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Douglas Crimp
en La postmodernidad (1983), Hal Foster (ed), Kairós, Barcelona, 1985.
Al examinar el montaje de la sala del arte del siglo XIX en las nuevas Galerías André Meyer del
Museo Metropolitano, Hilton Kramer ridiculizaba la inclusión del salón de pintura.
Caracterizándolo como tonto, sentimental e impotente, Kramer aseguraba que, dado que el
nuevo montaje había sido hecho hace una generación, los cuadros deberían haber permanecido
en los depósitos del museo, donde alguna vez habían sido consignados con justicia:
Las metáforas de Kramer acerca de la muerte y decadencia del museo evocan el ensayo de
Adorno, en el cual se analizan las experiencias opuestas pero complementarias de Valéry y
Proust en el Louvre, excepto que Adorno insiste en esta mortalidad museal como una
consecuencia inevitable de una institución atrapada en las contradicciones de su cultura y, por
lo tanto, una mortalidad que se extiende a cada uno de los objetos allí consignados.2 En
contraste, Kramer, manteniendo su fe en la vida eterna de las piezas maestras, vincula las
condiciones de vida y muerte no al museo o la historia particular de la cual éste es un
instrumento, sino a las obras de arte mismas, a su carácter autónomo amenazado por las
distorsiones que podría crear un montaje equivocado. Él por lo tanto desea explicar “este giro
extraño que ubica bajo el mismo techo una pequeña pintura banal como Pygmalion y Galatea de
Gérôme con piezas maestras de la talla de Pepito de Goya y Woman with a Parot de Manet. ¿Qué
clase de gusto es éste -o qué sistema de valores— que puede acomodar fácilmente opuestos
tan obvios?”
La respuesta se encuentra en ese fenómeno tan ampliamente discutido –la muerte del
modernismo—. Mientras el movimiento modernista se concebía como algo en
continuo crecimiento, no había duda acerca del renacimiento de pintores como
Gérôme o Bouguereau. El modernismo hizo uso de una autoridad tanto moral como
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estética que destituía tal resurrección. Pero la defunción del modernismo nos ha dejado
con pocas, quizá con ninguna defensa contra las incursiones de un gusto espurio. Bajo
la nueva indulgencia del postmodernismo, todo vale [...]
Es como una manifestación de este ethos posmodernista [...] lo que necesita la
instalación del arte del siglo XIX del MET [...] para comprenderse. Lo que se nos
brinda en las maravillosas nuevas Galerías de André Meyer es la primera explicación
comprensiva del arte del siglo XIX desde un punto de vista posmodernista en uno de
nuestros museos más importantes3.
Uno de los primeros usos del término postmodernismo aplicado a las artes visuales se encuentra
en “Other Criteria” de Leo Steinberg, en el desarrollo de una discusión en torno a la
transformación que llevó a cabo Robert Rauschenberg de la superficie de la pintura hacia lo
que Steinberg llama “plancha”4, haciendo referencia, significativamente, al proceso de
impresión5. Este plano imagen plancha es una nueva clase de superficie pictórica, una que
efectúa, de acuerdo con Steinberg, “el giro más radical en el objeto del arte, el giro de la
naturaleza a la cultura”6. Es decir, la plancha es una superficie que puede recibir un vasto y
heterogéneo conjunto de imágenes y artefactos culturales que no habían sido compatibles con
el campo pictórico de la pintura tanto premodernista como modernista. (Una pintura
modernista, desde el punto de vista de Steinberg, retiene la orientación natural de la visión del
espectador, aspecto que la pintura posmodernista abandona.) Aunque Steinberg, al escribir en
1968, no tenía una noción precisa de las amplias implicaciones del término postmodernismo, su
lectura de la revolución implícita en la obra de Rauschenberg puede tanto precisarse como
extenderse, si tomamos su denominación en serio.
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transforma de manera irreconocible en ciertos momentos de la historia. También emergen
nuevas instituciones de poder así como nuevos discursos: de hecho, ambos son
interdependientes. Foucault analizó las instituciones modernas de confinamiento –el asilo, la
clínica y la prisión— y sus respectivas formaciones discursivas –la locura, la enfermedad y la
criminalidad—. Hay otra institución de confinamiento esperando un análisis arqueológico –el
museo— y otra disciplina –la historia del arte—. Ambas son las condiciones de posibilidad del
discurso que hoy conocemos como arte moderno. Y Foucault mismo sugería la forma de
empezar a pensar en este análisis.
Déjeneur sur l’Herbe y Olympia fueron quizá las primeras pinturas de museo, las primeras pinturas
en el arte europeo que fueron menos una respuesta a los logros de Giorgione, Rafael y
Velásquez que un reconocimiento (sostenido por esta singular y obvia conexión, usando esta
referencia legible para encubrir su maniobra) de la nueva y substancial relación de la pintura
hacia sí misma, como una manifestación de la existencia de los museos y de la realidad
particular y la interdependencia que las pinturas adquieren en los museos. En el mismo
período, The Temptation fue el primer trabajo literario para comprender las instituciones
frondosas donde los libros se acumulan y donde la lenta e incontrovertible vegetación del saber
prolifera lentamente. Flaubert es para la biblioteca lo que Manet es para el museo. Ambos
producen trabajos en una relación auto consciente con textos o pinturas previas –o más que
eso con los aspectos de la pintura o la escritura que permanecen indefinidamente abiertos—.
Erigen su arte dentro del archivo. No fueron producidos para promover lamentaciones –de
juventud perdida, la ausencia de vigor, y el declive de la inventiva—mediante la cual abordamos
la edad alejandrina, sino para descubrir un aspecto esencial de nuestra cultura: ahora toda
pintura pertenece a la gran superficie de la pintura y todo trabajo literario está confinado al
murmullo indefinido de la escritura.9
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Casi al final de su ensayo, Foucault señala que “Saint Anthony parece invocar a Bouvard and
Pécuchet, al menos en la medida en que el último permanezca como su sombra grotesca”. Si The
Temptation señala a la biblioteca como la creadora de la literatura moderna, entonces Bouvard and
Pécuchet la señalan como el suelo movedizo de una cultura clásica irredimible. Bouvard and
Pécuchet es una novela que sistemáticamente parodia las inconsistencias, irrelevancias y la
tontería de las ideas típicas de mediados del siglo XIX. En efecto, el “Diccionario de Ideas
Recibidas” fue hecho para adornar un segundo volumen de la última, inacabada novela de
Flaubert.
Bouvard and Pécuchet es la historia de dos solteros excéntricos parisinos que, en un encuentro al
azar, descubren una simpatía mutua y se dan cuenta que ambos son escribanos de banco.
Comparten el desagrado por la vida de la ciudad y en particular por estar condenados a pasar el
día sentados detrás de un escritorio. Cuando Bouvard hereda una pequeña fortuna, ambos
compran una hacienda en Normandía a donde se retiran, esperando vivir la realidad que se les
había negado en media vida de oficinas parisinas. Empiezan con la idea de que cultivaran la
hacienda, en lo que fracasan miserablemente. De la agricultura ellos se desplazan al campo más
especializado de la arboricultura. Al fracasar, se deciden por el diseño de jardines. Con el ánimo
de prepararse para cada nueva profesión, consultan varios manuales y tratados, ante los cuales
quedan perplejos debido a que encuentran contradicciones e informaciones erróneas de todo
tipo. Los consejos son o confusos o totalmente inaplicables: teoría y práctica nunca coinciden.
Impávidos ante sus fracasos sucesivos, sin embargo, se mueven inexorablemente a la próxima
actividad, sólo para encontrar que es demasiado inconmensurable con relación a los textos que
se supone las representa. Intentan la química, la fisiología, la anatomía, la geología, la
arqueología—y la lista continua—. Cuando finalmente sucumben ante el hecho de que el
conocimiento en el que han confiado es una mezcla de contradicciones caóticas bastante
separadas de la realidad que buscan confrontar, vuelven a su trabajo inicial de escribanos. He
aquí uno de los escenarios que crea Flaubert para el final de la novela:
En un ensayo acerca de Bouvard and Pécuchet, Eugenio Donato sostiene persuasivamente que el
emblema para la serie de actividades heterogéneas de las actividades de los dos solteros no es,
como Foucault y otros han reclamado, la enciclopedia-biblioteca, sino más que eso el museo.
No sólo porque éste es un término privilegiado por la novela en sí misma sino también por la
absoluta heterogeneidad que el museo agrupa. Contiene todo lo que contiene la biblioteca, y
también a la biblioteca misma:
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Si Bouvard y Pécuchet nunca acoplaron lo que puede contar como una biblioteca, se
las arreglaron sin embargo para fundar un museo privado para ellos mismos. El museo,
de hecho, ocupa un lugar central en la novela; se conecta al interés de los protagonistas
en la arqueología, la geología y la historia y es así como a través del Museum se exponen
con claridad cuestiones acerca de los orígenes, la causalidad, la representación y la
simbolización. El Museum, así como los asuntos a que éste intenta responder, dependen
de la arqueología epistemológica. Sus pretensiones representacionales e históricas se
basan en un número de preceptos metafísicos acerca de los orígenes –la arqueología
intenta, después de todo, ser una ciencia del arch s—. Los orígenes arqueológicos son
importantes en dos sentidos: cada artefacto arqueológico tiene que ser un artefacto
original, y estos artefactos originales deben a su vez explicar “el significado” de una
historia subsecuente más amplia. Así, en el ejemplo caricaturesco de Flaubert, la fuente
bautismal que descubren Bouvard y Pécuchet tiene que ser una piedra celta de
sacrificio, y la cultura celta tiene a su vez que operar como un patrón original para la
historia cultural.11
Bouvard y Pécuchet derivan de las pocas piedras que quedan del pasado celta no sólo toda la
cultura occidental sino además el “significado” de esa cultura. Esos menhires los conducen a
construir el ala fálica de su museo:
En tiempos antiguos, torres, pirámides, candelabros, postes y aún árboles tienen una
significación fálica, y para Bouvard y Pécuchet todo se vuelve fálico. Coleccionaron ejes
de carretas, patas de sillas, pasadores de cerrojos, pistilos de morteros de farmacias.
Cuando la gente venía a verlos les preguntarían: “¿A qué cree que se le parece?”,
confesaban el misterio, y si había objeciones, se encogían de hombros
lastimosamente.12
El conjunto de objetos que despliega el Museum se mantiene unido sólo por la ficción
que de alguna manera los constituye como un universo representacional coherente. La
ficción que se crea mediante un desplazamiento metonímico repetido de los
fragmentos por la totalidad, del objeto por la etiqueta, de series de objetos por series de
etiquetas, puede aún producir una representación que es de alguna manera adecuada a
un universo no lingüístico. Tal ficción resulta de una creencia acrítica en la idea de que
ordenar y clasificar, esto es, la yuxtaposición espacial de fragmentos, puede producir
una compresión representacional del mundo. Si desaparece la ficción, no queda más en
el Museum que “baratijas”, un montón de fragmentos de objetos sin sentido y valor que
son incapaces de sustituirse a sí mismos ya sea metonímicamente por el original o
metafóricamente por sus representaciones.13
Esta mirada del museo es lo que Flaubert figura a través de la comedia de Bouvard and Pécuchet.
Fundada en las disciplinas de la arqueología y la historia natural, ambas heredadas de la
antigüedad clásica, el museo fue una institución desacreditada desde el mismo instante de su
gestación. Y la historia de la museología es una historia de los intentos diversos por negar la
heterogeneidad del museo, de reducirlo a una serie o a un sistema homogéneo. La fe en la
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posibilidad de ordenar las “baratijas” del museo, haciendo eco del de Bouvard y Pécuchet,
persiste hasta nuestros días. Montajes como el de la colección del siglo XIX en las Galerías
Andrew Meyer, particularmente numerosos a través de las décadas de los años setenta y
ochenta, son testimonios de dicha fe. Lo que alarmó a Hilton Kramer es que el criterio para
determinar el orden de los objetos estéticos en el museo durante la era del modernismo –la
“auto manifiesta” cualidad de las piezas maestras— ha sido abandonada, y como resultado
“todo vale”. Nada podía testificar más elocuentemente la fragilidad del reclamo del museo de
que representa coherentemente cualquier cosa.
§
En el período que sigue a la Segunda Guerra Mundial, el monumento más grande a la misión
del museo es el Museo sin Paredes de André Malraux. Si Bouvard and Pécuchet es una parodia de
las ideas típicas a mediados del siglo XIX, el Museo sin Paredes es la expresión hiperbólica de
dichas ideas a mediados del XX. Las pretensiones que exagera Malraux son las de “la historia
del arte como una disciplina humanística”14. Pues Malraux encuentra en la noción de estilo el
principio último homogeneizante, de hecho la esencia del arte, hipostasiada, curiosamente, a
través del medio fotográfico. Cualquier trabajo de arte que pueda fotografiarse puede ocupar
un puesto en el supermuseo de Malraux. Pues la fotografía no sólo asegura la admisión de
varios objetos, fragmentos de objetos, detalles de objetos al museo, sino también el mecanismo
organizador: reduce la que es ahora una heterogeneidad aún más vasta a una similitud singular
perfecta. A través de la reproducción fotográfica un camafeo toma lugar en una página
próxima a un tondo pintado o a un relieve; un detalle de Rubens en Antwerp se compara a uno
de Miguel Angel en Roma. La diapositiva de la conferencia de un historiador del arte y la del
examen del estudiante de historia del arte habitan el museo sin paredes. En un excelente
ejemplo reciente ofrecido por uno de nuestros eminentes historiadores del arte, el boceto en
óleo de un pequeño detalle de una calle empedrada en Paris—A Rainy Day, pintado en la
década de los años 1870 por Gustave Caillebotte, ocupa el lado izquierdo de la pantalla
mientras un pintura de Robert Ryman de la serie Winsor de 1966 ocupa el lado derecho, y ¡listo!
Son una y la misma.15 ¿Pero precisamente que clase de saber es éste que puede ofrecerse en un
estilo o esencia artística? He aquí a Malraux:
En nuestro Museo sin Paredes, pintura, fresco, miniatura y vitral parecen una y la misma
familia. Pues todas –miniaturas, frescos, vitrales, tapices, placas escitas, cuadros, pinturas en
jarrones griegos, “detalles” y aun estatuaria— se han vuelto “fotos a color”. En el proceso han
perdido sus propiedades como objetos; pero, por la misma razón han ganado algo: la máxima
significación que pueden adquirir como estilo. Es difícil para nosotros entender con claridad el
vacío entre la puesta en escena de una tragedia de Esquilo, que incluye la amenaza persa y los
Salamis entrando en la Bahía, y el efecto que obtenemos cuando la leemos; sin embargo,
aunque sutilmente, sentimos la diferencia. Todo lo que queda de Esquilo es su genialidad.
Sucede lo mismo con las figuras que en la reproducción pierden tanto su significación original
como objetos así como su función (religiosa o cualquier otra); las vemos sólo como obras de
arte y nos traen a casa sólo el talento de su creador. Podríamos llamarlas no “trabajos” sino
“instantes” de arte. Pese a ser tan diversos como son, todos estos objetos [...] hablan del mismo
esfuerzo; es como si una presencia invisible, el espíritu del arte, les impusiera a todos la misma
misión [...] Así es que, gracias a la imprecisa unidad impuesta por la reproducción fotográfica a
una multiplicidad de objetos, que van desde la estatua al bajorrelieve, del bajorelieve a la
impresión de sellos, y de estos a las placas de los nómadas, un “Estilo Babilónico” parece
emerger como una entidad real, no una mera clasificación –sino como algo que refleja, más
bien, la vida de un gran creador. Nada comunica más vívida y persuasivamente la noción de un
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destino que da forma a los fines humanos que los grandes estilos, cuyas evoluciones y
transformaciones parecen como grandes cicatrices que el Destino ha dejado, al pasar, sobre la
faz de la tierra.16
Todas las obras que llamamos arte, o al menos todas las que pueden someterse al proceso de la
reproducción fotográfica, pueden ocupar un lugar en la gran superouvre, el arte como ontología,
creado no por hombres y mujeres en su contingencia histórica sino por el Hombre en su
verdadero ser. Es el saber “facilitador” del cual da testimonio el Museo sin Paredes. Y, al
mismo tiempo, es el engaño con el que la historia del arte está mas profundamente, a menudo
de forma inconsciente, comprometida.
Pero Malraux comete un error fatal al final de su Museo: admite en sus páginas la cosa precisa
que había constituido su homogeneidad; eso es, por supuesto, la fotografía. En tanto la
fotografía sea considerada simplemente como un vehículo mediante el cual los objetos de arte
entraban al museo imaginario, se obtiene coherencia. Pero una vez la fotografía misma entra,
como un objeto entre otros, la heterogeneidad se restablece en el núcleo mismo del museo; sus
pretensiones de conocimiento se arruinan. Pues aún la fotografía no puede hipostasiar el estilo
a partir de una fotografía.
Aunque con una sutil molestia se le llamó pintor a Rauschenberg en la primera década de su
carrera, cuando empezó sistemáticamente a trabajar con imágenes fotográficas a los comienzos
de la década de los años sesenta se volvió menos y menos posible pensar en su trabajo como
pintura. Era por el contrario una forma híbrida de impresión. Rauschenberg se había movido
definitivamente de las técnicas de producción (combines, ensamblajes) a las técnicas de reproducción
(estampado, transferencia de imágenes). Y este movimiento nos pone a pensar en la obra de
Rauschenberg como posmodernista. A través de la tecnología de reproducción, el arte
posmodernista abandona el aura. La ficción de crear temas da lugar a una franca confiscación,
citación, selección, acumulación y repetición de imágenes ya existentes.19 Se socavan las
nociones de originalidad, autenticidad y presencia, esenciales para el discurso del orden del
museo. Rauschenberg se roba Rokeby Venus y la imprime en la superficie de Crocus, que también
contiene pinturas de mosquitos y un camión, así como un Cupido copiado con un espejo.
Aparece de nuevo, dos veces, en Transom, ahora en compañía de un helicóptero y de imágenes
repetidas de torres de agua sobre los techos de Manhattan. En Bycicle aparece con el camión de
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Crocus y el helicóptero de Transom, pero también con un bote, una nube y un águila. Se reclina
justo encima de tres bailarinas de Merce Cunningham en Overscast III y sobre una estatua de
George Washington y una llave de automóvil en Breakthrough. La heterogeneidad absoluta que
es el campo de operación de la fotografía, y a través de la fotografía, el museo se esparce a
través de la superficie de la obra de Rauschenberg. Aún más, se esparce de un trabajo al otro.
Malraux fue cautivado por las posibilidades infinitas de su museo, por la proliferación de
discursos que ponía en movimiento, estableciendo nuevas series estilísticas mediante la simple
operación de combinar las fotografías. Rauschenberg realiza dicha proliferación: el sueño de
Malraux se vuelve el chiste de Rauschenberg. Pero, por supuesto, no todo el mundo entiende
el chiste, ni siquiera el mismo Rauschenberg, juzgando por la proclamación que compuso para
el Centennial Certificate del Museo Metropolitano en 1970:
Este certificado, que contiene reproducciones fotográficas de obras maestras del arte –sin la
intromisión de cualquier otra cosa— fue firmada por los directivos del Museo Metropolitano.
1 Hilton Kramer, “Does Gérôme Belong with Goya and Manet?” New York Times, Abril 13, 1980, sección 2, p. 35.
2 Theodor W. Adorno, “Valéry Proust Museum”, en Prisms, traducción al inglés Samuel y Shiery Weber (Londres: Neville
Spearman, 1967), pp. 173-186.
3 Kramer, “Does Gérôme Belong,” p. 35.
4 N.T. El término original es flatbed que se refiere a la parte trasera de los camiones que es abierta, no tiene lados y sirve para
transportar objetos de gran tamaño como carros o maquinaria. La flatbed press es una prensa de impresión.
5 Leo Steinberg, “Other Criteria”, in Other Criteria (New York: Oxford University Press, 1972), pp. 55-91. Este ensayo se basa
en una conferencia presentada en el Museo de Arte Moderno, New York, en Marzo de 1968.
6 Ibíd. , p. 84.
7 Ver la discusión de Rosalind Krauss acerca de la diferencia radical entre el collage cubista y el collage “reinventado” de
Rauschenberg en “Rauschenberg and the Materialized Image”, Artforum, no. 4 (Diciembre 1974), pp. 36-43.
8 No todos los historiadores del arte están de acuerdo en que Manet volvió problemática la relación de la pintura con sus
fuentes. Así es, sin embargo, el punto de partida de Michael Fried en “Manet’s sources: Aspects of his Art, 1859-1865”
(Artforum 7, no. 7 [March 1969], pp. 28-82] cuyas frases iniciales afirman, “Si hay alguna pregunta que guíe nuestra
comprensión de la obra de Manet durante la primera mitad de la década de 1860 es esta: ¿Cómo abordamos las numerosas
referencias en sus pinturas de aquellos años al trabajo de los grandes pintores del pasado?” (p. 28). En parte, la suposición de
Fried de que las referencias al arte previo de Manet eran diferentes, en su “literalidad y obviedad”, a las formas como la pintura
occidental había previamente usado fuentes, condujo a Theodor Reff a atacar el ensayo de Fried diciendo, por ejemplo,
“Cuando retrata a sus modelos en actitudes prestadas de imágenes famosas de Holbein, Miguel Angel y Anibale Carraci,
humorísticamente se burla de la relevancia de éstas para su propio tema; cuando Ingres deliberadamente se refiere en sus
composiciones religiosas a las de Rafael, y a la escultura griega o la pintura romana en sus retratos a ejemplos conocidos, ¿no
revelan la misma conciencia histórica que da forma a los primeros trabajos de Manet?” (Theodor Reff, “’Manet’s Sources’: A
Critical Evaluation”, Artforum 8, no. 1 [September 1969], p. 40). Como resultado de esta negación de la diferencia, Reff es
capaz de continuar aplicando al modernismo metodologías histórico-artísticas inventadas para explicar el arte del pasado, por
ejemplo, cuál explica la verdadera relación particular del arte Renacimiento italiano con el arte de la antigüedad clásica.
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Fue un ejemplo que parodia dicha aplicación ciega de la metodología de la historia del arte a la obra de
Rauschenberg lo que ocasionó este ensayo: en una conferencia del crítico Robert Pincus-Witten,se afirmó que la fuente del
Monogram de Rauschenberg (un ensamblaje que emplea a cabra de peluche) era ¡Scapegoat! de William Holman Hunt.
9 Michel Foucault, “Fantasia of the Library”, en Language, Counter-Memory, Practice, trad. al inglés de Donald F. Bouchard y
Sherry Simon (Ithaca: Cornell University Press, 1977), pp. 92-93.
10 Citado en Eugenio Donato, “The Museum’s Furnace: Notes Toward a Contextual Reading of Bouvard and Pécuchet”, en
Perspectives in Post-Structural Criticism, ed. Josué V. Hararu (Ithaca: Cornell University Press, 1979), p. 214.
11 Ibíd., p. 220. La continuidad aparente entre los ensayos de Foucault y Donato es aquí ambigua puesto que como Donato
está explícitamente comprometido en una crítica de la metodología arqueológica de Foucault, sostiene que esto implica que
Foucault retorna a una metafísica del origen. Foucault mismo fue mas allá de su “arqueología” tan pronto como la decodificó
en The Archaeology of Knowledge (New York: Pantheon Books, 1969).
12 Gustave Flaubert, Bouvard abd Pécuchet, trad. al inglés A. J. Krailsheimer (New York: Penguin Books, 1976), pp. 114-115.
13 Donato, “The Museum’s Furnace”, p. 223.
14 La frase es de Erwin Panofsky; ver su artículo “The History of Art as a Humanistic Discipline”, en Meaning in the Visual Arts:
Papers in and on Art History (Garden City, N.Y.: Doubleday Anchor Books, 1955), pp. 1-25.
15 Esta comparación la presentó por primera vez Robert Rosenblum en un simposio titulado “Modern Art and the Modern
City: From Caillebotte and the Impressionists to the Present Day”, montada en asocio con la exhibición de Gustave
Caillebotte en el Brooklyn Museum en marzo de 1977. Rosenblum publicó una versión de su conferencia, aunque sólo se
ilustraron los trabajos de Caillebotte. El siguiente extracto será suficiente para dar una impresión acerca de la comparación
hecha por Rosenblum: “El arte de Caillebotte parece estar a tono con algunas de las innovaciones estructurales de la pintura y
escultura no figurativa reciente. Su comprensión, en la década de 1870, de la nueva experiencia del París moderno [...] implica
formas frescas de ver que están sorprendentemente cerca a nuestra década. Para uno, él parece haber polarizado mas que
cualquiera de sus contemporáneos expresionistas los extremos de lo azaroso y lo ordenado, usualmente yuxtaponiendo estos
modos contrarios en el mismo trabajo. Los parisinos en la ciudad y el campo vienen y van en espacios abiertos, pero dentro de
sus movimientos reposados están las retículas de la regularidad aritmética y tecnológica. Andamios de acero intercalados o
paralelos se mueven con el ritmo de un A-A-A-A junto con el entramado de un puente. Retículas cuadriculadas de pavimento
muestran los sistemas repetitivos de los andamios que vemos en Warhol en el joven Stella, en Ryman o en Andre. Rayas, como
en Daniel Buren, les imponen de repente un orden estético alegre y primario al flujo y desorden urbano. Robert Rosenblum,
“Gustave Caillebotte: The 1970s and the 1870s”, Artforum 15, no. 7 [March 1977], p. 52). Cuando Rosenblum volvió a
presentar la comparación entre Caillebotte y Ryman en diapositivas en un simposio sobre modernismo en Hunter College en
Marzo de 1980, admitió que era quizá lo que Panofsky hubiera llamado un seudomorfismo.
16 André Malraux, The Voice of Silence, trad. al inglés Stuart Gilbert, Bollingen Series, no. 24 (Princeton: Princeton University
Press, 1978), pp. 44, 46.
17 Flaubert, Bouvard and Pécuchet, pp. 321,300.
18 Ver Walter Benjamin, “The Work of Art in the Age of Mechanical Reproduction”, en Illuminations, trad. Al inglés Harry
Zohn (New York: Schocken Books, 1969), pp. 172-251.
19 Para una discusión anterior de estas técnicas posmodernistas dominantes en el arte reciente, ver Douglas Crimp, “Pictures”,
October, no. 8 (Spring 1979), pp. 75-88.