Carlos Arias Vicuña (1964) da un giro a su obra acercándose cada
vez más al terreno movedizo de las especulaciones que separan al arte de la artesanía, al oficio de la mera manualidad, al desenfado expresivo de la abstracción formalista.
Desde sus últimas series de bordados sobre lienzos, Arias
incursiona ahora en el uso de pompones que une con silicón, componiendo volúmenes autónomos y relieves sobre telas. También ha realizado piezas con hilos que semejan acumulaciones de estopa y brocados metálicos reticulares y brillantes. Sin abandonar un ánimo pictórico, su proyecto se permea de nuevos aires que implican un reconocimiento de su propio discurso, confrontado con los lenguajes bidimensionales tradicionales y la marejada de manifestaciones "conceptuales" de los últimos años. Tampoco es ajeno --ni ingenuo- al devenir del arte contemporáneo ni a sus convenciones.
En tanto que sus obras anteriores implican la ardua faena de
hilvanar componiendo figuras, casi toda su producción reciente está disociada de formas reconocibles, y las obras que son figurativas resultan menos interesantes. Por el contrario, las piezas abstractas acuden a vocabularios que refieren a la naturaleza de los materiales y sus valores táctiles, a la composición (a veces geométrica, a veces casual) o de plano a la experimentación durante el proceso de cada una, generando distintas aproximaciones a texturas, colores y sensaciones.
De entrada, ya las "pinturas" bordadas implicaban un
distanciamiento del mainstream, apuntando hacia la práctica de un saber manual, vinculado -por un lado- con prácticas artesanales decorativas (manteles, servilletas y carpetas) que significan un desapego en relación con las prácticas actuales del arte (efímeras, hiperteorizantes, pictoricistas-tautológicas, performativas o in situ): un paso "hacia atrás". Por otro lado, ya había en esas labores un encuentro relajado y grato con dichas habilidades fabriles como actividades propias de mujeres, en una caracterización que opera todavía en algunos contextos, más allá de las gestas feministas y de las buenas voluntades. En esta polaridad de género, construida culturalmente, se puede suscitar una interpretación abierta de su obra. Sin establecer un vínculo mecanicista con la artista alemana Eva Hesse, podríamos retomar ciertas analogías, invirtiéndolas, retorciéndolas caprichosamente.
Hesse, pintora figurativa expresionista a principios de los años 60,
trocó su obra de manera radical, dialogando críticamente con la producción minimalista y conceptual de la época, trayendo a colación un aspecto sensual -táctil- frente a la frialdad intelectual de sus colegas. Sus esculturas de materiales inestables referían a la multiplicidad geométrica, al tiempo que llevaban a la hedonización del objeto artístico subrayando la percepción sensorial del mismo. Binomios comunes en Hesse y Arias son lo técnico contra lo natural, lo suave contra lo rígido, lo orgánico contra lo inorgánico, el círculo contra el rectángulo. Lo mítico y lo racional juntos.
Del sensualismo perceptual en la obra de Carlos Arias se
desprende otra lectura, asociada a la perversión de la idea del trabajo; más que en la interpretación abierta por parte del público, en el proceso mismo de las obras se encuentran momentos de obsesiva compulsión laboriosa; en ella el trabajo pierde la noción del tiempo, semejante también a la obra de la sesentera Yayoi Kusama. Pero en ese enajenante labrado se halla el placer que libera, que expresa y que comunica. Catarsis, si se quiere, pero voluptuosa. Herbert Marcuse, autor obligado para la generación de Eva Hesse, afirmaba en el prefacio de 1966 para Eros y Civilización: "Sexualidad polimorfa es el término que he usado para indicar que la nueva dirección del progreso podría depender completamente de la oportunidad de activar las necesidades biológicas y orgánicas reprimidas: hacer del cuerpo humano un instrumento de placer más que de trabajo".
Cubo penetrado (2001) es una pieza emblemática de la muestra de
Carlos Arias; abunda en la geometría esquemática de la escultura tardo-moderna (o posmoderna), al tiempo que se regodea en la plétora parasitaria de numerosos tumores, cachondos y repulsivos, que se desbordan de acuerdo con la fuerza gravitatoria de su azar. El título reitera sobre su erotismo decididamente genital.
Junto a sus símiles elaborados con pompones, la desnudez
reticular de Trama dorada (2001) acude a la descomposición (en todos los sentidos) de la planitud cartesiana de la pintura, emparentándose con los artistas de la antiforma (Morris, Saret, Le Va). Un tejido de hilos dorados pende del muro en voluptuosos vaivenes trenzados en una autocomplacencia cuasi onanista.
Todo sucede al mismo tiempo; las obras son a un tiempo pinturas,