Академический Документы
Профессиональный Документы
Культура Документы
www.lectulandia.com - Página 2
David Lodge
El mundo es un pañuelo
Trilogía del campus - 2
ePub r1.0
Artifex 19.12.14
www.lectulandia.com - Página 3
Título original: Small world
David Lodge, 2003
Traducción: Esteban Riambau
Retoque de cubierta: Artifex
www.lectulandia.com - Página 4
A Mary, con todo mi amor
www.lectulandia.com - Página 5
NOTA DEL AUTOR
www.lectulandia.com - Página 6
Caelum, non animum mutant, qui trans mare currunt.
HORACIO
www.lectulandia.com - Página 7
PRÓLOGO
CUANDO abril con sus dulces lloviznas ha penetrado la sequía de marzo hasta la
raíz y bañado cada vena de tierra con aquel líquido con cuyo polvillo se engendran
las flores; cuando el céfiro, también, con su aliento edulcorado, ha insuflado vida en
los tiernos nuevos brotes en cada seto y cada matorral, y el joven sol ha recorrido la
mitad de su curso en el signo del Carnero, y los pajarillos que duermen toda la noche
con los ojos abiertos dejan oír su canto (a ello les incita la naturaleza en sus
corazones), entonces, como observó hace muchos años el poeta Geoffrey Chaucer, la
gente anhela sumarse a peregrinaciones. Solo que en nuestros días los profesionales
les dan el nombre de congresos.
El moderno ciclo de congresos se asemeja al peregrinaje de la cristiandad
medieval en que permite a los participantes disfrutar de todos los placeres y
diversiones del viaje, y al mismo tiempo aparentar una austera dedicación al
perfeccionamiento personal. Hay, desde luego, ciertos ejercicios penitenciales, como
la presentación de una comunicación, tal vez, y sin duda escuchar las comunicaciones
de los demás, pero con esta excusa uno viaja a lugares nuevos e interesantes,
establece nuevas e interesantes amistades y forma con ellas nuevas e interesantes
relaciones (pues las ya gastadas historias propias constituyen novedad para ellas, y
viceversa); come, bebe y se juerguea en su compañía cada noche y no obstante,
cuando todo termina, regresa a su casa con una reputación bien consolidada de
persona seria. Los actuales conferenciantes tienen una ventaja adicional respecto a los
peregrinos de la antigüedad, consistente en que sus gastos suelen serles pagados, o al
menos subvencionados, por la institución a la que pertenecen, ya sea esta un
departamento gubernamental, una firma comercial o, lo que tal vez resulte más
corriente, una universidad.
En nuestros días hay congresos sobre casi todo, incluidas las obras de Geoffrey
Chaucer. Si, como su héroe Troilo al final de Troilo y Criseida, este mira hacia abajo
desde la octava esfera celestial en
Este trocito de tierra, que por el mar
es abrazado
y observa el frenético tráfico alrededor del globo que él y otros grandes escritores han
desencadenado —los rastros de los reactores cruzándose sobre los océanos y
marcando el paso de eruditos de un continente a otro, convergiendo, cortándose y
cruzándose sus caminos al dirigirse presurosos al hotel, la casa de campo o la antigua
sede del saber, para conferenciar y parrandear allí, a fin de poder conservar el inglés y
otros temas académicos—, ¿qué piensa Geoffrey Chaucer?
Es probable que como el espíritu de Troilo, aquel paladín caballeroso y amante
desilusionado, se ría de buena gana ante el espectáculo y se considere a sí mismo
www.lectulandia.com - Página 8
totalmente al margen del mismo. Y es que no todos los congresos son
acontecimientos dichosos y hedonistas, ni todos los ambientes de los congresos son
lujosos y pintorescos, ni todos los abriles, por otra parte, se caracterizan por dulces
lloviznas y brisas edulcoradas.
www.lectulandia.com - Página 9
PRIMERA PARTE
www.lectulandia.com - Página 10
I
A
« BRIL es el mes más cruel», citó silenciosamente Persse McGarrigle para sus
adentros, contemplando a través de los sucios cristales de la ventana la extemporánea
nieve que recubría los prados y los parterres del campus de Rummidge. Había
completado recientemente una disertación magistral sobre la poesía de T. S. Eliot,
pero las palabras iniciales de La tierra baldía hubieran podido, con igual
probabilidad, haber pasado por la cabeza de cualquiera de los aproximadamente
cincuenta hombres y mujeres, de diversas edades, sentados o derrumbados en las filas
descendentes de asientos en la misma sala de conferencias. Y es que todos ellos
estaban bien familiarizados con el poema, por el hecho de ser profesores
universitarios de Lengua y Literatura inglesa, reunidos allí, en los Midlands de
Inglaterra, para su ciclo de conferencias anual, y pocos de ellos se estaban
divirtiendo.
El desaliento ya se había pintado con claridad en muchas caras al reunirse la tarde
anterior para el tradicional jerez de recepción. Para entonces, los conferenciantes ya
se habían familiarizado con el alojamiento facilitado en uno de los pabellones de la
residencia de la Universidad, un edificio apresuradamente erigido en 1969, en la cima
del auge de la educación superior, y que ahora, tan solo diez años más tarde, ofrecía
un aspecto más que lamentable. Malhumorados, habían abierto sus maletas en
estudios-dormitorio cuyas paredes agrietadas y desconchadas conservaban, en forma
de rectángulos más claros, las trazas de posters presurosamente retirados (a veces con
porciones de yeso adheridas a ellos) por sus jóvenes propietarios al principiar las
vacaciones de Pascua. Habían apreciado el mobiliario manchado y roto, explorado los
polvorientos interiores de los armarios en vana búsqueda de colgadores, y probado las
estrechas camas, cuyos muelles cedían penosamente en medio, privados de toda
elasticidad por el vapuleo de una década de excesos y copulación. Cada cuarto tenía
un lavabo, aunque no cada lavabo tenía un tapón, ni cada tapón una cadenilla.
Algunos grifos no podían abrirse y otros no podían cerrarse. Para unas abluciones
más completas, o para responder a una llamada de la naturaleza, era necesario
aventurarse por los laberínticos y ventosos pasillos en busca de uno de los cuartos de
baño comunitarios, en los que cabía encontrar bañeras, duchas e inodoros, pero poco
aislamiento y un suministro escasamente fiable de agua caliente.
Para los veteranos de congresos celebrados en universidades provinciales
británicas, estas eran incomodidades ya familiares y, hasta cierto punto, estoicamente
aceptadas, como lo era el más que mediocre jerez servido en la recepción (una marca
poco conocida, que parecía pregonar con exceso su origen español mediante la
vistosa representación de una corrida de toros y una bailarina de flamenco en la
etiqueta), y como lo era la cena que les esperaba después —sopa de tomate, rosbif y
dos verduras, tarta de compota con crema— y en cada uno de cuyos ingredientes se
www.lectulandia.com - Página 11
había eliminado concienzudamente todo vestigio de sabor mediante una prolongada
cocción a altas temperaturas. Generó una irritación superior a la de costumbre el
descubrimiento de que el congreso significaría dormir en un edificio, comer en otro y
reunirse para las disertaciones y discusiones en el campus principal, asegurando con
ello a todos los afectados una buena dosis de fatigosas caminatas de un lado a otro,
por caminos y pavimentos a los que la nieve daba un carácter peligroso y
desagradable. Pero la verdadera fuente de la depresión, al reunirse los asistentes para
el jerez y echar ojeadas a las pequeñas cartulinas blancas prendidas en las solapas y
en las que figuraban, claramente escritos, el nombre de cada persona y el de su
universidad, era la escasez y —forzoso es reconocerlo— la calidad en general poco
distinguida de los participantes. Al poco tiempo habían constatado que no había allí
ninguna de las estrellas de la profesión, nadie de hecho cuya presencia justificara
viajar diez millas, y mucho menos los centenares que muchos habían recorrido. Sin
embargo, allí estaban, pegados unos a otros, para tres días: tres comidas diarias, tres
sesiones diarias de bar, una salida en autocar y una visita al teatro… largas horas de
sociabilidad obligatoria, y ello sin contar las siete disertaciones que se ofrecerían,
seguidas por preguntas y debate. Mucho antes de que todo terminara se sentirían
asqueados de la mutua compartía, habrían agotado todos los temas de conversación,
utilizado todas las distribuciones más lógicas en los asientos de las mesas, y
sucumbido al familiar síndrome del congreso —halitosis, lengua saburrosa y jaqueca
persistente— debido a fumar, beber y hablar cinco veces más que lo normal. El
conocimiento previo del aburrimiento y el malestar al que ellos mismos se habían
condenado gravitaba como un peso frío y opresivo en sus intestinos (que también se
destemplarían al poco tiempo), aunque trataran de disimularlo con una charla
brillante y una cordial campechanería, estrechando manos y palmeando espaldas, y
engullendo el jerez como un medicamento. Aquí y allá cabía ver personas que
revisaban furtivamente los nombres en la lista de conferenciantes. Cincuenta y siete,
incluido el equipo local, era un balance muy decepcionante.
Esto le aseguró a Persse McGarrigle, en la recepción con jerez, un hombre de
edad provecta y aspecto melancólico que bebía un vaso de naranjada en el que sus
gafas amenazaban con deslizarse de un momento a otro. El nombre en el distintivo de
su solapa era «Dr. Rupert Sutcliffe», y el color de la tarjeta era amarillo, lo que
indicaba que era un miembro del Departamento anfitrión.
—¿Es cierto? —preguntó Persse—. Yo no sabía qué esperar. Es el primer
congreso en el que pongo los pies.
—Los congresos de profesores universitarios de inglés varían mucho. Todo
depende del lugar donde se celebren. En Oxford o en Cambridge cabe esperar al
menos ciento cincuenta personas. Yo le dije a Swallow que a Rummidge no vendría
nadie, pero no quiso escucharme.
—¿Swallow?
—Nuestro jefe de Departamento. —Pareció como si el doctor Sutcliffe
www.lectulandia.com - Página 12
experimentara una cierta dificultad al obligar a estas palabras a pasar entre sus dientes
—. Aseguraba que Rummidge empezaría a figurar en el mapa si nos ofrecíamos para
albergar el congreso. Delirios de grandeza, mucho me temo.
—¿Era el profesor Swallow el que repartía los distintivos?
—No, era Bob Busby, que es igual o incluso peor. Lleva semanas excitado y fuera
de sí, organizando excursiones y cosas por el estilo. Tengo la impresión de que esa
historia va a hacernos perder un buen pellizco —concluyó el doctor Sutcliffe, con
evidente satisfacción y contemplando por encima de sus gafas la sala a medio llenar.
—¡Hola, Rupert, muchacho! Un poco escasos de personal, ¿no crees?
Un hombre de unos cuarenta años, vestido con un traje de un color azul eléctrico,
golpeó vigorosamente a Sutcliffe entre los omoplatos mientras pronunciaba estas
palabras, haciendo que las gafas de este abandonaran volando la punta de su nariz.
Persse las cazó limpiamente al vuelo y las devolvió a su propietario.
—Ah, eres tú, Dempsey… —dijo Sutcliffe, volviéndose para hacer frente a su
asaltante.
—Solo cincuenta y siete en la lista, y, por lo que parece, muchos ni siquiera se
han presentado —comentó el recién llegado, cuyo distintivo de solapa le identificaba
como el profesor Robin Dempsey, de una de las nuevas universidades del norte de
Inglaterra.
Era un hombre fornido y de anchos hombros, con una recia mandíbula que
sobresalía agresivamente, pero sus ojos, pequeños y demasiado juntos, parecían
pertenecer a otra persona, más ansiosa y vulnerable, atrapada dentro de aquel físico
poderoso. Rupert Sutcliffe no pareció excesivamente contento al ver al profesor
Dempsey, ni tampoco dispuesto a compartir con él su propio pesimismo respecto a la
conferencia.
—Tengo la impresión de que muchos se han visto retenidos por la nieve —dijo
fríamente—. Un tiempo increíble para un mes de abril. Perdonen. Veo a Busby
hacerme señas urgentes. Supongo que se habrán terminado las patatas fritas, o alguna
otra crisis por el estilo.
Y se alejó presuroso.
—¡Dios mío! —exclamó Dempsey, mirando a su alrededor—. ¡Vaya caterva!
¿Por qué habré venido? —La pregunta parecía retórica, pero Dempsey procedió a
contestarla extensamente y, al parecer, sin hacer pausas para cobrar aliento—. Le diré
el porqué: he venido porque tengo familia aquí y parecía una buena excusa para
verlos. Mis hijos, en realidad. Estoy divorciado, ¿sabe? Antes, trabajaba aquí, en este
Departamento, créalo o no. Menuda pandilla de retrasados eran, o son todavía a
juzgar por el aspecto de todo eso. Las mismas caras de siempre. Es como si nadie se
moviera nunca. El carcamal de Sutcliffe, por ejemplo, lleva aquí cuarenta años, desde
su juventud. Naturalmente, yo me largué apenas pude. Esto no es lugar para un
hombre ambicioso. La gota que colmó el vaso fue cuando le dieron una cátedra a
Philip Swallow en vez de dármela a mí, aunque entonces yo ya tenía tres libros en la
www.lectulandia.com - Página 13
calle y él no había publicado prácticamente nada. Se supone que existe un libro suyo
sobre Hazlitt (Hazlitt, nada menos), que fue anunciado el año pasado, pero no he
visto ni una sola reseña al respecto. No pude ver nada bueno. Pues bien, apenas le
dieron la cátedra a Swallow, yo le dije a Janet: «Ya está bien, nos largamos,
pondremos la casa en venta y nos iremos a Darlington, donde hace tiempo que me
están llamando». Un lectorado inmediatamente, y luz verde para desarrollar mis
intereses especiales: lingüística y estilística. Aquí siempre han aborrecido esas cosas;
me bloqueaban una y otra vez, hablaban con los alumnos a mi espalda y les
persuadían para que abandonaran mis clases. Le aseguro que me alegró poder
sacudirme de los pies el polvo de Rummidge. De esto hace ya diez años. En aquellos
días Darlington era pequeño, y supongo que todavía lo es, pero representaba un reto y
los alumnos son muy buenos. Se sorprendería usted. Lo cierto es que yo estuve muy
contento, pero por desgracia a Janet no le gustó y se le atravesó el lugar apenas lo vio.
Bueno, el campus es un poco tristón en invierno; está fuera de la población, ¿sabe?,
lindante con los páramos, y en aquellos días lo formaban mayoritariamente
barracones prefabricados. Ahora está mejor, pues nos hemos librado de las ovejas y
nuestro edificio de estructura metálica ganó recientemente un premio, pero antes…
Bien, sea como sea no pudimos vender la casa aquí, pues había una congelación de
hipotecas, y por tanto Janet decidió quedarse en Rummidge algún tiempo. Pensamos
que, por otra parte, sería mejor para los niños, pues Desmond ya estaba en su último
año de elemental, de modo que yo iba y venía, iba a casa cada fin de semana, es decir,
casi cada fin de semana; era un poco duro para Janet y también duro para mí, claro
está, y entonces conocí a esa chica, una posgraduada alumna mía, y bueno…, usted
comprenderá que yo me sentía muy solo allí, y que fue inevitable si se piensa a fondo
en ello. Le dije a Janet que fue inevitable, ya que ella se enteró de lo de la chica…
Se interrumpió y miró frunciendo el ceño su copa de jerez.
—No sé por qué le estoy contando todo esto —dijo, lanzando una mirada
levemente airada a Persse, al que la misma cuestión tenía perplejo desde hacía varios
minutos—. Ni siquiera sé quién es usted. —Se inclinó hacia adelante para leer el
distintivo en la solapa de Persse—. ¿Conque el University College de Limerick, eh?
—comentó con un tono desdeñoso—. Érase un joven profesor de Limerick…
Supongo que todos le dicen esto, ¿verdad?
—Casi todos —admitió Persse—. Pero sepa que rara vez pasan de la primera
línea. Pocas palabras riman con «Limerick[2]».
—¿Qué le parece «dip his wick»? —preguntó Dempsey tras un momento de
reflexión—. Esto parece abrir posibilidades.
—¿Y qué significa?
Dempsey pareció sorprendido.
—Pues… significa meterla. Joder.
Persse se sonrojó.
—La métrica está mal —dijo—. Limerick es un dáctilo.
www.lectulandia.com - Página 14
—¿Sí? ¿Y qué es «dip his wick», entonces?
—Yo diría que se trata de un troqueo cataléctico.
—¿De veras? ¿Le interesa la prosodia, verdad?
—Sí, creo que sí.
—Apuesto a que escribe poesía, ¿me equivoco?
—Pues sí…
—Estaba seguro. Tiene todo el aspecto de hacerlo. No se gana dinero con ello,
¿sabe?
—Así he podido descubrirlo —dijo Persse—. ¿Y entonces se casó usted con la
chica?
—¿Cómo?
—La alumna posgraduada. ¿Se casó con ella?
—¿Eh? No. No, ella se fue por su lado. Como finalmente hacen todas.
Dempsey se tragó las heces de jerez en el fondo de su copa.
—¿Y su esposa no quiere que vuelva?
—No puede. Ahora vive con otro tío.
—Lo siento mucho —dijo Persse.
—Oh, no dejo que eso me abrume —aseguró Dempsey de modo poco
convincente—. No me arrepiento del cambio. Darlington es un buen lugar. Acaban de
comprar un nuevo ordenador, expresamente para mí.
—Y ahora es usted profesor —dijo Persse respetuosamente.
—Sí, ahora soy profesor —admitió Dempsey, pero su cara se oscureció al añadir
—: También lo es Swallow, claro.
—¿Cuál de ellos es el profesor Swallow? —inquirió Persse, recorriendo la sala
con la mirada.
—Está por ahí, en alguna parte.
De mala gana, Dempsey inspeccionó los bebedores de jerez en busca de Philip
Swallow.
En aquel momento, los nudos de locuaces asistentes a la conferencia parecieron
aflojarse, como obedeciendo a algún impulso mágico, y con ello se abrió una avenida
entre Persse y el umbral de la puerta. Allí, titubeando bajo el marco, estaba la
muchacha más hermosa que había visto en su vida. Era alta y grácil, con una figura
rotundamente femenina y una tez fina y morena. Sus negros cabellos caían en ondas
relucientes sobre sus hombros, y negro era el color de su sencillo vestido de lana,
bastante escotado a través de su busto. Avanzó unos pasos por la habitación y aceptó
una copa de jerez de la bandeja que le ofreció una camarera que pasaba. No bebió en
seguida, pero alzó la copa a la altura de su rostro como si fuera una flor. Su mano
derecha sostenía el tallo de la copa entre índice y pulgar, y la izquierda, situada
horizontalmente ante su cintura, soportaba su codo derecho. Por encima del borde de
la copa miró fijamente, con ojos como turberas, los de Persse, y pareció sonreír
levemente a guisa de saludo. Se llevó la copa a los labios, que eran rojos y húmedos;
www.lectulandia.com - Página 15
el inferior al parecer algo hinchado, como si hubiera sido mordido. Bebió, y él vio
moverse los músculos de su garganta y deslizarse bajo la piel al tragar.
—¡Dios del cielo! —suspiró Persse en una nueva cita, esta vez de Retrato del
artista adolescente.
Y entonces, con gran disgusto por su parte, un hombre de mediana edad, alto,
esbelto y de aspecto distinguido, con una encrespada barba de color gris plateado y
una buena mata de cabellos ondulados de la misma tonalidad alrededor de la parte
posterior y los lados de la cabeza, aunque no muchos arriba, se adelantó rápidamente
para saludar a la joven, bloqueando con ello la visión de Persse.
—Ahí está Swallow —dijo Dempsey.
—¿Cómo? —preguntó Persse, saliendo poco a poco de su trance.
—Swallow es el hombre que está charlando con esa chica tan atractiva que acaba
de entrar. La que lleva el vestido negro, o, mejor dicho, la que está medio fuera de él.
Por lo que parece, Swallow se está recreando los ojos, ¿no cree?
Persse se sonrojó y se irguió con el caballeroso impulso de proteger a la
muchacha contra cualquier insulto. Ciertamente, el profesor Swallow, inclinado hacia
adelante para inspeccionar su distintivo, parecía estar contemplando groseramente su
escote.
—Un buen par de aldabas hay allí, ¿no cree? —comentó Dempsey.
Persse se volvió airadamente hacia él.
—¿Aldabas? ¿Aldabas? ¿Por qué, en nombre del cielo, llamarlos así?
Dempsey retrocedió un paso.
—Tranquilo. ¿Cómo los llamaría, pues?
—Yo los llamaría… yo los llamaría… cúpulas gemelas del templo de su cuerpo
—contestó Persse.
—¡Caray, ya veo que realmente es usted un poeta! Oiga, perdóneme, pero creo
que voy a echar mano a otro jerez mientras todavía quedan.
Y Dempsey se abrió paso hacia la camarera más cercana, dejando solo a Persse.
¡Pero no solo! Milagrosamente, la joven se había materializado junto a su codo.
—Hola. ¿Cómo se llama? —preguntó, examinando el distintivo de él—. No
puedo leer esas tarjetas tan pequeñas sin mis gafas.
Su voz era intensa pero melodiosa, con un leve acento americano pero también la
traza de algo más que él no pudo identificar.
—Persse McGarrigle…, de Limerick —contestó rápidamente.
—¿Perce? ¿Es una abreviatura de Percival?
—Podría serlo —dijo Persse—, si usted gusta.
La muchacha se echó a reír, revelando unos dientes perfectamente alineados y
perfectamente blancos.
—¿Qué quiere decir con eso de si yo gusto?
—Es una variante de Pearce —explicó, y procedió a deletrearlo.
—¡Ah, como en Finnegans Wake! La Balada de Persse O’Reilley.
www.lectulandia.com - Página 16
—Exactamente. Persse, Pearce, Pierce… no me sorprendería que no todos
tuvieran relación con Percival. Percival per se, como tal vez hubiera dicho Joyce —
añadió, y fue recompensado con otra sonrisa deslumbrante.
—¿Y McGarrigle?
—Es un viejo nombre irlandés que significa «Hijo del Supervalor».
—Resulta muy exigente estar a su altura, ¿no es así?
—Hago todo lo posible —aseguró Persse—. ¿Y su nombre…?
Inclinó la cabeza hacia aquel busto magnífico, comprendiendo ahora por qué el
profesor Swallow había dado la impresión de casi estar olfateando al intentar leer el
distintivo allí prendido, pues el nombre no estaba escrito en letra de imprenta, como
todos los demás, sino en una menuda cursiva. «A. L. Pabst», rezaba austeramente. No
había ninguna indicación de la universidad a la que pertenecía.
—Angélica —aclaró ella.
—¡Angélica! —Más que pronunciarlas, Persse exhaló las sílabas—. ¡Es un
nombre muy hermoso!
—En cambio, Pabst es un tanto decepcionante, ¿no cree? No es de la misma clase
de «Hijo del Supervalor»
—¿No es un nombre alemán?
—Supongo que originariamente lo fue, aunque papá es holandés.
—No parece usted alemana ni holandesa.
—¿No? —sonrió—. ¿Qué parezco, pues?
—Parece irlandesa. Me recuerda a las mujeres del sudeste de Irlanda cuyas
antepasadas se casaron con marinos de la armada española que naufragó en la costa
de Munster, cuando la gran tormenta de 1588. Tienen su mismo aspecto.
—¡Qué idea tan romántica! Y además puede ser cierta, pues no tengo idea acerca
de mis orígenes.
—¿Cómo es eso?
—Fui una niña adoptada.
—¿Qué significa esta «L»?
—Un nombre bastante tonto. Prefiero no decírselo.
—Entonces, ¿por qué incluir su inicial?
—Si en el mundo académico se utilizan iniciales, la gente cree que una es un
hombre y te toman más en serio.
—Nadie podría confundirla con un hombre, Angélica —aseguró Persse con toda
sinceridad.
—Quiero decir en la correspondencia. O en las publicaciones.
—¿Tiene mucha cosa publicada?
—No, no mucho. Bueno, en realidad todavía nada. Aún estoy trabajando en mi
tesis doctoral. ¿Ha dicho que enseña en Limerick? ¿Es un gran Departamento?
—No muy grande —contestó Persse—. De hecho, solo somos tres. Es,
básicamente, un instituto agrícola, y solo recientemente hemos empezado a ofrecer
www.lectulandia.com - Página 17
una licenciatura en letras. ¿Ha querido decir que no sabe quiénes fueron sus
verdaderos padres?
—No tengo ni la menor idea. Fui una expósita.
—¿Y dónde la encontraron, si esta no es una pregunta impertinente?
—Es un tanto íntima, teniendo en cuenta que acabamos de conocernos —dijo
Angélica—, pero no importa. Me encontraron en el water de un Stratocruiser de la
KLM que volaba de Nueva York a Amsterdam. Yo tenía seis semanas, y nadie sabe
cómo fui a parar allí.
—¿Acaso la encontró el señor Pabst?
—No, papá era entonces un ejecutivo de la KLM. Él y mamá me adoptaron,
puesto que no tenían hijos propios. ¿De veras solo hay tres miembros en la plantilla
de su Departamento?
—Sí. Está el profesor McCreedy, que da Inglés Antiguo. Y el doctor Quinlan,
para el Inglés Medio. Yo doy Inglés Moderno.
—¿Qué? ¿Todo? ¿Desde Shakespeare hasta…?
—T. S. Eliot. Hice mi tesis doctoral sobre la influencia de Shakespeare en T. S.
Eliot.
—Deben de trabajar como locos.
—Bueno, no tenemos muchos alumnos, a decir verdad. No son muchos los que
conocen nuestra existencia. El profesor McCreedy es partidario de mantener un perfil
discreto… ¿Y usted dónde enseña, Angélica?
—En estos momentos no tengo un empleo propiamente dicho. —Angélica frunció
el ceño y empezó a mirar a su alrededor con expresión ligeramente distraída, como si
buscara trabajo, de modo que Persse no captó la palabra crucial en su frase siguiente
—. Enseñé con dedicación parcial en… —dijo—. Pero ahora trato de terminar mi
tesina.
—¿Cuál es su tema? —preguntó Persse.
Angélica volvió hacia él sus ojos negrísimos.
—El amor en la narrativa —contestó.
En aquel momento sonó un gong para anunciar la cena y hubo un impulso general
hacia la salida, en el curso del cual Persse se vio separado de Angélica. Muy a su
pesar, se encontró sentado entre dos medievalistas, uno de Oxford y otro de
Aberystwyth, que, doblándose hacia atrás con peligrosos ángulos de sus sillas,
sostuvieron una animada discusión sobre métrica chauceriana por detrás de su
espalda, mientras él se inclinaba sobre su suela de zapato asada y lanzaba ansiosas
miradas hacia el otro extremo de la mesa, donde Philip Swallow y Robin Dempsey
rivalizaban para agasajar a Angélica Pabst.
—Si busca la salsa, joven, la tiene ante sus narices.
Esta observación procedía de una dama de avanzada edad, sentada frente a
Persse. Aunque su tono fuese seco, su semblante era amistoso y se permitió una
sonrisa de complicidad cuando Persse expresó su opinión de que ninguna ayuda
www.lectulandia.com - Página 18
podía prestarle la salsa a la carne.
Llevaba un vestido de seda negra, de modelo anticuado, y sus blancos cabellos
quedaban pulcramente recogidos por una cinta adornada con diminutas cuentas de
azabache. El nombre escrito en su distintivo la identificaba como Miss Sybil Maiden,
de Girton College, Cambridge.
—Jubilada hace muchos años —explicó—. Fui alumna de Jessie Weston. ¿Cuál
es su línea de investigación?
—Hice mi tesis doctoral sobre Shakespeare y T. S. Eliot.
—Entonces sin duda conocerá el libro de la señorita Weston, From Kitual to
Romance, al que tanto recurrió el señor Eliot para la imaginería y las alusiones en La
tierra baldía.
—Claro que sí —dijo Persse.
—Ella sostenía —prosiguió la señorita Maiden, sin desanimarse en absoluto ante
su respuesta— que la búsqueda del Santo Grial, asociada a los caballeros de Arturo,
solo superficialmente fue una leyenda cristiana, y que su verdadero significado había
que buscarlo en los rituales de fertilidad paganos. Si el señor Eliot se hubiera tomado
más en serio los descubrimientos de ella, tal vez nos habríamos ahorrado la sensiblera
religiosidad de su poesía posterior.
—Bueno —dijo Persse, apaciguador—. Supongo que cada uno anda buscando su
propio Grial. Para Eliot era la fe religiosa, mas para otro podría ser la fama, o el amor
de una buena mujer.
—¿Me haría el favor de pasarme la salsa? —dijo el medievalista de Oxford y
Persse le complació.
—Al final, todo se reduce al sexo —declaró la señorita Maiden con firmeza—. La
fuerza de la vida renovándose sin cesar a sí misma. —Miró con fijeza la salsera en la
mano del medievalista de Oxford—. La copa del Grial, por ejemplo, es un símbolo
femenino de gran antigüedad y de una incidencia universal. —Pareció como si el
medievalista de Oxford cambiara de idea en lo referente a servirse la salsa del asado
—. Y la lanza del Grial, supuestamente la que atravesó el costado de Cristo, es
obviamente fálica. En realidad, La tierra baldía versa toda ella sobre los temores de
Eliot respecto a la impotencia y la esterilidad.
—He oído antes esta teoría —dijo Persse—, pero creo que es demasiado simple.
—Y yo estoy de acuerdo —terció el medievalista de Oxford—. Esta cuestión del
simbolismo fálico es una sarta de majaderías —y apuñaló el aire con su cuchillo para
dar mayor énfasis a sus palabras.
Preocupado por esta discusión, Persse dejó de observar cuándo abandonó
Angélica el comedor. La buscó en el bar, pero no la encontró allí, ni en ninguna otra
parte, aquella noche. Persse se acostó temprano y se agitó, inquieto, sobre su estrecho
colchón lleno de protuberancias, escuchando los gemidos de las tuberías en las
paredes, pasos en el corredor ante su habitación, portazos y las arrancadas de motores
en el aparcamiento debajo de su ventana. En una ocasión creyó oír la voz de Angélica
www.lectulandia.com - Página 19
dando las buenas noches, pero cuando llegó a la ventana no había nada que ver,
excepto las ascuas mortecinas de las luces posteriores de un coche que se alejaba.
Antes de volver a la cama, encendió la lámpara sobre su lavabo y contempló
críticamente su reflejo en el espejo. Vio una cara blanca, redonda y pecosa, una nariz
chata, unos ojos de color azul pálido y un mechón de cabellos rojos y rizados.
—No diría que eres guapo, exactamente —murmuró—, pero he visto jetas peores.
www.lectulandia.com - Página 20
notas. La sesión de preguntas, moderada por el medievalista de Aberystwyth, estuvo
muy animada.
Siguió una pausa para el café, que fue servido en una salita común no muy lejana.
Persse tuvo la alegría de encontrar a Angélica ya instalada allí, atractivamente vestida
con un jersey de cuello alto, falda de tweed y botas altas de cuero. Mostraba un
saludable rubor en sus mejillas, pues había estado dando un paseo.
—Dormía a la hora del desayuno —explicó— y vi que llegaba tarde a la
disertación.
—No se perdió gran cosa —dijo Persse—. Uno y otra eran indigeribles. ¿Qué fue
de usted la noche pasada? La estuve buscando por todas partes.
—Es que el profesor Swallow invitó a unos cuantos a tomar una copa en su casa.
—¿O sea que usted es amiga suya, no?
—No. Es decir, en realidad no. Nunca le había visto antes, si es esto lo que quiere
decir. Pero es muy amable.
—¡Hum! —dijo Persse.
—¿De qué trataba la disertación esta mañana? —preguntó Angélica.
—Se suponía que era sobre el metro chauceriano, pero el debate ha versado
mayormente sobre estructuralismo.
Angélica pareció disgustada.
—¡Oh, qué lástima que me lo haya perdido! Me interesa muchísimo el
estructuralismo.
—¿Qué es, exactamente?
Angélica se echó a reír.
—No, estoy hablando en serio —insistió Persse—. ¿Qué es el estructuralismo?
¿Es algo bueno o algo malo?
Angélica parecía perpleja, como si temiera que le estuviera tomando el pelo.
—Pero bien debes saber algo al respecto, Persse. Has de haber oído hablar de
ello, incluso en… ¿Dónde hiciste la carrera?
—En el University College de Dublín, pero no estuve allí mucho tiempo. Tuve
tuberculosis. Se portaron muy bien, pues me dejaron trabajar en mi tesis en el
sanatorio. De vez en cuando, recibía una visita de mi tutor, pero casi siempre trabajé
por mi cuenta. Y antes había hecho mi bachillerato en Galway, donde nunca oímos
una palabra sobre el estructuralismo. Más tarde, después de conseguir el título, volví
a casa y trabajé en la granja un par de años. Mis familiares son agricultores, en el
condado de Mayo.
—¿Tú también querías serlo?
—No, fui para recuperarme del todo, después de la tuberculosis. Los médicos
dijeron que una vida al aire libre era lo más indicado.
—¿Y… te recuperaste?
—Ya lo creo. Ahora estoy fuerte como un roble. —Se golpeó vigorosamente el
pecho—. Después conseguí el empleo en Limerick.
www.lectulandia.com - Página 21
—Tuviste suerte. Hoy es difícil encontrar trabajo.
—Sí, tuve suerte —admitió Persse—. Mucha. Después me enteré de que me
convocaron para la entrevista por un error. En realidad, pretendían entrevistar a otro
individuo llamado McGarrigle, una lumbrera de Trinity, pero me enviaron a mí la
carta —alguien cometió una pifia en secretaría— y después no se atrevieron a retirar
la invitación.
—De todos modos, aprovechaste al máximo ese golpe de suerte —dijo Angélica
—. Hubieran podido nombrar a uno de los demás candidatos.
—Es que también aquí intervino la suerte —explicó Persse—. No había otros
candidatos…, al menos convocados para entrevista. Estaban totalmente seguros de
querer nombrar a aquel McGarrigle, y les interesaba ahorrar viajes en tren. Sea como
sea, lo que estoy tratando de decir es que nunca he estado lo que diríamos metido en
el ajo, intelectualmente hablando. Por esto he venido a este congreso. Para
perfeccionarme. Para averiguar qué está ocurriendo en el mundo de las ideas. Quién
está in y quién está out. Por lo tanto, háblame del estructuralismo.
Angélica respiró profundamente y después exhaló el aire con brusquedad.
—Es difícil saber por dónde empezar —dijo—. Sonó un timbre que les llamaba
de nuevo a la sala. ¡Salvada por la campana! —se rio.
—Más tarde, pues —rogó Persse.
—Veré lo que puedo hacer —dijo Angélica.
Al regresar los asistentes a la sala de conferencias, para asistir a la segunda sesión
de la mañana, lanzaron miradas ansiosas por encima del hombro a la figura del
medievalista de Oxford, que estaba estrechando la mano de Philip Swallow. Llevaba
puesto el abrigo y tenía su cartera en la mano.
—Esto es lo malo de estas conferencias —oyó Persse que decía alguien—. Los
principales oradores tienden a largarse apenas han representado su papel. Uno se
siente como un ejército asediado cuando el general se marcha en helicóptero.
—¿Vienes, Persse? —preguntó Angélica.
Persse miró su programa.
—«La imaginería animal en las tragedias heroicas de Dryden» —leyó en voz alta.
—Puede ser interesante —quiso esperar Angélica.
—Me parece que esta me la saltaré —dijo Persse—. Creo que en su lugar
escribiré un poema.
—¿Escribes poesía? ¿De qué clase?
—Poemas cortos —contestó Persse—. Muy cortos.
—¿Como haikus?
—A veces, más cortos incluso.
—¡Válgame el cielo! ¿Y sobre qué escribirás?
—Podrás leerlo cuando haya terminado.
—Está bien. Me gustará hacerlo. Será mejor que me vaya…
Un Philip Swallow vagamente sonriente rondaba cerca de ellos, como un perro
www.lectulandia.com - Página 22
ovejero en busca de las reses extraviadas.
—Te veré en el bar antes de almorzar, pues —dijo Persse.
Ostentosamente, se dirigió con premura hacia el water de caballeros, con la
intención de entretenerse allí hasta que hubiera comenzado la disertación sobre
Dryden. Sin embargo, con no poca consternación por su parte, Philip Swallow le
siguió, acompañado por Bob Busby. Persse se encerró en un cubículo y se sentó en la
tapadera del retrete. Al parecer, los dos hombres hablaban de un orador perdido, los
dos de pie ante el urinario.
—¿Cuándo ha telefoneado? —preguntó Philip Swallow.
Busby contestó:
—Hace un par de horas. Dijo que haría cuanto pudiera para llegar aquí esta tarde.
Y yo le dije que no reparase en gastos.
—¿Sí? —exclamó Swallow—. Pues no sé si has estado muy acertado, Bob.
Persse oyó el chorro de agua en los lavabos y el repiqueteo del toallero, así como
el portazo al salir los dos hombres. Al cabo de un rato, salió de su escondrijo y se
acercó discretamente a la sala de conferencias. Miró a través de la ventanilla de
observación en la puerta y pudo ver a Angélica de perfil, sentada sola en primera fila
graciosamente atenta, con un bolígrafo de acero inoxidable en la mano, a punto para
tomar notas. Llevaba unas gafas con gruesa montura negra que le conferían un
aspecto de formidable eficiencia, como una secretaria pictórica de energía. El resto
del público componía el mismo cuadro de petrificado aburrimiento de antes. Atravesó
el campus y enfiló la carretera que conducía al recinto de los pabellones de
residencia.
La nieve derretida goteaba desde los árboles y se deslizaba por su cogote mientras
caminaba, pero ignoró este inconveniente. Estaba tratando de componer un poema
sobre Angélica Pabst, pero por desgracia unos versos de W. B. Yeats se interponían
constantemente entre él y su musa, y lo mejor que pudo hacer fue adaptarlos a su
caso.
¿Cómo puedo yo, estando aquí esa chica,
Fijar mi atención
En Chaucer o en Dryden,
O en poética estructuralista[3]?
Al recitar para sí estas palabras, se le ocurrió a Persse McGarrigle que tal vez
estuviera enamorado.
—Estoy enamorado —dijo en voz alta a los árboles goteantes, a un buzón de
blanca cúpula, y a un empapado perro mestizo que levantaba su pata trasera junto a la
valla de entrada de las naves de residentes—. ¡Estoy enamorado! —exclamó,
dirigiéndose a una larga hilera de gorriones de aspecto deprimido, posados en las
barandillas paralelas al fangoso camino de entrada—. ¡ESTOY ENAMORADO! —
gritó, provocando los graznidos de las ocas junto al estanque artificial, mientras
corría de un lado a otro, describiendo círculos en la nieve virgen y dejado detrás de él
www.lectulandia.com - Página 23
una pista de profundas pisadas.
Jadeante a causa de este ejercicio, llegó a la entrada del Lucas Hall, el alto bloque
en forma de torreón donde se había facilitado a los asistentes al congreso alojamiento
para dormir. (Martineau Hall, donde comían y bebían, era, en cambio, un edificio
bajo y cilíndrico que confirmaba las opiniones de la señorita Maiden acerca de la
universalidad del simbolismo sexual.) Un taxi se había detenido ante el Lucas Hall,
con el motor palpitante, y un hombre fornido con un grueso cigarro en la boca y una
gorra de caza a cuadros con las orejeras bajadas en la cabeza, se estaba apeando en él.
Al ver a Persse, le dirigió un «hola» y le llamó por señas.
—Oiga, ¿es aquí donde se celebra el congreso? —preguntó con acento americano
—. ¿El congreso de Profesores Universitarios de Inglés? Este es el nombre, pero el
lugar no me parece tan seguro.
—Aquí es donde dormimos —explicó Persse—. Los actos se celebran en el
campus principal, más allá de la carretera.
—¡Ah, esto lo explica todo! —exclamó el hombre—. Está bien, chófer, hemos
llegado. ¿Cuánto le debo?
—Cuarenta y seis libras con ochenta, jefe —contestó el hombre tras echar una
ojeada al taxímetro.
—De acuerdo, ahí va —dijo el recién llegado, extrayendo diez billetes nuevos de
cinco libras de un grueso fajo e introduciéndolos a través de la ventanilla del coche.
El taxista, al ver a Persse, se asomó y se dirigió a él.
—¿No necesita un taxi para ir a Londres, por casualidad?
—No, gracias —respondió Persse:
—Entonces en marcha otra vez. Muchas gracias, jefe.
Impresionado por esta exhibición de riqueza, Persse levantó la maleta del recién
llegado, una elegante maleta de cuero con restos de numerosas etiquetas en ella, y la
trasladó hasta el vestíbulo del Lucas Hall.
—¿Verdaderamente ha hecho usted todo el viaje desde Londres en taxi? —
preguntó.
—No tenía otra opción. Al aterrizar en Heathrow esta mañana van y me dicen que
mi vuelo de conexión ha sido cancelado. El aeropuerto de Rummidge está bloqueado
por la nieve. A cambio, me dan un billete de ferrocarril. Tomo un taxi hasta la
estación del ferrocarril en Londres y allí me dicen que se han caído las líneas
eléctricas de los trenes que van a Rummidge. Un gran drama, el país paralizado,
Rummidge aislado de la capital, todos divirtiéndose de lo lindo; los mozos de la
estación apenas podían contener su alegría. Cuando dije que haría el trayecto en taxi,
comentaron que yo estaba loco y trataron de disuadirme. «No lo conseguirá —me
aseguraron—. Las carreteras están cubiertas por la nieve y hay personas que han
tenido que pasar toda la noche en sus coches.» Por lo tanto, he recorrido la fila de
taxis hasta encontrar un taxista con redaños suficientes para intentarlo, ¿y qué hemos
encontrado al llegar aquí? Dos dedos de nieve medio derretida. ¡Qué país! —Se quitó
www.lectulandia.com - Página 24
la gorra y la sostuvo con el brazo extendido. Era de un tweed velludo, con unos
atrevidos cuadros rojos sobre fondo marrón amarillento—. Esta mañana he comprado
esta gorra en Heathrow —explicó—. Al parecer, lo primero que tengo que hacer
siempre que llego a Inglaterra es comprarme algo para taparme la cabeza.
—Es una gorra muy bonita —dijo Persse.
—¿Le gusta? Recuérdeme que se la dé cuando me marche. He de viajar hacia
climas más cálidos.
—Muy amable por su parte.
—Lo hago con mucho gusto. Vamos a ver, ¿dónde debo presentarme?
—Hay allí una lista de habitaciones —explicó Persse—. ¿Cuál es su nombre?
—Morris Zapp.
—Estoy seguro de haber oído antes este nombre.
—Quiero esperar que sí. ¿Cuál es el suyo?
—Persse McGarrigle, de Limerick. ¿No va usted a dar una conferencia esta tarde?
—inquirió—. ¿Título todavía por anunciar?
—Eso es, Percy. Por ello he apretado de firme para llegar aquí. Mire al final de la
lista. Nunca suele haber muchas zetas.
Persse miró.
—Aquí dice que es usted un no residente.
—Ah sí, Philip Swallow dijo algo acerca de alojarme con él. ¿Qué tal va el
congreso?
—En realidad, no sabría decírselo. Nunca había estado antes en un congreso, y
por tanto no tengo, en absoluto, términos de comparación.
—¿De veras? —Morris Zapp le miró con curiosidad—. ¿Virgen en materia de
congresos, eh? A propósito, ¿dónde se han metido todos?
—Asisten a una ponencia.
—¿Que usted se ha saltado? Pues bien, ha aprendido la primera regla de esos
congresos, muchacho. No asista nunca a las ponencias. A no ser que presente una
usted, claro está. O que lo haga yo —añadió tras breve reflexión—. No quiero
disuadirle de que oiga usted mi perorata esta tarde. La estuve repasando la noche
pasada en el avión, mientras daban la película, y me sentí muy complacido con ella.
La película también estaba muy bien. ¿Cuánto público puedo llegar a tener?
—Pues… en total asisten cincuenta y siete personas a este congreso —contestó
Persse.
El profesor Zapp estuvo a punto de tragarse su cigarro.
—¿Cincuenta y siete? ¡Usted bromea! ¿No? ¿Que no bromea? ¿Quiere decir que
he recorrido seis mil millas para hablar delante de cincuenta y siete personas?
—Claro que no todos asisten a cada acto —precisó Persse—. Como puede ver.
—Oiga, ¿sabe cuántos asisten al equivalente americano de este seminario? Diez
mil. El pasado diciembre había diez mil personas en la MLA de Nueva York.
—No creo que aquí tengamos tantos profesores —repuso Persse en tono de
www.lectulandia.com - Página 25
excusa.
—Pero bien debe haber más de cincuenta y siete —gruñó Morris Zapp—. ¿Dónde
están? Yo le diré dónde. En su mayoría encerrados en casa, decorando sus salas de
estar o regando sus jardines, y los pocos con un par de ideas originales que presentar
se encuentran en conferencias organizadas en lugares más cálidos y atractivos que
este. —Contempló el vestíbulo de Lucas Hall, el mosaico agrietado y polvoriento del
suelo y las paredes de mugriento hormigón, con manifiesto desagrado—. ¿Hay aquí
algún lugar donde pueda conseguirse un trago?
—No tardará en abrir el bar en Martineau Hall —dijo Persse.
—Lléveme a él.
—¿Y ha volado desde América solo para esta conferencia, profesor Zapp? —
inquirió Persse mientras caminaban a través del fango.
—No exactamente. De todas maneras tenía que venir a Europa. Este trimestre
gozo de permiso sabático. Philip Swallow se enteró de que venía y me pidió que
interviniera en su ciclo de conferencias. Y para complacer a un viejo amigo, le dije
que sí.
En el Martineau Hall, el bar estaba vacío si se exceptuaba al barman, que
contempló su llegada a través de una especie de aspillera cromada que iba desde el
mostrador hasta el techo.
—¿Esto es para mantenerle a usted dentro, o a nosotros afuera? —bromeó Morris
Zapp, golpeando el metal—. ¿Qué va a tomar, Percy? ¿Guinness? Una jarra de
Guinness, camarero, y un scotch doble on the rocks.
—Todavía no hemos abierto —dijo el hombre—. Hasta las doce y media.
—Y usted beba algo también.
—Sí, señor, muchas gracias, señor —exclamó el barman, ensanchando con
presteza la tronera—. No le diré que no a un doble de bitter.
Mientras servía la Guinness de barril, los otros congresistas, libres ya de la
segunda conferencia de la mañana, empezaron a acudir, con Philip Swallow en
vanguardia. Avanzó presuroso hacia Zapp y le tendió la mano.
—¡Morris! Es estupendo verte de nuevo después de… ¿cuántos años?
—Diez, Philip, diez años, aunque me duela admitirlo. Pero tú tienes muy buen
aspecto. Esta barba es espléndida. ¿Y tus cabellos siempre tuvieron este color?
Philip Swallow se sonrojó.
—Creo que empezaron a volverse grises en el 69. ¿Cómo has llegado hasta aquí,
finalmente?
—En taxi —contestó Morris Zapp—. Lo cual me recuerda que me debes
cincuenta libras por el trayecto. Oye, ¿qué te ocurre, Philip? Te has puesto blanco.
—Y el Congreso acaba de ponerse en números rojos —proclamó Kupert
Sutcliffe, con lúgubre satisfacción—. Hola, Zapp, supongo que ya no me recuerdas.
—¡Rupert! ¿Cómo iba yo a olvidar esa cara de felicidad? Y ahí viene Bob Busby,
como si le llamara el traspunte —observó Morris Zapp, al entrar en el bar un hombre
www.lectulandia.com - Página 26
con una barba menos impresionante que la de Philip Swallow, con una carpeta debajo
del brazo y un tintineo de llaves y monedas en sus bolsillos.
Philip Swallow hizo con él un aparte y ambos cambiaron urgentes susurros.
—Mucho me temo que hoy tropiezas conmigo en la presidencia de tu sesión de
esta tarde, Zapp —dijo Rupert Sutcliffe.
—Es un honor para mí, Rupert.
—Y… ¿has decidido ya el título?
—Sí. Se llamará «La textualidad como striptease».
—Ah —hizo Rupert Sutcliffe.
—¿Todos conocéis a este joven, que tan amablemente se ha ocupado de mí al
llegar? —preguntó Morris Zapp—. Percy McGarrigle, de Limerick.
Philip Swallow dirigió un leve movimiento de cabeza a Persse y volvió a centrar
su atención en el norteamericano.
—Morris, te conseguiremos un distintivo para la solapa, para que todos sepan
quién eres.
—No te preocupes. Si no lo saben ya, yo se lo diré.
—Cuando dije: «Toma un taxi» —precisó Bob Busby a Morris Zapp con un tono
de reproche—, quería decir de Heathrow a Euston, no de Londres a Rummidge.
—Eso ya no importa —exclamó Philip Swallow con impaciencia—. Lo hecho,
hecho está. ¿Dónde está tu equipaje, Morris? Pensé que estarías más cómodo
alojándote con nosotros, en vez de instalarte en el Hall.
—Y yo también lo creo después de haber visto el Hall —admitió Morris Zapp.
—Hilary se muere por verte —dijo Swallow, llevándoselo.
—Hum… Eso promete ser una reunión interesante —murmuró Rupert Sutcliffe,
examinando por encima de sus gafas a la pareja que se alejaba.
—¿Cómo? —respondió Persse distraídamente, ya que estaba buscando a
Angélica.
—Bien, sepa que hace unos diez años esos dos fueron nombrados para un
programa de intercambio con Euphoria…, en Estados Unidos, como sabe. Zapp vino
a pasar seis meses aquí, y Swallow fue al Euphoric State. Según rumores, Zapp se
entendió con Hilary Swallow, y Swallow con la señora Zapp.
—¿Qué me dice?
Persse se sintió intrigado por esta historia, a pesar de la distracción que le supuso
ver a Angélica entrar en el bar con Robin Dempsey. Este le hablaba animadamente, y
por su parte ella exhibía la sonrisa más bien fija de la persona a la que alguien le
canta en una comedia musical.
—Lo que oye. «Vaya pandilla», como dijo Matthew Arnold acerca del círculo de
los Shelley… Por otra parte, al mismo tiempo Gordon Masters, nuestro jefe de
Departamento, se retiró prematuramente después de una crisis nerviosa (era 1969, el
año de la revolución estudiantil, un período de prueba para todos) y algunos vetaron a
Zapp como sucesor suyo. No obstante, un día, precisamente cuando las cosas
www.lectulandia.com - Página 27
llegaban ya a un extremo, él y Hilary Swallow volaron de pronto juntos a Estados
Unidos, y nosotros no supimos de qué pareja había que esperar el regreso: Si Zapp y
Hilary, Philip y la señora Zapp, o los dos Zapp.
—¿Cómo se llamaba la señora Zapp? —preguntó Persse.
—Lo he olvidado —contestó Rupert Sutcliffe—. ¿Importa?
—Me gusta saber los nombres —dijo Persse—. Sin ellos, no puedo seguir una
historia.
—Sea como fuere, no volvimos a verla. Los Swallow volvieron juntos, y
supusimos que deseaban dar a su matrimonio otra oportunidad.
—Y al parecer así fue.
—Hummm. Aunque en mi opinión —añadió Sutcliffe ominosamente—, todo ese
episodio tuvo un efecto deplorable sobre el carácter de Swallow.
—¿Sí?
Sutcliffe asintió con la cabeza, pero no pareció dispuesto a procurar detalles.
—¿Y entonces le dieron la cátedra a Philip Swallow? —quiso saber Persse.
—Entonces no. No, válgame Dios… No, entonces tuvimos a Dalton, llegado de
Oxford, hasta hace tres años. Murió en un accidente de coche. Y seguidamente
nombraron a Swallow. Creo que algunos me hubieran preferido a mí, pero ya
empiezo a ser demasiado viejo para ese tipo de cosas.
—Ni mucho menos —dijo Persse, porque Rupert Sutcliffe parecía esperar que así
lo hiciera.
—Le diré una cosa —se brindó Sutcliffe—. Si me hubiesen nombrado a mí,
habrían tenido un jefe de Departamento firme en su puesto, sin estar volando todo el
tiempo de un lado a otro.
—¿Verdad que viaja mucho el profesor Swallow?
—Últimamente, parece estar más a menudo ausente que presente.
Persse se excusó y se abrió camino a través de la gente que llenaba el bar hasta
llegar al lugar donde Angélica esperaba a que Dempsey le trajera una bebida.
—Hola. ¿Qué tal la conferencia? —la saludó.
—Aburrida. Pero después hubo una discusión interesante sobre el
estructuralismo.
—¿Otra vez? De veras, has de contarme qué es eso del estructuralismo. Es una
cuestión urgente.
—¿El estructuralismo? —dijo Dempsey, que llegó con un jerez para Angélica
justo a tiempo para oír el ruego de Persse, y más que dispuesto a lucir sus
conocimientos—. Todo se remonta a la lingüística de Saussure. La arbitrariedad del
significante. El lenguaje como un sistema de diferencias sin términos positivos.
—Déme un ejemplo —pidió Persse—. No puedo seguir un argumento sin un
ejemplo.
—Pues bien, tomemos las palabras perro y gato. No existe una razón absoluta por
la que los fonemas combinados p-e-r-r-o hayan de significar un cuadrúpedo que haga
www.lectulandia.com - Página 28
«guau guau» y no otro que haga «miau». Es una relación puramente arbitraria y no
hay razón alguna por la que no pueda decidirse que, a partir de mañana, p-e-r-r-o
significará «gato» y g-a-t-o «perro».
—¿Y esto no confundiría a los animales? —preguntó Persse.
—Los animales se ajustarían con el tiempo, como todos los demás —repuso
Dempsey—. Lo sabemos porque el mismo animal viene significado por diferentes
imágenes acústicas en diferentes idiomas naturales. Por ejemplo, «perro» es chien en
francés, Hund en alemán, cañeen italiano, etcétera. Y «gato» es chat, Katze o gatto,
según el lugar del Mercado Común en el que se encuentre uno. Y si hemos de dar
más crédito al lenguaje que a nuestros oídos, los perros ingleses hacen «woof woof»,
los franceses «wouah wouah», los alemanes «wau wau» y los italianos «baau baau».
—Hola, esto parece el juego de los animales. ¿Puede jugar cualquiera? —dijo
Philip Swallow, que regresaba al bar con Morris Zapp, ahora provisto de un distintivo
en la solapa—. Dempsey, ¿recuerdas a Morris, verdad?
—Estaba explicándole el estructuralismo a este joven —dijo Dempsey después de
cambiar saludos—. Pero tú nunca has tenido mucho tiempo para la lingüística,
¿verdad que no, Swallow?
—No, no puedo decir que lo haya tenido. Nunca he podido recordar qué fue
primero, si los morfemas o los fonemas. Y una mirada a un diagrama de árbol me
deja la mente hueca.
—O más hueca —observó Dempsey con una mueca.
Siguió un silencio embarazoso que fue roto por Angélica.
—En realidad —dijo humildemente—, Jakobson cita la gradación de las formas
positiva, comparativa y superlativa del adjetivo como prueba de que el lenguaje no es
un sistema totalmente arbitrario. Por ejemplo: hueca, más hueca, huequísima.
Cuantos más fonemas, más énfasis. Y lo mismo cabe decir de otras lenguas
indoeuropeas, por ejemplo el latín: vacuus, vacuior, vacuissimus. Parece haber alguna
correlación icónica entre sonido y sentido a través de los confines de los lenguajes
naturales.
Los cuatro hombres la miraban boquiabiertos.
—¿Quién es este prodigio? —exclamó Morris Zapp—. ¿No me la presenta
alguien?
—Lo siento —dijo Philip Swallow—. La señorita Pabst… el profesor Zapp.
—Morris, por favor —dijo el profesor americano, tendiendo la mano y
examinando el distintivo de Angélica—. Encantado de conocerla, AL.
—Fue maravilloso —aseguró Persse a Angélica más tarde, durante el almuerzo—
cómo supiste pararle los pies a ese Dempsey.
—Espero no haber estado desagradable —dijo Angélica—. Básicamente, él tiene
razón, desde luego. Las diferentes lenguas dividen al mundo de diferente manera. Por
ejemplo, esta carne que estamos comiendo. En francés solo hay una palabra
—mouton— para indicar el cordero, esté vivo o muerto el animal. Por lo tanto, no se
www.lectulandia.com - Página 29
puede decir en francés idead as mutton» como en inglés, ya que equivaldría a decir
«muerto como un cordero», lo cual sería absurdo[4].
—No sé, pero esa carne sí que me sabe a cordero muerto —dijo Persse, apartando
su plato.
Una mujer con delantal y unos vistosos rizos amarillos, que empujaba un carro en
el que se amontonaban los platos medio llenos de comida, retiró el suyo de la mesa.
—¿Ha terminado, simpático? —preguntó—. No le culpo. ¿No estaba muy bueno,
verdad?
—¿Has escrito tu poema? —quiso saber Angélica.
—Esta noche te lo dejaré leer. Tendrás que subir al último piso del Lucas Hall.
—¿Allí está tu habitación?
—No.
—¿Por qué, pues?
—Ya lo verás.
—Un misterio —sonrió Angélica, arrugando la nariz—. Me encantan los
misterios.
—A las diez en el último piso. La luna habrá salido ya.
—¿Estás seguro de que esto no es más que una excusa para una cita romántica?
—Bien me dijiste que el tema de tus investigaciones era el amor en la narrativa…
—¿Y creiste poder proporcionarme más material? Lo siento, pero ya tengo
demasiado. He leído centenares de romances[5]. Romances clásicos y romances
medievales, romances renacentistas y romances modernos. Heliodoro y Apuleyo,
Chrétien de Troyes y Malory, Ariosto y Spenser, Keats y Barbara Cartland. Ya no
necesito más datos. Lo que necesito es una teoría para explicarlo todo.
—¿Una teoría? —Las orejas de Philip Swallow se movieron bajo su argénteo
techado, unos cuantos lugares más allá en la mesa—. Esta palabra hace surgir el
Goering que hay en mí. Cuando la oigo, echo mano a mi revólver.
—Entonces no va a gustarte mi conferencia, Philip —dijo Zapp.
En realidad, la conferencia de Morris Zapp no gustó a muchos, y varios miembros
de la audiencia se marcharon antes de que terminara. Rupert Sutcliffe, obligado como
presidente a permanecer sentado de cara al público, asumió un aspecto de pétrea
impasibilidad, pero con una gradación imperceptible las comisuras de su boca
descendieron en ángulo cada vez más agudo, y sus gafas se deslizaron cada vez más a
lo largo de su nariz a medida que avanzaba el discurso. Morris Zapp lo pronunció
caminando de un lado a otro del estrado, con sus notas en una mano y un grueso
cigarro en la otra.
—Ven ante ustedes —comenzó— a un hombre que una vez creyó en la
posibilidad de la interpretación. Es decir, yo pensaba que el objetivo de la lectura era
establecer el significado de textos. Yo era un admirador de Jane Austen. Creo poder
decir sin faltar a la modestia que era «el» admirador de Jane Austen. Escribí cinco
libros sobre Jane Austen, cada uno de los cuales trataba de establecer qué
www.lectulandia.com - Página 30
significaban sus novelas y, naturalmente, demostrar que nadie había entendido
debidamente hasta entonces lo que significaban. Después comencé un comentario
sobre las obras de Jane Austen cuya intención había de ser profundamente
exhaustiva, la de examinar las novelas desde todos los ángulos concebibles: histórico,
biográfico, retórico, mítico, estructural, freudiano, jungiano, marxista, existencialista,
cristiano, alegórico, ético, fenomenológico, arquetípico, todo lo que ustedes quieran.
De tal modo que, una vez escrito cada comentario, no quedara nada más que decir
acerca de la novela en cuestión.
Nunca lo terminé, claro. El proyecto no era tan utópico como auto-destructivo, y
con esto no quiero decir que, en caso de tener éxito, habría acabado por dejarnos a
todos sin trabajo. Quiero decir que no podía tenerlo porque no es posible, y no es
posible a causa de la naturaleza del propio lenguaje, en el cual el significado está
siendo constantemente transferido de un significante a otro y nunca puede ser
absolutamente poseído.
Comprender un mensaje es descodificarlo. El lenguaje es un código. Pero cada
descodificación es otra codificación. Si ustedes me dicen algo, yo compruebo que he
comprendido su mensaje repitiéndoselo a ustedes en mis propias palabras, es decir,
unas palabras diferentes de las utilizadas por ustedes, pues si repito sus palabras
exactamente dudarán de que en realidad les haya entendido. Pero si empleo mis
palabras, de ello se sigue que he cambiado su significado, aunque sea ligeramente, e
incluso en el caso de que yo, en cambio, quisiera indicar mi comprensión
repitiéndoles a ustedes sus palabras inalteradas, no hay garantía de que yo haya
duplicado su significado en mi cabeza, porque yo aporto una experiencia diferente de
lenguaje, literatura y realidad no verbal a esas palabras, y por lo tanto significan para
mí algo distinto de lo que significan para ustedes. Y si creen que no he comprendido
el significado de su mensaje, no lo repiten simplemente con las mismas palabras, sino
que tratan de explicarlo con palabras diferentes, diferentes de las que han utilizado
originalmente, pero entonces este lo ya no es ello con el que comenzaron. Y por otra
parte, ustedes ya no son aquellos ustedes que comenzaron. El tiempo ha avanzado
desde que abrieron la boca para hablar, las moléculas de su cuerpo han cambiado, y
lo que pretendían decir ha sido reemplazado por lo que dijeron, y esto ya se ha
convertido en parte de su historia personal, imperfectamente recordada. La
conversación es como jugar al tenis con una pelota hecha con goma deformante, que
una y otra vez franquee la red con una forma distinta.
Leer es, desde luego, diferente de conversar. Es más pasivo en el sentido de que
no podemos interactuar con el texto, no podemos afectar al desarrollo del texto
mediante nuestras propias palabras, toda vez que las palabras del texto ya vienen
dadas. Tal vez sea esto lo que estimula la búsqueda de interpretación. Si las palabras
quedan fijadas de una vez por todas, ¿no es posible fijar también su significado? Pues
no, porque el mismo axioma —cada descodificación es otra codificación— se aplica
a la crítica literaria de un modo todavía más drástico que al discurso hablado
www.lectulandia.com - Página 31
corriente. En el discurso hablado corriente, el ciclo interminable de codificación-
descodificación-codificación puede concluir con una acción, como ocurre por
ejemplo cuando digo: «La puerta está abierta» y alguien dice: «¿Quiere indicar que le
agradaría que yo la cerrase?», y yo digo: «Si no le importa» y ese alguien cierra la
puerta, en cuyo caso podemos dar por sentado que, a un cierto nivel, mi significado
ha sido comprendido. Pero si el texto literario dice: «La puerta estaba abierta», yo no
puedo preguntarle al texto qué quiere significar al decir que la puerta estaba abierta.
Solo puedo especular acerca del significado de aquella puerta… ¿abierta por
mediación de qué, conducente a qué descubrimiento, misterio, objetivo? La analogía
con el tenis no es válida para la actividad de la lectura, pues no es un proceso de ida y
vuelta, sino una continuidad interminable y atormentadora, un flirteo sin consumo o,
si hay consumo, es solitaria, masturbadora.
En este punto, la audiencia dio muestras de inquietud. El lector juega consigo
mismo tal como el texto juega con él, juega con su curiosidad y su deseo, tal como
una bailarina de striptease juega con la curiosidad y el deseo de su público.
»Como algunos de ustedes saben, yo procedo de una ciudad notoria por sus bares
y clubs nocturnos en los que actúan bailarinas en topless o incluso con menos
indumentaria todavía. Me dicen (yo no recuento personalmente tales lugares, pero se
me asegura con la autoridad de una persona que es nada menos que un anfitrión en
este ciclo de conferencias, mi viejo amigo Philip Swallow, que sí los ha frecuentado)
—en este punto, varios miembros de la audiencia se volvieron en sus asientos para
mirar y sonreír a Philip Swallow, que se sonrojó hasta las raíces de su cabello gris
plateado— que las chicas se despojan de todas sus ropas antes de comenzar a bailar
delante de los clientes, listo no es striptease, pues todo se reduce a desvestirse sin la
menor picardía; es el equivalente terpsicóreo de la falacia hermenéutica de un
significado recuperable, que asegura que si despojamos a un texto literario del ropaje
de su retórica, descubrimos los hechos desnudos que está tratando de comunicar. La
tradición clásica del striptease, sin embargo, que se remonta a la danza de los siete
velos de Salomé y más allá, y que sobrevive en forma degradada en los garitos de su
Soho, ofrece una metáfora válida para la actividad de la lectura. La bailarina
aguijonea al público y el texto aguijonea a sus lectores, con la promesa de una
revelación definitiva que es infinitamente pospuesta. Velo tras velo, prenda tras
prenda, son retirados, pero es la demora al desvestirle lo que confiere excitación, no
el hecho de desnudarse en sí, pues apenas ha quedado revelado un secreto perdemos
interés por él y nos obsesionamos con otro. Cuando hemos visto la ropa interior de la
chica queremos ver su cuerpo, cuando hemos visto sus pechos queremos ver sus
nalgas, y cuando hemos visto sus nalgas queremos ver su pubis, y cuando vemos su
pubis la danza termina… pero ¿hemos satisfecho nuestra curiosidad y nuestro deseo?
Claro que no. La vagina permanece oculta dentro del cuerpo de la chica, protegida
por su vello púbico, y aunque ella se abriera de piernas delante de nosotros —en este
momento, varias damas del público se marcharon ruidosamente— ni con ello
www.lectulandia.com - Página 32
satisfaría la curiosidad y el deseo suscitados por el acto de desnudarse. Al mirar por
ese orificio constatamos que hemos rebasado en cierto modo el objetivo de nuestra
búsqueda, traspasado el placer en la contemplación de la belleza; al contemplar la
matriz, nos vemos devueltos al misterio de nuestro propio origen. Lo mismo ocurre al
leer. El intento de atisbar el mismísimo núcleo de un texto, de poseer su significado
de una vez por todas, es vano; allí solo nos encontramos a nosotros, no la obra en sí.
Dijo Freud que la lectura obsesiva (y yo supongo que, en esta sala, la mayoría
debemos ser contemplados como lectores compulsivos), que la lectura obsesiva,
repito, es la expresión desplazada de un deseo de ver los órganos genitales de la
madre —en este punto, un joven del público se desmayó y fue retirado—, pero el
centro de esta observación, que tal vez no fuera totalmente apreciado por el propio
Freud, radica precisamente en el concepto de desplazamiento. Leer equivale a
rendirse a un interminable desplazamiento de curiosidad y deseo de una frase a otra,
de una acción a otra, de un nivel del texto a otro. El texto se desvela ante nosotros,
pero nunca se deja poseer, y en vez de pugnar por poseerlo deberíamos complacernos
en su provocación.
Morris Zapp procedió a ilustrar su tesis con diversos fragmentos de la literatura
clásica inglesa y norteamericana, y cuando se sentó hubo aplausos dispersos y
desiguales.
—El tema queda abierto para el debate —dijo Rupert Sutcliffe, examinando a la
audiencia con aprensión por encima de las gafas—. ¿Hay alguna pregunta o algún
comentario?
Reinó un largo silencio y finalmente se levantó Philip Swallow.
—He escuchado tu comunicación con gran interés, Morris —dijo—. Con gran
interés. TU mente no ha perdido nada de su agudeza desde que nos vimos por
primera vez. Sin embargo, siento ver que, en el transcurso de estos años, has
sucumbido ante el virus del estructuralismo.
—Yo no me calificaría de estructuralista —le interrumpió Morris Zapp—. Un
postestructuralista, quizás.
Philip Swallow hizo un gesto que implicaba impaciencia ante tan sutiles
distinciones.
—Me refiero a ese escepticismo fundamental acerca de la posibilidad de
conseguir certeza respecto a cualquier cosa, que yo asocio con la maligna influencia
de las teorías continentales. Hubo un tiempo en que leer era una cuestión
relativamente sencilla, algo que se aprendía en la escuela primaria. Ahora parece ser
una especie de misterio arcano, en el que solo ha sido iniciada una reducida élite.
Durante toda mi vicia he estado leyendo libros por su significado, o al menos esto es
lo que siempre he creído estar haciendo. Al parecer, estaba equivocado.
—No estabas equivocado respecto a lo que intentabas hacer —repuso Morris
Zapp, volviendo a encender su cigarro—, te equivocabas al tratar de hacerlo.
—Tengo una sola pregunta —dijo Philip Swallow—, y es la siguiente: ¿Cuál es,
www.lectulandia.com - Página 33
con el mayor respeto, la finalidad de nuestro comentario sobre tu comunicación si, de
acuerdo con tu teoría, no deberíamos estar discutiendo en absoluto lo que en realidad
has dicho, sino discutiendo algún recuerdo imperfecto o una interpretación subjetiva
de lo que has dicho?
—No hay finalidad —replicó Morris Zapp alegremente—, si por finalidad
entiendes la esperanza de llegar a una cierta verdad. Pero ¿cuándo has descubierto tal
cosa en una sesión de preguntas y debate? Se sincero, ¿has estado alguna vez en una
conferencia o un seminario al final de los cuales hayas podido encontrar dos personas
presentes capaces de estar de acuerdo en el más simple resumen de lo que se ha
dicho?
—Entonces, por el amor de Dios, ¿cuál es la finalidad de todo eso? gritó Philip
Swallow, alzando las dos manos.
—La finalidad es, desde luego, la de apoyar la institución de estudios literarios
académicos. Mantenemos nuestra posición en la sociedad efectuando públicamente
un cierto ritual, exactamente como cualquier otro grupo de trabajadores en el reino
del discurso: abogados, políticos, periodistas… Y puesto que parece como si por hoy
hubiéramos cumplido con nuestro deber, ¿qué tal si hiciéramos todos una pausa para
tomar un trago?
—Me temo que tendrá que ser té —dijo Rupert Sutcliffe, aferrándose aliviado a
esta invitación para acelerar el final del acto—. Muchas gracias por tan… estimulante
y, ¡ejem!, sugestiva conferencia.
—Sugestiva y estimulante… el vejete ha dado en el clavo —dijo Persse a
Angélica al salir de la sala de conferencias—. ¿Sabe tu madre que te dedicas a
escuchar esa clase de lenguaje?
—A mí me ha parecido interesante —afirmó Angélica—. Desde luego, todo eso
se remonta a Peirce.
—¿A mí?
—Peirce. Otra variante en el deletreo de tu nombre. Era un filósofo americano y
escribió en algún lugar acerca de la imposibilidad de despojar el significado de los
velos de la representación. Y esto fue antes de la primera guerra mundial.
—¿Qué me dices? Eres una joven notablemente ilustrada, Angélica, ¿lo sabías?
¿Dónde te educaste?
—Pues en varios lugares —contestó ella vagamente—. Sobre todo en Inglaterra y
en Estados Unidos.
Pasaron ante Rupert Sutcliffe y Philip Swallow que, en el pasillo, procedían a una
consulta urgente con Bob Busby, al parecer acerca de entradas para el teatro.
—¿Vas a la función de teatro esta noche? —preguntó Angélica.
—No me apunté. ¿En el formulario no decía cuál era la función?
—Creo que es Lear.
—¿Vas a ir, pues? —inquirió Persse con ansiedad—. ¿Y mi poema?
—¿Tú poema? ¡Vaya, lo olvidé! A las diez en el último piso, ¿verdad? Procuraré
www.lectulandia.com - Página 34
volver lo antes posible. El profesor Dempsey me lleva en su coche, y esto me hará
ganar tiempo.
—¿Dempsey? Conviene que tengas cuidado con ese tipo. Es un predador de
chicas como tú. Él mismo me lo dijo.
Angélica se echó a reír.
—Sé cuidar de mi persona.
Encontraron a Morris Zapp solo bebiendo té en la sala comunitaria, pues los
demás asistentes habían creado a su alrededor una especie de cordón sanitario.
Angélica se dirigió sin circunloquios al norteamericano.
—Profesor Zapp, me ha entusiasmado su conferencia —dijo, con un grado de
entusiasmo superior a lo que Persse hubiera esperado o, desde luego, se hubiera
sentido dispuesto a aprobar.
—Muchas gracias, Al —contestó Zapp—. Por mi parte, he disfrutado dándola,
pero al parecer he ofendido a los nativos.
—Estoy trabajando en el tema del romance para mi doctorado —dijo Angélica—,
y me ha parecido que mucho de lo que decía usted era perfectamente aplicable al
romance.
—Naturalmente —asintió Morris Zapp—. Es aplicable a todo.
—Me refiero a la idea del romance como striptease narrativo, la interminable
orientación del lector, un repetido aplazamiento de una revelación definitiva que
nunca llega… o que, cuando lo hace, pone fin al placer del texto…
—Exactamente —dijo Morris Zapp.
—E incluso hay no poco striptease real en los romances.
—¿De veras? —exclamó Morris Zapp—. Sí, supongo que sí.
—Las heroínas de Ariosto, por ejemplo, siempre están perdiendo la ropa y son
contempladas con deleite por los héroes que las rescatan.
—Hace mucho tiempo que no he leído a Ariosto —dijo Morris Zapp.
—Y desde luego, The Faerie Queene… las dos chicas en la fuente de la Glorieta
de la Felicidad…
—Tengo que echar un nuevo vistazo a todo esto —dijo Morris Zapp.
—Después tenemos a Madeline desvistiéndose bajo la mirada de Porfirio en «La
víspera de Santa Inés».
—Claro, «La víspera de Santa Inés».
—Y Geraldine en «Christabel».
—… «Christabel»…
En este momento llegó presuroso Philip Swallow.
—Morris, espero que no te importara que arremetiera contra ti hace un
momento…
—Claro que no, Philip. Vive le sport.
—Es que nadie parecía inclinado a hablar, y a mí me preocupan mucho estas
cuestiones; creo, en realidad, que el tema se encuentra en un estado de crisis… —Se
www.lectulandia.com - Página 35
interrumpió al retroceder Angélica cortésmente—. Oh, lo siento, ¿he interrumpido
alguna conversación?
—No pasa nada, habíamos terminado —dijo Angélica—. Muchísimas gracias,
profesor Zapp; su ayuda ha sido muy valiosa.
—Cuando guste, Al.
—En realidad, me llamo Angélica, ¿sabe?
—Es que yo creía que Al era una abreviatura de algo —explicó Morris Zapp—.
Si puedo echarle otra mano, hágamelo saber.
—¡Si no te ha echado ninguna mano! —exclamó Persse indignado, mientras los
dos se procuraban té y galletas—. Tú has facilitado las ideas y los ejemplos.
—Sí, pero su conferencia aportó el estímulo.
—Me dijiste que lo había copiado todo de aquel otro fulano, de nombre parecido
al mío.
—Yo no dije que lo copiara todo, tonto. Tan solo que Peirce tuvo la misma idea.
—¿Y por qué no le has dicho eso a Zapp?
—Conviene tratar con miramientos a estos profesores, Persse —dijo Angélica,
con una sonrisa socarrona—. Conviene halagarles un poco.
—¡Ah, Angélica! —Un traje azul eléctrico se interpuso entre ellos—. Me gustaría
comentar esa interesantísima idea de Jakobson que has mencionado esta mañana —
dijo Robin Dempsey—. No podemos permitir que McGarrigle te monopolice durante
todo el ciclo de conferencias.
—Y además, tengo que ver al doctor Busby —dijo Persse, retirándose con
dignidad.
Encontró a Bob Busby en la oficina de las conferencias. Un joven de la
Universidad de Londres, al que Persse había oído la observación acerca de los
generales que abandonan a sus ejércitos, durante la pausa para el café de aquella
mañana, agitaba una entrada de teatro ante la nariz de Busby.
—¿Trata de decirme que, después de todo, esta entrada no es para el Lear? —
estaba diciendo.
—Es que, desgraciadamente, el teatro ha aplazado el estreno de El rey Lear —
explicó Busby en tono de excusa—. Y ha prolongado las representaciones de la
pantomima navideña.
—¿Pantomima? ¿Pantomima?
—Es la única obra que en todo el año consigue un beneficio, por lo que en
realidad no es posible culparles —dijo Busby—. El gato con botas. Creo que está
muy bien.
—Dios mío —se levantó el joven—. ¿Hay alguna posibilidad de que recupere el
importe de la entrada?
—Mucho me temo que ya es demasiado tarde —contestó Busby.
—Yo se la compro —dijo Persse.
—¿De veras? —exclamó el joven, volviéndose en redondo—. Cuesta dos libras
www.lectulandia.com - Página 36
con cincuenta. Puede quedársela por dos libras.
—Gracias —dijo Persse, entregándole el dinero.
—No vaya contando a todo el mundo que se trata del Gato con botas —suplicó
Busby—. Yo hago correr que es una especie de excursión misteriosa.
—Lo que para mí es un misterio —dijo el joven— es, ante todo, por qué vinimos
todos nosotros a este rincón olvidado por Dios.
—Bueno, tampoco es tan malo —protestó Busby—. Es muy céntrico.
—¿Céntrico respecto a qué?
Bob Busby frunció el ceño.
—Desde que abrieron la M50 yo puedo ir a Tintern Abbey, de puerta a puerta, en
noventa y cinco minutos.
—¿Va allí a menudo, verdad? —comentó el joven. Manoseó especulativamente
los dos billetes de libra de Persse—. ¿Hay algún buen fish-and-chips por ahí cerca?
Me muero de hambre. Desde que llegué no he podido tragar bocado.
—Hay una tienda de comida china ante el segundo semáforo de la carretera de
Londres —contestó Bob Busby—. Lamento que no le agrade la comida, pero siempre
cabe esperar lo de mañana por la noche.
—¿Qué ocurre mañana por la noche?
—¡Un banquete medieval! —exclamó Busby, radiante de orgullo.
—No sé cómo podré esperar —repuso el joven al marcharse.
—Pensé que sería un clímax bastante simpático para el ciclo de conferencias —
dijo Bob Busby a Persse—. Hemos contratado a una empresa que se ocupará de la
comida y facilitará el espectáculo. Habrá aguamiel y juglares, y… —se frotó las
manos con anticipado regocijo— también mozas.
—Vaya —comentó Persse—, veo que en Rummidge no se privan de nada. A
propósito, ¿tiene un plano callejero de la ciudad? Vive en pila una tía mía, y debo
hacerle una visita. La dirección es Gittings Road.
—¡Hombre, esto cae bastante cerca de aquí! —exclamó Busby—. Para un paseo.
Yo le dibujaré un mapa.
Siguiendo las instrucciones de Busby, Persse salió del campus, atravesando unas
tranquilas calles residenciales flanqueadas por casas grandes y lujosas, señalados sus
nevados caminos de entrada por las huellas de neumáticos de Rovers y Jaguars y
cruzó una concurrida avenida, en la que autobuses y camiones habían batido la nieve
hasta convertirla en surcos de negro fango. Al cabo de unos minutos, advirtió frente a
él la presencia de una figura que avanzaba y resbalaba en la acera, coronada por una
familiar gorra a cuadros.
—Hola, profesor Zapp —saludó al ponerse a su nivel—. ¿Está dando un paseo?
—¡Hola, Percy! No, me dispongo a hacerle una visita a mi ex casero. Sepa que
pasé seis meses en este lugar, hace diez años. Incluso en cierto momento pensé en
www.lectulandia.com - Página 37
quedarme. Debía de estar chiflado. ¿Usted lo conoce bien?
—Nunca había estado aquí, pero tengo una tía que vive en la población. No es
una tía propiamente dicha, sino una parienta a través de primos. Mi madre me dijo
que no dejara de visitarla, y ahora voy a hacerlo.
—Una visita de cumplido, ¿verdad? Aquí, yo tengo que doblar a la derecha.
Persse consultó su mapa.
—Yo también.
—¿Y qué le parece Rummidge?
—Hay demasiados faroles.
—¿Cómo dice?
—De noche no se pueden ver las estrellas como es debido, a causa de tantos
faroles —explicó Persse.
—Sí, y hay unas cuantas desventajas más de las que yo podría hablarle —dijo
Morris Zapp—. Por ejemplo, ni un solo restaurante al que pudiera llevar a su peor
enemigo, cuatro tipos diferentes de enchufe eléctrico en cada habitación, habitaciones
de hotel en las que a uno se le hielan hasta las cejas, y disc jockeys merecedores de
que alguien les seccione la tráquea. No puedo decir que la ausencia de estrellas me
incomodara en exceso.
—Incluso la luna parece más apagada que en casa —añadió Percy.
—¿Sabe que es usted un romántico, Percy? Debería escribir versos. Esta es la
calle Gittings Road.
—La calle de mi tía —precisó Persse.
Morris Zapp se detuvo en medio de la acera.
—He aquí una coincidencia notable —dijo—. ¿Cómo se llama su tía?
—Es la señora O’Shea, Nuala O’Shea —contestó Persse—. Su esposo es el
doctor Milo O’Shea.
Morris Zapp, excitado, ejecutó una breve danza.
—¡Es él, es él! —gritó, en una tosca imitación del acento irlandés ¡Es él, mi ex
casero! ¡Madre de Dios, cómo va a sorprenderse al vernos a los dos!
—¡Madre de Dios! —exclamó el doctor O’Shea, cuando abrió la puerta de su
vasta y lóbrega casa—. ¡Pero si es el profesor Zapp!
—Y ahí está su sobrino procedente de la Isla Esmeralda, Percy McGarrigle, que
viene a ver a su tía —explicó Morris Zapp.
El rostro del doctor O’Shea reflejó compunción.
—Ah, sí, tu mamá escribió, Persse. Pero siento decirte que no encuentras a la
señora O’Shea, pues ayer se marchó a Irlanda. Pero, entren, entren… No puedo
ofrecerles nada y debo estar en el gabinete quirúrgico dentro de veinte minutos, pero
entren. —Les condujo a un helado salón que olía a moho y a naftalina, y encendió un
fuego eléctrico en el hogar de la chimenea. Se iluminaron los carbones simulados,
pero no la resistencia—. Siempre me da una impresión confortable; hace que uno se
caliente solo con mirarlo —comentó el doctor.
www.lectulandia.com - Página 38
—Le he traído un poco de tonificante libre de impuestos —dijo Morris Zapp,
sacando media botella de scotch del bolsillo de su impermeable.
—Que Dios se lo pague. Es como en los viejos tiempos —rezongó el doctor
O’Shea, arrodillándose y buscando unos vasos en una alacena—. El whisky corría
como el agua cuando el profesor Zapp vivía aquí —confió a Persse.
—No vaya a sacar una impresión errónea, Percy —dijo Morris Zapp—. Solo es la
manera de Milo de decir que yo solía tener un par tic botellas de Oíd Grandad en el
armario. A su salud, Milo.
—¿Y dónde está tía Nuala? —inquirió Persse cuando hubieron apurado el whisky
y O’Shea procedía a llenar de nuevo los vasos.
—Otra vez en Sligo. Conflictos familiares. —El doctor O’Shea meneó
gravemente la cabeza—. Su hermana está enferma, muy enferma. Y todo por culpa de
aquella hija suya, Bernadette.
—¿Bernadette? —intervino Morris Zapp—. ¿Se refiere a aquella chiquilla de
cabellos negros que vivía con usted cuando yo tenía mi apartamento arriba?
—La misma. ¿Tú conoces a tu prima Bernadette, Persse?
—No la he visto desde que éramos unos crios. Pero oí rumores de un cierto
escándalo.
—Sí, desde luego hubo un escándalo. Cuando nos dejó, se fue a trabajar en un
hotel de Sligo Town, como camarera de ese hotel, y uno de los huéspedes se
aprovechó de ella. Para resumir la historia, se quedó embarazada y fue despedida.
—¿Quién era el tipo? —preguntó Morris Zapp.
—Nadie lo sabe. Bernadette se negó a decirlo. Desde luego, cuando volvió a su
casa, sus padres tuvieron un gran disgusto y se enfurecieron.
—¿Le dijeron que nunca más volviera a cruzar su puerta? —quiso saber Morris
Zapp.
—No con tantas palabras, pero el resultado fue el mismo —respondió el doctor
O’Shea—. Bernadette empaquetó sus cosas y se fue de su casa en plena noche. —
Hizo una pausa impresionante, apuró su vaso y se pasó el dorso de la mano a través
de la boca, produciendo un ruido áspero en su barba de doce horas—. Y desde
entonces no ha vuelto a oírse ni media palabra de ella. Con esta pena encima, su
madre ha decaído a ojos vistas y lo que todos tememos, claro está, es que Bernadette
fuese a Londres para librarse del crío en una de aquellas clínicas para abortar. ¿Quién
sabe? Incluso pudo haber muerto allí, en pecado mortal. —Y una vez llegado con
apresuramiento a tan penosa conclusión, el doctor O’Shea se persignó y suspiró—.
Esperemos que el Señor misericordioso le concediera la gracia de arrepentirse en el
último instante.
El teléfono empezó a sonar en el vestíbulo.
—Debe de ser el gabinete quirúrgico, para saber qué ha sido de mí —dijo el
doctor O’Shea, levantándose y agachándose acto seguido para apagar la iluminación
del fuego eléctrico.
www.lectulandia.com - Página 39
—Nosotros nos marchamos —dijo Morris Zapp—. Ha sido un placer volver a
verle, Milo.
Ya fuera de la casa, se volvió y, con un suspiro, contempló el piso alto del
edificio.
—Yo ocupaba aquel apartamento, y Bernadette se ocupaba de limpiarlo. Pobre
criatura, era bastante monina, a pesar de que había perdido todos los dientes. Me
enfurece oír hablar de esas chicas que se quedan preñadas en nuestra época. Diríase
que el individuo, fuera quien fuese, pudo haber tomado precauciones.
—No se pueden conseguir contraceptivos en Irlanda —dijo Persse—. Venderlos
es ilegal.
—¿De veras? Supongo que aquí llenará su maleta de… ¿cómo llaman aquí a los
condones? ¿Durex, verdad?
—No —contestó Persse—. Yo creo en la castidad premarital para ambos sexos.
—No es una mala idea, Percy, pero, si quiere saber mi opinión, no creo que tenga
éxito.
Se separaron en la esquina de Gittings Road, puesto que Morris Zapp se dirigía a
casa de Swallow, no lejos de allí, y Persse regresaba a los pabellones de residencia.
—¿Irá al teatro esta noche? —preguntó Persse.
—No, Philip Swallow me ha prevenido al respecto. Creo que me acostaré
temprano, para compensar el sueño perdido en el vuelo. Cuídese.
Persse caminó a buen paso hasta Martineau Hall, pero descubrió que llegaba tarde
para la cena, ya que esta se había adelantado debido a la función teatral.
—No le importe, simpático, pues no valía gran cosa —dijo la mujer de los rizos
amarillos, mientras disponía los cubiertos del desayuno en el vacío comedor—. Era
empanada de pastor, preparada con las sobras del almuerzo. Quedan algunas galletas
y un poco de queso, si pueden servirle.
Metiéndose de buena gana unas galletas y una ración de cheddar en la boca,
Persse corrió hacia el vestíbulo del Lucas Hall. Dempsey, muy elegante con un blazer
marrón oscuro y pantalón gris de franela, esperaba de pie cerca de la puerta.
—¿Va al teatro? —preguntó Persse—. Necesito que alguien me lleve.
—Lo siento, amigo, pero mi coche está lleno. Hay un autocar que sale del
comienzo del camino de entrada. Si corre, probablemente lo atrapará.
Persse corrió, pero no lo atrapó. Mientras se encontraba junto a la verja del
recinto, preguntándose qué podía hacer, pasó raudo Dempsey al volante de un
Volkswagen Golf, salpicando de lodo a Persse. Angélica ocupaba el otro asiento
delantero y le sonrió y saludó con la mano. En el asiento posterior no había nadie.
Hacía frío y oscurecía. Persse alzó el cuello de su anorak, hundió las manos en los
bolsillos y echó a andar en dirección al centro de la ciudad. Cuando encontró por fin
el Repertory Theatre, una gran estructura futurista de hormigón cerca del
Ayuntamiento, hacía rato que había comenzado la representación de El gato con
botas, y fue acompañado hasta su asiento mientras un hombre, aparentemente vestido
www.lectulandia.com - Página 40
de Robin Hood, pedía al público que siseara cada vez que viera aparecer al malvado
barón Blunderbuss. Seguía después un dúo entre el hijo del molinero y la princesa de
la que estaba enamorado; un interludio cómico estilo payasada, en el que dos
incompetentes operarios que supuestamente habían de empapelar el salón del rey se
llenaban el uno al otro de engrudo y dejaban caer, una y otra vez, sus utensilios sobre
el pie gotoso del monarca; y como final del primer acto, un número espectacular de
canto y danza para toda la compañía, titulado «Fiebre gatuna del sábado por la
noche», en el que el Gato con Botas salía ganador en un Real Concurso de Disco
Dancing celebrado en palacio.
Se encendieron las luces para el intermedio, revelando a Persse el aspecto de
aturdimiento de sus compañeros de congreso. Algunos declaraban su intención de
marcharse inmediatamente y buscar una buena película. Otros trataban de sacar el
mejor partido posible —«Al fin y al cabo, hoy en día es la única forma genuinamente
popular de teatro en Gran Bretaña, y pienso que tenemos el deber de experimentarla
personalmente»—, y era evidente que algunos lo habían pasado a lo grande, siseando,
batiendo palmas y uniéndose a las canciones, pero no querían admitirlo. Sin embargo,
de Angélica y Dempsey no había ni rastro.
Mientras los buscaba en el abarrotado vestíbulo, Persse encontró a la señorita
Maiden, que ofrecía un aspecto contrastante entre la grisácea muchedumbre
provinciana, ya que llevaba una capa de piel de zorro sobre un vestido largo de
noche, y esgrimía unos gemelos de teatro provistos de mango. Se le ocurrió a Persse
que debía de haber sido una mujer muy guapa en su juventud.
—Hola, joven —le saludó ella—. ¿Le gusta la obra?
—Me resulta muy difícil seguirla —contestó Persse—. ¿Qué hace en ella Robin
Hood? Yo creía que El gato con botas era un cuento francés.
—Vamos, vamos, no se puede tener tanto apego a lo literal —dijo la señorita
Maiden, dándole unos golpecitos reprobadores con su programa enrollado—. Jessie
Weston describe una obra con máscaras representada cerca de Rugby, en
Warwickshire, en la que las dramatis personaes on Papá Noel, San Jorge, un noble
turco, Moll Finney, que es la madre del noble, un médico, Humpty Jack, Belcebú y
Big-Head-and-Little-Wit. ¿Qué me dice de esto?
—No mucho, me temo.
—¡Pues es fácil! —gritó la señorita Maiden triunfalmente—. San Jorge mata al
noble, la madre le llora y el médico le vuelve a la vida. Simboliza la muerte y el
resurgir de las cosechas en invierno y en verano. Al final todo vuelve a ser lo mismo:
la fuerza vital que incesantemente se renueva a sí misma. Robin Hood, como usted
sabe, está relacionado con el Hombre Verde de la leyenda medieval, que era
originariamente un dios árbol o un espíritu de la naturaleza.
—Pero ¿y esta función de hoy?
—Pues bien, el rey gotoso es, evidentemente, el rey pescador que gobierna unas
tierras estériles, y el hijo del molinero es el héroe que restaura su fertilidad a través de
www.lectulandia.com - Página 41
la magia del Gato con Botas, y es recompensado con la mano de la hija del rey.
—¿O sea que el Gato con Botas equivale al Grial? —preguntó Persse en broma.
La señorita Maiden no se inmutó.
—Desde luego. Las botas son fálicas, y sin duda usted está familiarizado con la
vulgar expresión «minina», ¿no?
—Sí, la he oído algunas veces —admitió Persse débilmente.
—Le aseguro que es una metáfora muy antigua y ampliamente extendida. Por lo
tanto, ya ve que el personaje del Gato con Botas representa la misma combinación de
principios masculinos y femeninos que la copa y la lanza en la leyenda del Grial.
—Sorprendente —dijo Persse—. Hace que uno se pregunte cómo permiten a los
niños ver esas pantomimas. A propósito, señorita Maiden, ¿ha visto usted a Angélica
Pabst y el profesor Dempsey esta tarde?
—Sí, les vi salir del teatro poco antes de que comenzara la función —contestó la
señorita Maiden—. Lo lamentarán cuando sepan lo que se han perdido. ¡Ah, ya suena
el timbre! Hemos de volver a nuestros asientos.
Persse no volvió al suyo, sino que abandonó el teatro y emprendió a pie el regreso
al Lucas Hall. Tomó el ascensor hasta el último piso, que estaba oscuro y desierto,
puesto que no había sido necesario acomodar a nadie tan lejos del nivel del suelo. El
edificio consistía en dos torres gemelas que se comunicaban, a pisos alternos,
mediante pasillos con vidrieras. La terraza del piso alto, como Persse ya había
comprobado, ofrecía una excelente vista aérea de los terrenos de ambos edificios, el
lago artificial entre ellos y los suburbios del sudoeste de Rummidge. Escudriñó el
cielo: había algunas nubecillas, pero en general estaba despejado y empezaba a salir
la luna.
Cuando hubo pasado casi una hora, Persse oyó el quejido de un ascensor que
ascendía por su caja. Corrió hacia las puertas del ascensor y se mantuvo a la
expectativa, sonriente. Las puertas se abrieron para revelar la faz ceñuda de Dempsey
y Persse reordenó sus facciones.
—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó Dempsey.
—Pensando —contestó Persse.
Dempsey salió del ascensor.
—Estoy buscando a Angélica —dijo.
—No está aquí.
Las puertas del ascensor se cerraron automáticamente detrás de Dempsey.
—¿Está seguro? —inquirió—. Esto está muy oscuro. ¿Por qué no ha encendido
las luces?
—Pienso mejor en la oscuridad —explicó Persse.
Dempsey encendió las luces del rellano y miró a su alrededor con suspicacia.
—¿Y en qué está pensando?
—En un poema.
Por un momento, el ceño de Dempsey se convirtió en mueca burlona.
www.lectulandia.com - Página 42
—He estado pensando en aquel limerick —dijo—. ¿Qué le parece esto como
comienzo?
There was a young fellow from Limerick
Who tried to have sex with a candlestick[6]…
www.lectulandia.com - Página 43
—Oh, Persse —susurró ella—. Qué idea tan maravillosa. Un poema de tierra.
—¿Por qué lo llamas así? Yo diría un poema de nieve.
—Estaba pensando en el arte terráqueo… Ya sabes, aquellos dibujos de millas de
longitud y que solo pueden verse desde un avión.
—Sí, pero es también un poema de sol y un poema de luna, porque el sol derritió
la nieve en mis pisadas y la luna las ha iluminado para que tú las veas.
—Qué brillante está la luna esta noche —murmuró Angélica.
No había retirado su mano de la de él.
—¿Has pensado alguna vez, Angélica —preguntó Persse—, qué cosa tan notable
es que el sol y la luna parezcan tener, ante nuestros ojos, más o menos el mismo
tamaño?
—No —repuso Angélica—, nunca lo había pensado.
—Tanta mitología y tanto simbolismo dependen de la equivalencia de estos dos
discos en nuestro firmamento, uno presidiendo el día y el otro la noche, como si
fueran gemelos… Y sin embargo, no es más que un truco de perspectiva, el producto
del tamaño relativo de la luna y del sol, y su distancia de nosotros y entre los dos. Las
probabilidades contra el hecho de que esto sucediera por azar deben de ser del orden
de miles de millones contra una.
—¿No crees que fuese el azar?
—Yo creo que es una de las grandes pruebas de un creador divino —dijo Persse
—. Creo que tenía buen ojo para la simetría.
—Como Blake —sonrió Angélica—. A propósito, ¿has leído Fearful Symmetry,
de Frye? Un libro excelente, creo yo.
—No quiero hablar de crítica literaria —observó Persse, apretando la mano de
ella y acercándose más—. No estando a solas contigo, aquí arriba y a la luz de la
luna. Quiero hablar de nosotros.
—¿Nosotros?
—¿Quieres casarte conmigo, Angélica?
—¡Claro que no! —exclamó ella, retirando de golpe la mano y con una risa de
incredulidad.
—¿Y por qué no?
—Pues bien, por un centenar de razones. Apenas acabo de conocerte, y por otra
parte no quiero casarme.
—¿Nunca?
—No digo que nunca, pero primero quiero tener una carrera propia, y esto
significa que debo disponer de libertad para ir a todas partes.
www.lectulandia.com - Página 44
—No me importaría —dijo Persse—. Yo iría contigo.
—¿Sí? ¿Y abandonarías tu trabajo?
—En caso necesario, sí —contestó él.
Angélica meneó la cabeza.
—Eres un romántico sin remedio, Persse. Y además, ¿por qué quieres casarte
conmigo?
—Porque te quiero —dijo Persse— y creo en la castidad prematrimonial.
—Tal vez yo no —repuso ella con una mueca traviesa.
—¡Oh, Angélica, no me atormentes! Si has tenido otros amantes, no quiero oír
nada al respecto.
—No es esto lo que yo quiero decir —replicó Angélica.
—No me importa si no eres virgen —dijo Persse, y añadió—: Claro que preferiría
que lo fueses.
—¡Ay, la virginidad! —murmuró Angélica—. ¿Qué es? ¿Una presencia o una
ausencia? ¿La presencia de un himen o la ausencia de un pene?
—Que no sea ni una cosa ni otra —dijo Persse, ruborizándose—, pues yo soy
virgen.
—¿De veras? —Angélica le miró con interés—. Pero hoy en día las parejas
suelen acostarse juntas antes de casarse. Al menos, así lo tengo entendido.
—Esto va en contra de mis principios —manifestó Persse—, pero si me prometes
casarte conmigo después, tal vez ceda en este punto.
Angélica dejó escapar una risita.
—No olvides que esto ha sido totalmente idea tuya. —De pronto apoyó un dedo
en el cristal—. ¡Fíjate, hay un animalito en la nieve, allí abajo! ¿Puede ser un conejo,
o una liebre?
—«La liebre cojeaba temblorosa a través de la hierba helada» —citó él.
—¿Qué es esto? ¡Ah, sí, «La víspera de Santa Inés»!
Y silencio guarda el rebaño en lanudo redil.
»Me entusiasma esa expresión, “lanudo redil”. ¿A ti no? Hace pensar en abrigarse
bien con una manta, pero también podría ser una metáfora de la nieve impulsada por
el viento, de modo que en cierta manera compendia la unión forzosa de los extremos
de calor y frío, sensualidad y austeridad, vida y muerte, que discurren a través de todo
el poema.
—¡Oh, Angélica! —exclamó Persse—. No importa la textura verbal. Recuerda
cómo termina el poema:
»Y se marcharon, ay, largo tiempo ha,
»Aquellos amantes huyeron en plena tormenta.
»¡Sé mi Madeline, y deja que yo sea tu Porfirio!
www.lectulandia.com - Página 45
»¡Despierta! ¡Levántate, amor mío, y no temas,
»Más allá de los páramos del sur tengo un hogar para ti!
Y también lo había hecho, a la mañana siguiente, la inscripción hecha por Persse del
nombre de ella en el paisaje. El viento había cambiado de dirección durante la noche,
trayendo consigo una lluvia tibia que había derretido y hecho desaparecer la nieve. Al
correr las cortinas de la ventana de su cuarto, Persse vio unos húmedos prados verdes
y unos fangosos parterres bajo unas nubes bajas y veloces. Y, chapoteando entre los
charcos del terreno de aparcamiento, estaba la sorprendente figura de Morris Zapp,
www.lectulandia.com - Página 46
ataviado con un chándal de color rojo brillante y zapatillas deportivas, y con un
cigarro apagado entre los dientes. Poniéndose rápidamente un suéter, unos vaqueros y
los zapatos de tenis que utilizaba como zapatillas, Persse salió corriendo al suave aire
matinal y pronto alcanzó al norteamericano, cuyo paso era en realidad más lento que
el normal de paseo.
—¡Buenos días, profesor Zapp!
—Ah, hola, Percy —murmuró Morris Zapp, que se sacó la colilla de cigarro de
entre los dientes, la inspeccionó con cierta sorpresa y la arrojó entre una mata de
laurel—. ¿Usted también practica el jogging? Oiga, no quiero que por mi culpa se
retrase.
—Nunca hubiera sospechado que fuese usted un corredor.
—Esto es hacer jogging, Percy, no correr. Correr es un deporte. El jogging es un
castigo.
—¿Quiere decir que no le gusta?
—¿Gustarme? ¿Bromea? Lo hago tan solo por mi salud. Hace que me sienta tan
espantosamente que supongo que debe de hacerme algún bien. Y además está ahora
muy de moda en los círculos académicos americanos. El éxito no es tan solo función
del número de artículos que uno ha publicado el año anterior, sino de cuántas millas
ha recorrido esta mañana.
—También aquí parece ganar adeptos —dijo Persse—. Estoy viendo a otro
corredor delante de nosotros. Pero yo creo, profesor Zapp, que usted no tiene que
preocuparse por su éxito. Ya es usted famoso.
—No es tan solo una cuestión de alcanzarlo, Percy, sino también de conservarlo.
Debe usted recordar a los jóvenes presurosos.
—¿Quiénes son?
—¿Nunca ha leído la Microcosmograpbia Académica de Comford? Sé de
memoria fragmentos enteros. «Desde muy abajo te llegará el rugido de una
implacable multitud de jóvenes presurosos. Tal vez llegues a crecer lo suficiente
como para saber qué es lo que les apresura. Les apresura apartarte a ti de su camino.»
—¿Quién era Comford?
—Un clasicista de Cambridge a principios de siglo, bajo el hechizo de Freud y
Frazer. ¿Usted conoce la idea freudiana de sociedad primitiva como una tribu en la
que los hijos matan al padre cuando este se vuelve viejo e impotente, y se quedan con
sus mujeres? En la moderna sociedad académica se quedan con las becas de estudio
de uno. Y también con sus mujeres, claro.
—Esto es muy interesante —dijo Persse—. Me recuerda el Ritual and Romance
de Jessie Weston.
—Pues sí, es la misma idea básica. Excepto que en la leyenda del Grial el héroe
cura la esterilidad del rey. En la versión freudiana, el viejo muere a manos de sus
hijos. Lo cual me parece a mí más auténtico.
—¿Y esta es la razón de que practique el jogging?
www.lectulandia.com - Página 47
—Esta es la razón de que practique el jogging. Para demostrar que todavía no
estoy para el arrastre. Y por otra parte, mis ambiciones distan de verse satisfechas.
Antes de retirarme, quiero ser el profesor de inglés mejor pagado del mundo.
—¿Y a cuánto asciende esto?
—No lo sé, y esto me tiene alerta. Los más encumbrados en esta profesión
mantienen los labios sellados en lo que se refiere a sus salarios. Tal vez yo sea ya el
profesor de inglés mejor pagado del mundo, sin saberlo. Cada vez que amenazó con
dejar Euphoric State, me aumentan el sueldo en cinco mil dólares.
—¿Quiere marcharse entonces, profesor Zapp?
—En absoluto, pero tengo que impedir que den por sentada mi presencia allí. Hoy
en día no tiene ningún objeto saltar de una universidad a otra. Hubo un tiempo en que
así progresaba uno. Había un orden muy selectivo entre las diversas escuelas y uno
medía su éxito de acuerdo con su posición en esa escala. Se suponía que todo el
personal más interesante se concentraba en unas pocas instituciones, como Harvard,
Yale, Princeton y otras por el estilo, y para entrar en acción uno había de encontrarse
en uno de esos lugares. Hoy ya no es así.
—¿No?
—No. Los tiempos del campus individual han pasado ya. Esto pertenece a una
tecnología obsoleta, como los ferrocarriles y la prensa de imprimir. Por ejemplo,
basta con mirar este campus, que viene a resumirlo todo: la industria pesada de la
mente.
Habían llegado a lo alto de un promontorio que ofrecía una vista panorámica de la
Universidad de Rummidge, dominada por su campanario (un calco en ladrillo rojo de
la Torre Inclinada de Pisa) y flanqueada a un lado por las arboledas de las calles
residenciales que Persse había recorrido la tarde anterior, y en el otro por fábricas y
por unas grises y apiñadas casas unifamiliares. Un ferrocarril y un canal dividían en
dos el paraje, cubierto por un conjunto de grandes edificios de diseño heterogéneo y
construidos en ladrillo y hormigón. Morris Zapp pareció alegrarse de tener una
excusa para detenerse un momento mientras contemplaban el paisaje.
—¿Ve lo que quiero decir? —preguntó jadeante, con un movimiento del brazo
que parecía abarcarlo todo para desecharlo después—. Es enorme, pesado,
monolítico. Pesa unos mil millones de toneladas. Uno puede sentir el peso de esos
edificios, ejerciendo presión sobre la tierra. Fíjese en la Biblioteca…, construida
como un inmenso almacén, lodo el lugar está diciendo: «Aquí almacenamos
conocimientos; si los quieres, has de entrar y conseguirlos». Pues bien, esto ya no es
válido.
—¿Y por qué no?
Persse emprendió de nuevo un trote moderado.
—Porque —respondió Morris Zapp, siguiéndole de mala gana— en el mundo
moderno la información es mucho más portátil que antes. Y la gente también. Ergo,
ya no es necesario guardar la información en un edificio, ni mantener a los mejores
www.lectulandia.com - Página 48
alumnos encerrados en un campus. Hay tres cosas que han provocado una revolución
en la vida académica durante los últimos veinte años, aunque muy pocos se hayan
dado cuenta: los viajes en reactor, los teléfonos de marcado directo y la
fotocopiadora. Hoy en día, los sabios no han de trabajar en la misma institución para
intercambiar sus impresiones, pues se llaman unos a otros o se encuentran en los
congresos internacionales. Y ya no han de buscar los datos en los estantes de las
bibliotecas, pues todo artículo o libro que les parece interesante lo hacen fotocopiar y
lo leen en casa. O en el avión que les lleva al siguiente congreso. Yo trabajo sobre
todo en casa o en los aviones, últimamente. Rara vez entro en la universidad, excepto
para dar mis clases.
—Esta es una teoría muy interesante —dijo Persse—. Y además tranquilizadora,
puesto que en mi universidad hay muy pocos edificios y apenas libros.
—Exactamente. Mientras tenga usted acceso a un teléfono, a una fotocopiadora y
a un fondo de ayuda para seminarios y congresos, estará perfectamente, estará
enchufado en la única universidad que en realidad importa: el campus global. Un
joven presuroso puede ver el mundo saltando de un congreso a otro.
—Es que yo no tengo ninguna prisa —observó Persse.
—Pero bien debe tener alguna ambición.
—Me agradaría ver publicados mis versos —admitió Persse—. Y tengo otra
ambición demasiado personal como para divulgarla.
—¡Al Papps! —exclamó Morris Zapp.
—¿Cómo lo ha adivinado? —inquirió Persse, estupefacto.
—¿Adivinar qué? Solo he dicho que Al Papps está corriendo delante de nosotros.
—¡Sí que lo es!
La figura que Persse había atisbado antes era en realidad Angélica; debía de haber
descrito algún rodeo y ahora reaparecía en el camino frente a ellos, apenas a un
centenar de metros de distancia.
—¡Esta sí que es una chica de veras! Es guapa como un sol, ha leído todo lo que
hay que leer, y además sabe correr, ¿no cree?
—Como Atalanta —murmuró Persse—. Vamos a atraparla.
—Atrápela usted, Percy. Yo estoy desinflado.
Morris Zapp no tardó en quedarse atrás cuando Persse aceleró, pero la distancia
entre este y Angélica permaneció constante. Después, ella echó una rápida mirada por
encima del hombro, y él comprendió que la joven había advertido la persecución.
Bajaban por un largo sendero en pendiente que conducía a los pabellones de
residencia y el paso se hizo cada vez más rápido, hasta que ambos se lanzaron a la
carrera. Persse acortó la distancia y Angélica echó la cabeza atrás, mientras sus
negros cabellos flotaban detrás de ella. Sus flexibles caderas, atractivamente
enfundadas en un ajustado chándal de color anaranjado, impulsaban los veloces pies a
lo largo de la pista. Llegaron a la entrada de Lucas Hall codo a codo y se apoyaron en
el muro exterior, jadeando y riéndose. El chófer de un taxi que esperaba junto a la
www.lectulandia.com - Página 49
entrada sonrió y aplaudió.
—¿Qué fue de ti la noche pasada? —preguntó Persse casi sin aliento.
—Fui a acostarme, claro —contestó Angélica—. En mi habitación. La habitación
231.
Morris Zapp llegó trabajosamente junto a ellos con un resuello que era más bien
un estertor.
—¿Quién ha ganado?
—Ha sido un empate —dijo el taxista, asomándose desde su ventanilla.
—Muy diplomático, chófer. Ahora puede llevarme otra vez a St. John’s Road —
dijo Morris Zapp, subiendo al taxi—. Ya nos veremos, jovencitos.
—¿Suele practicar el jogging en taxi, profesor Zapp? —inquirió Persse.
—Es que, como ya sabe, me alojo en casa de los Swallow y no me entusiasmaba
correr a través de las calles de Rummidge, inhalando los efluvios de la hora punta.
Ciao!
Morris Zapp se arrellanó en el asiento del taxi y sacó del bolsillo de su chándal un
grueso cigarro, un cortapuros y un encendedor. Estaba muy ocupado con estos
objetos cuando el taxi arrancó y se alejó.
Persse se volvió para dirigirse a Angélica, pero esta había desaparecido.
—¿Ha habido nunca una chica tan propensa a desaparecer? —murmuró para sus
adentros, vejado—. Es como si tuviera un anillo mágico para hacerse invisible.
www.lectulandia.com - Página 50
para consultar el texto.
Examinó rápidamente las primeras estancias referentes al tiempo frío, a la
tradición según la cual las doncellas que se acostaban en ayunas la víspera de Santa
Inés veían a sus futuros esposos en sueños, la abstracción de Madeline con esta
intención en su mente, entre los festejos y diversiones de la sala, la llegada en secreto
de Porfirio, arriesgando su vida en el castillo hostil con tal de ver por unos momentos
a su amada, cómo llegó a persuadir a la vieja Angela para que le ocultase en el
dormitorio de Madeline, la llegada de Madeline y los preparativos de esta para
acostarse. Persse se entretuvo unos momentos en la estancia XXVI:
De todas las perlas que coronan sus cabellos se libra,
Desprende una por una las joyas que ha entibiado;
Desnuda su fragante corpiño, y muy poco a poco
Su rico atuendo se desliza susurrante hasta sus rodillas
y, con las mejillas arreboladas, leyó la descripción de los refinamientos que Porfirio
ofreció a Madeline, sus intentos para despertarla con música de laúd, cerniéndose
sobre su durmiente figura, y los ojos de Madeline abriéndose ante la visión de su
sueño, y sus palabras semiconscientes a Porfirio. Y después venía la estancia crucial:
Llevado más allá de mortal pasión humana
Ante tan voluptuosos acentos él se levantó,
Etéreo, sonrojado, y como palpitante estrella
Vista en el profundo reposo del zafiro celestial,
Con el sueño de ella se fundió, como la rosa
Mezcla su olor con la violeta…
Dulce fusión.
www.lectulandia.com - Página 51
desperdigado del congreso, y finalmente se encontró, o para ser más exactos se
perdió, en el centro de la ciudad, un endiablado laberinto de sucias y malolientes
escaleras, pasos subterráneos y pasarelas que canalizaban a la población local a un
lado y otro y por encima y por debajo de las enormes autopistas de hormigón,
vibrantes a causa del paso atronador de las juggernauts. Vio varias farmacias, pero
algunas estaban demasiado vacías y otras demasiado llenas para su gusto. Finalmente,
exasperado por su propia pusilanimidad, eligió una al azar y se metió audazmente en
ella.
La botica parecía desierta y miró rápidamente a su alrededor en busca del objeto
que le interesaba, con la esperanza de que cuando se dejara ver el farmacéutico le
bastara meramente con señalar. Sin embargo, no pudo ver lo que buscaba y, con gran
desconcierto por su parte, apareció una joven con bata blanca detrás de una barricada
de estanterías.
—¿Sí? —preguntó con indiferencia.
Persse notó que la confusión le ceñía la garganta. Tenía ganas de echar a correr y
huir a través de la puerta, pero sus extremidades se negaban a moverse.
—¿En qué puedo servirle? —inquirió la joven con impaciencia.
Persse contempló sus botas.
—Desearía un Durex, por favor —consiguió murmurar con una voz estrangulada.
—¿Pequeño, mediano o grande? —preguntó fríamente la joven.
Esta era una nueva faceta que Persse no había previsto.
—Yo creía que todos eran del mismo tamaño —musitó roncamente.
—No. Pequeño, mediano o grande —repitió la chica, inspeccionándose las uñas.
—Está bien. Mediano, pues —decidió Persse.
La joven desapareció momentáneamente y reapareció con una caja
sorprendentemente grande y envuelta en una bolsa de papel, por la que pidió 75
peniques. Persse le arrebató el paquete —era también sorprendentemente pesado—,
arrojó un billete de una libra sobre el mostrador y salió precipitadamente de la tienda
sin esperar el cambio.
En un oscuro y ruidoso pasadizo subterráneo, decorado con graffitis futbolísticos
y que hedía a orina y a cebollas, hizo una pausa debajo de una bombilla para
inspeccionar su adquisición. Extrajo de la bolsa de papel una caja de cartón que
ostentaba en su envoltorio la imagen de un bebé rollizo y de aspecto satisfecho, al
que estaban alimentando con una especie de gachas. La marca de este producto
presentada con grandes letras, era «Farex».
Cabizbajo, Persse volvió caminando a la Universidad. No tenía la menor gana de
volver a la farmacia para explicar el error, ni tampoco de hacer un segundo intento en
otra farmacia. Juzgaba providencial la frustración de su designio, como una expresión
del disgusto divino ante sus pecaminosas intenciones. En una amplia calle llena de
salas de exposición de automóviles, pasó ante una iglesia católica y titubeó un
momento ante un letrero que anunciaba: «Confesiones a todas horas». Era una
www.lectulandia.com - Página 52
oportunidad enviada por el cielo para conseguir la absolución, pero decidió que no
podía prometer honradamente romper su cita con Angélica aquella noche. Atravesó la
calle —cuidadosamente, puesto que no cabía duda de que ahora se encontraba en
pecado— y siguió andando mientras permitía a su imaginación recrearse
voluptuosamente en imágenes de una Angélica que entraba en su dormitorio, en el
que él estaba escondido, una Angélica que se desvestía ante sus ojos, una Angélica
desnuda entre sus brazos. Pero ¿y entonces qué? temía que su inexperiencia
destruyera el éxtasis de aquel momento, va que sus conocimientos acerca del acto
sexual eran totalmente literarios y más bien vagos en lo referente a su mecánica.
Y como si el diablo lo hubiera plantado allí, otro letrero, impreso en gruesas letras
negras sobre un papel de un rojo flamígero y fluorescente, captó su mirada:
www.lectulandia.com - Página 53
Las imágenes de la pantalla cambiaron, el primer plano se convirtió en una
perspectiva más amplia y profunda, y resultó evidente que la propietaria de la vagina
tenía otro pene en su boca, y que el propietario del primer pene tenía la lengua en otra
vagina, cuya propietaria a su vez tenía un dedo en el ano de alguien más, cuyo pene
se encontraba en la vagina de ella, y todo el conjunto se movía frenéticamente, como
los pistones de una máquina infernal. Nada de Keats. No podía estar aquello más
distante de la violeta que mezcla su olor con el de la rosa.
—¡Siéntese de una vez! —exclamó una voz sibilante en la oscuridad circundante.
Persse buscó a tientas un asiento, pero su mano cayó sobre una hombrera bien
almohadillada, y fue expulsada de allí con un juramento. Los gemidos y gruñidos
seguían un crescendo, los pistones funcionaban más y más deprisa, y Persse constató
avergonzado que había tenido una polución. Brotó sudor de su frente y se le empañó
la visión. Cuando vislumbró lo que durante un momento pareció ser la cara de
Angélica entre dos muslos gruesos y peludos, Persse dio media vuelta y huyó de
aquel lugar como de un antro infernal.
El hombre situado ante la mesa de recepción alzó la vista, sobresaltado, al
irrumpir Persse en el salón de espera como impulsado por una catapulta.
—¿Demasiado blando para usted? —dijo—. Siento decirle que no es posible
devolverle el dinero. Pruebe la semana próxima, pues van a llegarnos unas novedades
danesas.
Persse agarró al hombre por las solapas y lo alzó ante su escritorio.
—Me han hecho mancillar la imagen de la mujer a la que amo —murmuró,
amenazador.
El hombre palideció y levantó las manos en un gesto de rendición. Persse le hizo
sentarse de nuevo, de un empujón, salió corriendo del cine, cruzó la calle y se metió
en la iglesia católica.
Había una luz encendida sobre un confesionario que ostentaba el nombre de
«Fray Finbar O’Malley», y a los pocos minutos Persse había descargado su
conciencia y recibido la absolución.
—Que Dios te bendiga, hijo mío —dijo el religioso a modo de conclusión.
—Gracias, padre.
—A propósito, ¿eres de Mayo?
—Ya lo creo.
—He creído reconocer el acento de Mayo. Yo también soy del Oeste. —Suspiró
detrás de la rejilla—. Esta es una ciudad terrible para que se pierda en ella un
muchacho irlandés como tú. ¿Te agradaría ser repatriado?
—¿Repatriado? —repitió Persse desconcertado.
—Eso es. Administro un fondo destinado a ayudar a jóvenes irlandeses que
lleguen aquí en busca de trabajo, cambien de opinión y quieran volver a sus casas. Se
llama Fondo de Nuestra Señora del Socorro para Emigrantes Arrepentidos.
—Es que yo solo estoy de paso, padre. Mañana vuelvo a Irlanda.
www.lectulandia.com - Página 54
—¿Tienes tu billete?
—Sí, padre.
—Entonces buena suerte y que Dios te dé alas para salir de aquí. Vas a un lugar
mejor que este, te lo aseguro.
www.lectulandia.com - Página 55
—Solo ciento sesenta y cinco ejemplares vendidos un año después de la
publicación —puntualizó Philip Swallow acusadoramente—. Y ni una sola reseña.
—Ya sabes que todos pensamos que era un libro absolutamente fuera de serie,
Philip —repuso Skinner—. Lo que ocurre es que hoy en día no hay mucho mercado
educativo para Hazlitt. Y estoy seguro de que las reseñas acabarán por aparecer, en
las revistas docentes. Lo que sí temo es que los suplementos dominicales y los
semanarios ya no prestan tanta atención como antes a la crítica literaria.
—Esto se debe a que gran parte de ella es ilegible —dijo Philip Swallow—. Yo
mismo no puedo entenderla y, por tanto, ¿cómo esperar que lo haga la gente
corriente? Y esto es, precisamente, lo que dice mi libro. Por esto lo escribí.
—Ya sé, Philip, que es terriblemente injusto —admitió Skinner—. ¿Y cuál es su
especialidad, señor McGarrigle?
—Hice mi tesis sobre Shakespeare y T. S. Eliot —contestó Persse.
—En eso yo hubiera podido ayudarle —intervino Dempsey. Acababa de entrar en
el bar con Angélica, que estaba impresionantemente hermosa con un caftán de gruesa
tela de algodón de un color vinoso, en cuya textura brillaba discretamente un oscuro y
sobrio dibujo a base de otros colores vistosos—. Es algo que se prestaría muy bien a
la informatización —prosiguió Dempsey—. Todo lo que debería hacer sería grabar
los textos en cinta y el ordenador le haría la lista de todas las palabras, frases y
construcciones sintácticas que los dos escritores tuvieran en común. Y entonces
podría cuantificar exactamente la influencia de Shakespeare sobre T. S. Eliot.
—Pero mi tesis no trata de esto —alegó Persse—. Trata de la influencia de T. S.
Eliot sobre Shakespeare.
—Esto me suena muy a irlandés, si me permite que se lo diga —exclamó
Dempsey lanzando una risotada, y sus ojillos miraron ansiosamente a su alrededor en
busca de apoyo.
—Es que lo que yo trato de demostrar —explicó Persse— es el hecho de que no
podemos evitar leer a Shakespeare a través del prisma de la poesía de T. S. Eliot. Por
ejemplo, ¿quién puede leer hoy el Hamlet sin pensar en Prufrock? ¿Y quién puede oír
los discursos de Ferdinand en La tempestad sin recordar la parte de «El sermón de
fuego» en La tierra baldía?
—Oiga, esto parece muy interesante —comentó Skinner—. Philip, amigo mío,
¿crees que puedo tomar otro de esos? —y depositando su vaso vacío en la mano de
Philip Swallow, Félix Skinner se llevó aparte a Persse—. Si todavía no ha hecho
gestiones para publicar su tesis, me interesaría mucho verla —le dijo.
—No es más que una tesina —contestó Persse, con ojos lagrimeantes a causa del
humo del cigarrillo de Skinner.
—No importa. Las bibliotecas compran casi todo lo que sale tanto sobre
Shakespeare como sobre T. S. Eliot. Tenerlos a los dos en el mismo título resultará
casi irresistible. Aquí tiene mi tarjeta. ¡Ah, muchísimas gracias, Philip! ¡A tu salud!
Oye, siento lo de Hazlitt, pero creo que lo mejor sería dejarlo de lado como una
www.lectulandia.com - Página 56
experiencia más, y probar de nuevo con un tema más actual.
—Pero es que necesité ocho años para escribir ese libro —se quejó Philip
Swallow, mientras Skinner le consolaba dándole palmadas en el hombro y
precipitando una cascada de ceniza gris sobre la espalda de su chaqueta.
El bar estaba ahora atestado de congresistas que bebían tan deprisa como podían a
fin de adquirir un talante adecuado para el banquete. Persse se abrió paso
trabajosamente hasta Angélica.
—Me dijiste que tu tesis era acerca de la influencia de Shakespeare sobre T. S.
Eliot —dijo ella.
—Y así es —replicó Persse—. Lo invertí en un momento de inspiración, solo
para bajarle un poco los humos a ese Dempsey.
—Pues en realidad es una idea más interesante.
—Al parecer, ahora me veo comprometido a tener que escribirla —admitió Persse
—. Me gusta tu vestido, Angélica.
—Pensé que era lo más medieval que llevaba conmigo —explicó ella, con un
destello en sus ojos oscuros—. Aunque no puedo garantizar que en realidad se deslice
susurrante en mis rodillas.
La alusión provocó en él una punzada de deseo, triturando en el acto su «firme
propósito de enmienda». Supo que nada podría impedirle montar guardia aquella
noche en la habitación de Angélica.
Persse no pretendía sentarse junto a Angélica en la cena, porque pensó que
correspondería mejor al espíritu de su romántica tentativa ver a la joven desde lejos.
Pero por otra parte no quería que Dempsey se sentara al lado de ella y le entretuvo en
el bar con serias preguntas sobre lingüística estructuralista, mientras los demás se
encaminaban hacia el refectorio.
—En realidad, es muy sencillo —dijo Dempsey con impaciencia—. Según
Saussure, no es la relación de palabras con cosas lo que permite a las primeras
significar, sino sus relaciones entre sí o, en resumidas cuentas, las diferencias entre
ellas. Gato significa gato porque suena diferente de pato o rato.
—¿Y lo mismo es aplicable a Durex y Farex y Exlax? —inquirió Persse.
—No es el primer ejemplo que acude a mi mente —dijo Dempsey con una cierta
suspicacia en sus ojillos demasiado juntos—, pero así es.
—Supongo que no cuenta usted la variación en los acentos regionales —insistió
Persse.
—Mire, ahora no tengo tiempo para explicárselo —repuso Dempsey, irritado y
dirigiéndose hacia la puerta—. Ya ha sonado el gong para la cena.
Persse se encontró en un lugar nada conspicuo del comedor, semioculto a la vista
de Angélica por una columna. No representaba un gran sacrificio quedar marginado
en aquella fiesta particular. El aguamiel sabía a agua tibia azucarada, el banquete
medieval consistía en pollo frito y patatas asadas con su piel, todo ello comido sin la
ayuda de cuchillos o tenedores, y las mozas eran las camareras habituales del
www.lectulandia.com - Página 57
Martineau Hall que habían sido sobornadas o amenazadas para que llevaban unos
vestidos largos con amplios escotes.
—No me mire, señor —suplicó a Persse la mujer de cabellos amarillos, mientras
le servía su muslo de pollo—. Si así era como se vestían en la Edad Media, lo único
que puedo decirle es que debían pillar unas bronquitis de muerte.
Presidía la fiesta desde una plataforma en un extremo del comedor una pareja de
animadores procedentes del Ye Merrie Olde Round Table, uno de ellos vestido de rey
y el otro de bufón. El rey disponía de un acordeón con teclado y el bufón de una serie
de timbales, y ambos contaban con micrófono y amplificador. Mientras se servía la
cena, entretuvieron a los comensales con chistes referentes a dormitorios y tronos,
cantaron baladas obscenas y alentaron a los presentes a bombardearse unos a otros
con panecillos. Era regla de la corte que cualquiera que deseara abandonar la sala
había de hacerle una reverencia al rey, y cuando alguien la cumplía el bufón soplaba
en un instrumento que producía una estentórea pedorreta. Persse abandonó
sigilosamente el comedor mientras el medievalista de Aberystwyth era humillado de
esta guisa. Angélica, sentada entre Félix Skinner y Philip Swallow al otro lado de la
sala, le dirigió una rápida sonrisa y le saludó moviendo los dedos. No había tocado la
comida que tenía en su plato.
Persse se alejó del Martineau Hall en dirección del Lucas Hall, aspirando
profundas bocanadas de fresco aire nocturno, y contemplando el arrugado reflejo de
la luna en el lago artificial. Las notas de una nueva canción que el rey y el bufón
acababan de comenzar, con sus voces roncas y estridentes poderosamente ampliadas,
le persiguieron:
Aunque decirlo resulte duro,
Recio caballero era el rey Arturo.
A su mujer cinturón de castidad colocó
Y luego la llave del aparato perdió.
El Lucas Hall estaba desierto. Persse subió con presteza las escaleras y recorrió
los pasillos en busca de la habitación 231. Su puerta no estaba cerrada con llave y
entró, aunque no encendió la luz, ya que el cuarto estaba suficientemente iluminado a
través de una ventanilla encima de la puerta y por la luna que brillaba a través del
abierto batiente de la ventana. La brisa nocturna todavía hizo llegar hasta él
fragmentos de canción:
Sir Lancelot a la reina prometió:
«Muy pronto te libertaré yo».
Pero cuando hurgó con unas tenacillas
Ella gritó: «¡Basta, me haces cosquillas!».
www.lectulandia.com - Página 58
para jaleas más refrescantes que la cremosa cuajada y translúcidos jarabes
aromatizados con canela, aunque todo eso sonara a papillas infantiles.
Oyó a lo lejos el baque y el gemido del ascensor en funcionamiento y se metió
apresuradamente en el oscuro interior del armario, empujando prendas de vestir a un
lado. Después cerró la puerta tras él, dejando una abertura de dos dedos para poder
respirar y ver.
Oyó abrirse las puertas del ascensor al final del corredor, y el rumor de pasos que
se acercaban. Giró el pomo de la puerta, esta se abrió y Robín Dempsey entró en la
habitación. Encendió la luz, cerró la puerta y se acercó a la ventana para correr las
cortinas. Al quitarse el blazer y colgarlo en el respaldo de una silla, le llamó la
atención la caja de Farex, que inspeccionó con evidente perplejidad. Se quitó los
zapatos y también el pantalón, revelando unos calzoncillos a rayas y las ligas que
sujetaban sus calcetines. Se desprendió de una prenda tras otra, doblándolas y
colocándolas ordenadamente sobre la silla, hasta quedar totalmente desnudo. No era
el espectáculo que Persse había estado deseando ver. Dempsey se olisqueó debajo de
las axilas y acto seguido se pasó un dedo por la entrepierna y lo olfateó también.
Después desapareció de la línea de visión de Persse durante unos momentos, durante
los cuales se le pudo oír chapoteando en el lavabo, limpiándose los dientes y
gargarizando. A continuación reapareció, todavía desnudo y tiritando levemente, y se
metió en la cama. Apagó la luz desde un interruptor en la cabecera, pero a través de la
ventanilla de ventilación sobre la puerta llegaba luz suficiente para revelar que yacía
boca arriba con los ojos abiertos, contemplando el techo y mirando de vez en cuando
el pequeño reloj digital cuyas cifras brillaban verdosas sobre la mesilla de noche. En
el cuarto reinaba un profundo silencio.
Persse tosió.
Robin Dempsey se sentó en la cama con el impulso de un resorte puesto en
libertad y su torso pareció vibrar unos segundos después de alcanzar la perpendicular.
—¿Quién hay aquí? —preguntó con voz trémula, buscando a tientas el interruptor
—. Angélica —dijo—, ¿has estado escondida en el armario todo ese tiempo? ¡Pillina!
Persse abrió de golpe la puerta del armario y salió del mismo.
—¡McGarrigle! ¿Qué coño está haciendo aquí?
—Yo podría hacerle la misma pregunta —replicó Persse.
—¿Lo que hago yo aquí? ¡Es mi habitación!
—¿Su habitación?
Persse miró a su alrededor. Ahora, con la luz encendida, pudo ver algunos signos
de ocupación masculina: una máquina de afeitar eléctrica y una botella de loción Old
Spice para después del afeitado, en la repisa sobre el lavabo, así como un par de
grandes zapatillas de piel debajo de la cama. Miró el armario que había ocupado y vio
un traje color azul eléctrico en el solitario colgador que había dentro.
—Oh —hizo con voz débil, pero en seguida añadió con más determinación—: ¿Y
por qué creía que Angélica estaba escondida en el armario?
www.lectulandia.com - Página 59
—Es algo que a usted no le importa, pero resulta que tengo una cita con Angélica.
Estoy esperando que venga aquí de un momento a otro, en realidad, y por lo tanto le
agradeceré que se esfume. Y a propósito, ¿qué estaba haciendo metido en mi
armario?
—También yo tenía una cita con Angélica. Ella me dijo que esta era su
habitación. Yo tenía que esconderme en ella y mirar cómo se acostaba. Como en «La
víspera de Santa Inés».
Esta explicación sonó bastante necia en sus propios oídos.
—Yo tenía que acostarme y esperar que ella viniera a mí —expuso Dempsey—.
Como Ruggiero y Alcina, dijo ella. Al parecer, dos personajes en uno de aquellos
poemas italianos tan largos. Ella me contó el argumento… y resultaba bastante
picante.
Ambos guardaron un momentáneo silencio.
—Parece como si nos hubiera gastado una especie de broma —dijo Persse
finalmente.
—Así parece —admitió Dempsey sin dudarlo. Abandonó la cama y sacó un
pijama que tenía debajo de la almohada. Después de ponérselo volvió a acostarse y se
tapó la cabeza con las mantas—. No olvide apagar la luz al marcharse —dijo con voz
sofocada.
—Desde luego… Buenas noches, pues.
Persse bajó precipitadamente al vestíbulo para examinar el tablero de información
que había consultado para Morris Zapp. El nombre de Angélica no aparecía en lugar
alguno de la lista de residentes. Corrió entonces hacia el Martineau Hall. En el bar los
congresistas que antes habían estado bebiendo copiosamente para estar en forma en el
banquete medieval bebían ahora, todavía con más afán, en un esfuerzo destinado a
borrarlo de su recuerdo. Bob Busby, totalmente solo en un rincón, sostenía un vaso
con whisky, y sonreía con fijeza, intentando bravamente aparentar que si nadie le
dirigía la palabra era porque a él así se le antojaba.
—¡Ah, hola! —exclamó agradecido, al sentarse Persse a su lado.
—¿Puede decirme cuál es el número de la habitación de Angélica Pabst? —le
preguntó Persse.
—Es curioso que me lo pregunte —dijo Busby—. Alguien acaba de explicar que
la han visto marcharse en un taxi, con su maleta.
—¿Cómo? —exclamó Persse levantándose de un salto—. ¿Cuándo? ¿Cuánto
tiempo hace?
—Al menos media hora —contestó Bob Busby—. Pero que yo sepa, nunca tuvo
una habitación. Al menos, yo nunca le adjudiqué una, y al parecer no ha pagado por
ninguna. En realidad, ni siquiera sé cómo se metió en el congreso. Por lo que parece,
no pertenece a ninguna universidad.
Persse corrió por el camino de entrada hasta llegar a la verja del recinto, no
porque alimentara alguna esperanza de atrapar el taxi de Angélica, sino como medio
www.lectulandia.com - Página 60
para aliviar su frustración y su desespero. Se quedó junto a la verja, contemplando la
carretera en ambos sentidos. La luna había desaparecido detrás de una nube y a lo
lejos traqueteaba un tren a lo largo de un terraplén. Corrió de nuevo por el camino de
entrada y siguió corriendo ante los dos pabellones de residentes, alrededor del lago
artificial, siguiendo la ruta que había tomado con Morris Zapp aquella misma
mañana, hasta llegar a lo alto del promontorio que ofrecía una vista panorámica sobre
la ciudad y la Universidad. El resplandor amarillento de un millón de faroles
callejeros iluminaba el cielo y debilitaba la luz de las estrellas. Un débil zumbido del
tráfico, aquel tráfico que nunca, ni de día ni de noche, dejaba de rodar a lo largo de
las pistas de hormigón, vibraba en el aire de la noche.
—¡Angélica! —gritó desolado, dirigiéndose a la ciudad indiferente—, ¡Angélica!
¿Dónde estás?
www.lectulandia.com - Página 61
II
Entretanto, Morris Zapp había estado disfrutando de una apacible velada, en un
tête a tête con Hilary Swallow. Philip se encontraba en el Martineau Hall,
participando en el banquete medieval. Los dos hijos mayores de los Swallow estaban
fuera de su casa, en un colegio universitario, y el benjamín, Matthew, había ido a
tocar la guitarra rítmica en un conjunto escolar.
—¿Sabías —suspiró Hilary al cerrarse tras él la puerta de la calle— que en su
curso, el último de enseñanza superior, hay cuatro conjuntos de rock y ningún grupo
de debates? Yo no sé adonde irá a parar la educación, pero supongo que tú lo
apruebas, Morris. Recuerdo que te gustaba esa música espantosa.
—Pero no lo punk, Hilary, que al parecer es en lo que anda metido tu hijo.
—A mí todo me suena igual —dijo ella.
Cenaron en la cocina, que había sido ampliada y lujosamente reequipada desde la
última vez que él había estado en la casa, con armarios de madera de teca, horno y
fogones de doble nivel, y suelo de corcho. Hilary preparó un sabroso steak au poivre
con calabacín y patatas nuevas, seguido por uno de sus deliciosos pudines de fruta, en
los que una gelatinosa compota de frutas se ocultaba debajo, y en parte, pero solo en
parte, se infiltraba en una gruesa capa de ligero y algo céreo bizcocho, glaseado,
hendido y dorado por encima.
—Hilary, eres mejor cocinera incluso que hace diez años, y esto ya es mucho
decir —declaró Morris con toda sinceridad, mientras terminaba su segunda ración de
pudín.
Ella empujó un Brie en su punto a través de la mesa.
—Mucho me temo que la comida es uno de los pocos placeres que me quedan —
contestó ella—. Con las penosas consecuencias para mi figura que puedes ver. Sírvete
más vino.
Estaban ya en su segunda botella.
—Te veo en muy buena forma, Hilary —dijo Morris, pero en realidad no era así.
Sus pesados pechos parecían necesitar el soporte de un buen sujetador de modelo
anticuado, y había gruesos neumáticos de carne en su cintura y sobre sus caderas. Sus
cabellos, de un castaño mate y entreverados de gris, quedaban recogidos en un moño
que nada hacía para ocultar o suavizar las arrugas, patas de gallo y vasos sanguíneos
rotos en la piel de su cara—. Deberías practicar el jogging —añadió.
Hilary soltó una risita burlona.
—Matthew dice que cuando corro parezco un flan presa del pánico.
—Pues Matthew debería avergonzarse de sí mismo.
—Este es el problema que provoca vivir con dos hombres. Se confabulan contra
una. Me sentía mejor cuando Amanda estaba en casa. ¿Y qué es de tu familia,
Morris? ¿Qué hacen todos últimamente?
—Pues bien, los gemelos irán a la universidad en otoño. Tendré que pagarles los
www.lectulandia.com - Página 62
estudios allí, claro, aunque Désirée sea rica como un Creso, gracias a sus derechos de
autor. A mí esto me pone frenético, pero sus abogados me tienen en un puño, que es
como ella siempre quiso verme.
—¿Y qué hace Désirée?
—Tratando de terminar su segundo libro, supongo. Han pasado cinco años desde
el primero, y por tanto me figuro que debe encontrarse en un brete. Le está bien
empleado por tratar de arrancarme hasta el último céntimo.
—Leí su novela… ¿cómo se llamaba?
—Días difíciles. Buen título, ¿no crees? El matrimonio como un largo período
doloroso. Se vendieron un millón y medio de ejemplares en edición de bolsillo. ¿Qué
te pareció a ti?
—¿Y a ti qué te pareció, Morris?
—¿Lo dices porque el marido es una especie de monstruo? Más bien me gustó.
No te imaginas cuántas mujeres me hicieron proposiciones después de publicarse el
libro. Supongo que deseaban experimentar con un auténtico cerdo machista antes de
que se extinga la especie.
—¿Las complaciste?
—Nada de eso; hace tiempo que he abandonado la jodienda. Llegué a la
conclusión de que la actividad sexual es una sublimación del instinto del trabajo. —
Hilary dejó escapar una risita y, así alentado, Morris argumentó—: El siglo
diecinueve conocía sus prioridades. Lo que realmente codiciamos es el poder, y este
lo conseguimos mediante el trabajo. Cuando últimamente echo un vistazo a mis
colegas, ¿qué veo? Todos fornican con su alumnado, o bien entre sí, como locos, los
matrimonios se rompen uno tras otro, y sin embargo nadie parece sentirse feliz. Es
evidente que preferirían estar trabajando, pero les avergüenza reconocerlo.
—Tal vez sea este el problema de Philip —dijo Hilary—, pero no acabo de
creerlo.
—¿De Philip? ¿No irás a decirme que te ha estado engañando?
—Nada serio…, al menos que yo sepa. Pero siente una debilidad por las
estudiantes guapas y, por alguna razón, ellas parecen sentirla por él. No puedo
imaginar por qué.
—El poder, Hilary. Se mean en las bragas al pensar en el poder de él. Apuesto a
que eso comenzó cuando él obtuvo su cátedra, ¿no es así?
—Creo que sí —admitió ella.
—¿Y cómo lo supiste?
—Una chica trató de extorsionar al Departamento basándose en ello. Voy a
enseñártelo.
Abrió una cartera para archivar documentos y sacó de ella lo que parecía ser la
fotocopia de un texto de examen. Lo entregó a Morris y este empezó a leerlo.
Pregunta 5. ¿Por qué medios trató Milton de «justificar los caminos de Dios hacia el hombre» en «El
Paraíso perdido»?
www.lectulandia.com - Página 63
—Siempre se detecta el examinando que va flojo —observó Morris—. Primero
pierden tiempo copiando la pregunta. Después sacan sus reglas y trazan líneas debajo.
Creo que Milton consiguió plenamente justificar los caminos de Dios hacia el hombre haciendo de
Satanás una persona tan horrible, aunque Shelley dijo que Milton era partidario del diablo sin él saberlo.
Por otra parte, probablemente sea imposible justificar los caminos de Dios hacia el hombre porque si se
cree en Dios entonces puede hacerse lo que guste de todas maneras y, si no se cree, de nada sirve tratar
de justificarle. El Paraíso perdido es un poema épico en verso libre, lo que es otra manera hábil de
justificar los caminos de Dios hacia el hombre, porque si rimara parecería demasiado apto. Mi tutor, el
profesor Swallow, me sedujo en su despacho el pasado mes de febrero, y si no apruebo el examen lo
contaré a todo el mundo. John Milton fue el más grande poeta inglés después de Shakespeare. Conocía
varios idiomas y estuvo a punto de escribir «El Paraíso perdido» en latín, en cuyo caso nadie hubiera
podido leerlo hoy en día. Cerró la puerta con llave y me hizo echarme en el suelo, para que nadie
pudiera vernos a través de la ventana. Me di un golpe en la cabeza contra la papelera. También había
pensado escribir un poema épico sobre el rey Arturo y los caballero de la Mesa Redonda, y es una pena
que no lo hiciera, porque habría sido una historia muy emocionante.
www.lectulandia.com - Página 64
Hilary—, y tan pronto como lo tuve empezaron a cerrar escuelas en la ciudad debido
al descenso en el índice de natalidad. Por consiguiente, no hay plazas. Hago algo de
tutoría para la Universidad Abierta, pero esto no es una carrera. Y en cuanto a
amantes, desde luego es demasiado tarde. Tú fuiste mi primero y último, Morris.
—Oye… —dijo él a media voz.
—No te pongas nervioso. No voy a arrastrarte arriba para rememorar recuerdos…
—Es una lástima —dijo Morris galantemente, pero con cierto alivio.
—Por otra parte, Philip no tardará en volver… No, hace diez años me hice la
cama y debo dormir en ella, por fría y dura que muchas veces me parezca.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, ya sabes que cuando los cuatro… nos liamos, Philip quería una
separación, pero yo le supliqué que volviera a casa, que diera a nuestro matrimonio
otra oportunidad, que volviéramos a empezar tal como habíamos estado antes, como
una pareja casada y razonablemente satisfecha. Fui débil. Si le hubiera dicho que se
fuera a hacer puñetas y que hiciera lo que le diese la gana, estoy segura de que al
cabo de un año habría regresado con el rabo entre las piernas. Pero puesto que le pedí
que volviera, sin condiciones, pues me tiene en un brete, como dirías tú.
—¿Y todavía… lo hacéis?
—Alguna que otra vez. Pero es de suponer que no se siente satisfecho. El otro día
leí un chiste en el periódico, acerca de un hombre que había tenido un ataque al
corazón y preguntó a su médico si era prudente hacer el acto sexual, y el doctor le
dijo: «Sí, es un buen ejercicio, pero no ha de ser excitante en demasía. Hágalo solo
con su mujer».
Morris se echó a reír.
—También a mí me pareció gracioso —añadió Hilary—, pero cuando se lo leí a
Philip, apenas esbozó una sonrisa. Obviamente, juzgó que era una historieta
profundamente vivida.
Morris meneó la cabeza y se cortó otra tajada de brie.
—Estoy sorprendido, Hilary. Francamente, yo siempre había pensado que tú eras
la figura dominante en este matrimonio. Y ahora es Philip quien parece ser el amo del
cotarro.
—Sí, es que últimamente las cosas le han ido bastante bien. Por fin ha empezado
a hacerse un cierto nombre. Incluso ha empezado a adquirir una apostura que antes no
había tenido nunca.
—Me he fijado en ello —afirmó Morris—. La barba le queda muy bien.
—Oculta la debilidad de su barbilla.
—Ese efecto entre plateado y gris es muy distinguido.
—Se lo hace retocar en la peluquería —explicó Hilary—. Pero la mediana edad le
sienta bien, cosa muy frecuente entre los hombres, en tanto que a las mujeres les
afectan simultáneamente la menopausia y los efectos a largo plazo de sus embarazos.
A mí, esto no me parece justo… Sea como fuere, Philip consiguió terminar por fin su
www.lectulandia.com - Página 65
libro sobre Hazlitt.
—No lo sabía —confesó Morris.
—Llamó muy poco la atención, y este es un punto doloroso para Philip. Sin
embargo, era un libro y le fue aceptado por Lecky, Windrush and Bernstein
precisamente cuando aquí quedó vacante la cátedra, lo que no dejó de ser bastante
suerte. En realidad, él ya llevaba años dirigiendo el Departamento, y por lo tanto le
nombraron. Inmediatamente, empezó a ampliarse su horizonte. No tienes idea del
maná que el cargo de profesor aporta en este país.
—¡La tengo, vaya si la tengo! —exclamó Morris Zapp.
—Empezó a recibir invitaciones para congresos, a ser examinador externo en
otras universidades, y se hizo incluir en la lista del British Council para giras de
conferencias en el extranjero. Últimamente, siempre está viajando de un lado a otro.
Dentro de unas semanas irá a Turquía, y el mes pasado estuvo en Noruega.
—Así funciona ahora el mundo académico —dijo Morris Zapp—. Precisamente
esta mañana se lo estaba diciendo a un joven de este seminario. Los tiempos del
campus individual, estático, han terminado.
—Y con ellos la novela del campus individual y estático, ¿verdad?
—¡Exactamente! Ni siquiera dos campus bastarían. Hoy en día, los eruditos son
como los caballeros andantes de la antigüedad, que siguen las rutas del mundo en
busca de la aventura y la gloria.
—¿Dejando a sus esposas encerradas en casa?
—Bueno, en nuestro tiempo muchos de los caballeros son mujeres. Existe una
discriminación positiva en la Mesa Redonda.
—Lo celebro por ellas —repuso Hilary con amargura—. Yo pertenezco a la
generación que sacrificó sus carreras por sus maridos. Nunca terminé mi licenciatura,
y ahora me quedo sentada en casa, engordando, mientras mi esposo, con su cabellera
plateada, da la vuelta al mundo, sin duda perseguido por groupies académicas como
esa Angélica Nosecuántos que trajo aquí el otro día.
—¿Al Pabst? Es una buena chica. Y muy lista.
—Pero necesita un empleo y cabe que Philip pueda encontrarle uno cualquier día.
Pude verlo en sus ojos mientras bebía todas las palabras que él pronunciaba.
—Durante toda la conferencia ha estado saliendo con nuestro viejo amigo
Dempsey.
—¿Robin Dempsey? No me hagas reír. No me extraña que Philip hiciera
comentarios despectivos respecto a él mientras desayunaba; probablemente tiene
celos. Tal vez Dempsey pueda ofrecer algún empleo en Darlington. ¿Hago un poco de
café?
Morris la ayudó a llenar el lavavajillas y después llevaron el café a la salita.
Mientras lo bebían, regresó Philip.
—¿Qué tal el banquete? —preguntó Morris.
—Horroroso, horroroso —gimió Philip, que se desplomó en un sillón y se tapó la
www.lectulandia.com - Página 66
cara con las manos—. No quiero hablar de él. Busby merece que le fusilen. O que le
cuelguen con cadenas en los muros del Martineau Hall… eso sería todavía más
apropiado.
—Pude haberte dicho que sería horroroso —dijo Hilary.
—¿Y por qué no lo hiciste? —inquirió Philip, irritado.
—No quise entrometerme. Es tu congreso.
—Era mi congreso. A Dios gracias, ha terminado. Y ha sido un desastre total
desde el comienzo hasta el fin.
—No digas eso, Philip —intervino Morris—. Después de todo, di mi conferencia.
—A ti todo te resulta muy fácil, Morris. Tú has pasado una velada agradable y
tranquila en casa. Yo he estado escuchando a dos zoquetes degenerados que han
berreado canciones obscenas ante un micrófono durante las dos últimas horas.
Después me han metido en una especie de cepo y han incitado a los demás para que
me arrojaran panecillos. ¡Y he tenido que fingir que también eso me divertía!
Hilary soltó la carcajada y batió palmas.
—¡Ahora pienso que ojalá hubiera ido! —exclamó—. ¿Y llegaron a arrojarte
panecillos?
—SÍ, y creo que dos de ellos lo hicieron con manifiesto afán vindicativo —
explicó Philip, ceñudo—. Pero no quiero hablar más de eso. Tomemos una copa.
Sacó una botella de whisky y tres vasos, pero Hilary bostezó y anunció su
intención de retirarse. Morris dijo que tenía que salir temprano la mañana siguiente
para tomar su avión hacia Londres, y que (al vez sería mejor que se despidiera ahora
de ella.
—¿Y adónde vas, pues? —preguntó Hilary.
—A la Villa Rockefeller, en Bellagio —explicó—. Es una especie de retiro para
estudiosos. Pero tengo también una serie de conferencias contratadas para el verano:
Zurich, Viena, tal vez Amsterdam. Jerusalén.
—¡Dios mío! —exclamó Hilary—. Ahora comprendo a qué te referías con
aquello de los caballeros andantes.
—Algunos son más andantes que otros —observó Morris.
—Lo sé —dijo Hilary con toda intención.
Se estrecharon las manos y Morris le dio un tímido beso en la mejilla.
—Ten cuidado —le dijo.
—¿Por qué habría de tenerlo? —repuso ella—. Yo no hago nada a tientas. Y a
propósito, creía que eras enemigo de los viajes al extranjero, Morris. Solías decir que
viajar estrecha la mente.
—Llega un momento en que el individuo ha de ceder ante el Zeitgeist o bien
retirarse del juego —dijo Morris—. En mi caso, esto ocurrió en el 75, cuando empecé
a recibir invitaciones para los congresos conmemorativos del centenario de Jane
Austen en los lugares más inverosímiles —Poznan, Delhi, Lagos, Honolulú— y la
mitad de los oradores resultaron ser tipos a los que yo había conocido en la
www.lectulandia.com - Página 67
universidad. El mundo es un campus global, Hilary, puedes creerlo. La tarjeta
American Express ha sustituido al pase de biblioteca.
—Supongo que Philip estará de acuerdo contigo —comentó Hilary, pero Philip,
que estaba sirviendo el whisky, ignoró la indirecta—. Buenas noches, pues —dijo.
—Buenas noches, querida —contestó Philip, sin levantar la vista de los vasos—.
Solo tomaremos un trago antes de acostarnos.
Cuando Hilary hubo cerrado la puerta detrás de ella, Philip ofreció a Morris su
bebida.
—¿Qué son todos esos congresos a los que asistirás este verano? —preguntó con
una cierta codicia.
—Zurich es Joyce. Amsterdam es Semiótica. Viena es Narrativa. ¿O es Narrativa
en Amsterdam y Semiótica en Viena…? Lo que sí sé es que Jerusalén es sobre el
futuro de la crítica, porque yo soy uno de los organizadores. Está patrocinado por una
revista titulada Metacriticism, de cuyo consejo editorial formo parte.
—¿Y por qué Jerusalén?
—¿Y por qué no? Es una atracción, una novedad. Es un lugar que la gente desea
ver, pero no figura en los circuitos regulares turísticos. Además, el Jerusalem Hilton
ofrece unas tarifas muy competitivas en verano, puesto que hace un calor tremendo.
—¿Conque el Hilton? —murmuró Philip con tristeza—. Una cierta diferencia
respecto al Lucas Hall y el Martineau Hall…
—Cierto. Mira, Philip, ya sé que te ha decepcionado la asistencia a tu congreso,
pero, francamente, ¿qué puedes esperar si pides a la gente que se alojen en aquellos
dormitorios destartalados y que consuman comidas de cantina? La comida y el
alojamiento son las cosas más importantes en cualquier seminario de esta clase. Si
ambas cosas le caen bien a la gente, generarán una excitación intelectual; de lo
contrario, los asistentes se mostrarán malhumorados y despectivos, y se saltarán las
conferencias.
Philip se encogió de hombros.
—Estoy de acuerdo, pero aquí la gente no puede permitirse estos lujos. O sus
universidades no están dispuestas a pagarlos.
—No, en el Reino Unido desde luego que no. Sin embargo, cuantío trabajaba aquí
descubrí una anomalía interesante. Podías contar con solo cincuenta libras o alguna
ridiculez por el estilo para asistir a congresos en este país, pero no había límites en las
subvenciones para asistir a congresos en el extranjero. La solución es obvia: deberías
dar tu próximo ciclo en el extranjero. Algún lugar bonito y cálido, como Montecarlo
quizás. Y entretanto, ¿por qué no te vienes a Jerusalén este verano?
—¿Quién, yo? ¿A tu congreso?
—Claro. Podrías ofrecer una disertación sobre el futuro de la crítica, ¿no te
parece?
—No creo que tenga mucho futuro —objetó Philip.
—¡Mejor! Será objeto de controversia. Y tráete a Hilary.
www.lectulandia.com - Página 68
—¿Hilary? —Philip parecía desconcertado—. Oh, no, no creo que pudiera
soportar aquel calor. Además, dudo de que pudiéramos permitirnos el gasto de su
viaje. Has de saber que dos hijos en la universidad se te comen los ingresos.
—No es necesario que me lo digas. Ya me estoy preparando para el próximo año.
—¿Acaso Hilary te ha hecho sugerir esto, Morris? —preguntó Philip, aunque
parecía algo avergonzado al hacerlo.
—Claro que no. ¿Qué te hace pensarlo?
Philip rebulló incómodamente en su asiento.
—Es que últimamente se ha estado quejando de que yo viajo demasiado,
descuidando a la familia y descuidándola a ella.
—¿Y es así?
—Supongo que sí. La única cosa que hoy en día me permite ir tirando es viajar.
Cambiar de escenario, cambiar de caras. Llevarme a Hilary conmigo en estos viajes
académicos destruiría todo el objetivo.
—¿Y cuál es el objetivo?
Philip suspiró.
—¿Quién sabe? Es difícil exponerlo en palabras. ¿Qué estamos buscando todos?
¿Felicidad? Ya sabemos que esta no es duradera. Distracción, tal vez… distracción
respecto a las feas verdades: que hay una muerte, que la enfermedad, que la
impotencia y la senilidad le esperan a uno.
—¡Jesús! —exclamó Morris—. ¿Siempre estás así después de un banquete
medieval?
Philip sonrió débilmente y volvió a llenar los vasos.
—Intensidad —dijo—. Intensidad de experiencia es lo que andamos buscando,
creo yo. Sabemos que ya no la encontraremos en casa, pero siempre queda la
esperanza de que la encontraremos en el extranjero. Yo la encontré en América en el
año 69.
—¿Con Désirée?
—No solo Désirée, aunque ella constituyó una parte importante. Fue la
excitación, la riqueza de toda la experiencia, la mezcla de placer y peligro y
libertad… y el sol. Has de saber que cuando volvimos aquí, durante largo tiempo
seguí viviendo en Euphoria, en el interior de mi cabeza. Exteriormente, volví a mi
antigua rutina. Me levantaba por la mañana, me ponía un traje de tweed, leía el
Guardian mientras desayunaba, caminaba hasta la Universidad, daba las mismas
clases en base a los mismos viejos textos… y en todo momento llevaba una vida
totalmente distinta en el interior de mi cabeza. En el interior de mi cabeza, había
decidido no regresar a Inglaterra, por lo que me despertaba en Plotinus, sentado bajo
el sol con mi playera, contemplaba la bahía, me ponía mis Levis y un polo, leía el
Euphoric Times mientras desayunaba, y me preguntaba qué ocurriría hoy, si habría
una protesta o una manifestación, si mi clase tendría que abrirse paso a través de los
gases lacrimógenos o los piquetes, o si nos reuniríamos fuera del campus en el
www.lectulandia.com - Página 69
apartamento de alguien, sentados en el suelo y rodeados por carteles, octavillas y
reediciones sobre grupos de encuentro, teatro de vanguardia y el Vietnam.
—Todo esto ha terminado ya —dijo Morris—. No reconocerías aquel lugar.
Todos los chicos pertenecen a hermandades, visten pulcramente y trabajan de firme
para ingresar en Derecho.
—Eso he oído decir —admitió Philip—. Qué deprimente.
—Pero esta intensidad de experiencia, ¿nunca más volviste a encontrarla desde
que estuviste en América?
Philip contempló el fondo de su vaso.
—Una vez —contestó—. ¿Quieres que te cuente la historia?
—Permíteme que encienda un cigarro. ¿Es una historia de purito o de panatella?
—No lo sé. Todavía no la he contado a nadie.
—Me siento muy honrado —dijo Morris—. Esto exige algo especial.
Morris abandonó la habitación para ir a buscar uno de sus Romeo y Julieta favoritos.
Cuando regresó, supo que en su ausencia el mobiliario y la iluminación habían sido
retocados. Dos sillones de alto respaldo casi se encaraban a lo ancho de la chimenea,
donde ardía muy discretamente un fuego de gas. La única otra luz de la habitación
procedía de una lámpara de pie situada detrás del sillón que ocupaba Philip, con la
cara en la sombra. Entre los dos sillones había una mesa baja de café con la botella de
whisky, jarro de agua, vasos y cenicero. El vaso de Morris había sido llenado de
nuevo con una medida generosa.
—¿Es aquí donde se sienta el oyente? —inquirió, ocupando el sillón vacante.
Philip, que contemplaba el fuego con expresión ausente, sonrió vagamente pero
no replicó. Morris hizo girar el cigarro entre sus dedos junto a su oído y escuchó con
aprobación el crujido de las hojas. Perforó un extremo del cigarro, cortó el otro y lo
encendió, dándole chupadas vigorosas.
—Vale —dijo, examinando la brasa para comprobar si ardía con regularidad—.
Te escucho.
—Ocurrió hace unos años, en Italia —comenzó Philip—. Fue durante la primera
gira de conferencias que hice para el British Council. Volé hasta Nápoles y después
ascendí por el país en tren: Roma, Florencia, Bolonia, Padua, y terminé en Génova.
El último día, yo tenía un programa muy apretado. Di mi conferencia a primera hora
de la tarde y aquella misma noche tenía que tomar mi avión para volver a casa.
El representante del Council en Génova, que me había acompañado a todas partes
en aquella ciudad, me ofreció una cena temprana en un restaurante y después me
llevó en coche al aeropuerto. Mi vuelo llevaba retraso (un problema técnico, dijeron)
y en vista de ello le dije que no esperase. Yo sabía que tenía que levantarse temprano
la mañana siguiente para asistir a una reunión en Milán. Eso forma parte de la
historia.
www.lectulandia.com - Página 70
—Así lo espero —dijo Morris—. En una buena historia no debe haber nada
irrelevante.
—Pues aquel hombre del British Council, J. K. Simpson (no puedo recordar su
nombre de pila), un buen muchacho muy amable y entusiasta de su trabajo, dijo:
«Bueno, entonces le dejo, pero si se cancela el vuelo llámeme por teléfono y le
llevaré a un hotel para pasar la noche».
»El retraso se prolongó, pero finalmente despegamos alrededor de la medianoche.
Era un avión británico. Yo estaba sentado junto a un comerciante inglés, un vendedor
de tejidos de lana creo…
—¿Es relevante esto?
—En realidad, no.
—No importa. Solidez en la especificación —dijo Morris, con un ademán
tolerante ayudado por su cigarro—. Contribuye al efecto de realidad.
—Estábamos sentados hacia la parte posterior del avión, exactamente detrás del
ala. Él ocupaba el asiento de ventana y yo estaba sentado junto a él. Unos diez
minutos después de salir de Génova, se disponían a servir bebidas y ya se oía el
tintineo de botellas en la parte de atrás del aparato, cuando ese vendedor de tejidos
dejó de mirar por la ventana, me dio un golpecito en el brazo y dijo: «Perdone, pero
¿le importaría echar un vistazo ahí afuera? ¿Es mi imaginación o se ha incendiado
este motor?». Me incliné hacia la ventana y miré por ella. Estaba muy oscuro, claro,
pero pude ver unas llamas que parecían lamer el motor. Bien, hasta entonces yo
nunca había mirado detenidamente un motor de reacción, de noche, y por lo que
podía saber este era siempre el aspecto que ofrecían. Quiero decir que cabe esperar
ver un resplandor ígneo saliendo del motor cuando es de noche. Pero por otra parte
estas eran decididamente llamas, y no salían únicamente del agujero posterior. «No sé
qué pensar —dije—. Desde luego, no me gusta mucho.» «¿Cree que deberíamos
decírselo a alguien?», preguntó. «Hombre, yo creo que ellos también han de haberlo
visto, ¿no le parece?», dije yo. Lo cierto era que ninguno de los dos deseaba cometer
una plancha al sugerir que algo no funcionaba debidamente, y oírse decir después que
no era así. Por suerte, un individuo del otro lado del pasillo notó que estábamos
interesados en algo y se acercó para echar un vistazo a su vez. «¡Dios mío!»,
exclamó, y apretó el timbre para llamar a la azafata. Creo que debía de ser una
especie de ingeniero. En aquel momento llegó la azafata con la carretilla de las
bebidas. «Si lo que quiere es beber algo, tendrá que esperar su turno», dijo, y es que
el personal de cabina andaba un poco mosqueado a causa del retraso. «¿Ya sabe el
capitán que se ha incendiado su motor de estribor?», preguntó el Ingeniero. Ella le
miró boquiabierta, echó un vistazo más allá de la ventana y después echó a correr por
el pasillo, empujando la carretilla delante de ella como una niñera que corriera con un
cochecillo de bebé. Un minuto después, un hombre uniformado —el segundo piloto
supongo— recorrió el pasillo con expresión preocupada y provisto de una gran
linterna, con la que enfocó el motor desde la ventana. Ciertamente, estaba incendiado,
www.lectulandia.com - Página 71
y el hombre regresó corriendo a su puesto. Al poco rato, el avión viró y emprendimos
el regreso a Génova. Sonó la voz del capitán en los altavoces, para decir que íbamos a
efectuar un aterrizaje de emergencia debido a un problema técnico, y que debíamos
prepararnos para abandonar el avión por las salidas de socorro. Y después alguien
más nos explicó con toda exactitud lo que teníamos que hacer. Debo reconocer que la
voz sonaba notablemente tría, tranquila y sosegada.
—Era una cassette —dijo Morris—. Tienen cassettes de estas previamente
gravadas para toda clase de contingencias. Una vez me encontraba en un Jumbo,
volando sobre las Montañas Rocosas, y una azafata puso por error la cinta de
evacuación urgente. Recuerdo que era un día perfecto de sol y volábamos a 30 000
pies de altura, cuando aquella voz dijo de repente: «Nos vemos obligados a efectuar
un amerizaje de emergencia en el agua. No se dejen llevar por el pánico quienes no
sepan nadar. Los servicios de rescate han sido avisados de nuestras intenciones».
Los pasajeros se quedaron petrificados, con los tenedores a mitad de camino de sus
bocas, y acto seguido se armó un guirigay de mil diablos hasta que se aclaró el error.
—En nuestro avión no faltó una buena dosis de llantos y rechinar de dientes.
Muchos pasajeros eran italianos y ya sabe usted cómo son los italianos… incapaces
de ocultar sus sentimientos. Y entonces el piloto inició un tremendo picado para
apagar el fuego.
—¡Jesús! —exclamó Morris Zapp.
—Tuvo el miramiento de explicar primero lo que se disponía a hacer, pero solo en
inglés, de modo que todos los italianos creyeron que íbamos a estrellarnos en el mar y
empezaron a gritar, llorar y persignarse. Pero el descenso en picado funcionó, ya que
apagó el fuego. Después tuvimos que describir círculos sobre el mar durante unos
veinte minutos, arrojando carburante, antes de tratar de aterrizar en Génova. Fueron
unos veinte minutos muy largos.
—No lo dudo.
—Francamente, creí que iban a ser mis últimos veinte minutos.
—¿En qué pensaste?
—Qué estupidez, pensé. Qué injusticia, pensé. Supongo que recé. Me imaginé a
Hilary y los niños enterándose de la catástrofe por la radio cuando se levantaran la
mañana siguiente, y esto me sentó muy mal. Pensé en salir con vida pero
terriblemente mutilado. Traté de recordar las cláusulas de la póliza de seguro del
British Council para conferenciantes en Giras Especializadas: tanto por un brazo,
tanto por una pierna por debajo de la rodilla, tanto por una pierna por encima de la
rodilla. Traté de no pensar en morir quemado vivo.
»En el mejor de los casos, aterrizar en Génova es una experiencia más bien
escalofriante. No sé si estás enterado, pero hay allí un gran promontorio, muy alto,
que se adentra en el mar. Los aviones que se aproximan desde el norte han de efectuar
un viraje completo alrededor del mismo, y después pasar entre él y las montañas,
sobrevolando la ciudad y los muelles. Y lo estábamos haciendo de noche y con un
www.lectulandia.com - Página 72
motor kaput. El aeropuerto, claro está, se encontraba en un estado total de
emergencia, pero al ser un pequeño aeropuerto, e italiano, eso no significaba gran
cosa. Apenas tocamos el suelo, pude ver los vehículos de los bomberos corriendo
hacia nosotros, con sus luces lanzando destellos. Al pararse el avión, el personal de
cabina abrió las salidas de socorro y todos bajamos deslizándonos por aquella especie
de toboganes inflables. Lo malo fue que no pudieron abrir la salida más próxima a
nosotros, el hombre de la lana y yo, porque se abría en el ala con el motor estropeado,
y por consiguiente fuimos los últimos en abandonar el avión. Recuerdo haber
pensado que esto era una injusticia, puesto que de no haber sido por nosotros todos
los demás hubieran podido explotar en pleno vuelo.
»Sea como fuere, salimos todos sin novedad, corrimos como locos hacia un
autocar que nos estaba esperando, y nos llevaron a la terminal. Los coches de los
bomberos cubrieron el avión de espuma, y mientras sacaban del aparato nuestros
equipajes telefoneé al tipo del British Council. Supongo que deseaba expresar mi
alivio por haber sobrevivido contándoselo a alguien. Resultaba extraño pensar que
Hilary y los niños dormían en Inglaterra, sin saber que yo acababa de escapar de la
muerte por los pelos. No quería despertar a Hilary con una llamada telefónica y darle
un inútil susto retrospectivo, pero pensaba que tenía que explicárselo a alguien. Y
asimismo, deseaba salir del aeropuerto. Muchos de los pasajeros italianos eran presa
de la histeria y se dedicaban a besar el suelo, sollozar, persignarse y cosas por el
estilo. Era obvio que no volveríamos a levantar el vuelo hasta la mañana siguiente y
que iban a ser necesarias horas enteras para encontrarnos acomodo aquella noche. Y
Simpson me había dicho que le telefoneara si había algún problema, y por tanto,
aunque era ya más de la una, así lo hice. Apenas captó lo que había ocurrido, me dijo
que vendría inmediatamente al aeropuerto, y cosa de media hora más tarde me
recogió y me condujo en coche a la ciudad para buscar un hotel. Probamos en varios,
pero no hubo suerte, pues o bien estaban cerrados durante la noche o estaban al
completo, ya que aquella semana había una feria en Génova. Entonces fue y me dijo
que por qué no iba a su casa; desgraciadamente, no tenían habitación para huéspedes,
pero había manera de acomodarme en la sala de estar. Por lo tanto, me llevó a su
apartamento, situado en un bloque moderno, a mitad de camino de la montaña que
domina la ciudad y el mar. Yo me sentía extraordinariamente tranquilo y del todo
despierto, y en realidad bastante impresionado por mi sangre fría, pero cuando me
ofreció un coñac no le dije que no. Contemplé la sala de estar que me rodeaba y sentí
un súbito arrebato de nostalgia hogareña. Durante los últimos doce días había estado
viviendo en habitaciones de hotel y comiendo en restaurantes. Ahora, más bien
disfruto con ello, pero entonces todavía era novato en las conferencias en el
extranjero y lo consideraba fatigante. Y allí me encontraba en un pequeño oasis de
intimidad inglesa, donde podía relajarme y sentirme totalmente como en mi casa.
Había juguetes diseminados en la sala de estar y periódicos ingleses, y en el cuarto de
baño había ropa interior marca St. Michael’s puesta a secar. Mientras saboreábamos
www.lectulandia.com - Página 73
el coñac y yo contaba a Simpson la historia completa de lo sucedido en el avión, su
esposa entró en la habitación en bata, bostezando y frotándose los ojos soñolientos.
Todavía no la había visto. Se llamaba Joy.
—Ah, veo que recuerdas su nombre de pila —murmuró Morris.
—Me disculpé por las molestias, y ella contestó que no tenía importancia, pero no
parecía particularmente complacida. Me preguntó si quería comer algo, y de pronto
me di cuenta de que tenía un hambre feroz. Ella trajo entonces un poco de jamón de
Parma de la cocina, un trozo de tarta y té, y acabamos por organizar una especie de
comida improvisada. Yo estaba sentado frente a Joy, que llevaba una bata de suave
terciopelo azul, con capucha y una cremallera que iba desde el cuello hasta el
dobladillo. Hilary había tenido una muy parecida, y mirar a Joy por el rabillo del ojo
era como mirar una versión más joven y más agraciada de Hilary. Una Hilary, quiero
decir, cuando era también joven y bonita, cuando nos casamos. Supuse que Joy
tendría unos treinta y cinco años; sus ojos eran azules y su cabello rubio y ondulado.
Una barbilla bastante pronunciada, pero con una boca amplia y generosa, y unos
labios carnosos. Tenía una traza de acento norteño: Yorkshire, pensé. Daba algunas
clases de inglés, prácticas de conversación en la universidad, pero básicamente
consideraba su papel como el de apoyar a su marido en el trabajo de este. Diría
incluso que solo por él hizo el esfuerzo de levantarse y mostrarse hospitalaria
conmigo. Pues bien, mientras hablábamos, comíamos y bebíamos, me sentí invadido
de pronto por un intenso deseo que me inspiraba Joy.
—Lo sabía —dijo Morris.
—Era como si, tras haber pasado a través de la sombra de la muerte, de pronto
hubiera recuperado un apetito por la vida que creía haber perdido para siempre, desde
que abandoné América para regresar a Inglaterra. En cierto modo, era más agudo que
todo lo que había conocido hasta entonces. La comida me penetraba con sus
exquisitos sabores, el té era fragante como ambrosía, y la mujer sentada frente a mí
me parecía insoportablemente hermosa, tanto más cuanto que se mostraba totalmente
inconsciente de la atracción que ejercía sobre mí. Estaba despeinada y su cara estaba
pálida y abotargada a causa del sueño, y, desde luego, no se había empolvado ni se
había pintado los labios, listaba sentada muy quieta, sosteniendo una taza de té con
ambas manos, sin decir gran cosa, sonriendo débilmente al oír los chistes de su
marido, como si ya los hubiera oído antes. Creo sinceramente que yo hubiera sentido
exactamente lo mismo, en aquella situación y en aquellos momentos, con casi
cualquier mujer que no fuera irremisiblemente fea. Joy representaba entonces, para
mí, la mujer. Era como la Eva de Milton, el sueño de Adán… que despertó y
descubrió que era verdad, como dice Keats. De pronto pensé en lo muy agradables
que eran las mujeres. Cuán tiernas y cariñosas. Cuán agradable sería, y natural,
acercarme a ella, rodearla con los brazos y enterrar la cabeza en su regazo. Y todo
ello mientras Simpson me hablaba del lamentable nivel del inglés que se enseñaba en
las escuelas secundarias italianas. Finalmente, miró su reloj y dijo que ya eran las
www.lectulandia.com - Página 74
cuatro, y que en vez de volver a la cama prefería conducir hasta Milán mientras
estaba totalmente despierto, y descansar una vez llegara allí. Me dijo que se llevaba el
coche del Council, y que Joy me acompañaría al aeropuerto en el de ellos.
—Sé lo que va a venir —observó Morris—, y sin embargo apenas puedo creerlo.
—Tenía ya su maletín preparado, por lo que se marchó pocos minutos después.
Nos dimos la mano y me deseó mejor suerte en mi vuelo de la mañana siguiente. Joy
le acompañó hasta la puerta del apartamento y oí como se despedían con un beso.
Después ella volvió a la sala de estar, con una actitud más bien tímida. La bata azul
era un par de dedos demasiado larga para ella y tenía que sostenerse la falda ante ella,
cosa que le confirió un aspecto cortesano, vagamente medieval, al entrar de nuevo en
la sala. Observé que iba descalza. «Sé que ahora le gustará dormir un poco —me dijo
—. Hay otra cama en el cuarto de Gerard, pero si le instalo allí puede que se asuste al
despertarse por la mañana.» Le contesté que el sofá era más que suficiente. «Pero
Gerard se levanta muy temprano y temo que pueda molestarle —me dijo—. Si no le
importa dormir en nuestra cama, a mí no me cuesta nada instalarme en la habitación
del chico.» Dije que no, que de ningún modo, pero ella insistió y me pidió que le
concediera unos momentos para cambiar las sábanas, y yo repuse que me negaba a
darle tanto trabajo.
Pensar en aquella cama, todavía tibia por el contacto con su cuerpo, fue
demasiado para mí, y empecé a temblar de pies a cabeza por el esfuerzo de
contenerme y no dar un salto irrevocable en el espacio moral, tirando de la cremallera
ante su garganta como si fuera el cordón de un paracaídas, y cayendo con ella al
suelo.
—Esta es una metáfora muy recargada, Philip —dijo Morris—. Me cuesta creer
que nunca hayas contado antes esa historia.
—Es que en realidad la escribí —repuso Philip—, para satisfacción propia. Pero
nunca la he enseñado a nadie. —Volvió a llenar los vasos—. Sea como fuere, allí
estábamos, mirándonos los dos. Oímos que un coche aceleraba a lo lejos, colina
abajo. Simpson, seguramente. «¿Qué ocurre? —preguntó ella—. Está usted
temblando.» También ella temblaba un poco. Dije que suponía que eran los efectos
del susto. Una reacción retardada. Me dio un poco más de coñac, y ella también
bebió. Me constaba que ella sabía que no era en realidad la pasada impresión lo que
me hacía temblar, sino que era ella, su proximidad, pero que no podía dar crédito a su
propia intuición. «Será mejor que se acueste —me dijo—. Le enseñaré el
dormitorio.»
»La seguí hasta el dormitorio principal, iluminado por una sola lámpara de mesita
de noche, con una pantalla purpúrea. Había una gran cama de matrimonio, con un
edredón medio retirado. Lo arregló y mullió las almohadas. Yo seguía temblando
como un azogado. Me preguntó si quería una botella de agua caliente y yo le dije:
“Solo una cosa me quitaría este temblor. Si quisiera rodearme con sus brazos…”
»Aunque en el cuarto había poca luz, pude ver que se sonrojaba intensamente.
www.lectulandia.com - Página 75
“No puedo hacer eso —me contestó—. No debería pedírmelo.” “Por favor”, dije yo,
y di un paso hacia ella.
»Noventa y nueve mujeres de cada cien hubieran abandonado sin más la
habitación, tal vez después de abofetearme. Pero Joy se quedó. Me acerqué más a ella
y la rodeé con mis brazos. Fue maravilloso. Pude notar el calor de sus pechos a través
de la bata de terciopelo y de mi camisa. Sus brazos me rodearon y sus manos se
posaron suavemente en mi espalda. Dejé de temblar como por arte de magia.
Apoyaba mi barbilla en su hombro y susurraba delirante, junto a su oído, cuán
maravillosa, generosa y hermosa era, qué éxtasis suponía tenerla entre mis brazos,
cómo volvía yo a sentirme en comunicación con la tierra y las fuerzas vitales, y toda
clase de necedades románticas. Y en todo momento me veía reflejado en el espejo de
la cómoda, bajo aquella extraña luz purpúrea, con mi barbilla en el hombro de ella,
las manos moviéndose sobre su espalda, como si estuviera viendo una película o
contemplando una bola de cristal. No parecía posible que aquello sucediera en
realidad. Vi mis manos deslizarse hasta la parte inferior de su espalda y posarse en
sus nalgas, arrugando la falda de su bata, y dije al hombre del espejo, silenciosamente
y dentro de mi cabeza: estás loco, ahora se apartará de ti, te soltará una bofetada y
gritará pidiendo auxilio. Pero no lo hizo. Vi cómo se arqueaba su espalda y noté que
se apretujaba contra mí. Vacilé y me tambaleé ligeramente y al recobrar el equilibrio
alteré un poco mi posición; pude ahora ver en el espejo la cara de ella, reflejada en
otro espejo al otro lado de la habitación, y juro que había en ella una expresión de
abandono total: tenía los ojos semicerrados y los labios entreabiertos, y estaba
sonriendo. ¡Sonriendo! Entonces alcé la cabeza y la besé en los labios. Su lengua se
metió directamente en mi boca como una tibia anguila. Tiré cuidadosamente de la
cremallera en la parte frontal de su bata e introduje mi mano. Iba desnuda debajo de
ella.
Philip hizo una pausa y contempló el fuego. Morris descubrió que estaba sentado
en el borde de su sillón y que su cigarro se había apagado.
—¿Y bien? —rezongó mientras buscaba su encendedor—. ¿Y qué ocurrió
después?
—Hice que la bata se deslizara desde sus hombros, y oí el chasquido de la
electricidad estática al descender la prenda y depositarse a los pies de ella. Caí de
rodillas y enterré el rostro en su vientre. Ella pasó sus dedos por mis cabellos y clavó
sus uñas en mis hombros. Hice que se echara en la cama y empecé a arrancarme mis
ropas con una mano mientras seguía a acariciándola con la otra, temeroso de que si
por un momento rompía el contacto pudiera perderla a ella. Tuve la suficiente
presencia de ánimo para preguntar si estaba protegida y ella asintió con la cabeza, sin
abrir los ojos. Entonces hicimos el amor. No hubo en ello nada particularmente sutil o
prolongado, pero jamás, ni antes ni después, he tenido un orgasmo como aquel. Me
sentí como si desafíala a la muerte, fornicando para alejarme de la tumba. Ella tuvo
que ponerme la mano en la boca, para impedir que pronunciara a gritos su nombre:
www.lectulandia.com - Página 76
Joy, Joy, Joy.
»Después, casi instantáneamente, me quedé dormido. Cuando desperté estaba
solo en la cama, desnudo y tapado con el edredón. La luz del sol penetraba a través de
las rendijas de las persianas, y pude oír que en otra habitación funcionaba una
aspiradora. Miré mi reloj. Eran las 10:30. Me pregunté si solo habría soñado que
hacía el amor con Joy, pero el recuerdo físico era demasiado candente y específico, y
mis ropas estaban esparcidas por el suelo, allí donde yo las había arrojado la noche
antes. Me puse la camisa y los pantalones y salí del dormitorio para dirigirme a la
sala de estar. Una mujercilla italiana, con un pañuelo alrededor de la cabeza, estaba
pasando la aspiradora por la alfombra. Me sonrió, desenchufó la Hoover y me dijo
algo ininteligible. Entonces entró Joy desde la cocina, con un niño pequeño a su lado,
un niño que sostenía un cochecito Dinky y que me miró fijamente. Joy parecía muy
distinta de la noche anterior: más elegante y más serena. Al parecer se había hecho un
corte en la mano y llevaba una tira de esparadrapo, pero por lo demás ofrecía un
aspecto inmaculado, con un vestido de lino y unos cabellos suaves y brillantes como
si acabara de lavarlos. Me dirigió una sonrisa radiante, ligeramente artificial, pero
evitó todo contacto ocular. “Hola —me dijo—. Ahora me disponía a despertarle.”
Había telefoneado al aeropuerto y mi avión salía a las 12:30. Me acompañaría allí tan
pronto yo estuviera a punto. ¿Quería desayunar, o prefería ducharme primero? Era la
perfecta anfitriona del British Council: cortés, paciente y desinteresada. Incluso me
preguntó si había dormido bien. De nuevo me pregunté si el episodio con ella de la
noche antes no habría sido un sueño erótico, pero cuando vi la bata azul colgada
detrás de la puerta del cuarto de baño, toda la peripecia acudió de nuevo a mí con un
lujo de detalles sensual que no hubiera podido ser imaginario. La forma exacta de sus
pezones, romos y cilíndricos, estaba impresa en las terminaciones nerviosas de las
puntas de mis dedos. Recordé la abundancia inusual de su vello púbico y su color
dorado pálido, matizado por la luz púrpura de la mesita de noche, y la línea a través
de su vientre donde terminaba el atezado solar de su piel. No hubiera podido soñar
todo esto. Sin embargo, era imposible tener cualquier tipo de conversación íntima con
ella, con la asistenta haciendo funcionar la aspiradora y el niño pegado en todo
momento a las piernas de su madre. Y además, resultaba obvio que ella tampoco
deseaba tenerla. Iba de un lado a otro del apartamento y charlaba con la asistenta y
con el niño. Incluso cuando me acompañó al aeropuerto se llevó al crío con ella, y se
trataba de un renacuajo muy listo al que apenas se le escapaba nada. Aunque iba
sentado detrás, se asomaba continuamente y metía la cabeza entre nosotros dos, como
si quisiera impedir cualquier intimidad. Empezaba a parecer como si fuéramos a
separarnos sin una sola referencia a lo ocurrido la noche anterior. Era absurdo. No me
era posible comprender su actitud y sentía que tenía que descubrir qué había
provocado su extraordinaria acción. ¿Sería una especie de ninfomaníaca, dispuesta a
entregarse al primer hombre disponible? ¿Sería yo el más reciente de una larga serie
de conferenciantes del British Council que habían pasado por aquel dormitorio de luz
www.lectulandia.com - Página 77
purpúrea? Incluso me pasó por la mente la posibilidad de que Simpson estuviera en
colusión con ella, de que yo hubiera sido un peón en un complicado juego erótico
entre ellos, y que tal vez él hubiese regresado silenciosamente al apartamento para
ocultarse detrás de uno de aquellos espejos del dormitorio. Una mirada a su perfil
ante el volante del coche bastó para hacer que tales especulaciones parecieran
fantásticas… Parecía tan normal, tan entera, tan inglesa. ¿Qué la había motivado,
pues? Deseaba desesperadamente saberlo.
»Cuando llegamos al aeropuerto, me dijo: “¿Verdad que no le importa que le deje
y vuelva a marcharme?”. Pero tuvo que apearse del coche para abrirme el maletero, y
comprendí que esta era la única oportunidad de que disponía para hablarle en
privado. “¿No vamos a hablar de esta noche?”, le pregunté mientras sacaba mi maleta
del portaequipajes. Me dirigió su radiante sonrisa de buena anfitriona. “No debe
preocuparle haber interrumpido nuestro sueño. Estamos acostumbrados a ello en
nuestro trabajo, ya que la gente llega a las horas más extrañas. Aunque no
generalmente, desde luego, en aviones en llamas. Espero que hoy tenga usted un
vuelo menos accidentado. Adiós, señor Swallow.”
»¡Señor Swallow! ¡Y esa era la mujer que solo unas pocas horas antes había
tenido las piernas ciñéndome la nuca! Bien, quedaba perfectamente claro que,
cualesquiera que fuesen sus motivos, quería fingir que nada había ocurrido entre
nosotros la noche antes…, que deseaba borrar de la historia todo el episodio,
cancelándolo, anulándolo. Y que la mejor manera de expresar yo mi gratitud consistía
en seguirle el juego. Por consiguiente, muy a mi pesar, no quise insistir en mi
investigación. Solo una cosa me permití. Ella me había tendido la mano ya, y en vez
de limitarme a estrechársela, me la llevé a los labios. Pensé que no sería un gesto
particularmente llamativo en un aeropuerto italiano. Ella se ruborizó, tan
intensamente como se había ruborizado la noche anterior cuando yo le pedí que me
rodeara con sus brazos, y toda la ternura increíble de aquel abrazo volvió a afluir en
mi conciencia, y pude ver que también en la suya. Después se dirigió a la parte
delantera del coche, se instaló en su asiento, me dirigió una última mirada a través de
la ventanilla y se alejó. Nunca más volvería a verla.
—Tal vez lo hagas cualquier día —dijo Morris.
Philip meneó la cabeza.
—No, porque está muerta.
—¿Muerta?
—Los tres se mataron en un accidente de aviación el año siguiente, en la India. Vi
sus nombres en la lista de pasajeros. No hubo supervivientes. «Simpson, J. K., esposa
Joy e hijo Gerard.»
Morris dejó escapar el aliento en un leve silbido.
—¡Oye, esto es muy triste! No creía que esa historia fuera a tener un final
desdichado.
—Irónico, también, cuando uno piensa cómo nos conocimos, ¿no te parece? Al
www.lectulandia.com - Página 78
principio, me sentí terriblemente culpable, como si de alguna manera yo le hubiera
pasado una muerte de la que solo por los pelos me había librado yo. Después me
convencí de que esto no era sino superstición, pero siempre conservé en mi corazón
un pequeño santuario para Joy.
—¿Un pequeño qué?
—Un santuario —dijo Philip con solemnidad. Morris tosió expulsando humo de
cigarro y dejó pasar la palabra—. Ella me devolvió un apetito vital que creía haber
perdido para siempre. Fue lo totalmente inesperado, la gratuidad de aquella entrega
de sí misma. Me convenció de que la vida merecía la pena de ser vivida, y de que yo
aprovecharía al máximo lo que de ella me quedara.
—¿Y has tenido más aventuras como esa? —inquirió Morris, un tanto mosqueado
por lo mucho que se había sentido afectado, primero por el erotismo de la narración
de Philip, y después por su penoso epílogo.
Philip se sonrojó levemente.
—Una cosa que aprendí de ella fue la de nunca dar un no a alguien que te pida tu
cuerpo, y nunca rechazar a alguien que te ofrezca libremente el suyo.
—Comprendo —dijo secamente Morris—. ¿Has elaborado este código de
acuerdo con Hilary?
—Hilary y yo no opinamos lo mismo en muchas cosas. ¿Un poco más de whisky?
—Sí, pero será el último. Mañana tengo que levantarme a las cinco.
—¿Y qué me cuentas de ti, Morris? —preguntó Philip, mientras escanciaba el
whisky—. ¿Cómo va últimamente tu vida sexual?
—Después de separarnos Désirée y yo, traté de casarme otra vez. Viví con varias
mujeres, estudiantes graduadas en su mayoría, pero ninguna de ellas quería casarse
conmigo (hoy en día, las chicas no tienen principios) y gradualmente dejó de
interesarme la idea. Ahora vivo solo. Hago jogging. Miro la televisión. Escribo mis
libros. Y a veces voy a un salón de masaje en Esseph.
—¿Un salón de masaje? —Philip parecía escandalizado.
—Has de saber que en estos lugares tienen una clase muy agradable de chicas. No
son golfas. Educación superior, limpias, bien peinadas, bien habladas… Cuando yo
era un adolescente perdí muchas horas agotadoras tratando de persuadir a chicas para
que me la menearan en el asiento posterior del Chevrolet de mi padre. Ahora, esto es
tan fácil como ir al supermercado. Ahorra mucho tiempo y no poca energía nerviosa.
—¡Pero no hay ninguna relación!
—Las relaciones matan lo sexual, ¿todavía no lo sabes? Cuanto más prolongada
una relación, menos excitación sexual hay en ella. No quieras engañarte, Philip…
¿crees que hubiera sido tan extraordinario con Joy la segunda vez, de haberla habido?
—Sí —contestó Philip—. Sí.
—¿Y la vigésimosegunda vez? ¿Y la número doscientos?
—Supongo que no —admitió Philip—. Ya sé que al final el hábito acaba por
arruinarlo todo. Tal vez sea esto lo que todos andamos buscando: un deseo no diluido
www.lectulandia.com - Página 79
por el hábito.
—Los formalistas rusos tenían un vocablo para eso —dijo Morris.
—Seguro que sí —admitió Philip—, pero de nada sirve decirme cuál era, pues
estoy seguro de olvidarlo.
—Ostranenie —dijo Morris—. Desfamiliarización. Era lo que, según ellos creían,
constituía la literatura. «El hábito devora objetos, ropas, muebles, la propia esposa y
el temor a la guerra… El arte existe para ayudarnos a recuperar la sensación de
vida.» Víctor Sklovsky.
—Los libros solían satisfacerme —afirmó Philip—, pero a medida que envejezco
descubro que no me bastan.
—Sin embargo, pronto volverás a recorrer la senda, ¿eh? Hilary me ha hablado de
Turquía. ¿Qué vas a hacer allí?
—Otra gira del British Council. Doy conferencias sobre Hazlitt.
—¿Les interesa mucho Hazlitt en Turquía?
—No lo creo, pero es el bicentenario de su nacimiento. Mejor dicho, lo fue el año
pasado, que fue cuando se propuso este viaje. Ha necesitado largo tiempo para
convertirse en realidad… A propósito, ¿recibiste un ejemplar de mi libro sobre
Hazlitt?
—No… y precisamente le he estado diciendo a Hilary que ni siquiera había oído
hablar de él.
Philip dejó escapar una exclamación de enojo.
—¡Típico de los editores! Les pedí específicamente que te enviaran un ejemplar
de obsequio. Permíteme que te dé uno ahora. —Sacó de la librería un volumen con la
cubierta azul pálido, garrapateó una dedicatoria en el interior y lo entregó a Morris.
El título era Hazlitt y el lector aficionado—. No espero que te muestres de acuerdo
con él, Morris, pero si crees que tiene algún mérito te agradecería muchísimo que
pudieras conseguirle alguna reseña en cualquier parte. Por el momento, no le han
dedicado ni una sola línea.
—No creo que sea de las cosas que interesan a Metacriticism —dijo Morris—,
pero veré qué puedo hacer. —Hojeó las páginas—. ¿No te parece que Hazlitt es un
tema muy poco actual?
—Injustamente negligido, en mi opinión —repuso Philip—. Un hombre muy
interesante. ¿Has leído Liber Amoris?
—No lo creo.
—Es un relato ligeramente novelado de su obsesión por la hija de su patrona. En
aquella época, él estaba separado de su mujer y esperaba vanamente conseguir el
divorcio. Ella era la arquetípica calientabraguetas. Se sentaba sobre sus rodillas y le
permitía palparla, pero no se acostaba con él ni le prometía casarse con él cuando
estuviera libre. A punto estuvo de volverle loco. Estaba totalmente obsesionado. Y
entonces un día la vio salir con otro hombre. Fin de la ilusión. Hazlitt hecho añicos.
Puedo ponerme en su lugar. Aquella chica debía de…
www.lectulandia.com - Página 80
La voz de Philip falló y Morris le vio palidecer mientras miraba fijamente la
puerta de la sala de estar. Siguiendo la dirección de su mirada, Morris vio a Hilary de
pie en el umbral, vestida con una bata de terciopelo azul descolorido, con capucha y
una cremallera desde el cuello hasta el dobladillo.
—No podía dormir —dijo ella—, y de pronto he pensado que había olvidado
decirte que no cerraras la puerta de la calle. Matthew todavía no ha vuelto. ¿Te
encuentras bien, Philip? Parece como si hubieras visto un fantasma.
—Esa bata…
—¿Qué le pasa a la bata? La he sacado otra vez porque la otra está en la
tintorería.
—Oh, nada de particular, pero creía que te habías deshecho de ella hace años —
dijo Philip, y vació su vaso—. Me parece que es hora de acostarse.
www.lectulandia.com - Página 81
SEGUNDA PARTE
www.lectulandia.com - Página 82
I
A las 5 en punto Morris Zapp es despertado por la señal acústica de su reloj digital
de pulsera, un sofisticado ejemplar de la tecnología miniaturizada capaz de
informarle, solo con tocar un botón, de la hora exacta en cualquier lugar del mundo.
En Cooktown, Queensland, Australia, por ejemplo, son las 3 de la tarde, hecho
carente de todo interés para Morris Zapp, que bosteza y busca a tientas el interruptor
de la lámpara de su mesita de noche… aunque en realidad, en Cooktown,
Queensland, y en este mismo momento, Rodney Wainwright, de la Universidad de
North Queensland, está trabajando en una comunicación para las conferencias de
Morris Zapp en Jerusalén, sobre el futuro de la crítica.
Hace calor, mucho calor, esa tarde en North Queensland; el sudor hace que el
bolígrafo tenga un tacto resbaladizo entre los dedos de Rodney Wainwright, y
humedece la página allí donde la almohadilla de la palma reposa sobre ella. Desde su
escritorio en el estudio de su casa de un solo piso, en las humeantes afueras de
Cooktown, Rodney Wainwright puede oír el rumor de las olas que rompen en la playa
cercana. Sabe que allí se encuentran la mayoría de sus alumnos de Inglés 351,
«Teorías de la literatura desde Coleridge hasta Barthes», hendiendo el agua blanca y
azul o echados en la deslumbrante arena, las chicas con la parte superior de sus
bikinis desabrochada para adquirir un bronceado uniforme. Rodney Wainwright sabe
que se encuentran allí porque esta misma mañana, después de la clase, le invitaron a
unirse a ellos, sonriendo y dándose codazos, en un gesto amistoso pero retador que,
descodificado, significaba: «Nosotros hemos seguido esta mañana tu juego cultural…
¿quieres jugar al nuestro esta tarde?». «Lo siento —les había dicho—. Nada me
gustaría más, pero tengo que escribir esta comunicación.» Y ahora ellos están en la
playa y él ante su escritorio. Más tarde, cuando se ponga el sol a sus espaldas, abrirán
latas de cerveza, encenderán un fuego de barbacoa y alguien buscará una tonada en
una guitarra. Cuando haya oscurecido del todo, habrá una proposición para nadar
desnudos; Rodney Wainwright ha oído rumores de que tal es el clímax usual de estas
fiestas en la playa. Imagina la participación en este ejercicio de Sandra Dix, la tetuda
rubia inglesa que siempre se sienta en la primera fila de Inglés 351, con la boca y el
escote de su blusa perpetuamente abiertos. Después, con un suspiro, enfoca su visión
en el papel rayado que tiene delante y relee lo que escribió diez minutos antes.
La cuestión es, por lo tanto, la de cómo puede la crítica literaria mantener su función arnoldiana de
identificar lo mejor que se haya pensado y dicho, cuando el propio discurso literario se ha visto
descentrado al deconstruir el concepto tradicional del autor, de la autoridad.
www.lectulandia.com - Página 83
para su congreso, y de la aceptación depende la beca de viaje que permitirá a Rodney
Wainwright volar a Europa este verano (o más bien dicho, este invierno), para
refrescar su cabeza en la fuente del moderno pensamiento crítico, estableciendo
contactos útiles e influyentes y aumentando la pequeña pila de honores, distinciones y
logros docentes que tal vez le consigan finalmente una cátedra en Sydney o en
Melbourne. No desea envejecer en Cooktown, Queensland. No es un lugar apto para
viejos. Incluso ahora, a los treinta y ocho años, no tiene ninguna posibilidad con las
Sandra Dix, junto a los musculosos y bronceados héroes de la playa.
Los efectos de veinte años de dedicación a la vida de la mente son demasiado
evidentes cuando se pone su bañador, por holgado que le quede este, pues debajo de
la cabeza grande y ya medio calva, con sus gafas, hay un torso pálido y en forma de
pera, con unas extremidades delgadas añadidas, como tras una idea tardía, a un dibujo
infantil. E incluso si, por algún milagro, Sandra Dix se mostrase inclinada a pasar por
alto estas imperfecciones de la carne, maravillada por la contemplación de su mente,
su esposa Beverly no tardaría en poner fin a cualquier intento de amistad más allá de
los deberes de un profesor.
Como para reforzar este pensamiento, el amplio trasero de Bev, inadecuadamente
disfrazado por una étnica bata estampada, surge ahora en el marco de la abstraída
visión de Rodney Wainwright. Doblada casi en dos y sudando profusamente bajo su
lacio sombrero que la protege del sol, retrocede arrastrando los pies a través del
marchito césped, tirando de algo… ¿qué? ¿Una manguera? ¿Una cuerda? ¿Algún
animal que lleva sujeto? Finalmente, resulta ser un juguete, un objeto de vivos
colores y con ruedas, que se menea y oscila obscenamente al avanzar, seguido por un
crío gorgoteante, hijo de alguna vecina de visita. Una mujer de recio carácter, Bev, y
Rodney Wainwright contempla su trasero con respeto, pero sin deseo. Se imagina a
Sandra Dix ejecutando el mismo movimiento con sus pantalones vaqueros, y suspira.
Obliga a sus ojos a volver al papel rayado que tiene delante.
«Una posible solución», escribe, y seguidamente hace una pausa, mordisqueando
el extremo de su bolígrafo.
Una posible solución sería correr hasta la playa, agarrar a Sandra Dix por la mano, arrastrarla
detrás de una duna de arena, bajarle la mitad inferior de su bikini y…
—¿Una taza de té, Rod? Precisamnte voy a preparar para Meg y para mí.
La cara roja y sudorosa de Bev se asoma a la abierta ventana. Rodney deja de
escribir y tapa su cuaderno con una sensación de culpabilidad. Cuando ella se
marcha, arranca la hoja, la rompe en menudos pedazos y los arroja a la papelera,
donde se reúnen con otros trozos de papel rasgados y arrugados. Empieza una hoja
nueva.
La cuestión es, por lo tanto, cómo puede la crítica literaria…
www.lectulandia.com - Página 84
Morris Zapp, que se ha adormecido estos últimos minutos, despierta súbitamente
presa del pánico, pero al examinar la faz iluminada de su reloj digital, comprueba
aliviado que solo son las 5:15. Salta de la cama, rascándose y temblando ligeramente
(los Swallow, con típica parsimonia británica, apagan la calefacción central por la
noche), se echa una bata encima y se encamina descalzo desde el rellano hasta el
baño. Tira del cordón de la luz, junto a la puerta, y parpadea al chocar y rebotar la
cegadora luz fluorescente contra los azulejos blancos y amarillos. Efectúa su micción,
se lava las manos y saca la lengua ante el espejo que hay sobre el lavabo. Esa lengua
se asemeja al lecho reseco de un río más que contaminado. Demasiado alcohol y
demasiados cigarros la noche anterior. Y cada noche.
Este es un momento bajo en la jornada del académico trotamundos, cuando se ve
obligado a arrancarse del sueño y levantarse, solo y a oscuras, para tomar muy
temprano su avión, y contemplando su lengua saburrosa en el espejo, frotándose los
ojos ribeteados de rojo y pasándose los dedos por la barba que brota ya en sus
carrillos, se pregunta momentáneamente por qué lo está haciendo, y si en realidad
todo ello vale la pena. Para ahuyentar tan deprimentes pensamientos, Morris Zapp
decide tomar una ducha rápida, y mala suerte si los gimoteos y resuellos de las
tuberías despiertan a sus huéspedes. También él gimotea y resuella un poco, puesto
que el agua apenas está tibia, pero el efecto de la ducha es vigorizante. Su afeitadora
de gran viajero, diseñada para funcionar con todas las corrientes eléctricas conocidas,
y en caso necesario con sus propias pilas, zumba, y el cerebro de Morris Zapp
empieza a zumbar también. Echa un nuevo vistazo a su reloj: las 5:30. El taxi ha sido
encargado para las seis, lo que le concede tiempo suficiente para prepararse una taza
de café abajo, en la cocina. Desayunará en Heathrow mientras espere su conexión con
Milán.
A tres mil millas al oeste, en Helicón, New Hampshire, una colonia de escritores
profundamente oculta en un bosque de pinos, Désirée, la ex esposa de Morris Zapp,
rebulle inquieta en su cama. Son las 12:30, y ha estado despierta desde que se acostó
una hora antes, y sabe que ello se debe a su ansiedad a causa del trabajo del día
anterior. Un millar de palabras consiguió escribir en una de las pequeñas cabañas del
bosque a las que llegan, cada mañana, los escritores residentes con las fiambreras del
almuerzo y los termos, para encerrarse con sus musas respectivas, y volvió a la
mansión principal a última hora de la tarde, satisfecha de su hazaña excepcional. Pero
al charlar con los demás escritores y artistas aquella tarde, durante la cena, ante la
televisión o a través de la mesa de ping-pong, empezaron a asaltarla pequeñas dudas
acerca de aquellas palabras. ¿Eran las palabras acertadas, las únicas posibles?
Resistió la tentación de subir precipitadamente la escalera en busca de su habitación,
para leerlas de nuevo. En Helicón la rutina es estricta, casi monástica: el día se
destina al forcejeo silencioso y solitario con el acto creativo, y el anochecer es para la
www.lectulandia.com - Página 85
sociabilidad, la conversación y el relajamiento. Désirée se prometió que no volvería a
mirar su manuscrito antes de acostarse y que lo dejaría en paz hasta la mañana,
reservando para este fin los primeros minutos del día siguiente; cuanto más tiempo lo
dejara, mayor era la probabilidad de olvidar lo que había escrito, y mayor por tanto la
de poder leerse a sí misma con algo así como un ojo objetivo, sentir, sin preverlo, el
impacto de identificación que ella esperaba evocar en sus lectores.
Se acostó a las 11:30, con los ojos conscientemente apartados de la carpeta
anaranjada, depositada sobre la cómoda de madera de pino y que contenía las
preciadas mil palabras. Pero parecía brillar en la oscuridad e incluso ahora, con los
ojos cerrados, puede notar su presencia, como una fuente pulsante de radiactividad.
Forma parte de un libro que Désirée ha estado tratando de escribir en los últimos
cuatro años, un libro que combina ficción y no ficción, fantasía, crítica, confesión y
especulación, un libro titulado simplemente Hombres. Cada parte del mismo va
precedida por un proverbio o aforismo conocido sobre las mujeres, en el que la
palabra clave ha sido sustituida por «hombre» u «hombres». Ha escrito ya:
«Fragilidad, te llamas hombre», «No hay ira como la de un hombre desdeñado» y
«Los hombres inicuos inquietan y los buenos aburren; esta es la única diferencia entre
ellos». Actualmente, está trabajando en la inversión del célebre grito de un Freud
desconcertado: «¿Qué quiere el hombre?» La respuesta, según Désirée, es: «Todo… y
después algo más».
Désirée se tumba sobre su estómago y patea con impaciencia el borde de su
camisón, que con tantas vueltas en la cama se le ha enredado en las piernas. Se
pregunta si ha de intentar relajarse con la ayuda de su vibrador, pero es un
instrumento que, como una monja con sus disciplinas, utiliza más bien por principio
que por un auténtico entusiasmo y, además, la pila está casi agotada y podría
quedarse sin corriente antes de que ella consiguiera llegar al clímax, exactamente
como un hombre… ¡un momento, esta sí que es buena! Enciende la lámpara de la
mesita de noche y anota en la pequeña libreta que siempre tiene a su alcance:
«Vibrador con pila descargada como un hombre». Por el rabillo del ojo puede ver la
carpeta naranja que parece arder en la madera barnizada de la cómoda. Apaga la luz,
pero ahora está despierta del todo y nada puede hacer al respecto, excepto tomar una
píldora somnífera, aunque se note somnolienta las dos primeras horas de la mañana.
Vuelve a encender la lámpara de la mesilla de noche. A ver, ¿dónde están las
píldoras? Ah sí, sobre la cómoda, junto al manuscrito. Tal vez si se permitiera tan
solo una breve ojeada, solo una frase y después a dormir…
De pie ante la cómoda, con una tableta de somnífero en la mano, a medio camino
esta de su boca, Désirée abre la carpeta y empieza a leer. Antes de darse cuenta, ha
llegado al final de los tres folios mecanografiados, los ha devorado en tres bocados
llenos de avidez. Apenas puede creer que las palabras que tanto tiempo le han exigido
para encontrarlas y unirlas entre sí, puedan consumirse con tanta rapidez, o que
puedan parecer tan vagas, tan indecisas, tan inseguras de sí mismas. Todas ellas
www.lectulandia.com - Página 86
tendrán que ser reescritas mañana. Traga una píldora y después otra, pues ahora solo
desea olvido. Esperando que las píldoras hagan su efecto, se sitúa ante la ventana y
contempla las colinas cubiertas de arboleda que rodean la colonia de escritores, un
paisaje monótono y monocromo a la fría luz de la luna. Árboles hasta allí donde la
vista alcanza. Árboles suficientes para hacer un millón y medio de ejemplares de
Hombres en edición de bolsillo. Dos millones. «¡Creced, árboles, creced!», susurra
Désirée. Se niega a admitir la posibilidad de una derrota. Vuelve a la cama y se tiende
boca arriba, muy rígida, con los ojos cerrados y los brazos junto a los costados,
esperando el sueño.
Muy por encima del frío océano Atlántico Norte, a bordo del vuelo 072 TWA de
Chicago a Londres, el tiempo salta de pronto de las 2:45 a las 3:45, al deslizarse el
Lockheed Tristar a través de la invisible frontera entre dos zonas horarias. Pocas de
las trescientas veintitrés almas presentes a bordo advierten el cambio. En su mayoría,
todavía tienen sus relojes en la hora local de Chicago, donde son las 11:45 de la
noche anterior, y por otra parte la mayoría duermen o tratan de dormir. Se han servido
aperitivos y cena, se ha ofrecido la película y se han repartido licores y cigarrillos
entre los deseosos de adquirirlos. La dotación de cabina, cansada de efectuar estas
tareas, se apiña en la cocina, charlando a media voz mientras verifican sus existencias
y sus ingresos. Los armarios refrigerados, los hornos microondas y las cafeteras
eléctricas, todo ello lleno cuando el avión despegó en el aeropuerto O’Hare, están
ahora vacíos. La mayor parte de los alimentos y bebidas que contenían se encuentra
ahora en los estómagos de los pasajeros, y antes de aterrizar en Heathrow una
proporción muy crecida se hallará en los depósitos sépticos en la panza del avión.
Las luces principales en el departamento de pasajeros, amortiguadas durante el
pase de la película, han vuelto a encenderse. Los pasajeros, ahítos y en muchos casos
atiborrados, duermen inquietos. Se mueven y revuelven en sus asientos, tratando en
vano de disponer sus cuerpos en una posición horizontal, sus cabezas oscilan sobre
sus hombros como si se les hubiera dado garrote vil, y sus bocas se abren en necias
www.lectulandia.com - Página 87
sonrisas y feas muecas. Unos pocos pasajeros, incapaces de dormir, escuchan música
grabada en sus auriculares estereofónicos, o incluso leen gracias a los estrechos haces
de diminutos focos diestramente montados en el techo de la cabina con esta finalidad;
leen libros de sexo y aventuras, escritos por Jacqueline Susann, Harold Robbins y
Jack Higgins, gruesas ediciones de bolsillo con chillones cubiertas, comprados en los
quioscos de O’Hare. Solo una lectora tiene en su regazo un libro en cartoné, y además
parece tomar notas mientras lee. Está sentada, muy erguida y alerta, en un asiento de
ventana de la fila 16 en la clase Ambassador. Su rostro permanece en la sombra, pero
parece tener un bello perfil aristocrático, como una cara de un medallón antiguo, con
una frente alta y noble, una altiva nariz romana, y una boca y una barbilla que
denotan determinación. En el círculo de luz proyectado en su falda, una mano con
una exquisita manicura guía un delgado lápiz estilográfico chapado en oro a través de
las líneas impresas, haciendo de vez en cuando una pausa para subrayar una frase o
apuntar una nota marginal. Las largas uñas lanceoladas de esta mano están lacadas
con un barniz terracota. La mano en sí, larga, blanca y esbelta, parece casi prisionera
de tres anillos antiguos en los que hay incrustados rubíes, zafiros y esmeraldas. En la
muñeca hay un grueso brazalete de oro y un indicio de un puño de blusa, de seda
color crema, en el interior de la manga de una chaqueta de terciopelo marrón. Las
piernas de la lectora quedan cubiertas por una falda pantalón de corte generoso y del
mismo suave material, que termina exactamente debajo de las rodillas. Sus
pantorrillas están enfundadas en medias texturadas de un tono cremoso y sus pies en
unas zapatillas de piel de cabritilla que han sustituido, durante el vuelo, a un par de
elegantes botas de tacón alto y de cuero color crema, marcadas debajo del empeine
con el nombre de un exclusivo fabricante milanés de calzado de calidad. Las uñas
lacadas centellean bajo la luz de la lámpara de lectura cuando la página es vuelta
enérgicamente, aplanada y alisada, y el esbelto lápiz dorado continúa su firme
travesía de la misma. El encabezamiento de la página reza: «Ideología y aparatos
ideológicos del Estado», y el título del lomo es: Lenin and Philosophy and Other
Essays, una traducción inglesa de un libro del filósofo político francés Louis
Althusser. Las notas marginales están en italiano. Fulvia Morgana, profesora de
Estudios Culturales en la Universidad dé Padua, está trabajando. No le es posible
dormir en los aviones, y no es amiga de perder el tiempo.
www.lectulandia.com - Página 88
—Chist, alguien puede oírte —dice Thelma, que no comprende que su esposo
habla perfectamente en serio.
Howard oprime el timbre de servicio y, cuando aparece una azafata, le pide dos
mantas y dos almohadas. Nadie, asegura a Thelma, sabrá lo que están haciendo bajo
las mantas.
—Todo lo que yo haré debajo de la mía será dormir —dice Thelma—. Apenas
haya terminado este capítulo.
Está leyendo una novela titulada Conviene intentarlo, de un autor británico
llamado Ronald Frobisher. Bosteza y vuelve una página. El libro es bastante aburrido.
Lo compró hace años en su última visita a Inglaterra y regresó con él a Canadá sin
abrirlo, volvió a añadirlo al equipaje cuando se trasladaron a Estados Unidos, y ayer,
buscando algo que leer en el avión, lo bajó de un estante y sopló el polvo que lo
cubría, pensando que sería un buen medio para reajustarse al habla y los modismos
ingleses. Pero la novela está ambientada en los Midlands industriales, y el diálogo se
desarrolla copiosamente en un dialecto que difícilmente encontrarán en las cercanías
de Bloomsbury. Howard tiene una beca del National Endowment for Humanities,
para trabajar seis meses en el British Museum, y han conseguido alquilar un pequeño
apartamento sobre una tienda muy cerca de Russell Square. Thelma se dispone a
incribirse en un puñado de esas clases para adultos, maravillosamente baratas, que se
imparten en Inglaterra para todo, desde idiomas extranjeros hasta ornamentación
floral, y ver de veras todos los museos de la capital.
La azafata trae mantas y almohadas en bolsas de plástico. Howard extiende las
mantas sobre las rodillas de los dos y su mano asciende por encima de la falda de
Thelma. Esta la aparta de un manotazo.
—¡Howard! ¡Basta ya! ¿Qué te pasa?
Aunque enojada, no le disgusta del todo esa insólita exhibición de ardor.
Lo que le pasa a Howard Ringbaum hay que atribuirlo, de hecho al club Mile
High, una confraternidad exclusiva de hombres que han realizado el ayuntamiento
carnal en pleno vuelo. Howard leyó acerca de la existencia de este club en una
revista, mientras esperaba su turno en una peluquería hace cosa de un año, y desde
entonces le ha consumido la ambición de pertenecer a él. Un colega de Southern
Illinois, donde Howard enseña ahora lírica pastoral inglesa, al que este confesó una
noche esta ambición no satisfecha, le reveló su propia pertenencia al club y se ofreció
para presentar el nombre de Howard si este cumplía la única condición para ser
miembro. Howard preguntó si las esposas eran válidas y el colega contestó que no era
la costumbre, pero él creía que el comité de admisión se mostraría benévolo. Howard
inquirió qué prueba se exigía y el colega le respondió que una servilleta de papel
manchada de semen y con el logotipo de una compañía de aviación reconocida, y
firmada por la pareja participante en el acto. Indica la triste determinación de Howard
Ringbaum en cuanto a triunfar en toda forma de competición humana el hecho de que
sucumbiera a tan tosco bromazo sin un momento de vacilación. El mismo rasgo
www.lectulandia.com - Página 89
característico, exhibido en un juego de sociedad llamado Humillación e ideado por
Philip Swallow muchos años antes, le costó caro a Howard Ringbaum. De hecho, le
costó su empleo y motivó su exilio a Canadá, país del cual solo en fecha reciente ha
conseguido regresar a fuerza de escribir una larga serie de plúmbeos artículos sobre la
lírica pastoral inglesa en medio de las ventosas praderas de Alberta… pero no ha
aprendido a partir de esta experiencia.
—¿Y en el water? —susurra—. Podríamos hacerlo en el water.
—¿Estás loco? —sisea Thelma—. Allí apenas hay sitio para mear, y menos
para… Por favor, cielo, domínate. Espera hasta que lleguemos a nuestro pisito de
Londres —le sonríe con indulgencia.
—Quítate las bragas y siéntate sobre mi picha —dice Howard Ringbaum sin
sonreír.
Thelma golpea a Howard en la entrepierna con su libro y su marido se dobla de
dolor.
—¿Howard? —exclama ella con ansiedad—. ¿Estás bien, cielo? ¡No quería
hacerte daño!
www.lectulandia.com - Página 90
—Gracias por todo, Philip —contesta Morris, estrechando la mano del otro—. Te
veré en la nueva Jerusalén.
—¿Cómo?
—En el congreso. El Jerusalem Hilton se encuentra en la parte nueva de la
ciudad.
—¡Ah, ahora caigo! Bueno, ya veremos. Lo pensaré.
El taxista recoge el equipaje de Morris y lo lleva al coche, cortesía que nunca deja
de asombrar a Morris Zapp, que viene de un país cuyos taxistas están encerrados en
sus asientos de conducir y enseñan los dientes a los pasajeros a través de barrotes,
como animales enjaulados. Al doblar el taxi la esquina, Morris se vuelve para ver a
Philip saludándole desde el porche con una mano y sujetándose con la otra los
faldones de su bata. Sobre su cabeza se corre la cortina en la ventana de un
dormitorio y una cara —¿la de Hilary?— flota, pálida, detrás del cristal.
www.lectulandia.com - Página 91
Inquiry, New Literary History, Poetics and Theory of Literature, o Metacriticism.
Están repletas de artículos impresos en líneas apretadas y de letra pequeña, con
numerosas notas al pie, en letra todavía más pequeña, y largas listas de referencias.
No contienen grabados, pero ¿quién necesita grabados cuando dispone para sí solo de
un centro de atención vivo, de carne y hueso?
Arrodillada en la cama al lado del hombre, en el espacio entre su brazo izquierdo
y su pierna izquierda, se encuentra una escultural muchacha oriental, con una
cabellera larga, lacia y reluciente que desciende sobre su cuerpo de tonalidades
doradas. Su única indumentaria es un diminuto cache-sexe de seda negra. Está dando
masaje a las flacas piernas y torso del hombre con un aceite mineral ligeramente
perfumado, prestando particular atención a su largo y delgado pene circuncidado.
Este no responde al tratamiento y se revuelve entre los ágiles dedos de la joven como
si fuera una salchicha cruda.
Se trata de Arthur Kingfisher[7], decano de la comunidad internacional dé teóricos
literarios, profesor emérito de las Universidades de Columbia y Zurich, el único
hombre en la historia académica que ha ocupado simultáneamente dos cátedras en
diferentes continentes (desplazándose en jet dos veces por semana, para pasar de
lunes a miércoles en Suiza y de jueves a domingo en Nueva York), hoy retirado pero
todavía activo en el mundo de la erudición, como asistente a congresos, consejero
editorial en revistas académicas y consultor de publicaciones universitarias. Un
hombre cuya vida es una historia concisa de la moderna crítica: nacido (como Arthur
Klingelfischer) en el fermento intelectual de Viena al comenzar el siglo, estudió con
Sklovsky en Moscú durante el período revolucionario, y con I. A. Richards en
Cambridge a finales de los veinte, colaboró con Jakobson en Praga en los años
treinta, y emigró a Estados Unidos en 1939 para convertirse en figura destacada de la
Nueva Crítica en los cuarenta y los cincuenta, y después vio sus primeras obras
traducidas del alemán por los críticos parisinos de la década de los sesenta, y fue
aclamado como un pionero del estructuralismo. Un hombre que ha recibido más
títulos honorarios de los que puede recordar y que tiene en su hogar, su casa en Long
Island, toda una habitación llena de los libros y separatas (en su mayoría sin leer)
enviados por sus discípulos y admiradores del mundo de la erudición. Y ella es Ji-
Moon Lee, que llegó hace diez años de Corea con una beca de la Fundación Ford
para sentarse a los pies de Arthur Kingfisher como alumna investigadora, y se quedó
para ser su secretaria, acompañante, amanuense, masajista y compañera de cama, con
su vida dedicada por completo a proteger al gran hombre contra las importunidades
del mundo académico y aplacar su desesperación por no ser ya capaz de conseguir
una erección o un pensamiento original. La mayoría de los hombres de su edad se
habrían resignado al menos a la primera de tales impotencias, pero Arthur Kingfisher
siempre había llevado una vida sexual muy activa y la consideraba como vitalmente
relacionada, de alguna manera profunda y misteriosa, con su creatividad intelectual.
El teléfono junto a la cama emite una discreta llamada electrónica. Ji-Moon Lee
www.lectulandia.com - Página 92
se seca sus dedos aceitosos con una toallita de papel y se tiende a través del cuerpo
prono de Arthur Kingfisher, apenas rozando con los rosados pezones el grisáceo pelo
pectoral de él, para alzar el receptor. Se sienta sobre sus talones, escucha y dice ante
el instrumento:
—Un momento, por favor, veré si puede ponerse. —Y después, con la mano
sobre el micro, dice a Arthur Kingfisher—: Una llamada desde Berlín. ¿La quieres
contestar?
—¿Por qué no? Al fin y al cabo, no interrumpe nada —responde sombríamente
Arthur Kingfisher—. ¿A quién conozco yo en Berlín?
www.lectulandia.com - Página 93
conteniendo el aliento como un ladrón, por si acaso ella recuperaba súbitamente sus
sentidos y le expulsaba de un empujón (había ocurrido antes).
De hecho, Hilary está despierta del todo, aunque mantenga los ojos cerrados.
También los ojos de Philip están cerrados. Está pensando en Joy, en un dormitorio
con luz purpúrea en una calurosa noche italiana, ella piensa en Morris Zapp, en esa
misma cama, en esa misma habitación, con las cortinas echadas ante el sol de la
tarde, diez años antes. La cama chirría rítmicamente; su cabecera golpea una vez, dos
veces, contra la pared; hay un gruñido, un suspiro, y después silencio. Philip se queda
dormido. Hilary abre los ojos. Ninguno de los dos ha visto la cara del otro. No se ha
cruzado una sola palabra entre ellos.
www.lectulandia.com - Página 94
puesto que sacas a colación la cuestión de la cátedra de la UNESCO…
—Yo no la he sacado, Siegfried. Tú lo has hecho.
—Sería hipocresía por mi parte fingir que no me interesa.
—No me sorprende, Siegfried.
—Siempre hemos sido buenos amigos, Arthur, ¿no es así? Desde que yo reseñé el
cuarto volumen de tu Recopilación de comunicaciones en la New York Review of
Books.
—Sí, Siegfried, fue una excelente reseña. Y también es excelente hablar contigo.
El taxi de Morris Zapp late impaciente ante los semáforos en rojo de una ancha calle
comercial, desierta a esta hora excepto el camión de la leche, y la furgoneta de
reparto de la British Airways sugiere que el aeropuerto no queda lejos. Otro anuncio
de tamaño más reducido y que recomienda el transeúnte «Have a Fling with Faggots
Tonight» no es —Morris lo sabe desde su anterior estancia en la región— un
manifiesto del Movimiento de Liberación Gay de Rummidge, sino una alusión a una
especialidad gastronómica local basada en carne picada[8]. Con un poco de suerte,
esta noche él se enfrentará a un plato humeante de tiernas y fragantes tagliatelle,
antes de pasar, por ejemplo, a una costoletta alla milanese, y tal vez una o dos
rebanadas de panettone como postre. La boca de Morris se baña en saliva. El taxi
vuelve a arrancar. Un reloj sobre la tienda de un joyero anuncia que son las 6:30.
www.lectulandia.com - Página 95
En París, al igual que en Berlín, son las 7:30, debido a las diferentes disposiciones
vigentes en el continente para aprovechar la luz diurna. En el dormitorio de alto techo
de un elegante apartamento en el Boulevard Huysmans, suena el timbre del teléfono
junto a la cama doble. Sin abrir los ojos, encapirotados como los de un lagarto en la
cara pardusca y correosa, Michel Tardieu, profesor de Narratología en la Sorbona,
alarga un brazo desnudo desde el edredón, para levantar el auricular.
—Oui? —murmura, sin abrir los ojos.
—¿Jacques? —inquiere una voz germánica.
—Non. Michel.
—¿Michel qui?
—Michel Tardieu.
Un gruñido germánico de enojo.
—Le ruego que acepte mis sinceras excusas —dice el que acaba de llamar, en un
francés correcto pero con acusado acento—. He marcado un número equivocado.
—Pero ¿no le conozco yo? —dice Michel Tardieu, bostezando—. Me parece
reconocer su voz.
—Siegfried von Thrpitz. Estuvimos en el mismo panel en Ann Arbor, el otoño
pasado.
—Ah, sí, ya recuerdo. «Relaciones autor-lector en la narrativa».
—Yo quería llamar a un amigo, un tal Textel. Su nombre está después del suyo en
mi agenda, y como ambos son números de París, me he confundido. Lamento esta
estupidez mía y espero no haberle molestado excesivamente.
—No excesivamente —dice Michael, bostezando de nuevo—. Au revoir.
Se da la vuelta para abrazar el cuerpo desnudo que hay junto a él en la cama,
curvándose junto al blando almohadón de las nalgas, rozando con los dedos la piel
suave, sedosa, del vientre y de la ingle, hozando el delgado cuello bajo los
perfumados rizos dorados.
—Chéri —murmura afectuosamente, mientras el otro se revuelve en sueños.
www.lectulandia.com - Página 96
de trabajo de sus colegas y rivales. Cuando cumplió los treinta y cinco años, ya
seguro y bien reconocido en su carrera académica, consideró la conveniencia de
casarse —fríamente, en lo abstracto, sopesando las ventajas y los inconvenientes del
estado matrimonial— y decidió en contra de esta eventualidad. Alguna que otra vez
respondía a la belleza de un joven estudiante hasta el punto de apoyar una mano
tímida en el hombro del muchacho, pero nada más.
Desde una edad muy temprana, leer y escribir han ocupado por completo la vida
en vigilia de Rudyard Parkinson, inclusive aquellas partes de la misma que la gente
normal otorga al amor y al sexo. Está enamorado de la literatura, y de los poetas
ingleses en particular: Spencer, Milton, Wordsworth y los demás. Leer sus versos es
un placer puro y desinteresado, una comunión privilegiada con grandes inteligencias,
un arrebatado disfrute de la verdad y la belleza. Escribir, escribir el mismo, es otra
cosa más semejante al acto sexual: una aserción de la voluntad, un ejercicio de poder,
una descarga de la tensión. Si no escribe algo al menos una vez al día, se muestra
irritable y deprimido, y ha de ser algo destinado a su publicación, ya que para
Rudyard Parkinson un escrito sin publicar viene a ser como la masturbación o el
coitus interruptus, una cosa tan vergonzosa como insatisfactoria.
La forma más elevada de la escritura es, claro está, un libro propio, una tarea que
haya que preparar con tacto, sutileza y astucia, y llevar a cabo a lo largo de varios
meses, como un asunto amoroso. Pero uno no siempre puede estar escribiendo libros,
e incluso mientras se dedica a ello hay pausas y descansos cuando lee meramente
fuentes secundarias, y la necesidad de una cierta evasión del ego reprimido en letra
impresa, por trivial y efímera que pueda ser la ocasión, adquiere carácter urgente. Por
consiguiente, Rudyard Parkinson jamás rehúsa una invitación para escribir la reseña
de un libro, y puesto que es un crítico sagaz y elegante, recibe muchas de estas
invitaciones. Los directores de las secciones literarias de los diarios y semanarios
londinenses le telefonean constantemente, con todos los correos llegan paquetes de
libros a la portería, y él siempre tiene como mínimo tres encargos simultáneamente
en marcha: uno en galeradas, otro en borrador y otro en la etapa de reunir notas. El
libro sobre el cual toma notas en este momento reposa, abierto y cara abajo, sobre la
mesa de noche contigua a la cama, junto a su despertador, sus gafas y su dentadura
postiza. Es un trabajo sobre teoría literaria de Morris Zapp, titulado Más allá de la
crítica, que Rudyard Parkinson está reseñando para el Times Literary Supplement. Su
dentadura parece amenazar el volumen con una mueca diabólica, como si le
prohibiera moverse mientras Rudyard Parkinson descansa.
Suena el despertador. Son las 6:45. Rudyard Parkinson alarga una mano para
acallar el reloj, parpadea y bosteza. Abre la puerta de su mesita de noche y saca de
ella un pesado orinal decorado con el escudo del Colegio. Sentado en el borde de la
cama y con las piernas abiertas, vacía su vejiga de los vestigios del jerez, el clarete y
el oporto de la noche pasada. Hay un cuarto de baño con retrete en su apartamento,
pero Rudyard Parkinson, un sudafricano llegado a Oxford a la edad de veintiún años
www.lectulandia.com - Página 97
y que perfeccionó una personificación de lo inglés que hoy impide distinguirle de los
especímenes auténticos, es partidario de mantener las viejas tradiciones. Vuelve a
meter el original en el mueble y cierra la puerta. Más tarde, una criada del colegio,
que recibe una generosa propina por este servicio, lo vaciará. Rudyard Parkinson se
acuesta de nuevo, enciende la luz de su cabecera, se pone las gafas, inserta la
dentadura en su boca y empieza a leer el libro de Morris Zapp en la página donde lo
dejó la noche anterior.
De vez en cuando subraya una frase o toma una nota marginal. Una leve sonrisa
burlona se insinúa en sus labios, rodeados por unas espesas patillas y bigote grises.
No va a ser una reseña favorable. A Rudyard Parkinson no le agradan en general los
eruditos norteamericanos, y a su vez la obra de él es tratada por estos con menos
respeto del que le correspondería. O, como en el caso de Morris Zapp, no es tratada
de ningún modo, sino totalmente ignorada (desde luego, buscó en la P del índice su
nombre, siempre lo primero que debe hacerse con un libro nuevo). Además, Rudyard
Parkinson ha escrito tres reseñas favorables, una tras otra y en los últimos diez días
para el Sunday Times, el Listener y la New York Review of Books, y las alabanzas le
tienen ya un poco aburrido. Unas gotas de veneno no estarían de más en esta ocasión,
y ¿qué mejor blanco que un judío americano, insolente y fanfarrón, patéticamente
ansioso de exhibir su familaridad con la más moderna y pretenciosa jerga de la
crítica?
En Turquía central son las 8:45. El doctor Akbil Borak bachiller por Ankara y doctor
en Filosofía y Letras por Hull, está desayunando en su casita de una nueva
urbanización en las afueras de la capital. Bebe té negro en un vaso, pues últimamente
no se encuentra café en Turquía. Se calienta las manos con el vaso ya que el aire es
frío en el interior de la casa, debido a que tampoco hay petróleo para la calefacción
central. Su esposa Oya, guapa y regordeta, dispone ante él pan, queso de cabra y
mermelada de pétalos de rosa. Come abstraídamente, leyendo un libro apoyado en la
mesa del comedor. Se trata de Obras completas de William Hazlitt, tomo XIV. Al otro
lado de la mesa, su hijo de tres años de edad vuelca un vaso de leche. Akbil Borak
vuelve una página, distraídamente.
—No deberías leer mientras desayunas —se queja Oya, secando el charco de
leche con un paño—. Es un mal ejemplo para Ahmed, y a mí no me agrada. Todo el
día lo paso sola aquí, sin nadie con quien hablar, y lo menos que puedes hacer es
mostrarte sociable antes de ir a tu trabajo.
Akbil gruñe, se seca el bigote, cierra el libro y se levanta.
—No durará mucho más. Solo quedan otros siete volúmenes, y el profesor
Swallow llega la semana próxima.
La noticia, bruscamente anunciada pocas semanas antes, de la inminente llegada
de Philip Swallow a Turquía para dar una conferencia sobre William Hazlitt, ha
www.lectulandia.com - Página 98
causado una notoria desazón en la Facultad de Inglés en Ankara, puesto que el único
miembro del cuadro docente que sabe algo acerca de los ensayistas románticos (de
hecho, el hombre que concibió la idea, dos años antes, de celebrar el bicentenario de
Hazlitt con la visita de un conferenciante británico, pero que, al no oír nada más
acerca de su propuesta, la olvidó) se encuentra en Estados Unidos con permiso
sabático. Y nadie más en el Departamento, en el momento de recibirse el mensaje,
había leído conscientemente una sola palabra de los escritos de Hazlitt. Akbil, al que,
debido a la reconocida excelencia de su inglés hablado, se le había encomendado
recibir a Philip Swallow en el aeropuerto y escoltarle a través de Ankara y
alrededores, se sintió obligado a colmar esta laguna y defender el honor del
Departamento. En consecuencia, ha sacado las Obras completas de William Hazlitt,
en veintiún tomos, de la Biblioteca de la Universidad, y los está leyendo al ritmo de
un volumen cada dos o tres días, tras haber sacrificado temporalmente, con este fin,
su investigación sobre las secuencias del soneto isabelino.
El tomo XIV es El espíritu de la época y Akbil lo mete en su cartera, se abrocha
el tabardo, besa a la todavía llorosa Oya, pellizca la mejilla de Ahmed y sale de la
casa. Es la última unidad en una fila de nuevas casas unifamiliares construidas con
losas grises de piedra prefabricadas. Cada casa tiene un jardincillo de tamaño y forma
idénticos, con sus límites netamente marcados por muros bajos de piedra gris. Estos
jardines tienen un aspecto más bien tristón y nada parece crecer entre sus muros salvo
la misma hierba áspera y las plantas espinosas que crecen afuera. Parecen unos
jardines puramente simbólicos, débiles gestos en pos de una amable existencia
suburbana entrevista por un urbanista turco itinerante en un rápido recorrido de
Coventry o de Colonia, o tal vez tímidos intentos para ahuyentar el terror psíquico de
una naturaleza arisca, ya que más allá de los muros limítrofes en los que termina cada
jardín comienza bruscamente la llanura de Anatolia. A lo largo de miles de
kilómetros, no hay nada más que estepas áridas, polvorientas y batidas por el viento.
Akbil se estremece al recibir una ráfaga de aire que llega directamente de Asia central
y sube a su destartalado Citroën Dos Caballos. Se pregunta, y no por primera vez, si
acertaron al marcharse de la ciudad para instalarse en ese lugar desierto y desolado, a
fin de tener una casa propia, un jardín y aire limpio para que lo respirase Ahmed. Les
había recordado, a él y a Oya, cuando vieron por primera vez fotos de la urbanización
en el prospecto, la casita en la que vivieron durante los tres años en que él trabajó
para su doctorado, como becario del British Council. Pero en Hull había un pub y un
puesto de venta de pescado y patatas fritas en la esquina, un pequeño parque dos
calles más lejos, con columpios y un balancín, grúas y mástiles de barcos visibles por
encima de los tejados, y una sensación general de naturaleza bien controlada por el
puño de la cultura. Este invierno pasado —había sido de los más crudos, y agravado
además por la carestía de petróleo, alimentos y electricidad— él y Oya se habían
acurrucado ante una estufilla de leña y se habían calentado compartiendo recuerdos
de Hull, murmurando los nombres encantados de calles y tiendas: «George Street»,
www.lectulandia.com - Página 99
«Hedden Road», «Marks and Spencer», «British Home Stores»… Nunca les pareció
extraño a Akbil y Oya Bora que el principal terminal ferroviario de la ciudad se
llamara Hull Paragon[9].
Y todavía su novela más reciente, aunque se publicó hace nueve años. Akira se ha
preguntado a menudo por qué Ronald Frobisher no publicó ninguna novela en la
última década, pero no parece cortés indagar al respecto.
Akira encuentra la página que busca y deja el libro abierto sobre la mesa. Teclea:
p. 107, línea 3 «Que me den por el saco, pero esta noche me apetecen unos cuantos faggots.»[12]
¿Quiere decir Ernie que experimenta un súbito deseo de contacto homosexual? Si es así, ¿por qué
lo menciona delante de su mujer?
—Que me den por el saco —gruñe Ronald Frobisher, deteniéndose para recoger
el correo matinal que hay en la alfombrilla de la puerta— si esta no es otra carta de
aquel traductor japonés de mi libro.
Son las ocho y treinta y cinco minutos de la mañana en Greenwich, de hecho hora
de Greenwich, el punto cero a partir del cual se calculan todas las zonas horarias del
mundo. El aerograma azul al que Ronald Frobisher da vueltas entre los dedos no es,
desde luego, el que Akira Sakazaki ha escrito hace unos minutos, sino otro que envió
Morris Zapp suspira, menea la cabeza y unta con mantequilla otra tostada.
Philip Swallow se despierta por segunda vez esta mañana y se toca los genitales,
ligera y rápidamente, en un gesto destinado a tranquilizarle y efectuado cada mañana
desde que tenía cinco años y su madre le dijo que, si no dejaba de jugar con su pito,
se le caería. Se despereza bajo las sábanas. Donde antes estaba Hilary, hay un hueco
en el colchón que ya se está enfriando. Mira el reloj sobre la mesita de noche, se frota
los ojos, mira fijamente, blasfema y salta de la cama. Al bajar precipitadamente por la
escalera, se cruza con su hijo Matthew, que sube.
—Hola, padre nuestro —dice Matthew, cuyo humor actual se basa en fingir ser un
jovencito de clase obrera del norte de Inglaterra.
—¿No deberías estar en clase? —inquiere fríamente Philip.
—Hay jaleo —explica Matthew—. Acción industrial por parte de la Asociación
de Maestros de Escuela.
—Lamentable —comenta Philip, por encima del hombro—. Los profesores
universitarios jamás harían huelga.
—Solo porque nadie se daría cuenta —replica Matthew desde lo alto de la
escalera.
Arthur Kingfisher duerme, acurrucado junto a las bien formadas espalda y nalgas de
Ji-Monn Lee, quien, antes de acostarse, le preparó una pipa de opio. Por consiguiente,
sus sueños son psicodélicos: desiertos de arena purpúrea con dunas que se mueven
como un mar aceitoso, un bosque de árboles con deditos dorados en vez de hojas y
que acarician al caminante cuando este los roza, una vasta pirámide con un diminuto
ascensor de cristal que sube por una cara y baja por otra, una capilla en el fondo de un
lago y en el altar, allí donde debería estar el crucifijo, una mano negra, cortada a nivel
de la muñeca y con los dedos extendidos.
Siegfried von Turpitz lleva ahora guantes negros en ambas manos. Estas aferran el
volante de su cupé negro BMW 635 CSi, con motor de 3453 ce, carburador Bosch de
inyección electrónica y caja de cambios Getrag con cinco marchas sincronizadas.
Mantiene regularmente el coche en los ciento ochenta por hora en el carril rápido de
la Autobahn entre Berlín y Hannover, obligando a los vehículos menos rápidos a
cederle el paso, pero no encendiendo y apagando sus faros (lo cual está prohibido por
la ley), sino situándose detrás de ellos rápida y silenciosamente, y muy cerca, de
modo que cuando un conductor mira por el retrovisor, que momentos antes estaba
vacío excepto un puntito negro en el horizonte, lo encuentra, para su asombro y
terror, totalmente ocupado por la oscura masa y el parabrisas coloreado del BMW,
En Ankara, Akbil Borak ha llegado por fin al barrio de la Universidad, unos noventa
minutos después de salir de su casa, treinta de los cuales los ha pasado en la cola de la
gasolina. Una multitud converge hacia el campus, caminando indiferentemente por la
calzada y por las aceras. Haciendo sonar su bocina a intervalos frecuentes, Akbil se
abre paso a través de esa corriente de humanidad, que se abre frente al Dos Caballos
y vuelve a cerrarse detrás. Divisa un espacio vacío en el pavimento y se sube al
bordillo para aparcar. La corriente de peatones se rompe y dispersa
momentáneamente, y después forma de nuevo un remolino alrededor del vehículo
estacionado. Akbil cierra su coche y atraviesa a buen paso la plaza central. Dos
grupos de estudiantes, rivales políticos, uno de izquierdas y otro de derechas, se han
enzarzado en una acalorada discusión. Se alzan las voces, hay empujones y forcejeos,
El Big Ben da las nueve. Otros relojes, en otras partes del mundo, dan las diez, las
once, las cuatro, las siete, las dos…
Morris Zapp eructa, Rodney Wainwright suspira, Désirée Zapp ronca. Fulvia
Morgana bosteza —un bostezo rápido y sorprendentemente amplio, como el de un
gato— y reanuda su reposo de antes. Arthur Kingfisher refunfuña en alemán en
sueños. Siegfried von Turpitz, atrapado en un atasco del tráfico en la autopista,
tamborilea impacientemente sobre el volante con los dedos de una mano. Howard
Ringbaum forcejea para introducir de nuevo sus hinchados pies en los zapatos.
Michel Tardieu está sentado ante su mesa escritorio y reanuda su trabajo sobre una
complicada ecuación que representa, en términos algebraicos, el argumento de
Guerra y paz. Rudyard Parkinson se sirve kedgeree[14] del calientaplatos que hay en
el aparador de la sala de desayuno de los Fellows, y ocupa su lugar en la mesa en
medio de un silencio solo roto por el susurro de los periódicos y el tintineo y raspado
de loza y cubertería. Akbil Borak sorbe té negro de un vaso en un pequeño despacho
que comparte con otros seis y se concentra, ceñudo, en El espíritu de la época. Akira
Sakazaki rasga el papel de aluminio de su cena rápida y sintoniza su radio para captar
el World Service de la BBC. Ronald Frobisher busca «polvo» en su diccionario.
Philip Swallow irrumpe en la cocina de su casa en St. John’s Road, Rummidge,
evitando mirar a su mujer. Y Joy Simpson, a la que Philip supone muerta, pero que
está viva en algún lugar de este globo giratorio, se sitúa ante una ventana abierta, se
llena de aire los pulmones, hace pantalla ante sus ojos para protegerlos del sol, y
Y así fue como cosa de una hora más tarde Morris Zapp se encontró sentado al lado
de Fulvia Morgana en un Trident de la British Airways con destino a Milán. No
necesitaron mucho tiempo para descubrir que ambos eran académicos. Mientras el
avión carreteaba todavía hacia la pista de despegue, Morris tenía ya el libro de Philip
Swallow sobre Hazlitt en su regazo, y Fulvia Morgana su ejemplar de los ensayos de
AIthusser en el suyo. Ambos echaron una mirada subrepticia a la lectura del vecino, y
el resultado fue como un apretón de manos masónico. Sus ojos se encontraron.
—Morris Zapp, Euphoric State —dijo él, alargando la mano.
—Ah, sí, yo le he oído hablar. El diciembre pasado, en Nueva York.
—¿En la MLA? ¿No es usted filósofa, pues? —preguntó, indicando con la cabeza
Lenin and the Philosophy.
—No, mi campo es el de los estudios culturales. Fulvia Morgana, Padua. En
Europa, los críticos se sienten muy interesados por el marxismo. En América no
tanto.
Persse levantó la tarjeta sobre el tablero con la uña del pulgar, le dio vuelta y leyó
lo que había impreso en la otra cara:
GIRLS UNLIMITED
Azafatas Acompañantes Masajistas Artistas
Mientras Morris Zapp y Fulvia Morgana volaban sobre los Alpes, efectuando la
disección de la última obra de Roland Barthes y saboreando una segunda taza de café,
los empleados municipales de Milán convocaban una huelga relámpago en apoyo de
dos funcionarios del departamento de impuestos por supuesta corrupción (según los
altos dirigentes habían estado eximiendo a sus familias de los impuestos sobre la
propiedad, y según el sindicato se les castigaba por no eximir a los altos dirigentes de
los impuestos sobre la propiedad). El Trident de la British Airways aterrizó, por
consiguiente, en medio de un caso cívico. En su gran mayoría, el personal del
aeropuerto se negaba a trabajar, y los pasajeros tuvieron que recuperar sus equipajes
de entre un montón acumulado bajo la panza del avión, y cargar con ellos a través de
la pista hasta el edificio de la terminal. Las colas para la revisión aduanera y el
control de pasaportes eran largas y desordenadas.
—¿Cómo va hasta Bellagio? —preguntó Fulvia a Morris, mientras hacían cola los
dos.
—Los de la villa dijeron que me mandarían un coche. ¿Está lejos?
—No muy lejos. Debe venir a visitarnos en Milán durante su estancia.
—Me gustaría mucho, Fulvia. ¿Su esposo también es académico?
—Sí, es profesor de literatura renacentista italiana en Roma.
Morris calculó por unos instantes.
—Él trabaja en Roma. Usted trabaja en Padua. ¿Y no obstante viven en Milán?
—Las comunicaciones son buenas. Hay varios vuelos diarios entre Milán y
Roma, y hay autostrada hasta Padua. Además, Milán es la verdadera capital de Italia.
Roma es una ciudad somnolienta, perezosa, provinciana.
—¿Y Padua?
Fulvia Morgana le miró como si sospechara ironía en él.
—En Padua no vive nadie —contestó simplemente.
—¿No quieres volver a casa, Bernadette? Tu madre está destrozada de tanto sufrir
por ti, y también tu padre.
Bernadette denegó vigorosamente con la cabeza, y encendió un cigarrillo,
manoseando nerviosamente el encendedor y agrietándose el esmalte escarlata de una
uña en este proceso.
—No puedo ir a casa —dijo con una voz que, aunque ronca a causa de un exceso
de cigarrillos y, sin duda, de bebidas alcohólicas, todavía conservaba el acento
musical del condado de Sligo—. Nunca más podré volver a casa.
No levantó los ojos, bajo sus largas y pintarrajeadas pestañas, para encontrar los
de Persse, y aplastó el extremo de su cigarrillo en el cenicero de plástico verde que
había sobre la mesa de plástico blanco del snack bar de la Terminal Dos. Una
ensalada de jamón, de la que solo había comido un par de bocados, esperaba ante
ella. Mientras cortaba su comida, Persse estudió su cara y su figura, y le extrañó que
hubiera detectado en ellas, cuando la joven pasó ante él en la capilla, las facciones de
Bernadette tal como la había visto la última vez, con ocasión de una excursión
familiar a la playa de Ross’s Point, un verano en que ambos tenían trece o catorce
años, y se mostraban tímidos y poco habladores entre sí, La recordaba como una
chiquilla delgada, salvaje y retozona, con cabellos negros y enmarañados y una
sonrisa con mellas, corriendo junto a la resaca con su mejor vestido arremangado, y
reprendida por su madre por dejarlo empapado.
—¿Y por qué no puedes? —la apremió suavemente.
—Porque tengo un crío y ningún marido, he aquí el porqué.
—Ah —exclamó Persse, que conocía las costumbres del oeste de Irlanda lo
suficiente como para no descartar la gravedad de este obstáculo—. ¿O sea que tuviste
el crío?
—¿Esto es lo que piensan, pues? —exclamó Bernadette, alzando los ojos para
encontrar los suyos—. ¿Que me lo hice perder?
Persse se sonrojó.
—Verás, tu tío Milo…
—¿Tío Milo? ¿Ese viejo intrigante? —Pareció como si el recuerdo del doctor
En una latitud diferente, pero una longitud muy similar, Akira Sakazaki, sentado con
las piernas cruzadas en su cubículo alfombrado, cerca del cielo, califica trabajos,
ejercicios de inglés de sus alumnos de primer año en la Universidad. «Después de
rescatar chica que se ahogaba, salvavidas violó con una manta a ella», lee.
Suspirando y meneando la cabeza, Akira inserta artículos, retoca el orden de las
palabras y cambia «violó» por «envolvió». Esta tarea es cosa de poca monta para el
traductor de Ronald Frobisher.
—Cosa de poca monta —dice Akira en voz alta, y muestra todos sus dientes al
sonreír para sí mismo.
Se trata de una locución cuyo significado ha aprendido precisamente esta mañana,
en una de las cartas del novelista.
Akira viste esta mañana una camisa deportiva Arnold Palmer y tiene sus zapatos
de golf Jack Nicklaus junto a la puerta, a punto para ponérselos cuando llegue el
momento de ir a la Universidad. Y es que hoy es su día de golf. Esta tarde
interrumpirá su trayecto de vuelta a casa para jugar una hora en uno de los numerosos
campos de entrenamiento en Tokio. Sus dedos ya ansían rodear el mango del palo. De
pie en la galería superior del campo iluminado y cercado por tela metálica, erigido
como una gigantesca pajarera en el triángulo isósceles formado por tres líneas
ferroviarias que se cruzan, lanzará un centenar de pelotas de golf pintadas de amarillo
al espacio y las verá ascender y volar por encima del millón de tejados y de antenas
de televisión, solo para chocar contra la red y caer penosamente al suelo, como
pájaros heridos.
En este deporte, Akira ve una alegoría de las elaciones y frustraciones de su
trabajo como traductor. El lenguaje es la malla que mantiene el pensamiento
prisionero en una particular cultura. Pero si fuera posible golpear la pelota con
suficiente fuerza y con un perfecto timing, tal vez atravesaría la red y continuaría su
Muy lejos, en Alemania, Siegfried von Turpitz, que envió la invitación para la
conferencia a Désirée, duerme en el dormitorio de su casa, en el linde de la Selva
Negra. Cansado por su largo viaje en coche, yace en posición de firmes, boca arriba y
con su mano negra fuera de las sábanas. Bertha, su esposa, dormida en la otra cama
gemela, jamás ha visto a su marido sin el guante. Cuando se baña, su mano derecha
cuelga por encima del borde de la bañera, para mantenerse seca, y cuando él se ducha
se proyecta horizontalmente entre las cortinas, como la señal de un policía de tráfico.
Cuando él va a la cama de ella, su mujer nunca sabe con certeza, en la oscuridad, si es
el pene o un dedo enfundado en cuero lo que hurga en los recovecos y orificios de su
cuerpo. En su noche de bodas, ella le rogó que se quitara el guante, pero él se negó.
—¿Y si las luces están apagadas, Siegfried…? —rogó ella.
—Mi primera esposa me pidió esto una vez —dijo Siegfried von Turpitz
crípticamente—, pero olvidé volver a ponerme el guante antes de quedarme dormido.
Se sabía que la primera mujer de Von Turpitz había muerto de un ataque al
corazón, y que una mañana su marido la había encontrado muerta en la cama, al lado
de él. Nunca más volvió Bertha a pedir a Siegfried que se quitara el guante.
En Europa, la gran mayoría ya duerme, pero Michel Tardieu está despierto detrás de
sus párpados de reptil, intrigado por un leve aroma de perfume que emana del cuerpo
de Albert, dormido a su lado, y que no es la fragancia familiar de su agua de tocador
favorita, Tristes Tropiques, que Albert suele utilizar en cantidades liberales, sino algo
mareante y empalagoso, vulgarmente sintético, algo (su nariz tiembla al pugnar por
traducir sensaciones olfatorias en conceptos verbales) que (sus párpados de lagarto se
abren con horror ante este pensamiento) bien podría utilizar una mujer… Sin
embargo, Akbil Borak no está despierto, ya que se ha quedado dormido sentado en la
cama, cincuenta páginas antes del final de El espíritu de la época, y está inclinado
hacia adelante como si hubiera recibido un hachazo, aplastada su nariz contra el libro
abierto que reposa sobre sus rodillas, mientras Oya, vuelta la cabeza en dirección
opuesta a la lámpara de lectura, dormita a su lado, sumida en el olvido. Y Philip y
Hilary Swallow duermen, espalda contra espalda, en su cama de matrimonio, que, por
ser tan antigua como sus nupcias, forma un surco en el centro como una trinchera
poco profunda, de modo que ambos tienden a rodar hacia el otro en sueños, pero cada
vez que las huesudas caderas de Philip tocan las carnosas de Hilary, sus cuerpos se
separan de golpe como imanes del signo puesto y, sin despertarse, cada uno vuelve a
desplazarse hacia los márgenes del colchón.
Pero no, había que eliminar este último fragmento alusivo a la muerte. El pobre
Keats estaba ya en las últimas cuando escribió eso, y sabía que no tenía ninguna
posibilidad de apoyar la cabeza en el mullido pecho de Fanny Brawne, cuando apenas
quedaban ya pulmones en el suyo. En cambio, él, Persse McGarrigle, no tiene de
momento la menor intención de morirse. El deseo es más bien vivir para siempre, en
especial si logra encontrar a Angélica.
Y con estas meditaciones, Persse se queda pacíficamente dormido.
En Oxford continuaban las vacaciones por lo que a los no graduados se refería, pero
en Rummidge era el primer día del curso de verano, y un día excelente. El sol se
reflejaba desde un cielo sin nubes en los escalones de la Biblioteca y en el cuadrado
de césped. Philip Swallow, de pie ante la ventana de su despacho, contemplaba la
escena con una mezcla de satisfacción, envidia y lascivia desenfocada. Una tarde
cálida siempre hacía brotar jovencitas con sus vestidos veraniegos, como bulbos que
se abrieran camino a través de la hierba y florecieran bruscamente en una explosión
de colores. Las había tumbadas en todos los prados, en actitudes de abandono, con
Sin embargo, a diferencia de los amantes de la Urna griega, estos acabaron por
besarse, con un largo y apasionado abrazo que obligó a la muchacha a ponerse de
puntillas, y que Philip notó como por transmisión hasta las más profundas raíces de
su ser.
Se alejó de la ventana, trastornado y ligeramente avergonzado. A nada conducía
dejarse impresionar tanto por los ritos de la primavera en Rummidge, y por otra parte
él había proscrito todo interés sexual por las alumnas desde el desdichado asunto de
Sandra Dix…, al menos por las alumnas de Rummidge. Había de confiar en sus
viajes al extranjero para encontrar la aventura amorosa y ahora no sabía qué cabía
esperar en Turquía, a caballo entre Europa y Asia. ¿Habría mujeres liberadas y
disponibles, o bien ocultas tras la purdah? Sonó el teléfono.
—Soy Digby Soames, del British Council. Es referente a sus conferencias en
Turquía.
—Ah, sí… ¿No le di los títulos? Son «El legado de Hazlitt» y «El fragmento de
marfil de Jane Austen»… Este último es una cita de…
—Sí, ya lo sé —le interrumpió Soames—. El problema está en que los turcos no
la quieren.
—¿Que no la quieren? —repitió Philip, sintiéndose algo ofendido.
De hecho, Félix Skinner ya había vuelto después de almorzar cuando Philip Swallow
efectuó su llamada. Se encontraba, para ser exactos, en un almacén del sótano del
edificio de Lecky, Windrush and Bernstein. Se encontraba, para ser todavía más
precisos, pegado a Gloria, que se hallaba inclinada hacia adelante sobre una pila de
cajas de cartón, despojada de su blusa y su falda, mientras Félix, caídos sus
pantalones a rayas alrededor de los tobillos, y con las rodillas flexionadas en una
postura simiesca, copulaba con ella, vigorosamente, desde atrás. La relación entre los
dos habíase consolidado rápidamente desde la mañana, estimulada por varios
gintonics y una carafe grande de Valpolicella para acompañar el almuerzo. En el taxi,
después, las manos exploradoras de Félix no encontraron defensa, sino más bien lo
contrario, pues Gloria era una joven de sangre caliente cuyo marido, un ingeniero del
London Electricity Board, trabajaba en el turno de noche. Por consiguiente, cuando se
metieron en el ascensor del edificio Lecky, Windrush and Bernstein, Félix oprimió el
botón de descenso en vez del de subida. El cuarto del almacén en el sótano ya le
había servido antes para otras ocasiones similares, como Gloria supuso aunque se
abstuviera de todo comentario. Difícilmente podía considerarse como un rincón
romántico, ya que el suelo de hormigón estaba demasiado sucio y frío para echarse en
él, pero su presente postura les convenía a ambos, ya que Gloria no tenía que mirar
los feísimos dientes de Félix ni inhalar su aliento, que ahora hedía también a ajo y no
solo a Gauloises, mientras que él podía admirar, mientras agarraba las caderas de ella,
la protuberancia de sus carnosas y blancas nalgas entre la constricción del liguero y
las medias.
—¡Medias! —gruñó—. ¿Cómo sabías que yo adoro las medias y los ligueros?
—¡No lo sabíaaaa! —jadeó ella—. ¡Oh, oh, oh! —Gloria notó que las cajas
resbalaban y se deslizaban debajo de ella al empujar Félix con más fuerza y mayor
rapidez—. ¡Cuidado! —gritó.
—¿Qué?
Félix, con los ojos fuertemente cerrados, se estaba concentrando en su orgasmo.
—¡Que me caigo!
—¡Que me corro!
El día antes de salir para Vancouver, Rudyard Parkinson recibió una carta de Félix
Skinner y un ejemplar de Hazlitt y el lector aficionado.
«Querido Rudyard —decía la carta—: El año pasado publicamos este libro, pero
fue extensamente ignorado por la prensa, injustamente en mi opinión. Por
consiguiente, esta semana enviamos una nueva remesa de ejemplares para reseñar. Si
a ti te fuera posible dedicarle un comentario, sería espléndido. Ya sé que estás
ocupadísimo, pero tengo la impresión de que este libro ha de interesarte. Siempre
tuyo, Félix.»
Rudyard Parkinson frunció los labios al leer esta misiva y miró el libro con muy
tibio interés. Nunca había oído hablar de Philip Swallow, y un primer libro de un
profesor de universidad moderna no prometía mucho. Sin embargo, al hojearlo le
llamó la atención una cita del ensayo de Hazlitt sobre «La ignorancia de los
eruditos»: «Hoy en día, un crítico no hace nada que no tienda a torturar la expresión
más obvia en un millar de significados… Su objeto, de hecho, no es el de hacer
justicia a su autor, al que trata con muy escasa ceremonia, sino rendirse homenaje a
sí mismo, y mostrar su conocimiento de todos los tópicos y recursos de la crítica».
«Hmmm —pensó Rudyard Parkinson—, aquí podría haber munición que utilizar
contra Morris Zapp.» Metió el libro en su cartera de mano, junto con su pasaporte y
su billete de avión, rojo, blanco y azul.
El viaje hasta Vancouver nada tuvo de confortable. Para sacar de él un pequeño
beneficio, había pedido clase económica, ya que la Universidad anfitriona pagaba sus
gastos en base a billetes de primera clase, y esto resultó ser un error. En primer lugar,
tuvo un altercado en Heathrow con una jovencita descarada del mostrador de
Unas pocas horas después de que Philip Swallow despegara en Heathrow a bordo de
un DC10 de las Líneas Aéreas de Turquía, con destino a Ankara, Persse McGarrigle
llegó a Londres en un Boeing 737 de la Aer Lingus procedente de Shannon, ya que
era el día de la fiesta para la distribución de premios de la Real Academia de
Literatura.
El Annabel Lee era un viejo vapor de recreo que en otros tiempos había surcado
en ambas direcciones el estuario del Támesis Ahora, repintado y amueblado de
nuevo, con sus paletas inmóviles y su chimenea sin la menor señal de hollín, estaba
atracado junto al Támesis en el Embankment de Charing Cross y contenía un
restaurante, varios bares y salas de recepción que podían alquilarse para actos como
el presente. Los literatos de Londres runruneaban satisfechos ante la novedad del
local al apearse de sus taxis o salir de la estación del metro y caminar a lo largo del
Embankment. Era un agradable anochecer de mayo, con un buen caudal de agua en el
río y una intensa brisa que hacía ondear las banderas y gallardetes en el aparejo del
Annabel Lee. Una vez a bordo, sin embargo, algunos no estaban tan seguros de que
fuese tan buena idea. Había una manifiesta sensación de movimiento bajo los pies y,
cada vez que una embarcación de cierto calado pasaba por el río, el Annabel Lee
subía y bajaba con energía, la suficiente para hacer que los invitados se tambalearan
sobre la espesa alfombra roja del salón principal. No obstante, pronto se hizo difícil
distinguir entre el efecto del río y el efecto del alcohol. Persse nunca había asistido
hasta entonces a una fiesta literaria, pero el objetivo principal de la misma parecía
consistir en beber tanto como fuera posible y con la mayor rapidez posible, mientras
cada uno hablaba a gritos, mirando al mismo tiempo por encima del hombro de la
persona con la que se estaba hablando, y sonriendo y saludando con la mano a otras
personas que también se dedicaban a beber, sonreír y saludar. En el caso de Persse,
este se limitaba a beber, puesto que no conocía a nadie. Se mantenía en el borde
exterior de los asistentes a la fiesta, sintiéndose medio estrangulado por un cuello y
una corbata a los que no estaba acostumbrado, trasladando su peso de un pie a otro,
hasta el momento de abrirse de nuevo camino hacia el bar para pedir otro trago.
Con gran lentitud, el Annabel Lee empezó a derivar desde el Embankment. La cuerda
que amarraba el buque a la pasarela crujió bajo la tensión, y finalmente se rompió.
Apareció un espacio entre el extremo de la pasarela y la borda del navío.
—En su lugar, yo no habría hecho esto —dijo Persse.
—Cuando me gradué en Oxford —explicó Ronald Frobisher, en un tono de
reminiscencias junto al fuego—, mi madre y mi padre asistieron a la ceremonia.
Parkinson era en aquellos días profesor investigador en el mismo colegio. Había sido
mi tutor durante un curso y ya entonces yo le tenía por un asno pomposo, aunque
forzoso es reconocer que había leído lo suyo. Pues aquel día nos topamos con él en el
patio, y por tanto le presenté a mis padres. Mi padre era un obrero especializado,
moldeador de arena en una fundición; tenía un toque maravilloso y los directores se
arrastraban ante él cada vez que se presentaba un trabajo difícil. Desde luego,
A dos mil millas de distancia, en Turquía, hace horas que ha oscurecido. La pequeña
hilera de casas unifamiliares, en las afueras de Ankara, le parece a Akbil Borak,
mientras su Dos Caballos brinca en el camino de entrada después de abandonar la
carretera principal, algo así como un buque, con luces brillando desde las ventanas de
sus camarotes y atracado en el borde la oscura inmensidad que es la llanura central de
Anatolia. Detiene el coche, para el motor y se apea entumecido. Ha sido una jornada
muy larga.
Persse jamás había estado todavía en el Soho y se sintió escandalizado, pero también
excitado, por los estentóreos intentos que, destinados a despertar la lujuria, se hacían
desde todas partes y tratando de apelar a todos los sentidos. Striptease, sesiones para
voyeurs, salones de masaje, films, vídeos, libros y revistas pornográficas. Olores de
pescado y de ajo emanantes de los ventiladores. Busconas instaladas en los umbrales.
La palabra Sex exhibida por doquier: en las fachadas de las tiendas, en las cubiertas
de libros, en camisetas, en mayúsculas y en caja baja, en impresos, en neón, en
Todavía no llevaba tres horas en Amsterdam cuando encontró a Morris Zapp. Persse
se hallaba en uno de los puentes del sinuoso canal en el casco antiguo, estudiando
perplejo su mapa de turista, cuando se le acercó el americano y le dio una palmada en
la espalda.
—¡Percy! No sabía que asistía al congreso.
—¿Qué congreso?
Morris Zapp indicó el gran disco de plástico que colgaba de su solapa y que
ostentaba su nombre impreso dentro de una inscripción circular: «VII Congreso
Internacional de Semióticos Literarios». En su otra solapa había un vistoso botón de
esmalte que rezaba: «Toda descodificación es otra codificación».
—Lo encargué en una tienda de insignias, en mi país —explicó—. Aquí, ha
vuelto locos a todos. Si me hubiese traído una bolsa, podría haber hecho una fortuna.
Un profesor japonés me ofreció diez dólares por este. Pero si no es por el congreso,
¿qué está haciendo en Amsterdam?
—Una especie de vacaciones —dijo Persse—. Gané un premio de poesía.
Más tarde, cuando los canales ya eran largos y negros espejos colocados entre los
árboles y los faroles de las calles, Morris guio a Persse en una caminata por el barrio
de las luces rojas, un laberinto de callejuelas cerca del Nieuwemarkt. Era, tal como
había prometido Morris, un espectáculo mucho más extraordinario y escandaloso que
todo lo que pudiera ofrecer el Soho, y casi excesivo para la comprensión de un joven
inocente procedente del condado de Mayo. En cada escaparate, brillantemente
iluminado, se sentaba una prostituta, ataviada para su comercio con ropas
provocativas o transparentes, mirando descaradamente a los transeúntes en busca del
posible cliente. Eran auténticas calles del pecado, con los objetos de la lascivia
masculina expuestos abiertamente como mercancía en el escaparate de una tienda.
Bastaba con entrar y concretar el precio, para que la mujer corriera las gruesas
cortinas a través del ventanal y satisfaciera los deseos del visitante. Dos cosas
impedían que este tráfico en carne de mujer apareciera como simplemente sórdido.
La primera era que los interiores de las casas estaban impecablemente limpios,
amueblados según un confortable estilo pequeño burgués, con sillones tapizados,
macasares bordados, tiestos con plantas y una ropa blanca inmaculada en la cama que
solía atisbarse en la parte posterior. La segunda era que todas las mujeres eran
jóvenes y atractivas, y en muchos casos mataban el tiempo entregadas a caseras
labores de punto.
—¿Por qué lo hacen? —preguntó Persse a Morris Zapp, como si cavilara en voz
alta—. Parecen ser unas chicas tan agradables… Podrían casarse y crearse familias en
vez de venderse de esta manera.
No le gustaba encontrar la mirada de ellas, no tanto por temer hallarse bajo el
hechizo de sus atractivos, como por sentirse ligeramente avergonzado al observar su
exhibición mientras él permanecía cómodamente arropado en su virtud.
Morris se encogió de hombros.
—Tal vez piensen sentar la cabeza más tarde. Cuando se hayan hecho un buen
¿Qué hizo Persse a continuación? Se emborrachó, claro, como cualquier otro amante
desilusionado. Compró medio litro de Bols en una botella de barro, en un comercio
de licores, volvió a su pensión, se echó en la cama y bebió hasta sumirse en la
insensibilidad. Despertó la mañana siguiente bajo una bombilla encendida, sin saber
con certeza qué era peor, si el dolor en su cabeza o el sabor en su boca, si bien
ninguno de los dos representaba un calmante para la tortura que había en su corazón.
Por la mañana, temprano, se sentaron cara a cara en el coche restaurante, con los
dedos entrelazados por debajo de la mesa, sosteniendo con sus manos libres sendos
vasos de té negro y caliente, mientras el tren avanzaba a través de las atractivas villas
y pueblecillos de la costa asiática del mar de Mármara. Allí sí había vegetación —
árboles, arbustos y parras— entre las casas. El paisaje parecía incluso lujuriante
después de las áridas colinas de Ankara. Algunos madrugadores se encontraban ya en
sus jardines, regando las plantas o fumando tranquilamente bajo la luz oblicua del sol
naciente. Saludaron al pasar el tren.
—Nunca me escribiste —dijo Joy.
—No sabía cómo hacerlo sin correr el riesgo de comprometerte —contestó Philip
—, y por otra parte pensaba que tú no querrías que lo hiciera. Parecías tan fría aquella
mañana, cuando me marché de Génova, que pensé que deseabas olvidar todo lo
ocurrido.
—Y así era —admitió Joy—, pero descubrí que era imposible.
—Y después, al poco tiempo, leí en el diario que habías muerto.
—Sí, nunca pensé en esto. Los periódicos publicaron una corrección.
—Debió de pasarme por alto —dijo Philip—. Pero de todos modos tú sí pudiste
—Aquí es donde Asia se encuentra con Europa —dijo Joy, mientras un taxi
destartalado les llevaba a través de un gran puente colgante, aparentemente nuevo.
Mucho más abajo, enormes buques cisterna y una multitud de embarcaciones más
pequeñas surcaban las aguas del Bósforo. A su derecha, verdes colinas salpicadas de
casas blancas ascendían a pico desde el cada vez más estrecho canal. A su izquierda,
cúpulas y minaretes puntuaban el horizonte de una ciudad inmensa, más allá de la
cual el agua se ensanchaba hasta formar un mar—. El mar de Mármara —explicó Joy
—. El mar Negro se encuentra al otro lado del Bósforo.
—Es maravilloso —dijo Philip—. Esta combinación de agua, cielo, montañas y
arquitectura me recuerda Euphoria, la vista que yo contemplaba cada mañana cuando
me levantaba y corría las cortinas. Es la Bay Area del mundo antiguo.
—Te diré lo que haremos —anunció Joy—. Haremos que este taxi nos lleve al
puente de Gálata y tomaremos un transbordador del Bósforo hasta Bogazici, que es
donde vivo yo. La mejor manera de obtener las primeras impresiones de Estambul es
desde el agua.
Philip le apretó una rodilla con la mano.
—Tú eres mi Euphoria, mi Terranova —le dijo.
Cuatro días más tarde, contemplando los nevados Alpes desde la ventanilla de un
Boeing 727 de las Líneas Aéreas Turcas, Philip todavía sentía escalofríos al recordar
Arriba de nuevo, en pleno sol por breve tiempo, en un ruidoso Fokker Friendship, y
después abajo otra vez a través de las grises nubes hasta llegar a los campos
empapados y las relucientes carreteras que circundaban al aeropuerto de Rummidge.
Le sorprendió y desconcertó que Hilary fuese a recibirle. Generalmente, él tomaba un
¡uuuuiiiiiiiiIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIII!
Para ciertas personas, no hay en toda la tierra ruido tan excitante como el que
producen tres o cuatro grandes motores de reacción al elevar su tono, mientras el
avión en el que ellas viajan gira al final de la pista y, pugnando con sus frenos, se
dispone a despegar. El propio peligro de la situación es inseparable del efecto
estimulante que produce. Uno se encuentra atado a su asiento, sin retirada posible,
entregado en manos de la moderna tecnología. Es mejor, pues, arrellanarse y disfrutar
del momento. ¡uuuuiiiiiiii! Y allá vamos, con la aceleración como un puñetazo en la
rabadilla, atisbando la hierba a través de la ventana, una hierba que se queda atrás
como una visión borrosa, y que después desaparece repentinamente de la vista al
elevarnos hacia el cielo. El avión vira para ofrecernos un postrer vistazo de nuestro
suelo, llano y banal, antes de irrumpir a través de la cubierta de nubes y sumirnos en
la luz solar, el rótulo de prohibido fumar desaparece con un chasquido, y un leve
tintineo de botellas en la cocina augura el servicio de cócteles. ¡uuuuiiiiiiii! ¡Ya
venimos, Europa! O Asia, o América, o donde sea. Es el mes de junio y la temporada
de congresos está en pleno auge. En Oxford y Rummidge, desde luego, los
estudiantes siguen sentados ante sus pupitres en las aulas de examen, como presos en
los banquillos, pero sus profesores pueden largarse unos pocos días antes de las
calificaciones de las pruebas escritas, mientras que en Norteamérica el segundo
semestre del año académico ha terminado ya, las pruebas han sido corregidas, se han
distribuido las notas y el profesorado queda en libertad para cobrar sus ayudas de
viaje y dirigirse hacia el este, el oeste, o allí adonde les lleve su capricho.
¡uuuuiiiiiiii!
Todo el mundo académico parece estar de viaje. Hoy en día, la mitad de los
pasajeros en los vuelos transatlánticos son profesores universitarios. Su equipaje pesa
más que el promedio, sobrecargado como está con libros y papeles, y también es más
voluminoso, puesto que sus ropas deben abarcar tanto lo más formal como lo propio
de tiempos de ocio, unas ropas para asistir a las conferencias y otras para ir a la playa,
o al museo, o al Schloss, o al Duomo, o al Folk Village. Pues este es el atractivo del
circuito de congresos, una manera de convertir el trabajo en juego, de combinar el
profesionalismo con el turismo, y todo ello a expensas de otros. ¡Escriba una
comunicación y vea mundo! Soy Jane Austen… ¡hágame volar! O Shakespeare, o T.
S. Eliot, o Hazlitt. Billetes para el viaje todos ellos, para viajar en los reactores
Jumbo. ¡uuuuiiiiiiii!
Llena el aire la charla de esos eruditos errantes, con sus preguntas, sus quejas, sus
recomendaciones y sus anécdotas. ¿Con qué compañía de aviación vuela? ¿Cuántas
estrellas tiene el hotel? ¿Por qué la sala de conferencias no tiene aire acondicionado?
No coma ensalada aquí, pues cultivan las lechugas con excrementos humanos. La
Muy lejos de allí, en Darlington, Roljin Dempsey también ha leído los periódicos
dominicales.
—HOLA, ¿CÓMO TE ENCUENTRAS HOY? —pregunta ELIZA.
—PÉSIMAMENTE —escribe Robin Dempsey.
—¿QUÉ QUIERE DECIR CON EXACTITUD PÉSIMAMENTE?
—INDIGNADO. INCRÉDULO. CELOSO.
—¿CUÁL HA SIDO LA CAUSA DE ESTOS SENTIMIENTOS TUYOS?
—ALGO QUE LEÍ EN EL PERIÓDICO REFERENTE A PHILIP SWALLOW.
—HÁBLAME DE PHILIP SWALLOW.
Robin Dempsey teclea durante veinticinco minutos sin detenerse, hasta que Josh
Collins abandona su cubículo acristalado, mordisqueando una galleta, en vista de lo
cual Robin deja de escribir y tapa el ordenador con su funda de plástico.
—¿Quieres un poco? —pregunta Josh, ofreciéndole un trozo de galleta recubierta
de chocolate.
—No, gracias —responde Robin, sin mirarle.
—ELIZA te proporciona un material interesante, ¿verdad?
—Sí.
—¿Y no crees que estás exagerando la nota?
—¿Qué nota? —dice Robin fríamente.
Delfos, como la Acrópolis, está invadido por los turistas, pero el lugar en sí está a
salvo de su intrusión, como Philip y Joy admiten al cobrar aliento a medio camino de
la abrupta cuesta desde la carretera, y contemplando el Llano Sagrado mucho más
abajo, allí donde el Pleistos serpentea a través de una multitud de olivares hasta el
golfo de Corinto.
—Es sublime —dice ella—. Me alegra mucho haber venido.
—Al parecer, los antiguos creían que esto era el centro del mundo —explica
Philip, consultando su guía turística—. Había en este lugar una piedra llamada el
omphaos. El ombligo de la tierra. Y supongo que esa gran hendidura entre las
montañas era la vagina.
—Siempre estás pensando en lo mismo —dice Joy.
—No eres justa conmigo —replica Philip—. Esta noche te he chupado los diez
dedos de los pies, uno por uno.
—No es necesario que en Delfos se entere todo el mundo —protesta Joy, con un
encantador rubor.
—Dame un beso.
Después del congreso sobre Joyce en Zurich, Morris regresa a su lujoso nido a orillas
del lago Como. Los días transcurren agradablemente. Por la mañana lee y escribe, y
por la tarde duerme una siesta y despacha su correspondencia hasta que el sol ha
perdido parte de su calor. Entonces es el momento de un trote a través de los bosques,
una ducha, una copa antes de cenar y una partida de póker o de bakgammon en el
salón después de la cena. Se acuesta temprano y se queda dormido escuchando
música de rock en su transistor. Es un régimen reposante y civilizado, y solo su
correspodencia le mantiene consciente de las ansiedades, deseos y conflictos del
mundo real.
Hay, por ejemplo, una carta en la que los abogados de Désirée exigen una
respuesta a su anterior comunicación referente a los honorarios del colegio para los
gemelos, y una carta de la propia Désirée amenazando con visitarle en la Villa
Rockefeller y hacer una escena en público si no envía el dinero con la mayor rapidez.
Parece ser que ella pasa el verano en Europa, pues la carta lleva el matasellos de
Heidelberg, lugar incómodamente cercano. Hay también otra carta de su propio
abogado, en la que este le aconseja que pague. De mala gana, Morris lo hace. Hay un
telegrama, con respuesta pagada, de Rodney Wainwright, en el que este suplica otra
ampliación del plazo de entrega de su comunicación para la conferencia de Jerusalén.
Morris le telegrafía: «TRÁIGASE COMUNICACIÓN YA TERMINADA A LA
CONFERENCIA», pues ahora ya es demasiado tarde para eliminar a Rodney
Wainwright del programa.
Hay una carta de Philip Swallow, escrita a mano en papel del Departamento de
Inglés de Rummidge, que confirma su aceptación de la invitación de Morris para
participar en el ciclo de Jerusalén, y en la que pregunta si puede acompañarle una
«amiga».
«Jamás sospecharías quién es. ¿Te acuerdas de Joy, la mujer de la que te hablé, a la que conocí en
Génova y a la que daba por muerta? Pues bien, resulta que no murió en aquel accidente de aviación;
Dos días más tarde, Persse voló de Dublín a Heathrow, llevando en su bolsillo una
copia del documento legal, ahora depositado en una notaría de Sligo, en la que el
profesor Sidney Maxwell, del Covenant College, Atlanta, Georgia, admitía la
paternidad de Fergus, hijo de Bernadette McGarrigle, y garantizaba a esta una
asignación anual suficiente para permitirle abandonar su actual empleo. El profesor
McCreedy había concedido a Persse veinticuatro horas de permiso para abandonar la
escuela de verano, y el joven tenía la intención de buscar otra entrevista con la señora
Gasgoine para pedirle la dirección de Bernadette, o para que le hiciera llegar su
mensaje. Sin embargo, cuando llegó al edificio de Soho Square, descubrió que la
oficina que había visitado antes estaba ocupada ahora por una agencia de viajes.
—¿Girls Unlimited? —dijo la recepcionista—. No, nunca he oído hablar de esa
firma, pero yo solo llevo aquí un par de semanas. Un señor pregunta por Girls
Unlimited, Doreen, ¿sabes tú algo al respecto? No, ella tampoco lo sabe. Pruebe en la
tienda de vídeos de la planta baja.
Persse probó en la tienda de vídeos de la planta baja, pero al parecer sospecharon
que era de la policía; primero le ofrecieron un soborno y, cuando él preguntó para qué
era, le dijeron que se esfumara. Nadie en todo el edificio admitía haber conocido la
existencia de Girls Unlimited, y mucho menos saber sus señas actuales, por lo que a
Persse no se le ocurría otra cosa que regresar a Irlanda y probar con anuncios en los
periódicos, o tal vez en las revistas del mundo del espectáculo.
Regresó a Heathrow en el metro, muy desmoralizado, no solo por su frustrado
intento de encontrar a Bernadette, sino también porque el viaje había revivido
recuerdos de Angélica, que por otra parte no se había alejado de sus pensamientos
durante más de cinco minutos seguidos en todo el verano. La petición que había
dejado en la capilla de San Jorge durante su última visita no había tenido respuesta, al
Persse se detuvo debajo de la ventana para escuchar. En algún rincón de las calles
vecinas, un reloj dio las nueve, con un sonido apagado en la novena campanada,
aunque según el reloj de pulsera de Persse pasaban ya veinticinco minutos de esa
hora. Una mujer con traje largo, apoyada en el brazo de un hombre con sombrero de
copa y una capa, pasó rozándole mientras decía a su acompañante:
—Y cuando éramos niños y nos alojábamos en casa del archiduque, mi primo me
sacaba a pasear en trineo y yo me sentía asustada.
Persse giró sobre sus talones y se quedó mirando a la pareja, mientras se
preguntaba si estaba soñando o deliraba. Un joven le metió una tarjeta en la mano:
«Madame Sosostris, vidente. Horóscopos y Tarot. La mujer más sabia de Europa».
—¡Stetson!
Persse abandonó su confusa inspección de la tarjeta para mirar a un hombre
vestido con el uniforme de un oficial de la Primera Guerra Mundial, cinturón Sam
Browne y polainas, que se dirigía hacia él, alzado su bastón de mando.
—¡Tú que estabas embarcado conmigo en Mylae! Ese cadáver que plantaste el
año pasado en tu jardín, ¿ha empezado a retoñar? ¿Florecerá este año?
Persse retrocedió, alarmado, y un grupo de personas en el jardín de una cervecería
cercana, vestidas con ropas modernas y corrientes, se rieron y aplaudieron. El
desequilibrado de uniforme pasó raudo ante Persse y se perdió entre la multitud. Al
poco rato, Persse pudo oírle dirigiéndose a alguien con su grito de «¡Stetson!». El
reloj volvió a dar las nueve. Una hilera de hombres, ataviados con idénticos trajes
rayados de calle y con sombreros hongo, y que empuñaban paraguas enrollados,
marcaba el paso a lo largo de la acera, cada hombre con los ojos fijos en el suelo, ante
sus pies. Les seguía toda una alegre y sonriente muchedumbre de juerguistas con
pantalones vaqueros y vestidos veraniegos, que arrastraron al estupefacto Persse hasta
que volvió a encontrarse cerca de la estación. Vio un rótulo de neón, English Pub, y
se dirigió hacia él, pero el lugar estaba tan abarrotado de público que ni siquiera pudo
franquear la puerta. En el exterior, un cartel anunciaba: «Esta noche, de las 8 a las 10,
cerveza a precios de 1922». Desde el interior llegaba, cada unos pocos minutos, una
Pero ¿dónde está Morris Zapp? Su ausencia en Viena suscitó poco interés, pues es
frecuente que la gente deje de asistir a congresos para los que provisionalmente se ha
inscrito. Pero en Bellagio existe una preocupación considerable. Morris Zapp ya no
—Sí, había dos bebés en aquel vuelo de la KLM, dos niñas gemelas —dice
Hermann Pabst—. Nadie pudo descubrir cómo las habían metido en el avión. Todas
las pasajeras fueron interrogadas al llegar a Amsterdam, y también las azafatas, como
es lógico. Todo eso salió en los periódicos, pero usted debía de ser demasiado
jovencito para recordarlo.
—También yo era un bebé cuando sucedió.
—Claro —dice Hermann Pabst—. En casa tengo recortes de prensa, y puedo
hacerle enviar fotocopias. —Garrapatea una nota en una libreta que lleva dentro de
un billetero. Es un hombre alto y corpulento, con cabellos de un rubio pálido que ya
se vuelven blancos, y una cara que se ha vuelto más bien roja que morena bajo el sol
de California. Están sentados en el bar del Club Alfombra Roja, Pabst bebiendo agua
—Míralo bajo este punto de vista, Désirée. —La voz de Morris crepita en el
teléfono mientras afuera, debajo del balcón de la habitación de ella, de cara al mar,
los coches de la policía recorren con sus sirenas en marcha la Promenade des Anglais,
en busca de la cabina telefónica de la que procede—. Cien mil dólares son menos de
una vigésima parte de tus derechos por Días difíciles, que por cierto yo consideré
como un libro absolutamente maravilloso, un libro sobrecogedor… En realidad,
menos del cuatro por ciento. Ahora bien, aunque yo no me apunte el menor mérito
por este logro, todo él debido a tu genio creativo, no deja de ser verdad, en cierto
modo, que si yo no hubiera sido un marido tan odioso para ti durante todos aquellos
años, tú no habrías podido escribir el libro. Quiero decir que tú no habrías tenido esas
penalidades que expresar. Podríamos decir que yo hice de ti una feminista. Yo te abrí
los ojos ante las condiciones de opresión de las modernas mujeres americanas. ¿No
crees que, bajo este punto de vista, tengo derecho a cierta consideración en las
presentes circunstancias? Al fin y al cabo, le pagas a tu agente un diez por ciento por
hacer mucho menos.
—Qué jeta tiene —dice Alice Kauffman, cuando Désirée le narra esta nueva
situación a través del teléfono transatlántico—. En tu lugar, yo dejaría que se
pudriese. ¿Y qué piensas hacer?
—Ofreceré veinticinco mil —contesta Désirée—. Esto se está poniendo tan
interesante como una subasta. Me pregunto cuál debe ser el precio mínimo para
Morris.
La siguiente sensación que nota es la dureza de una roca que se clava en su nalga
derecha, y aire muy fresco en torno a sus rodillas. Después oye el canto de un pájaro.
Tiene las manos libres. Se quita la venda y parpadea ante una luz que le parece
cegadora pero que, al ajustarse a ella sus ojos, resulta ser la de un amanecer de un
delicado color rosa, entre la celosía de ramas de pino. Yace en un suelo áspero, al pie
de un árbol alto y erecto. Se sienta y se lleva una mano a su dolorida cabeza. Sus
pálidas piernas, que salen de los shorts deportivos de seda roja, parecen muy distantes
y casi como si no le pertenecieran, pero se doblan por la rodilla cuando él así lo desea
y, volviéndose para buscar soporte apoyándose en el árbol, pugna por ponerse de pie.
Aspira profundas y embriagadoras bocanadas de aire puro y aromatizado por los
pinos, y lo introduce en sus pulmones. ¡Libre! ¡Vivo! ¡Que Dios bendiga a Désirée!
Sus ojos empiezan a enfocar debidamente. Se encuentra en un bosque, en la falda de
un monte, y a través de los árboles puede ver una franja gris de carretera. Baja a
trompicones hacia ella, aferrándose a los troncos de los árboles para conservar el
Rodney Wainwright siente frío y calor cada vez que piensa en este examen de fin
de curso, al que concedió un sobresaliente sin titubear ni por un momento, y que ha
traído consigo a Israel para evitar que a Bev o algún colega se le pudiera ocurrir
revisar los cajones de su escritorio en su ausencia. Pero todavía siente más frío y más
calor cuando piensa en su propia comunicación para el congreso, aún bloqueada en
aquel «La cuestión es, por lo tanto, cómo puede la crítica literaria…» ¡Si al menos la
hubiera completado a su debido tiempo! En este caso, habría podido ser fotocopiada
y circulado como la mayoría de las demás contribuciones al congreso, y poco habría
importado que resultara escasamente convincente, o incluso inteligible, puesto que
por otra parte nadie lee en serio las comunicaciones, que uno se encuentra una y otra
vez en las papeleras del Hilton… Pero, puesto que no disponía de un texto acabado
para entregar a Morris Zapp al llegar, han adjudicado a Rodney Wainwright una de
las sesiones formales, «en directo»… Sí, se le ha concedido el privilegio de efectuar
personalmente su comunicación, en lo que es, de hecho, la penúltima mañana del
ciclo, ya que se vio obligado a suplicar el plazo más largo posible.
No es sorprendente, por tanto, que Rodney Wainwright se sienta incapaz de
sumirse en la vertiginosa ronda de placeres de la que están disfrutando sus colegas
participantes en el congreso. Mientras ellos se encuentran en la piscina o en el bar, o
en las murallas de la ciudad antigua, o en el autocar provisto de aire acondicionado, él
está sentado ante su mesa, con las cortinas corridas en su habitación del Hilton,
sudando y refunfuñando sobre su comunicación… o, de no estarlo, se siente acosado
Aquella tarde hubo un breve pero asombroso cambio en el tiempo de Manhattan, algo
sin precedentes en la historia meteorológica de la ciudad. El viento helado que,
procedente del Ártico, había estado soplando a través de los desfiladeros entre los
rascacielos, entumeciendo las caras y helando los dedos de peatones y vendedores
callejeros, cesó de pronto y se convirtió en la más suave y cálida de las brisas
meridionales. Desaparecieron las nubes y salió el sol. La temperatura subió
vertiginosamente. La sucia y endurecida nieve apilada a buena altura junto a las
aceras empezó a derretirse y a gotear en los arroyos. En Central Park, las ardillas
salieron de su hibernación y los enamorados pudieron hacer manitas sin el
impedimento de los guantes. Hubo una copiosa venta de gafas de sol en
Bloomingdales. Las personas que hacían cola para tomar el autobús se sonreían unas
a otras y los taxistas cedían el paso a los coches particulares en los cruces. Miembros
de la Convención MLA que abandonaban el Hilton para caminar hasta el Americana,
temblando por anticipado al pensar en el frío que les esperaba al otro lado de las
puertas giratorias, olisquearon con incredulidad el aire tibio y límpido, abrieron sus
Cuando Persse se hubo duchado y afeitado, los tres tomaron un ascensor expreso
hasta la sala de actos más alta del hotel, y allí un hombre con una llave les admitió en
un pequeño ascensor privado que les llevó hasta la suite del ático. Se trataba de un
espacio enorme, mágico, de dos niveles y rodeado por cristal, que ofrecía una visión
impresionante de Manhattan de noche. Estaba ya atestado de gente y se oían
conversaciones por doquier, pero el tono de los reunidos allí era relajado y eufórico.
Contribuía a ello el hecho de que la única bebida obtenible fuese champán. Arthur
Kingfisher había regalado una docena de cajas.
—Debe de tener algo realmente importante que celebrar —comentó Ronald
Frobisher, que se había adueñado de una de las cajas. Llenó la copa de Persse y le
Persse atravesó el vestíbulo del Hilton y salió a la fría noche con su aire cortante. La
temperatura volvía a ser la normal y de nuevo soplaba un viento crudo y penetrante a
lo largo de la Avenida de las Américas. Empezó a caminar en dirección a la YMCA.
Un joven negro avanzó raudo hacia él, desplazándose unos centímetros por encima de
la ancha acera, pero lo que Persse había tomado al principio por unos pies alados
resultó ser un par de patines, y lo que parecía un casco no era sino un gorro de lana
encasquetado sobre los auriculares de un transistor. Persse, conocedor de las historias
de atracos en Nueva York, y del hecho de que llevaba encima doscientos dólares en
metálico, se detuvo y se tensó, dispuesto a defenderse. Pero el joven tenía un aspecto
de lo más amistoso. Sonreía para sí y sus ojos giraban en sus órbitas; sus
movimientos tenían una cualidad rítmica, coreográfica, y su aproximación a Persse se
veía retardada por numerosos lazos y arabescos trazados a lo ancho del pavimento.
Era evidente que bailaba al compás de las inaudibles melodías de sus auriculares.
Llevaba un fajo de octavillas y, al pasar, metió una de ellas, diestramente, en la mano
de Persse. Este la leyó a la luz de un escaparate. Proclamaba:
«¿Solitario? ¿Malhumorado? ¿Cansado de la televisión? Nosotros tenemos la solución. Girls
Unlimited ofrece un extenso servicio para el forastero que visita la gran ciudad. Acompañantes,
masajistas, compañeras de juegos. Visite nuestro Club Isla del Paraíso. Tome un baño con jacuzzi en
compañía de la bañista por usted elegida. Haga que ella le dé, después, un masaje relajante. Deje que
todo quede libre de ataduras en nuestra discoteca para nudistas. ¿Demasiado perezoso para abandonar
la habitación de su hotel? Nuestras masajistas vendrán a visitarle. O tal vez solo desee usted una charla
nocturna algo osada, que le permita… conciliar el sueño. Llame al 74321 y comparta sus más atrevidas
fantasías con…»
Persse regresó presuroso al vestíbulo del Hilton y metió una moneda en el primer
teléfono público que encontró. Marcó el número y contestó una voz familiar, con un
cierto tono de indiferencia:
—Hola, chico travieso, yo soy Marlene. ¿Qué pasa por tu cabeza?
—Bernadette —dijo Persse—. Tengo una noticia importante para ti.
cinco versos, que riman los dos primeros y el quinto por una parte, y el tercero y el
cuarto, más cortos, por otra. Comienza siempre con un «There was a…» —«Érase
un»— que tanto puede referirse a un joven profesor como a un estudiante, una
enfermera, un fontanero o cualquier otro personaje de los más diversos oficios, así
como de distintos lugares de procedencia. Tranquiliza un tanto la conciencia del
traductor leer que Persse admite la escasez de palabras que en inglés rimen con
Limerick. En castellano son, desde luego, muchísimas menos, y como no es
admisible cambiar en este caso el nombre de la ciudad, ni tampoco deformar la
esencia del limerick, se ha optado por dejar este ejemplo como en el original. La
sugerencia del profesor Dempsey —«dip his wick»— se traduce literalmente como
«mojar o sumergir su mecha». Más adelante, el mismo personaje presenta otra
propuesta similar al respecto, con el mismo humor de sal gruesa que tan corriente es
en los limericks. (N. del T.). <<
attention fix / On Roman or on Russian / Or on Spanish politics?» (N. del T.). <<
conserva el vocablo sheep para indicar el animal vivo (N. del T.). <<
traductor para aclarar este juego de palabras. Faggot es una especie de morcilla o
albóndiga de buen tamaño, un plato popular en el norte de Inglaterra y que es
elaborado con despojos, pero significa también homosexual. La frase del anuncio que
lee el profesor Zapp dice en realidad: «Deléitese esta noche con faggots»,
refiriéndose desde luego a la especialidad culinaria local. (N. del T.). <<
XIX, así llamada por las humaredas de sus minas de hierro y carbón. (N. del T.). <<
soul. / Nor beauty born out of its own despair, / Nor blear-eyed wisdom out of
midnight oil. «Among School Children». William Butler Yeats (from The Tower,
1928). (N. del T.). <<