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GILLES DELEUZE - Del acontecimiento

Dudamos a veces en llamar estoica a una manera concreta o poética de vivir, como si el nombre de una
doctrina fuera demasiado libresco, demasiado abstracto para designar la relación más personal con una herida.
Pero ¿de dónde surgen las doctrinas sino de heridas y aforismos vitales, que son otras tantas anécdotas
especulativas con su cargo de provocación ejemplar? Hay que llamar estoico a Joe Bousquet. La herida que
lleva profundamente en su cuerpo, la aprende sin embargo, y precisamente por ello, en su verdad eterna como
acontecimiento puro. En la medida en que los acontecimientos se efectúan en nosotros, nos esperan y nos
aspiran, nos hacen señas: «Mi herida existía antes que yo; he nacido para encarnarla.” (1). Llegar a esta voluntad
que nos hace el acontecimiento, convertirnos en la casi-causa de lo que se produce en nosotros, el Operador,
producir las superficies y los dobleces en los que el acontecimiento se refleja, donde se encuentra incorporal y
manifiesto en nosotros el esplendor neutro que posee en sí como impersonal y preindividual, más allá de lo
general y de lo particular, de lo colectivo y lo privado: ciudadano del mundo. “Todo estaba en su sitio en los
acontecimientos de mi vida, antes de que yo los hiciera míos; y vivirlos, es sentirse tentado de igualarme con
ellos, como si les viniera sólo de mí lo que tienen de mejor y de perfecto.”
O bien la moral no tiene ningún sentido, o bien es esto lo que quiere decir, no tiene otra cosa que decir: no ser
indigno de lo que nos sucede. Al contrario, captar lo que sucede como injusto y no merecido (siempre es por
culpa de alguien), he aquí lo que convierte nuestras llagas en repugnantes, el resentimiento en persona, el
resentimiento contra el acontecimiento. No hay otra mala voluntad. Lo que es verdaderamente inmoral, es
cualquier utilización de las nociones morales, justo, injusto, mérito, falta. ¿Qué quiere decir entonces querer el
acontecimiento? ¿Es aceptar la guerra cuando sucede, la herida y la muerte cuando suceden? Es muy probable
que la resignación aún sea una figura del resentimiento, él, que ciertamente posee tantas figuras. Si querer el
acontecimiento es, en principio, desprender su eterna verdad, como el fuego del que se alimenta, este querer
alcanza el punto en que la guerra se hace contra la guerra, la herida, trazada en vivo como la cicatriz de todas las
heridas, la muerte convertida en querida contra todas las muertes. Intuición volitiva o transmutación. “Mi gusto
por la muerte -dice Bousquet- que era fracaso de la voluntad, lo sustituiré por un deseo de morir que sea la
apoteosis de la voluntad.” De este gusto a este deseo, en cierto modo no cambia nada, excepto un cambio de
voluntad, una especie de salto sobre el mismo lugar de todo el cuerpo que cambia su voluntad orgánica contra
una voluntad espiritual que quiere ahora, no exactamente lo que sucede, sino algo en lo que sucede, algo por
venir conforme a lo que sucede, según las leyes de una oscura conformidad humorística: el Acontecimiento. Es
en este sentido que el Amor fati se alía con el combate de los hombres libres. Que en todo acontecimiento esté
mi desgracia, pero también un esplendor y un estallido que seca la desgracia, y que hace que, querido, el
acontecimiento se efectúe en su punta más estrecha, en el filo de una operación, tal es el efecto de la génesis
estática o de la inmaculada concepción. El estallido, el esplendor del acontecimiento es el sentido. El
acontecimiento no es lo que sucede (accidente); está en lo que sucede el puro expresado que nos hace señas y
nos espera. Según las tres determinaciones precedentes, es lo que debe ser comprendido, lo que debe ser
querido, lo que debe ser representado en lo que sucede. Bousquet añade: “Conviértete en el hombre de tus
desgracias, aprende a encarnar su perfección y su estallido.” No se puede decir nada más, nunca se ha dicho
nada más: ser digno de lo que nos ocurre, esto es, quererlo y desprender de ahí el acontecimiento, hacerse hijo
de sus propios acontecimientos y, con ello, renacer, volverse a dar un nacimiento, romper con su nacimiento de
carne. Hijo de sus acontecimientos y no de sus obras, porque la misma obra no es producida sino por el hilo del
acontecimiento.
El actor no es como un dios, sino como un contra-dios. Dios y el actor se oponen por su lectura del tiempo.
Lo que los hombres captan como pasado o futuro, el dios lo vive en su eterno presente. El dios es Cronos: el
presente divino es el círculo entero, mientras que el pasado y el futuro son dimensiones relativas a tal o cual
segmento que deja el resto fuera de él. Al contrario, el presente del actor es el más estrecho, el más apretado, el
más instantáneo, el más puntual, punto sobre una línea recta que no deja de dividir la línea, y de dividirse él
mismo en pasado-futuro. El actor es el Aión: en lugar de lo más profundo, del presente más pleno, presente que
es como una mancha de aceite y que comprende el futuro y el pasado, surge aquí un pasado-futuro ilimitado que
se refleja en un presente vacío que no tiene más espesor que el espejo. El actor representa, pero lo que
representa es siempre todavía futuro y ya pasado, mientras que su representación es impasible, y se divide, se
desdobla sin romperse, sin actuar ni padecer. Hay, en este sentido, una paradoja del comediante: permanece en
el instante, para interpretar algo que siempre se adelanta y se atrasa, se espera y se recuerda. Lo que interpreta
nunca es un personaje: es un tema (el tema complejo o el sentido) constituido por los componentes del
acontecimiento, singularidades comunicativas efectivamente liberadas de los límites de los individuos y de las
personas. El actor tensa toda su personalidad en un instante siempre aún más divisible, para abrirse a un papel
impersonal y preindividual. Siempre está en la situación de interpretar un papel que interpreta otros papeles. El
papel está en la misma relación con el actor como el futuro y el pasado con el presente instantáneo que les
corresponde sobre la línea del Aión. El actor efectúa pues el acontecimiento, pero de un modo completamente
diferente a como se efectúa el acontecimiento en la profundidad de las cosas. O. más bien, dobla esta
efectuación cósmica, física, con otra, a su modo, singularmente superficial, tanto más neta, cortante y por ello
pura, cuanto que viene a delimitar la primera, destaca de ella una línea abstracta y no conserva del
acontecimiento sino el contorno o el esplendor: convertirse en el comediante de sus propios acontecimientos,
contra-efectuación.
Porque la mezcla física no es justa sino a nivel del todo, en el círculo entero del presente divino. Pero, para cada
parte, cuántas injusticias e ignominias, cuántos procesos parasitarios caníbales que inspiran nuestro terror ante lo
que nos sucede, nuestro resentimiento contra lo que sucede. El humor es inseparable de una fuerza selectiva: en
lo que sucede (accidente), selecciona el acontecimiento puro. En el comer, selecciona el hablar. Bousquet
asignaba las propiedades del humor-actor: aniquilar las huellas siempre que sea preciso; “levantar entre los
hombres y las obras su ser de antes de la amargura” “vincular a las pestes, a las tiranías, a las guerras más
espantosas la suerte cómica de haber reinado para nada”; en una palabra, desprender de cada cosa “la porción
inmaculada”, lenguaje y querer, Amor fati.(2)
¿Por qué todo acontecimiento es del tipo de la peste, la guerra, la herida, la muerte? ¿Quiere decir sólo que
hay más acontecimientos desgraciados que felices? No, porque se trata de la estructura doble de todo
acontecimiento. En todo acontecimiento, sin duda, hay el momento presente de la efectuación, aquel en el que el
acontecimiento se encarna en un estado de cosas, un individuo, una persona, aquel que se designa diciendo:
venga, ha llegado el momento; y el futuro y el pasado del acontecimiento no se juzgan sino en función de este
presente definitivo, desde el punto de vista de aquel que lo encarna.
Pero, hay, por otra parte, el futuro y el pasado del acontecimiento tomado en sí mismo, que esquiva todo
presente, porque está libre de las limitaciones de un estado de cosas, al ser impersonal y preindividual, neutro, ni
general ni particular, eventum tantum…; o, mejor, porque no tiene otro presente sino el del instante móvil que lo
representa, siempre desdoblado en pasado-futuro, formando lo que hay que llamar la contra-efectuación. En un
caso, es mi vida la que me parece demasiado débil para mí, que se escape en un punto hecho presente en una
relación asignable conmigo. En el otro caso, soy yo quien es demasiado débil para la vida, es la vida demasiado
grande para mí, echando sus singularidades por doquier, sin relación conmigo, ni con un momento determinable
como presente, excepto con el instante impersonal que se desdobla en todavía-futuro y ya-pasado. Que esta
ambigüedad sea esencialmente la de la herida y de la muerte, la de la herida mortal, nadie lo ha mostrado como
Maurice Blanchot: la muerte es a la vez lo que está en una relación extrema o definitiva conmigo y con mi
cuerpo, lo que está fundado en mí, pero también lo que no tiene relación conmigo, lo incorporal y lo infinitivo,
lo impersonal, lo que no está fundado sino en sí mismo. A un lado, la parte del acontecimiento que se realiza y
se cumple; del otro, “la parte del acontecimiento cuyo cumplimiento no puede realizarse”. Hay pues dos
cumplimientos, que son como la efectuación y la contra-efectuación. Por ello, la muerte y su herida no son un
acontecimiento entre otros. Cada acontecimiento es como la muerte, doble e impersonal en su doble. “Ella es el
abismo del presente, el tiempo sin presente con el cual no tengo relación, aquello hacia lo que no puedo
arrojarme, porque en ella yo no muero, soy burlado del poder de morir; en ella se muere, no se cesa ni se acaba
de morir.”(3)
Hasta qué punto este se difiere del de la trivialidad cotidiana. Es el se de las singularidades impersonales y
preindividuales, el se del acontecimiento puro en el que muere es como llueve. El esplendor del se es el del
acontecimiento mismo o la cuarta persona. Por ello, no hay acontecimientos privados, y otros colectivos; como
tampoco existe lo individual y lo universal, particularidades y generalidades. Todo es singular, y por ello
colectivo y privado a la vez, particular y general, ni individual ni universal. ¿Qué guerra no es un asunto
privado? E inversamente, ¿qué herida no es de guerra, y venida de la sociedad entera? ¿Qué acontecimiento
privado no tiene todas sus coordenadas, es decir, todas sus singularidades impersonales sociales? Sin embargo,
hay mucha ignominia en decir que la guerra concierne a todo el mundo; no es verdad, no concierne a los que se
sirven de ella o la sirven, criaturas del resentimiento. La misma ignominia que decir que cada uno tiene su
guerra, su herida particulares; tampoco es verdad de aquellos que se rascan la llaga, criaturas también de la
amargura y el resentimiento. Solamente es verdad del hombre libre, porque él ha captado el acontecimiento
mismo, y porque no lo deja efectuarse como tal sin operar, actor, su contra-efectuación. Sólo el hombre libre
puede entonces comprender todas las violencias en una sola violencia, todos los acontecimientos mortales en un
solo Acontecimiento que ya no deja sitio al accidente y que denuncia o destituye tanto la potencia del
resentimiento en el individuo como la de la opresión en la sociedad. El tirano encuentra sus aliados propagando
el resentimiento, es decir, esclavos y sirvientes: únicamente el revolucionario se ha liberado del resentimiento,
por medio del cual siempre se participa y se obtienen beneficios de un orden opresor. Pero ¿un solo y mismo
Acontecimiento? Mezcla que extrae y purifica, y lo mide todo por el instante sin mezcla, en lugar de mezclarlo
todo: entonces, todas las violencias y todas las opresiones se reúnen en este solo acontecimiento, que las
denuncia todas al denunciar una de ellas (la más próxima o el último estado de la cuestión). “La psicopatología
que reivindica el poeta no es un siniestro pequeño accidente del destino personal, un desgarro individual. No es
el camión del lechero que le ha pasado por encima del cuerpo y lo ha dejado inválido, son los caballeros de los
Cien Negros pogromizando a sus ancestros en los guetos de Vilno… Los golpes que ha recibido en la cabeza no
lo fueron en una riña de gamberros en la calle, sino cuando la policía cargaba contra los manifestantes… Si grita
como un sordo de genio es que las bombas de Guernica y de Hanoi lo han ensordecido…,”(4) La trasmutación
se opera en el punto móvil y preciso en el que todos los acontecimientos se reúnen así en uno solo: el punto en
el que la muerte se vuelve contra la muerte, en el que el morir es como la destitución de la muerte, en el que la
impersonalidad del morir ya no señala solamente el momento en el que me pierdo fuera de mí, sino el momento
en el que la muerte se pierde en sí misma, y la figura que toma la vida más singular para sustituirme.(5)

Notas:
1. Respecto a la obra de Joe Bousquet, que es, toda ella, una meditación sobre la herida, el acontecimiento y el
lenguaje, véanse los dos artículos esenciales de Los Cahiers du Sud, n. 303, 1950: René Nelli, “Joe Bousquet et
son double”; Ferdinand Alquié, “Joe Bousquet et la morale du langage”.

2. Véase Joe Bousquet, “Les Capitales”, Le cercle du livre, 1955, pág. 103.

3. Maurice Blanchot, “L’Espace littéraire”, Gallimard, 1955, pág. 160.

4. Artículo de Claude Roy a propósito del poeta Ginsberg, Nouvel Observateur, 1968.
5. Véase Maurice Blanchot “L’Espace littéraire”, Gallimard, 1955., pág. 155: “Este esfuerzo para elevar la
muerte a sí misma, para hacer coincidir el punto donde ella se pierde en sí y el punto donde yo me pierdo fuera
de mí, no es un simple asunto interior, sino que implica una inmensa responsabilidad respecto de las cosas y no
es posible sino a través de su mediación…..”

Deleuze, Gilles. Lógica del sentido. Editorial Paidós. Barcelona, 1989.


GILLES DELEUZE - De las dualidades
Cuarta serie de Lógica del sentido

La primera gran dualidad era la de las causas y los efectos, de las cosas corporales y los acontecimientos
incorporales. Pero, en la medida en que los acontecimientos-efectos no existen fuera de las proposiciones que
los expresan, esta dualidad se prolonga en la de las cosas y las proposiciones, los cuerpos y el lenguaje. De aquí
la alternativa que atraviesa toda la obra de Lewis Carroll: comer o hablar. En Silvia y Bruno, la alternativa
es «bits of things» o «bits of Shakespeare». En la cena cortesana de Alicia, comer lo que se os presenta o ser
presentado a lo que se come. Comer, ser comido, es el modelo de la operación de los cuerpos, el tipo de su
mezcla en profundidad, su acción y pasión, su modo de coexistencia del uno en el otro. Pero hablar es el
movimiento de la superficie, de los atributos ideales o de los acontecimientos incorporales. Nos preguntamos
qué es más grave, hablar de comida o comerse las palabras. En sus obsesiones alimenticias, Alicia está
atravesada por pesadillas relativas a absorber o ser absorbida. Ella comprueba que los poemas que escucha
tratan de peces comestibles. Y si se habla de alimento, ¿cómo evitar hablar de él delante de quien debe servir de
alimento? De ahí las pifias de Alicia ante el ratón. ¿Cómo no comer el pudding que se nos
ha presentado? Además, las palabras de los recitados llegan de través, como atraídas por la profundidad de los
cuerpos, con alucinaciones verbales, como las que se presentan en aquellas enfermedades en las que los
trastornos de lenguaje se acompañan de comportamientos orales desenfrenados (llevárselo todo a la boca, comer
cualquier objeto, rechinar los dientes). «Estoy segura de que ésas no son verdaderas palabras», dice Alicia
resumiendo el destino de aquel que habla de alimento. Pero comerse las palabras es justamente lo contrario: se
eleva la operación de los cuerpos a la superficie del lenguaje, se hacen subir los cuerpos destituyéndolos de su
antigua profundidad, aun a riesgo de perder todo el lenguaje en este desafío. Esta vez los trastornos son de
superficie, laterales, extendidos de derecha a izquierda. El tartamudeo ha sustituido a la pifia, los fantasmas de
la superficie han sustituido a la alucinación de las profundidades, los sueños de deslizamiento acelerado
sustituyen a las pesadillas de hundimiento y absorción difíciles. De este modo, la niña ideal, incorporal y
anoréxica, el niño ideal, tartamudo y zurdo, deben desprenderse de sus imágenes reales, voraces, glotonas y
torpes.
Pero esta segunda dualidad, cuerpo-lenguaje, comer-hablar, no es suficiente. Hemos visto que, aunque el
sentido no existía fuera de la proposición que lo expresa, sin embargo era atributo de los estados de cosas y no
de la proposición. El acontecimiento subsiste en el lenguaje, pero sobreviene a las cosas. Las cosas y las
proposiciones están menos en una dualidad radical que a uno y otro lado de una frontera representada por el
sentido. Esta frontera no los mezcla, no los reúne (no hay monismo ni dualismo), es más bien como la
articulación de su diferencia: cuerpo/lenguaje. Según la comparación del acontecimiento con un vapor en la
pradera, este vapor se eleva precisamente en la frontera, en 'la bisagra de las cosas y las proposiciones. Hasta el
punto de que la dualidad se refleja de los dos lados, en cada uno de los dos términos. Del lado de la cosa, están
por una parte las cualidades físicas y relaciones reales, constitutivas del estado de cosas; por otra parte, los
atributos lógicos ideales que señalan los acontecimientos incorporales. Y, del lado de la proposición, están por
una parte los nombres y adjetivos que designan el estado de cosas; por la otra, los verbos que expresan los
acontecimientos o atributos lógicos. Por una parte, los nombres propios singulares, los sustantivos y adjetivos
generales que señalan medidas, paradas, descensos, presencias; por otra parte, los verbos que arrastran con ellos
al devenir y su tren de acontecimientos reversibles, y cuyo presente se divide hasta el infinito en pasado y
futuro. Humpty Dumpty distingue con fuerza las dos clases dé palabras: «Algunas tienen carácter,
especialmente los verbos: son los más orgullosos. Con los adjetivos puede hacerse lo que se quiere, pero no con
los verbos. Y sin embargo, ¡yo puedo utilizarlos todos a mi gusto! ¡Impenetrabilidad! Esto es lo que digo.» Y
cuando Humpty Dumpty explica la insólita palabra «impenetrabilidad», da una razón demasiado modesta
(«quiero decir que ya hemos hablado bastante de este tema»). De hecho, impenetrabilidad quiere decir otra cosa
muy distinta. Humpty Dumpty opone la impasibilidad de los acontecimientos a las acciones y pasiones de los
cuerpos, la inconsumibilidad del sentido a la comestibilidad de las cosas, la impenetrabilidad de los incorporales
sin espesor a las mezclas y penetraciones recíprocas de las sustancias, la resistencia de la superficie a la molicie
de las profundidades, en una palabra, el «orgullo» de los verbos a las complacencias-de sustantivos y adjetivos.
E impenetrabilidad quiere decir también la frontera entre los dos; y que quien está sentado en la frontera, como
Humpty Dumpty está sentado sobre su estrecha pared, dispone de ambos, amo impenetrable de la articulación
de su diferencia («sin embargo, yo puedo utilizarlos a todos a mi gusto»).
Pero todavía no es suficiente. La última palabra de la dualidad no está en este regreso a la hipótesis
del Cratilo. La dualidad en la proposición no se da entre dos clases de nombres, nombres de parada y nombres
de devenir, nombres de sustancias o de cualidades y nombres de acontecimientos, sino entre dos dimensiones de
la proposición misma: la designación y la expresión, la designación de cosas y la expresión de sentido. Hay aquí
como dos lados del espejo, pero lo que está a un lado no se parece a lo que está del otro («todo el resto era lo
más diferente posible...»). Pasar al otro lado del espejo es pasar de la relación de designación a la relación de
expresión: sin detenerse en los intermediarios, manifestación y significación. Es llegar a una región en la que el
lenguaje ya no tiene relación con unos designados, sino solamente con unos expresados, es decir, con el sentido.
Este es el último desplazamiento de la dualidad: pasa ahora al interior de la proposición.
El ratón cuenta que, cuando los señores planearon ofrecer la corona a Guillermo el Conquistador, «el
arzobispo encontró esto razonable». El pato pregunta: «¿Encontró qué?» -Encontró esto -replicó el ratón muy
irritado-, usted sabe perfectamente lo que esto quiere decir» - «Por supuesto que sé lo que esto quiere decir
cuando encuentro algo -dijo el pato-; generalmente, es una rana o un gusano. La pregunta es: ¿qué encontró el
arzobispo?» Es evidente que el pato emplea y entiende esto como un término de designación para todas las
cosas, estados de cosas y cualidades posibles (indicador). Añade incluso que lo designado es esencialmente lo
que se come o se puede comer. Cualquier designable o designado es en principio consumible, penetrable; Alicia
señala por otra parte que no puede «imaginar» sino alimentos. Pero el ratón empleaba esto de un modo
completamente diferente: como el sentido de una proposición previa, como el acontecimiento expresado por la
proposición (ir a ofrecer la corona a Guillermo). El equívoco a propósito de esto se distribuye, pues, según la
dualidad de la designación y la expresión. Las dos dimensiones de la proposición se organizan en dos series que
no convergen sino en el infinito, en un término tan ambiguo como esto, ya que se encuentran solamente en la
frontera que no cesan de costear. Y una de las series recoge a su modo «comer», mientras que la otra extrae la
esencia de «hablar». Por ello, en muchos poemas de Carroll se asiste al desarrollo autónomo de dos dimensiones
simultáneas, remitiendo la una a unos objetos designados siempre consumibles o recipientes de consumo, y la
otra a sentidos siempre expresables, o por lo menos a objetos portadores de lenguaje y de sentido, convergiendo
las dos dimensiones tan sólo en una palabra esotérica, en un aliquid no identificable. Como el estribillo del
Snark: «Puedes acosarlo con dedales, y también acosarlo con cuidado. Puedes cazarlo con tenedores y
esperanza»; donde el dedal y el tenedor se remiten a instrumentos designados, pero la esperanza y el cuidado a
consideraciones de sentido y acontecimientos (el sentido se presenta a menudo, en Lewis Carroll, como aquello
con lo que hay que «tener cuidado», el objeto de un «cuidado» fundamental). La palabra extraña, el Snark, es la
frontera perpetuamente costeada, a la vez que trazada por las dos series. Más típica todavía, la admirable
canción del jardinero en Silvia y Bruno. Cada estrofa pone en juego dos términos de género muy deferente, que
se ofrecen a dos miradas distintas: «Pensaba que veía... Miró de nuevo y se dio cuenta de que era...» E1
conjunto de estrofas desarrolla así dos series heterogéneas, hecha la una de animales, seres u objetos
consumidores o consumibles, descritos según sus cualidades físicas, sensibles y sonoras, y la otra hecha de
objetos o personajes eminentemente simbólicos, definidos por atributos lógicos o, a veces, apelaciones de
parentesco, y portadores de acontecimientos, de noticias, mensajes o sentidos. En la conclusión de cada estrofa,
el jardinero traza un camino melancólico, bordeado a un lado y otro por las dos series; pues esta canción,
sepámoslo, es su propia historia.
«Creía ver un elefante,
un elefante que tocaba el pífano;
mirando mejor, vio que era
una carta de su esposa.
De esta vida, finalmente, dijo,
siento la amargura...
Creía ver un albatros
revoloteando en torno a la lámpara;
mirando mejor, vio que era
un sello de diez céntimos.
Debería volver a casa, dijo,
las noches son muy húmedas...
Creía ver un silogismo
demostrando que él era Papa;
mirando mejor, vio que era
un pedazo de jabón de mármol.
¡Dios mío, dijo, un hecho tan funesto
consume toda esperanza! » (1) *

(1) La canción del jardinero, en Silvia y Bruno, está formada por nueve estrofas, de las que ocho están dispersas
en el primer tomo, la novena aparece en Sylvie and Bruno concluded (cap. 20). Una traducción del conjunto está
dada por Henri Parisot en Lewis Carroll, ed. Seghers, 1952, y por Robert Benayoun en su Anthologie du
nonsense, Pauvert ed., 1957, págs. 180-182.
*
Para la traducción de los fragmentos de Lewis Carroll, nos hemos apoyado en la traducción de Luis Maristany,
Plaza y Janés, Barcelona, 1986.

Deleuze, Gilles. Lógica del sentido. Edición electrónica de Escuela de Filosofía Universidad ARCIS.
Traducción de Miguel Morey
GILLES DELEUZE y FELIX GUATTARI - Sobre el capitalismo y el deseo

Actuel.- Cuando describen el capitalismo, dicen ustedes: «No existe ninguna operación, ni el más mínimo
mecanismo industrial o financiero que no manifieste la demencia de la máquina capitalista y el carácter
patológico de su racionalidad (que no es en absoluto una falsa racionalidad sino la verdadera racionalidad de
esta patología, de esta demencia, porque no hay duda de que la máquina funciona). No corre peligro alguno de
enloquecer, ya está loca de punta a cabo, y de ahí extrae su racionalidad». ¿Significa esto que, tras esta sociedad
«anormal» o fuera de ella, puede haber una sociedad «normal»?
Gilles Deleuze.- Nosotros no empleamos los términos «normal» y «anormal». Todas las sociedades son
racionales e irracionales al mismo tiempo: son racionales en sus mecanismos, en sus engranajes, en sus sistemas
de conexión, e incluso por el lugar que asignan a lo irracional. Sin embargo, todo ello presupone códigos o
axiomas que no son fruto del azar pero que carecen, por su parte, de una racionalidad intrínseca. Ocurre como
en la teología: si se admiten el pecado, la inmaculada concepción y la encarnación, todo es completamente
racional. La razón es siempre una región aislada de lo irracional. No al abrigo de lo irracional, sino atravesada
por ello y definida únicamente por un determinado tipo de relaciones entre los factores irracionales. En el fondo
de toda razón está el delirio, la deriva. En el capitalismo, todo es racional salvo el capital. Un mecanismo
bursátil es perfectamente racional, se puede comprender, se puede aprender, los capitalistas saben cómo
aprovecharse de él, y sin embargo es completamente delirante, demencial. Éste es el sentido en el que decimos
que lo racional es siempre la racionalidad de algo irracional. En El Capital de Marx hay un aspecto sobre el cual
no se ha llamado suficientemente la atención, a saber, hasta qué punto está el propio Marx fascinado por los
mecanismos capitalistas, precisamente porque son demenciales y, a la vez, funcionan a la perfección.
¿Qué es, entonces, lo racional en una sociedad? Puesto que los intereses ya están definidos por el marco de
esa misma sociedad, lo racional es el modo en el que la gente los persigue y se propone su realización. Pero bajo
los intereses están los deseos, las posiciones de deseo, que no se confunden con las posiciones de interés pero de
las cuales dependen estas últimas, tanto en su determinación como en su distribución: un inmenso fluido, todos
los flujos libidinales-inconscientes que constituyen el delirio de una sociedad. La verdadera historia es la
historia del deseo.
Un capitalista o un tecnócrata de nuestros días no desea de la misma manera que un mercader de esclavos o que
un funcionario del antiguo imperio chino. Los miembros de una sociedad desean la represión, la de los demás y
la de ellos mismos; siempre hay gente que quiere fastidiar a otra gente, y que tiene posibilidad de hacerlo,
«derecho» a hacerlo: ahí es donde se pone de manifiesto el problema de un vínculo profundo entre el deseo
libidinal y el campo social. Un amor «desinteresado» hacia la máquina opresora: Nietzsche ha escrito cosas muy
bellas sobre este triunfo permanente de los esclavos, sobre el modo en que los amargados, los deprimidos y los
débiles nos imponen su manera de vivir.
Actuel.- Pero, precisamente, ¿qué es lo característico del capitalismo en este problema?
Gilles Deleuze.- ¿Será que en el capitalismo el delirio y el interés, o el deseo y la razón, se reparten de una
manera completamente nueva, especialmente «anormal»? Yo diría que sí. El dinero, el capital-dinero, es un
umbral de demencia para el cual no habría en psiquiatría más que un equivalente: lo que se llama «estado
terminal». Es muy complicado, pero se trata de una observación de detalle. En las demás sociedades hay
explotación y también hay escándalos y secretos, pero ello forma parte del «código» e incluso hay códigos
explícitamente secretos. En el capitalismo las cosas son muy distintas: nada es secreto, al menos en principio y
según el código (por ello, el capitalismo es «democrático» y se reclama del lado de lo «público» hasta en
términos jurídicos). Sin embargo, todo es inconfesable. La propia legalidad es inconfesable. En contraste con
otras sociedades, se trata al mismo tiempo de un régimen de lo público y de lo inconfesable. Es lo propio del
régimen del dinero, un delirio especialísimo. Fíjese en lo que actualmente se denomina «escándalo»: los
periódicos hablan profusamente de ello, todo el mundo parece defenderse o atacar, pero la búsqueda de lo legal
y lo ¡legal en esos asuntos es vana teniendo en cuenta el régimen capitalista. La declaración de impuestos de
Chaban, (1) las operaciones inmobiliarias, los grupos de presión y en general los mecanismos económicos y
financieros del capital, todo es legal a grandes rasgos, a excepción de algunas sombras; además, todo es público,
sólo que todo es inconfesable. Si la izquierda fuera «razonable», se contentaría con divulgar los mecanismos
económicos y financieros. No haría falta publicar lo privado, bastaría con confesar lo que ya es público.
Encontraríamos entonces una locura que no tiene parangón con la de los manicomios. En lugar de esto, nos
hablan de «ideología». Pero la ideología no tiene ninguna importancia: lo que cuenta no es la ideología, ni
tampoco la oposición «económico-ideológico», sino la organización del poder. Porque la organización del poder
es la manera en la que el deseo está ya de entrada en lo económico y fomenta las formas políticas de la
represión.
Actuel.- ¿Es la ideología una ilusión óptica?
Gilles Deleuze.- En absoluto. Decir que «la ideología es una ilusión óptica» es aún una tesis tradicional. Se sitúa
de un lado a la infraestructura, lo económico, lo serio, y del otro lado se ubica la superestructura, de la que
forma parte la ideología, y se rechazan los fenómenos de deseo como ¡deología. Es un buen procedimiento para
no ver cómo el deseo trabaja ya en la infraestructura, cómo la llena, cómo forma parte de ella y cómo organiza,
en esa medida, el poder, es decir, cómo se organiza el sistema represivo. No decimos que la ideología sea una
ilusión óptica (o un concepto que designa algo engañoso), decimos que no hay ideología, que es un concepto
ilusorio. Por eso resulta tan conveniente para el PC y para el marxismo ortodoxo. El marxismo ha dado tanta
importancia al tema de las ideologías para así ocultar mejor lo que sucedía en la URSS: esa nueva organización
del poder represivo. No hay ideología, sólo hay organizaciones de poder, teniendo en cuenta que la organización
del poder implica la unidad del deseo y la estructura económica. Pongamos dos ejemplos. La enseñanza: los
izquierdistas, en Mayo del 68, han perdido mucho tiempo intentando que los profesores hiciesen su autocrítica
como agentes de la ideología burguesa. Esto es una imbecilidad, además de que halaga las pulsiones
masoquistas de los profesores. La lucha contra las oposiciones fue abandonada en beneficio de la querella o de
la gran confesión pública anti-ideológica. Durante este período, los profesores más duros reorganizaban su
poder sin dificultades. El problema de la enseñanza no es un problema ideológico sino un problema de
organización del poder: la especificidad del poder docente es lo que aparece como una ideología, pero se trata
de una mera ilusión. El poder de la enseñanza primaria no es ninguna tontería: se ejerce sobre los niños.
Segundo ejemplo: el cristianismo. La Iglesia manifiesta una enorme satisfacción cuando es tratada como una
ideología, porque puede entrar en el debate y así robustecer su ecumenismo. Pero el cristianismo nunca fue una
ideología, es una organización de poder muy original, muy específica, que ha presentado formas muy diversas
desde la época del Imperio Romano y la Edad Media y que ha inventado la idea de un poder internacional. Esto
es mucho más importante que la ideología.
Félix Guattari.- Ocurre lo mismo en las estructuras políticas tradicionales. Siempre reaparece la misma
estratagema: el gran debate ideológico en la asamblea general y las cuestiones de organización en comisiones
especializadas. Éstas se presentan como secundarias, como determinadas por las opciones políticas. Pero es al
revés: los problemas reales son los de organización, que nunca se explicitan ni se racionalizan, y que enseguida
se proyectan en términos ideológicos. Ahí es donde surgen las verdaderas divisiones: un tratamiento del deseo y
del poder, de las posiciones libidinales, de los Edipos de grupo, de los «superyoes» de grupo, de los fenómenos
de perversión… A continuación, se construyen las oposiciones políticas: un individuo adopta tal opción frente a
otro porque, en el orden de la organización y del poder, ya ha escogido y aborrecido a su adversario.
Actuel.- Su análisis es convincente en el caso de la Unión Soviética o del capitalismo. Pero ¿y si descendemos
al detalle? Si, por definición, todas las oposiciones ideológicas enmascaran conflictos de deseo, ¿cómo
analizarían ustedes, por ejemplo, las divergencias entre tres grupúsculos trotskistas? ¿De qué conflicto de deseo
puede tratarse en ese caso? A pesar de las querellas políticas; cada grupo parece cumplir, de cara a sus
militantes, la misma función: una jerarquía que ofrece seguridad, la reconstrucción de un pequeño medio social,
una explicación definitiva del mundo… No veo las diferencias.
Félix Guattari.- Como un ejemplo cuya semejanza con grupos reales es sólo fortuita, podemos imaginar a uno
de los grupos como definido por su fidelidad a las posiciones históricas de la izquierda comunista en el
momento de la creación de la Tercera Internacional. Hay toda una axiomática, incluso a nivel fonológico -el
modo de articular ciertas palabras, el gesto que las acompaña-, y además las estructuras organizativas, la
concepción de las relaciones que se han de mantener con los aliados, los centristas, los adversarios… Esto puede
corresponder a una determinada figura de la edipización, un universo intangible y confortable como el del
obseso, que pierde todas sus referencias si se cambia de sitio uno solo de sus objetos familiares. A través de esta
identificación con figuras e imágenes recurrentes, se trata de alcanzar un tipo de eficacia, la del estalinismo:
nada de ideología, como se ve. En otro de los grupos, y aun manteniendo el marco metodológico general, se
busca una actualización: «Hay que tener en cuenta, camaradas, que aunque el enemigo siga siendo el mismo, las
condiciones han cambiado». Tenemos entonces un grupúsculo más abierto. Se trata de un compromiso: se ha
superado la primera imagen manteniéndola vigente, y se han inyectado otras nociones. Se multiplican las
reuniones y los cursillos, y también las intervenciones externas. Hay en la voluntad deseante, como dice Zazie,
un cierto procedimiento para fastidiar a los alumnos, y en otros casos un cierto procedimiento para fastidiar a los
militantes.
En cuanto al fondo de los problemas, todos estos grupos dicen grosso modo lo mismo. Pero se oponen
radicalmente en su estilo: la definición del líder, de la propaganda, la concepción de la disciplina, de la
fidelidad, de la modestia, del ascetismo del militante. ¿Cómo dar cuenta de estas polaridades sin hurgar en la
economía del deseo de la máquina social? Hay un gran abanico, de los anarquistas a los maoístas, tanto política
como analíticamente. Y ello por no hablar, fuera ya de la estrecha franja de los grupúsculos, de la masa de
gentes que no saben cómo definirse exactamente dentro del movimiento izquierdista, el atractivo de la acción
sindical, de la revuelta, las expectativas o el desinterés… Habría que describir el papel que desempeñan estas
máquinas de liquidar el deseo que son los grupúsculos, esta labor de molienda y tamizado. El dilema es: ser
derrotado por el sistema social o integrarse en los marcos preestablecidos de estas pequeñas iglesias. En ese
sentido, Mayo del 68 fue una asombrosa revelación. La potencia deseante alcanzó tal grado de aceleración que
hizo estallar los grupúsculos. Después, estos grupúsculos se recuperaron rápidamente y participaron en el
retorno al orden junto con el resto de las fuerzas represivas, la CGT, el PC, las CRS (2) o Edgar Faure (3). Y
esto no lo digo solamente como provocación. No cabe duda de que los militantes se enfrentaron valientemente a
la policía. Pero si dejamos de lado la esfera de la lucha de intereses y consideramos la función del deseo, hay
que reconocer que la dirección de ciertos grupúsculos trataba a la juventud con un talante represivo: contener el
deseo liberado para canalizarlo.
Actuel.- Pero ¿qué es un deseo liberado? Comprendo bien en qué se puede traducir en el caso de un individuo o
de un grupo pequeño: una creación artística o romper unos cristales, quemarlo todo o, más sencillamente, la
desidia o el apoltronamiento en una pereza vegetal. Pero ¿y después? ¿Qué sería un deseo colectivamente
liberado a la escala de un grupo social?¿Cuentan ustedes con ejemplos concretos? ¿Y qué significaría para «el
conjunto de la sociedad», si es que ustedes no rechazan, como hace Michel Foucault, esta expresión?
Félix Guattari.- Hemos tomado como referencia el deseo en uno de sus estados más críticos y extremos, el del
esquizofrénico. El esquizofrénico que puede producir algo, más allá o más acá del esquizofrénico internado,
machacado por la química y la represión social. Nos parece que algunos esquizofrénicos expresan directamente
un desciframiento libre del deseo. Pero ¿cómo concebir una forma colectiva de economía deseante? En verdad,
no de forma local. No puedo imaginarme a una pequeña comunidad liberada en medio de la sociedad represiva a
la que se fuesen añadiendo individuos a medida que se fueran liberando. Si el deseo constituye la textura misma
de la sociedad en su conjunto, incluidos sus mecanismos de reproducción, es posible que pueda «cristalizar» un
movimiento de liberación en el conjunto de la sociedad. En Mayo del 68, en los destellos de los choques locales,
la sacudida se transmitió violentamente al conjunto de la sociedad, incluyendo a los grupos que no tenían ni una
lejana relación con el movimiento revolucionario, médicos, abogados o tenderos. Sin embargo, el interés venció
al final, aunque después de un mes de chaparrones. Nos encaminamos hacia explosiones de este tipo, aún más
profundas.
Actuel.- ¿Ha habido ya en la historia alguna liberación vigorosa y duradera del deseo, más allá de breves
períodos de fiesta, de masacres, de guerras o revoluciones? ¿O creen ustedes en un final de la historia: tras
milenios de alienación, la evolución social invertiría su sentido de golpe mediante una revolución que seria la
última y que liberaría el deseo de una vez por todas?
Félix Guattari.- Ni lo uno ni lo otro. Ni fin definitivo de la historia, ni excesos provisionales. Todas las
civilizaciones y períodos han tenido sus finales de la historia, lo cual no es en absoluto concluyente, ni tiene
necesariamente un carácter liberador. En cuanto a los excesos, a los momentos de fiesta, tampoco esto es
demasiado esperanzador. Hay militantes revolucionarios, deseosos de sentirse responsables, que dicen: sí,
admitimos los excesos «en la primera fase de la revolución», pero luego, en una segunda fase, han de imponerse
la organización, la funcionalidad, las cosas serias… No hay deseo liberado en los meros momentos de fiesta. No
hay más que ver la discusión de Victor (a) con Foucault en el número de Temps Modernes dedicado a los
maoístas (4): Victor consiente los excesos, pero sólo en una «primera fase». En cuanto a lo demás, a las cosas
serias, Victor se remite a un nuevo aparato de Estado, nuevas normas de una justicia popular con un tribunal,
con una instancia exterior a las masas, un tercero capaz de resolver las contradicciones de las masas. Es siempre
el mismo esquema: despegue de una seudo-vanguardia capaz de realizar las síntesis, de formar un partido como
embrión de un aparato de Estado; promoción de una clase obrera instruida, bien educada; y el resto queda como
residuo, lumpenproletariado del que hay que desconfiar (siempre la misma vieja condena del deseo). E incluso
estas distinciones son una manera de obstruir el deseo en beneficio de una casta burocrática. Foucault reacciona
denunciando a ese tercero, diciendo que, si hay alguna justicia popular, no adopta la forma del tribunal. Muestra
perfectamente que la distinción «vanguardia/proletariado/plebe no proletarizada» es ante todo una distinción que
la burguesía introduce en las masas y la utiliza para destruir los fenómenos de deseo, para marginalizar el deseo.
La cuestión reside en el aparato de Estado. Sería ridículo construir un aparato de Estado o un partido para liberar
los deseos. Reclamar una justicia mejor es como reclamar buenos jueces, buenos policías, buenos patronos, una
Francia más limpia, etcétera. Y encima nos dicen: ¿cómo queréis unificar las luchas puntuales sin un partido?
¿Cómo hacer funcionar la máquina sin un aparato de Estado? Es evidente que la revolución tiene necesidad de
una máquina de guerra, pero eso no es un aparato de Estado. Sin duda tiene necesidad de una instancia de
análisis, de análisis de los deseos de las masas, pero eso no equivale a un aparato exterior de síntesis. Deseo
liberado quiere decir que el deseo salga del callejón de la fantasía individual privada: no se trata de adaptarlo, de
socializarlo, de disciplinarlo, sino de transmitirlo de tal manera que su proceso no se interrumpa en el cuerpo
social, y que produzca enunciaciones colectivas. Lo que cuenta no es la unificación autoritaria sino más bien
una especie de proliferación infinita de los deseos en las escuelas, en las fábricas, en los barrios, en las
guarderías, en las cárceles, etcétera. No se trata de dirigir, de totalizar, de conectarlo todo en el mismo plano.
Mientras permanezcamos en la alternativa entre el espontaneísino impotente de la anarquía y la
sobrecodificación burocrática de una organización de partido, no habrá liberación del deseo.
Actuel.- ¿Puede concebirse que, en sus comienzos, el capitalismo llegase a asumir los deseos sociales?
Gilles Deleuze.- Sin duda, el capitalismo siempre ha sido una formidable máquina deseante. Los flujos de
moneda, de medios de producción, de mano de obra, de nuevos mercados, todo esto es el deseo que circula.
Basta considerar la suma de contingencias que se hallan en el origen del capitalismo para comprender hasta qué
punto ha surgido de un cruce de deseos y que su infraestructura, su propia economía es inseparable de
fenómenos de deseo. Y también el fascismo, hay que decirlo, «asumió los deseos sociales», incluidos los deseos
de represión y de muerte. La gente se volvía loca por Hitler y por la bella máquina fascista. Pero si su pregunta
significa: ¿fue revolucionario el capitalismo en sus comienzos, coincidió alguna vez la revolución industrial con
una revolución social?, entonces la respuesta es que no, no lo creo. El capitalismo estuvo ligado desde su
nacimiento a una represión salvaje, tuvo enseguida su organización de poder y su aparato de Estado. Es cierto
que el capitalismo implicaba la disolución de los códigos y de los poderes anteriores, pero ya había establecido,
en los huecos de los regímenes precedentes, los engranajes de su poder, incluyendo su poder estatal. Siempre es
así: las cosas no son en absoluto progresivas; antes incluso de que se establezca una formación social, sus
instrumentos de explotación y de represión ya están dispuestos, girando aún en el vacío, pero listos para trabajar
cuando sean llenados. Los primeros capitalistas son como aves carroñeras que están esperando. Esperan su
encuentro con el trabajador, que tiene lugar gracias a las fugas del sistema anterior. Éste es, incluso, el sentido
de lo que se llama acumulación primitiva.
Actuel.- Yo creo, al revés, que la burguesía ascendente imaginó y preparó su revolución a lo largo de todo el
Siglo de las Luces. Desde su punto de vista, ha sido una clase «revolucionaria hasta el fondo», porque ha dado
la vuelta al Antiguo Régimen y se ha situado en el poder. Cualesquiera que fueran los movimientos paralelos del
campesinado y los arrabales, la revolución burguesa fue una revolución hecha por la burguesía -los dos términos
apenas se distinguen-, y cuando la juzgamos en nombre de las utopías socialistas de los siglos XIX y XX
introducimos anacrónicamente una categoría que entonces no existía.
Gilles Deleuze.- Lo que usted dice concuerda aún con el esquema de un cierto marxismo. En un momento de la
historia, la burguesía habría sido revolucionaria, e incluso habría resultado necesaria, necesaria para transitar
hacia un estadio capitalista, un estadio de revolución burguesa. Eso es estalinista, pero no es serio. Cuando una
formación social se agota y comienza a vaciarse por sus cuatro costados, todo se descodifica, toda clase de
flujos incontrolados empiezan a circular, como sucedió con las fugas de campesinos en la Europa feudal, los
fenómenos de «desterritorialización». La burguesía impone un nuevo código económico y político, y entonces
puede creer que ella es revolucionaria. Pero no es así en absoluto. Daniel Guerin ha escrito cosas muy profundas
sobre la revolución de 1789 (b). La burguesía nunca se equivocó acerca de cuál era su verdadero enemigo. Su
verdadero enemigo no era el sistema anterior, sino lo que escapaba al control de ese sistema, y que ella se dio a
sí misma como tarea llegar a dominar. Ella debía su poder a la ruina del antiguo sistema, pero no podía ejercerlo
más que en la medida en que considerase como enemigos a todos los revolucionarios del sistema antiguo. La
burguesía no ha sido nunca revolucionaria. Obliga a hacer la revolución. Ha manipulado, reprimido, canalizado
una enorme pulsión de deseo popular, la gente se dejó arrancar la piel en Valmy.
Actuel.- Y también en Verdún.
Félix Guattari.- En efecto. Y eso es lo que nos interesa. ¿De dónde vienen estos impulsos, estos
levantamientos, estos entusiasmos que no se explican mediante una racionalidad social y que son desviados,
capturados por el poder en cuanto nacen? No se puede explicar una situación revolucionaria en función del
simple análisis de los intereses en juego. En 1903, el partido social-demócrata ruso debatía sobre sus alianzas,
sobre la organización del proletariado, sobre el papel de la vanguardia. Bruscamente, cuando pretende preparar
la revolución, es arrastrado por los acontecimientos de 1905 y tiene que subirse a un tren en marcha. Ahí se
produjo una cristalización del deseo a escala social sobre la base de situaciones aún incomprensibles. Lo mismo
pasó en 1917. Y los políticos volvieron a subirse al tren en marcha, y consiguieron atraparlo. Pero ninguna
tendencia revolucionaria pudo o supo asumir la necesidad de una organización soviética que hubiera podido
permitir a las masas hacerse realmente cargo de sus intereses y su deseo. Se ponen entonces en circulación
ciertas máquinas, llamadas organizaciones políticas, que funcionan según el modelo elaborado por Dimitrov en
el octavo congreso de la Internacional -alternancia de frentes populares y de retrocesos sectarios-, que siempre
alcanzan el mismo resultado represivo. Lo vimos en 1936, en 1945, en 1968. Por su propia axiomática, estas
máquinas de masas se niegan a liberar la energía revolucionaria. Es, de manera solapada, una política similar a
la del Presidente de la República o a la de la Iglesia, pero con una bandera roja en la mano. Y, con respecto al
deseo, es una forma profunda de apuntar hacia el yo, la persona y la familia. De ahí surge un dilema muy
simple: o se alcanza un nuevo tipo de estructuras, que conduzcan finalmente a la fusión del deseo colectivo y la
organización revolucionaria, o seguiremos en la tónica actual y, de represión en represión, desembocaremos en
un fascismo que hará palidecer a los de Hitler y Mussolini.
Actuel.- Pero ¿cuál es entonces la naturaleza de ese deseo profundo, fundamental, que por lo que se ve es
constitutivo del hombre y del hombre social, y que constantemente resulta traicionado? ¿Por qué se carga
siempre en máquinas antinómicas a la dominante y, sin embargo, semejantes a ella? ¿Quiere eso decir que ese
deseo está condenado a la explosión pura y sin porvenir o a la perpetua traición? Insisto: ¿puede haber algún día
en la historia una expresión colectiva y duradera del deseo liberado, y de qué manera?
Gilles Deleuze.- Si lo supiéramos, no lo diríamos, lo haríamos. Con todo, Félix acaba de decir: la organización
revolucionaria debe ser la de una máquina de guerra, y no la de un aparato de Estado, la de un analizador del
deseo, no la de una síntesis externa. En todo sistema social hay siempre líneas de fuga y encallamientos para
impedir esas fugas, o bien (no es lo mismo) aparatos incluso embrionarios que las integran, que las desvían, las
detienen, hacia un nuevo sistema que se prepara. Habría que analizar las cruzadas desde este punto de vista.
Pero, con respecto a todo ello, el capitalismo tiene una característica muy especial: sus líneas de fuga no son
solamente dificultades sobrevenidas, son las condiciones de su ejercicio. Se ha constituido a partir de la
descodificación generalizada de todos los flujos: flujo de riqueza, flujo de trabajo, flujo de lenguaje, flujo de
arte, etcétera No ha reconstruido un código sino que ha elaborado una suerte de contabilidad, una suerte de
axiomática de los flujos descodificados como base de su economía. Liga los puntos de fuga y sigue adelante.
Amplía siempre sus propios límites y siempre se ve obligado a emprender nuevas fugas con nuevos límites. No
ha resuelto ninguno de sus problemas fundamentales, ni siquiera puede prever el aumento de la masa monetaria
de un país de un año a otro. No para de franquear sus límites, que reaparecen siempre más allá. Se coloca en
situaciones espantosas con respecto a su propia producción, su vida social, su demografía, su periferia
tercermundista, sus regiones interiores, etcétera. Hay fugas por todas partes, que renacen de los límites siempre
desplazados por el capitalismo. Y no hay duda de que la fuga revolucionaria (la fuga de la que hablaba Jackson
cuando decía: «no paro de huir pero, en mi huída, busco un arma … ») (c) no es igual que otros tipos de fugas,
que la fuga esquizofrénica o la fuga toxicomaníaca. Pero éste es el problema de la marginalidad: hacer que todas
las líneas de fuga se conecten en un plano revolucionario. En el capitalismo hay, pues, algo nuevo, el carácter
que adoptan las líneas de fuga, y también nuevas potencialidades revolucionarias. Como ve, hay esperanza.
Actuel.- Hablaba hace un momento de las cruzadas: ¿es, para ustedes, una de las primeras manifestaciones de
una esquizofrenia colectiva?
Félix Guattari.- Fue, en efecto, un extraordinario movimiento esquizofrénico. De pronto, en un período ya de
por sí cismático y turbulento, miles y miles de personas se hartaron de la vida que llevaban, se improvisaron
predicadores y aldeas enteras quedaron abandonadas. Sólo después el papado, alarmado, intentó señalar un
objetivo al movimiento esforzándose por encaminarlo hacia Tierra Santa. Con una doble ventaja:
desembarazarse de las turbas errantes y reforzar las bases cristianas en Oriente Próximo, amenazadas por los
turcos. No siempre con éxito: la cruzada de los venecianos apareció en Constantinopla, la cruzada de los niños
giró hacia el sur de Francia y enseguida dejó de suscitar ternura. Ciudades enteras fueron tomadas e incendiadas
por estos niños «cruzados» que los ejércitos regulares acabaron exterminando: matándolos, vendiéndolos como
esclavos…
Actuel.- ¿Podría existir un paralelismo con los movimientos contemporáneos: las comunidades como camino
para escapar de la fábrica y de la oficina?¿Y habría un papa que quisiera dirigirlas?¿La revolución de Jesús?
Félix Guattari.- Una recuperación cristiana no es algo impensable. Hasta cierto punto, ya es una realidad en los
Estados Unidos, aunque mucho menos en Europa o en Francia. Pero existe ya una recuperación latente bajo la
forma de la tendencia naturista, la idea de que sería posible retirarse de la producción y reconstruir una pequeña
sociedad aparte, como si no estuviéramos ya marcados y encadenados por el sistema del capitalismo.
Actuel.- ¿Qué papel atribuyen ustedes a la Iglesia en un país como el nuestro? La Iglesia ha estado en el centro
del poder de la sociedad occidental hasta el siglo XVIII, ha sido el vínculo y la estructura de la máquina social
hasta la emergencia del Estado-Nación. Privada hoy por la tecnocracia de esta función esencial, aparece
marchando a la deriva, sin punto de anclaje y dividida. Llega uno a preguntarse si la Iglesia, influida por las
corrientes del catolicismo progresista, no ha llegado a ser menos confesional que algunas organizaciones
políticas.
Félix Guattari.- ¿Y el ecumenismo? ¿No es una forma de volver sobre sus pasos? La Iglesia no ha sido nunca
más fuerte. No hay razón alguna para contraponer Iglesia y tecnocracia; hay una tecnocracia de la iglesia.
Históricamente, el cristianismo y el positivismo siempre han hecho buenas migas. El motor del desarrollo de las
ciencias positivas es cristiano. No se puede decir que el psiquiatra ha sustituido al sacerdote. La represión los
necesita a todos. Lo único que ha envejecido del cristianismo es su ideología, pero no su organización de poder.
Actuel. - Llegamos así a este otro aspecto de su libro: la crítica de la psiquiatría. ¿Podemos decir que Francia
está ya cuadriculada por la psiquiatría sectorial? Y ¿hasta dónde llega esta organización?
Félix Guattari.- La estructura de los hospitales psiquiátricos es esencialmente estatal, y los psiquiatras son
funcionarios. El Estado se ha conformado durante mucho tiempo con una política de coacción y no ha hecho
nada durante todo un siglo. Hubo que esperar a la Liberación para que apareciese cierta inquietud: la primera
revolución psiquiátrica, la apertura de los hospitales, los servicios libres, la psicoterapia institucional. Todo esto
llevó a la gran utopía de la psiquiatría sectorial, que consistía en limitar el número de internamientos y mandar
equipos psiquiátricos a las poblaciones, igual que se enviaba a los misioneros a la sabana. Carente de fondos y
de voluntad, la reforma ha quedado estancada: unos cuantos servicios-modelo para las visitas oficiales, y
hospitales dispersos por las regiones más subdesarrolladas. Vamos hacia una gran crisis, de las dimensiones de
la crisis universitaria, un desastre a todos los niveles: equipamientos, formación del personal, terapias, etcétera.
La cuadriculación institucional de la infancia está, por el contrario, mucho más asumida. En este ámbito, la
iniciativa ha escapado del marco estatal y de su financiación para aproximarse a todo tipo de asociaciones: de
defensa de la infancia, de padres… Los establecimientos han proliferado, subvencionados por la Seguridad
Social. Del niño se hacen cargo, inmediatamente, una red de psiquiatras que le fichan a la edad de tres años y le
hacen un seguimiento de por vida. Hay que esperar soluciones de este tipo para la psiquiatría de adultos. Ante el
actual callejón sin salida, el estado intentará desnacionalizar sus instituciones y promover otras al amparo de la
ley de 1901, sin duda manipuladas por poderes políticos y asociaciones familiares reaccionarias. Vamos, en
efecto, hacia una cuadriculación psiquiátrica de Francia, a menos que la actual crisis libere sus potencialidades
revolucionarias. Se extiende por todas partes la ideología más conservadora, una llana transposición de los
conceptos edípicos. En los establecimientos para niños, al director se le llama «tito» y a la enfermera «mamá».
E incluso he tenido noticia de distinciones de género: los grupos de juego se remiten a un principio materno, los
talleres al principio paterno. La psiquiatría sectorial tiene una cara progresista, porque abre el hospital. Pero si
esa apertura consiste en cuadricular el barrio, pronto echaremos de menos los antiguos manicomios cerrados.
Ocurre como con el psicoanálisis: funciona al aire libre, pero es mucho peor, mucho más peligroso como fuerza
represiva.
Gilles Deleuze.- Relatemos un caso. Una mujer llega a una consulta. Explica que toma tranquilizantes. Pide un
vaso de agua. Luego habla: «¿Sabe usted? Yo tengo cierta cultura, tengo estudios, me gusta mucho leer y, ahí lo
tiene, ahora me paso el tiempo llorando. No puedo soportar ir en metro… Lloro en cuanto leo cualquier cosa…
Miro la televisión, veo las imágenes de Vietnam: no puedo soportarlas…». El médico no responde gran cosa. La
mujer continúa: «Estuve en la Resistencia… en cierto modo… hacía de buzón de correo». El médico pide una
explicación. -Sí. ¿no lo comprende, doctor? Iba a un café y preguntaba, por ejemplo, «¿Hay algo para René?»
Me daban una carta, que tenía que entregar…». El médico oye «René» y despierta: «¿Por qué dice usted
«René»?». Es la primera vez que se atreve a preguntar. Hasta ese momento, ella le había hablado del metro, de
Hiroshima, de Vietnam, del efecto que todo eso tenía sobre su cuerpo, de las ganas de llorar, pero el médico
pregunta únicamente: «Así que «René»… (6) ¿Qué le recuerda «René»? René, ¿alguien que ha renacido, ¿Un
renacimiento? La Resistencia no significa nada para el médico, pero «renacimiento» lleva al esquema universal,
al arquetipo: «Usted quiere renacer». El médico se reencuentra consigo mismo, se reconoce en su circuito. Y la
fuerza a hablar de su padre y de su madre.
Éste es un aspecto esencial de nuestro libro, y es algo muy concreto. Los psiquiatras y los psicoanalistas no
han prestado nunca atención a un delirio. Basta con escuchar a alguien que delira: le persiguen los rusos, los
chinos, no me queda saliva, alguien me ha dado por el culo en el metro, hay microbios y espermatozoides
hormigueando por todas partes. La culpa es de Franco, de los judíos, de los maoístas: todo un delirio del campo
social. ¿Por qué no habría de concernir a la sexualidad de un sujeto la relación que mantiene con su idea de los
chinos, de los blancos o de los negros, con la civilización, con las cruzadas, con el metro? Los psiquiatras y los
psicoanalistas no escuchan nada, están tan a la defensiva que son indefendibles. Destruyen el contenido del
inconsciente mediante unos enunciados elementales prefabricados: «-Me habla usted de los chinos pero, ¿qué
me dice de su padre? -No, él no es chino. -Entonces, ¿tiene usted un amante chino?». Es algo del estilo de la
labor represiva del juez de Angela Davis, que aseguraba: «Su comportamiento sólo es explicable porque estaba
enamorada». ¿Y si, al contrario, la libido de Angela Davis fuera una libido social, revolucionaria? ¿Y si ella
estaba enamorada porque era revolucionaria?
Esto es lo que tenemos que decirles a los psiquiatras y a los psicoanalistas: no sabéis lo que es un delirio,
no habéis comprendido nada. Si nuestro libro tiene algún sentido, es porque llega en un momento en el que
muchas personas tienen la impresión de que la máquina psicoanalítica ya no funciona, hay una generación que
comienza a estar harta de estos esquemas que sirven para todo -Edipo y la castración, lo imaginario y lo
simbólico- y que ocultan sistemáticamente el contenido social, político y cultural de todo trastorno psíquico.
Actuel.- Ustedes asocian esquizofrenia y capitalismo, tal es el fundamento mismo de su libro. ¿Hay casos de
esquizofrenia en otras sociedades?
Félix Guattari.- La esquizofrenia es indisociable del sistema capitalista, concebido él mismo como una primera
fuga: es su enfermedad exclusiva. En otras sociedades, la fuga y la marginalidad adoptan otros aspectos. El
individuo asocial de las sociedades primitivas no es encerrado. La prisión y el asilo son invenciones recientes.
Se les caza, se les exilia a los límites de la aldea y mueren, a menos que lleguen a integrarse en la aldea
colindante. Cada sistema tiene, por otra parte, su enfermo particular: el histérico de las sociedades primitivas,
los maníaco-depresivos y paranoicos del gran imperio… La economía capitalista procede por descodificación y
desterritorialización: tiene sus enfermos extremos, es decir, los esquizofrénicos, que se descodifican y se
desterritorializan hasta el límite, pero también sus consecuencias más extremas, las revolucionarias.

Notas
(1) N. de Trad.: Jacques Chaban-Delmas (1915-2000), primer ministro del Gobierno francés de 1969 a 1972
(2) N. de Trad.:Compagnies républicaines de securité, cuerpo de la policía francesa.
(3) N. de Trad.: Edgar Faure (1908-1988), ministro de Educación Nacional en 1968-1969 y, en 1971, presidente
de la Comisión Internacional para el Desarrollo de la Educación.
(a) Pierre Victor fue el seudónimo de Benny Levy, dirigente en ese momento de la Izquierda Proletaria (luego
declarada ilegal).
(4) Cfr. Les temps modernes, Nouveau Fascisme, Nouvelle démocratie, nº 310 bis, junio de 1972, pp. 355-366
(veáse la nota c del texto nº 26, N. del T).
(b) D. Guerin, La révolution française et nous, F. Maspero, París, reed. 1976 (trad. cast. La revolución francesa
y nosotros, Villalar, col. Zimmerwald, Madrid, 1977, [N. del T.). Cfr., en el mismo sentido, La lutte de classes
sous la Première République: 1793-1797, Gallimard, París. reed. 1968 (trad. cast. La lucha de clases en el
apogeo de la revolución francesa: 1793-1795. Alianza. Madrid. 1974 [N. del T]).
(c) Sobre G. Jackson, ver la nota b del texto nº 32.
(6) N. de Trad.: Renacido: en francés, re-né.
* Título del editor. «Gilles Deleuze, Félix Guattari», en Michel-Antoine Burnier ed., C’est demain la ville, Ed.
du Seuil, París, 1973. pp. 139-161. Esta entrevista estaba inicialmente destinada a aparecer en la revista Actuel,
de la que M.-A Burnier era uno de los directores.

Gilles Deleuze, “La isla desierta y otros textos”, editorial Pre-textos, Valencia, España, 2005. págs. 333/346,
Edición original: Les Editions de Minuit, 2002.

Caosmosis
GILLES DELEUZE - Pensamiento nómada (Sobre Nietzsche)

Si nos preguntamos qué es o en qué se ha convertido Nietzsche hoy, sabemos bien en qué dirección hemos
de buscar. Hay que mirar hacia los jóvenes que están leyendo a Nietzsche, descubriendo a Nietzsche. Nosotros,
la mayor parte de los presentes, somos ya demasiado viejos. ¿Qué es lo que un joven descubre hoy en Nietzsche,
que no es seguramente lo mismo que descubrió m¡ generación, como eso no era ya lo mismo que habían
descubierto las generaciones anteriores? ¿Por qué los músicos jóvenes sienten hoy que Nietzsche tiene que ver
con lo que hacen, aunque no hagan en absoluto una música nietzscheana, por qué los pintores jóvenes, los
cineastas jóvenes se sienten atraídos por Nietzsche? ¿Qué está pasando, es decir, cómo están recibiendo a
Nietzsche? Todo lo que en rigor podemos explicar desde fuera es el modo en que Nietzsche siempre reclamó,
para sí mismo tanto como para sus lectores contemporáneos y futuros, cierto derecho al contrasentido. Da igual
qué derecho, por otra parte, puesto que posee reglas secretas, pero en todo caso cierto derecho al contrasentido,
del que hablaré enseguida, y que hace que no venga al caso comentar a Nietzsche como se comenta a Descartes
o a Hegel. Me pregunto: ¿quién es, hoy, el joven nietzscheano? ¿El que prepara un trabajo sobre Nietzsche?
Quizá. ¿0 es más bien aquel que, poco importa si voluntaria o involuntariamente, produce enunciados
singularmente nietzscheanos en el curso de una acción, de una pasión o de una experiencia? Hasta donde yo sé,
uno de los textos recientes más hermosos, y uno de los más profundamente nietzscheanos, es el que ha escrito
Richard Deshayes, Vivir es sobrevivir, un poco antes de ser alcanzado por una granada en una manifestación
(a). Quizá una cosa no excluye la otra. Acaso sea posible escribir sobre Nietzsche y además producir enunciados
nietzscheanos en el curso de la experiencia.
Somos conscientes de los riesgos que nos acechan en esta pregunta: ¿qué es Nietzsche hoy? Riesgo de
demagogia («Los jóvenes están con nosotros…»). Riesgo de paternalismo (consejos a un joven lector de
Nietzsche). Y, sobre todo, el riesgo de una abominable síntesis. En el origen de nuestra cultura moderna está la
trinidad Nietzsche, Freud, Marx. Da igual si todo el mundo se ha deshecho de ella de antemano. Puede que
Marx y Freud sean el amanecer de nuestra cultura, pero Nietzsche es algo completamente distinto, es el
amanecer de una contra- cultura. Es evidente que la sociedad moderna no funciona mediante códigos. Es una
sociedad que funciona a partir de otras bases. Si consideramos, pues, no tanto a Marx y Freud literalmente, sino
aquello en lo que se han convertido el marxismo y el freudismo, vemos que están inmersos en una suerte de
intento de recodificación: por parte del Estado, en el caso del marxismo («es el Estado quien te puso enfermo y
el Estado es quien te curará», porque ya no será el mismo Estado); por parte de la familia, en el caso del
freudismo (la familia te pone enfermo y la familia te cura, porque no es ya la misma familia). Esto es lo que
sitúa ciertamente, en el horizonte de nuestra cultura, al marxismo y al psicoanálisis como las dos burocracias
fundamentales, una pública y otra privada, cuyo objetivo es realizar mejor o peor una recodificación de lo que
no deja de descodificarse en nuestro horizonte. La labor de Nietzsche, en cambio, no es ésa en absoluto. Su
problema es otro. A través de todos los códigos del pasado, del presente o del futuro, para él se trata de dejar
pasar algo que no se deja y que jamás se dejará codificar. Transmitirlo a un nuevo cuerpo, inventar un cuerpo al
que pueda transmitirse y en el que pueda circular: un cuerpo que sería el nuestro, el de la Tierra, el de la
escritura…
Sabemos cuales son los grandes instrumentos de codificación. Las sociedades no cambian tanto, no
disponen de infinitos medios de codificación. Conocemos tres medios principales: la ley, el contrato y la
institución. Los hallamos bien representados, por ejemplo, en las relaciones que los hombres han mantenido con
los libros. Hay libros de la ley, en los cuales la relación del lector con el libro pasa por la ley. Se les llama
precisamente códigos en otros lugares, y también libros sagrados. Hay otra clase de libros que tienen que ver
con el contrato, con la relación contractual burguesa. Ésta es la base de la literatura laica y de la relación
comercial con el libro: yo te compro, tú me das qué leer; una relación contractual en la cual todo el mundo está
atrapado: autor, editor, lector. Y hay, luego, una tercera clase de libros, los libros políticos, preferentemente
revolucionarios, que se presentan como libros de instituciones, ya se trate de instituciones presentes o futuras. Y
hay toda clase de mezclas: libros contractuales o institucionales que se tratan como libros sagrados…, etcétera.
Todos los tipos de codificación están tan presentes, tan subyacentes, que los encontramos unos en otros.
Tomemos otro ejemplo, el de la locura: los intentos de codificar la locura se han llevado a cabo de las tres
formas. Primero, bajo la forma de la ley, es decir, del hospital, del manicomio - la codificación represiva, el
encierro, el antiguo encierro que está llamado a convertirse, andando el tiempo, en una última esperanza de
salvación, cuando los locos empiecen a decir: «Qué buenos tiempos aquellos en que nos encerraban, porque
ahora nos hacen cosas peores». Y hay una especie de golpe magistral, que ha sido el del psicoanálisis: se sabía
que había quienes escapaban a la relación contractual burguesa tal y como se manifiesta en la medicina, a saber,
los locos, ya que no podían ser parte contratante por estar jurídicamente «inhabilitados». La genialidad de Freud
consistió en atraer a la relación contractual a una gran parte de los locos, en el sentido más lato del término, los
neuróticos, explicando que era posible un contrato especial con ellos (de ahí el abandono de la hipnosis). Fue el
primero en introducir en la psiquiatría - y ello ha constituido finalmente la novedad psicoanalítica- la relación
contractual burguesa, excluida hasta ese momento. Y después nos encontramos con las tentativas más recientes,
en las cuales son evidentes las implicaciones políticas y a veces las ambiciones revolucionarias, las tentativas
llamadas institucionales. He ahí el triple medio de codificación: si no es la ley, será la relación contractual, y si
no la institución. Y en estos códigos florecen nuestras burocracias.
Ante la forma en que nuestras sociedades se descodifican, en que sus códigos se escapan por todos sus
poros, Nietzsche no intenta llevar a cabo una recodificación. Él dice: esto no ha hecho más que empezar, todavía
no habéis visto nada («la igualación del hombre europeo es hoy el gran proceso irreversible: habría incluso que
acelerarlo.). En cuanto a lo que piensa y escribe, Nietzsche persigue un intento de descodificación, no en el
sentido de esa descodificación relativa que consistiría en descifrar los códigos antiguos, presentes o futuros, sino
de una descodificación absoluta: transmitir algo que no sea codificable, perturbar todos los códigos. Esto no es
fácil, ni siquiera en el nivel de la mera escritura y del lenguaje. Sólo le encuentro parecido con Kafka, con lo que
Kafka hace con el alemán en función de la situación lingüística de los judíos de Praga: construye, en alemán,
una máquina de guerra contra el alemán; a fuerza de indeterminación y de sobriedad, transmite bajo el código
del alemán algo que nunca se había escuchado. En cuanto a Nietzsche, él se siente polaco frente al alemán. Se
sirve del alemán para poner en marcha una máquina de guerra que transmita algo que no se puede codificar en
alemán. Eso es el estilo como política. En términos más generales, ¿en qué consiste el esfuerzo de este
pensamiento, que pretende transmitir sus flujos por encima de las leyes, recusándolas, por encima de las
relaciones contractuales, desmintiéndolas, y por encima de las instituciones, parodiándolas? Vuelvo otra vez al
ejemplo del psicoanálisis: ¿por qué una psicoanalista tan original como Melanie Klein permanece aún en el
sistema psicoanalítico? Ella misma lo dice a la perfección: los objetos parciales de los que habla, con sus
explosiones, sus caudales, etcétera, son fantasías. Los pacientes aportan estados vividos, experimentados
intensivamente, y Melanie Klein los traduce como fantasías. Ahí tenemos un contrato, específicamente un
contrato: dame tus experiencias vividas, y yo te devolveré fantasías. Y el contrato implica un intercambio de
dinero y de palabras. Aún más, un psicoanalista como Winnicott llega auténticamente al límite del análisis
porque tiene la impresión de que, a partir de cierto momento, este procedimiento no es conveniente. Hay un
momento en el que ya no se trata de traducir, de interpretar, de traducir en fantasías o de interpretar en
significados o significantes, no, no es eso. Hay un momento en el que hace falta compartir y meterse en el ajo
con el enfermo, hay que participar de su estado. ¿Se trata de una especie de simpatía, o de empatía, de
identificación? Como mínimo, es ciertamente más complicado. Lo que sentimos es la necesidad de una relación
que ya no sea legal, ni contractual, ni institucional. Y eso es lo que sucede con Nietzsche. Leemos un aforismo o
un poema del Zaratustra. Material y formalmente, estos textos no se comprenden ni mediante el establecimiento
o la aplicación de una ley, ni por la oferta de una relación contractual, ni a través de la instauración de una
institución. El único equivalente concebible podría ser «estar en el mismo barco». Algo de Pascal que se vuelve
contra el propio Pascal. Estamos embarcados en una especie de balsa de la Medusa, mientras las bombas caen a
nuestro alrededor y la nave deriva hacia los glaciales subterráneos, o bien hacia los ríos tórridos, el Orinoco, el
Amazonas, y los que van remando no se aprecian entre ellos, se pelean, se devoran. Remar juntos es compartir,
compartir algo, más allá de toda ley, de todo contrato, de toda institución. Una deriva, un movimiento a la deriva
o una «desterritorialización»: lo digo de manera muy imprecisa, muy confusa, porque se trata de una hipótesis o
de una vaga impresión acerca de la originalidad de los textos nietzscheanos. Un nuevo tipo de libro.
¿Cuáles son las características de un aforismo de Nietzsche para que llegue a producir esta impresión? Hay
una que Maurice Blanchot ha esclarecido particularmente en El diálogo inconcluso (b). Es la relación con el
exterior. En efecto, cuando se abre al azar un texto de Nietzsche, se tiene una de las primeras ocasiones de
soslayar la interioridad, ya sea la interioridad del alma o de la conciencia o la interioridad de la esencia o del
concepto, es decir, aquello que siempre ha constituido el principio de la filosofía. Lo que confiere su estilo a la
filosofía es que la relación con lo exterior siempre está mediatizada y disuelta por y en una interioridad.
Nietzsche, al contrario, basa su pensamiento y su escritura en una relación inmediata con el afuera. ¿Qué es un
cuadro bello o un gran dibujo? Hay un marco. Un aforismo también está enmarcado. Pero ¿a partir de qué
momento se convierte en belleza lo que hay en el marco? A partir del momento en que sabemos y sentimos que
el movimiento, que la línea enmarcada viene de otra parte, que no comienza en el límite del cuadro. Como en la
película de Godard, se pinta el cuadro con el muro. Lejos de ser una delimitación de la superficie pictórica, el
marco es casi lo contrario, es lo que le pone en relación inmediata con el exterior. Así, conectar el pensamiento
con el exterior, eso es lo que, literalmente, nunca han hecho los filósofos, incluso cuando han hablado de
política, de paseo o de aire libre. No basta con hablar del aire libre o del exterior para conectar el pensamiento
directa e inmediatamente con el exterior.
«[…] Llegan igual que el destino, sin motivo, razón, consideración, pretexto, existen como existe el rayo,
demasiado terribles, demasiado súbitos, demasiado convicentes, demasiado distintos para ser ni siquiera odiados
[…] ». Éste es el célebre texto de Nietzsche sobre los fundadores del Estado, «esos artistas con ojos de bronce»
(Genealogía de la moral, II, 17). ¿0 es el de Kafka sobre La muralla china? «Es imposible llegar a comprender
cómo han llegado hasta la capital, que está tan lejos de la frontera. Sin embargo, aquí están, y cada día parece
aumentar su número […] Es imposible conferenciar con ellos. No conocen nuestra lengua. […] ¡Hasta sus
caballos son carnívoros!» (c). Pues bien: lo que decimos es que estos textos están atravesados por un
movimiento que viene del exterior, que no comienza en esa página del libro ni en las precedentes, que no se
mantiene en el marco del libro y que es completamente distinto del movimiento imaginario de las
representaciones o del movimiento abstracto de los conceptos tal y como éstos tienen lugar habitualmente
mediante las palabras o en la mente del lector. Hay algo que se sale del libro, que entra en contacto con un puro
exterior. En ello reside, según creo, ese derecho al contrasentido en la obra de Nietzsche. Un aforismo es un
juego de fuerzas, un estado de fuerzas siempre exteriores las unas a las otras. Un aforismo no quiere decir nada,
no significa nada, no tiene ni significante ni significado. Esas son formas de restaurar la interioridad del texto.
Un aforismo es una relación de fuerzas en la que la última, es decir, al mismo tiempo la más reciente, la mas
actual y provisionalmente la última, es también siempre la más exterior. Nietzsche lo plantea claramente: si
queréis saber lo que quiero decir, hallad la fuerza que le da sentido, si es preciso un nuevo sentido, a lo que digo.
Conectad el texto con esa fuerza. En este sentido, no hay problema alguno de interpretación de Nietzsche, no
hay más que problemas de maquinación: maquinar el texto de Nietzsche, buscar la fuerza exterior actual
mediante la cual transmite algo, una corriente de energía. Es aquí donde nos encontramos con todos los
problemas que plantean algunos textos de Nietzsche que tienen resonancias fascistas o antisemitas… Y,
tratándose de Nietzsche hoy, hemos de reconocer que Nietzsche ha sustentado y sustenta aún a muchos jóvenes
fascistas. Hubo un tiempo en el que era importante mostrar que Nietzsche había sido utilizado, falsificado,
deformado completamente por los fascistas. Eso se llevó a cabo en la revista Acéphale, con Jean Wahl, Bataille,
Klossowski. Pero hoy ya no parece ser ése el problema. No hay que luchar en el terreno de los textos. Y no
porque no se pueda luchar en ese dominio, sino porque esta lucha ya no es útil. Se trata más bien de encontrar,
de asignar, de alcanzar las fuerzas exteriores que dan a tal o cual frase de Nietzsche un sentido liberador, su
sentido de exterioridad. La pregunta por el carácter revolucionario de Nietzsche se plantea en el orden del
método: el método nietzscheano es lo que hace que el texto de Nietzsche no sea ya algo acerca de lo cual
hayamos de preguntarnos «¿Es fascista? ¿Es burgués? ¿Es revolucionario en sí mismo?», sino un campo de
exterioridad en el que combaten las fuerzas fascistas, burguesas y revolucionarias. Planteado así el problema, la
respuesta necesariamente conforme al método es ésta: hallad la fuerza revolucionaria (¿quién es el
superhombre?). Siempre una apelación a nuevas fuerzas que vienen de fuera y que atraviesan y reformulan el
texto nietzscheano en el marco del aforismo. Éste es el contrasentido legítimo: tratar el aforismo como un
fenómeno que está a la espera de nuevas fuerzas que vendrán a «subyugarle», a hacerle funcionar o a provocar
su estallido.
El aforismo no es solamente una relación con el exterior, sino que su segunda característica es estar en
relación con lo intensivo, que es algo muy parecido. Sobre este punto, Klossowski y Lyotard lo han dicho ya
todo. Esos estados vividos de los que hablaba hace un momento, cuando decía que no es necesario traducirlos en
representaciones o en fantasías, que no hay que someterlos a los códigos de la ley, del contrato o de la
institución, que no hay que canjearlos sino, al contrario, hacer de ellos fluidos que nos lleven siempre un poco
mas lejos, más al exterior, eso es exactamente la intensidad, las intensidades. El estado vivido no es algo
subjetivo, o al menos no necesariamente. Tampoco es individual. Es el flujo, y la interrupción del flujo, ya que
cada intensidad está necesariamente en relación con otra intensidad cuando pasa algo. Eso es lo que sucede bajo
los códigos, lo que escapa de ellos y lo que los códigos quieren traducir, convertir, canjear. Pero Nietzsche, con
su escritura de intensidades, nos dice: no cambiéis la intensidad por representaciones. La intensidad no remite a
significados, que serían como representaciones de cosas, ni a significantes, que serían como representaciones de
palabras. ¿Cuál es entonces su consistencia, como agente y a la vez como objeto de descodificación? Esto es lo
más misterioso de Nietzsche. La intensidad tiene que ver con los nombres propios, y éstos no son ni
representaciones de cosas (o de personas) ni representaciones de palabras. Colectivos o individuales, los
presocráticos, los romanos, los judíos, Jesucristo, el Anticristo, César Borgia, Zaratustra, todos esos nombres
propios que aparecen y reaparecen en los textos de Nietzsche no son significantes ni significados sino
designaciones de intensidad en un cuerpo que puede ser el cuerpo de la Tierra, el cuerpo del libro, pero también
el cuerpo sufriente de Nietzsche: yo soy todos los nombres de la historia… Hay una especie de nomadismo, de
desplazamiento perpetuo de las intensidades designadas por los nombres propios, que penetran unas en otras a la
vez que son experimentadas por un cuerpo pleno. La intensidad sólo puede vivirse por la relación entre su
inscripción móvil en un cuerpo y la exterioridad igualmente móvil de un nombre propio, y por ello el nombre
propio es siempre una máscara, la máscara de un agente.
Tercer punto: la relación del aforismo con el humor y la ironía. Quienes leen a Nietzsche sin reírse mucho y
con frecuencia, sin sufrir de vez en cuando de ataques de risa, es como si no lo hubiesen leído. Y esto no vale
sólo para Nietzsche, sino para todos los autores que constituyen ese preciso horizonte de nuestra contra- cultura.
Lo que manifiesta nuestra decadencia, nuestra degeneración, es la manera en que tenemos necesidad de recurrir
a la angustia, a la soledad, a la culpabilidad, al drama de la comunicación y a todo lo que hay de trágico en la
interioridad. Sin embargo, hasta el propio Max Brod nos cuenta que el auditorio no podía evitar partirse de risa
mientras Kafka leía El proceso. Y es como mínimo difícil leer a Beckett sin reírse, sin ir de un rato de alegría a
otro. La risa, y no el significante. Risa, esquizofrénica o revolucionaria, es lo que emana de estos grandes libros,
y no la angustia de nuestro narcisismo privado o de los terrores de nuestra culpabilidad. Podemos llamar a esto
«la comicidad de lo sobrehumano» o «el payaso de Dios», pero los grandes libros siempre irradian una
indescriptible alegría, aunque hablen de cosas horribles, desesperantes o terroríficas. Todo gran libro opera en sí
una transmutación y constituye una salud futura. No es posible dejar de reír mientras se desbaratan los códigos.
Al poner el pensamiento en relación con el exterior, surgen momentos de risa dionisíaca, y en eso consiste el
pensamiento al aire libre. Nietzsche se encuentra a menudo ante algo que juzga repugnante, innoble, vomitivo.
Pero le hace reír. Si es posible, lo exagera. Dice: vayamos mas lejos, aún no es lo suficientemente asqueroso; o
bien: es admirable lo repulsivo que es, es una maravilla, una obra maestra, una flor venenosa, al fin «el hombre
empieza a ponerse interesante». Así es, por ejemplo, como Nietzsche considera y trata la mala conciencia. Pero
siempre hay comentadores hegelianos, comentadores de la interioridad, que tienen atrofiado el sentido de la risa,
y dicen: he aquí la prueba de que Nietzsche se toma en serio la mala conciencia, hace de ella un momento en el
camino de la espiritualidad hacia sí misma. Sobre el modo como Nietzsche concibe la espiritualidad pasan de
puntillas, porque huelen el peligro. Vemos, pues, que si Nietzsche da lugar a contrasentidos legítimos, también
hay contrasentidos enteramente ilegítimos, los que recurren al espíritu de la seriedad, de la gravedad, al mono de
Zaratustra, es decir, al culto a la interioridad. La risa de Nietzsche remite siempre al movimiento exterior de los
humores y las ironías, y este movimiento es el de las intensidades, el de las cantidades intensivas que han
expuesto Klossowski y Lyotard: juego de altas y bajas intensidades, o bien una intensidad baja que puede
socavar la más alta e incluso igualarla, y también al contrario. Este juego de las escalas intensivas es lo que
gobierna los vuelos de la ironía y los descensos del humor de Nietzsche, desplegándose como consistencia o
cualidad de vivencia en su relación con el exterior. Un aforismo es una materia pura hecha de risa y alegría. Si
somos incapaces de encontrar en un aforismo algo que nos haga reír, esa distribución de humor e ironía y ese
reparto de intensidades, entonces no hemos entendido nada.
Y aún queda un último punto. Volviendo al gran texto de La genealogía sobre el Estado y los fundadores de
imperios: «Llegan igual que el destino, sin motivo, razón», etcétera (d). Podemos reconocer en él a los llamados
«hombres de la producción asiática». Basándose en las comunidades rurales primitivas, el déspota construye su
máquina imperial que todo lo sobrecodifica con la burocracia y la administración que organiza las grandes obras
y se apropia del excedente («en poco tiempo surge, allí donde aparecen, algo nuevo, una concreción de dominio
dotada de vida, en la que partes y funciones han sido delimitadas y puestas en conexión, en la que no tiene sitio
absolutamente nada a lo cual no se le haya dado antes un «sentido» en orden al todo»). Pero también podemos
preguntarnos si este texto no reúne dos fuerzas que pueden distinguirse en otro sentido - y que Kafka, por su
parte, distinguía y hasta oponía en La muralla china- . Cuando se investiga el modo en que las comunidades
primitivas segmentarias han sido sustituidas por otras formaciones de soberanía, cuestión que Nietzsche plantea
en la segunda disertación de La genealogía, vemos que se producen dos fenómenos estrictamente correlativos,
pero del todo diferentes. Es verdad que, en el centro, las comunidades rurales quedan atrapadas y regladas en la
máquina burocrática del déspota, con sus escribas, sus sacerdotes, sus funcionarios; pero, en la periferia, las
comunidades emprenden una especie de aventura, con otra clase de unidad, nomádica en este caso, en una
máquina de guerra nómada, y se descodifican en lugar de dejarse sobrecodificar. Hay grupos enteros que se
escapan, que se nomadizan: no como si retornasen a un estadio anterior, sino como si emprendiesen una
aventura que afecta a los grupos sedentarios, la llamada del exterior, el movimiento. El nómada, con su máquina
de guerra, se opone al déspota con su máquina administrativa; la unidad nomádica extrínseca se opone a la
unidad despótica intrínseca. Y, a pesar de todo, son fenómenos tan correlativos y compenetrados que el
problema del déspota será cómo integrar, cómo interiorizar la máquina de guerra nómada, y el del nómada cómo
inventar una administración del imperio conquistado. En el mismo punto en el que se confunden, no dejan de
oponerse.
El discurso filosófico nació de la unidad imperial, a través de muchos avatares, los mismos que conducen
desde las formaciones imperiales hasta la ciudad griega. E incluso en la ciudad griega el discurso filosófico
mantiene una relación esencial con el déspota o con su sombra, con el imperialismo, con la administración de
las cosas y de las personas (se encuentran todo tipo de pruebas de ello en el libro de Léo Strauss y Kojève sobre
la tiranía) (e). El discurso filosófico siempre ha permanecido en una relación esencial con la ley, la institución y
el contrato que constituyen el problema del Soberano, y que atraviesan la historia sedentaria que va de las
formaciones despóticas hasta las democráticas. El «significante» es en verdad el último avatar filosófico del
déspota. Si Nietzsche se separa de la filosofía es quizá porque es el primero que concibe otro tipo de discurso a
modo de contra- filosofía. Es decir, un discurso ante todo nómada, cuyos enunciados no serían productos de una
máquina racional administrativa, con los filósofos como burócratas de la razón pura, sino de una máquina de
guerra móvil. Acaso sea éste el sentido en el que Nietzsche anuncia que con él comienza una nueva política (lo
que Klossowski ha llamado el complot contra la propia clase). Sabemos bien que, en nuestros regímenes, los
nómadas no tienen cabida: no se escatiman medios para regularlos, y apenas consiguen sobrevivir. Nietzsche
vivió como uno de esos nómadas reducidos a no ser más que su sombra, de pensión en pensión. Pero, por otra
parte, el nómada no es necesariamente alguien que se mueve: hay viajes imóviles, viajes en intensidad, y hasta
históricamente los nómadas no se mueven como emigrantes sino que son, al revés, los que no se mueven, los
que se nomadizan para quedarse en el mismo sitio y escapar a los códigos. Sabemos que el problema
revolucionario, hoy, consiste en hallar una unidad de las luchas puntuales que no reconstruya la organización
despótica o burocrática del partido o del aparato de Estado: una máquina de guerra que no remitiría a un aparato
de Estado, una unidad nomádica en relación con el Afuera, que no se sometería a la unidad despótica interna.
Esto es quizá lo mas profundo de Nietzsche, la medida de su ruptura con la filosofía tal y como aparece en el
aforismo: haber hecho del pensamiento una máquina de guerra, una potencia nómada. E incluso aunque el viaje
sea inmóvil, aunque se haga sin moverse del lugar, aunque sea imperceptible, inesperado, subterráneo, hemos de
preguntar: ¿quiénes son hoy los nómadas? ¿Quiénes son hoy nuestros verdaderos nietzscheanos?

Debate
André Flécheux.- Lo que me gustaría saber es cómo piensa Deleuze evitar la deconstrucción, es decir, cómo
puede conformarse con una lectura monádica de cada aforismo, a partir de lo empírico y de lo exterior, porque
esto me parece, desde un punto de vista heideggeriano, extremadamente sospechoso. Me pregunto si el
problema de la «anterioridad» que constituye la lengua, la organización establecida, lo que usted llama «el
déspota», permite comprender la escritura de Nietzsche como una especie de lectura errática que procedería en
cuanto tal de una escritura errática, cuando Nietzsche se aplica a sí mismo una autocrítica y teniendo en cuenta
que las actuales ediciones nos lo descubren como un excepcional trabajador del estilo para quien, en
consecuencia, cada aforismo no es un sistema cerrado, sino que lleva implícita toda una estructura de
referencias. El estatuto de un afuera sin deconstrucción, en su pensamiento, coincide con el de lo energético en
Lyotard.
Una segunda pregunta, que se articula con la primera: en una época en la que la organización errática,
capitalista, llámela usted como quiera, lanza un desafío que es, finalmente, lo que Heidegger llama el
establecimiento de la técnica, ¿piensa usted, fuera de bromas, que el nomadismo, como usted lo describe, es una
respuesta seria?
Gilles Deleuze.- Si le he comprendido bien, dice usted que, desde un punto de vista heideggeriano, yo soy
sospechoso. Me congratula saberlo. En cuanto al método de deconstrucción de los textos, entiendo
perfectamente de qué se trata, y siento gran admiración por él, pero no tiene nada que ver con el mío. Yo no me
presento en absoluto como un comentador de textos. Para mí, un texto no es más que un pequeño engranaje de
una práctica extratextual. No se trata de comentar el texto mediante un método de deconstrucción, o mediante
un método de práctica textual, o mediante otros métodos. Se trata de averiguar para qué sirve en la práctica
extratextual que prolonga el texto. Me pregunta usted si creo en la respuesta de los nómadas. Sí, creo en ella.
Gengis Kahn no fue un cualquiera. ¿Resurgirá del pasado? No lo sé. Si lo hace, en todo caso, será bajo una
forma distinta. Igual que el déspota interioriza la máquina de guerra nómada, la sociedad capitalista interioriza
constantemente una máquina de guerra revolucionaria. Los nuevos nómadas ya no se constituyen en la periferia
(porque ya no hay periferia); lo que me preguntaba era de qué nómadas - aunque sean inmóviles- es capaz
nuestra sociedad.
André Flécheux.- Sí, pero usted ha excluido, en su exposición, lo que llamaba «la interioridad»…
Gilles Deleuze.- Eso es un juego de palabras con el término «interioridad»…
André Flécheux.- ¿El viaje interior?
Gilles Deleuze- He dicho «viaje inmóvil». No es lo mismo que un viaje interior, es un viaje por el cuerpo, si es
preciso por cuerpos colectivos.
Mieke Taat.- Si le he comprendido bien, Deleuze, usted opone la risa, el humor y la ironía a la mala conciencia.
¿Estaría usted de acuerdo en que la risa de Kafka, de Beckett o de Nietzsche no excluye el llanto por estos
escritores, siempre que las lágrimas no surjan de una fuente interior o interiorizada, sino simplemente de una
producción de flujos en la superficie del cuerpo?
Gilles Deleuze.- Probablemente está usted en lo cierto.
Mieke Taat.- Tengo otra pregunta. Cuando usted contrapone el humor y la ironía a la mala conciencia, no
distingue una cosa de otra, como hacía en Lógica del sentido, donde el uno pertenecía a la superficie y el otro a
la profundidad. ¿No teme usted que la ironía esté peligrosamente cercana a la mala conciencia?
Gilles Deleuze.- He cambiado de opinión. La oposición profundidad- superficie ya no me satisface. Lo que
ahora me interesa son las relaciones entre un cuerpo lleno, un cuerpo sin órganos, y los flujos que circulan por
él.
Mieke Taat.- ¿Eso no excluiría, entonces, el resentimiento?
Gilles Deleuze.- ¡Claro que sí!

Notas:
(*) En Nietzsche aujourd’hui?, Tomo I: Intensités, UGE 10/18, París, 1973. pp. 159- 174 y discusión (no se
reproducen más que las preguntas dirigidas a Deleuze), pp. 185- 187 y 189- 190). El coloquio Nietzsche
aujourd’hui? se desarrolló en julio de 1972 en el Centro cultural internacional de Cerisy-la- Salle.
a. Estudiante de enseñanza media de extrema izquierda, herido por la policía durante una manifestación en
1971.
b. M. Blanchot, L’entretien infini, Gallimard, París, 1969. pp. 227 ss. (trad. cast. El diálogo inconcluso, ed.
Monte Avila, Caracas, 1970, [N. del T.]).
c. F. Kafka, La muraille de Chine et autres récits. Gallimard, París, 1950. col. Du monde entier. pp. 95- 96 (trad.
cast. F. Kafka, Obras completas, III, dir. J. Jovet. Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2003, [N.
del T]).
d. La genealogía de la moral, II, 17.
e. L. Strauss, De la tyrannie, seguido de Tyrannie et sagesse de Kojéve, reed. Gallimard. París. 1997.

Texto extraído de “La isla desierta y otros textos”, Gilles Deleuze, págs. 321/332, editorial Pre-textos,
Barcelona, España, 2005.

Caosmosis
Gilles Deleuze - Estado y máquina de guerra
Axioma 1: La máquina de guerra es exterior al aparato de Estado. Proposición 1: Esta exterioridad se ve
confirmada en primer lugar por la mitología, la epopeya, el drama y los juegos.
Habría que considerar un ejemplo limitado, comparar la máquina de guerra y el aparato de Estado según la
teoría de los juegos. Veamos, por ejemplo, el ajedrez y el go, desde el punto de vista de las piezas, de las
relaciones entre las piezas y del espacio concernido. El ajedrez es un juego de Estado o de corte, el emperador
de China lo practicaba. Las piezas de ajedrez están codificadas, tienen una naturaleza interna o propiedades
intrínsecas, de las que derivan sus movimientos, sus posiciones, sus enfrentamientos. Están cualificadas, el
caballo siempre es un caballo, el alfil un alfil, el peón un peón. Cada una es como un sujeto de enunciado,
dotado de un poder relativo; y esos poderes relativos se combinan en un sujeto de enunciación, el propio jugador
de ajedrez o la forma de interioridad del juego. Los peones del go, por el contrario, son bolas, fichas, simples
unidades aritméticas, cuya única función es anónima, colectiva o de tercera persona: “Él” avanza, puede ser un
hombre, una mujer, una pulga o un elefante. Los peones del go son los elementos de un agenciamiento
maquínico no subjetivado, sin propiedades intrínsecas, sino únicamente de situación. También las relaciones son
muy diferentes en los dos casos. En su medio de interioridad, las piezas de ajedrez mantienen relaciones
biunívocas entre sí y con las del adversario: sus funciones son estructurales. Un peón de go, por el contrario,
sólo tiene un medio de exterioridad o relaciones extrínsecas con nebulosas, constelaciones, según las cuales
desempeña funciones de inserción o de situación, como bordear, rodear, romper. Un solo peón de go puede
aniquilar sincrónicamente toda una constelación, mientras que una pieza de ajedrez no puede hacerlo (o sólo
puede hacerlo diacrónicamente). El ajedrez es claramente una guerra, pero una guerra institucionalizada,
regulada, codificada, con un frente, una retaguardia, batallas. Lo propio del go, por el contrario, es una guerra
sin línea de combate, sin enfrentamiento y retaguardia, en último extremo, sin batalla: pura estrategia, mientras
que el ajedrez es una semiología. Por último, no se trata del mismo espacio: en el caso del ajedrez, se trata de
distribuir un espacio cerrado, así pues, de ir de un punto a otro, de ocupar un máximo de casillas con un mínimo
de piezas. En el go, se trata de distribuirse en un espacio abierto, de ocupar el espacio, de conservar la
posibilidad de surgir en cualquier punto: el movimiento ya no va de un punto a otro, sino que deviene perpetuo,
sin meta ni destino, sin salida ni llegada. Espacio “liso” del go frente a espacio “estriado” del ajedrez. Nomos del
go frente a Estado del ajedrez, nomos frente a polis. Pues el ajedrez codifica y decodifica el espacio, mientras
que el go procede de otra forma, lo territorializa y lo desterritorializa (convertir el exterior en un territorio en el
espacio, consolidar ese territorio mediante la construcción de un segundo territorio adyacente, desterritorializar
al enemigo mediante ruptura interna de su territorio, desterritorializarse uno mismo renunciando, yendo a otra
parte...). Otra justicia, otro movimiento, otro espacio-tiempo. (...)
Problema I: ¿Existe algún medio de conjurar la formación de un aparato de Estado (o de sus equivalentes
en un grupo)?
Proposición II: La exterioridad de la máquina de guerra es igualmente confirmada por la etnología
(homenaje a la memoria de Pierre Clastres).
Las sociedades primitivas segmentarias han sido definidas a menudo como sociedades sin Estado, es decir,
aquellas en las que no aparecen órganos de poder diferenciados. De ahí se deducía que esas sociedades no
habían alcanzado el grado de desarrollo económico, o el nivel de diferenciación política, que harían a la vez
posible e inevitable la formación de un aparato de Estado: por eso los primitivos “no entienden” un aparato tan
complejo. El principal interés de las tesis de Clastres es el de romper con ese postulado evolucionista. Clastres
no sólo duda de que el Estado sea el producto de un desarrollo económico atribuible, sino que se pregunta si las
sociedades primitivas no tienen la preocupación potencial de conjurar y prevenir ese monstruo que
supuestamente no entienden. Conjurar la formación de un aparato de Estado, hacer imposible esa formación, ése
sería el objeto de un cierto número de mecanismos sociales primitivos, incluso si no se tiene una conciencia
clara de ellos. Sin duda las sociedades primitivas tienen jefes. Pero el Estado no se define por la existencia de
jefes, se define por la perpetuación o conservación de órganos de poder. El Estado se preocupa de conservar. Se
necesitan, pues, instituciones especiales para que un jefe pueda devenir hombre de Estado, pero también se
necesitan mecanismos colectivos difusos para impedirlo. Los mecanismos conjuratorios o preventivos forman
parte de la jefatura e impiden que cristalice en un aparato diferente del propio cuerpo social. Clastres describe
esa situación del jefe cuya única arma instituida es su prestigio, cuyo único medio es la persuasión, cuya única
regla es el presentimiento de los deseos del grupo: el jefe se parece más a un líder o a una estrella de cine que a
un hombre de poder, y siempre corre el riesgo de ser repudiado, abandonado por los suyos. Es más, Clastres
considera que en las sociedades primitivas la guerra es el mecanismo más seguro para impedir la formación del
Estado: la guerra mantiene la dispersión y la segmentariedad de los grupos, y el guerrero está atrapado en un
proceso de acumulación de sus hazañas que lo conduce a una soledad y a una muerte prestigiosas, pero sin
poder (1). Clastres puede, pues, invocar un Derecho natural, pero invirtiendo la proposición principal: así como
Hobbes vio claramente que el Estado existía contra la guerra, la guerra existe contra el Estado y lo hace
imposible. De esto no debe deducirse que la guerra sea un estado natural, sino, al contrario, que es el modo de
un estado social que conjura e impide la formación del Estado. La guerra primitiva no produce el Estado, ni
tampoco deriva de él. Y así como no se explica por el Estado, tampoco se explica por el intercambio: lejos de
derivar del intercambio, incluso para sancionar su fracaso, la guerra es lo que limita los intercambios, los
mantiene en el marco de las “alianzas”, lo que les impide devenir un factor de Estado, hacer que los grupos se
fusionen.
El principal interés de esta tesis es el de llamar la atención sobre los mecanismos colectivos de inhibición.
Estos mecanismos pueden ser sutiles y funcionar como micromecanismos. Se ve con claridad en determinados
fenómenos de bandas o de manadas. Por ejemplo, a propósito de las bandas de niños de Bogotá, Jacques
Meunier cita tres maneras de impedir que el líder adquiera un poder estable: los miembros de la banda se reúnen
y realizan los robos juntos, con botín colectivo, pero luego se dispersan, no permanecen juntos ni para comer ni
para dormir; por otro lado y sobre todo, cada miembro de la banda está unido a uno, dos o tres miembros de la
misma banda, por eso, en caso de desacuerdo con el jefe, no se irá solo, siempre arrastrará consigo a sus aliados,
cuya marcha conjugada amenaza con desarticular toda la banda; por último, hay un límite de edad difuso que
hace que, hacia los quince años, forzosamente haya que dejar la banda, separarse de ella (2). Para entender estos
mecanismos hay que renunciar a la visión evolucionista que convierte la banda o la manada en una forma social
rudimentaria y peor organizada. Incluso en las bandas animales, la chefferie es un mecanismo complejo que no
promueve al más fuerte, sino que más bien inhibe la instauración de poderes estables en beneficio de un tejido
de relaciones inmanentes (3). También se podría oponer entre los hombres más cultivados la forma de
“mundanidad” a la de “sociabilidad”: los grupos mundanos no difieren mucho de las bandas y proceden por
difusión de prestigio más bien que por referencia a centros de poder como sucede en los grupos sociales (Proust
ha mostrado perfectamente esta falta de correspondencia entre los valores mundanos y los valores sociales).
Eugene Sue, mundano y dandy, al que los legitimistas reprochaban que frecuentara a la familia de Orleáns,
decía: “No me codeo con la familia, me codeo con la manada”. Las manadas, las bandas, son grupos de tipo
rizoma, por oposición al tipo arborescente que se con-centra en órganos de poder. Por eso las bandas en general,
incluso las de bandidaje o las de mundanidad, son metamorfosis de una máquina de guerra, que difiere
formalmente de cualquier aparato de Estado, o algo equivalente que, por el contrario, estructura las sociedades
centralizadas. Por supuesto, no se dirá que la disciplina es lo propio de la máquina de guerra: la disciplina
deviene la característica exigida por los ejércitos cuando el Estado se apodera de ellos; la máquina de guerra
responde a otras reglas, que nosotros no decimos que sean mejores, pero que animan una indisciplina
fundamental del guerrero, una puesta en tela de juicio de la jerarquía, un perpetuo chantaje al abandono y a la
traición, un sentido del honor muy susceptible, y que impide, una vez más, la formación del Estado.
No obstante, ¿por qué esta tesis no nos resulta del todo convincente? Estamos de acuerdo con Clastres
cuando muestra que el Estado no se explica por un desarrollo de las fuerzas productivas ni por una
diferenciación de las fuerzas políticas. Al contrario, el Estado hace posible la realización de las grandes obras, la
constitución de los excedentes y la organización de las funciones públicas correspondientes. Hace posible la
distinción entre gobernantes y gobernados. Ahora bien, no vemos cómo se puede explicar el Estado por lo que le
supone, incluso si se recurre a la dialéctica. Parece evidente que el Estado surge de pronto, bajo una forma
imperial, y no remite a factores progresivos. Su aparición in situ es como un acto genial, el nacimiento de
Atenea. También estamos de acuerdo con Clastres cuando muestra que una máquina de guerra está dirigida
contra el Estado, bien contra Estados potenciales cuya formación conjura de antemano, o bien, sobre todo,
contra los Estados actuales cuya destrucción se propone. En efecto, la máquina de guerra se efectúa sin duda
mucho más en los agenciamientos “bárbaros” de los nómadas guerreros que en los agenciamientos “salvajes” de
las sociedades primitivas. En cualquier caso, está excluido que la guerra produzca un Estado, o que el Estado
sea el resultado de una guerra como consecuencia de la cual los vencedores impondrían una nueva ley a los
vencidos, puesto que la organización de la máquina de guerra está dirigida contra la forma-Estado, actual o
virtual. El Estado no se explica mejor por el resultado de una guerra que por la progresión de fuerzas
económicas o políticas. De ahí que Clastres establezca el corte: entre sociedades contra-Estado, llamadas
primitivas, y sociedades-con-Estado, llamadas monstruosas, en las que es imposible saber cómo han podido
formarse. Clastres está fascinado por el problema de una “servidumbre voluntaria”, a la manera de La Boétie:
¿cómo han podido querer o desear los hombres una servidumbre que en ellos no era el resultado de una guerra
involuntaria y desafortunada? Disponían, sin embargo, de mecanismos contra-Estado; en ese caso, ¿por qué y
cómo el Estado? ¿Por qué ha triunfado el Estado? Pierre Clastres, a fuerza de profundizar en este problema,
parecía privarse de los medios para resolverlo (4). Tendía a convertir las sociedades primitivas en una hipóstasis,
una entidad autosuficiente (insistía mucho en este punto). Convertía la exterioridad formal en independencia
real. De esa forma continuaba siendo evolucionista y presuponía un estado natural. Ahora bien, según él, ese
estado natural era una realidad plenamente social y no un puro concepto, y esa evolución era de mutación
brusca, y no de desarrollo. Pues, por un lado, el Estado surgía de pronto, ya formado; por otro, las sociedades
contra-Estado disponían de mecanismos muy precisos para conjurarlo, para impedir que surja. Creemos que
ambas proposiciones son buenas, pero que su encadenamiento falla. Hay un viejo esquema: “de los clanes a los
imperios” o “de las bandas a los reinos”... Pero nada nos asegura que haya una evolución en ese sentido, puesto
que las bandas y los clanes están tan organizados como los reinos-imperios. Pues bien, no se podrá romper con
esta hipótesis evolutiva estableciendo el corte entre los dos términos, es decir, dando una autosuficiencia a las
bandas y un surgimiento tanto más milagroso o monstruoso al Estado.
Hay que decir que el Estado siempre ha existido, y muy perfecto, muy formado. Cuantos más
descubrimientos realizan los arqueólogos, más imperios descubren. La hipótesis del Urstaat parece verificada,
“el Estado como tal se remonta ya a los tiempos más remotos de la humanidad”. Casi no podemos imaginarnos
sociedades primitivas que no hayan estado en contacto con Estados imperiales, en la periferia o en zonas mal
controladas. Ahora bien, lo fundamental es la hipótesis inversa: que el Estado siempre ha estado en relación con
un afuera y no se puede concebir independientemente de esta relación. La ley del Estado no es la del Todo o
Nada (sociedades con Estado o sociedades contra Estado), sino la de lo interior y lo exterior. El Estado es la
soberanía. Pero la soberanía sólo reina sobre aquello que es capaz de interiorizar, de apropiarse localmente. No
sólo no hay un Estado universal, sino que el afuera de los Estados no se deja reducir a la “política exterior”, es
decir, a un conjunto de relaciones entre Estados. El afuera aparece simultáneamente en dos direcciones: grandes
máquinas mundiales, ramificadas por todo el ecumene en un momento dado y que gozan de una amplia
autonomía con relación a los Estados (por ejemplo, organizaciones comerciales del tipo “grandes compañías”, o
bien complejos industriales, o incluso formaciones religiosas como el cristianismo, el islamismo, ciertos
movimientos de profetismo o de mesianismo, etc.); pero también mecanismos locales de bandas, márgenes,
minorías, que continúan afirmando los derechos de sociedades segmentarias contra los órganos de poder de
Estado. El mundo moderno nos ofrece hoy en día imágenes particularmente desarrolladas de estas dos
direcciones, hacia máquinas mundiales ecuménicas, pero también hacia un neoprimitivismo, una nueva sociedad
tribal tal como la describe Mac Luhan. Esas direcciones no dejan de estar presentes en todo el campo social, y
desde siempre. Incluso puede suceder que se confundan parcialmente; por ejemplo, una organización comercial
también es una banda de pillaje o de piratería, en una parte de su trayectoria y en muchas de sus actividades; o
bien una formación religiosa comienza actuando por bandas. Lo que es evidente es que tanto las bandas como
las organizaciones mundiales implican una forma irreductible al Estado y que esa forma de exterioridad se
presenta necesariamente como la de una máquina de guerra, polimorfa y difusa. Es un nomos, muy diferente de
la “ley”. La forma-Estado, como forma de interioridad, tiene tendencia a reproducirse, idéntica a sí misma a
través de sus variaciones, fácilmente reconocible en los límites de sus polos, buscando siempre el
reconocimiento público (el Estado nunca se oculta). Pero la forma de exterioridad de la máquina de guerra hace
que ésta sólo exista en sus propias metamorfosis; existe tanto en una innovación industrial como en una
invención tecnológica, en un circuito comercial, en una creación religiosa, en todos esos flujos y corrientes que
sólo secundariamente se dejan apropiar por los Estados. La exterioridad y la interioridad, las máquinas de guerra
metamórficas y los aparatos de identidad de Estado, las bandas y los reinos, las megamáquinas y los imperios,
no deben entenderse en términos de independencia, sino en términos de coexistencia y competencia, en un
campo en constante interacción. Un mismo campo circunscribe su interioridad en Estados, pero describe su
exterioridad en lo que escapa a los Estados o se erige contra ellos.
Proposición III: La exterioridad de la máquina de guerra también es confirmada por la epistemología, que
deja presentir la existencia y la perpetuación de una “ciencia menor” o “nómada”.
Existe un tipo de ciencia, o un tratamiento de la ciencia, difícilmente clasificable, y cuya historia tampoco
es fácil de seguir. No son “técnicas”, según la acepción habitual. Tampoco son “ciencias”, en el sentido real o
legal establecido por la historia. Según un reciente libro de Michel Serres, se puede rastrear su huella en la física
atómica, de Demócrito a Lucrecio, y a la vez en la geometría de Arquímedes (5). Las características de una
ciencia excéntrica de este tipo serían las siguientes: 1) Su modelo sería sobre todo hidráulico, en lugar de ser una
teoría de los sólidos que considera los fluidos como un caso particular; en efecto, el atomismo antiguo es
inseparable de los flujos, el flujo es la propia realidad o la consistencia. 2) Es un modelo de devenir y de
heterogeneidad, que se opone al modelo estable, eterno, idéntico, constante. Es toda una “paradoja” convertir el
devenir en un modelo y ya no en el carácter secundario de una copia; Platón, en el Timeo, evocaba esta
posibilidad, pero para excluirla y conjurarla, en nombre de la ciencia real. Pues bien, en el atomismo, por el
contrario, la famosa declinación del átomo proporciona ese modelo de heterogeneidad, de paso o de devenir a lo
heterogéneo. El clinamen, como ángulo mínimo, sólo tiene sentido entre una recta y una curva, la curva y su
tangente, y constituye la curvatura principal del movimiento del átomo. El clinamen es el ángulo mínimo por el
que el átomo se separa de la recta. Es un paso al límite, una hipótesis exhaustiva, un modelo “exhaustivo”
paradójico. E igual sucede en la geometría de Arquímedes, en la que la recta definida como “el camino más
corto entre dos puntos” sólo es un medio para definir la longitud de una curva, en un cálculo prediferencial. 3)
Ya no se va de la recta a sus paralelas, en un flujo lamelar o laminar, sino de la declinación curvilínea a la
formación de las espirales y torbellinos en un plano inclinado: la mayor inclinación para el ángulo más pequeño.
De la turba al turbo: es decir, de las bandas o manadas de átomos a las grandes organizaciones turbulentas. El
modelo es turbulento, en un espacio abierto en el que se distribuyen las cosas-flujo, en lugar de distribuir un
espacio cerrado para cosas lineales y sólidas. Esa es la diferencia entre un espacio liso (vectorial, proyectivo o
topológico) y un espacio estriado (métrico): en un caso “se ocupa el espacio sin medirlo”, en el otro “se mide
para ocuparlo” (6) 4) Por último, el modelo es problemático y ya no teoremático: las figuras sólo son
consideradas en función de los afectos que se producen en ellas, secciones, ablaciones, adjunciones,
proyecciones. No se va de un género a sus especies, por diferencias específicas, ni de una esencia estable a las
propiedades que derivan de ella, por deducción, sino de un problema a los accidentes que lo condicionan y lo
resuelven. Hay todo tipo de deformaciones, de transmutaciones, de pasos al límite, de operaciones en las que
cada figura designa mucho más un “acontecimiento” que una esencia: el cuadrado ya no existe
independientemente de una cuadratura, el cubo de una cubicación, la recta de una rectificación. Mientras que el
teorema es del orden de las razones, el problema es afectivo e inseparable de las metamorfosis, generaciones y
creaciones en la propia ciencia. Contrariamente a lo que dice Gabriel Marcel, el problema no es un “obstáculo”,
es la superación del obstáculo, una proyección, es decir, una máquina de guerra. Ése es el movimiento que la
ciencia real trata de limitar, cuando reduce al máximo la parte del “elemento-problema” y la subordina al
“elemento-teorema” (7)
Esta ciencia arquimediana, o esta concepción de la ciencia, está esencialmente unida a la máquina de
guerra: los problemata son la propia máquina de guerra y son inseparables de los planos inclinados, de los pasos
al límite, de los torbellinos y proyecciones. Diríase que la máquina de guerra se proyecta en un saber abstracto,
formalmente diferente del que refuerza al aparato de Estado. Diríase que toda una ciencia nómada se desarrolla
excéntricamente y que es muy diferente de las ciencias reales o imperiales. Es más, esa ciencia nómada no cesa
de ser “bloqueada”, inhibida o prohibida por las exigencias y las condiciones de la ciencia de Estado.
Arquímedes, vencido por el Estado romano, deviene un símbolo. (8). Pues las dos ciencias difieren por el modo
de formalización y la ciencia de Estado no cesa de imponer su forma de soberanía a las invenciones de la ciencia
nómada; sólo retiene de la ciencia nómada aquello de lo que se puede apropiar y, con el resto, crea un conjunto
de recetas estrechamente limitadas, sin estatuto verdaderamente científico, o simplemente lo reprime y lo
prohíbe. Es como si el “científico” de la ciencia nómada estuviera atrapado entre dos fuegos, el de la máquina
de guerra que lo alimenta y lo inspira, el del Estado que le impone un orden de razones. El personaje del
ingeniero (y especialmente el del ingeniero militar), con toda su ambivalencia, ilustra bien esta situación. Por
eso quizá lo más importante sean los fenómenos fronterizos en los que la ciencia nómada ejerce una presión
sobre la ciencia de Estado y en los que inversamente la ciencia de Estado se apropia y transforma los
presupuestos de la ciencia nómada. Esto es válido para el arte de los campos y de la “castrametación”, que desde
siempre moviliza las proyecciones y planos inclinados: el Estado no se apropia de esta dimensión de la máquina
de guerra sin someterla a reglas civiles y métricas que van a limitar estrechamente, controlar, localizar la ciencia
nómada, y a impedirle desarrollar sus consecuencias a través del campo social (a este respecto, Vauban es como
la continuación de Arquímedes y sufre una derrota similar). Esto es válido para la geometría descriptiva y
proyectiva, que la ciencia real quiere convertir en una simple dependencia práctica de la geometría analítica,
llamada superior (de ahí la situación ambigua de Monge o de Poncelet en tanto que “científicos” (9). También
es válido para el cálculo diferencial: durante mucho tiempo éste sólo ha tenido un estatuto paracientífico, se le
trata de “hipótesis gótica”, la ciencia real sólo le reconoce un valor de convención cómoda o de ficción bien
fundada; los grandes matemáticos de Estado se esfuerzan en darle un estatuto más firme, pero a condición
precisamente de eliminar de él todas las nociones dinámicas y nómadas como las de devenir, heterogeneidad,
infinitesimal, paso al límite, variación continua, etc., e imponerle reglas civiles, estáticas y ordinales (Carnot
mantiene una posición ambigua a este respecto). Por último, es válido para el modelo hidráulico: pues,
evidentemente, el propio Estado necesita una ciencia hidráulica (no hace falta volver sobre las tesis de Wittfogel
relativas a la importancia de las grandes obras hidráulicas en un imperio). Pero lo es de una forma muy
diferente, puesto que el Estado tiene necesidad de subordinar la fuerza hidráulica a conductos, canales, diques
que impiden la turbulencia, que obligan al movimiento a ir de un punto a otro, al espacio a ser estriado y
medido, al fluido a depender del sólido y al flujo a proceder por series laminares paralelas. En cambio, el
modelo hidráulico de la ciencia nómada y de la máquina de guerra consiste en expandirse por turbulencia en un
espacio liso, en producir un movimiento que ocupa el espacio y afecta simultáneamente todos los puntos, en
lugar de estar ocupado por él como en el movimiento local que va de tal punto a tal otro (10) Demócrito,
Menecmo, Arquímedes, Vauban, Desargues, Bernouilli, Monge, Carnot, Poncelet, Perronet, etc.: para cada uno
de estos casos hace falta una monografía que explique la situación especial de estos científicos que la ciencia de
Estado no utiliza sin limitarlos, disciplinarlos, reprimir sus concepciones sociales o políticas.
El mar como espacio liso es un problema específico de la máquina de guerra. En el mar, como muestra
Virilio, se plantea el problema del fleet in being, es decir, la tarea de ocupar un espacio abierto, con un
movimiento turbulento cuyo efecto puede surgir en cualquier punto. A este respecto, los recientes estudios sobre
el ritmo, sobre el origen de esta noción, no nos parecen completamente convincentes. Pues se nos dice que el
ritmo no tiene nada que ver con el movimiento de los flujos, sino que designa la “forma” en general y más
especialmente la forma de un movimiento “mesurado, cadencioso” (11). Sin embargo, ritmo y medida no se
confunden jamás. Y si el atomista Demócrito es precisamente uno de los autores que emplean ritmo en el
sentido de forma, no hay que olvidar que es en condiciones muy precisas de fluctuación y que las formas de
átomos constituyen en primer lugar grandes conjuntos no métricos, espacios lisos tales como el aire, el mar o
incluso la tierra (magnae res). Hay un ritmo mesurado, cadencioso, que remite a la circulación del río entre sus
márgenes o a la forma de un espacio estriado; pero también hay un ritmo sin medida, que remite a la fluxión de
un flujo, es decir, a la forma en la que un fluido ocupa un espacio liso...
La ciencia nómada no tiene la misma relación con el trabajo que la ciencia real. No es que en ella la
división del trabajo sea menor, sino que es diferente. Son bien conocidos los problemas que siempre han tenido
los Estados con los “compagnonnages”, los cuerpos nómadas o itinerantes del tipo albañiles, carpinteros,
herreros, etc. Fijar, sedentarizar la fuerza de trabajo, regular el movimiento del flujo de trabajo, asignarle
canales y conductos, crear corporaciones en el sentido de organismos y, para lo demás, recurrir a una mano de
obra forzosa, reclutada in situ (corvea) o entre los indigentes (talleres de caridad), ésa fue siempre una de las
tareas fundamentales del Estado, con la que se proponía a la vez acabar con un vagabundeo de banda y un
nomadismo de cuerpo. Si volvemos al ejemplo gótico es para recordar lo mucho que viajaban
los compagnons, construyendo catedrales aquí y allá, diseminando las obras, disponiendo de una potencia activa
y pasiva (movilidad y huelga) que evidentemente no convenía a los Estados. La respuesta del Estado es dirigir
las obras, introducir en todas las divisiones del trabajo la distinción suprema de lo intelectual y lo manual, de lo
teórico y lo práctico, copiada de la diferencia “gobernantes-gobernados”. Tanto en las ciencias nómadas como
en las ciencias reales encontraremos la existencia de un “plan”, pero que en modo alguno es el mismo. Al plano
sobre el suelo del compagnon gótico se opone el plano métrico sobre papel del arquitecto exterior a la obra. Al
plan de consistencia o de composición se opone otro plan, que es de organización y de formación. A la talla por
corte a escuadra de las piedras se opone la talla por paneles, que implica la construcción de un modelo
reproducible. No sólo se dirá que ya no se necesita un trabajo calificado: se necesita un trabajo no cualificado,
una descalificación del trabajo. El Estado no confiere un poder a los intelectuales o creadores de conceptos, sino
que, por el contrario, los convierte en un organismo estrechamente dependiente, cuya autonomía sólo es ilusoria,
pero que, sin embargo, es suficiente para anular toda capacidad en aquellos a los que ya sólo hacen reproducir o
ejecutar. Lo que no impide que el Estado tenga aún dificultades con ese cuerpo de intelectuales que él mismo ha
engendrado, pero que reivindica nuevas pretensiones nomádicas y políticas. En cualquier caso, si el Estado se ve
constantemente obligado a reprimir las ciencias menores y nómadas, si se opone a las esencias difusas, a la
geometría operatoria del trazo, no es en virtud de un contenido inexacto o imperfecto de esas ciencias ni de su
carácter mágico o iniciático, sino porque implican una división del trabajo que se opone a la de las normas de
Estado. La diferencia no es extrínseca: la forma en que una ciencia, o una concepción de la ciencia, participa en
la organización del campo social, y en particular induce una división del trabajo, forma parte de esa misma
ciencia. La ciencia real es inseparable de un modelo “hilomórfico”, que implica a la vez una forma organizadora
para la materia y una materia preparada para la forma; a menudo se ha mostrado cómo este esquema derivaba no
tanto de la técnica o de la vida como de una sociedad dividida en gobernantes-gobernados, luego en
intelectuales-manuales. Lo que lo caracteriza es que toda la materia se sitúa del lado del contenido, mientras que
toda la forma se sitúa en la expresión. Diríase que la ciencia nómada es más sensible de forma inmediata a la
conexión del contenido y de la expresión por sí mismos, teniendo cada uno de estos dos términos forma y
materia. Por eso para la ciencia nómada la materia nunca es una materia preparada, así pues, homogeneizada,
sino que es esencialmente portadora de singularidades (que constituyen una forma de contenido). Y la expresión
tampoco es formal, sino inseparable de rasgos pertinentes (que constituyen una materia de expresión). Es, pues,
un esquema completamente distinto, como ya veremos. Podemos hacernos ya una idea de esta situación si
pensamos en la característica más general del arte nómada, en el que la conexión dinámica del soporte y del
ornamento sustituye la dialéctica materia-forma. Así, desde el punto de vista de esta ciencia que se presenta
como arte y también como técnica, la división del trabajo existe plenamente, pero no adopta la dualidad forma-
materia (incluso con correspondencias biunívocas). Más bien sigue las conexiones entre singularidades de
materia y rasgos de expresión y se establece al nivel de esas conexiones, naturales o forzosas (12) Es una
organización distinta del trabajo, y del campo social a través del trabajo...

Habría que oponer dos tipos de ciencias o de actitudes científicas: una que consiste en “reproducir”, otra
que consiste en “seguir”. Una sería de reproducción, de iteración y reiteración; otra sería de itineración, el
conjunto de las ciencias itinerantes, ambulantes. La itineración se reduce con demasiada facilidad a una
condición de la técnica, o de la aplicación y de la verificación de la ciencia. Pero no es así: seguir no es lo
mismo que reproducir, nunca se sigue para reproducir. El ideal de reproducción, deducción o inducción forma
parte de la ciencia real, en todas las épocas, en todos los lugares, y trata las diferencias de tiempo y de lugar
como otras tantas variables de las que la ley extrae precisamente la forma constante: basta con un espacio
gravífico y estriado para que se produzcan los mismos fenómenos, si se dan las mismas condiciones o si se
establece la misma relación constante entre las condiciones diversas y los fenómenos variables. Reproducir
implica la permanencia de un punto de vista fijo, exterior a lo reproducido: ver circular estando en la orilla. Pero
seguir es algo totalmente distinto del ideal de reproducción. No mejor, sino otra cosa. Uno está obligado a seguir
cuando está a la búsqueda de las “singularidades” de una materia, o más bien de un material, y no tratando de
descubrir una forma; cuando escapa a la fuerza gravífica para entrar en un campo de celeridad; cuando deja de
contemplar la circulación de un flujo laminar con una dirección determinada y es arrastrado por un flujo
turbulento; cuando se aventura en la variación continua de las variables, en lugar de extraer de ellas constantes,
etc. Y el sentido de la tierra no es el mismo: según el modelo legal, uno no cesa de reterritorializarse en un punto
de vista, en un campo, según un conjunto de relaciones constantes; pero, según el modelo ambulante, el proceso
de desterritorialización constituye y amplía el propio territorio. “Vete a tu primera planta y observa atentamente
cómo circula el agua de lluvia a partir de ese punto. La lluvia ha debido transportar los granos lejos. Sigue los
surcos que ha trazado el agua, así conocerás la dirección de circulación. Busca entonces la planta que en esa
dirección está más alejada de la tuya. Todas las que crecen entre esas dos te pertenecen. Más tarde..., podrás
ampliar tu territorio...” (13) Hay ciencias ambulantes, itinerantes, que consisten en seguir un flujo en un campo
de vectores en el que las singularidades se distribuyen como otros tantos “accidentes” (problemas). Por
ejemplo: ¿Por qué la metalurgia primitiva es necesariamente una ciencia ambulante, que proporciona a los
herreros un estatuto casi nómada? Se puede objetar que, en esos ejemplos, se trata a pesar de todo de ir de un
punto a otro (incluso si son puntos singulares), por mediación de canales, y que el flujo continúa siendo divisible
en franjas. Pero esto sólo es cierto en la medida en que las actitudes y los procesos ambulantes están
necesariamente relacionados con un espacio estriado, siempre formalizados por la ciencia real que los priva de
su modelo, los somete al suyo, y sólo les permite subsistir a título de “técnica” o “ciencia aplicada”. Por regla
general, un espacio liso, un campo de vectores, una multiplicidad no métrica siempre serán traducibles, y
necesariamente traducidos, en un “compars”: operación fundamental gracias a la cual se instala y reposa en
cada punto del espacio liso un espacio euclidiano tangente, dotado de un número suficiente de dimensiones, y
gracias a la cual se reintroduce el paralelismo de dos vectores, al considerar la multiplicidad como inmersa en
ese espacio homogéneo y estriado de reproducción, en lugar de continuar siguiéndola en una “exploración
progresiva”. (14) Es el triunfo del logos o de la ley sobre el nomos. Ahora bien, la complejidad de la operación
confirma precisamente las resistencias que debe vencer. Cada vez que se refiere la actitud y el proceso
ambulante a su propio modelo, los puntos vuelven a adquirir su posición de singularidades que excluye
cualquier relación biunívoca, el flujo vuelve a adquirir su aspecto curvilíneo y turbulento que excluye cualquier
paralelismo de vectores, el espacio liso reconquista las propiedades de contacto que ya no le permiten ser
homogéneo y estriado. Siempre hay una corriente gracias a la cual las ciencias ambulantes o itinerantes no se
dejan interiorizar totalmente en las ciencias reales reproductivas. Y hay un tipo de científico ambulante que los
científicos de Estado no cesan de combatir, o de integrar, o de aliarse con él, sin perjuicio de proponerle un
papel menor en el sistema legal de la ciencia y de la técnica.
No es que las ciencias ambulantes estén más impregnadas de actitudes irracionales, misterio, magia. Sólo
cuando caen en desuso se convierten en eso. Además, las ciencias reales también se rodean de mucho
sacerdocio y magia. Lo que sí se pone de manifiesto en la rivalidad entre los dos modelos es que en las ciencias
ambulantes o nómadas la ciencia no está destinada a tomar un poder, ni siquiera un desarrollo autónomo.
Carecen de medios para ello, pues subordinan todas sus operaciones a las condiciones sensibles de la intuición y
de la construcción, seguir el flujo de materia, trazar y conectar el espacio liso. Todo se encuentra en una zona
objetiva de flotamiento que se confunde con la propia realidad. Cualquiera que sea su sutileza, su rigor, el
“conocimiento aproximado” sigue estando sometido a evaluaciones sensibles y sensitivas que hacen que plantee
más problemas de los que puede resolver: lo problemático sigue siendo su único modelo.
Por el contrario, lo característico de la ciencia real, de su poder teoremático o axiomático, es sustraer todas
las operaciones a las condiciones de la intuición para convertirlas en verdaderos conceptos intrínsecos o
“categorías”. Por eso en esta ciencia la desterritorialización implica una reterritorialización en el aparato
conceptual. Sin ese aparato categórico, apodíctico, las operaciones diferenciales se verían obligadas a seguir la
evolución de un fenómeno; es más, al realizarse las experimentaciones al aire libre, las construcciones sobre el
suelo, nunca se dispondría de coordenadas capaces de convertirlas en modelos estables. Algunas de estas
exigencias se traducen en términos de “seguridad”: las dos catedrales de Orleáns y de Beauvais se derrumban a
finales del siglo XIX, los cálculos de control son difíciles de realizar en las construcciones de la ciencia
ambulante. Ahora bien, aunque la seguridad forme parte fundamental tanto de las normas teóricas de Estado
como del ideal político, también se trata de otra cosa. En virtud de todas sus actitudes, las ciencias ambulantes
superan rápidamente las posibilidades del cálculo: se instalan en ese “algo más” que desborda el espacio de
reproducción, chocan rápidamente con dificultades insuperables desde ese punto de vista, que eventualmente
resuelven gracias a una operación sobre la marcha. Las soluciones deben venir de un conjunto de actividades
que las constituyen como no autónomas. Nadie mejor que la ciencia real, por el contrario, para disponer de una
potencia métrica que define el aparato conceptual o la autonomía de la ciencia (incluso de la ciencia
experimental). De ahí la necesidad de asociar los espacios ambulantes a un espacio de homogeneidad, sin el cual
las leyes de la física dependerían de puntos particulares del espacio. Pero no se trata tanto de una traducción
como de una constitución: constitución que las ciencias ambulantes no se proponían, ni tienen los medios para
proponérsela. En el campo de interacción de las dos ciencias, las ciencias ambulantes se contentan con inventar
problemas, cuya solución remitiría a todo un conjunto de actividades colectivas y no científicas, pero
cuya solución científica depende, por el contrario, de la ciencia real y de la manera en que esta ciencia en
principio ha transformado el problema incluyéndolo en su aparato teoremático y su organización del trabajo.
Algo parecido a lo que ocurre con la intuición y la inteligencia según Bergson, para el que únicamente la
inteligencia dispone de los medios científicos para resolver formal-mente los problemas que la intuición plantea,
mientras que ésta se contentaría con confiar en las actividades cualitativas de una humanidad que seguiría la
materia. (15)
Problema II: ¿Existe un medio de sustraer el pensamiento al modelo de Estado? Proposición IV: La
exterioridad de la máquina de guerra es confirmada finalmente por la noología.
A veces se critican algunos contenidos del pensamiento por juzgarlos demasiado conformistas. Pero el
problema fundamental es el de la forma. El pensamiento ya se ajustaría de por sí a un modelo que toma prestado
del aparato de Estado, y que le marcaría fines y caminos, conductos, canales, órganos, todo
un organon. Existiría, pues, una imagen del pensamiento que recubriría todo el pensamiento, que sería el objeto
especial de una “noología”, y que sería algo así como la forma-Estado desarrollada en el pensamiento. Esta
imagen posee dos cabezas que remiten a los dos polos de la soberanía: un imperium del pensar verdadero, que
opera por captura mágica, confirmación o lazo, que constituye la eficacia de una fundación (muthos); una
república de los espíritus libres, que procede por pacto o contrato, que constituye una organización legislativa y
jurídica, que aporta la sanción de un fundamento (logos). Esas dos cabezas interfieren constantemente en la
imagen clásica del pensamiento: una “república de los espíritus en la que el príncipe sería la idea de un Ser
supremo”. Y si las dos cabezas interfieren, no sólo es porque hay muchos intermediarios o transiciones entre las
dos, y porque una prepara la otra y ésta se vale de la primera y la conserva, sino también porque, antitéticas y
complementarias, se necesitan la una a la otra. No obstante, no hay que excluir que, para pasar de la una a la
otra, se necesite un acontecimiento de otra naturaleza, “entre” las dos, y que se oculta fuera de la imagen, que se
produce fuera de ella (16). Pero, si nos atenemos a la imagen, vemos que cada vez que se nos habla de
un imperium de lo verdadero y de una república de los espíritus, no es una simple metáfora. Es la condición de
constitución del pensamiento como principio o forma de interioridad, como estrato.
Vemos perfectamente lo que el pensamiento gana con ello: una gravedad que nunca tendría de por sí, un
centro que hace que todas las cosas, incluido el Estado, den la impresión de existir gracias a su propia eficacia o
a su propia sanción. Pero el Estado gana otro tanto. En efecto, la forma-Estado gana algo esencial al
desarrollarse así en el pensamiento: todo un consenso. Sólo el pensamiento puede inventar la ficción de un
Estado universal por derecho, elevar el Estado a lo universal de derecho. Es como si el soberano deviniese único
en el mundo, abarcase todo el oikumene y ya sólo tuviera que ver con sujetos, actuales o potenciales. Las
potentes organizaciones extrínsecas, las bandas extrañas, han dejado de existir: el Estado deviene el único
principio que establece la distinción entre sujetos rebeldes, que se remiten al estado natural, y sujetos dóciles,
que de por sí remiten a su forma. Si para el pensamiento es interesante apoyarse en el Estado, no menos
interesante es para el Estado desplegarse en el pensamiento, y recibir de él la sanción de forma única, universal.
La particularidad de los Estados sólo es un hecho, e igual ocurre con su eventual perversidad o su imperfección.
Pues, por derecho, el Estado moderno va a definirse como “la organización racional y razonable de una
comunidad”: la única particularidad de la comunidad es interna o moral (espíritu de un pueblo), al mismo
tiempo que su organización hace que contribuya a la armonía de un universal (espíritu absoluto). El Estado
proporciona al pensamiento una forma de interioridad, pero el pensamiento proporciona a esta interioridad una
forma de universalidad: “La finalidad de la organización mundial es la satisfacción de los individuos razonables
dentro de los Estados particulares libres”. Entre el Estado y la razón se produce un curioso intercambio, que
también es una proposición analítica, pues la razón realizada se confunde con el Estado de derecho, al igual que
el Estado de hecho es el devenir de la razón (17). En la filosofía llamada moderna y en el Estado moderno o
racional, todo gira alrededor del legislador y del sujeto. Es necesario que el Estado realice la distinción entre el
legislador y el sujeto en tales condiciones formales que el pensamiento, por su parte, pueda pensar su identidad.
Obedeced siempre, pues, cuanto más obedezcáis más dueños seréis, puesto que sólo obedeceréis a la razón pura,
es decir, a vosotros mismos... Desde que la filosofía se ha atribuido el papel de fundamento, no ha cesado de
bendecir los poderes establecidos y de calcar su doctrina de las facultades de los órganos de poder de Estado. El
sentido común, la unidad de todas las facultades como centro del cogito, es el consenso de Estado llevado al
absoluto. Ésa fue particularmente la gran operación de la “critica” kantiana, asumida y desarrollada por el
hegelianismo. Kant no ha cesado de criticar los malos usos para mejor bendecir la función. No debe, pues,
extrañarnos que el filósofo haya devenido profesor público o funcionario de Estado. Todo está regulado a partir
del momento en que la forma-Estado inspira una imagen del pensamiento. Y a la in-versa. Evidentemente,
según las variaciones de esta forma, la imagen presenta perfiles diferentes: ni siempre ha representado o
designado al filósofo, ni lo representará siempre. Se puede ir de una función mágica a una función racional. Con
relación al Estado imperial arcaico el poeta ha podido desempeñar el papel de creador de imagen (18). En los
Estados modernos el sociólogo ha podido sustituir al filósofo (por ejemplo cuando Durkheim y sus discípulos
han querido dar a la república un modelo laico del pensamiento). En la actualidad, el psicoanálisis, en un retorno
a la magia, aspira al papel de Cogitatio universalis como pensamiento de la Ley. Existen otros rivales y
pretendientes. La noología, que no se confunde con la ideología, es precisamente el estudio de las imágenes del
pensamiento y de su historicidad. En cierto sentido, diríase que eso apenas tiene importancia, que la gravedad
del pensamiento sólo era una broma. Pero el pensamiento sólo pide eso: que no se lo tome en serio, puesto que
de esa manera puede pensar mejor por nosotros, y engendrar siempre sus nuevos funcionarios; cuanto menos en
serio tomen las personas al pensamiento, más piensan conforme a lo que quiere el Estado. En efecto, ¿qué
hombre de Estado no ha soñado con esa pequeña cosa imposible, ser un pensador?
Pues bien, la noología choca con contra-pensamientos cuyos actos son violentos, las apariciones
discontinuas, la existencia móvil a lo largo de la historia. Son los actos de un “pensador privado”, por oposición
al profesor público: Kierkegaard, Nietzsche o incluso Chestov... Donde quiera que habiten, aparece la estepa o
el desierto. Destruyen las imágenes. Quizás el Schopenhauer educador de Nietzsche sea la mayor crítica que se
haya hecho a la imagen del pensamiento y su relación con el Estado. No obstante, “pensador privado” no es una
expresión satisfactoria, puesto que carga las tintas sobre una interioridad, cuando se trata de un pensamiento del
afuera. (19). Poner el pensamiento en relación inmediata con el afuera, con las fuerzas del afuera, en resumen,
convertir el pensamiento en una máquina de guerra, es una empresa extraña cuyos procedimientos precisos se
pueden estudiar en Nietzsche (el aforismo, por ejemplo, es muy diferente de la máxima, pues una máxima, en la
república de las letras, es como un acto orgánico de Estado o un juicio soberano, mientras que un aforismo
siempre espera su sentido de una nueva fuerza exterior, de una última fuerza que debe conquistarlo o someterlo,
utilizarlo). Pero también hay otra razón por la que “pensador privado” no es una buena expresión: pues si bien
es cierto que este contra-pensamiento habla de una soledad absoluta, es una soledad extraordinariamente
poblada, como el propio desierto, una soledad que ya enlaza con un pueblo futuro, que invoca y espera a ese
pueblo, que sólo existe gracias a él, incluso si todavía no existe. “...Carecemos de esta última fuerza, a falta de
un pueblo que nos empuje. Buscamos ese apoyo popular...” Todo pensamiento ya es una tribu, lo contrario de
un Estado. Y esa forma de exterioridad para el pensamiento no es en absoluto simétrica de la forma de
interioridad. Para ser más exactos, la simetría sólo podría existir entre polos o núcleos diferentes de interioridad.
Pero la forma de exterioridad del pensamiento –la fuerza siempre exterior a sí misma o la última fuerza,
la nª potencia– no es en modo alguno otra imagen que se opondría a la imagen que se inspira en el aparato de
Estado. Al contrario, es la fuerza que destruye la imagen y sus copias, el modelo y sus reproducciones, toda
posibilidad de subordinar el pensamiento a un modelo de lo Verdadero, de lo Justo o del Derecho (lo verdadero
cartesiano, lo justo kantiano, el derecho hegeliano, etc.). Un “método” es el espacio estriado de la cogitatio
universalis y traza un camino que debe seguirse de un punto a otro. Pero la forma de exterioridad sitúa al
pensamiento en un espacio liso que debe ocupar sin poder medirlo y para el que no hay método posible, ni
reproducción concebible, sino únicamente etapas, intermezzi, reactivaciones. El pensamiento es como el
Vampiro, no tiene imagen, ni para crear modelo, ni para hacer copia. En el espacio liso del Zen, la flecha ya no
va de un punto a otro, sino que será recogida en un punto cualquiera, para ser reenviada a otro punto cualquiera,
y tiende a permutar con el tirador y el blanco. El problema de la máquina de guerra es el del relevo, incluso con
pobres medios, y no el problema arquitectónico del modelo o del monumento. Un pueblo ambulante de
relevadores, en lugar de una ciudad modelo. “La naturaleza envía al filósofo a la humanidad como una flecha;
no apunta, pero confía en que la flecha quedará clavada en algún sitio. Actuando de esa manera, se equivoca
infinidad de veces y siente amargura por ello. (...) Los artistas y los filósofos son un argumento contra la
finalidad de la naturaleza en sus medios, aunque constituyen una excelente prueba para la sabiduría de sus fines.
Nunca afectan más que a un pequeño número, cuando deberían afectar a todo el mundo, y la forma en la que el
pequeño número es afectado no responde a la fuerza que ponen los filósofos y los artistas en lanzar su
artillería...” (20)
Nosotros pensamos sobre todo en dos textos patéticos, en el sentido de que en ellos el pensamiento es
verdaderamente un pathos (un antilogos y un antimuthos). El texto de Artaud, en sus cartas a Jacques Riviere,
explicando que el pensamiento se ejerce a partir de un desmoronamiento central, que sólo puede vivir de su
propia imposibilidad para crear forma, poniendo de relieve únicamente rasgos de expresión en un material,
desarrollándose periféricamente, en un puro medio de exterioridad, en función de singularidades no
universalizables, de circunstancias no interiorizables. Y también el texto de Kleist, “A propósito de la
elaboración progresiva de pensamientos al hablar”: Kleist denuncia en él la interioridad central del concepto
como medio de control, control de la palabra, de la lengua, pero también control de los afectos, de las
circunstancias e incluso del azar. A él opone un pensamiento como proceso y desarrollo, un curioso diálogo
antiplatónico, un antidiálogo entre el hermano y la hermana, en el que el uno habla antes de saber y el otro ya ha
tomado el relevo antes de haber entendido: es el pensamiento del Gemut, dice Kleist, que procede como debería
hacerlo un general en una máquina de guerra, o como un cuerpo que se carga de electricidad, de intensidad pura.
“Mezclo sonidos inarticulados, prolongo los términos de transición, utilizo igualmente las oposiciones justo
donde no serían necesarias.” Ganar tiempo, y quizá después renunciar, o esperar. Necesidad de no tener el
control de la lengua, de ser un extranjero en su propia lengua, para que la palabra venga hacia uno y “crear algo
incomprensible”. ¿Sería ésa la forma de exterioridad, la relación entre el hermano y la hermana, el devenir-
mujer del pensador, el devenir-pensamiento de la mujer: el Gemut, que ya no se deja controlar, que forma una
máquina de guerra? Un pensamiento que se enfrenta a fuerzas exteriores en lugar de recogerse en una forma
interior, que actúa por etapas en lugar de formar una imagen, un pensamiento-acontecimiento, en lugar de un
pensamiento-sujeto, un pensamiento problema en lugar de un pensamiento esencia o teorema, un pensamiento
que recurre a un pueblo en lugar de tomarse por un ministerio. ¿Acaso es un azar si cada vez que un “pensador”
lanza así una flecha, siempre hay un hombre de Estado, una sombra o una imagen de hombre de Estado que le
aconseja y amonesta y quiere fijar una “meta”? Jacques Riviere no duda en responder a Artaud: trabaje, trabaje,
todo se arreglará, llegará a encontrar un método y a expresar adecuadamente lo que con todo derecho
piensa (cogitatio universalis). Riviere no es un jefe de Estado, pero no es el último en la Noveau Revue
Française que se ha tomado por el príncipe secreto en una república de las letras o por la eminencia gris en un
Estado de derecho. Lenz y Kleist se enfrentaban a Goethe, genio grandioso, verdadero hombre de Estado entre
todos los hombres de letras. Pero lo peor no es eso: lo peor es cómo los propios textos de Kleist, de Artaud,
acaban convirtiéndose en un monumento e inspiran un modelo a imitar mucho más insidioso que el otro, para
todos los tartamudos artificiales y los innumerables calcos que pretenden equipararse a ellos. (...)

PROPOSICIÓN: AXIOMÁTICA Y SITUACIÓN ACTUAL


3. Modelos, isomorfía. En principio, todos los Estados son isomorfos, es decir, son dominios de realización
del capital en función de un solo y mismo mercado mundial exterior. Ahora bien, un primer problema sería
saber si la isomorfía implica una homogeneidad o incluso una homogeneización de los Estados. Así ocurre,
como se ve en la Europa actual, en lo relativo a la justicia y a la policía, al código de circulación, a la circulación
de mercancías, a los costes de producción, etc. Pero sólo es cierto en la medida en que se tiende hacia un
mercado interior único integrado. De lo contrario, el isomorfismo no implica en modo alguno homogeneidad:
hay isomorfía, pero heterogeneidad, entre Estados totalitarios y socialdemócratas, siempre que el modo de
producción es el mismo. Las reglas generales a este respecto son las siguientes: la consistencia, el conjunto o la
unidad de la axiomática son definidos por el capital como “derecho” o relación de producción (para el
mercado); la independencia respectiva de los axiomas no contradice en modo alguno este conjunto, sino que
procede de las divisiones y sectores del modo de producción capitalista; la isomorfía de los modelos, con los dos
polos de adjunción y de sustracción, equivale a la distribución en cada caso del mercado interior y del mercado
exterior.
Ahora bien, ésta sólo es una primera bipolaridad que es válida para los Estados del centro y bajo el modo
de producción capitalista. Pero el centro ha visto cómo se le imponía una segunda bipolaridad Oeste-Este, entre
los Estados capitalistas y los Estados socialistas burocráticos. Pues bien, aunque esta nueva distinción pueda
repetir ciertos rasgos de la precedente (al ser asimilados los Estados llamados socialistas a Estados totalitarios),
el problema se plantea de otro modo. Las numerosas teorías de “convergencia”, que intentan demostrar una
cierta homogeneización de los Estados del Este y del Oeste, son poco convincentes. Ni siquiera el isomorfismo
conviene: hay heteromorfía real, no sólo porque el modo de producción no es capitalista, sino porque la relación
de producción no es el Capital (sería más bien el Plan). No obstante, si los Estados socialistas siguen siendo
modelos de realización de la axiomática capitalista es en función de la existencia de un solo y único mercado
mundial exterior que sigue siendo aquí el factor decisivo, por encima incluso de las relaciones de producción de
las que deriva. Incluso puede suceder que el plan burocrático socialista tenga como una función parasitaria con
relación al plan del capital, que pone de manifiesto una creatividad mayor, del tipo “virus”.
Por último, la tercera bipolaridad fundamental es la del centro y de la periferia (Norte-Sur). En virtud de la
independencia respectiva de los axiomas, se puede decir con Samir Amin que los axiomas de la periferia no son
los mismos que los del centro. Y, una vez más, la diferencia y la independencia de los axiomas no comprometen
en modo alguno la consistencia de la axiomática de conjunto. Al contrario, el capitalismo central tiene necesidad
de esta periferia constituida por el Tercer Mundo, en la que instala una gran parte de su industria más moderna,
donde no se contenta con invertir capitales, sino que le proporciona capital. Por supuesto, el problema de la
dependencia de los Estados del Tercer Mundo es evidente, pero no es el más importante (es una herencia del
antiguo colonialismo). Es evidente que incluso la independencia de los axiomas nunca ha garantizado la
independencia de los Estados, sino que más bien asegura una división internacional del trabajo. Una vez más, el
problema fundamental es el de la isomorfía en relación con la axiomática mundial. Pues bien, en gran medida,
hay isomorfía entre los Estados Unidos y las tiranías más sanguinarias de América del Sur (o bien entre Francia,
Inglaterra, la República Federal de Alemania y ciertos Estados africanos). Sin embargo, por más que la
bipolaridad centro-periferia, Estados del centro y del Tercer Mundo, repita a su vez rasgos distintivos de las dos
bipolaridades precedentes, también escapa a ellas y plantea otros problemas. Pues en una gran parte del Tercer
Mundo, la relación de producción general puede ser el capital, e incluso en todo el Tercer Mundo, en el sentido
de que el sector socializado puede utilizar esa relación y en ese caso continuarla por su cuenta. Pero el modo de
producción no es necesariamente capitalista, no sólo en las llamadas formas arcaicas o de transición, sino en los
sectores más productivos y de alta industrialización. Se trata, pues, de un tercer caso, incluido en la axiomática
mundial: cuando el capital actúa como relación de producción, pero en modos de producción no capitalistas. Se
hablará entonces de una polimorfía de los Estados del Tercer Mundo con relación a los Estados del centro. Y es
una dimensión de la axiomática tan necesaria como las otras: incluso mucho más necesaria, puesto que la
heteromorfía de los llamados Estados socialistas le ha sido impuesta al capitalismo que la digiere a duras penas,
mientras que la polimorfía de los Estados del Tercer Mundo es parcialmente organizada por el centro, como
axioma de sustitución de la colonización.
Siempre encontramos el problema literal de los modelos de realización de una axiomática mundial: la
isomorfía de los modelos, en principio en los Estados del centro; la heteromorfía impuesta por el Estado
socialista burocrático; la polimorfía organizada de los Estados del Tercer Mundo. Una vez más, sería absurdo
creer que la inserción de los movimientos populares en todo ese campo de inmanencia está condenada de
antemano, y suponer, o bien que hay “buenos” Estados que serían democráticos, socialdemócratas, o en el otro
extremo socialistas, o bien, por el contrario, que todos los Estados son equivalentes y homogéneos.

Traducción: José Vázquez Pérez


Glosario
Agenciamiento: Concepto más amplio que el de estructura, sistema, formación, etc. Un agenciamiento reúne
componentes heterogéneos, tanto de orden biológico como social, maquínico, gnoseológico, imaginario. En la
teoría esquizoanalítica del inconsciente, el agenciamiento es concebido como sustituto del “complejo”
freudiano.
Código/sobrecodifcación: La noción de código se utiliza aquí en un sentido amplio: se refiere tanto a los
sistemas semióticos como a los flujos sociales y a los materiales. El término “sobrecodificación” corresponde a
una codificación en segundo grado.
Devenir: Término relativo a la economía del deseo. Los flujos del deseo proceden por efectos y devenires,
independientemente del hecho de que puedan o no atravesar personas, imágenes, identificaciones. De esta
manera, un individuo etiquetado antropológicamente como masculino puede ser atravesado por devenires
múltiples y, aparentemente, contradictorios: devenir mujer que coexiste con un devenir niño, un devenir animal,
etcétera.
Flujo: Los flujos materiales y semióticos “preceden” a los sujetos y a los objetos. El deseo, por lo tanto, no es,
inicialmente, ni subjetivo ni representacional: él es una economía de flujos.
Territorialidad/desterritorialización/reterritorialización: Se comprende el concepto de territorio en un sentido
amplio, que sobrepasa el uso que suelen hacer la etnología y la etología. Los seres existentes se organizan según
territorios que los delimitan y los articulan a los demás y a los flujos. El territorio puede ser referido tanto a un
espacio habitado como a un sistema perceptivo/percibido, en el cual un sujeto se siente “en casa”. El territorio es
sinónimo de apropiación, de subjetivación realizada sobre sí mismo. El territorio puede ser desterritorializado,
esto es, abrirse, en líneas de fuga y salir de su curso. La reterritorialización consiste en una tentativa de
recomposición de un territorio desgajado en un proceso desterritorializante. El capitalismo es un buen ejemplo
de sistema permanente de reterritorialización: las clases dominantes están constantemente intentando
“recapturar” los procesos de desterritorialización en el orden de la producción y de las relaciones sociales.

Notas
1. Pierre Clastres, La sociedad contra el Estado, Ed. Monte Ávila, Caracas, 1978. Archéologie de la violence y
Malheur du guerrier sauvage, en Libre
1 y Libre 2, Payot (trad. cast. Investigaciones en antropología política, Gedisa). En este último texto Clastres
hace la descripción del destino del guerrero en la sociedad primitiva y analiza el mecanismo que impide la
concentración de poder (igualmente, Mauss había demostrado que el potlach era un mecanismo que impedía la
concentración de riqueza).
2. Jacques Meunier, Les gamins de Bogotá, Lattès, pág. 159 (“Chantage à la dispersion”), pág. 177. Cuando es
necesario, “son los otros niños, mediante un complicado juego de vejaciones y de silencios, los que lo
convencen de que debe abandonar la banda”. Meunier subraya hasta qué punto el destino del ex niño está
comprometido: no sólo por razones de salud, sino porque se integra mal en el “hampa”, que para él es una
sociedad demasiado jerarquizada, demasiado centralizada, demasiado centrada en órganos de poder (pág. 178).
Sobre las bandas de niños, cf. también la novela de Jorge Amado, Capitaines des Sables, Gallimard (trad. cast.
en Alianza).
3. Cf. I. S. Bernstein, La dominance sociale chez les primates, en Recherche Nº 91, julio 1978.
4. Clastres, La société contre l’État, pág. 170: “La aparición del Estado ha efectuado la gran división tipológica
entre Salvajes y Civilizados, ha inscrito el imborrable corte más allá del cual todo cambia, pues el tiempo
deviene Historia”. Para explicar esta aparición, Clastres invocaba en primer lugar un factor demográfico (pero
“sin tratar de sustituir un determinismo económico por un determinismo geográfico...”); y también la eventual
aceleración de la máquina de guerra (?) o bien de una manera más inesperada, el papel indirecto de un
cierto profetismo que, dirigido fundamentalmente contra los jefes, habría producido un poder temible por otras
razones. Pero, evidentemente, no podemos prejuzgar soluciones más elaboradas que Clastres habría dado a este
problema. Sobre el eventual papel del profetismo, véase el libro de Hélène Clastres, La terre sans mal, le
prophétisme tupi-guarani, Ed. du Seuil (trad. cast. en Ediciones del Sol).
5. Michel Serres, La naissance de la physique dans le texte de Lucrèce. Fleuves et turbulences, Ed. de Minuit
(trad. castellana Ed. Siglo XXI). Serres es el primero que ha destacado los tres puntos que vienen a
continuación; el cuarto no parece que enlace con ellos.
6. Pierre Boulez distingue así dos espacios-tiempos de la música: en el espacio estriado, la medida puede ser
tanto irregular como regular, siempre es asignable, mientras que, en el espacio liso, el corte o la separación
“podrá efectuarse donde se quiera”. Cf. Penser la musique aujourd ‘hui, Gonthier, págs. 95-107.
7. La geometría griega está atravesada por la oposición de estos dos polos, teoremático y problemático, y por el
triunfo relativo del primero: Proclo, en sus Comentarios al primer libro de los elementos de Euclides, analiza la
diferencia entre los polos y la ilustra con la oposición Peusipo-Meneomo. Las matemáticas siempre estarán
atravesadas por esta tensión: así, por ejemplo, el elemento axiomático entrará en conflicto con una corriente
problemática, “intuicionista” o “constructivista”, que propugna un cálculo de los problemas muy diferente de la
axiomática y de la teoremática: cf. Boulignad, Le déclin des absolus mathématico-logiques, Ed. d’Enseignement
Supérieur.
8. Paul Virilio, L’insécurité du territoire, pág. 120: “Sabemos cómo, con Arquímedes, se terminó la era de la
joven geometría como libre investigación creadora (...) La espada de un soldado romano ha cortado su hilo, dice
la tradición. Al matar la creación geométrica, el Estado romano construirá el imperialismo geométrico de
Occidente”.
9. Con Monge, y sobre todo con Poncelet, los límites de la representación sensible o incluso espacial (espacio
estriado) son claramente superados, pero no tanto hacia una potencia simbólica de abstracción como hacia una
imaginación transespacial o transintuición (continuidad). Véase el comentario de Brunschvicg sobre
Poncelet, Les étapes de la Philosophie mathématique. Presses Universitaires de France.
10.Michel Serres (pág. 105 y ss.) analiza a este respecto la oposición D’Alembert-Bernouilli. Más generalmente
se trata de una diferencia entre dos modelos de espacio: “La cuenca mediterránea carece de agua y el que tiene
el poder es el que drena las aguas. De ahí ese mundo físico en el que el drenaje es esencial y en el que el
clinamen parece la libertad, puesto que es precisamente esa turbulencia que niega la circulación forzosa.
Incomprensible para la teoría científica, incomprensible para el señor de las aguas. (...) De ahí la gran figura de
Arquímedes: señor de los cuerpos flotantes y de las máquinas militares”.
11. Cf. Benveniste, Problèmes de linguistique générale, “La noción de ritmo en su expresión lingüística”, págs.
327-375 (trad. cast. en Ed. Siglo XXI). Este texto, considerado a menudo como decisivo, nos parece ambiguo,
pues invoca a Demócrito y al atomismo sin tener en cuenta el problema hidráulico y convierte el ritmo en una
“especialización secundaria” de la forma.
12. Gilbert Simondon ha llevado muy lejos el análisis y la crítica del esquema hilomórfico y de sus presupuestos
sociales (“la forma corresponde a lo que el hombre que manda ha pensado en sí mismo y que debe expresar de
manera positiva cuando da sus órdenes: la forma es, pues, del orden de lo expresable”). A ese esquema forma-
materia Simondon opone un esquema dinámico, materia provista de singularidades-fuerzas o condiciones
energéticas de un sistema. El resultado es una concepción totalmente distinta de las relaciones ciencia-técnica.
Cf. L’individu et sa genèse physico-biologique, Presses Universitaires de France, págs. 42-56.
13. Castaneda, L’herbe du diable et la petite fumée, pág. 160 (trad. cast. en Fondo de Cultura Económica).
14. Albert Lautman ha mostrado de forma muy clara cómo los espacios de Riemann, por ejemplo, aceptaban
una conjunción euclidiana de tal manera que constantemente se pueda definir el paralelismo de dos vectores
próximos; como consecuencia, en lugar de explorar una multiplicidad progresando en esa multiplicidad, se
considera la multiplicidad “como inmersa en el espacio euclidiano de un número suficiente de dimensiones”.
Cf. Les schémas de structure, Hermann, págs. 23-24, 43-47.
15. Según Bergson, las relaciones intuición-inteligencia son muy complejas, están en constante interacción.
Véase igualmente el tema de Boulignad: los dos elementos matemáticos “problema” y “síntesis global” sólo
desarrollan su dualidad al entrar también en un campo de interacción, en el que la síntesis global fija en cada
ocasión las “categorías” sin las cuales el problema no tendría solución general. Cf. Le déclin des absolus
mathématicologiques, op. cit.
16. Marcel Detienne, Les maîtres de vérité dans la Grèce archaique, Maspero (trad. cast. en Ed. Taurus), ha
puesto claramente de manifiesto esos dos polos del pensamientos que corresponden a los aspectos de la
soberanía según Dumèzil: la palabra mágico-religiosa del déspota o del “viejo del mar”, la palabra-diálogo de la
ciudad. No sólo los personajes principales del pensamiento griego (el poeta, el sabio, el físico, el filósofo, el
sofista)... se sitúan con relación a esos polos; Detienne también hace intervenir entre los dos el grupo específico
de los guerreros, que asegura el paso o la evolución.
17. Hay un hegelianismo de derechas que continúa vivo en la filosofía política oficial y que une el destino del
pensamiento y del Estado. Kojève (Tyrannie et sagesse, Gallimard) y Eric Weil (Hegel et l’État Philosophie
politique, Vrin) son sus representantes más recientes. De Hegel a Max Weber se ha desarrollado toda una
reflexión sobre las relaciones del Estado moderno con la Razón, a la vez como racional-técnico y como
razonable-humano. Si se objeta que esta racionalidad, ya presente en el Estado imperial arcaico, es
el optimum de los propios gobernantes, los hegelianos responden que lo racional-razonable no puede existir sin
un mínimo de participación de todos. Pero el problema más bien es saber si la propia forma de lo racional
razonable no es extraída del Estado, a fin de darle necesariamente “razón”.
18. Sobre el papel del poeta antiguo como “funcionario de la soberanía” cf. Dumèzil, Servius et la Fortune, pág.
64 y s., y Detienne, pág. 17 y s.
19. Cf. el análisis de Foucault sobre Maurice Blanchot y una forma de exterioridad del pensamiento: “La pensée
du dehors”, en Critique, junio 1966 (trad. cast. en Ed. Pre-Textos).
20. Nietzsche, Schopenhauer éducateur, 7.

Fuente: El lenguaje libertario – Antología del pensamiento anarquista contemporáneo - Christian Ferrer
(comp.) Terramar Ediciones, Argentina, 2005. Págs, 167, 195.
Gilles Deleuze - ¿Qué es el acto de creación?

Conferencia dictada por Gilles Deleuze en la cátedra de los martes de la fundación FEMIS. (Escuela
Superior de Oficios de Imagen y Sonido) el 15 de mayo de 1987.

También yo quisiera hacer preguntas. Y hacérselas a ustedes y a mí mismo. Estas preguntas serían
del género: ¿qué es exactamente lo que hacen cuando hacen cine? Y yo, ¿qué es exactamente lo que hago
cuando hago, o espero hacer filosofía?

¿Es que hay algo para decirse en función de esto?


Entonces, claro, eso va muy mal en ustedes, pero va también muy mal en mí (risas), y no es solamente esto
lo que habría para decirse… también yo podría hacer la pregunta de otra manera: ¿qué es tener una idea en cine?
Si uno hace cine o si quiere hacerlo ¿qué es tener una idea? Quizás eso que uno dice "¡Ahí está, tengo un idea!"
Mientras que casi todo el mundo sabe que bien que tener una idea es un acontecimiento raro, que ocurre
raramente, que tener una idea es una especie de fiesta. Pero no es corriente. Y por otro lado, tener una idea, no
es algo general. Una idea está ya en tal autor, en tal dominio. Quiero decir que una idea, es ya una idea en
pintura, es ya una idea en novela, ya una idea en filosofía, como una idea en ciencia. Y evidentemente no es lo
mismo.
Si quieren, a las ideas hay que tratarlas como espacios potenciales, las ideas son potenciales, pero
potenciales ya comprometidos y ligados en un modo de expresión determinado. Y es inseparable del modo de
expresión determinado. Es inseparable del modo de expresión, así como no puedo decir: "tengo una idea en
general". En función de las técnicas que conozco, puedo tener una idea en un determinado campo, una idea en
cine o en bien distinto, una idea en filosofía.

¿Qué es tener una idea en algo?


Vuelvo a hablar del hecho de que yo hago filosofía y ustedes hacen cine. Entonces sería muy fácil decir:
todo el mundo sabe que la filosofía está próxima, lista, para reflexionar sobre cualquier cosa. Entonces ¿por qué
no reflexionaría sobre el cine? Sin embargo, es una idea indigna; la filosofía no está hecha para reflexionar
sobre cualquier cosa. Quiero decir: tratando la filosofía como un poder para "reflexionar sobre", siento que se le
asigna mucho, y de hecho siento también que se le quita todo. Es decir los únicos capaces efectivamente de
reflexionar sobre cine, son los cineastas, o los críticos de cine o los que aman el cine. Le idea de que los
matemáticos tendrían la necesidad de la filosofía para reflexionar sobre matemática es una idea cómica. Si la
filosofía debiera reflexionar sobre cualquier cosa, no tendría razón de existir. Si la filosofía existe, es porque
tiene su propio contenido. Si nos preguntamos: ¿cuál es el contenido de la filosofía? Es muy simple. La
respuesta es que la filosofía es también una disciplina creatriz, tan inventiva como cualquier otra disciplina. La
filosofía es una disciplina que consiste en crear conceptos. Y los conceptos no existen ya hechos, no existen en
una especie de cielo en donde esperan que un filósofo los tome. Los conceptos, es necesario fabricarlos...y no se
fabrican así como así, uno no se dice un día: "bueno, voy a hacer tal concepto, voy a inventar tal concepto"
como tampoco un pintor se dice un día: "bueno, voy a hacer tal cuadro". Es imprescindible que exista una
necesidad. Esto es tanto en filosofía como en otras disciplinas, así como el cineasta no se dice: "bueno, voy a
hacer tal película".

Tiene que haber una necesidad, si no, no hay nada.


Resta que esta necesidad que es una cosa muy compleja, si existe, haga que un filósofo (yo al menos sé de
qué se ocupa) no se ocupe de reflexionar sobre el cine. Él se propone inventar conceptos. Yo digo que hago
filosofía, es decir, yo intento inventar conceptos. No trato de reflexionar sobre otras cosas. Si yo les pregunto a
ustedes que hacen cine ¿qué hacen? (tomo una definición pueril, permítamela, deben existir otras y mejores), yo
diría exactamente lo que ustedes inventan, que no son conceptos, porque no es su dominio, que ustedes inventan
es lo que podríamos llamar bloques de movimiento-duración. Si uno fabrica bloques de movimiento-duración,
quizás lo que uno hace es cine.
Remarco, no se trata de invocar a una historia o de negarla. Todo tiene una historia. La filosofía también
cuenta historias. Cuenta historias con conceptos.
El cine supongamos que cuenta historias con bloques de movimiento-duración. Puedo decir que la pintura
también inventa con otro tipo de bloques, ni bloques de conceptos, no bloques de movimiento-duración, pero
supongamos que sean bloques de líneas-colores. La música inventa con otros tipos de bloque, muy particular.
Pero lo que digo en todo caso, es que la ciencia no es menos creatriz. Yo no veo realmente oposición entre
las ciencias, las artes y todo. Si le pregunto a un sabio científico: ¿qué es lo que hace? También, él inventa, no
descubre, el descubrimiento existe, pero no es por él que podamos definir una actualidad científica como tal. Un
científico, inventó, creó tanto como un artista.
Para permanecer en definiciones tan someras como las de las que partí, no es complicado, un científico es
alguien que ha creado o inventado funciones. Él no crea conceptos, un científico como tal, no tiene nada que ver
con los conceptos, y es por eso que felizmente existe la filosofía. Contrariamente hay algo que solamente un
científico puede hacer, crear e inventar funciones.
¿Entonces qué es una función? También podríamos describirla sencillamente como he intentado hasta
ahora, (ya que estamos verdaderamente rudimentarios...) no porque ustedes no comprenderían, sino porque sería
yo el que se vería sobrepasado.
Voy a ir a lo más simple: la función de lo que se ha puesto en correspondencia regida por dos conjuntos al
menos. La noción de base de la ciencia después de mucho tiempo es la de los conjuntos y un conjunto es
completamente diferente a un concepto. Y desde que se ponen en correlación regida juntos, se obtienen
funciones, y se puede decir, yo hago ciencia.
Y si no importa quién puede hablarle a quién, si un cineasta puede hablarle a un hombre de ciencia, si un
hombre de ciencia puede tener alguna cosas que decir a un filósofo y viceversa, es en la medida y en función de
la actividad creatriz de cada uno, no es que haya lugar para hablar de la creación, la creación es algo solitario,
pero es el nombre de mi creación que yo tengo algo que decir a alguien y si yo alineo ahora todas esas
disciplinas que se definen por su actividad creadora, diré que hay un límite que les es común a todas esas series,
a todas esas series de invención de funciones, de bloques movimiento-duración, invenciones de conceptos, etc.
La serie que les es común a todas o ¿el límite de todo esto qué es?
Es el espacio-tiempo.
Bresson es muy conocido. Raramente hay espacios enteros en Bresson. Son espacios que llamamos
desconectados. Quiere decir, hay un rincón, por ejemplo, el rincón de una celda, después se verá otro rincón o
bien un lugar de la pared, etc. Todo pasa como si el espacio bresoniano se presentara como una serie de
pequeños trozos, en los que la conexión no está predeterminada. Serie de pequeños fragmentos en los que la
conexión no está predeterminada. Hay grandes cineastas que emplean, por el contrario, espacios conjuntos o de
conjuntos; no digo que esto sea más fácil de manipular, pero Bresson ha sido uno de los primeros en hacer un
espacio con pequeños fragmentos desconectados, pequeños trozos en lo que la conexión no está predeterminada.
Cuando decía que en límite de todas las tentativas de la creación hay espacio-tiempo, es allí que los bloques
duración-movimiento de Bresson van a tender hacia ese tipo de espacio. La respuesta está dada. Estos pequeños
fragmentos visuales de espacio cuya conexión no está dada de antemano... ¿por qué querrían ustedes que estén
conectados? En y a causa de la mano (en este momento Deleuze muestra su mano) y no es teoría, no es filosofía,
no lo es, esto no se deduce así. Digo: el tipo de espacios en Bresson y la valorización cinematográfica de la
mano en la imagen están misteriosamente ligados. Quiero decir: el enlace bresoniano de las pequeñas puntas de
espacios, desde el hecho mismo de que son puntas, trozos desconectados de espacio, no puede ser más que un
enlace manual. No hay más que la mano que puede efectivamente operar las conexiones de una parte a otra del
espacio. Y Bresson es sin duda el más grande cineasta en haber introducido en el cine los valores táctiles, no
simplemente porque él sabe tomar admirablemente las manos en imágenes, sino porque si sabe tomar
admirablemente las manos en imágenes es porque tiene necesidad de manos.
Un creador no es un ser que trabaja por el placer. Un creador no hace más que aquello de lo que tiene
absolutamente necesidad.

Historia del Idiota y de los siete samuráis.


Tener una idea en cine, otra vez, no es lo mismo que tener una idea en otro lado. Y sin embargo, hay ideas
en cine que podrían valer también en otras disciplinas. Hay ideas en cine que podrían ser excelentes ideas en
novelas, pero no tendrían el mismo "allure". Después, hay ideas en cine que no podrían ser más que
cinematográficas. Ya están comprometidas en un proceso cinematográfico que hacen que sean vistas desde
antes. Y esto que digo cuenta bastante, porque es una manera de hacer una pregunta que me interesa mucho:
¿qué es lo que hace que un cineasta tenga verdaderamente ganas de adaptar, por ejemplo, una novela? Si tiene
deseos de adaptar una novela, me parece evidente que es porque tiene ideas en cine que le resuenan con aquello
que la novela presenta como ideas en novela. Y a veces se producen grandes encuentros.
Es muy diferente, no pongo el problema del cineasta que adapta una novela notoriamente mediocre. Puede
haber necesidad de una novela mediocre, y esto no excluye que el film sea genial. Propongo la cuestión un poco
diferente, sería una pregunta interesante de tratar, pero propongo otra algo diferente, que se produce mientras
que la novela es una gran novela y revela esa especie de afinidad en la que alguien, tiene en cine una idea que se
corresponde a la que es la idea en novela. Uno de los casos más bellos, es el caso de Kurosawa. ¿Por qué
Kurosawa se encuentra en una familiaridad con Shakespeare y Dostoïevski? Tengo que decirles una respuesta
que es entre muchas y que casi roza la filosofía y que es mi respuesta, es un pequeño detalle. En los personajes
de Dostoïevski pasa algo muy particular, muy seguido. Generalmente están muy agitados. Un personaje se va,
baja a la calle, y así como así, se dice "la mujer que amo, Taña, me llama, allí voy, corro, corro, Taña va a morir
si no voy". Y baja su escalera y se encuentra con un amigo, o bien ve a un perro y se olvida completamente de
que Taña lo espera en tren de morir. Comienza a charlar, se cruza con otro amigo y va a tomar el té con él y
luego de golpe dice: "Taña me espera, tengo que ir" (risas). ¿Qué quiere decir esto? En Dostoïevski los
personajes son perpetuamente tomados por urgencias y al mismo tiempo que son tomados por estas urgencias de
vida o muerte, saben que hay una cuestión más urgente, no saben cuál y es esto lo que los detiene. Todo pasa
como si en la peor de las urgencias hubiera un fuego, es necesario que me vaya, pero no, no, hay otras cosas más
urgentes y no me detendré hasta que no sepa cuáles. Esto es el Idiota, es la fórmula del idiota. Pero ustedes
saben que hay un problema más profundo. ¿Qué problema? Todavía no lo veo bien, pero déjenme, todo puede
quemarse, hay que encontrar cuál es el problema más urgente. Esto es por Dostoïevski que Kurosawa lo
aprende, todos los personajes de Kurosawa son así. Yo diría: ¡voila un encuentro! Un bello encuentro. Si
Kurosawa puede adaptar Dostoïevski, es al menos porque puede decir: tengo un asunto común a él, tengo un
problema común, este problema. Los personajes de Kurosawa están exactamente en la misma situación, están
tomados en situaciones imposibles. Pero atención, hay un problema más urgente, ¿es necesario que yo conozca
este problema?
Quizá "Vivir" es uno de los films de Kurosawa que va más lejos en este sentido, aunque todos van en este
sentido.
Los Siete samuráis: este film me sorprende mucho porque todo el espacio de Kurosawa depende de eso. Es
forzado que sea una especie de espacio oval que es golpeado por la lluvia, en fin poco importa, esto nos tomaría
mucho tiempo.
Pero en los Siete Samuráis los personajes están tomados en situación de urgencia, han aceptado defender al
pueblo, y de una punta a la otra están trabajando por una pregunta más profunda. Hay una cuestión más
profunda a través de todo eso. Y será dicha al final por el jefe de los samuráis cuando ellos se van: ¿qué es un
samurai? Qué es un samurai, no en general, sino qué es un samurai en la época en la que transcurre el film. A
saber: alguien que no es bueno para nada. Los señores no los necesitan, los paisanos pueden defenderse solos. Y
durante todo el film, a pesar de la urgencia de la situación, los samuráis están frecuentados por esta cuestión
digna del Idiota, que es una pregunta del Idiota: nosotros samuráis, ¿qué somos? Voila, yo diría que una idea en
cine es algo de este tipo. Ustedes me dirán no, porque era también una idea en novela. Una idea en cine, es así,
una vez que ya está comprometida en un proceso cinematográfico. Entonces ustedes podrían decir, yo tuve "la
idea", aún si usted de la asigna a Dostoïevski. Puede ser, vuelvo a citar muy rápido, yo creo que una idea es muy
simple. Otra vez, no es un concepto, no es filosofía. Un concepto es otra cosa, de toda idea quizás podamos
sacar un concepto, pero yo pienso en Minelli. Éste tiene, me parece, una idea extraordinaria sobre el sueño. Es
muy simple y está comprometida con todo el proceso cinematográfico, que es la obra de Minelli y su gran idea
sobre el sueño, me parece es que el sueño concierne antes que nada a los que no sueñan, el sueño de los que
sueñan les concierne a los que no sueñan... ¿y por qué? Porque desde que existe el sueño del otro, existe el
peligro. A saber, que el sueño de la gente es siempre un sueño devorante que amenaza con tragarnos. Y que los
otros sueñen es peligroso, y que el sueño es una terrible voluntad de poder y que cada uno de nosotros es más o
menos víctima del sueño de los otros, aún cuando sueña con la más graciosa joven, aún cuando es una joven
muy grácil, es una terrible devoradora, no a causa de su alma, sino por sus sueños. Desconfíen del sueño de los
otros, porque si son tomados en sus sueños, están perdidos.

Cadáver
Ahora voy a hablar de otro ejemplo, idea propiamente cinematográfica, de la famosa disociación ver-
hablar en un cine relativamente reciente. Tomo los ejemplos más conocidos, ¿qué hay de común en Syberberg,
Straub y Duras? ¿Por qué es propiamente cinematográfico hacer una disociación entre los visual y lo sonoro, por
qué esto no puede hacerse en el teatro? Puede hacerse pero al menos que el teatro tenga los medios necesarios
diríamos que el teatro lo toma del cine. Bueno, está mal pero es una idea muy cinematográfica, asegurar la
disociación del ver y del hablar. De lo visual y de los sonoro. Esto respondería a la pregunta (por ejemplo) ¿qué
es tener una idea cinematográfica? Y todo el mundo sabe en qué consiste, lo digo de manera pura: una voz alba
de algo, al mismo tiempo, se nos hace ver otra cosa y, en fin, lo que se dice está debajo de los que se nos hace
ver. Esto es muy importante, este tercer punto. Ustedes saben bien que esto el teatro no puede hacerlo. El teatro
podría asumir las dos primeras oposiciones. Se nos habla de algo y se nos hace ver otra cosa. Pero no que
aquello que se dice esté por debajo de los que se nos hace ver – y esto es necesario, si no las dos primeras
operaciones no tendrían ningún sentido, no tendrían casi interés – la palabra se eleva en el aire, al mismo tiempo
que la tierra que se ve, se hunde cada vez más.
¿Qué es esto? Si sólo el cine puede hacerlo, yo no digo que deba hacerlo, que lo haya hecho dos o tres
veces, puedo decir simplemente, fueron grandes cineastas los que tuvieron esta idea. No se trata de decir es esto
o es lo otro lo que debe hacerse. Hay que tener ideas, sean las que fueren. ¡Ah! Esto es una idea
cinematográfica, digo que es prodigioso, porque asegura al nivel del cine una verdadera transformación de los
elementos. Un ciclo de grandes elementos que hace que, de golpe, el cien haga un fuerte eco con, por ejemplo,
una física cualitativa de los elementos. Esto hace una especie de transformación, el aire de la tierra t el agua y el
fuego, porque habría que agregar, pero no hay tiempo, evidentemente, se descubre el rol de dos otros elementos,
una gran articulación, de elementos en el cine. Además, en todo lo que digo no se suprime una historia, la
historia está siempre allí, pero lo que nos interesa es ¿por qué la historia es tan interesante? Porque está todo
esto otro por detrás.
Es todo este ciclo, la voz que se eleva al mismo tiempo que aquello de lo que se habla se entierra, ustedes
habrán reconocido los films de Straub, y en Straub, está el gran ciclo de los elementos. Lo que se ve únicamente
la tierra desierta. Ella es como pesada para todo lo que esta debajo y ustedes me dirán "pero ¿Qué hay abajo, qué
es lo que sabemos?" Es exactamente aquello de lo que la voz nos habla, es como si la tierra se hamacara en eso
que la voz dice y que viene a tomar lugar en la tierra, en su hora y en su lugar. Y si la tierra y la voz nos hablan
de cadáveres, es toda la fila de cadáveres la que viene a tomar lugar bajo la tierra, y allí, en ese momento, el
menor estremecimiento del viento sobre la tierra desierta, sobre el espacio vacío que tenemos a nuestros ojos, el
menor crujido en esa tierra, todo toma sentido.

¿Qué es el acto de creación?


Bien, tener una idea no es del orden de la comunicación. Y es aquí a donde quería llegar, porque esto forma
parte de las preguntas que me han sido gentilmente propuestas.
Quiero decir, en qué punto todo esto sobre lo que hablamos es irreductible a toda comunicación. No es
grave. Esto, ¿qué quiere decir? Me parece que esto quiere decir, en un primer sentido, que la comunicación es la
propagación y la transmisión de una información. ¿Y qué es una información? Una información es un conjunto
de palabras de orden. Cuando se les informa, se les dice aquello que ustedes deben creer. En otros términos:
informar es hacer circular una palabra de orden. Las declaraciones de la policía son dichas muy exactamente,
son comunicadas; se nos comunica la información, quiero decir, se nos dice aquello que es conveniente que
creamos. O si no que creamos, pero que hagamos que lo creemos, no se nos pide que creamos, se nos pide que
nos comportemos como si creyéramos. Esto es la información, la comunicación, e independientemente de estas
palabras de orden y de la transmisión de las palabras de orden no hay comunicación, no hay información. Lo
que no lleva a decir que la información es exactamente el sistema de control.
Esto nos concierne hoy particularmente porque hoy entramos en una sociedad que podemos llamar de
control. Esta sociedad de control se define de manera muy distinta a la sociedad de disciplina vean de que
manera un control no es una disciplina. Diré por ejemplo, en una autopista, que allí no se encierra a la gente,
pero haciendo autopistas se multiplican los medios de control. Nuestro futuro son las sociedades de control
siendo sociedades disciplinarias.
¿Por qué les cuento esto? Porque la información es el sistema controlado de las palabras de orden, palabras
de orden que tienen lugar en una sociedad dada.
¿Qué puede tener que ver el arte con esto? ¿Qué es la obra de arte? Ustedes me dirán: "todo esto no quiere
decir nada". Entonces no hablamos de la obra de arte, hablemos sobre que hay en la contra-información.
Ninguna contra-información le ganó jamás a una dictadura, por ejemplo. Salvo en un caso. Esta deviene
efectivamente eficaz cuando ella es –y lo es por naturaleza- un acto de resistencia. El acto de resistencia no es ni
información, ni contra-información. La contra-información no es efectiva más que cuando se vuelve acto de
resistencia.

Malraux
¿Cuál es la relación entre obra de arte y la comunicación? Ninguna.
Ninguna, la obra de arte no es un instrumento de comunicación, porque no contiene la mínima parte de
información. Por el contrario, hay una afinidad fundamental entre la obra de arte y el acto de resistencia.
Entonces aquí si, la obra tiene algo que hacer con la información y la comunicación, sí, a titulo de resistencia.
El arte es la única cosa que resiste a la muerte.
Y si me permiten volver: ¿Qué es tener una buena idea en cine? O ¿Qué es tener una idea cinematográfica?
Resistencia. Acto de resistencia. Desde Moisés, hasta el ultimo Kafka, hasta Bach. Recuerden que la música de
Bach, es su acto de resistencia. ¿Contra qué? No es el acto de resistencia abstracto, es acto de resistencia y de
lucha activa contra la repartición de lo sagrado y lo profano. Y este acto de resistencia en la música culmina con
un grito. Como también hay un grito en Woyzek, hay un grito en Bach: "Afuera, afuera, no quiero verlos". Eso
es el acto de resistencia. A partir de esto me parece que el acto de resistencia tiene dos caras: es humano y es
también acto de arte.
Solo el acto de resistencia resiste a la muerte, sea bajo la forma de obra de arte, sea bajo la forma de una
lucha de los hombres.
Y ¿Qué relación hay entre la lucha de los hombres y la obra de arte?
La relación mas estrecha y para mi la mas misteriosa.
Exactamente eso que quería decir Paul Klee cuando decía: "ustedes saben, falta el pueblo". El pueblo falta
y al mismo tiempo no falta. El pueblo falta, esto quiere decir que (no es claro y no lo será nunca) esta afinidad
fundamental entre la obra de arte y un pueblo que todavía no existe, no es ni será clara jamás. No hay obra de
arte que no haga un llamado a un pueblo que no existe todavía.
En fin, ahora esta muy bien, estoy profundamente feliz de que me hayan escuchado y les agradezco
infinitamente.

Gilles Deleuze – 1987

Traducción de Bettina Prezioso - 2003

En el interpretador
GIORGIO AGAMBEN - ¿Qué es un dispositivo?

Las cuestiones terminológicas son importantes en filosofía. Como dijo una vez un filósofo por el que tengo la
mayor estima, la terminología es el momento poético del pensamiento. Pero esto no significa que los filósofos
necesariamente deban definir siempre sus términos técnicos. Platón nunca definió el más importante de sus
términos: idea. Otros, en cambio, como Spinoza y Leibniz, prefieren definir more geometrico sus términos
técnicos. Y no sólo los sustantivos, sino cualquier parte del discurso, para un filósofo, puede adquirir dignidad
terminológica. Se ha señalado que, en Kant, el adverbio gleichwohl es usado como un terminus technicus. Así,
en Heidegger, el guión en expresiones como in-der-Welt-sein tiene un evidente carácter terminológico. Y en el
último escrito de Gilles Deleuze, La inmanencia: una vida…, tanto los dos puntos como los puntos suspensivos
son términos técnicos, esenciales para la comprensión del texto.

La hipótesis que quiero proponerles es que la palabra “dispositivo”, que da el título a mi conferencia, es un
término técnico decisivo en la estrategia del pensamiento de Foucault. Lo usa a menudo, sobre todo a partir de
la mitad de los años setenta, cuando empieza a ocuparse de lo que llamó la “gubernamentalidad” o el “gobierno”
de los hombres. Aunque, propiamente, nunca dé una definición, se acerca a algo así como una definición en una
entrevista de 1977 (Dits et ecrits, 3, 299):
“Lo que trato de indicar con este nombre es, en primer lugar, un conjunto resueltamente heterogéneo que
incluye discursos, instituciones, instalaciones arquitectónicas, decisiones reglamentarias, leyes, medidas
administrativas, enunciados científicos, proposiciones filosóficas, morales, filantrópicas, brevemente, lo dicho y
también lo no-dicho, éstos son los elementos del dispositivo. El dispositivo mismo es la red que se establece
entre estos elementos.”
“…por dispositivo, entiendo una especie -digamos- de formación que tuvo por función mayor responder a una
emergencia en un determinado momento. El dispositivo tiene pues una función estratégica dominante…. El
dispositivo está siempre inscripto en un juego de poder”
“Lo que llamo dispositivo es mucho un caso mucho más general que la episteme. O, más bien, la episteme es un
dispositivo especialmente discursivo, a diferencia del dispositivo que es discursivo y no discursivo”.

Resumamos brevemente los tres puntos:

1) Es un conjunto heterogéneo, que incluye virtualmente cualquier cosa, lo lingüístico y lo no-lingüístico, al


mismo título: discursos, instituciones, edificios, leyes, medidas de policía, proposiciones filosóficas, etc. El
dispositivo en sí mismo es la red que se establece entre estos elementos.

 2) El dispositivo siempre tiene una función estratégica concreta y siempre se inscribe en una relación de
poder.

3) Es algo general, un reseau, una “red”, porque incluye en sí la episteme, que es, para Foucault, aquello que en
determinada sociedad permite distinguir lo que es aceptado como un enunciado científico de lo que no es
científico.

Quisiera tratar de trazar, ahora, una genealogía sumaria de este término, primero dentro de la obra de Foucault y
luego en un contexto histórico más amplio.
 A finales de los años sesenta, más o menos en el momento en que
escribe La arqueología del saber, y para definir el objeto de sus investigaciones, Foucault no usa el término
dispositivo sino aquel, etimológicamente parecido, “positivité”, positividad. De nuevo sin definirlo.
 Muchas
veces me pregunté dónde hubiese encontrado Foucault este término, hasta el momento en que, no hace muchos
meses, releí el ensayo de Jean Hyppolite, Introduction à la philosophie de Hegel. Ustedes probablemente
conocen la estrecha relación que unía a Foucault con Hyppolite, a quien a veces define como “mi maestro”
(Hyppolite fue efectivamente su profesor, primero, durante el Khâgne en el bachillerato Henri IV y, luego, en la
École normal.
 El capítulo tercero del ensayo de Hyppolite se titula: “Raison et histoire. Les idées de positivité
et de destin”. Aquí, concentra su análisis en dos obras hegelianas del llamado período de Berna y Francfort,
1795-96: la primera es El espíritu del cristianismo y su destino y, la segunda – de donde proviene el términos
que nos interesa –, la positividad de la religión cristiana (Die Positivität der chrisliche Religion). Según
Hyppolite, “destino” y “positividad” son dos conceptos-clave del pensamiento hegeliano. En particular, el
término “positividad” tiene en Hegel su lugar propio en la oposición entre “religión natural” y “religión
positiva”. Mientras la religión natural concierne a la relación inmediata y general de la razón humana con lo
divino, la religión positiva o histórica comprende el conjunto de las creencias, de las reglas y de los rituales que
en cierta sociedad y en determinado momento histórico les son impuestos a los individuos desde el exterior.
“Una religión positiva”, escribe Hegel en un paso que Hyppolite cita, “implica sentimientos, que son impresos
en las almas mediante coerción, y comportamientos, que son el resultado de una relación de mando y obediencia
y que son cumplidos sin un interés directo” (J.H., Introd. Seuil, Paris 1983, p.43).
 Hyppolite muestra cómo la
oposición entre naturaleza y positividad corresponde, en este sentido, a la dialéctica entre libertad y coerción, y
entre razón e historia.


En un pasaje que no puede no haber suscitado la curiosidad de Foucault y que contiene algo más que un
presagio de la noción de dispositivo, Hyppolite escribe: “Se ve aquí el nudo problemático implícito en el
concepto de positividad, y los sucesivos intentos de Hegel para unir dialécticamente – una dialéctica que todavía
no ha tomado conciencia de sí misma – la razón pura (teórica y, sobre todo, práctica) y la positividad, es decir,
el elemento histórico. En cierto sentido, la positividad es considerada por Hegel como un obstáculo para la
libertad humana, y como tal es condenada. Investigar los elementos positivos de una religión y, ya se podría
añadir, de un estado social significa descubrir lo que en ellos es impuesto a los hombres mediante coerción, lo
que opaca la pureza de la razón. Pero, en otro sentido, que en el curso del desarrollo del pensamiento hegeliano
acaba prevaleciendo, la positividad tiene que ser conciliada con la razón, que pierde entonces su carácter
abstracto y se adecua a la riqueza concreta de la vida. Se comprende, entonces, cómo el concepto de positividad
está en el centro de las perspectivas hegelianas” (46).
Si “positividad” es el nombre que, según Hyppolite, el joven Hegel da al elemento histórico, con toda su carga
de reglas, rituales e instituciones impuestas a los individuos por un poder externo, pero que es, por así decir,
interiorizado en los sistemas de creencias y sentimientos; entonces, tomando en préstamo este término, que se
convertirá más tarde en “dispositivo”, Foucault toma partido respecto de un problema decisivo y que es también
su problema más propio: la relación entre los individuos como seres vivientes y el elemento histórico.
Entendiendo con este término el conjunto de las instituciones, de los procesos de subjetivación y de las reglas en
que se concretan las relaciones de poder. El objetivo último de Foucault, sin embargo, no es, como en Hegel, el
de reconciliar los dos elementos. Y tampoco el de enfatizar el conflicto entre ellos. Se trata, para él, más bien, de
investigar los modos concretos en que las positividades o los dispositivos actúan en las relaciones, en los
mecanismos y en los “juegos” del poder.
Debería quedar claro, entonces, en qué sentido al inicio de esta conferencia propuse como hipótesis que el
término “dispositivo” es un término técnico esencial del pensamiento de Foucault. No se trata de un término
particular, que se refiera solamente a tal o a cual tecnología de poder. Es un término general, que tiene la misma
amplitud que, según Hyppolite, el término “positividad” tiene para el joven Hegel y, en la estrategia de
Foucault, viene a ocupar el lugar de aquellos que define, críticamente, como “los universales”, les universaux.
Foucault, como saben, siempre rechazó ocuparse de esas categorías generales o entes de razón que llama “los
universales”, como el Estado, la Soberanía, la Ley, el Poder. Pero esto no significa que no hay, en su
pensamiento, conceptos operativos de carácter general. Los dispositivos son, precisamente, lo que en la
estrategia foucaultiana ocupa el lugar de los Universales: no simplemente tal o cual medida de policía, tal o cual
tecnología de poder y tampoco una mayoría conseguida por abstracción; sino, más bien, como dijo en la
entrevista del 1977, “la red, el reseau, que se establece entre estos elementos.”

Tratemos de examinar, ahora, la definición del término “dispositivo” que se encuentra en los diccionarios
franceses de empleo común. Éstos distinguen tres sentidos del término:

1) un sentido jurídico en sentido estricto: “el dispositivo es la parte de un juicio que contiene la decisión por
oposición a los motivos”. Es decir: la parte de la sentencia (o de una ley) que decide y dispone.

 2) un sentido tecnológico: “la manera en que se disponen las piezas de una máquina o de un mecanismo y, por
extensión, el mecanismo mismo”.

3) un sentido militar: “el conjunto de los medios dispuestos conformemente a un plan”

Todos estos sentidos, los tres, están presentes de algún modo en el uso foucaultiano. Pero los diccionarios, en
particular los que no tienen un carácter histórico-etimológico, funcionan dividiendo y separando los varios
sentidos de un término. Esta fragmentación, sin embargo, generalmente corresponde al desarrollo y a la
articulación histórica de un único sentido original, que es importante no perder de vista. En el caso del término
“dispositivo”, ¿cuál es este sentido? Ciertamente, el término, tanto en el empleo común como en el foucaultiano,
parece referir a la disposición de una serie de prácticas y de mecanismos (conjuntamente lingüísticos y no
lingüísticos, jurídicos, técnicos y militares) con el objetivo de hacer frente a una urgencia y de conseguir un
efecto. Pero, ¿en cuál estrategia de praxis o pensamiento, en qué contexto histórico se originó el término
moderno?

En los últimos tres años, me introduje cada vez en una investigación de la que sólo ahora comienzo a entrever el
final y que se puede definir, con cierta aproximación, como una genealogía teológica de la economía. En los
primeros siglos de la historia de la Iglesia – digamos entre los siglos segundo y sexto - el término
griego oikonomía desempeñó una función decisiva en la teología. Ustedes saben que oikonomía significa, en
griego, la administración del oikós, de la casa y, más generalmente, gestión, management. Se trata, como dice
Aristóteles, no de un paradigma epistémico, sino de una regla, de una actividad práctica, que tiene que enfrentar,
cada vez, un problema y una situación particular. ¿Por qué los padres sintieron la necesidad de introducir este
término en la teología? ¿Cómo se llegó a hablar de una economía divina?

Se trató, precisamente, de un problema extremadamente delicado y vital, quizás, si me permiten el juego de
palabras, de la cuestión crucial de la historia de la teología cristiana: la Trinidad. Cuando, en el curso del
segundo siglo, se empezó a discutir de una Trinidad de figuras divinas, el Padre, el Hijo y el Espíritu, hubo,
como se podía espera, una fuerte resistencia dentro de la iglesia por parte de personas razonables que pensaron
con espanto que, de este modo, se corría el riesgo de reintroducir el politeísmo y el paganismo en la fe cristiana.
Para convencer a estos obstinados adversarios (que fueron finalmente definidos como “monarquianos”, es decir,
partidarios de la unidad), teólogos como Tertulliano, Hipólito, Irineo y muchos otros no encontraron nada mejor
que servirse del término oikonomía. Su argumento fue más o menos el siguiente: “Dios, en cuanto a su ser y a
su substancia, es, ciertamente, uno; pero en cuánto a su oikonomía, es decir, en cuanto al modo en que
administra su casa, su vida y el mundo que ha creado, él es, en cambio, triple. Como un buen padre puede
confiarle al hijo el desarrollo de ciertas funciones y determinadas tareas, sin perder por ello su poder y su
unidad, así Dios le confía a Cristo la “economía”, la administración y el gobierno de la historia de los hombres.
El término oikonomía se fue así especializado para significar, en particular, la encarnación del Hijo, la economía
de la redención y la salvación (por ello, en algunas sectas gnósticas, Cristo terminó llamándose “el hombre de la
economía”, ho ánthropos tês oikonomías. Los teólogos se acostumbraron poco a poco a distinguir entre un
“discurso - o lógos - de la teología” y un “lógos” de la economía, y la oikonomía se convirtió así en el
dispositivo mediante el cual fue introducido el dogma trinitario en la fe cristiana. Pero, como a menudo ocurre,
la fractura, que, de este modo, los teólogos trataron de evitar y de remover de Dios en el plano del ser,
reapareció con la forma de un cesura que separa, en Dios, ser y acción, ontología y praxis. La acción, la
economía, pero también la política no tiene ningún fundamento en el ser. Ésta es la esquizofrenia que la doctrina
teológica de la oikonomía dejó en herencia a la cultura occidental.
A través de esta resumida exposición, pienso que se han dado cuenta de la centralidad y de la importancia de la
función que desempeñó la noción de oikonomía en la teología cristiana. Ahora bien, ¿cuál es la traducción de
este fundamental término griego en los escritos de los padres latinos? Dispositio.
 El término latino dispositio,
del que deriva nuestro término “dispositivo”, viene pues a asumir en sí toda la compleja esfera semántica de la
oikonomía teológica. Los “dispositivos” de los que habla Foucault están conectados, de algún modo, con esta
herencia teológica. Pueden ser vinculados, de alguna manera, con la fractura que divide y, al mismo tiempo,
articula, en Dios, el ser y la praxis, la naturaleza o esencia y el modo en que él administra y gobierna el mundo
de las criaturas.
 A la luz de esta genealogía teológica, los dispositivos foucaultianos adquieren una importancia
todavía más decisiva, en un contexto en el que ellos no sólo se cruzan con la “positividad” del joven Hegel, sino
también con la Gestell del último Heidegger, cuya etimología es afín a la de dis-positio, dis-ponere (el
alemán stellen corresponde al latino ponere). Común a todos este términos es la referencia a una oikonomía, es
decir, a un conjunto de praxis, de saberes, de medidas, de instituciones, cuyo objetivo es administrar, gobernar,
controlar y orientar, en un sentido que se supone útil, los comportamientos, los gestos y los pensamientos de los
hombres.
Uno de los principios metodológicos que sigo constantemente en mis investigaciones es localizar, en los textos
y en los contextos en que trabajo, el punto de su Entwicklungsfähigkeit, como dijo Feuerbach, es decir, el punto
en que ellos son susceptibles de desarrollo. Sin embargo, cuando interpretamos y desarrollamos en este sentido
el texto de un autor, llega el momento en que empezamos a darnos cuenta de no poder ir más allá sin contravenir
a las reglas más elementales de la hermenéutica. Esto significa que el desarrollo del texto en cuestión ha
alcanzado un punto de indecibilidad en el que se hace imposible distinguir entre el autor y el intérprete. Aunque,
para el intérprete, sea un momento particularmente feliz, él sabe que éste es el momento para abandonar el texto
que está analizando y para proceder por cuenta propia.
 Los invito, por ello, a abandonar el contexto de la
filología foucaultiana en la que nos hemos movido hasta ahora y a situar los dispositivos en un nuevo contexto.

 Les propongo nada menos que una repartición general y maciza de lo que existe en dos grandes grupos o
clases: de una parte los seres vivientes o las substancias y, de la otra, los dispositivos en los que ellos están
continuamente capturados. De una parte, esto es, para retomar la terminología de los teólogos, la ontología de
las criaturas y de la otra la oikonomía de los dispositivos que tratan de gobernarlas y conducirlas hacia el bien.

Generalizándola ulteriormente la ya amplísima clase de los dispositivos foucaultianos, llamaré literalmente
dispositivo cualquier cosa que tenga de algún modo la capacidad de capturar, orientar, determinar, interceptar,
modelar, controlar y asegurar los gestos, las conductas, las opiniones y los discursos de los seres vivientes. No
solamente, por lo tanto, las prisiones, los manicomios, el panóptico, las escuelas, la confesión, las fábricas, las
disciplinas, las medidas jurídicas, etc., cuya conexión con el poder es en cierto sentido evidente, sino también la
lapicera, la escritura, la literatura, la filosofía, la agricultura, el cigarrillo, la navegación, las computadoras, los
celulares y – por qué no - el lenguaje mismo, que es quizás el más antiguo de los dispositivos, en el que millares
y millares de años un primate – probablemente sin darse cuenta de las consecuencias que se seguirían – tuvo la
inconciencia de dejarse capturar.
Resumiendo, tenemos así dos grandes clases, los seres vivientes o las sustancias y los dispositivos. Y, entre los
dos, como un tercero, los sujetos. Llamo sujeto a lo que resulta de la relación o, por así decir, del cuerpo a
cuerpo entre los vivientes y los aparatos. Naturalmente las sustancias y los sujetos, como en la vieja metafísica,
parecen superponerse, pero no completamente. En este sentido, por ejemplo, un mismo individuo, una misma
sustancia, puede ser el lugar de múltiples procesos de subjetivación: el usuario de celulares, el navegador en
Internet, el escritor de cuentos, el apasionado de tango, el no-global, etc., etc. A la inmensa proliferación de
dispositivos que define la fase presente del capitalismo, hace frente una igualmente inmensa proliferación de
procesos de subjetivación. Ello puede dar la impresión de que la categoría de subjetividad, en nuestro tiempo,
vacila y pierde consistencia, pero se trata, para ser precisos, no de una cancelación o de una superación, sino de
una diseminación que acrecienta el aspecto de mascarada que siempre acompañó a toda identidad personal.
No sería probablemente errado definir la fase extrema del desarrollo capitalista que estamos viviendo como una
gigantesca acumulación y proliferación de dispositivos. Ciertamente, desde que apareció el homo sapiens hubo
dispositivos, pero se diría que hoy no hay un solo instante en la vida de los individuos que no esté modelado,
contaminado o controlado por algún dispositivo. ¿De qué manera podemos enfrentar, entonces, esta situación?
¿Qué estrategia debemos seguir en nuestro cuerpo a cuerpo cotidiano con los dispositivos? No se trata
sencillamente de destruirlos ni, como sugieren algunos ingenuos, de usarlos en el modo justo.
 Por ejemplo,
viviendo en Italia, es decir en un país en el que los gestos y los comportamientos de los individuos han sido
remodelados de cabo a rabo por los teléfonos celulares (llamados familiarmente “telefonino”, telefonito), yo he
desarrollado un odio implacable por este aparato que ha hecho aún más abstractas las relaciones entre las
personas. No obstante me haya sorprendido a mí mismo, muchas veces, pensando cómo destruir o desactivar los
“telefonitos” y cómo eliminar o, al menos, castigar y encarcelar a los que hacen uso de ellos; no creo que ésta
sea la solución apropiada para el problema.
 El hecho es que, con toda evidencia, los dispositivos no son un
accidente en el que los hombres hayan caído por casualidad, sino que tienen su raíz en el mismo proceso de
“hominización” que ha hecho “humanos” a los animales que clasificamos con la etiqueta de homo sapiens. El
acontecimiento que produjo lo humano constituye, en efecto, para el viviente, algo así como una escisión que lo
separa de él mismo y de la relación inmediata con su entorno, es decir, con lo que Uexkühl y, después de de él,
Heidegger llaman el círculo receptor-desinhibidor. Partiendo o interrumpiendo esta relación, se ocasionan para
el viviente el tedio – es decir, la capacidad de suspender la relación inmediata con los desinhibidores – y lo
Abierto, esto es, la posibilidad de conocer el ente en cuanto ente, de construir un mundo. Pero, con estas
posibilidades, también es dada la posibilidad de los dispositivos que pueblan lo Abierto con instrumentos,
objetos, gadgets, baratijas y tecnologías de todo tipo. Mediante los dispositivos, el hombre trata de hacer girar
en el vacío los comportamientos animales que se han separado de él y de gozar así de lo Abierto como tal, del
ente en cuanto ente. A la raíz de cada dispositivo está, entonces, un deseo de felicidad. Y la captura y la
subjetivación de este deseo en una esfera separada constituye la potencia específica del dispositivo.
Esto significa que la estrategia que tenemos que adoptar en nuestro cuerpo a cuerpo con los dispositivos no
puede ser simple. Ya que se trata de nada menos que de liberar lo que ha sido capturado y separado por los
dispositivos para devolverlo a un posible uso común. En esta perspectiva, quisiera hablarles ahora de un
concepto sobre el que me tocó trabajar recientemente. Se trata de un término que proviene de la esfera del
derecho y la religión romana (derecho y religión están estrechamente conectados, no sólo en Roma):
profanación.
Los juristas romanos sabían perfectamente qué significaba “profanar”.
 Sagradas o religiosas eran las cosas que
pertenecían de algún modo a los dioses. Como tales, ellas eran sustraídas al libre uso y al comercio de los
hombres, no podían ser vendidas ni dadas en préstamo, cedidas en usufructo o gravadas de servidumbre.
Sacrílego era todo acto que violara o infringiera esta especial indisponibilidad, que las reservaba exclusivamente
a los dioses celestes (y entonces eran llamadas propiamente “sagradas”) o infernales (en este caso, se las
llamaba simplemente “religiosas”). Y si consagrar (sacrare) era el término que designaba la salida de las cosas
de la esfera del derecho humano, profanar significaba por el contrario restituir al libre uso de los hombres.
“Profano –escribe el gran jurista Trebacio– se dice en sentido propio de aquello que, habiendo sido sagrado o
religioso, es restituido al uso y a la propiedad de los hombres”. Y “puro” era el lugar que había sido desligado
de su destinación a los dioses de los muertos, y por lo tanto ya no era más “ni sagrado, ni santo, ni religioso, y
quedaba así liberado de todos los nombres de este género” (D. 11, 7, 2).
 Pura, profana, libre de los nombres
sagrados es la cosa restituida al uso común de los hombres. Pero el uso no aparece aquí como algo natural: a él
se accede solamente a través de una profanación. Entre “usar” y “profanar” parece haber una relación particular,
que es preciso poner en claro.
Es posible definir la religión como aquello que sustrae cosas, lugares, animales o personas del uso común y los
transfiere a una esfera separada. No sólo no hay religión sin separación, sino que toda separación contiene o
conserva en sí un núcleo auténticamente religioso. El dispositivo que realiza y regula la separación es el
sacrificio: a través de una serie de rituales minuciosos, según la variedad de las culturas, que Hubert y Mauss
han pacientemente inventariado, el sacrificio sanciona el pasaje de algo que pertenece al ámbito de lo profano al
ámbito de lo sagrado, de la esfera humana a la divina. En este pasaje es esencial la cesura que divide las dos
esferas, el umbral que la víctima tiene que atravesar, no importa si en un sentido o en el otro. Lo que ha sido
ritualmente separado, puede ser restituido por el rito a la esfera profana. Una de las formas más simples de
profanación se realiza así por contacto (contagione) en el mismo sacrificio que obra y regula el pasaje de la
víctima de la esfera humana a la esfera divina. Una parte de la víctima (las vísceras, exta: el hígado, el corazón,
la vesícula biliar, los pulmones) es reservada a los dioses, mientras que lo que queda puede ser consumido por
los hombres. Es suficiente que los que participan en el rito toquen estas carnes para que ellas se conviertan en
profanas y puedan ser simplemente comidas. Hay un contagio profano, un tocar que desencanta y restituye al
uso lo que lo sagrado había separado y petrificado.
El pasaje de lo sagrado a lo profano puede, de hecho, darse también a través de un uso (o, más bien, un reuso)
completamente incongruente de lo sagrado. Se trata del juego. Es sabido que la esfera de lo sagrado y la esfera
del juego están estrechamente conectadas. La mayor parte de los juegos que conocemos deriva de antiguas
ceremonias sagradas, de rituales y de prácticas adivinatorias que pertenecían tiempo atrás a la esfera
estrictamente religiosa. La ronda fue en su origen un rito matrimonial; jugar con la pelota reproduce la lucha de
los dioses por la posesión del sol; los juegos de azar derivan de prácticas oraculares; el trompo y el tablero de
ajedrez eran instrumentos de adivinación. Analizando esta relación entre juego y rito, Emile Benveniste ha
mostrado que el juego no sólo proviene de la esfera de lo sagrado, sino que representa de algún modo su
inversión. La potencia del acto sagrado –escribe Benveniste– reside en la conjunción del mito que cuenta la
historia y del rito que la reproduce y la pone en escena. El juego rompe esta unidad: como ludus, o juego de
acción, deja caer el mito y conserva el ritual; como jocus, o juego de palabras, elimina el rito y deja sobrevivir el
mito. “Si lo sagrado se puede definir a través de la unidad consustancial del mito y el rito, podremos decir que
se tiene juego cuando solamente una mitad de la operación sagrada es consumada, traduciendo solamente el
mito en palabras y el rito en acciones”.

Esto significa que el juego libera y aparta a la humanidad de la esfera de lo sagrado, pero sin simplemente
abolirla. El uso al cual es restituido lo sagrado es un uso especial, que no coincide con el consumo utilitario. La
“profanación” del juego no atañe, en efecto, sólo a la esfera religiosa. Los niños, que juegan con cualquier trasto
viejo que encuentran, transforman en juguete aun aquello que pertenece a la esfera de la economía, de la guerra,
del derecho y de las otras actividades que estamos acostumbrados a considerar como serias. Un automóvil, un
arma de fuego, un contrato jurídico se transforman de golpe en juguetes. Lo que tienen en común estos casos
con los casos de profanación de lo sagrado es el pasaje de una religio, que es sentida ya como falsa y opresiva, a
la negligencia como verdadera religio. Y esto no significa descuido (no hay atención que se compare con la del
niño mientras juega), sino una nueva dimensión del uso, que niños y filósofos entregan a la humanidad. Se trata
de un tipo de uso como el que debía tener en mente Walter Benjamin, cuando escribió, en El nuevo
abogado, que el derecho nunca aplicado sino solamente estudiado, es la puerta de la justicia. Así como la
religio, no ya observada, sino jugada, abre la puerta del uso, las potencias de la economía, del derecho y de la
política, desactivadas en el juego, se convierten en la puerta de una nueva felicidad.

El capitalismo como religión es el título de uno de los más penetrantes fragmentos póstumos de Benjamin.
Según Benjamin, el capitalismo no representa sólo, como en Weber, una secularización de la fe protestante, sino
que es él mismo esencialmente un fenómeno religioso, que se desarrolla en modo parasitario a partir del
Cristianismo. Como tal, como religión de la modernidad, está definido por tres características:
1) Es una religión cultual, quizá la más extrema y absoluta que haya jamás existido. Todo en ella tiene
significado sólo en referencia al cumplimiento de un culto, no respecto de un dogma o de una idea.
2) Este culto es permanente, es “la celebración de un culto sans trêve et sans merci”. Los días de fiesta y de
vacaciones no interrumpen el culto, sino que lo integran.
3) El culto capitalista no está dirigido a la redención ni a la expiación de una culpa, sino a la culpa misma. “El
capitalismo es quizás el único caso de un culto no expiatorio, sino culpabilizante… Una monstruosa conciencia
culpable que no conoce redención se transforma en culto, no para expiar en él su culpa, sino para volverla
universal… y para capturar finalmente al propio Dios en la culpa… Dios no ha muerto, sino que ha sido
incorporado en el destino del hombre”.
 Precisamente porque tiende con todas sus fuerzas no a la redención,
sino a la culpa; no a la esperanza, sino a la desesperación, el capitalismo como religión no mira a la
transformación del mundo, sino a su destrucción. Y su dominio es en nuestro tiempo de tal modo total, que aun
los tres grandes profetas de la modernidad (Nietzsche, Marx y Freud) conspiran, según Benjamin, con él; son
solidarios, de alguna manera, con la religión de la desesperación. “Este pasaje del planeta hombre a través de la
casa de la desesperación en la absoluta soledad de su recorrido es el éthos que define Nietzsche. Este hombre es
el Superhombre, esto es, el primer hombre que comienza conscientemente a realizar la religión capitalista”. Pero
también la teoría freudiana pertenece al sacerdocio del culto capitalista: “Lo reprimido, la representación
pecaminosa… es el capital, sobre el cual el infierno del inconsciente paga los intereses”. Y en Marx, el
capitalismo “con los intereses simples y compuestos, que son función de la culpa… se transforma
inmediatamente en socialismo”.

Tratemos de proseguir las reflexiones de Benjamin en la perspectiva que aquí nos interesa. Podremos decir,
entonces, que el capitalismo, llevando al extremo una tendencia ya presente en el cristianismo, generaliza y
absolutiza en cada ámbito la estructura de la separación que define la religión. Allí donde el sacrificio señalaba
el paso de lo profano a lo sagrado y de lo sagrado a lo profano, ahora hay un único, multiforme, incesante
proceso de separación, que inviste cada cosa, cada lugar, cada actividad humana para dividirla de sí misma y
que es completamente indiferente a la cesura sacro/profano, divino/humano. En su forma extrema, la religión
capitalista realiza la pura forma de la separación, sin que haya nada que separar. Una profanación absoluta y sin
residuos coincide ahora con una consagración igualmente vacua e integral. Y como en la mercancía la
separación es inherente a la forma misma del objeto, que se escinde en valor de uso y valor de cambio y se
transforma en un fetiche inaprensible, así ahora todo lo que es actuado, producido y vivido –incluso el cuerpo
humano, incluso la sexualidad, incluso el lenguaje– son divididos de sí mismos y desplazados en una esfera
separada que ya no define alguna división sustancial y en la cual cada uso se vuelve duraderamente imposible.
Esta esfera es el consumo. Si, como ha sido sugerido, llamamos espectáculo a la fase extrema del capitalismo
que estamos viviendo, en la cual cada cosa es exhibida en su separación de sí misma, entonces espectáculo y
consumo son las dos caras de una única imposibilidad de usar. Lo que no puede ser usado es, como tal,
consignado al consumo o a la exhibición espectacular. Pero eso significa que profanar se ha vuelto imposible (o,
al menos, exige procedimientos especiales). Si profanar significa devolver al uso común lo que fue separado en
la esfera de lo sagrado, la religión capitalista en su fase extrema apunta a la creación de un absolutamente
Improfanable.

Fuente: Caosmosis

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