en esta línea, como en el artículo V, inc. 1,
que se refiere al principio de soberanía del consumidor; o el inc. 2, que consagra el principio
pro consumidor; el inc. 4 que recoge la regla de corrección de asimetría, que no es otra
cosa que una aplicación del derecho de igualdad llevado a las relaciones de mercado.
Asimismo, el inc. 6 que se refiere a la regla de derechos mínimos, esto es, que los
preceptos del Código son estándares básicos de protección de los consumidores.

Los derechos humanos son libertades, pero al mismo tiempo derechos de igualdad que hoy
más que nunca debemos preservar, pues la crisis del principio de igualdad en el mercado
es la más seria amenaza de la democracia, y no hacer nada contra esto nos colocaría,
como decía Galeano, como aquel hombre que serrucha con delirante entusiasmo, la rama
donde está sentado.

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Por qué era necesario un


Código de Consumo
Por admin - Sin categoría - 24 septiembre, 2012

Nuevamente queda demostrado que “la


medida más exacta de una fuerza es la resistencia que es capaz de vencer”. En el Perú no
fue fácil sacar adelante el Código del Consumidor, hubo que vencer muchos obstáculos y
resistencias de quienes por conveniencia querían que nada cambie, de quienes por
burocratismo preferían que todo siga igual, de quienes por ignorancia no entendían que en
el mercado los derechos de los consumidores son derechos preferentes, de los infaltables
oportunistas y complacientes con cierto sector del empresariado. No fue fácil, pero la
necesidad de un Código era de una evidencia inocultable y de una fuerza irresistible; por
eso, finalmente se aprobó.

El Código que se promulgó hace casi dos años es, sin ambages, la norma más importante
de los últimos 25 años, tan importante como el Código Penal o el Código Civil en sus
respectivos ámbitos. Aunque no se ha avanzado mucho todavía, su aplicación y su
perfeccionamiento en el tiempo permitirá que cambie para bien no solo el mercado, sino
también la actividad empresarial, e incluso la agenda política. Aún estamos muy cerca para
ponderar este acontecimiento que excede la órbita jurídica, y sus implicancias en la
economía y en la política; solo con el correr de los años y la mirada en perspectiva se
reconocerá su importancia.

Si bien la norma no recoge íntegramente la propuesta de quienes integramos la Comisión


que elaboró el anteproyecto, con todo, es un avance significativo, porque recoge el enfoque,
la lógica, los principios y muchos de los preceptos que fueron postulados por dicha
comisión. Luego del tiempo transcurrido, y amainados un poco los ánimos de los debates
del momento, me siento en la obligación –como ex presidente de dicha Comisión– de
exponer las causas y razones que están detrás de los preceptos de esta norma. Es una
tarea que cumpliré en este y en sucesivos artículos.

Para gran parte de quienes integramos la Comisión, un Código de Consumo no implicaba


simples mejoras a la norma vigente; se trataba de un cambio de visión, no de preceptos
sino de principios, no del detalle sino del conjunto. Y en esa línea sabíamos de antemano
que nuestra posición era francamente antagónica a la que hasta entonces se tenía del
Derecho del Consumo en el país.

Sin rodeos ni medias tintas, nosotros sosteníamos que desde la vigencia de la Constitución
de 1993, el mandato constitucional alojado en el artículo 65 simplemente se había
incumplido. Pruebas al canto, hasta ese momento quienes condujeron el Estado no sentían
como una obligación constitucional que debían proteger a los consumidores. Tan cierto era
esto que el propio Estado entendía que en las relaciones de consumo debía jugar un “papel
de árbitro”. Esta posición era insostenible por más tiempo, no solo porque en ninguna parte
de la Constitución se decía que debía ser un simple árbitro sino porque en la práctica esto
implicaba una casi total indefensión de los consumidores.

Producto de esta “equivocada” visión, promovida por un sector de abogados de empresas


que se autodenominaban “liberales”, el país carecía de verdaderas leyes de consumo, de
principios que orienten todo el ordenamiento en esta materia, de un Plan Nacional de
Protección de los Consumidores y de políticas públicas para protegerlos. Todo esto
contiene el Código y aún más.

Desde luego, nuestro planteamiento produjo –en muchas de las esferas empresariales y en
gran parte de las adormecidas aulas universitarias– el mismo efecto que el disparo de una
pistola en una iglesia. Un disparo que ultimó a una visión desahuciada por la realidad del
mercado.
Para quienes sostenían –y en muchos casos aún sostienen– esta posición, la clave de
bóveda para entender y resolver los problemas de consumo era la información. La
información es lo que explica y sustenta el poder de las empresas en el mercado, por lo
tanto –sostienen–, la desventaja en la que se encuentran los consumidores se “soluciona”
obligándolas a trasladar información. Se trata de una afirmación parcialmente cierta y, por
tanto, insostenible como verdad general.

Aun cuando toda la información se encuentre a disposición del consumidor, debido a la


dinámica de las operaciones de consumo, es materialmente imposible que este pueda
conocer y procesar la gran cantidad y variedad de información existente en el mercado, de
manera que pueda tomar una decisión de consumo eficiente. De ahí que, pese a la
inocultable importancia que tiene la información en la transparencia del mercado, en la
práctica poco o nada cambiará las individuales decisiones de consumo y la situación de
debilidad en la que se encuentra el consumidor (en un próximo artículo explicaré en detalle
este punto).

De este modo, quienes en su hora construyeron las leyes de consumo en el Perú, en la


práctica no abordaron propiamente la problemática de los consumidores sino la evitaron. Y
a partir de ahí se desarrolló una “doctrina” que en vez de encarar los problemas de
consumo los eludió, engañándose mediante ese “ilogismo disparatado según el cual basta
con ocultar algo para que no exista”. Así, en una suerte de prestidigitación jurídica se
desapareció la problemática del consumo y de los consumidores. Era una posición que
equivocadamente anteponía la “protección del mercado” a la persona. Es curioso constatar
cómo quienes se autocalificaban como liberales relegaban a la persona en el mercado;
cómo quienes se proclamaron cultores del racionalismo se extraviaron en una postura tan
irracional y al propio tiempo tan falsa e insostenible.

El Código develó este estado de cosas, que en los hechos permitía un sin fin de agravios
en contra de los consumidores y un mercado ineficiente. La misión del Derecho no es
reducir al silencio los problemas, sino al contrario, exponerlos a la luz pública y plantear una
solución. Así lo hicimos, no solo porque el estado de cosas descritas eran un error, sino
porque era éticamente insostenible, y porque un verdadero liberal sabe que no hay
economía ni Derecho sin ética.

18 Comentarios

Estado, Innovación e
Inclusión Social
Por admin - Sin categoría - 18 septiembre, 2012

No hay ninguna posibilidad de que el Estado en su


actual condición sobreviva. La forma como se administra la cosa pública no solo es
ineficiente, sino excluyente y groseramente injusta, y lo es precisamente para los más
pobres del país quienes son los que más requieren de los servicios del Estado. Si queremos
cambiar esta situación el camino no es otro que innovar, es decir, reinventar la gestión
pública.

La actual situación de ineficiencia y retraso en la gestión pública es producto de décadas de


improvisación y abandono, el resultado lo sufren los ciudadanos en el día a día en casi
todos los servicios que presta el Estado. En una reciente noticia difundida por la mayoría
de medios, se confirma nuestra afirmación: el Reporte de Competitividad 2012-2013,
elaborado por el Foro Económico Mundial (WEF), ubica al Perú en el puesto 117 de un total
de 144 países en innovación y no lo ubica mucho mejor en institucionalidad. Esta
combinación es fatal para cualquier país que busque eliminar las desigualdades. No
obstante que nuestras cifras macro económicas están muy bien, la persistencia de la
exclusión social revelaría que el nuestro es solo crecimiento económico.

Justamente porque el solo crecimiento económico no basta, desde hace años la ONU
propuso medir la calidad de vida por su índice de desarrollo humano, que promedia tres
variables vinculadas con los esfuerzos de igualdad en el país: salud, ingreso per cápita y
educación, a lo que agregaría institucionalidad y respeto al medio ambiente.

Uno de los pasos que tenemos que dar para mejorar la igualdad es innovar en el Estado,
porque innovar implica mirar de manera diferente las cosas, los problemas; este es el
concepto básico: crear nuevas formas de satisfacer una necesidad social. Incluso la
innovación puede llegar a ser tan radical que no solo conseguimos satisfacer una necesidad
de una manera diferente con un servicio o producto distinto, sino que inventamos o
reinventamos la necesidad.

Si hasta hoy, luego de más de medio siglo con un mismo formato de gestión, no hemos
conseguido que el Estado sea eficiente e inclusivo, ¿qué nos hace suponer que seguir
haciendo más de lo mismo nos conducirá a nuestro objetivo? La necesidad de innovación
en el Estado es tan evidente que insulta la razón querer ocultarla. Desde hace décadas, en
sus múltiples funciones, el Estado no genera valor que aprecien los ciudadanos, situación
que termina afectando su legitimidad lo que a su vez le impide hacer mejor las cosas
ingresando así a un círculo vicioso que lo hace cada vez más ineficiente.

En este punto conviene reparar en que si bien la innovación está asociada al cambio no es
aventurerismo, es decir, cambio desordenado, caótico y sin objetivo, que lo único que trae
es más ineficiencia. Por ello no hay que apresurarse, pues como afirma John Kao, en toda
institución para innovar hay que liderar dos organizaciones a la vez, la de hoy y la de
mañana. Más aun cuando se trata de instituciones estatales que brindan servicios públicos,
que a menudo están vinculados con derechos fundamentales y por eso mismo no se
pueden afectar.

Mientras no miremos de manera distinta la gestión pública, las cosas no cambiarán.


Comencemos por reconocer que tenemos un enorme déficit de innovación en la gestión
pública, que hay una casi total falta de cultura de innovación en las distintas instancias del
aparato estatal. Que como consecuencia de esto hay una clara ausencia de políticas de
innovación, pero también reconozcamos que este déficit no es solo responsabilidad del
Estado, pues la situación no es mucho mejor en el sector privado, basta una rápida mirada
a las empresas y a las universidades para comprobarlo. Tal vez el primer paso concreto que
deberíamos dar es comprometernos a elaborar un Informe Anual del Estado de la
Innovación en el Perú, que en base a ciertos indicadores nos permita saber dónde estamos
realmente, y qué medidas debiéramos tomar.

Una consideración final, innovación no siempre significa grandes cambios, muchas veces
son decisiones al alcance de funcionarios que no necesariamente se ubican en el vértice de
la pirámide estatal. Les pongo un ejemplo, ¿han visto ustedes que en la mayoría de
hospitales del Estado las historias clínicas se siguen llevando en hojas de papel, como hace
más de medio siglo? Cuánto tiempo y dinero, pero más importante aún, cuántas vidas
podrían ahorrarse, si adoptamos la historia clínica digital, como ya se hace en países de
economías más pequeñas que la nuestra. Este no es un cambio extraordinario, pero su
implementación si podría impactar extraordinariamente en el servicio de salud.

El déficit de innovación en el Estado revela nuestra falta de visión de futuro y nos presenta
como una colectividad conformista, pero sobre todo injusta. No hay nada más arbitrario y
excluyente que el retraso y la ineficiencia en las responsabilidades del Estado. Si queremos
ser protagonistas de un gran cambio, comprometámonos con la innovación, porque la única
revolución admisible en nuestro tiempo es la de la innovación

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