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A propósito de la vergüenza internacional que nos hizo pasar el ministro de cultura Raúl Pérez
en la feria internacional del libro celebrada en Montevideo-Uruguay, demostrando su poco
conocimiento y, más allá del desconocimiento, su poco interés por el desarrollo cultural en el
Ecuador, salta una inquietud con respecto a una deuda que indudablemente ha existido y existe
en el fomento y difusión del arte y la cultura en nuestro país.
De acuerdo con cifras internacionales existe un bajo acceso a la cultura por parte de las y los
ecuatorianos que, a pesar de existir un aumento considerable del aproximadamente 5 puntos
porcentuales, indica que al 2017 únicamente un 13% de ecuatorianos mayores de 12 años han
participado al menos una vez en una actividad cultural fuera del hogar; el dato es alarmante, sin
embargo, demuestra una falla estructural que refleja la poca voluntad y visión de los gobiernos
para la inversión, difusión, promoción y fomento de la cultura en el Ecuador. Otra cifra
importante a recalcar es la distribución de infraestructuras culturales en el país, obteniendo una
calificación de 0,57/1 donde se refleja una gran desigualdad en la distribución de
infraestructuras culturales en las distintas provincias, dichas infraestructuras están divididas en
tres ámbitos: museos, espacios de exhibición a las artes escénicas y bibliotecas y mediatecas,
siendo estas últimas las que probablemente mayor énfasis deberían tener en la política pública
para superar el problema existente en el país con respecto a la cifra -alarmante también- de que
en promedio un ecuatoriano lee aproximadamente 0,5 libros al año.
El fomento de la cultura en una sociedad como la nuestra es crucial ya que se presenta como un
instrumento decolonial y de desarrollo; el Plan Nacional del Buen Vivir del 2013 establece a la
cultura como un eje para la descolonización del saber y del poder pero, a pesar de esto, se sigue
apuntando al desarrollismo enfocado al crecimiento económico, en el cual la cultura es un
estorbo para dicho objetivo puesto que los principios de la producción ilimitada de bienes se
contrapone a los principios del propio buen vivir en el cual, producir sin mesura, significaría una
violación a los derechos de la naturaleza -establecidos desde la propuesta del Sumak Kawsay-
por la sobreexplotación de los recursos que acarrearía esta necesidad de productividad.