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Un

joven profesor universitario se enamora perdidamente de una bella y


misteriosa muchacha a la que conoce en un seminario de literatura y se
lanza en su persecución por medio mundo. Viaja de un congreso académico
a otro, con continuos cambios de continente, y en su periplo en pos de su
amada se va topando con una variopinta fauna de intelectuales de postín y
prestigiosos académicos, conferenciantes internacionales para los que los
aviones se han acabado convirtiendo en su verdadero hogar.
David Lodge retrata el enloquecido mundo de esta errante tribu cultural en el
que reinan las envidias, intrigas, zancadillas, bajos instintos, arrebatos de
lujuria y mezquindades varias con una jocosa ironía y crea una comedia
repleta de situaciones desternillantes, en la que además se permite jugar con
guiños tomados de las novelas románticas y del ciclo artúrico y dar un
divertido y malévolo repaso a las teorías literarias hoy día en boga.

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David Lodge

El mundo es un pañuelo
Trilogía del campus - 2

ePub r1.0
Artifex 19.12.14

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Título original: Small world
David Lodge, 2003
Traducción: Esteban Riambau
Retoque de cubierta: Artifex

Editor digital: Artifex


ePub base r1.2

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A Mary, con todo mi amor

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NOTA DEL AUTOR

AL igual que Changing Places, de la que es una especie de secuela, El mundo es un


pañuelo se parece a lo que a veces es llamado el mundo real, sin corresponder
exactamente a él, y está poblada por inventos de la imaginación. Rummidge no es
Birmingham, aunque algo debe a los prejuicios populares acerca de esta ciudad. Hay
realmente una capilla subterránea en Heathrow y un James Joyce Pub en Zurich, pero
no hay universidades en Limerick y Darlington, ni, que yo sepa, ha habido nunca un
representante del British Council residente en Génova. La convención de la MLA en
1979 no tuvo lugar en Nueva York, aunque yo me he basado en el programa de la de
1978, que sí se celebró allí. Y así sucesivamente.
Debo especial agradecimiento por la información recibida (sin hablar de otros
muchos favores) a Donald y Margot Fanger, y a Susumu Takagi. La mayoría de los
libros de los que he extraído nociones, ideas e inspiración para este se mencionan en
el texto, pero he de reconocer mi deuda con dos que no se citan: Inescapable
Romance: Studies in tbe Poetics of a Mode de Patricia A. Parker (Princeton
University Press, 1979), y Airport International de Brian Moynahan (Pan Books,
1978).

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Caelum, non animum mutant, qui trans mare currunt.
HORACIO

Cuando un escritor llama Romance[1] a su obra, innecesario es decir que desea


reivindicar una cierta latitud, tanto en lo que respecta a su estilo como a su
materia, que no se hubiera creído autorizado a asumir de haber profesado estar
escribiendo una Novela.
NATHANIEL HAWTHORNE

¡Silencio! ¡Alerta! ¡Ecolandia!


JAMES JOYCE

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PRÓLOGO

CUANDO abril con sus dulces lloviznas ha penetrado la sequía de marzo hasta la
raíz y bañado cada vena de tierra con aquel líquido con cuyo polvillo se engendran
las flores; cuando el céfiro, también, con su aliento edulcorado, ha insuflado vida en
los tiernos nuevos brotes en cada seto y cada matorral, y el joven sol ha recorrido la
mitad de su curso en el signo del Carnero, y los pajarillos que duermen toda la noche
con los ojos abiertos dejan oír su canto (a ello les incita la naturaleza en sus
corazones), entonces, como observó hace muchos años el poeta Geoffrey Chaucer, la
gente anhela sumarse a peregrinaciones. Solo que en nuestros días los profesionales
les dan el nombre de congresos.
El moderno ciclo de congresos se asemeja al peregrinaje de la cristiandad
medieval en que permite a los participantes disfrutar de todos los placeres y
diversiones del viaje, y al mismo tiempo aparentar una austera dedicación al
perfeccionamiento personal. Hay, desde luego, ciertos ejercicios penitenciales, como
la presentación de una comunicación, tal vez, y sin duda escuchar las comunicaciones
de los demás, pero con esta excusa uno viaja a lugares nuevos e interesantes,
establece nuevas e interesantes amistades y forma con ellas nuevas e interesantes
relaciones (pues las ya gastadas historias propias constituyen novedad para ellas, y
viceversa); come, bebe y se juerguea en su compañía cada noche y no obstante,
cuando todo termina, regresa a su casa con una reputación bien consolidada de
persona seria. Los actuales conferenciantes tienen una ventaja adicional respecto a los
peregrinos de la antigüedad, consistente en que sus gastos suelen serles pagados, o al
menos subvencionados, por la institución a la que pertenecen, ya sea esta un
departamento gubernamental, una firma comercial o, lo que tal vez resulte más
corriente, una universidad.
En nuestros días hay congresos sobre casi todo, incluidas las obras de Geoffrey
Chaucer. Si, como su héroe Troilo al final de Troilo y Criseida, este mira hacia abajo
desde la octava esfera celestial en
Este trocito de tierra, que por el mar
es abrazado
y observa el frenético tráfico alrededor del globo que él y otros grandes escritores han
desencadenado —los rastros de los reactores cruzándose sobre los océanos y
marcando el paso de eruditos de un continente a otro, convergiendo, cortándose y
cruzándose sus caminos al dirigirse presurosos al hotel, la casa de campo o la antigua
sede del saber, para conferenciar y parrandear allí, a fin de poder conservar el inglés y
otros temas académicos—, ¿qué piensa Geoffrey Chaucer?
Es probable que como el espíritu de Troilo, aquel paladín caballeroso y amante
desilusionado, se ría de buena gana ante el espectáculo y se considere a sí mismo

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totalmente al margen del mismo. Y es que no todos los congresos son
acontecimientos dichosos y hedonistas, ni todos los ambientes de los congresos son
lujosos y pintorescos, ni todos los abriles, por otra parte, se caracterizan por dulces
lloviznas y brisas edulcoradas.

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PRIMERA PARTE

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I

A
« BRIL es el mes más cruel», citó silenciosamente Persse McGarrigle para sus
adentros, contemplando a través de los sucios cristales de la ventana la extemporánea
nieve que recubría los prados y los parterres del campus de Rummidge. Había
completado recientemente una disertación magistral sobre la poesía de T. S. Eliot,
pero las palabras iniciales de La tierra baldía hubieran podido, con igual
probabilidad, haber pasado por la cabeza de cualquiera de los aproximadamente
cincuenta hombres y mujeres, de diversas edades, sentados o derrumbados en las filas
descendentes de asientos en la misma sala de conferencias. Y es que todos ellos
estaban bien familiarizados con el poema, por el hecho de ser profesores
universitarios de Lengua y Literatura inglesa, reunidos allí, en los Midlands de
Inglaterra, para su ciclo de conferencias anual, y pocos de ellos se estaban
divirtiendo.
El desaliento ya se había pintado con claridad en muchas caras al reunirse la tarde
anterior para el tradicional jerez de recepción. Para entonces, los conferenciantes ya
se habían familiarizado con el alojamiento facilitado en uno de los pabellones de la
residencia de la Universidad, un edificio apresuradamente erigido en 1969, en la cima
del auge de la educación superior, y que ahora, tan solo diez años más tarde, ofrecía
un aspecto más que lamentable. Malhumorados, habían abierto sus maletas en
estudios-dormitorio cuyas paredes agrietadas y desconchadas conservaban, en forma
de rectángulos más claros, las trazas de posters presurosamente retirados (a veces con
porciones de yeso adheridas a ellos) por sus jóvenes propietarios al principiar las
vacaciones de Pascua. Habían apreciado el mobiliario manchado y roto, explorado los
polvorientos interiores de los armarios en vana búsqueda de colgadores, y probado las
estrechas camas, cuyos muelles cedían penosamente en medio, privados de toda
elasticidad por el vapuleo de una década de excesos y copulación. Cada cuarto tenía
un lavabo, aunque no cada lavabo tenía un tapón, ni cada tapón una cadenilla.
Algunos grifos no podían abrirse y otros no podían cerrarse. Para unas abluciones
más completas, o para responder a una llamada de la naturaleza, era necesario
aventurarse por los laberínticos y ventosos pasillos en busca de uno de los cuartos de
baño comunitarios, en los que cabía encontrar bañeras, duchas e inodoros, pero poco
aislamiento y un suministro escasamente fiable de agua caliente.
Para los veteranos de congresos celebrados en universidades provinciales
británicas, estas eran incomodidades ya familiares y, hasta cierto punto, estoicamente
aceptadas, como lo era el más que mediocre jerez servido en la recepción (una marca
poco conocida, que parecía pregonar con exceso su origen español mediante la
vistosa representación de una corrida de toros y una bailarina de flamenco en la
etiqueta), y como lo era la cena que les esperaba después —sopa de tomate, rosbif y
dos verduras, tarta de compota con crema— y en cada uno de cuyos ingredientes se

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había eliminado concienzudamente todo vestigio de sabor mediante una prolongada
cocción a altas temperaturas. Generó una irritación superior a la de costumbre el
descubrimiento de que el congreso significaría dormir en un edificio, comer en otro y
reunirse para las disertaciones y discusiones en el campus principal, asegurando con
ello a todos los afectados una buena dosis de fatigosas caminatas de un lado a otro,
por caminos y pavimentos a los que la nieve daba un carácter peligroso y
desagradable. Pero la verdadera fuente de la depresión, al reunirse los asistentes para
el jerez y echar ojeadas a las pequeñas cartulinas blancas prendidas en las solapas y
en las que figuraban, claramente escritos, el nombre de cada persona y el de su
universidad, era la escasez y —forzoso es reconocerlo— la calidad en general poco
distinguida de los participantes. Al poco tiempo habían constatado que no había allí
ninguna de las estrellas de la profesión, nadie de hecho cuya presencia justificara
viajar diez millas, y mucho menos los centenares que muchos habían recorrido. Sin
embargo, allí estaban, pegados unos a otros, para tres días: tres comidas diarias, tres
sesiones diarias de bar, una salida en autocar y una visita al teatro… largas horas de
sociabilidad obligatoria, y ello sin contar las siete disertaciones que se ofrecerían,
seguidas por preguntas y debate. Mucho antes de que todo terminara se sentirían
asqueados de la mutua compartía, habrían agotado todos los temas de conversación,
utilizado todas las distribuciones más lógicas en los asientos de las mesas, y
sucumbido al familiar síndrome del congreso —halitosis, lengua saburrosa y jaqueca
persistente— debido a fumar, beber y hablar cinco veces más que lo normal. El
conocimiento previo del aburrimiento y el malestar al que ellos mismos se habían
condenado gravitaba como un peso frío y opresivo en sus intestinos (que también se
destemplarían al poco tiempo), aunque trataran de disimularlo con una charla
brillante y una cordial campechanería, estrechando manos y palmeando espaldas, y
engullendo el jerez como un medicamento. Aquí y allá cabía ver personas que
revisaban furtivamente los nombres en la lista de conferenciantes. Cincuenta y siete,
incluido el equipo local, era un balance muy decepcionante.
Esto le aseguró a Persse McGarrigle, en la recepción con jerez, un hombre de
edad provecta y aspecto melancólico que bebía un vaso de naranjada en el que sus
gafas amenazaban con deslizarse de un momento a otro. El nombre en el distintivo de
su solapa era «Dr. Rupert Sutcliffe», y el color de la tarjeta era amarillo, lo que
indicaba que era un miembro del Departamento anfitrión.
—¿Es cierto? —preguntó Persse—. Yo no sabía qué esperar. Es el primer
congreso en el que pongo los pies.
—Los congresos de profesores universitarios de inglés varían mucho. Todo
depende del lugar donde se celebren. En Oxford o en Cambridge cabe esperar al
menos ciento cincuenta personas. Yo le dije a Swallow que a Rummidge no vendría
nadie, pero no quiso escucharme.
—¿Swallow?
—Nuestro jefe de Departamento. —Pareció como si el doctor Sutcliffe

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experimentara una cierta dificultad al obligar a estas palabras a pasar entre sus dientes
—. Aseguraba que Rummidge empezaría a figurar en el mapa si nos ofrecíamos para
albergar el congreso. Delirios de grandeza, mucho me temo.
—¿Era el profesor Swallow el que repartía los distintivos?
—No, era Bob Busby, que es igual o incluso peor. Lleva semanas excitado y fuera
de sí, organizando excursiones y cosas por el estilo. Tengo la impresión de que esa
historia va a hacernos perder un buen pellizco —concluyó el doctor Sutcliffe, con
evidente satisfacción y contemplando por encima de sus gafas la sala a medio llenar.
—¡Hola, Rupert, muchacho! Un poco escasos de personal, ¿no crees?
Un hombre de unos cuarenta años, vestido con un traje de un color azul eléctrico,
golpeó vigorosamente a Sutcliffe entre los omoplatos mientras pronunciaba estas
palabras, haciendo que las gafas de este abandonaran volando la punta de su nariz.
Persse las cazó limpiamente al vuelo y las devolvió a su propietario.
—Ah, eres tú, Dempsey… —dijo Sutcliffe, volviéndose para hacer frente a su
asaltante.
—Solo cincuenta y siete en la lista, y, por lo que parece, muchos ni siquiera se
han presentado —comentó el recién llegado, cuyo distintivo de solapa le identificaba
como el profesor Robin Dempsey, de una de las nuevas universidades del norte de
Inglaterra.
Era un hombre fornido y de anchos hombros, con una recia mandíbula que
sobresalía agresivamente, pero sus ojos, pequeños y demasiado juntos, parecían
pertenecer a otra persona, más ansiosa y vulnerable, atrapada dentro de aquel físico
poderoso. Rupert Sutcliffe no pareció excesivamente contento al ver al profesor
Dempsey, ni tampoco dispuesto a compartir con él su propio pesimismo respecto a la
conferencia.
—Tengo la impresión de que muchos se han visto retenidos por la nieve —dijo
fríamente—. Un tiempo increíble para un mes de abril. Perdonen. Veo a Busby
hacerme señas urgentes. Supongo que se habrán terminado las patatas fritas, o alguna
otra crisis por el estilo.
Y se alejó presuroso.
—¡Dios mío! —exclamó Dempsey, mirando a su alrededor—. ¡Vaya caterva!
¿Por qué habré venido? —La pregunta parecía retórica, pero Dempsey procedió a
contestarla extensamente y, al parecer, sin hacer pausas para cobrar aliento—. Le diré
el porqué: he venido porque tengo familia aquí y parecía una buena excusa para
verlos. Mis hijos, en realidad. Estoy divorciado, ¿sabe? Antes, trabajaba aquí, en este
Departamento, créalo o no. Menuda pandilla de retrasados eran, o son todavía a
juzgar por el aspecto de todo eso. Las mismas caras de siempre. Es como si nadie se
moviera nunca. El carcamal de Sutcliffe, por ejemplo, lleva aquí cuarenta años, desde
su juventud. Naturalmente, yo me largué apenas pude. Esto no es lugar para un
hombre ambicioso. La gota que colmó el vaso fue cuando le dieron una cátedra a
Philip Swallow en vez de dármela a mí, aunque entonces yo ya tenía tres libros en la

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calle y él no había publicado prácticamente nada. Se supone que existe un libro suyo
sobre Hazlitt (Hazlitt, nada menos), que fue anunciado el año pasado, pero no he
visto ni una sola reseña al respecto. No pude ver nada bueno. Pues bien, apenas le
dieron la cátedra a Swallow, yo le dije a Janet: «Ya está bien, nos largamos,
pondremos la casa en venta y nos iremos a Darlington, donde hace tiempo que me
están llamando». Un lectorado inmediatamente, y luz verde para desarrollar mis
intereses especiales: lingüística y estilística. Aquí siempre han aborrecido esas cosas;
me bloqueaban una y otra vez, hablaban con los alumnos a mi espalda y les
persuadían para que abandonaran mis clases. Le aseguro que me alegró poder
sacudirme de los pies el polvo de Rummidge. De esto hace ya diez años. En aquellos
días Darlington era pequeño, y supongo que todavía lo es, pero representaba un reto y
los alumnos son muy buenos. Se sorprendería usted. Lo cierto es que yo estuve muy
contento, pero por desgracia a Janet no le gustó y se le atravesó el lugar apenas lo vio.
Bueno, el campus es un poco tristón en invierno; está fuera de la población, ¿sabe?,
lindante con los páramos, y en aquellos días lo formaban mayoritariamente
barracones prefabricados. Ahora está mejor, pues nos hemos librado de las ovejas y
nuestro edificio de estructura metálica ganó recientemente un premio, pero antes…
Bien, sea como sea no pudimos vender la casa aquí, pues había una congelación de
hipotecas, y por tanto Janet decidió quedarse en Rummidge algún tiempo. Pensamos
que, por otra parte, sería mejor para los niños, pues Desmond ya estaba en su último
año de elemental, de modo que yo iba y venía, iba a casa cada fin de semana, es decir,
casi cada fin de semana; era un poco duro para Janet y también duro para mí, claro
está, y entonces conocí a esa chica, una posgraduada alumna mía, y bueno…, usted
comprenderá que yo me sentía muy solo allí, y que fue inevitable si se piensa a fondo
en ello. Le dije a Janet que fue inevitable, ya que ella se enteró de lo de la chica…
Se interrumpió y miró frunciendo el ceño su copa de jerez.
—No sé por qué le estoy contando todo esto —dijo, lanzando una mirada
levemente airada a Persse, al que la misma cuestión tenía perplejo desde hacía varios
minutos—. Ni siquiera sé quién es usted. —Se inclinó hacia adelante para leer el
distintivo en la solapa de Persse—. ¿Conque el University College de Limerick, eh?
—comentó con un tono desdeñoso—. Érase un joven profesor de Limerick…
Supongo que todos le dicen esto, ¿verdad?
—Casi todos —admitió Persse—. Pero sepa que rara vez pasan de la primera
línea. Pocas palabras riman con «Limerick[2]».
—¿Qué le parece «dip his wick»? —preguntó Dempsey tras un momento de
reflexión—. Esto parece abrir posibilidades.
—¿Y qué significa?
Dempsey pareció sorprendido.
—Pues… significa meterla. Joder.
Persse se sonrojó.
—La métrica está mal —dijo—. Limerick es un dáctilo.

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—¿Sí? ¿Y qué es «dip his wick», entonces?
—Yo diría que se trata de un troqueo cataléctico.
—¿De veras? ¿Le interesa la prosodia, verdad?
—Sí, creo que sí.
—Apuesto a que escribe poesía, ¿me equivoco?
—Pues sí…
—Estaba seguro. Tiene todo el aspecto de hacerlo. No se gana dinero con ello,
¿sabe?
—Así he podido descubrirlo —dijo Persse—. ¿Y entonces se casó usted con la
chica?
—¿Cómo?
—La alumna posgraduada. ¿Se casó con ella?
—¿Eh? No. No, ella se fue por su lado. Como finalmente hacen todas.
Dempsey se tragó las heces de jerez en el fondo de su copa.
—¿Y su esposa no quiere que vuelva?
—No puede. Ahora vive con otro tío.
—Lo siento mucho —dijo Persse.
—Oh, no dejo que eso me abrume —aseguró Dempsey de modo poco
convincente—. No me arrepiento del cambio. Darlington es un buen lugar. Acaban de
comprar un nuevo ordenador, expresamente para mí.
—Y ahora es usted profesor —dijo Persse respetuosamente.
—Sí, ahora soy profesor —admitió Dempsey, pero su cara se oscureció al añadir
—: También lo es Swallow, claro.
—¿Cuál de ellos es el profesor Swallow? —inquirió Persse, recorriendo la sala
con la mirada.
—Está por ahí, en alguna parte.
De mala gana, Dempsey inspeccionó los bebedores de jerez en busca de Philip
Swallow.
En aquel momento, los nudos de locuaces asistentes a la conferencia parecieron
aflojarse, como obedeciendo a algún impulso mágico, y con ello se abrió una avenida
entre Persse y el umbral de la puerta. Allí, titubeando bajo el marco, estaba la
muchacha más hermosa que había visto en su vida. Era alta y grácil, con una figura
rotundamente femenina y una tez fina y morena. Sus negros cabellos caían en ondas
relucientes sobre sus hombros, y negro era el color de su sencillo vestido de lana,
bastante escotado a través de su busto. Avanzó unos pasos por la habitación y aceptó
una copa de jerez de la bandeja que le ofreció una camarera que pasaba. No bebió en
seguida, pero alzó la copa a la altura de su rostro como si fuera una flor. Su mano
derecha sostenía el tallo de la copa entre índice y pulgar, y la izquierda, situada
horizontalmente ante su cintura, soportaba su codo derecho. Por encima del borde de
la copa miró fijamente, con ojos como turberas, los de Persse, y pareció sonreír
levemente a guisa de saludo. Se llevó la copa a los labios, que eran rojos y húmedos;

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el inferior al parecer algo hinchado, como si hubiera sido mordido. Bebió, y él vio
moverse los músculos de su garganta y deslizarse bajo la piel al tragar.
—¡Dios del cielo! —suspiró Persse en una nueva cita, esta vez de Retrato del
artista adolescente.
Y entonces, con gran disgusto por su parte, un hombre de mediana edad, alto,
esbelto y de aspecto distinguido, con una encrespada barba de color gris plateado y
una buena mata de cabellos ondulados de la misma tonalidad alrededor de la parte
posterior y los lados de la cabeza, aunque no muchos arriba, se adelantó rápidamente
para saludar a la joven, bloqueando con ello la visión de Persse.
—Ahí está Swallow —dijo Dempsey.
—¿Cómo? —preguntó Persse, saliendo poco a poco de su trance.
—Swallow es el hombre que está charlando con esa chica tan atractiva que acaba
de entrar. La que lleva el vestido negro, o, mejor dicho, la que está medio fuera de él.
Por lo que parece, Swallow se está recreando los ojos, ¿no cree?
Persse se sonrojó y se irguió con el caballeroso impulso de proteger a la
muchacha contra cualquier insulto. Ciertamente, el profesor Swallow, inclinado hacia
adelante para inspeccionar su distintivo, parecía estar contemplando groseramente su
escote.
—Un buen par de aldabas hay allí, ¿no cree? —comentó Dempsey.
Persse se volvió airadamente hacia él.
—¿Aldabas? ¿Aldabas? ¿Por qué, en nombre del cielo, llamarlos así?
Dempsey retrocedió un paso.
—Tranquilo. ¿Cómo los llamaría, pues?
—Yo los llamaría… yo los llamaría… cúpulas gemelas del templo de su cuerpo
—contestó Persse.
—¡Caray, ya veo que realmente es usted un poeta! Oiga, perdóneme, pero creo
que voy a echar mano a otro jerez mientras todavía quedan.
Y Dempsey se abrió paso hacia la camarera más cercana, dejando solo a Persse.
¡Pero no solo! Milagrosamente, la joven se había materializado junto a su codo.
—Hola. ¿Cómo se llama? —preguntó, examinando el distintivo de él—. No
puedo leer esas tarjetas tan pequeñas sin mis gafas.
Su voz era intensa pero melodiosa, con un leve acento americano pero también la
traza de algo más que él no pudo identificar.
—Persse McGarrigle…, de Limerick —contestó rápidamente.
—¿Perce? ¿Es una abreviatura de Percival?
—Podría serlo —dijo Persse—, si usted gusta.
La muchacha se echó a reír, revelando unos dientes perfectamente alineados y
perfectamente blancos.
—¿Qué quiere decir con eso de si yo gusto?
—Es una variante de Pearce —explicó, y procedió a deletrearlo.
—¡Ah, como en Finnegans Wake! La Balada de Persse O’Reilley.

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—Exactamente. Persse, Pearce, Pierce… no me sorprendería que no todos
tuvieran relación con Percival. Percival per se, como tal vez hubiera dicho Joyce —
añadió, y fue recompensado con otra sonrisa deslumbrante.
—¿Y McGarrigle?
—Es un viejo nombre irlandés que significa «Hijo del Supervalor».
—Resulta muy exigente estar a su altura, ¿no es así?
—Hago todo lo posible —aseguró Persse—. ¿Y su nombre…?
Inclinó la cabeza hacia aquel busto magnífico, comprendiendo ahora por qué el
profesor Swallow había dado la impresión de casi estar olfateando al intentar leer el
distintivo allí prendido, pues el nombre no estaba escrito en letra de imprenta, como
todos los demás, sino en una menuda cursiva. «A. L. Pabst», rezaba austeramente. No
había ninguna indicación de la universidad a la que pertenecía.
—Angélica —aclaró ella.
—¡Angélica! —Más que pronunciarlas, Persse exhaló las sílabas—. ¡Es un
nombre muy hermoso!
—En cambio, Pabst es un tanto decepcionante, ¿no cree? No es de la misma clase
de «Hijo del Supervalor»
—¿No es un nombre alemán?
—Supongo que originariamente lo fue, aunque papá es holandés.
—No parece usted alemana ni holandesa.
—¿No? —sonrió—. ¿Qué parezco, pues?
—Parece irlandesa. Me recuerda a las mujeres del sudeste de Irlanda cuyas
antepasadas se casaron con marinos de la armada española que naufragó en la costa
de Munster, cuando la gran tormenta de 1588. Tienen su mismo aspecto.
—¡Qué idea tan romántica! Y además puede ser cierta, pues no tengo idea acerca
de mis orígenes.
—¿Cómo es eso?
—Fui una niña adoptada.
—¿Qué significa esta «L»?
—Un nombre bastante tonto. Prefiero no decírselo.
—Entonces, ¿por qué incluir su inicial?
—Si en el mundo académico se utilizan iniciales, la gente cree que una es un
hombre y te toman más en serio.
—Nadie podría confundirla con un hombre, Angélica —aseguró Persse con toda
sinceridad.
—Quiero decir en la correspondencia. O en las publicaciones.
—¿Tiene mucha cosa publicada?
—No, no mucho. Bueno, en realidad todavía nada. Aún estoy trabajando en mi
tesis doctoral. ¿Ha dicho que enseña en Limerick? ¿Es un gran Departamento?
—No muy grande —contestó Persse—. De hecho, solo somos tres. Es,
básicamente, un instituto agrícola, y solo recientemente hemos empezado a ofrecer

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una licenciatura en letras. ¿Ha querido decir que no sabe quiénes fueron sus
verdaderos padres?
—No tengo ni la menor idea. Fui una expósita.
—¿Y dónde la encontraron, si esta no es una pregunta impertinente?
—Es un tanto íntima, teniendo en cuenta que acabamos de conocernos —dijo
Angélica—, pero no importa. Me encontraron en el water de un Stratocruiser de la
KLM que volaba de Nueva York a Amsterdam. Yo tenía seis semanas, y nadie sabe
cómo fui a parar allí.
—¿Acaso la encontró el señor Pabst?
—No, papá era entonces un ejecutivo de la KLM. Él y mamá me adoptaron,
puesto que no tenían hijos propios. ¿De veras solo hay tres miembros en la plantilla
de su Departamento?
—Sí. Está el profesor McCreedy, que da Inglés Antiguo. Y el doctor Quinlan,
para el Inglés Medio. Yo doy Inglés Moderno.
—¿Qué? ¿Todo? ¿Desde Shakespeare hasta…?
—T. S. Eliot. Hice mi tesis doctoral sobre la influencia de Shakespeare en T. S.
Eliot.
—Deben de trabajar como locos.
—Bueno, no tenemos muchos alumnos, a decir verdad. No son muchos los que
conocen nuestra existencia. El profesor McCreedy es partidario de mantener un perfil
discreto… ¿Y usted dónde enseña, Angélica?
—En estos momentos no tengo un empleo propiamente dicho. —Angélica frunció
el ceño y empezó a mirar a su alrededor con expresión ligeramente distraída, como si
buscara trabajo, de modo que Persse no captó la palabra crucial en su frase siguiente
—. Enseñé con dedicación parcial en… —dijo—. Pero ahora trato de terminar mi
tesina.
—¿Cuál es su tema? —preguntó Persse.
Angélica volvió hacia él sus ojos negrísimos.
—El amor en la narrativa —contestó.
En aquel momento sonó un gong para anunciar la cena y hubo un impulso general
hacia la salida, en el curso del cual Persse se vio separado de Angélica. Muy a su
pesar, se encontró sentado entre dos medievalistas, uno de Oxford y otro de
Aberystwyth, que, doblándose hacia atrás con peligrosos ángulos de sus sillas,
sostuvieron una animada discusión sobre métrica chauceriana por detrás de su
espalda, mientras él se inclinaba sobre su suela de zapato asada y lanzaba ansiosas
miradas hacia el otro extremo de la mesa, donde Philip Swallow y Robin Dempsey
rivalizaban para agasajar a Angélica Pabst.
—Si busca la salsa, joven, la tiene ante sus narices.
Esta observación procedía de una dama de avanzada edad, sentada frente a
Persse. Aunque su tono fuese seco, su semblante era amistoso y se permitió una
sonrisa de complicidad cuando Persse expresó su opinión de que ninguna ayuda

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podía prestarle la salsa a la carne.
Llevaba un vestido de seda negra, de modelo anticuado, y sus blancos cabellos
quedaban pulcramente recogidos por una cinta adornada con diminutas cuentas de
azabache. El nombre escrito en su distintivo la identificaba como Miss Sybil Maiden,
de Girton College, Cambridge.
—Jubilada hace muchos años —explicó—. Fui alumna de Jessie Weston. ¿Cuál
es su línea de investigación?
—Hice mi tesis doctoral sobre Shakespeare y T. S. Eliot.
—Entonces sin duda conocerá el libro de la señorita Weston, From Kitual to
Romance, al que tanto recurrió el señor Eliot para la imaginería y las alusiones en La
tierra baldía.
—Claro que sí —dijo Persse.
—Ella sostenía —prosiguió la señorita Maiden, sin desanimarse en absoluto ante
su respuesta— que la búsqueda del Santo Grial, asociada a los caballeros de Arturo,
solo superficialmente fue una leyenda cristiana, y que su verdadero significado había
que buscarlo en los rituales de fertilidad paganos. Si el señor Eliot se hubiera tomado
más en serio los descubrimientos de ella, tal vez nos habríamos ahorrado la sensiblera
religiosidad de su poesía posterior.
—Bueno —dijo Persse, apaciguador—. Supongo que cada uno anda buscando su
propio Grial. Para Eliot era la fe religiosa, mas para otro podría ser la fama, o el amor
de una buena mujer.
—¿Me haría el favor de pasarme la salsa? —dijo el medievalista de Oxford y
Persse le complació.
—Al final, todo se reduce al sexo —declaró la señorita Maiden con firmeza—. La
fuerza de la vida renovándose sin cesar a sí misma. —Miró con fijeza la salsera en la
mano del medievalista de Oxford—. La copa del Grial, por ejemplo, es un símbolo
femenino de gran antigüedad y de una incidencia universal. —Pareció como si el
medievalista de Oxford cambiara de idea en lo referente a servirse la salsa del asado
—. Y la lanza del Grial, supuestamente la que atravesó el costado de Cristo, es
obviamente fálica. En realidad, La tierra baldía versa toda ella sobre los temores de
Eliot respecto a la impotencia y la esterilidad.
—He oído antes esta teoría —dijo Persse—, pero creo que es demasiado simple.
—Y yo estoy de acuerdo —terció el medievalista de Oxford—. Esta cuestión del
simbolismo fálico es una sarta de majaderías —y apuñaló el aire con su cuchillo para
dar mayor énfasis a sus palabras.
Preocupado por esta discusión, Persse dejó de observar cuándo abandonó
Angélica el comedor. La buscó en el bar, pero no la encontró allí, ni en ninguna otra
parte, aquella noche. Persse se acostó temprano y se agitó, inquieto, sobre su estrecho
colchón lleno de protuberancias, escuchando los gemidos de las tuberías en las
paredes, pasos en el corredor ante su habitación, portazos y las arrancadas de motores
en el aparcamiento debajo de su ventana. En una ocasión creyó oír la voz de Angélica

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dando las buenas noches, pero cuando llegó a la ventana no había nada que ver,
excepto las ascuas mortecinas de las luces posteriores de un coche que se alejaba.
Antes de volver a la cama, encendió la lámpara sobre su lavabo y contempló
críticamente su reflejo en el espejo. Vio una cara blanca, redonda y pecosa, una nariz
chata, unos ojos de color azul pálido y un mechón de cabellos rojos y rizados.
—No diría que eres guapo, exactamente —murmuró—, pero he visto jetas peores.

Angélica no hizo acto de presencia en la primera sesión formal del congreso la


mañana siguiente, y ello fue una razón para que Persse susurrara: «Abril es el mes
más cruel», en voz muy baja al sentarse en la sala de actos. Otras razones consistían
en el tiempo persistentemente frío y húmedo, no previsto por los instaladores de la
calefacción en Rummidge, la incomestibilidad del tocino y los tomates servidos con
el desayuno aquella mañana, y el tedio que inspiraba la disertación que estaba
escuchando. Corría a cargo del medievalista de Oxford y era sobre el tema de la
métrica chauceriana. Ya había oído la sustancia de la misma la noche pasada, durante
la cena, y no mejoraba con su repetición.
Persse bostezó y desplazó su peso de una nalga a otra en el fondo de la sala de
conferencias. No podía ver las caras de muchos de sus colegas, pero, por lo que le
permitían juzgar sus posturas, eran mayoría los que estaban tan desligados del
discurso como él. Algunos se repantigaban tanto como les permitían sus asientos,
contemplando vacuamente el techo, otros se habían derrumbado sobre los pupitres
que separaban cada hilera, apoyando sus barbillas en sus brazos cruzados, y otros se
habían desparramado lateralmente a lo largo de dos o tres asientos, con las piernas
dobladas y los brazos colgando inertes hasta el suelo. En la tercera fila, un hombre
resolvía subrepticiamente el crucigrama del Times, y tres personas como mínimo
parecían dormidas. Alguien, presumiblemente un estudiante, había tallado en la
superficie del pupitre ante el cual se sentaba Persse, profundizando en la madera con
la fuerza de un hombre llegado a los límites de la resistencia, la palabra «LATAZO».
Otro había garrapateado el mensaje «Swallow es un capullo». Persse no vio razón
para disentir de ninguno de tales juicios.
De pronto, sin embargo, hubo signos de animación en la audiencia. El orador
comenzaba su peroración y había hecho referencia a algo denominado
«estructuralismo».
—Desde luego, a nuestros amigos del otro lado del Canal —dijo, con un leve
fruncimiento del labio— todo lo que he estado diciendo les parecería vanas ilusiones.
Para los estructuralistas, el metro, como el mismo lenguaje, es meramente un sistema
de diferencias. La idea de que pueda haber cualquier cosa inherentemente expresiva o
mimética en pautas de estrés sería anatema…
Algunos probablemente la mayoría del público, sonrieron, asintieron y cambiaron
codazos. Otros fruncieron el ceño, se mordieron el labio y empezaron a tomar rápidas

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notas. La sesión de preguntas, moderada por el medievalista de Aberystwyth, estuvo
muy animada.
Siguió una pausa para el café, que fue servido en una salita común no muy lejana.
Persse tuvo la alegría de encontrar a Angélica ya instalada allí, atractivamente vestida
con un jersey de cuello alto, falda de tweed y botas altas de cuero. Mostraba un
saludable rubor en sus mejillas, pues había estado dando un paseo.
—Dormía a la hora del desayuno —explicó— y vi que llegaba tarde a la
disertación.
—No se perdió gran cosa —dijo Persse—. Uno y otra eran indigeribles. ¿Qué fue
de usted la noche pasada? La estuve buscando por todas partes.
—Es que el profesor Swallow invitó a unos cuantos a tomar una copa en su casa.
—¿O sea que usted es amiga suya, no?
—No. Es decir, en realidad no. Nunca le había visto antes, si es esto lo que quiere
decir. Pero es muy amable.
—¡Hum! —dijo Persse.
—¿De qué trataba la disertación esta mañana? —preguntó Angélica.
—Se suponía que era sobre el metro chauceriano, pero el debate ha versado
mayormente sobre estructuralismo.
Angélica pareció disgustada.
—¡Oh, qué lástima que me lo haya perdido! Me interesa muchísimo el
estructuralismo.
—¿Qué es, exactamente?
Angélica se echó a reír.
—No, estoy hablando en serio —insistió Persse—. ¿Qué es el estructuralismo?
¿Es algo bueno o algo malo?
Angélica parecía perpleja, como si temiera que le estuviera tomando el pelo.
—Pero bien debes saber algo al respecto, Persse. Has de haber oído hablar de
ello, incluso en… ¿Dónde hiciste la carrera?
—En el University College de Dublín, pero no estuve allí mucho tiempo. Tuve
tuberculosis. Se portaron muy bien, pues me dejaron trabajar en mi tesis en el
sanatorio. De vez en cuando, recibía una visita de mi tutor, pero casi siempre trabajé
por mi cuenta. Y antes había hecho mi bachillerato en Galway, donde nunca oímos
una palabra sobre el estructuralismo. Más tarde, después de conseguir el título, volví
a casa y trabajé en la granja un par de años. Mis familiares son agricultores, en el
condado de Mayo.
—¿Tú también querías serlo?
—No, fui para recuperarme del todo, después de la tuberculosis. Los médicos
dijeron que una vida al aire libre era lo más indicado.
—¿Y… te recuperaste?
—Ya lo creo. Ahora estoy fuerte como un roble. —Se golpeó vigorosamente el
pecho—. Después conseguí el empleo en Limerick.

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—Tuviste suerte. Hoy es difícil encontrar trabajo.
—Sí, tuve suerte —admitió Persse—. Mucha. Después me enteré de que me
convocaron para la entrevista por un error. En realidad, pretendían entrevistar a otro
individuo llamado McGarrigle, una lumbrera de Trinity, pero me enviaron a mí la
carta —alguien cometió una pifia en secretaría— y después no se atrevieron a retirar
la invitación.
—De todos modos, aprovechaste al máximo ese golpe de suerte —dijo Angélica
—. Hubieran podido nombrar a uno de los demás candidatos.
—Es que también aquí intervino la suerte —explicó Persse—. No había otros
candidatos…, al menos convocados para entrevista. Estaban totalmente seguros de
querer nombrar a aquel McGarrigle, y les interesaba ahorrar viajes en tren. Sea como
sea, lo que estoy tratando de decir es que nunca he estado lo que diríamos metido en
el ajo, intelectualmente hablando. Por esto he venido a este congreso. Para
perfeccionarme. Para averiguar qué está ocurriendo en el mundo de las ideas. Quién
está in y quién está out. Por lo tanto, háblame del estructuralismo.
Angélica respiró profundamente y después exhaló el aire con brusquedad.
—Es difícil saber por dónde empezar —dijo—. Sonó un timbre que les llamaba
de nuevo a la sala. ¡Salvada por la campana! —se rio.
—Más tarde, pues —rogó Persse.
—Veré lo que puedo hacer —dijo Angélica.
Al regresar los asistentes a la sala de conferencias, para asistir a la segunda sesión
de la mañana, lanzaron miradas ansiosas por encima del hombro a la figura del
medievalista de Oxford, que estaba estrechando la mano de Philip Swallow. Llevaba
puesto el abrigo y tenía su cartera en la mano.
—Esto es lo malo de estas conferencias —oyó Persse que decía alguien—. Los
principales oradores tienden a largarse apenas han representado su papel. Uno se
siente como un ejército asediado cuando el general se marcha en helicóptero.
—¿Vienes, Persse? —preguntó Angélica.
Persse miró su programa.
—«La imaginería animal en las tragedias heroicas de Dryden» —leyó en voz alta.
—Puede ser interesante —quiso esperar Angélica.
—Me parece que esta me la saltaré —dijo Persse—. Creo que en su lugar
escribiré un poema.
—¿Escribes poesía? ¿De qué clase?
—Poemas cortos —contestó Persse—. Muy cortos.
—¿Como haikus?
—A veces, más cortos incluso.
—¡Válgame el cielo! ¿Y sobre qué escribirás?
—Podrás leerlo cuando haya terminado.
—Está bien. Me gustará hacerlo. Será mejor que me vaya…
Un Philip Swallow vagamente sonriente rondaba cerca de ellos, como un perro

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ovejero en busca de las reses extraviadas.
—Te veré en el bar antes de almorzar, pues —dijo Persse.
Ostentosamente, se dirigió con premura hacia el water de caballeros, con la
intención de entretenerse allí hasta que hubiera comenzado la disertación sobre
Dryden. Sin embargo, con no poca consternación por su parte, Philip Swallow le
siguió, acompañado por Bob Busby. Persse se encerró en un cubículo y se sentó en la
tapadera del retrete. Al parecer, los dos hombres hablaban de un orador perdido, los
dos de pie ante el urinario.
—¿Cuándo ha telefoneado? —preguntó Philip Swallow.
Busby contestó:
—Hace un par de horas. Dijo que haría cuanto pudiera para llegar aquí esta tarde.
Y yo le dije que no reparase en gastos.
—¿Sí? —exclamó Swallow—. Pues no sé si has estado muy acertado, Bob.
Persse oyó el chorro de agua en los lavabos y el repiqueteo del toallero, así como
el portazo al salir los dos hombres. Al cabo de un rato, salió de su escondrijo y se
acercó discretamente a la sala de conferencias. Miró a través de la ventanilla de
observación en la puerta y pudo ver a Angélica de perfil, sentada sola en primera fila
graciosamente atenta, con un bolígrafo de acero inoxidable en la mano, a punto para
tomar notas. Llevaba unas gafas con gruesa montura negra que le conferían un
aspecto de formidable eficiencia, como una secretaria pictórica de energía. El resto
del público componía el mismo cuadro de petrificado aburrimiento de antes. Atravesó
el campus y enfiló la carretera que conducía al recinto de los pabellones de
residencia.
La nieve derretida goteaba desde los árboles y se deslizaba por su cogote mientras
caminaba, pero ignoró este inconveniente. Estaba tratando de componer un poema
sobre Angélica Pabst, pero por desgracia unos versos de W. B. Yeats se interponían
constantemente entre él y su musa, y lo mejor que pudo hacer fue adaptarlos a su
caso.
¿Cómo puedo yo, estando aquí esa chica,
Fijar mi atención
En Chaucer o en Dryden,
O en poética estructuralista[3]?

Al recitar para sí estas palabras, se le ocurrió a Persse McGarrigle que tal vez
estuviera enamorado.
—Estoy enamorado —dijo en voz alta a los árboles goteantes, a un buzón de
blanca cúpula, y a un empapado perro mestizo que levantaba su pata trasera junto a la
valla de entrada de las naves de residentes—. ¡Estoy enamorado! —exclamó,
dirigiéndose a una larga hilera de gorriones de aspecto deprimido, posados en las
barandillas paralelas al fangoso camino de entrada—. ¡ESTOY ENAMORADO! —
gritó, provocando los graznidos de las ocas junto al estanque artificial, mientras
corría de un lado a otro, describiendo círculos en la nieve virgen y dejado detrás de él

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una pista de profundas pisadas.
Jadeante a causa de este ejercicio, llegó a la entrada del Lucas Hall, el alto bloque
en forma de torreón donde se había facilitado a los asistentes al congreso alojamiento
para dormir. (Martineau Hall, donde comían y bebían, era, en cambio, un edificio
bajo y cilíndrico que confirmaba las opiniones de la señorita Maiden acerca de la
universalidad del simbolismo sexual.) Un taxi se había detenido ante el Lucas Hall,
con el motor palpitante, y un hombre fornido con un grueso cigarro en la boca y una
gorra de caza a cuadros con las orejeras bajadas en la cabeza, se estaba apeando en él.
Al ver a Persse, le dirigió un «hola» y le llamó por señas.
—Oiga, ¿es aquí donde se celebra el congreso? —preguntó con acento americano
—. ¿El congreso de Profesores Universitarios de Inglés? Este es el nombre, pero el
lugar no me parece tan seguro.
—Aquí es donde dormimos —explicó Persse—. Los actos se celebran en el
campus principal, más allá de la carretera.
—¡Ah, esto lo explica todo! —exclamó el hombre—. Está bien, chófer, hemos
llegado. ¿Cuánto le debo?
—Cuarenta y seis libras con ochenta, jefe —contestó el hombre tras echar una
ojeada al taxímetro.
—De acuerdo, ahí va —dijo el recién llegado, extrayendo diez billetes nuevos de
cinco libras de un grueso fajo e introduciéndolos a través de la ventanilla del coche.
El taxista, al ver a Persse, se asomó y se dirigió a él.
—¿No necesita un taxi para ir a Londres, por casualidad?
—No, gracias —respondió Persse:
—Entonces en marcha otra vez. Muchas gracias, jefe.
Impresionado por esta exhibición de riqueza, Persse levantó la maleta del recién
llegado, una elegante maleta de cuero con restos de numerosas etiquetas en ella, y la
trasladó hasta el vestíbulo del Lucas Hall.
—¿Verdaderamente ha hecho usted todo el viaje desde Londres en taxi? —
preguntó.
—No tenía otra opción. Al aterrizar en Heathrow esta mañana van y me dicen que
mi vuelo de conexión ha sido cancelado. El aeropuerto de Rummidge está bloqueado
por la nieve. A cambio, me dan un billete de ferrocarril. Tomo un taxi hasta la
estación del ferrocarril en Londres y allí me dicen que se han caído las líneas
eléctricas de los trenes que van a Rummidge. Un gran drama, el país paralizado,
Rummidge aislado de la capital, todos divirtiéndose de lo lindo; los mozos de la
estación apenas podían contener su alegría. Cuando dije que haría el trayecto en taxi,
comentaron que yo estaba loco y trataron de disuadirme. «No lo conseguirá —me
aseguraron—. Las carreteras están cubiertas por la nieve y hay personas que han
tenido que pasar toda la noche en sus coches.» Por lo tanto, he recorrido la fila de
taxis hasta encontrar un taxista con redaños suficientes para intentarlo, ¿y qué hemos
encontrado al llegar aquí? Dos dedos de nieve medio derretida. ¡Qué país! —Se quitó

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la gorra y la sostuvo con el brazo extendido. Era de un tweed velludo, con unos
atrevidos cuadros rojos sobre fondo marrón amarillento—. Esta mañana he comprado
esta gorra en Heathrow —explicó—. Al parecer, lo primero que tengo que hacer
siempre que llego a Inglaterra es comprarme algo para taparme la cabeza.
—Es una gorra muy bonita —dijo Persse.
—¿Le gusta? Recuérdeme que se la dé cuando me marche. He de viajar hacia
climas más cálidos.
—Muy amable por su parte.
—Lo hago con mucho gusto. Vamos a ver, ¿dónde debo presentarme?
—Hay allí una lista de habitaciones —explicó Persse—. ¿Cuál es su nombre?
—Morris Zapp.
—Estoy seguro de haber oído antes este nombre.
—Quiero esperar que sí. ¿Cuál es el suyo?
—Persse McGarrigle, de Limerick. ¿No va usted a dar una conferencia esta tarde?
—inquirió—. ¿Título todavía por anunciar?
—Eso es, Percy. Por ello he apretado de firme para llegar aquí. Mire al final de la
lista. Nunca suele haber muchas zetas.
Persse miró.
—Aquí dice que es usted un no residente.
—Ah sí, Philip Swallow dijo algo acerca de alojarme con él. ¿Qué tal va el
congreso?
—En realidad, no sabría decírselo. Nunca había estado antes en un congreso, y
por tanto no tengo, en absoluto, términos de comparación.
—¿De veras? —Morris Zapp le miró con curiosidad—. ¿Virgen en materia de
congresos, eh? A propósito, ¿dónde se han metido todos?
—Asisten a una ponencia.
—¿Que usted se ha saltado? Pues bien, ha aprendido la primera regla de esos
congresos, muchacho. No asista nunca a las ponencias. A no ser que presente una
usted, claro está. O que lo haga yo —añadió tras breve reflexión—. No quiero
disuadirle de que oiga usted mi perorata esta tarde. La estuve repasando la noche
pasada en el avión, mientras daban la película, y me sentí muy complacido con ella.
La película también estaba muy bien. ¿Cuánto público puedo llegar a tener?
—Pues… en total asisten cincuenta y siete personas a este congreso —contestó
Persse.
El profesor Zapp estuvo a punto de tragarse su cigarro.
—¿Cincuenta y siete? ¡Usted bromea! ¿No? ¿Que no bromea? ¿Quiere decir que
he recorrido seis mil millas para hablar delante de cincuenta y siete personas?
—Claro que no todos asisten a cada acto —precisó Persse—. Como puede ver.
—Oiga, ¿sabe cuántos asisten al equivalente americano de este seminario? Diez
mil. El pasado diciembre había diez mil personas en la MLA de Nueva York.
—No creo que aquí tengamos tantos profesores —repuso Persse en tono de

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excusa.
—Pero bien debe haber más de cincuenta y siete —gruñó Morris Zapp—. ¿Dónde
están? Yo le diré dónde. En su mayoría encerrados en casa, decorando sus salas de
estar o regando sus jardines, y los pocos con un par de ideas originales que presentar
se encuentran en conferencias organizadas en lugares más cálidos y atractivos que
este. —Contempló el vestíbulo de Lucas Hall, el mosaico agrietado y polvoriento del
suelo y las paredes de mugriento hormigón, con manifiesto desagrado—. ¿Hay aquí
algún lugar donde pueda conseguirse un trago?
—No tardará en abrir el bar en Martineau Hall —dijo Persse.
—Lléveme a él.
—¿Y ha volado desde América solo para esta conferencia, profesor Zapp? —
inquirió Persse mientras caminaban a través del fango.
—No exactamente. De todas maneras tenía que venir a Europa. Este trimestre
gozo de permiso sabático. Philip Swallow se enteró de que venía y me pidió que
interviniera en su ciclo de conferencias. Y para complacer a un viejo amigo, le dije
que sí.
En el Martineau Hall, el bar estaba vacío si se exceptuaba al barman, que
contempló su llegada a través de una especie de aspillera cromada que iba desde el
mostrador hasta el techo.
—¿Esto es para mantenerle a usted dentro, o a nosotros afuera? —bromeó Morris
Zapp, golpeando el metal—. ¿Qué va a tomar, Percy? ¿Guinness? Una jarra de
Guinness, camarero, y un scotch doble on the rocks.
—Todavía no hemos abierto —dijo el hombre—. Hasta las doce y media.
—Y usted beba algo también.
—Sí, señor, muchas gracias, señor —exclamó el barman, ensanchando con
presteza la tronera—. No le diré que no a un doble de bitter.
Mientras servía la Guinness de barril, los otros congresistas, libres ya de la
segunda conferencia de la mañana, empezaron a acudir, con Philip Swallow en
vanguardia. Avanzó presuroso hacia Zapp y le tendió la mano.
—¡Morris! Es estupendo verte de nuevo después de… ¿cuántos años?
—Diez, Philip, diez años, aunque me duela admitirlo. Pero tú tienes muy buen
aspecto. Esta barba es espléndida. ¿Y tus cabellos siempre tuvieron este color?
Philip Swallow se sonrojó.
—Creo que empezaron a volverse grises en el 69. ¿Cómo has llegado hasta aquí,
finalmente?
—En taxi —contestó Morris Zapp—. Lo cual me recuerda que me debes
cincuenta libras por el trayecto. Oye, ¿qué te ocurre, Philip? Te has puesto blanco.
—Y el Congreso acaba de ponerse en números rojos —proclamó Kupert
Sutcliffe, con lúgubre satisfacción—. Hola, Zapp, supongo que ya no me recuerdas.
—¡Rupert! ¿Cómo iba yo a olvidar esa cara de felicidad? Y ahí viene Bob Busby,
como si le llamara el traspunte —observó Morris Zapp, al entrar en el bar un hombre

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con una barba menos impresionante que la de Philip Swallow, con una carpeta debajo
del brazo y un tintineo de llaves y monedas en sus bolsillos.
Philip Swallow hizo con él un aparte y ambos cambiaron urgentes susurros.
—Mucho me temo que hoy tropiezas conmigo en la presidencia de tu sesión de
esta tarde, Zapp —dijo Rupert Sutcliffe.
—Es un honor para mí, Rupert.
—Y… ¿has decidido ya el título?
—Sí. Se llamará «La textualidad como striptease».
—Ah —hizo Rupert Sutcliffe.
—¿Todos conocéis a este joven, que tan amablemente se ha ocupado de mí al
llegar? —preguntó Morris Zapp—. Percy McGarrigle, de Limerick.
Philip Swallow dirigió un leve movimiento de cabeza a Persse y volvió a centrar
su atención en el norteamericano.
—Morris, te conseguiremos un distintivo para la solapa, para que todos sepan
quién eres.
—No te preocupes. Si no lo saben ya, yo se lo diré.
—Cuando dije: «Toma un taxi» —precisó Bob Busby a Morris Zapp con un tono
de reproche—, quería decir de Heathrow a Euston, no de Londres a Rummidge.
—Eso ya no importa —exclamó Philip Swallow con impaciencia—. Lo hecho,
hecho está. ¿Dónde está tu equipaje, Morris? Pensé que estarías más cómodo
alojándote con nosotros, en vez de instalarte en el Hall.
—Y yo también lo creo después de haber visto el Hall —admitió Morris Zapp.
—Hilary se muere por verte —dijo Swallow, llevándoselo.
—Hum… Eso promete ser una reunión interesante —murmuró Rupert Sutcliffe,
examinando por encima de sus gafas a la pareja que se alejaba.
—¿Cómo? —respondió Persse distraídamente, ya que estaba buscando a
Angélica.
—Bien, sepa que hace unos diez años esos dos fueron nombrados para un
programa de intercambio con Euphoria…, en Estados Unidos, como sabe. Zapp vino
a pasar seis meses aquí, y Swallow fue al Euphoric State. Según rumores, Zapp se
entendió con Hilary Swallow, y Swallow con la señora Zapp.
—¿Qué me dice?
Persse se sintió intrigado por esta historia, a pesar de la distracción que le supuso
ver a Angélica entrar en el bar con Robin Dempsey. Este le hablaba animadamente, y
por su parte ella exhibía la sonrisa más bien fija de la persona a la que alguien le
canta en una comedia musical.
—Lo que oye. «Vaya pandilla», como dijo Matthew Arnold acerca del círculo de
los Shelley… Por otra parte, al mismo tiempo Gordon Masters, nuestro jefe de
Departamento, se retiró prematuramente después de una crisis nerviosa (era 1969, el
año de la revolución estudiantil, un período de prueba para todos) y algunos vetaron a
Zapp como sucesor suyo. No obstante, un día, precisamente cuando las cosas

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llegaban ya a un extremo, él y Hilary Swallow volaron de pronto juntos a Estados
Unidos, y nosotros no supimos de qué pareja había que esperar el regreso: Si Zapp y
Hilary, Philip y la señora Zapp, o los dos Zapp.
—¿Cómo se llamaba la señora Zapp? —preguntó Persse.
—Lo he olvidado —contestó Rupert Sutcliffe—. ¿Importa?
—Me gusta saber los nombres —dijo Persse—. Sin ellos, no puedo seguir una
historia.
—Sea como fuere, no volvimos a verla. Los Swallow volvieron juntos, y
supusimos que deseaban dar a su matrimonio otra oportunidad.
—Y al parecer así fue.
—Hummm. Aunque en mi opinión —añadió Sutcliffe ominosamente—, todo ese
episodio tuvo un efecto deplorable sobre el carácter de Swallow.
—¿Sí?
Sutcliffe asintió con la cabeza, pero no pareció dispuesto a procurar detalles.
—¿Y entonces le dieron la cátedra a Philip Swallow? —quiso saber Persse.
—Entonces no. No, válgame Dios… No, entonces tuvimos a Dalton, llegado de
Oxford, hasta hace tres años. Murió en un accidente de coche. Y seguidamente
nombraron a Swallow. Creo que algunos me hubieran preferido a mí, pero ya
empiezo a ser demasiado viejo para ese tipo de cosas.
—Ni mucho menos —dijo Persse, porque Rupert Sutcliffe parecía esperar que así
lo hiciera.
—Le diré una cosa —se brindó Sutcliffe—. Si me hubiesen nombrado a mí,
habrían tenido un jefe de Departamento firme en su puesto, sin estar volando todo el
tiempo de un lado a otro.
—¿Verdad que viaja mucho el profesor Swallow?
—Últimamente, parece estar más a menudo ausente que presente.
Persse se excusó y se abrió camino a través de la gente que llenaba el bar hasta
llegar al lugar donde Angélica esperaba a que Dempsey le trajera una bebida.
—Hola. ¿Qué tal la conferencia? —la saludó.
—Aburrida. Pero después hubo una discusión interesante sobre el
estructuralismo.
—¿Otra vez? De veras, has de contarme qué es eso del estructuralismo. Es una
cuestión urgente.
—¿El estructuralismo? —dijo Dempsey, que llegó con un jerez para Angélica
justo a tiempo para oír el ruego de Persse, y más que dispuesto a lucir sus
conocimientos—. Todo se remonta a la lingüística de Saussure. La arbitrariedad del
significante. El lenguaje como un sistema de diferencias sin términos positivos.
—Déme un ejemplo —pidió Persse—. No puedo seguir un argumento sin un
ejemplo.
—Pues bien, tomemos las palabras perro y gato. No existe una razón absoluta por
la que los fonemas combinados p-e-r-r-o hayan de significar un cuadrúpedo que haga

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«guau guau» y no otro que haga «miau». Es una relación puramente arbitraria y no
hay razón alguna por la que no pueda decidirse que, a partir de mañana, p-e-r-r-o
significará «gato» y g-a-t-o «perro».
—¿Y esto no confundiría a los animales? —preguntó Persse.
—Los animales se ajustarían con el tiempo, como todos los demás —repuso
Dempsey—. Lo sabemos porque el mismo animal viene significado por diferentes
imágenes acústicas en diferentes idiomas naturales. Por ejemplo, «perro» es chien en
francés, Hund en alemán, cañeen italiano, etcétera. Y «gato» es chat, Katze o gatto,
según el lugar del Mercado Común en el que se encuentre uno. Y si hemos de dar
más crédito al lenguaje que a nuestros oídos, los perros ingleses hacen «woof woof»,
los franceses «wouah wouah», los alemanes «wau wau» y los italianos «baau baau».
—Hola, esto parece el juego de los animales. ¿Puede jugar cualquiera? —dijo
Philip Swallow, que regresaba al bar con Morris Zapp, ahora provisto de un distintivo
en la solapa—. Dempsey, ¿recuerdas a Morris, verdad?
—Estaba explicándole el estructuralismo a este joven —dijo Dempsey después de
cambiar saludos—. Pero tú nunca has tenido mucho tiempo para la lingüística,
¿verdad que no, Swallow?
—No, no puedo decir que lo haya tenido. Nunca he podido recordar qué fue
primero, si los morfemas o los fonemas. Y una mirada a un diagrama de árbol me
deja la mente hueca.
—O más hueca —observó Dempsey con una mueca.
Siguió un silencio embarazoso que fue roto por Angélica.
—En realidad —dijo humildemente—, Jakobson cita la gradación de las formas
positiva, comparativa y superlativa del adjetivo como prueba de que el lenguaje no es
un sistema totalmente arbitrario. Por ejemplo: hueca, más hueca, huequísima.
Cuantos más fonemas, más énfasis. Y lo mismo cabe decir de otras lenguas
indoeuropeas, por ejemplo el latín: vacuus, vacuior, vacuissimus. Parece haber alguna
correlación icónica entre sonido y sentido a través de los confines de los lenguajes
naturales.
Los cuatro hombres la miraban boquiabiertos.
—¿Quién es este prodigio? —exclamó Morris Zapp—. ¿No me la presenta
alguien?
—Lo siento —dijo Philip Swallow—. La señorita Pabst… el profesor Zapp.
—Morris, por favor —dijo el profesor americano, tendiendo la mano y
examinando el distintivo de Angélica—. Encantado de conocerla, AL.
—Fue maravilloso —aseguró Persse a Angélica más tarde, durante el almuerzo—
cómo supiste pararle los pies a ese Dempsey.
—Espero no haber estado desagradable —dijo Angélica—. Básicamente, él tiene
razón, desde luego. Las diferentes lenguas dividen al mundo de diferente manera. Por
ejemplo, esta carne que estamos comiendo. En francés solo hay una palabra
—mouton— para indicar el cordero, esté vivo o muerto el animal. Por lo tanto, no se

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puede decir en francés idead as mutton» como en inglés, ya que equivaldría a decir
«muerto como un cordero», lo cual sería absurdo[4].
—No sé, pero esa carne sí que me sabe a cordero muerto —dijo Persse, apartando
su plato.
Una mujer con delantal y unos vistosos rizos amarillos, que empujaba un carro en
el que se amontonaban los platos medio llenos de comida, retiró el suyo de la mesa.
—¿Ha terminado, simpático? —preguntó—. No le culpo. ¿No estaba muy bueno,
verdad?
—¿Has escrito tu poema? —quiso saber Angélica.
—Esta noche te lo dejaré leer. Tendrás que subir al último piso del Lucas Hall.
—¿Allí está tu habitación?
—No.
—¿Por qué, pues?
—Ya lo verás.
—Un misterio —sonrió Angélica, arrugando la nariz—. Me encantan los
misterios.
—A las diez en el último piso. La luna habrá salido ya.
—¿Estás seguro de que esto no es más que una excusa para una cita romántica?
—Bien me dijiste que el tema de tus investigaciones era el amor en la narrativa…
—¿Y creiste poder proporcionarme más material? Lo siento, pero ya tengo
demasiado. He leído centenares de romances[5]. Romances clásicos y romances
medievales, romances renacentistas y romances modernos. Heliodoro y Apuleyo,
Chrétien de Troyes y Malory, Ariosto y Spenser, Keats y Barbara Cartland. Ya no
necesito más datos. Lo que necesito es una teoría para explicarlo todo.
—¿Una teoría? —Las orejas de Philip Swallow se movieron bajo su argénteo
techado, unos cuantos lugares más allá en la mesa—. Esta palabra hace surgir el
Goering que hay en mí. Cuando la oigo, echo mano a mi revólver.
—Entonces no va a gustarte mi conferencia, Philip —dijo Zapp.
En realidad, la conferencia de Morris Zapp no gustó a muchos, y varios miembros
de la audiencia se marcharon antes de que terminara. Rupert Sutcliffe, obligado como
presidente a permanecer sentado de cara al público, asumió un aspecto de pétrea
impasibilidad, pero con una gradación imperceptible las comisuras de su boca
descendieron en ángulo cada vez más agudo, y sus gafas se deslizaron cada vez más a
lo largo de su nariz a medida que avanzaba el discurso. Morris Zapp lo pronunció
caminando de un lado a otro del estrado, con sus notas en una mano y un grueso
cigarro en la otra.
—Ven ante ustedes —comenzó— a un hombre que una vez creyó en la
posibilidad de la interpretación. Es decir, yo pensaba que el objetivo de la lectura era
establecer el significado de textos. Yo era un admirador de Jane Austen. Creo poder
decir sin faltar a la modestia que era «el» admirador de Jane Austen. Escribí cinco
libros sobre Jane Austen, cada uno de los cuales trataba de establecer qué

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significaban sus novelas y, naturalmente, demostrar que nadie había entendido
debidamente hasta entonces lo que significaban. Después comencé un comentario
sobre las obras de Jane Austen cuya intención había de ser profundamente
exhaustiva, la de examinar las novelas desde todos los ángulos concebibles: histórico,
biográfico, retórico, mítico, estructural, freudiano, jungiano, marxista, existencialista,
cristiano, alegórico, ético, fenomenológico, arquetípico, todo lo que ustedes quieran.
De tal modo que, una vez escrito cada comentario, no quedara nada más que decir
acerca de la novela en cuestión.
Nunca lo terminé, claro. El proyecto no era tan utópico como auto-destructivo, y
con esto no quiero decir que, en caso de tener éxito, habría acabado por dejarnos a
todos sin trabajo. Quiero decir que no podía tenerlo porque no es posible, y no es
posible a causa de la naturaleza del propio lenguaje, en el cual el significado está
siendo constantemente transferido de un significante a otro y nunca puede ser
absolutamente poseído.
Comprender un mensaje es descodificarlo. El lenguaje es un código. Pero cada
descodificación es otra codificación. Si ustedes me dicen algo, yo compruebo que he
comprendido su mensaje repitiéndoselo a ustedes en mis propias palabras, es decir,
unas palabras diferentes de las utilizadas por ustedes, pues si repito sus palabras
exactamente dudarán de que en realidad les haya entendido. Pero si empleo mis
palabras, de ello se sigue que he cambiado su significado, aunque sea ligeramente, e
incluso en el caso de que yo, en cambio, quisiera indicar mi comprensión
repitiéndoles a ustedes sus palabras inalteradas, no hay garantía de que yo haya
duplicado su significado en mi cabeza, porque yo aporto una experiencia diferente de
lenguaje, literatura y realidad no verbal a esas palabras, y por lo tanto significan para
mí algo distinto de lo que significan para ustedes. Y si creen que no he comprendido
el significado de su mensaje, no lo repiten simplemente con las mismas palabras, sino
que tratan de explicarlo con palabras diferentes, diferentes de las que han utilizado
originalmente, pero entonces este lo ya no es ello con el que comenzaron. Y por otra
parte, ustedes ya no son aquellos ustedes que comenzaron. El tiempo ha avanzado
desde que abrieron la boca para hablar, las moléculas de su cuerpo han cambiado, y
lo que pretendían decir ha sido reemplazado por lo que dijeron, y esto ya se ha
convertido en parte de su historia personal, imperfectamente recordada. La
conversación es como jugar al tenis con una pelota hecha con goma deformante, que
una y otra vez franquee la red con una forma distinta.
Leer es, desde luego, diferente de conversar. Es más pasivo en el sentido de que
no podemos interactuar con el texto, no podemos afectar al desarrollo del texto
mediante nuestras propias palabras, toda vez que las palabras del texto ya vienen
dadas. Tal vez sea esto lo que estimula la búsqueda de interpretación. Si las palabras
quedan fijadas de una vez por todas, ¿no es posible fijar también su significado? Pues
no, porque el mismo axioma —cada descodificación es otra codificación— se aplica
a la crítica literaria de un modo todavía más drástico que al discurso hablado

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corriente. En el discurso hablado corriente, el ciclo interminable de codificación-
descodificación-codificación puede concluir con una acción, como ocurre por
ejemplo cuando digo: «La puerta está abierta» y alguien dice: «¿Quiere indicar que le
agradaría que yo la cerrase?», y yo digo: «Si no le importa» y ese alguien cierra la
puerta, en cuyo caso podemos dar por sentado que, a un cierto nivel, mi significado
ha sido comprendido. Pero si el texto literario dice: «La puerta estaba abierta», yo no
puedo preguntarle al texto qué quiere significar al decir que la puerta estaba abierta.
Solo puedo especular acerca del significado de aquella puerta… ¿abierta por
mediación de qué, conducente a qué descubrimiento, misterio, objetivo? La analogía
con el tenis no es válida para la actividad de la lectura, pues no es un proceso de ida y
vuelta, sino una continuidad interminable y atormentadora, un flirteo sin consumo o,
si hay consumo, es solitaria, masturbadora.
En este punto, la audiencia dio muestras de inquietud. El lector juega consigo
mismo tal como el texto juega con él, juega con su curiosidad y su deseo, tal como
una bailarina de striptease juega con la curiosidad y el deseo de su público.
»Como algunos de ustedes saben, yo procedo de una ciudad notoria por sus bares
y clubs nocturnos en los que actúan bailarinas en topless o incluso con menos
indumentaria todavía. Me dicen (yo no recuento personalmente tales lugares, pero se
me asegura con la autoridad de una persona que es nada menos que un anfitrión en
este ciclo de conferencias, mi viejo amigo Philip Swallow, que sí los ha frecuentado)
—en este punto, varios miembros de la audiencia se volvieron en sus asientos para
mirar y sonreír a Philip Swallow, que se sonrojó hasta las raíces de su cabello gris
plateado— que las chicas se despojan de todas sus ropas antes de comenzar a bailar
delante de los clientes, listo no es striptease, pues todo se reduce a desvestirse sin la
menor picardía; es el equivalente terpsicóreo de la falacia hermenéutica de un
significado recuperable, que asegura que si despojamos a un texto literario del ropaje
de su retórica, descubrimos los hechos desnudos que está tratando de comunicar. La
tradición clásica del striptease, sin embargo, que se remonta a la danza de los siete
velos de Salomé y más allá, y que sobrevive en forma degradada en los garitos de su
Soho, ofrece una metáfora válida para la actividad de la lectura. La bailarina
aguijonea al público y el texto aguijonea a sus lectores, con la promesa de una
revelación definitiva que es infinitamente pospuesta. Velo tras velo, prenda tras
prenda, son retirados, pero es la demora al desvestirle lo que confiere excitación, no
el hecho de desnudarse en sí, pues apenas ha quedado revelado un secreto perdemos
interés por él y nos obsesionamos con otro. Cuando hemos visto la ropa interior de la
chica queremos ver su cuerpo, cuando hemos visto sus pechos queremos ver sus
nalgas, y cuando hemos visto sus nalgas queremos ver su pubis, y cuando vemos su
pubis la danza termina… pero ¿hemos satisfecho nuestra curiosidad y nuestro deseo?
Claro que no. La vagina permanece oculta dentro del cuerpo de la chica, protegida
por su vello púbico, y aunque ella se abriera de piernas delante de nosotros —en este
momento, varias damas del público se marcharon ruidosamente— ni con ello

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satisfaría la curiosidad y el deseo suscitados por el acto de desnudarse. Al mirar por
ese orificio constatamos que hemos rebasado en cierto modo el objetivo de nuestra
búsqueda, traspasado el placer en la contemplación de la belleza; al contemplar la
matriz, nos vemos devueltos al misterio de nuestro propio origen. Lo mismo ocurre al
leer. El intento de atisbar el mismísimo núcleo de un texto, de poseer su significado
de una vez por todas, es vano; allí solo nos encontramos a nosotros, no la obra en sí.
Dijo Freud que la lectura obsesiva (y yo supongo que, en esta sala, la mayoría
debemos ser contemplados como lectores compulsivos), que la lectura obsesiva,
repito, es la expresión desplazada de un deseo de ver los órganos genitales de la
madre —en este punto, un joven del público se desmayó y fue retirado—, pero el
centro de esta observación, que tal vez no fuera totalmente apreciado por el propio
Freud, radica precisamente en el concepto de desplazamiento. Leer equivale a
rendirse a un interminable desplazamiento de curiosidad y deseo de una frase a otra,
de una acción a otra, de un nivel del texto a otro. El texto se desvela ante nosotros,
pero nunca se deja poseer, y en vez de pugnar por poseerlo deberíamos complacernos
en su provocación.
Morris Zapp procedió a ilustrar su tesis con diversos fragmentos de la literatura
clásica inglesa y norteamericana, y cuando se sentó hubo aplausos dispersos y
desiguales.
—El tema queda abierto para el debate —dijo Rupert Sutcliffe, examinando a la
audiencia con aprensión por encima de las gafas—. ¿Hay alguna pregunta o algún
comentario?
Reinó un largo silencio y finalmente se levantó Philip Swallow.
—He escuchado tu comunicación con gran interés, Morris —dijo—. Con gran
interés. TU mente no ha perdido nada de su agudeza desde que nos vimos por
primera vez. Sin embargo, siento ver que, en el transcurso de estos años, has
sucumbido ante el virus del estructuralismo.
—Yo no me calificaría de estructuralista —le interrumpió Morris Zapp—. Un
postestructuralista, quizás.
Philip Swallow hizo un gesto que implicaba impaciencia ante tan sutiles
distinciones.
—Me refiero a ese escepticismo fundamental acerca de la posibilidad de
conseguir certeza respecto a cualquier cosa, que yo asocio con la maligna influencia
de las teorías continentales. Hubo un tiempo en que leer era una cuestión
relativamente sencilla, algo que se aprendía en la escuela primaria. Ahora parece ser
una especie de misterio arcano, en el que solo ha sido iniciada una reducida élite.
Durante toda mi vicia he estado leyendo libros por su significado, o al menos esto es
lo que siempre he creído estar haciendo. Al parecer, estaba equivocado.
—No estabas equivocado respecto a lo que intentabas hacer —repuso Morris
Zapp, volviendo a encender su cigarro—, te equivocabas al tratar de hacerlo.
—Tengo una sola pregunta —dijo Philip Swallow—, y es la siguiente: ¿Cuál es,

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con el mayor respeto, la finalidad de nuestro comentario sobre tu comunicación si, de
acuerdo con tu teoría, no deberíamos estar discutiendo en absoluto lo que en realidad
has dicho, sino discutiendo algún recuerdo imperfecto o una interpretación subjetiva
de lo que has dicho?
—No hay finalidad —replicó Morris Zapp alegremente—, si por finalidad
entiendes la esperanza de llegar a una cierta verdad. Pero ¿cuándo has descubierto tal
cosa en una sesión de preguntas y debate? Se sincero, ¿has estado alguna vez en una
conferencia o un seminario al final de los cuales hayas podido encontrar dos personas
presentes capaces de estar de acuerdo en el más simple resumen de lo que se ha
dicho?
—Entonces, por el amor de Dios, ¿cuál es la finalidad de todo eso? gritó Philip
Swallow, alzando las dos manos.
—La finalidad es, desde luego, la de apoyar la institución de estudios literarios
académicos. Mantenemos nuestra posición en la sociedad efectuando públicamente
un cierto ritual, exactamente como cualquier otro grupo de trabajadores en el reino
del discurso: abogados, políticos, periodistas… Y puesto que parece como si por hoy
hubiéramos cumplido con nuestro deber, ¿qué tal si hiciéramos todos una pausa para
tomar un trago?
—Me temo que tendrá que ser té —dijo Rupert Sutcliffe, aferrándose aliviado a
esta invitación para acelerar el final del acto—. Muchas gracias por tan… estimulante
y, ¡ejem!, sugestiva conferencia.
—Sugestiva y estimulante… el vejete ha dado en el clavo —dijo Persse a
Angélica al salir de la sala de conferencias—. ¿Sabe tu madre que te dedicas a
escuchar esa clase de lenguaje?
—A mí me ha parecido interesante —afirmó Angélica—. Desde luego, todo eso
se remonta a Peirce.
—¿A mí?
—Peirce. Otra variante en el deletreo de tu nombre. Era un filósofo americano y
escribió en algún lugar acerca de la imposibilidad de despojar el significado de los
velos de la representación. Y esto fue antes de la primera guerra mundial.
—¿Qué me dices? Eres una joven notablemente ilustrada, Angélica, ¿lo sabías?
¿Dónde te educaste?
—Pues en varios lugares —contestó ella vagamente—. Sobre todo en Inglaterra y
en Estados Unidos.
Pasaron ante Rupert Sutcliffe y Philip Swallow que, en el pasillo, procedían a una
consulta urgente con Bob Busby, al parecer acerca de entradas para el teatro.
—¿Vas a la función de teatro esta noche? —preguntó Angélica.
—No me apunté. ¿En el formulario no decía cuál era la función?
—Creo que es Lear.
—¿Vas a ir, pues? —inquirió Persse con ansiedad—. ¿Y mi poema?
—¿Tú poema? ¡Vaya, lo olvidé! A las diez en el último piso, ¿verdad? Procuraré

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volver lo antes posible. El profesor Dempsey me lleva en su coche, y esto me hará
ganar tiempo.
—¿Dempsey? Conviene que tengas cuidado con ese tipo. Es un predador de
chicas como tú. Él mismo me lo dijo.
Angélica se echó a reír.
—Sé cuidar de mi persona.
Encontraron a Morris Zapp solo bebiendo té en la sala comunitaria, pues los
demás asistentes habían creado a su alrededor una especie de cordón sanitario.
Angélica se dirigió sin circunloquios al norteamericano.
—Profesor Zapp, me ha entusiasmado su conferencia —dijo, con un grado de
entusiasmo superior a lo que Persse hubiera esperado o, desde luego, se hubiera
sentido dispuesto a aprobar.
—Muchas gracias, Al —contestó Zapp—. Por mi parte, he disfrutado dándola,
pero al parecer he ofendido a los nativos.
—Estoy trabajando en el tema del romance para mi doctorado —dijo Angélica—,
y me ha parecido que mucho de lo que decía usted era perfectamente aplicable al
romance.
—Naturalmente —asintió Morris Zapp—. Es aplicable a todo.
—Me refiero a la idea del romance como striptease narrativo, la interminable
orientación del lector, un repetido aplazamiento de una revelación definitiva que
nunca llega… o que, cuando lo hace, pone fin al placer del texto…
—Exactamente —dijo Morris Zapp.
—E incluso hay no poco striptease real en los romances.
—¿De veras? —exclamó Morris Zapp—. Sí, supongo que sí.
—Las heroínas de Ariosto, por ejemplo, siempre están perdiendo la ropa y son
contempladas con deleite por los héroes que las rescatan.
—Hace mucho tiempo que no he leído a Ariosto —dijo Morris Zapp.
—Y desde luego, The Faerie Queene… las dos chicas en la fuente de la Glorieta
de la Felicidad…
—Tengo que echar un nuevo vistazo a todo esto —dijo Morris Zapp.
—Después tenemos a Madeline desvistiéndose bajo la mirada de Porfirio en «La
víspera de Santa Inés».
—Claro, «La víspera de Santa Inés».
—Y Geraldine en «Christabel».
—… «Christabel»…
En este momento llegó presuroso Philip Swallow.
—Morris, espero que no te importara que arremetiera contra ti hace un
momento…
—Claro que no, Philip. Vive le sport.
—Es que nadie parecía inclinado a hablar, y a mí me preocupan mucho estas
cuestiones; creo, en realidad, que el tema se encuentra en un estado de crisis… —Se

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interrumpió al retroceder Angélica cortésmente—. Oh, lo siento, ¿he interrumpido
alguna conversación?
—No pasa nada, habíamos terminado —dijo Angélica—. Muchísimas gracias,
profesor Zapp; su ayuda ha sido muy valiosa.
—Cuando guste, Al.
—En realidad, me llamo Angélica, ¿sabe?
—Es que yo creía que Al era una abreviatura de algo —explicó Morris Zapp—.
Si puedo echarle otra mano, hágamelo saber.
—¡Si no te ha echado ninguna mano! —exclamó Persse indignado, mientras los
dos se procuraban té y galletas—. Tú has facilitado las ideas y los ejemplos.
—Sí, pero su conferencia aportó el estímulo.
—Me dijiste que lo había copiado todo de aquel otro fulano, de nombre parecido
al mío.
—Yo no dije que lo copiara todo, tonto. Tan solo que Peirce tuvo la misma idea.
—¿Y por qué no le has dicho eso a Zapp?
—Conviene tratar con miramientos a estos profesores, Persse —dijo Angélica,
con una sonrisa socarrona—. Conviene halagarles un poco.
—¡Ah, Angélica! —Un traje azul eléctrico se interpuso entre ellos—. Me gustaría
comentar esa interesantísima idea de Jakobson que has mencionado esta mañana —
dijo Robin Dempsey—. No podemos permitir que McGarrigle te monopolice durante
todo el ciclo de conferencias.
—Y además, tengo que ver al doctor Busby —dijo Persse, retirándose con
dignidad.
Encontró a Bob Busby en la oficina de las conferencias. Un joven de la
Universidad de Londres, al que Persse había oído la observación acerca de los
generales que abandonan a sus ejércitos, durante la pausa para el café de aquella
mañana, agitaba una entrada de teatro ante la nariz de Busby.
—¿Trata de decirme que, después de todo, esta entrada no es para el Lear? —
estaba diciendo.
—Es que, desgraciadamente, el teatro ha aplazado el estreno de El rey Lear —
explicó Busby en tono de excusa—. Y ha prolongado las representaciones de la
pantomima navideña.
—¿Pantomima? ¿Pantomima?
—Es la única obra que en todo el año consigue un beneficio, por lo que en
realidad no es posible culparles —dijo Busby—. El gato con botas. Creo que está
muy bien.
—Dios mío —se levantó el joven—. ¿Hay alguna posibilidad de que recupere el
importe de la entrada?
—Mucho me temo que ya es demasiado tarde —contestó Busby.
—Yo se la compro —dijo Persse.
—¿De veras? —exclamó el joven, volviéndose en redondo—. Cuesta dos libras

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con cincuenta. Puede quedársela por dos libras.
—Gracias —dijo Persse, entregándole el dinero.
—No vaya contando a todo el mundo que se trata del Gato con botas —suplicó
Busby—. Yo hago correr que es una especie de excursión misteriosa.
—Lo que para mí es un misterio —dijo el joven— es, ante todo, por qué vinimos
todos nosotros a este rincón olvidado por Dios.
—Bueno, tampoco es tan malo —protestó Busby—. Es muy céntrico.
—¿Céntrico respecto a qué?
Bob Busby frunció el ceño.
—Desde que abrieron la M50 yo puedo ir a Tintern Abbey, de puerta a puerta, en
noventa y cinco minutos.
—¿Va allí a menudo, verdad? —comentó el joven. Manoseó especulativamente
los dos billetes de libra de Persse—. ¿Hay algún buen fish-and-chips por ahí cerca?
Me muero de hambre. Desde que llegué no he podido tragar bocado.
—Hay una tienda de comida china ante el segundo semáforo de la carretera de
Londres —contestó Bob Busby—. Lamento que no le agrade la comida, pero siempre
cabe esperar lo de mañana por la noche.
—¿Qué ocurre mañana por la noche?
—¡Un banquete medieval! —exclamó Busby, radiante de orgullo.
—No sé cómo podré esperar —repuso el joven al marcharse.
—Pensé que sería un clímax bastante simpático para el ciclo de conferencias —
dijo Bob Busby a Persse—. Hemos contratado a una empresa que se ocupará de la
comida y facilitará el espectáculo. Habrá aguamiel y juglares, y… —se frotó las
manos con anticipado regocijo— también mozas.
—Vaya —comentó Persse—, veo que en Rummidge no se privan de nada. A
propósito, ¿tiene un plano callejero de la ciudad? Vive en pila una tía mía, y debo
hacerle una visita. La dirección es Gittings Road.
—¡Hombre, esto cae bastante cerca de aquí! —exclamó Busby—. Para un paseo.
Yo le dibujaré un mapa.

Siguiendo las instrucciones de Busby, Persse salió del campus, atravesando unas
tranquilas calles residenciales flanqueadas por casas grandes y lujosas, señalados sus
nevados caminos de entrada por las huellas de neumáticos de Rovers y Jaguars y
cruzó una concurrida avenida, en la que autobuses y camiones habían batido la nieve
hasta convertirla en surcos de negro fango. Al cabo de unos minutos, advirtió frente a
él la presencia de una figura que avanzaba y resbalaba en la acera, coronada por una
familiar gorra a cuadros.
—Hola, profesor Zapp —saludó al ponerse a su nivel—. ¿Está dando un paseo?
—¡Hola, Percy! No, me dispongo a hacerle una visita a mi ex casero. Sepa que
pasé seis meses en este lugar, hace diez años. Incluso en cierto momento pensé en

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quedarme. Debía de estar chiflado. ¿Usted lo conoce bien?
—Nunca había estado aquí, pero tengo una tía que vive en la población. No es
una tía propiamente dicha, sino una parienta a través de primos. Mi madre me dijo
que no dejara de visitarla, y ahora voy a hacerlo.
—Una visita de cumplido, ¿verdad? Aquí, yo tengo que doblar a la derecha.
Persse consultó su mapa.
—Yo también.
—¿Y qué le parece Rummidge?
—Hay demasiados faroles.
—¿Cómo dice?
—De noche no se pueden ver las estrellas como es debido, a causa de tantos
faroles —explicó Persse.
—Sí, y hay unas cuantas desventajas más de las que yo podría hablarle —dijo
Morris Zapp—. Por ejemplo, ni un solo restaurante al que pudiera llevar a su peor
enemigo, cuatro tipos diferentes de enchufe eléctrico en cada habitación, habitaciones
de hotel en las que a uno se le hielan hasta las cejas, y disc jockeys merecedores de
que alguien les seccione la tráquea. No puedo decir que la ausencia de estrellas me
incomodara en exceso.
—Incluso la luna parece más apagada que en casa —añadió Percy.
—¿Sabe que es usted un romántico, Percy? Debería escribir versos. Esta es la
calle Gittings Road.
—La calle de mi tía —precisó Persse.
Morris Zapp se detuvo en medio de la acera.
—He aquí una coincidencia notable —dijo—. ¿Cómo se llama su tía?
—Es la señora O’Shea, Nuala O’Shea —contestó Persse—. Su esposo es el
doctor Milo O’Shea.
Morris Zapp, excitado, ejecutó una breve danza.
—¡Es él, es él! —gritó, en una tosca imitación del acento irlandés ¡Es él, mi ex
casero! ¡Madre de Dios, cómo va a sorprenderse al vernos a los dos!
—¡Madre de Dios! —exclamó el doctor O’Shea, cuando abrió la puerta de su
vasta y lóbrega casa—. ¡Pero si es el profesor Zapp!
—Y ahí está su sobrino procedente de la Isla Esmeralda, Percy McGarrigle, que
viene a ver a su tía —explicó Morris Zapp.
El rostro del doctor O’Shea reflejó compunción.
—Ah, sí, tu mamá escribió, Persse. Pero siento decirte que no encuentras a la
señora O’Shea, pues ayer se marchó a Irlanda. Pero, entren, entren… No puedo
ofrecerles nada y debo estar en el gabinete quirúrgico dentro de veinte minutos, pero
entren. —Les condujo a un helado salón que olía a moho y a naftalina, y encendió un
fuego eléctrico en el hogar de la chimenea. Se iluminaron los carbones simulados,
pero no la resistencia—. Siempre me da una impresión confortable; hace que uno se
caliente solo con mirarlo —comentó el doctor.

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—Le he traído un poco de tonificante libre de impuestos —dijo Morris Zapp,
sacando media botella de scotch del bolsillo de su impermeable.
—Que Dios se lo pague. Es como en los viejos tiempos —rezongó el doctor
O’Shea, arrodillándose y buscando unos vasos en una alacena—. El whisky corría
como el agua cuando el profesor Zapp vivía aquí —confió a Persse.
—No vaya a sacar una impresión errónea, Percy —dijo Morris Zapp—. Solo es la
manera de Milo de decir que yo solía tener un par tic botellas de Oíd Grandad en el
armario. A su salud, Milo.
—¿Y dónde está tía Nuala? —inquirió Persse cuando hubieron apurado el whisky
y O’Shea procedía a llenar de nuevo los vasos.
—Otra vez en Sligo. Conflictos familiares. —El doctor O’Shea meneó
gravemente la cabeza—. Su hermana está enferma, muy enferma. Y todo por culpa de
aquella hija suya, Bernadette.
—¿Bernadette? —intervino Morris Zapp—. ¿Se refiere a aquella chiquilla de
cabellos negros que vivía con usted cuando yo tenía mi apartamento arriba?
—La misma. ¿Tú conoces a tu prima Bernadette, Persse?
—No la he visto desde que éramos unos crios. Pero oí rumores de un cierto
escándalo.
—Sí, desde luego hubo un escándalo. Cuando nos dejó, se fue a trabajar en un
hotel de Sligo Town, como camarera de ese hotel, y uno de los huéspedes se
aprovechó de ella. Para resumir la historia, se quedó embarazada y fue despedida.
—¿Quién era el tipo? —preguntó Morris Zapp.
—Nadie lo sabe. Bernadette se negó a decirlo. Desde luego, cuando volvió a su
casa, sus padres tuvieron un gran disgusto y se enfurecieron.
—¿Le dijeron que nunca más volviera a cruzar su puerta? —quiso saber Morris
Zapp.
—No con tantas palabras, pero el resultado fue el mismo —respondió el doctor
O’Shea—. Bernadette empaquetó sus cosas y se fue de su casa en plena noche. —
Hizo una pausa impresionante, apuró su vaso y se pasó el dorso de la mano a través
de la boca, produciendo un ruido áspero en su barba de doce horas—. Y desde
entonces no ha vuelto a oírse ni media palabra de ella. Con esta pena encima, su
madre ha decaído a ojos vistas y lo que todos tememos, claro está, es que Bernadette
fuese a Londres para librarse del crío en una de aquellas clínicas para abortar. ¿Quién
sabe? Incluso pudo haber muerto allí, en pecado mortal. —Y una vez llegado con
apresuramiento a tan penosa conclusión, el doctor O’Shea se persignó y suspiró—.
Esperemos que el Señor misericordioso le concediera la gracia de arrepentirse en el
último instante.
El teléfono empezó a sonar en el vestíbulo.
—Debe de ser el gabinete quirúrgico, para saber qué ha sido de mí —dijo el
doctor O’Shea, levantándose y agachándose acto seguido para apagar la iluminación
del fuego eléctrico.

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—Nosotros nos marchamos —dijo Morris Zapp—. Ha sido un placer volver a
verle, Milo.
Ya fuera de la casa, se volvió y, con un suspiro, contempló el piso alto del
edificio.
—Yo ocupaba aquel apartamento, y Bernadette se ocupaba de limpiarlo. Pobre
criatura, era bastante monina, a pesar de que había perdido todos los dientes. Me
enfurece oír hablar de esas chicas que se quedan preñadas en nuestra época. Diríase
que el individuo, fuera quien fuese, pudo haber tomado precauciones.
—No se pueden conseguir contraceptivos en Irlanda —dijo Persse—. Venderlos
es ilegal.
—¿De veras? Supongo que aquí llenará su maleta de… ¿cómo llaman aquí a los
condones? ¿Durex, verdad?
—No —contestó Persse—. Yo creo en la castidad premarital para ambos sexos.
—No es una mala idea, Percy, pero, si quiere saber mi opinión, no creo que tenga
éxito.
Se separaron en la esquina de Gittings Road, puesto que Morris Zapp se dirigía a
casa de Swallow, no lejos de allí, y Persse regresaba a los pabellones de residencia.
—¿Irá al teatro esta noche? —preguntó Persse.
—No, Philip Swallow me ha prevenido al respecto. Creo que me acostaré
temprano, para compensar el sueño perdido en el vuelo. Cuídese.
Persse caminó a buen paso hasta Martineau Hall, pero descubrió que llegaba tarde
para la cena, ya que esta se había adelantado debido a la función teatral.
—No le importe, simpático, pues no valía gran cosa —dijo la mujer de los rizos
amarillos, mientras disponía los cubiertos del desayuno en el vacío comedor—. Era
empanada de pastor, preparada con las sobras del almuerzo. Quedan algunas galletas
y un poco de queso, si pueden servirle.
Metiéndose de buena gana unas galletas y una ración de cheddar en la boca,
Persse corrió hacia el vestíbulo del Lucas Hall. Dempsey, muy elegante con un blazer
marrón oscuro y pantalón gris de franela, esperaba de pie cerca de la puerta.
—¿Va al teatro? —preguntó Persse—. Necesito que alguien me lleve.
—Lo siento, amigo, pero mi coche está lleno. Hay un autocar que sale del
comienzo del camino de entrada. Si corre, probablemente lo atrapará.
Persse corrió, pero no lo atrapó. Mientras se encontraba junto a la verja del
recinto, preguntándose qué podía hacer, pasó raudo Dempsey al volante de un
Volkswagen Golf, salpicando de lodo a Persse. Angélica ocupaba el otro asiento
delantero y le sonrió y saludó con la mano. En el asiento posterior no había nadie.
Hacía frío y oscurecía. Persse alzó el cuello de su anorak, hundió las manos en los
bolsillos y echó a andar en dirección al centro de la ciudad. Cuando encontró por fin
el Repertory Theatre, una gran estructura futurista de hormigón cerca del
Ayuntamiento, hacía rato que había comenzado la representación de El gato con
botas, y fue acompañado hasta su asiento mientras un hombre, aparentemente vestido

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de Robin Hood, pedía al público que siseara cada vez que viera aparecer al malvado
barón Blunderbuss. Seguía después un dúo entre el hijo del molinero y la princesa de
la que estaba enamorado; un interludio cómico estilo payasada, en el que dos
incompetentes operarios que supuestamente habían de empapelar el salón del rey se
llenaban el uno al otro de engrudo y dejaban caer, una y otra vez, sus utensilios sobre
el pie gotoso del monarca; y como final del primer acto, un número espectacular de
canto y danza para toda la compañía, titulado «Fiebre gatuna del sábado por la
noche», en el que el Gato con Botas salía ganador en un Real Concurso de Disco
Dancing celebrado en palacio.
Se encendieron las luces para el intermedio, revelando a Persse el aspecto de
aturdimiento de sus compañeros de congreso. Algunos declaraban su intención de
marcharse inmediatamente y buscar una buena película. Otros trataban de sacar el
mejor partido posible —«Al fin y al cabo, hoy en día es la única forma genuinamente
popular de teatro en Gran Bretaña, y pienso que tenemos el deber de experimentarla
personalmente»—, y era evidente que algunos lo habían pasado a lo grande, siseando,
batiendo palmas y uniéndose a las canciones, pero no querían admitirlo. Sin embargo,
de Angélica y Dempsey no había ni rastro.
Mientras los buscaba en el abarrotado vestíbulo, Persse encontró a la señorita
Maiden, que ofrecía un aspecto contrastante entre la grisácea muchedumbre
provinciana, ya que llevaba una capa de piel de zorro sobre un vestido largo de
noche, y esgrimía unos gemelos de teatro provistos de mango. Se le ocurrió a Persse
que debía de haber sido una mujer muy guapa en su juventud.
—Hola, joven —le saludó ella—. ¿Le gusta la obra?
—Me resulta muy difícil seguirla —contestó Persse—. ¿Qué hace en ella Robin
Hood? Yo creía que El gato con botas era un cuento francés.
—Vamos, vamos, no se puede tener tanto apego a lo literal —dijo la señorita
Maiden, dándole unos golpecitos reprobadores con su programa enrollado—. Jessie
Weston describe una obra con máscaras representada cerca de Rugby, en
Warwickshire, en la que las dramatis personaes on Papá Noel, San Jorge, un noble
turco, Moll Finney, que es la madre del noble, un médico, Humpty Jack, Belcebú y
Big-Head-and-Little-Wit. ¿Qué me dice de esto?
—No mucho, me temo.
—¡Pues es fácil! —gritó la señorita Maiden triunfalmente—. San Jorge mata al
noble, la madre le llora y el médico le vuelve a la vida. Simboliza la muerte y el
resurgir de las cosechas en invierno y en verano. Al final todo vuelve a ser lo mismo:
la fuerza vital que incesantemente se renueva a sí misma. Robin Hood, como usted
sabe, está relacionado con el Hombre Verde de la leyenda medieval, que era
originariamente un dios árbol o un espíritu de la naturaleza.
—Pero ¿y esta función de hoy?
—Pues bien, el rey gotoso es, evidentemente, el rey pescador que gobierna unas
tierras estériles, y el hijo del molinero es el héroe que restaura su fertilidad a través de

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la magia del Gato con Botas, y es recompensado con la mano de la hija del rey.
—¿O sea que el Gato con Botas equivale al Grial? —preguntó Persse en broma.
La señorita Maiden no se inmutó.
—Desde luego. Las botas son fálicas, y sin duda usted está familiarizado con la
vulgar expresión «minina», ¿no?
—Sí, la he oído algunas veces —admitió Persse débilmente.
—Le aseguro que es una metáfora muy antigua y ampliamente extendida. Por lo
tanto, ya ve que el personaje del Gato con Botas representa la misma combinación de
principios masculinos y femeninos que la copa y la lanza en la leyenda del Grial.
—Sorprendente —dijo Persse—. Hace que uno se pregunte cómo permiten a los
niños ver esas pantomimas. A propósito, señorita Maiden, ¿ha visto usted a Angélica
Pabst y el profesor Dempsey esta tarde?
—Sí, les vi salir del teatro poco antes de que comenzara la función —contestó la
señorita Maiden—. Lo lamentarán cuando sepan lo que se han perdido. ¡Ah, ya suena
el timbre! Hemos de volver a nuestros asientos.
Persse no volvió al suyo, sino que abandonó el teatro y emprendió a pie el regreso
al Lucas Hall. Tomó el ascensor hasta el último piso, que estaba oscuro y desierto,
puesto que no había sido necesario acomodar a nadie tan lejos del nivel del suelo. El
edificio consistía en dos torres gemelas que se comunicaban, a pisos alternos,
mediante pasillos con vidrieras. La terraza del piso alto, como Persse ya había
comprobado, ofrecía una excelente vista aérea de los terrenos de ambos edificios, el
lago artificial entre ellos y los suburbios del sudoeste de Rummidge. Escudriñó el
cielo: había algunas nubecillas, pero en general estaba despejado y empezaba a salir
la luna.
Cuando hubo pasado casi una hora, Persse oyó el quejido de un ascensor que
ascendía por su caja. Corrió hacia las puertas del ascensor y se mantuvo a la
expectativa, sonriente. Las puertas se abrieron para revelar la faz ceñuda de Dempsey
y Persse reordenó sus facciones.
—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó Dempsey.
—Pensando —contestó Persse.
Dempsey salió del ascensor.
—Estoy buscando a Angélica —dijo.
—No está aquí.
Las puertas del ascensor se cerraron automáticamente detrás de Dempsey.
—¿Está seguro? —inquirió—. Esto está muy oscuro. ¿Por qué no ha encendido
las luces?
—Pienso mejor en la oscuridad —explicó Persse.
Dempsey encendió las luces del rellano y miró a su alrededor con suspicacia.
—¿Y en qué está pensando?
—En un poema.
Por un momento, el ceño de Dempsey se convirtió en mueca burlona.

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—He estado pensando en aquel limerick —dijo—. ¿Qué le parece esto como
comienzo?
There was a young fellow from Limerick
Who tried to have sex with a candlestick[6]…

—Mejor escandido que su último esfuerzo —respondió Persse—. Y esto es todo


lo que puedo decir en su favor.
Dempsey apretó el botón para abrir las puertas del ascensor.
—Si ve a Angélica, dígale que estoy en el bar.
Al descender el ascensor, se abrió la puerta de la salida de socorro y Angélica
apareció en el rellano. Su belleza parecía un tanto alterada y había perdido el aliento;
de hecho, su pecho se hinchaba y se hundía de modo alarmante bajo la blusa blanca
de seda y de cuello alto que llevaba. Le pareció a Persse que en la blusa faltaba un
botón.
—¿Te ha estado molestando aquel tipo? —exclamó airadamente.
—¿Quién?
—Ese Dempsey. Big-Head-and-Little-Wit.
Angélica sonrió.
—Ya te dije que sé cuidar de mi persona —dijo jadeante. Se llevó una mano al
pecho—. Son las escaleras lo que me ha cortado el resuello.
—¿Por qué no hiciste que Dempsey parase su coche al pasar junto a mí en la
entrada?
—Me habías dicho que no ibas al teatro.
—Cambié de parecer. Y tú también, por lo que vi. No pude encontrarte en el
teatro.
—No, cuando descubrimos que daban El gato con botas en lugar de El rey Lear,
optamos por ir a una taberna. Robin quería ir a una discoteca, pero le expliqué que yo
tenía una cita aquí. Y aquí estoy. ¿Dónde está el poema?
—Es un poema de una palabra —explicó Persse, un tanto ablandado por esta
explicación—. La palabra más hermosa del mundo, en realidad. Y tú solo puedes leer
en la en la oscuridad. —Apagó las luces del rellano—. Ven, coge mi mano. —
Condujo a Angélica a la pasarela vidriada y le enseñó la vista—. Allá abajo —le dije
—. Junto al lago.
El paisaje nevado reflejaba brillantemente la luz de la luna casi llena, ahora alta
ya en el cielo. El césped que ascendía suavemente desde la orilla del lago artificial
era una extensión de radiante blancura, excepto allí donde una hilera de pisadas,
cuyas huellas se habían derretido en el lento deshielo del día, pregonaba, en una
enorme y ondulante escritura, un nombre:

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—Oh, Persse —susurró ella—. Qué idea tan maravillosa. Un poema de tierra.
—¿Por qué lo llamas así? Yo diría un poema de nieve.
—Estaba pensando en el arte terráqueo… Ya sabes, aquellos dibujos de millas de
longitud y que solo pueden verse desde un avión.
—Sí, pero es también un poema de sol y un poema de luna, porque el sol derritió
la nieve en mis pisadas y la luna las ha iluminado para que tú las veas.
—Qué brillante está la luna esta noche —murmuró Angélica.
No había retirado su mano de la de él.
—¿Has pensado alguna vez, Angélica —preguntó Persse—, qué cosa tan notable
es que el sol y la luna parezcan tener, ante nuestros ojos, más o menos el mismo
tamaño?
—No —repuso Angélica—, nunca lo había pensado.
—Tanta mitología y tanto simbolismo dependen de la equivalencia de estos dos
discos en nuestro firmamento, uno presidiendo el día y el otro la noche, como si
fueran gemelos… Y sin embargo, no es más que un truco de perspectiva, el producto
del tamaño relativo de la luna y del sol, y su distancia de nosotros y entre los dos. Las
probabilidades contra el hecho de que esto sucediera por azar deben de ser del orden
de miles de millones contra una.
—¿No crees que fuese el azar?
—Yo creo que es una de las grandes pruebas de un creador divino —dijo Persse
—. Creo que tenía buen ojo para la simetría.
—Como Blake —sonrió Angélica—. A propósito, ¿has leído Fearful Symmetry,
de Frye? Un libro excelente, creo yo.
—No quiero hablar de crítica literaria —observó Persse, apretando la mano de
ella y acercándose más—. No estando a solas contigo, aquí arriba y a la luz de la
luna. Quiero hablar de nosotros.
—¿Nosotros?
—¿Quieres casarte conmigo, Angélica?
—¡Claro que no! —exclamó ella, retirando de golpe la mano y con una risa de
incredulidad.
—¿Y por qué no?
—Pues bien, por un centenar de razones. Apenas acabo de conocerte, y por otra
parte no quiero casarme.
—¿Nunca?
—No digo que nunca, pero primero quiero tener una carrera propia, y esto
significa que debo disponer de libertad para ir a todas partes.

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—No me importaría —dijo Persse—. Yo iría contigo.
—¿Sí? ¿Y abandonarías tu trabajo?
—En caso necesario, sí —contestó él.
Angélica meneó la cabeza.
—Eres un romántico sin remedio, Persse. Y además, ¿por qué quieres casarte
conmigo?
—Porque te quiero —dijo Persse— y creo en la castidad prematrimonial.
—Tal vez yo no —repuso ella con una mueca traviesa.
—¡Oh, Angélica, no me atormentes! Si has tenido otros amantes, no quiero oír
nada al respecto.
—No es esto lo que yo quiero decir —replicó Angélica.
—No me importa si no eres virgen —dijo Persse, y añadió—: Claro que preferiría
que lo fueses.
—¡Ay, la virginidad! —murmuró Angélica—. ¿Qué es? ¿Una presencia o una
ausencia? ¿La presencia de un himen o la ausencia de un pene?
—Que no sea ni una cosa ni otra —dijo Persse, ruborizándose—, pues yo soy
virgen.
—¿De veras? —Angélica le miró con interés—. Pero hoy en día las parejas
suelen acostarse juntas antes de casarse. Al menos, así lo tengo entendido.
—Esto va en contra de mis principios —manifestó Persse—, pero si me prometes
casarte conmigo después, tal vez ceda en este punto.
Angélica dejó escapar una risita.
—No olvides que esto ha sido totalmente idea tuya. —De pronto apoyó un dedo
en el cristal—. ¡Fíjate, hay un animalito en la nieve, allí abajo! ¿Puede ser un conejo,
o una liebre?
—«La liebre cojeaba temblorosa a través de la hierba helada» —citó él.
—¿Qué es esto? ¡Ah, sí, «La víspera de Santa Inés»!
Y silencio guarda el rebaño en lanudo redil.

»Me entusiasma esa expresión, “lanudo redil”. ¿A ti no? Hace pensar en abrigarse
bien con una manta, pero también podría ser una metáfora de la nieve impulsada por
el viento, de modo que en cierta manera compendia la unión forzosa de los extremos
de calor y frío, sensualidad y austeridad, vida y muerte, que discurren a través de todo
el poema.
—¡Oh, Angélica! —exclamó Persse—. No importa la textura verbal. Recuerda
cómo termina el poema:
»Y se marcharon, ay, largo tiempo ha,
»Aquellos amantes huyeron en plena tormenta.
»¡Sé mi Madeline, y deja que yo sea tu Porfirio!

—¿Cómo, y perderme el resto del congreso?


—Puedo esperar hasta mañana por la noche.

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»¡Despierta! ¡Levántate, amor mío, y no temas,
»Más allá de los páramos del sur tengo un hogar para ti!

Angélica soltó una risita.


—Sería divertido escenificar el poema mañana por la noche. En realidad, va a ser
un banquete medieval.
—Ya lo sé.
—Podrías esconderte en mi habitación y mirar cómo me acuesto. Después yo
podría soñar contigo como mi futuro esposo.
—¿Y si no sueñas conmigo?
—Es un riesgo que deberías asumir. Porfirio encontró la manera de asegurarse de
ello, creo recordar —dijo Angélica con expresión soñadora y contemplando los
campos de nieve bañados por la luna.
Persse contempló, dudoso, su exquisito perfil: la nariz perfectamente recta, la leve
y femenina caída del labio inferior, la barbilla firme pero gentilmente redondeada.
—Angélica… —empezó a decir, pero en aquel momento oyó que el ascensor se
acercaba al piso superior—. Si vuelve a ser Dempsey —exclamó Persse—, le arrojaré
por la caja del ascensor…
Corrió hacia el rellano y adoptó una postura retadora, frente a las puertas del
ascensor. Estas se abrieron para revelar la figura de Philip Swallow.
—Ah, hola, McGarrigle —dijo este—. Estoy buscando a la señorita Pabst. Robin
Dempsey ha dicho que tal vez esté aquí.
—No, no está —aseguró Persse.
—Oh, ya comprendo —dijo Philip Swallow. Pareció examinar la posibilidad de
apartar a Persse e investigar por su cuenta, pero decidió en contra—. ¿Quiere bajar?
—preguntó.
—No, gracias.
—En este caso, buenas noches pues.
Philip Swallow apartó su dedo del botón de espera y las puertas se cerraron.
Persse regresó presuroso a la terraza.
—Era Philip Swallow —dijo—. ¿Qué diablos pretenden de ti todos esos
carcamales?
Pero no hubo respuesta. Solo la luz de la luna llenaba el espacio entre los
cristales. Angélica se había marchado.

Y también lo había hecho, a la mañana siguiente, la inscripción hecha por Persse del
nombre de ella en el paisaje. El viento había cambiado de dirección durante la noche,
trayendo consigo una lluvia tibia que había derretido y hecho desaparecer la nieve. Al
correr las cortinas de la ventana de su cuarto, Persse vio unos húmedos prados verdes
y unos fangosos parterres bajo unas nubes bajas y veloces. Y, chapoteando entre los
charcos del terreno de aparcamiento, estaba la sorprendente figura de Morris Zapp,

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ataviado con un chándal de color rojo brillante y zapatillas deportivas, y con un
cigarro apagado entre los dientes. Poniéndose rápidamente un suéter, unos vaqueros y
los zapatos de tenis que utilizaba como zapatillas, Persse salió corriendo al suave aire
matinal y pronto alcanzó al norteamericano, cuyo paso era en realidad más lento que
el normal de paseo.
—¡Buenos días, profesor Zapp!
—Ah, hola, Percy —murmuró Morris Zapp, que se sacó la colilla de cigarro de
entre los dientes, la inspeccionó con cierta sorpresa y la arrojó entre una mata de
laurel—. ¿Usted también practica el jogging? Oiga, no quiero que por mi culpa se
retrase.
—Nunca hubiera sospechado que fuese usted un corredor.
—Esto es hacer jogging, Percy, no correr. Correr es un deporte. El jogging es un
castigo.
—¿Quiere decir que no le gusta?
—¿Gustarme? ¿Bromea? Lo hago tan solo por mi salud. Hace que me sienta tan
espantosamente que supongo que debe de hacerme algún bien. Y además está ahora
muy de moda en los círculos académicos americanos. El éxito no es tan solo función
del número de artículos que uno ha publicado el año anterior, sino de cuántas millas
ha recorrido esta mañana.
—También aquí parece ganar adeptos —dijo Persse—. Estoy viendo a otro
corredor delante de nosotros. Pero yo creo, profesor Zapp, que usted no tiene que
preocuparse por su éxito. Ya es usted famoso.
—No es tan solo una cuestión de alcanzarlo, Percy, sino también de conservarlo.
Debe usted recordar a los jóvenes presurosos.
—¿Quiénes son?
—¿Nunca ha leído la Microcosmograpbia Académica de Comford? Sé de
memoria fragmentos enteros. «Desde muy abajo te llegará el rugido de una
implacable multitud de jóvenes presurosos. Tal vez llegues a crecer lo suficiente
como para saber qué es lo que les apresura. Les apresura apartarte a ti de su camino.»
—¿Quién era Comford?
—Un clasicista de Cambridge a principios de siglo, bajo el hechizo de Freud y
Frazer. ¿Usted conoce la idea freudiana de sociedad primitiva como una tribu en la
que los hijos matan al padre cuando este se vuelve viejo e impotente, y se quedan con
sus mujeres? En la moderna sociedad académica se quedan con las becas de estudio
de uno. Y también con sus mujeres, claro.
—Esto es muy interesante —dijo Persse—. Me recuerda el Ritual and Romance
de Jessie Weston.
—Pues sí, es la misma idea básica. Excepto que en la leyenda del Grial el héroe
cura la esterilidad del rey. En la versión freudiana, el viejo muere a manos de sus
hijos. Lo cual me parece a mí más auténtico.
—¿Y esta es la razón de que practique el jogging?

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—Esta es la razón de que practique el jogging. Para demostrar que todavía no
estoy para el arrastre. Y por otra parte, mis ambiciones distan de verse satisfechas.
Antes de retirarme, quiero ser el profesor de inglés mejor pagado del mundo.
—¿Y a cuánto asciende esto?
—No lo sé, y esto me tiene alerta. Los más encumbrados en esta profesión
mantienen los labios sellados en lo que se refiere a sus salarios. Tal vez yo sea ya el
profesor de inglés mejor pagado del mundo, sin saberlo. Cada vez que amenazó con
dejar Euphoric State, me aumentan el sueldo en cinco mil dólares.
—¿Quiere marcharse entonces, profesor Zapp?
—En absoluto, pero tengo que impedir que den por sentada mi presencia allí. Hoy
en día no tiene ningún objeto saltar de una universidad a otra. Hubo un tiempo en que
así progresaba uno. Había un orden muy selectivo entre las diversas escuelas y uno
medía su éxito de acuerdo con su posición en esa escala. Se suponía que todo el
personal más interesante se concentraba en unas pocas instituciones, como Harvard,
Yale, Princeton y otras por el estilo, y para entrar en acción uno había de encontrarse
en uno de esos lugares. Hoy ya no es así.
—¿No?
—No. Los tiempos del campus individual han pasado ya. Esto pertenece a una
tecnología obsoleta, como los ferrocarriles y la prensa de imprimir. Por ejemplo,
basta con mirar este campus, que viene a resumirlo todo: la industria pesada de la
mente.
Habían llegado a lo alto de un promontorio que ofrecía una vista panorámica de la
Universidad de Rummidge, dominada por su campanario (un calco en ladrillo rojo de
la Torre Inclinada de Pisa) y flanqueada a un lado por las arboledas de las calles
residenciales que Persse había recorrido la tarde anterior, y en el otro por fábricas y
por unas grises y apiñadas casas unifamiliares. Un ferrocarril y un canal dividían en
dos el paraje, cubierto por un conjunto de grandes edificios de diseño heterogéneo y
construidos en ladrillo y hormigón. Morris Zapp pareció alegrarse de tener una
excusa para detenerse un momento mientras contemplaban el paisaje.
—¿Ve lo que quiero decir? —preguntó jadeante, con un movimiento del brazo
que parecía abarcarlo todo para desecharlo después—. Es enorme, pesado,
monolítico. Pesa unos mil millones de toneladas. Uno puede sentir el peso de esos
edificios, ejerciendo presión sobre la tierra. Fíjese en la Biblioteca…, construida
como un inmenso almacén, lodo el lugar está diciendo: «Aquí almacenamos
conocimientos; si los quieres, has de entrar y conseguirlos». Pues bien, esto ya no es
válido.
—¿Y por qué no?
Persse emprendió de nuevo un trote moderado.
—Porque —respondió Morris Zapp, siguiéndole de mala gana— en el mundo
moderno la información es mucho más portátil que antes. Y la gente también. Ergo,
ya no es necesario guardar la información en un edificio, ni mantener a los mejores

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alumnos encerrados en un campus. Hay tres cosas que han provocado una revolución
en la vida académica durante los últimos veinte años, aunque muy pocos se hayan
dado cuenta: los viajes en reactor, los teléfonos de marcado directo y la
fotocopiadora. Hoy en día, los sabios no han de trabajar en la misma institución para
intercambiar sus impresiones, pues se llaman unos a otros o se encuentran en los
congresos internacionales. Y ya no han de buscar los datos en los estantes de las
bibliotecas, pues todo artículo o libro que les parece interesante lo hacen fotocopiar y
lo leen en casa. O en el avión que les lleva al siguiente congreso. Yo trabajo sobre
todo en casa o en los aviones, últimamente. Rara vez entro en la universidad, excepto
para dar mis clases.
—Esta es una teoría muy interesante —dijo Persse—. Y además tranquilizadora,
puesto que en mi universidad hay muy pocos edificios y apenas libros.
—Exactamente. Mientras tenga usted acceso a un teléfono, a una fotocopiadora y
a un fondo de ayuda para seminarios y congresos, estará perfectamente, estará
enchufado en la única universidad que en realidad importa: el campus global. Un
joven presuroso puede ver el mundo saltando de un congreso a otro.
—Es que yo no tengo ninguna prisa —observó Persse.
—Pero bien debe tener alguna ambición.
—Me agradaría ver publicados mis versos —admitió Persse—. Y tengo otra
ambición demasiado personal como para divulgarla.
—¡Al Papps! —exclamó Morris Zapp.
—¿Cómo lo ha adivinado? —inquirió Persse, estupefacto.
—¿Adivinar qué? Solo he dicho que Al Papps está corriendo delante de nosotros.
—¡Sí que lo es!
La figura que Persse había atisbado antes era en realidad Angélica; debía de haber
descrito algún rodeo y ahora reaparecía en el camino frente a ellos, apenas a un
centenar de metros de distancia.
—¡Esta sí que es una chica de veras! Es guapa como un sol, ha leído todo lo que
hay que leer, y además sabe correr, ¿no cree?
—Como Atalanta —murmuró Persse—. Vamos a atraparla.
—Atrápela usted, Percy. Yo estoy desinflado.
Morris Zapp no tardó en quedarse atrás cuando Persse aceleró, pero la distancia
entre este y Angélica permaneció constante. Después, ella echó una rápida mirada por
encima del hombro, y él comprendió que la joven había advertido la persecución.
Bajaban por un largo sendero en pendiente que conducía a los pabellones de
residencia y el paso se hizo cada vez más rápido, hasta que ambos se lanzaron a la
carrera. Persse acortó la distancia y Angélica echó la cabeza atrás, mientras sus
negros cabellos flotaban detrás de ella. Sus flexibles caderas, atractivamente
enfundadas en un ajustado chándal de color anaranjado, impulsaban los veloces pies a
lo largo de la pista. Llegaron a la entrada de Lucas Hall codo a codo y se apoyaron en
el muro exterior, jadeando y riéndose. El chófer de un taxi que esperaba junto a la

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entrada sonrió y aplaudió.
—¿Qué fue de ti la noche pasada? —preguntó Persse casi sin aliento.
—Fui a acostarme, claro —contestó Angélica—. En mi habitación. La habitación
231.
Morris Zapp llegó trabajosamente junto a ellos con un resuello que era más bien
un estertor.
—¿Quién ha ganado?
—Ha sido un empate —dijo el taxista, asomándose desde su ventanilla.
—Muy diplomático, chófer. Ahora puede llevarme otra vez a St. John’s Road —
dijo Morris Zapp, subiendo al taxi—. Ya nos veremos, jovencitos.
—¿Suele practicar el jogging en taxi, profesor Zapp? —inquirió Persse.
—Es que, como ya sabe, me alojo en casa de los Swallow y no me entusiasmaba
correr a través de las calles de Rummidge, inhalando los efluvios de la hora punta.
Ciao!
Morris Zapp se arrellanó en el asiento del taxi y sacó del bolsillo de su chándal un
grueso cigarro, un cortapuros y un encendedor. Estaba muy ocupado con estos
objetos cuando el taxi arrancó y se alejó.
Persse se volvió para dirigirse a Angélica, pero esta había desaparecido.
—¿Ha habido nunca una chica tan propensa a desaparecer? —murmuró para sus
adentros, vejado—. Es como si tuviera un anillo mágico para hacerse invisible.

De una manera o de otra, Angélica eludió a Persse durante el resto de la mañana.


Cuando, después de ducharse y vestirse, fue al refectorio de Martineau Hall para
desayunar, la encontró ya sentada ante una mesa totalmente ocupada, al lado de
Dempsey. Ella no formaba parte de la pequeña caravana de congresistas que, con una
visible falta de entusiasmo y azotados por alguna que otra racha de lluvia, descendían
por la colina desde los pabellones de residencia, camino del campus principal para la
primera conferencia de la mañana. Persse, que les vio partir y esperó en vano unos
minutos más, echó a correr finalmente tras ellos, solo para ser rebasado por el coche
de Dempsey, con Angélica en el asiento delantero, a su lado. Sin embargo, la pareja
acabó por llegar tarde a la conferencia y tuvieron que entrar de puntillas después de
comenzado el acto. Persse prestó muy escasa atención a la conferencia, que versaba
sobre el problema de identificar las partes auténticamente shakespearianas del texto
de Pericles, preocupado como estaba a su vez por el problema de saber qué había
querido decir, exactamente, Angélica la noche anterior con su propuesta de que
representaran «La víspera de Santa Inés». Al decirle claramente el número de su
habitación esta mañana, parecía como si confirmara el acuerdo. De lo que no estaba
seguro era de cómo interpretaba ella el poema. Al no verla durante el tumulto que se
produjo en la pausa para el café, Persse corrió hacia la Biblioteca de la Universidad

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para consultar el texto.
Examinó rápidamente las primeras estancias referentes al tiempo frío, a la
tradición según la cual las doncellas que se acostaban en ayunas la víspera de Santa
Inés veían a sus futuros esposos en sueños, la abstracción de Madeline con esta
intención en su mente, entre los festejos y diversiones de la sala, la llegada en secreto
de Porfirio, arriesgando su vida en el castillo hostil con tal de ver por unos momentos
a su amada, cómo llegó a persuadir a la vieja Angela para que le ocultase en el
dormitorio de Madeline, la llegada de Madeline y los preparativos de esta para
acostarse. Persse se entretuvo unos momentos en la estancia XXVI:
De todas las perlas que coronan sus cabellos se libra,
Desprende una por una las joyas que ha entibiado;
Desnuda su fragante corpiño, y muy poco a poco
Su rico atuendo se desliza susurrante hasta sus rodillas

y, con las mejillas arreboladas, leyó la descripción de los refinamientos que Porfirio
ofreció a Madeline, sus intentos para despertarla con música de laúd, cerniéndose
sobre su durmiente figura, y los ojos de Madeline abriéndose ante la visión de su
sueño, y sus palabras semiconscientes a Porfirio. Y después venía la estancia crucial:
Llevado más allá de mortal pasión humana
Ante tan voluptuosos acentos él se levantó,
Etéreo, sonrojado, y como palpitante estrella
Vista en el profundo reposo del zafiro celestial,
Con el sueño de ella se fundió, como la rosa
Mezcla su olor con la violeta…
Dulce fusión.

Bien podía insistir Morris Zapp en la indeterminación de los textos literarios, ya


que Persse McGarrigle necesitaba saber si aquí tenía lugar o no el acto sexual,
cuestión para él tanto más difícil de decidir cuanto que carecía de una experiencia
personal en la que apoyarse. En conjunto, sentíase inclinado a pensar que la respuesta
correcta era la afirmativa, y la posterior alusión de Porfirio a Madeline como su
«novia» parecía zanjar el asunto.
Sin embargo, esta conclusión no hizo sino precipitar a Persse en otro dilema.
Cabía que Angélica le estuviera invitando a convertirse en su amante, pero no le
permitiría convertirla en su esposa, al menos en un futuro inmediato, por lo que se
hacía necesario prever una contingencia, por más que ello fuese de mal gusto y la
antítesis de lo romántico. Probablemente, jamás se le hubiera ocurrido a Persse
McGarrigle de no haber estado fresca en su recuerdo la penosa historia de su prima
Bernadette, junto con el severo comentario de Morris Zapp: «Me enfurece oír hablar
de esas chicas que se quedan preñadas en nuestra época». Por consiguiente, aunque
en su interior le amedrentaba la tarea, endureció sus facciones y fue en busca de una
farmacia.
Caminó un largo trecho para asegurarse de que no le viera ningún miembro

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desperdigado del congreso, y finalmente se encontró, o para ser más exactos se
perdió, en el centro de la ciudad, un endiablado laberinto de sucias y malolientes
escaleras, pasos subterráneos y pasarelas que canalizaban a la población local a un
lado y otro y por encima y por debajo de las enormes autopistas de hormigón,
vibrantes a causa del paso atronador de las juggernauts. Vio varias farmacias, pero
algunas estaban demasiado vacías y otras demasiado llenas para su gusto. Finalmente,
exasperado por su propia pusilanimidad, eligió una al azar y se metió audazmente en
ella.
La botica parecía desierta y miró rápidamente a su alrededor en busca del objeto
que le interesaba, con la esperanza de que cuando se dejara ver el farmacéutico le
bastara meramente con señalar. Sin embargo, no pudo ver lo que buscaba y, con gran
desconcierto por su parte, apareció una joven con bata blanca detrás de una barricada
de estanterías.
—¿Sí? —preguntó con indiferencia.
Persse notó que la confusión le ceñía la garganta. Tenía ganas de echar a correr y
huir a través de la puerta, pero sus extremidades se negaban a moverse.
—¿En qué puedo servirle? —inquirió la joven con impaciencia.
Persse contempló sus botas.
—Desearía un Durex, por favor —consiguió murmurar con una voz estrangulada.
—¿Pequeño, mediano o grande? —preguntó fríamente la joven.
Esta era una nueva faceta que Persse no había previsto.
—Yo creía que todos eran del mismo tamaño —musitó roncamente.
—No. Pequeño, mediano o grande —repitió la chica, inspeccionándose las uñas.
—Está bien. Mediano, pues —decidió Persse.
La joven desapareció momentáneamente y reapareció con una caja
sorprendentemente grande y envuelta en una bolsa de papel, por la que pidió 75
peniques. Persse le arrebató el paquete —era también sorprendentemente pesado—,
arrojó un billete de una libra sobre el mostrador y salió precipitadamente de la tienda
sin esperar el cambio.
En un oscuro y ruidoso pasadizo subterráneo, decorado con graffitis futbolísticos
y que hedía a orina y a cebollas, hizo una pausa debajo de una bombilla para
inspeccionar su adquisición. Extrajo de la bolsa de papel una caja de cartón que
ostentaba en su envoltorio la imagen de un bebé rollizo y de aspecto satisfecho, al
que estaban alimentando con una especie de gachas. La marca de este producto
presentada con grandes letras, era «Farex».
Cabizbajo, Persse volvió caminando a la Universidad. No tenía la menor gana de
volver a la farmacia para explicar el error, ni tampoco de hacer un segundo intento en
otra farmacia. Juzgaba providencial la frustración de su designio, como una expresión
del disgusto divino ante sus pecaminosas intenciones. En una amplia calle llena de
salas de exposición de automóviles, pasó ante una iglesia católica y titubeó un
momento ante un letrero que anunciaba: «Confesiones a todas horas». Era una

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oportunidad enviada por el cielo para conseguir la absolución, pero decidió que no
podía prometer honradamente romper su cita con Angélica aquella noche. Atravesó la
calle —cuidadosamente, puesto que no cabía duda de que ahora se encontraba en
pecado— y siguió andando mientras permitía a su imaginación recrearse
voluptuosamente en imágenes de una Angélica que entraba en su dormitorio, en el
que él estaba escondido, una Angélica que se desvestía ante sus ojos, una Angélica
desnuda entre sus brazos. Pero ¿y entonces qué? temía que su inexperiencia
destruyera el éxtasis de aquel momento, va que sus conocimientos acerca del acto
sexual eran totalmente literarios y más bien vagos en lo referente a su mecánica.
Y como si el diablo lo hubiera plantado allí, otro letrero, impreso en gruesas letras
negras sobre un papel de un rojo flamígero y fluorescente, captó su mirada:

ESTA SALA ES UN CLUB EN EL QUE SE OFRECEN


FILMS PARA
ADULTOS QUE INCLUYEN LA REPRESENTACIÓN
EXPLÍCITA Y NO
CENSURADA DE ACTOS SEXUALES, ADMISIÓN
INMEDIATA DE SOCIOS.
TARIFAS REDUCIDAS PARA JUBILADOS.

Persse atravesó rápidamente las puertas, antes de que su conciencia tuviera


tiempo para reaccionar, y se encontró en un vestíbulo discretamente oscurecido y
alfombrado. Un hombre sentado ante un escritorio le saludó con voz suave:
—¿Una solicitud de admisión, caballero? Son, en total, tres libras.
Persse escribió el nombre de Philip Swallow.
—Curiosa coincidencia, caballero —dijo el hombre, con una sonrisa sutil—. Ya
tenemos registrado a otro señor Philip Swallow. Por aquella puerta que hay allí…
Persse empujó unas puertas acolchadas y se encontró en una oscuridad casi total.
Chocó contra una pared y permaneció pegado a ella por unos momentos, mientras su
vista se acostumbraba a la penumbra. El aire estaba lleno de extraños ruidos, una
mezcla amplificada de respiración trabajosa, gritos sofocados, jadeos, gemidos y
gruñidos, como procedentes de almas atormentadas. Una débil luminiscencia le guio
hacia adelante a través de una cortina y doblando una esquina, y se encontró en la
parte posterior de un pequeño auditorio. El ruido era más intenso que nunca y había
todavía una impenetrable oscuridad, por lo que era imposible ver nada, excepto las
imágenes parpadeantes en la pantalla. Persse necesitó unos momentos para
comprender que lo que estaba mirando era un pene menormente ampliado entrando y
saliendo de una vagina también enormemente ampliada. La sangre se agolpó en su
rostro, y también en otra parte de su anatomía. Inclinado hacia adelante, bajó por el
pasillo en pendiente, mirando en vano a ambos lados en busca de un asiento vacío.

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Las imágenes de la pantalla cambiaron, el primer plano se convirtió en una
perspectiva más amplia y profunda, y resultó evidente que la propietaria de la vagina
tenía otro pene en su boca, y que el propietario del primer pene tenía la lengua en otra
vagina, cuya propietaria a su vez tenía un dedo en el ano de alguien más, cuyo pene
se encontraba en la vagina de ella, y todo el conjunto se movía frenéticamente, como
los pistones de una máquina infernal. Nada de Keats. No podía estar aquello más
distante de la violeta que mezcla su olor con el de la rosa.
—¡Siéntese de una vez! —exclamó una voz sibilante en la oscuridad circundante.
Persse buscó a tientas un asiento, pero su mano cayó sobre una hombrera bien
almohadillada, y fue expulsada de allí con un juramento. Los gemidos y gruñidos
seguían un crescendo, los pistones funcionaban más y más deprisa, y Persse constató
avergonzado que había tenido una polución. Brotó sudor de su frente y se le empañó
la visión. Cuando vislumbró lo que durante un momento pareció ser la cara de
Angélica entre dos muslos gruesos y peludos, Persse dio media vuelta y huyó de
aquel lugar como de un antro infernal.
El hombre situado ante la mesa de recepción alzó la vista, sobresaltado, al
irrumpir Persse en el salón de espera como impulsado por una catapulta.
—¿Demasiado blando para usted? —dijo—. Siento decirle que no es posible
devolverle el dinero. Pruebe la semana próxima, pues van a llegarnos unas novedades
danesas.
Persse agarró al hombre por las solapas y lo alzó ante su escritorio.
—Me han hecho mancillar la imagen de la mujer a la que amo —murmuró,
amenazador.
El hombre palideció y levantó las manos en un gesto de rendición. Persse le hizo
sentarse de nuevo, de un empujón, salió corriendo del cine, cruzó la calle y se metió
en la iglesia católica.
Había una luz encendida sobre un confesionario que ostentaba el nombre de
«Fray Finbar O’Malley», y a los pocos minutos Persse había descargado su
conciencia y recibido la absolución.
—Que Dios te bendiga, hijo mío —dijo el religioso a modo de conclusión.
—Gracias, padre.
—A propósito, ¿eres de Mayo?
—Ya lo creo.
—He creído reconocer el acento de Mayo. Yo también soy del Oeste. —Suspiró
detrás de la rejilla—. Esta es una ciudad terrible para que se pierda en ella un
muchacho irlandés como tú. ¿Te agradaría ser repatriado?
—¿Repatriado? —repitió Persse desconcertado.
—Eso es. Administro un fondo destinado a ayudar a jóvenes irlandeses que
lleguen aquí en busca de trabajo, cambien de opinión y quieran volver a sus casas. Se
llama Fondo de Nuestra Señora del Socorro para Emigrantes Arrepentidos.
—Es que yo solo estoy de paso, padre. Mañana vuelvo a Irlanda.

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—¿Tienes tu billete?
—Sí, padre.
—Entonces buena suerte y que Dios te dé alas para salir de aquí. Vas a un lugar
mejor que este, te lo aseguro.

Cuando Persse volvió a la Universidad era ya la tarde, y los congresistas habían


partido en autocar para efectuar un recorrido de hitos literarios en la región. Persse
tomó un baño y durmió unas horas. Despertó tranquilo y purificado a la hora de ir a
tomar una copa en el bar, antes de la cena.
Los excursionistas habían regresado de su viaje paisajístico, que no había sido un
éxito ni mucho menos, puesto que los propietarios de la casa donde había pasado
George Eliot su infancia no habían sido avisados de antemano y no les permitieron
entrar en la mansión, de modo que tuvieron que contentarse con apretujarse en el
jardín y pegar sus caras a las ventanas. Después resultó que el cottage de Ann
Hathaway estaba cerrado por trabajos de conservación, y finalmente el autocar se
averió en las afueras de Kenilworth, camino del Castillo, y el vehículo de relevo
necesitó una hora para llegar.
—No importa —dijo Bob Busby, alternando con los disgustados congresistas en
el bar—, todavía nos queda el banquete medieval…
—Quiera Dios que Busby sepa lo que está haciendo —oyó Persse decir a Philip
Swallow—. No podemos permitirnos otro fracaso como este.
Estaba hablando con un hombre que llevaba un traje gris marengo bastante
manchado y al que Persse todavía no había visto.
—¿Y en qué consiste todo eso, pues? —preguntó aquel hombre, que sostenía con
una mano un humeante Gauloise y con la otra un generoso gintónic.
—Pues bien, hay en la ciudad un lugar llamado «Ye Merrie Olde Round Table»,
donde sirven esos banquetes medievales de pacotilla —explicó Philip Swallow—. Yo
nunca he estado allí, pero Busby nos aseguró que resulta muy divertido y contrató los
servicios de ese lugar para que ofrezcan un banquete aquí, esta noche. Tengo
entendido que traen juglares, y aguamiel, y…
—Y mozas —le ayudó Persse.
—¡Vaya! —dijo el hombre del traje gris marengo, dirigiendo hacia Persse unos
ojos irritados por el humo y dedicándole una sonrisa de dientes amarillentos—. Sí
que parece bastante divertido.
—¡Oh, buenas tardes, McGarrigle! —exclamó Philip Swallow sin entusiasmo—.
¿Conocía a Félix Skinner, de la firma Lecky, Windrush and Bernstein? Mis editores.
No puede decirse que nuestra asociación profesional haya resultado particularmente
beneficiosa para cualquiera de las dos partes —concluyó con un forzado conato de
jocosidad.
—Sí, ha resultado un poquitín decepcionante —admitió Skinner con un suspiro.

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—Solo ciento sesenta y cinco ejemplares vendidos un año después de la
publicación —puntualizó Philip Swallow acusadoramente—. Y ni una sola reseña.
—Ya sabes que todos pensamos que era un libro absolutamente fuera de serie,
Philip —repuso Skinner—. Lo que ocurre es que hoy en día no hay mucho mercado
educativo para Hazlitt. Y estoy seguro de que las reseñas acabarán por aparecer, en
las revistas docentes. Lo que sí temo es que los suplementos dominicales y los
semanarios ya no prestan tanta atención como antes a la crítica literaria.
—Esto se debe a que gran parte de ella es ilegible —dijo Philip Swallow—. Yo
mismo no puedo entenderla y, por tanto, ¿cómo esperar que lo haga la gente
corriente? Y esto es, precisamente, lo que dice mi libro. Por esto lo escribí.
—Ya sé, Philip, que es terriblemente injusto —admitió Skinner—. ¿Y cuál es su
especialidad, señor McGarrigle?
—Hice mi tesis sobre Shakespeare y T. S. Eliot —contestó Persse.
—En eso yo hubiera podido ayudarle —intervino Dempsey. Acababa de entrar en
el bar con Angélica, que estaba impresionantemente hermosa con un caftán de gruesa
tela de algodón de un color vinoso, en cuya textura brillaba discretamente un oscuro y
sobrio dibujo a base de otros colores vistosos—. Es algo que se prestaría muy bien a
la informatización —prosiguió Dempsey—. Todo lo que debería hacer sería grabar
los textos en cinta y el ordenador le haría la lista de todas las palabras, frases y
construcciones sintácticas que los dos escritores tuvieran en común. Y entonces
podría cuantificar exactamente la influencia de Shakespeare sobre T. S. Eliot.
—Pero mi tesis no trata de esto —alegó Persse—. Trata de la influencia de T. S.
Eliot sobre Shakespeare.
—Esto me suena muy a irlandés, si me permite que se lo diga —exclamó
Dempsey lanzando una risotada, y sus ojillos miraron ansiosamente a su alrededor en
busca de apoyo.
—Es que lo que yo trato de demostrar —explicó Persse— es el hecho de que no
podemos evitar leer a Shakespeare a través del prisma de la poesía de T. S. Eliot. Por
ejemplo, ¿quién puede leer hoy el Hamlet sin pensar en Prufrock? ¿Y quién puede oír
los discursos de Ferdinand en La tempestad sin recordar la parte de «El sermón de
fuego» en La tierra baldía?
—Oiga, esto parece muy interesante —comentó Skinner—. Philip, amigo mío,
¿crees que puedo tomar otro de esos? —y depositando su vaso vacío en la mano de
Philip Swallow, Félix Skinner se llevó aparte a Persse—. Si todavía no ha hecho
gestiones para publicar su tesis, me interesaría mucho verla —le dijo.
—No es más que una tesina —contestó Persse, con ojos lagrimeantes a causa del
humo del cigarrillo de Skinner.
—No importa. Las bibliotecas compran casi todo lo que sale tanto sobre
Shakespeare como sobre T. S. Eliot. Tenerlos a los dos en el mismo título resultará
casi irresistible. Aquí tiene mi tarjeta. ¡Ah, muchísimas gracias, Philip! ¡A tu salud!
Oye, siento lo de Hazlitt, pero creo que lo mejor sería dejarlo de lado como una

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experiencia más, y probar de nuevo con un tema más actual.
—Pero es que necesité ocho años para escribir ese libro —se quejó Philip
Swallow, mientras Skinner le consolaba dándole palmadas en el hombro y
precipitando una cascada de ceniza gris sobre la espalda de su chaqueta.
El bar estaba ahora atestado de congresistas que bebían tan deprisa como podían a
fin de adquirir un talante adecuado para el banquete. Persse se abrió paso
trabajosamente hasta Angélica.
—Me dijiste que tu tesis era acerca de la influencia de Shakespeare sobre T. S.
Eliot —dijo ella.
—Y así es —replicó Persse—. Lo invertí en un momento de inspiración, solo
para bajarle un poco los humos a ese Dempsey.
—Pues en realidad es una idea más interesante.
—Al parecer, ahora me veo comprometido a tener que escribirla —admitió Persse
—. Me gusta tu vestido, Angélica.
—Pensé que era lo más medieval que llevaba conmigo —explicó ella, con un
destello en sus ojos oscuros—. Aunque no puedo garantizar que en realidad se deslice
susurrante en mis rodillas.
La alusión provocó en él una punzada de deseo, triturando en el acto su «firme
propósito de enmienda». Supo que nada podría impedirle montar guardia aquella
noche en la habitación de Angélica.
Persse no pretendía sentarse junto a Angélica en la cena, porque pensó que
correspondería mejor al espíritu de su romántica tentativa ver a la joven desde lejos.
Pero por otra parte no quería que Dempsey se sentara al lado de ella y le entretuvo en
el bar con serias preguntas sobre lingüística estructuralista, mientras los demás se
encaminaban hacia el refectorio.
—En realidad, es muy sencillo —dijo Dempsey con impaciencia—. Según
Saussure, no es la relación de palabras con cosas lo que permite a las primeras
significar, sino sus relaciones entre sí o, en resumidas cuentas, las diferencias entre
ellas. Gato significa gato porque suena diferente de pato o rato.
—¿Y lo mismo es aplicable a Durex y Farex y Exlax? —inquirió Persse.
—No es el primer ejemplo que acude a mi mente —dijo Dempsey con una cierta
suspicacia en sus ojillos demasiado juntos—, pero así es.
—Supongo que no cuenta usted la variación en los acentos regionales —insistió
Persse.
—Mire, ahora no tengo tiempo para explicárselo —repuso Dempsey, irritado y
dirigiéndose hacia la puerta—. Ya ha sonado el gong para la cena.
Persse se encontró en un lugar nada conspicuo del comedor, semioculto a la vista
de Angélica por una columna. No representaba un gran sacrificio quedar marginado
en aquella fiesta particular. El aguamiel sabía a agua tibia azucarada, el banquete
medieval consistía en pollo frito y patatas asadas con su piel, todo ello comido sin la
ayuda de cuchillos o tenedores, y las mozas eran las camareras habituales del

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Martineau Hall que habían sido sobornadas o amenazadas para que llevaban unos
vestidos largos con amplios escotes.
—No me mire, señor —suplicó a Persse la mujer de cabellos amarillos, mientras
le servía su muslo de pollo—. Si así era como se vestían en la Edad Media, lo único
que puedo decirle es que debían pillar unas bronquitis de muerte.
Presidía la fiesta desde una plataforma en un extremo del comedor una pareja de
animadores procedentes del Ye Merrie Olde Round Table, uno de ellos vestido de rey
y el otro de bufón. El rey disponía de un acordeón con teclado y el bufón de una serie
de timbales, y ambos contaban con micrófono y amplificador. Mientras se servía la
cena, entretuvieron a los comensales con chistes referentes a dormitorios y tronos,
cantaron baladas obscenas y alentaron a los presentes a bombardearse unos a otros
con panecillos. Era regla de la corte que cualquiera que deseara abandonar la sala
había de hacerle una reverencia al rey, y cuando alguien la cumplía el bufón soplaba
en un instrumento que producía una estentórea pedorreta. Persse abandonó
sigilosamente el comedor mientras el medievalista de Aberystwyth era humillado de
esta guisa. Angélica, sentada entre Félix Skinner y Philip Swallow al otro lado de la
sala, le dirigió una rápida sonrisa y le saludó moviendo los dedos. No había tocado la
comida que tenía en su plato.
Persse se alejó del Martineau Hall en dirección del Lucas Hall, aspirando
profundas bocanadas de fresco aire nocturno, y contemplando el arrugado reflejo de
la luna en el lago artificial. Las notas de una nueva canción que el rey y el bufón
acababan de comenzar, con sus voces roncas y estridentes poderosamente ampliadas,
le persiguieron:
Aunque decirlo resulte duro,
Recio caballero era el rey Arturo.
A su mujer cinturón de castidad colocó
Y luego la llave del aparato perdió.

El Lucas Hall estaba desierto. Persse subió con presteza las escaleras y recorrió
los pasillos en busca de la habitación 231. Su puerta no estaba cerrada con llave y
entró, aunque no encendió la luz, ya que el cuarto estaba suficientemente iluminado a
través de una ventanilla encima de la puerta y por la luna que brillaba a través del
abierto batiente de la ventana. La brisa nocturna todavía hizo llegar hasta él
fragmentos de canción:
Sir Lancelot a la reina prometió:
«Muy pronto te libertaré yo».
Pero cuando hurgó con unas tenacillas
Ella gritó: «¡Basta, me haces cosquillas!».

Persse recorrió con la mirada la pequeña y angosta habitación en busca de algún


lugar donde ocultarse. El único escondrijo posible era el armario empotrado. El
paquete de Farex hacía notar su peso en el bolsillo de su anorak. Lo sacó y lo
depositó sobre la mesita de noche, no sin pensar que era un sustituto más bien pobre

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para jaleas más refrescantes que la cremosa cuajada y translúcidos jarabes
aromatizados con canela, aunque todo eso sonara a papillas infantiles.
Oyó a lo lejos el baque y el gemido del ascensor en funcionamiento y se metió
apresuradamente en el oscuro interior del armario, empujando prendas de vestir a un
lado. Después cerró la puerta tras él, dejando una abertura de dos dedos para poder
respirar y ver.
Oyó abrirse las puertas del ascensor al final del corredor, y el rumor de pasos que
se acercaban. Giró el pomo de la puerta, esta se abrió y Robín Dempsey entró en la
habitación. Encendió la luz, cerró la puerta y se acercó a la ventana para correr las
cortinas. Al quitarse el blazer y colgarlo en el respaldo de una silla, le llamó la
atención la caja de Farex, que inspeccionó con evidente perplejidad. Se quitó los
zapatos y también el pantalón, revelando unos calzoncillos a rayas y las ligas que
sujetaban sus calcetines. Se desprendió de una prenda tras otra, doblándolas y
colocándolas ordenadamente sobre la silla, hasta quedar totalmente desnudo. No era
el espectáculo que Persse había estado deseando ver. Dempsey se olisqueó debajo de
las axilas y acto seguido se pasó un dedo por la entrepierna y lo olfateó también.
Después desapareció de la línea de visión de Persse durante unos momentos, durante
los cuales se le pudo oír chapoteando en el lavabo, limpiándose los dientes y
gargarizando. A continuación reapareció, todavía desnudo y tiritando levemente, y se
metió en la cama. Apagó la luz desde un interruptor en la cabecera, pero a través de la
ventanilla de ventilación sobre la puerta llegaba luz suficiente para revelar que yacía
boca arriba con los ojos abiertos, contemplando el techo y mirando de vez en cuando
el pequeño reloj digital cuyas cifras brillaban verdosas sobre la mesilla de noche. En
el cuarto reinaba un profundo silencio.
Persse tosió.
Robin Dempsey se sentó en la cama con el impulso de un resorte puesto en
libertad y su torso pareció vibrar unos segundos después de alcanzar la perpendicular.
—¿Quién hay aquí? —preguntó con voz trémula, buscando a tientas el interruptor
—. Angélica —dijo—, ¿has estado escondida en el armario todo ese tiempo? ¡Pillina!
Persse abrió de golpe la puerta del armario y salió del mismo.
—¡McGarrigle! ¿Qué coño está haciendo aquí?
—Yo podría hacerle la misma pregunta —replicó Persse.
—¿Lo que hago yo aquí? ¡Es mi habitación!
—¿Su habitación?
Persse miró a su alrededor. Ahora, con la luz encendida, pudo ver algunos signos
de ocupación masculina: una máquina de afeitar eléctrica y una botella de loción Old
Spice para después del afeitado, en la repisa sobre el lavabo, así como un par de
grandes zapatillas de piel debajo de la cama. Miró el armario que había ocupado y vio
un traje color azul eléctrico en el solitario colgador que había dentro.
—Oh —hizo con voz débil, pero en seguida añadió con más determinación—: ¿Y
por qué creía que Angélica estaba escondida en el armario?

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—Es algo que a usted no le importa, pero resulta que tengo una cita con Angélica.
Estoy esperando que venga aquí de un momento a otro, en realidad, y por lo tanto le
agradeceré que se esfume. Y a propósito, ¿qué estaba haciendo metido en mi
armario?
—También yo tenía una cita con Angélica. Ella me dijo que esta era su
habitación. Yo tenía que esconderme en ella y mirar cómo se acostaba. Como en «La
víspera de Santa Inés».
Esta explicación sonó bastante necia en sus propios oídos.
—Yo tenía que acostarme y esperar que ella viniera a mí —expuso Dempsey—.
Como Ruggiero y Alcina, dijo ella. Al parecer, dos personajes en uno de aquellos
poemas italianos tan largos. Ella me contó el argumento… y resultaba bastante
picante.
Ambos guardaron un momentáneo silencio.
—Parece como si nos hubiera gastado una especie de broma —dijo Persse
finalmente.
—Así parece —admitió Dempsey sin dudarlo. Abandonó la cama y sacó un
pijama que tenía debajo de la almohada. Después de ponérselo volvió a acostarse y se
tapó la cabeza con las mantas—. No olvide apagar la luz al marcharse —dijo con voz
sofocada.
—Desde luego… Buenas noches, pues.
Persse bajó precipitadamente al vestíbulo para examinar el tablero de información
que había consultado para Morris Zapp. El nombre de Angélica no aparecía en lugar
alguno de la lista de residentes. Corrió entonces hacia el Martineau Hall. En el bar los
congresistas que antes habían estado bebiendo copiosamente para estar en forma en el
banquete medieval bebían ahora, todavía con más afán, en un esfuerzo destinado a
borrarlo de su recuerdo. Bob Busby, totalmente solo en un rincón, sostenía un vaso
con whisky, y sonreía con fijeza, intentando bravamente aparentar que si nadie le
dirigía la palabra era porque a él así se le antojaba.
—¡Ah, hola! —exclamó agradecido, al sentarse Persse a su lado.
—¿Puede decirme cuál es el número de la habitación de Angélica Pabst? —le
preguntó Persse.
—Es curioso que me lo pregunte —dijo Busby—. Alguien acaba de explicar que
la han visto marcharse en un taxi, con su maleta.
—¿Cómo? —exclamó Persse levantándose de un salto—. ¿Cuándo? ¿Cuánto
tiempo hace?
—Al menos media hora —contestó Bob Busby—. Pero que yo sepa, nunca tuvo
una habitación. Al menos, yo nunca le adjudiqué una, y al parecer no ha pagado por
ninguna. En realidad, ni siquiera sé cómo se metió en el congreso. Por lo que parece,
no pertenece a ninguna universidad.
Persse corrió por el camino de entrada hasta llegar a la verja del recinto, no
porque alimentara alguna esperanza de atrapar el taxi de Angélica, sino como medio

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para aliviar su frustración y su desespero. Se quedó junto a la verja, contemplando la
carretera en ambos sentidos. La luna había desaparecido detrás de una nube y a lo
lejos traqueteaba un tren a lo largo de un terraplén. Corrió de nuevo por el camino de
entrada y siguió corriendo ante los dos pabellones de residentes, alrededor del lago
artificial, siguiendo la ruta que había tomado con Morris Zapp aquella misma
mañana, hasta llegar a lo alto del promontorio que ofrecía una vista panorámica sobre
la ciudad y la Universidad. El resplandor amarillento de un millón de faroles
callejeros iluminaba el cielo y debilitaba la luz de las estrellas. Un débil zumbido del
tráfico, aquel tráfico que nunca, ni de día ni de noche, dejaba de rodar a lo largo de
las pistas de hormigón, vibraba en el aire de la noche.
—¡Angélica! —gritó desolado, dirigiéndose a la ciudad indiferente—, ¡Angélica!
¿Dónde estás?

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II
Entretanto, Morris Zapp había estado disfrutando de una apacible velada, en un
tête a tête con Hilary Swallow. Philip se encontraba en el Martineau Hall,
participando en el banquete medieval. Los dos hijos mayores de los Swallow estaban
fuera de su casa, en un colegio universitario, y el benjamín, Matthew, había ido a
tocar la guitarra rítmica en un conjunto escolar.
—¿Sabías —suspiró Hilary al cerrarse tras él la puerta de la calle— que en su
curso, el último de enseñanza superior, hay cuatro conjuntos de rock y ningún grupo
de debates? Yo no sé adonde irá a parar la educación, pero supongo que tú lo
apruebas, Morris. Recuerdo que te gustaba esa música espantosa.
—Pero no lo punk, Hilary, que al parecer es en lo que anda metido tu hijo.
—A mí todo me suena igual —dijo ella.
Cenaron en la cocina, que había sido ampliada y lujosamente reequipada desde la
última vez que él había estado en la casa, con armarios de madera de teca, horno y
fogones de doble nivel, y suelo de corcho. Hilary preparó un sabroso steak au poivre
con calabacín y patatas nuevas, seguido por uno de sus deliciosos pudines de fruta, en
los que una gelatinosa compota de frutas se ocultaba debajo, y en parte, pero solo en
parte, se infiltraba en una gruesa capa de ligero y algo céreo bizcocho, glaseado,
hendido y dorado por encima.
—Hilary, eres mejor cocinera incluso que hace diez años, y esto ya es mucho
decir —declaró Morris con toda sinceridad, mientras terminaba su segunda ración de
pudín.
Ella empujó un Brie en su punto a través de la mesa.
—Mucho me temo que la comida es uno de los pocos placeres que me quedan —
contestó ella—. Con las penosas consecuencias para mi figura que puedes ver. Sírvete
más vino.
Estaban ya en su segunda botella.
—Te veo en muy buena forma, Hilary —dijo Morris, pero en realidad no era así.
Sus pesados pechos parecían necesitar el soporte de un buen sujetador de modelo
anticuado, y había gruesos neumáticos de carne en su cintura y sobre sus caderas. Sus
cabellos, de un castaño mate y entreverados de gris, quedaban recogidos en un moño
que nada hacía para ocultar o suavizar las arrugas, patas de gallo y vasos sanguíneos
rotos en la piel de su cara—. Deberías practicar el jogging —añadió.
Hilary soltó una risita burlona.
—Matthew dice que cuando corro parezco un flan presa del pánico.
—Pues Matthew debería avergonzarse de sí mismo.
—Este es el problema que provoca vivir con dos hombres. Se confabulan contra
una. Me sentía mejor cuando Amanda estaba en casa. ¿Y qué es de tu familia,
Morris? ¿Qué hacen todos últimamente?
—Pues bien, los gemelos irán a la universidad en otoño. Tendré que pagarles los

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estudios allí, claro, aunque Désirée sea rica como un Creso, gracias a sus derechos de
autor. A mí esto me pone frenético, pero sus abogados me tienen en un puño, que es
como ella siempre quiso verme.
—¿Y qué hace Désirée?
—Tratando de terminar su segundo libro, supongo. Han pasado cinco años desde
el primero, y por tanto me figuro que debe encontrarse en un brete. Le está bien
empleado por tratar de arrancarme hasta el último céntimo.
—Leí su novela… ¿cómo se llamaba?
—Días difíciles. Buen título, ¿no crees? El matrimonio como un largo período
doloroso. Se vendieron un millón y medio de ejemplares en edición de bolsillo. ¿Qué
te pareció a ti?
—¿Y a ti qué te pareció, Morris?
—¿Lo dices porque el marido es una especie de monstruo? Más bien me gustó.
No te imaginas cuántas mujeres me hicieron proposiciones después de publicarse el
libro. Supongo que deseaban experimentar con un auténtico cerdo machista antes de
que se extinga la especie.
—¿Las complaciste?
—Nada de eso; hace tiempo que he abandonado la jodienda. Llegué a la
conclusión de que la actividad sexual es una sublimación del instinto del trabajo. —
Hilary dejó escapar una risita y, así alentado, Morris argumentó—: El siglo
diecinueve conocía sus prioridades. Lo que realmente codiciamos es el poder, y este
lo conseguimos mediante el trabajo. Cuando últimamente echo un vistazo a mis
colegas, ¿qué veo? Todos fornican con su alumnado, o bien entre sí, como locos, los
matrimonios se rompen uno tras otro, y sin embargo nadie parece sentirse feliz. Es
evidente que preferirían estar trabajando, pero les avergüenza reconocerlo.
—Tal vez sea este el problema de Philip —dijo Hilary—, pero no acabo de
creerlo.
—¿De Philip? ¿No irás a decirme que te ha estado engañando?
—Nada serio…, al menos que yo sepa. Pero siente una debilidad por las
estudiantes guapas y, por alguna razón, ellas parecen sentirla por él. No puedo
imaginar por qué.
—El poder, Hilary. Se mean en las bragas al pensar en el poder de él. Apuesto a
que eso comenzó cuando él obtuvo su cátedra, ¿no es así?
—Creo que sí —admitió ella.
—¿Y cómo lo supiste?
—Una chica trató de extorsionar al Departamento basándose en ello. Voy a
enseñártelo.
Abrió una cartera para archivar documentos y sacó de ella lo que parecía ser la
fotocopia de un texto de examen. Lo entregó a Morris y este empezó a leerlo.
Pregunta 5. ¿Por qué medios trató Milton de «justificar los caminos de Dios hacia el hombre» en «El
Paraíso perdido»?

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—Siempre se detecta el examinando que va flojo —observó Morris—. Primero
pierden tiempo copiando la pregunta. Después sacan sus reglas y trazan líneas debajo.
Creo que Milton consiguió plenamente justificar los caminos de Dios hacia el hombre haciendo de
Satanás una persona tan horrible, aunque Shelley dijo que Milton era partidario del diablo sin él saberlo.
Por otra parte, probablemente sea imposible justificar los caminos de Dios hacia el hombre porque si se
cree en Dios entonces puede hacerse lo que guste de todas maneras y, si no se cree, de nada sirve tratar
de justificarle. El Paraíso perdido es un poema épico en verso libre, lo que es otra manera hábil de
justificar los caminos de Dios hacia el hombre, porque si rimara parecería demasiado apto. Mi tutor, el
profesor Swallow, me sedujo en su despacho el pasado mes de febrero, y si no apruebo el examen lo
contaré a todo el mundo. John Milton fue el más grande poeta inglés después de Shakespeare. Conocía
varios idiomas y estuvo a punto de escribir «El Paraíso perdido» en latín, en cuyo caso nadie hubiera
podido leerlo hoy en día. Cerró la puerta con llave y me hizo echarme en el suelo, para que nadie
pudiera vernos a través de la ventana. Me di un golpe en la cabeza contra la papelera. También había
pensado escribir un poema épico sobre el rey Arturo y los caballero de la Mesa Redonda, y es una pena
que no lo hiciera, porque habría sido una historia muy emocionante.

—¿Cómo conseguiste esto? —preguntó Morris, mientras releía el texto.


—Me lo envió alguien del Departamento, anónimamente. Sospecho que fue
Rupert Sutcliffe. Él fue el primero en corregirlo. Se trataba de un examen de
septiembre, hace un par de años. La chica había suspendido en junio. Sutcliffe y
algunos de los demás miembros del claustro lo enseñaron a Philip.
—¿Y…?
—Sí, admitió haber hecho suya a la chica, sobre la alfombra de su despacho, tal
como ella decía… Aquella alfombra india tan bonita que tú agujereaste con tu
cigarro, ¿recuerdas? —El tono de Hilary era casual, incluso ligero, pero le pareció a
Morris que ocultaba una profunda herida—. Aseguró que ella le sedujo a él… pues
empezó a desabrocharse la blusa en medio de una consulta. ¡Como si él no hubiera
podido ordenarle que se la volviera a abrochar! Por suerte, la chica no llevó la cosa
más lejos. Se marchó poco después, pues su familia se trasladó al extranjero.
—¿Y esto es todo?
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir si es la única vez que Philip te ha engañado…
—¿Y yo cómo voy a saberlo? Es la única vez que se ha visto atrapado, pero entre
aquellos con los que hablé nadie pareció especialmente sorprendido. Y cuando voy al
Departamento, me dirigen unas miradas que solo puedo describir como compasivas.
Ambos guardaron silencio durante unos momentos, y después Morris dijo:
—Hilary, ¿tratas de decirme que te sientes desdichada?
—Creo que sí.
Tras otra pausa, Morris dijo:
—Si Désirée estuviera ahora sentada aquí, te aconsejaría que olvidaras a Philip y
que te crearas tu propia vida. Consigue un trabajo, búscate otro hombre.
—Es demasiado tarde.
—Nunca es demasiado tarde.
—Hace unos años saqué un certificado como educadora posgraduada —explicó

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Hilary—, y tan pronto como lo tuve empezaron a cerrar escuelas en la ciudad debido
al descenso en el índice de natalidad. Por consiguiente, no hay plazas. Hago algo de
tutoría para la Universidad Abierta, pero esto no es una carrera. Y en cuanto a
amantes, desde luego es demasiado tarde. Tú fuiste mi primero y último, Morris.
—Oye… —dijo él a media voz.
—No te pongas nervioso. No voy a arrastrarte arriba para rememorar recuerdos…
—Es una lástima —dijo Morris galantemente, pero con cierto alivio.
—Por otra parte, Philip no tardará en volver… No, hace diez años me hice la
cama y debo dormir en ella, por fría y dura que muchas veces me parezca.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, ya sabes que cuando los cuatro… nos liamos, Philip quería una
separación, pero yo le supliqué que volviera a casa, que diera a nuestro matrimonio
otra oportunidad, que volviéramos a empezar tal como habíamos estado antes, como
una pareja casada y razonablemente satisfecha. Fui débil. Si le hubiera dicho que se
fuera a hacer puñetas y que hiciera lo que le diese la gana, estoy segura de que al
cabo de un año habría regresado con el rabo entre las piernas. Pero puesto que le pedí
que volviera, sin condiciones, pues me tiene en un brete, como dirías tú.
—¿Y todavía… lo hacéis?
—Alguna que otra vez. Pero es de suponer que no se siente satisfecho. El otro día
leí un chiste en el periódico, acerca de un hombre que había tenido un ataque al
corazón y preguntó a su médico si era prudente hacer el acto sexual, y el doctor le
dijo: «Sí, es un buen ejercicio, pero no ha de ser excitante en demasía. Hágalo solo
con su mujer».
Morris se echó a reír.
—También a mí me pareció gracioso —añadió Hilary—, pero cuando se lo leí a
Philip, apenas esbozó una sonrisa. Obviamente, juzgó que era una historieta
profundamente vivida.
Morris meneó la cabeza y se cortó otra tajada de brie.
—Estoy sorprendido, Hilary. Francamente, yo siempre había pensado que tú eras
la figura dominante en este matrimonio. Y ahora es Philip quien parece ser el amo del
cotarro.
—Sí, es que últimamente las cosas le han ido bastante bien. Por fin ha empezado
a hacerse un cierto nombre. Incluso ha empezado a adquirir una apostura que antes no
había tenido nunca.
—Me he fijado en ello —afirmó Morris—. La barba le queda muy bien.
—Oculta la debilidad de su barbilla.
—Ese efecto entre plateado y gris es muy distinguido.
—Se lo hace retocar en la peluquería —explicó Hilary—. Pero la mediana edad le
sienta bien, cosa muy frecuente entre los hombres, en tanto que a las mujeres les
afectan simultáneamente la menopausia y los efectos a largo plazo de sus embarazos.
A mí, esto no me parece justo… Sea como fuere, Philip consiguió terminar por fin su

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libro sobre Hazlitt.
—No lo sabía —confesó Morris.
—Llamó muy poco la atención, y este es un punto doloroso para Philip. Sin
embargo, era un libro y le fue aceptado por Lecky, Windrush and Bernstein
precisamente cuando aquí quedó vacante la cátedra, lo que no dejó de ser bastante
suerte. En realidad, él ya llevaba años dirigiendo el Departamento, y por lo tanto le
nombraron. Inmediatamente, empezó a ampliarse su horizonte. No tienes idea del
maná que el cargo de profesor aporta en este país.
—¡La tengo, vaya si la tengo! —exclamó Morris Zapp.
—Empezó a recibir invitaciones para congresos, a ser examinador externo en
otras universidades, y se hizo incluir en la lista del British Council para giras de
conferencias en el extranjero. Últimamente, siempre está viajando de un lado a otro.
Dentro de unas semanas irá a Turquía, y el mes pasado estuvo en Noruega.
—Así funciona ahora el mundo académico —dijo Morris Zapp—. Precisamente
esta mañana se lo estaba diciendo a un joven de este seminario. Los tiempos del
campus individual, estático, han terminado.
—Y con ellos la novela del campus individual y estático, ¿verdad?
—¡Exactamente! Ni siquiera dos campus bastarían. Hoy en día, los eruditos son
como los caballeros andantes de la antigüedad, que siguen las rutas del mundo en
busca de la aventura y la gloria.
—¿Dejando a sus esposas encerradas en casa?
—Bueno, en nuestro tiempo muchos de los caballeros son mujeres. Existe una
discriminación positiva en la Mesa Redonda.
—Lo celebro por ellas —repuso Hilary con amargura—. Yo pertenezco a la
generación que sacrificó sus carreras por sus maridos. Nunca terminé mi licenciatura,
y ahora me quedo sentada en casa, engordando, mientras mi esposo, con su cabellera
plateada, da la vuelta al mundo, sin duda perseguido por groupies académicas como
esa Angélica Nosecuántos que trajo aquí el otro día.
—¿Al Pabst? Es una buena chica. Y muy lista.
—Pero necesita un empleo y cabe que Philip pueda encontrarle uno cualquier día.
Pude verlo en sus ojos mientras bebía todas las palabras que él pronunciaba.
—Durante toda la conferencia ha estado saliendo con nuestro viejo amigo
Dempsey.
—¿Robin Dempsey? No me hagas reír. No me extraña que Philip hiciera
comentarios despectivos respecto a él mientras desayunaba; probablemente tiene
celos. Tal vez Dempsey pueda ofrecer algún empleo en Darlington. ¿Hago un poco de
café?
Morris la ayudó a llenar el lavavajillas y después llevaron el café a la salita.
Mientras lo bebían, regresó Philip.
—¿Qué tal el banquete? —preguntó Morris.
—Horroroso, horroroso —gimió Philip, que se desplomó en un sillón y se tapó la

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cara con las manos—. No quiero hablar de él. Busby merece que le fusilen. O que le
cuelguen con cadenas en los muros del Martineau Hall… eso sería todavía más
apropiado.
—Pude haberte dicho que sería horroroso —dijo Hilary.
—¿Y por qué no lo hiciste? —inquirió Philip, irritado.
—No quise entrometerme. Es tu congreso.
—Era mi congreso. A Dios gracias, ha terminado. Y ha sido un desastre total
desde el comienzo hasta el fin.
—No digas eso, Philip —intervino Morris—. Después de todo, di mi conferencia.
—A ti todo te resulta muy fácil, Morris. Tú has pasado una velada agradable y
tranquila en casa. Yo he estado escuchando a dos zoquetes degenerados que han
berreado canciones obscenas ante un micrófono durante las dos últimas horas.
Después me han metido en una especie de cepo y han incitado a los demás para que
me arrojaran panecillos. ¡Y he tenido que fingir que también eso me divertía!
Hilary soltó la carcajada y batió palmas.
—¡Ahora pienso que ojalá hubiera ido! —exclamó—. ¿Y llegaron a arrojarte
panecillos?
—SÍ, y creo que dos de ellos lo hicieron con manifiesto afán vindicativo —
explicó Philip, ceñudo—. Pero no quiero hablar más de eso. Tomemos una copa.
Sacó una botella de whisky y tres vasos, pero Hilary bostezó y anunció su
intención de retirarse. Morris dijo que tenía que salir temprano la mañana siguiente
para tomar su avión hacia Londres, y que (al vez sería mejor que se despidiera ahora
de ella.
—¿Y adónde vas, pues? —preguntó Hilary.
—A la Villa Rockefeller, en Bellagio —explicó—. Es una especie de retiro para
estudiosos. Pero tengo también una serie de conferencias contratadas para el verano:
Zurich, Viena, tal vez Amsterdam. Jerusalén.
—¡Dios mío! —exclamó Hilary—. Ahora comprendo a qué te referías con
aquello de los caballeros andantes.
—Algunos son más andantes que otros —observó Morris.
—Lo sé —dijo Hilary con toda intención.
Se estrecharon las manos y Morris le dio un tímido beso en la mejilla.
—Ten cuidado —le dijo.
—¿Por qué habría de tenerlo? —repuso ella—. Yo no hago nada a tientas. Y a
propósito, creía que eras enemigo de los viajes al extranjero, Morris. Solías decir que
viajar estrecha la mente.
—Llega un momento en que el individuo ha de ceder ante el Zeitgeist o bien
retirarse del juego —dijo Morris—. En mi caso, esto ocurrió en el 75, cuando empecé
a recibir invitaciones para los congresos conmemorativos del centenario de Jane
Austen en los lugares más inverosímiles —Poznan, Delhi, Lagos, Honolulú— y la
mitad de los oradores resultaron ser tipos a los que yo había conocido en la

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universidad. El mundo es un campus global, Hilary, puedes creerlo. La tarjeta
American Express ha sustituido al pase de biblioteca.
—Supongo que Philip estará de acuerdo contigo —comentó Hilary, pero Philip,
que estaba sirviendo el whisky, ignoró la indirecta—. Buenas noches, pues —dijo.
—Buenas noches, querida —contestó Philip, sin levantar la vista de los vasos—.
Solo tomaremos un trago antes de acostarnos.
Cuando Hilary hubo cerrado la puerta detrás de ella, Philip ofreció a Morris su
bebida.
—¿Qué son todos esos congresos a los que asistirás este verano? —preguntó con
una cierta codicia.
—Zurich es Joyce. Amsterdam es Semiótica. Viena es Narrativa. ¿O es Narrativa
en Amsterdam y Semiótica en Viena…? Lo que sí sé es que Jerusalén es sobre el
futuro de la crítica, porque yo soy uno de los organizadores. Está patrocinado por una
revista titulada Metacriticism, de cuyo consejo editorial formo parte.
—¿Y por qué Jerusalén?
—¿Y por qué no? Es una atracción, una novedad. Es un lugar que la gente desea
ver, pero no figura en los circuitos regulares turísticos. Además, el Jerusalem Hilton
ofrece unas tarifas muy competitivas en verano, puesto que hace un calor tremendo.
—¿Conque el Hilton? —murmuró Philip con tristeza—. Una cierta diferencia
respecto al Lucas Hall y el Martineau Hall…
—Cierto. Mira, Philip, ya sé que te ha decepcionado la asistencia a tu congreso,
pero, francamente, ¿qué puedes esperar si pides a la gente que se alojen en aquellos
dormitorios destartalados y que consuman comidas de cantina? La comida y el
alojamiento son las cosas más importantes en cualquier seminario de esta clase. Si
ambas cosas le caen bien a la gente, generarán una excitación intelectual; de lo
contrario, los asistentes se mostrarán malhumorados y despectivos, y se saltarán las
conferencias.
Philip se encogió de hombros.
—Estoy de acuerdo, pero aquí la gente no puede permitirse estos lujos. O sus
universidades no están dispuestas a pagarlos.
—No, en el Reino Unido desde luego que no. Sin embargo, cuantío trabajaba aquí
descubrí una anomalía interesante. Podías contar con solo cincuenta libras o alguna
ridiculez por el estilo para asistir a congresos en este país, pero no había límites en las
subvenciones para asistir a congresos en el extranjero. La solución es obvia: deberías
dar tu próximo ciclo en el extranjero. Algún lugar bonito y cálido, como Montecarlo
quizás. Y entretanto, ¿por qué no te vienes a Jerusalén este verano?
—¿Quién, yo? ¿A tu congreso?
—Claro. Podrías ofrecer una disertación sobre el futuro de la crítica, ¿no te
parece?
—No creo que tenga mucho futuro —objetó Philip.
—¡Mejor! Será objeto de controversia. Y tráete a Hilary.

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—¿Hilary? —Philip parecía desconcertado—. Oh, no, no creo que pudiera
soportar aquel calor. Además, dudo de que pudiéramos permitirnos el gasto de su
viaje. Has de saber que dos hijos en la universidad se te comen los ingresos.
—No es necesario que me lo digas. Ya me estoy preparando para el próximo año.
—¿Acaso Hilary te ha hecho sugerir esto, Morris? —preguntó Philip, aunque
parecía algo avergonzado al hacerlo.
—Claro que no. ¿Qué te hace pensarlo?
Philip rebulló incómodamente en su asiento.
—Es que últimamente se ha estado quejando de que yo viajo demasiado,
descuidando a la familia y descuidándola a ella.
—¿Y es así?
—Supongo que sí. La única cosa que hoy en día me permite ir tirando es viajar.
Cambiar de escenario, cambiar de caras. Llevarme a Hilary conmigo en estos viajes
académicos destruiría todo el objetivo.
—¿Y cuál es el objetivo?
Philip suspiró.
—¿Quién sabe? Es difícil exponerlo en palabras. ¿Qué estamos buscando todos?
¿Felicidad? Ya sabemos que esta no es duradera. Distracción, tal vez… distracción
respecto a las feas verdades: que hay una muerte, que la enfermedad, que la
impotencia y la senilidad le esperan a uno.
—¡Jesús! —exclamó Morris—. ¿Siempre estás así después de un banquete
medieval?
Philip sonrió débilmente y volvió a llenar los vasos.
—Intensidad —dijo—. Intensidad de experiencia es lo que andamos buscando,
creo yo. Sabemos que ya no la encontraremos en casa, pero siempre queda la
esperanza de que la encontraremos en el extranjero. Yo la encontré en América en el
año 69.
—¿Con Désirée?
—No solo Désirée, aunque ella constituyó una parte importante. Fue la
excitación, la riqueza de toda la experiencia, la mezcla de placer y peligro y
libertad… y el sol. Has de saber que cuando volvimos aquí, durante largo tiempo
seguí viviendo en Euphoria, en el interior de mi cabeza. Exteriormente, volví a mi
antigua rutina. Me levantaba por la mañana, me ponía un traje de tweed, leía el
Guardian mientras desayunaba, caminaba hasta la Universidad, daba las mismas
clases en base a los mismos viejos textos… y en todo momento llevaba una vida
totalmente distinta en el interior de mi cabeza. En el interior de mi cabeza, había
decidido no regresar a Inglaterra, por lo que me despertaba en Plotinus, sentado bajo
el sol con mi playera, contemplaba la bahía, me ponía mis Levis y un polo, leía el
Euphoric Times mientras desayunaba, y me preguntaba qué ocurriría hoy, si habría
una protesta o una manifestación, si mi clase tendría que abrirse paso a través de los
gases lacrimógenos o los piquetes, o si nos reuniríamos fuera del campus en el

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apartamento de alguien, sentados en el suelo y rodeados por carteles, octavillas y
reediciones sobre grupos de encuentro, teatro de vanguardia y el Vietnam.
—Todo esto ha terminado ya —dijo Morris—. No reconocerías aquel lugar.
Todos los chicos pertenecen a hermandades, visten pulcramente y trabajan de firme
para ingresar en Derecho.
—Eso he oído decir —admitió Philip—. Qué deprimente.
—Pero esta intensidad de experiencia, ¿nunca más volviste a encontrarla desde
que estuviste en América?
Philip contempló el fondo de su vaso.
—Una vez —contestó—. ¿Quieres que te cuente la historia?
—Permíteme que encienda un cigarro. ¿Es una historia de purito o de panatella?
—No lo sé. Todavía no la he contado a nadie.
—Me siento muy honrado —dijo Morris—. Esto exige algo especial.

Morris abandonó la habitación para ir a buscar uno de sus Romeo y Julieta favoritos.
Cuando regresó, supo que en su ausencia el mobiliario y la iluminación habían sido
retocados. Dos sillones de alto respaldo casi se encaraban a lo ancho de la chimenea,
donde ardía muy discretamente un fuego de gas. La única otra luz de la habitación
procedía de una lámpara de pie situada detrás del sillón que ocupaba Philip, con la
cara en la sombra. Entre los dos sillones había una mesa baja de café con la botella de
whisky, jarro de agua, vasos y cenicero. El vaso de Morris había sido llenado de
nuevo con una medida generosa.
—¿Es aquí donde se sienta el oyente? —inquirió, ocupando el sillón vacante.
Philip, que contemplaba el fuego con expresión ausente, sonrió vagamente pero
no replicó. Morris hizo girar el cigarro entre sus dedos junto a su oído y escuchó con
aprobación el crujido de las hojas. Perforó un extremo del cigarro, cortó el otro y lo
encendió, dándole chupadas vigorosas.
—Vale —dijo, examinando la brasa para comprobar si ardía con regularidad—.
Te escucho.
—Ocurrió hace unos años, en Italia —comenzó Philip—. Fue durante la primera
gira de conferencias que hice para el British Council. Volé hasta Nápoles y después
ascendí por el país en tren: Roma, Florencia, Bolonia, Padua, y terminé en Génova.
El último día, yo tenía un programa muy apretado. Di mi conferencia a primera hora
de la tarde y aquella misma noche tenía que tomar mi avión para volver a casa.
El representante del Council en Génova, que me había acompañado a todas partes
en aquella ciudad, me ofreció una cena temprana en un restaurante y después me
llevó en coche al aeropuerto. Mi vuelo llevaba retraso (un problema técnico, dijeron)
y en vista de ello le dije que no esperase. Yo sabía que tenía que levantarse temprano
la mañana siguiente para asistir a una reunión en Milán. Eso forma parte de la
historia.

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—Así lo espero —dijo Morris—. En una buena historia no debe haber nada
irrelevante.
—Pues aquel hombre del British Council, J. K. Simpson (no puedo recordar su
nombre de pila), un buen muchacho muy amable y entusiasta de su trabajo, dijo:
«Bueno, entonces le dejo, pero si se cancela el vuelo llámeme por teléfono y le
llevaré a un hotel para pasar la noche».
»El retraso se prolongó, pero finalmente despegamos alrededor de la medianoche.
Era un avión británico. Yo estaba sentado junto a un comerciante inglés, un vendedor
de tejidos de lana creo…
—¿Es relevante esto?
—En realidad, no.
—No importa. Solidez en la especificación —dijo Morris, con un ademán
tolerante ayudado por su cigarro—. Contribuye al efecto de realidad.
—Estábamos sentados hacia la parte posterior del avión, exactamente detrás del
ala. Él ocupaba el asiento de ventana y yo estaba sentado junto a él. Unos diez
minutos después de salir de Génova, se disponían a servir bebidas y ya se oía el
tintineo de botellas en la parte de atrás del aparato, cuando ese vendedor de tejidos
dejó de mirar por la ventana, me dio un golpecito en el brazo y dijo: «Perdone, pero
¿le importaría echar un vistazo ahí afuera? ¿Es mi imaginación o se ha incendiado
este motor?». Me incliné hacia la ventana y miré por ella. Estaba muy oscuro, claro,
pero pude ver unas llamas que parecían lamer el motor. Bien, hasta entonces yo
nunca había mirado detenidamente un motor de reacción, de noche, y por lo que
podía saber este era siempre el aspecto que ofrecían. Quiero decir que cabe esperar
ver un resplandor ígneo saliendo del motor cuando es de noche. Pero por otra parte
estas eran decididamente llamas, y no salían únicamente del agujero posterior. «No sé
qué pensar —dije—. Desde luego, no me gusta mucho.» «¿Cree que deberíamos
decírselo a alguien?», preguntó. «Hombre, yo creo que ellos también han de haberlo
visto, ¿no le parece?», dije yo. Lo cierto era que ninguno de los dos deseaba cometer
una plancha al sugerir que algo no funcionaba debidamente, y oírse decir después que
no era así. Por suerte, un individuo del otro lado del pasillo notó que estábamos
interesados en algo y se acercó para echar un vistazo a su vez. «¡Dios mío!»,
exclamó, y apretó el timbre para llamar a la azafata. Creo que debía de ser una
especie de ingeniero. En aquel momento llegó la azafata con la carretilla de las
bebidas. «Si lo que quiere es beber algo, tendrá que esperar su turno», dijo, y es que
el personal de cabina andaba un poco mosqueado a causa del retraso. «¿Ya sabe el
capitán que se ha incendiado su motor de estribor?», preguntó el Ingeniero. Ella le
miró boquiabierta, echó un vistazo más allá de la ventana y después echó a correr por
el pasillo, empujando la carretilla delante de ella como una niñera que corriera con un
cochecillo de bebé. Un minuto después, un hombre uniformado —el segundo piloto
supongo— recorrió el pasillo con expresión preocupada y provisto de una gran
linterna, con la que enfocó el motor desde la ventana. Ciertamente, estaba incendiado,

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y el hombre regresó corriendo a su puesto. Al poco rato, el avión viró y emprendimos
el regreso a Génova. Sonó la voz del capitán en los altavoces, para decir que íbamos a
efectuar un aterrizaje de emergencia debido a un problema técnico, y que debíamos
prepararnos para abandonar el avión por las salidas de socorro. Y después alguien
más nos explicó con toda exactitud lo que teníamos que hacer. Debo reconocer que la
voz sonaba notablemente tría, tranquila y sosegada.
—Era una cassette —dijo Morris—. Tienen cassettes de estas previamente
gravadas para toda clase de contingencias. Una vez me encontraba en un Jumbo,
volando sobre las Montañas Rocosas, y una azafata puso por error la cinta de
evacuación urgente. Recuerdo que era un día perfecto de sol y volábamos a 30 000
pies de altura, cuando aquella voz dijo de repente: «Nos vemos obligados a efectuar
un amerizaje de emergencia en el agua. No se dejen llevar por el pánico quienes no
sepan nadar. Los servicios de rescate han sido avisados de nuestras intenciones».
Los pasajeros se quedaron petrificados, con los tenedores a mitad de camino de sus
bocas, y acto seguido se armó un guirigay de mil diablos hasta que se aclaró el error.
—En nuestro avión no faltó una buena dosis de llantos y rechinar de dientes.
Muchos pasajeros eran italianos y ya sabe usted cómo son los italianos… incapaces
de ocultar sus sentimientos. Y entonces el piloto inició un tremendo picado para
apagar el fuego.
—¡Jesús! —exclamó Morris Zapp.
—Tuvo el miramiento de explicar primero lo que se disponía a hacer, pero solo en
inglés, de modo que todos los italianos creyeron que íbamos a estrellarnos en el mar y
empezaron a gritar, llorar y persignarse. Pero el descenso en picado funcionó, ya que
apagó el fuego. Después tuvimos que describir círculos sobre el mar durante unos
veinte minutos, arrojando carburante, antes de tratar de aterrizar en Génova. Fueron
unos veinte minutos muy largos.
—No lo dudo.
—Francamente, creí que iban a ser mis últimos veinte minutos.
—¿En qué pensaste?
—Qué estupidez, pensé. Qué injusticia, pensé. Supongo que recé. Me imaginé a
Hilary y los niños enterándose de la catástrofe por la radio cuando se levantaran la
mañana siguiente, y esto me sentó muy mal. Pensé en salir con vida pero
terriblemente mutilado. Traté de recordar las cláusulas de la póliza de seguro del
British Council para conferenciantes en Giras Especializadas: tanto por un brazo,
tanto por una pierna por debajo de la rodilla, tanto por una pierna por encima de la
rodilla. Traté de no pensar en morir quemado vivo.
»En el mejor de los casos, aterrizar en Génova es una experiencia más bien
escalofriante. No sé si estás enterado, pero hay allí un gran promontorio, muy alto,
que se adentra en el mar. Los aviones que se aproximan desde el norte han de efectuar
un viraje completo alrededor del mismo, y después pasar entre él y las montañas,
sobrevolando la ciudad y los muelles. Y lo estábamos haciendo de noche y con un

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motor kaput. El aeropuerto, claro está, se encontraba en un estado total de
emergencia, pero al ser un pequeño aeropuerto, e italiano, eso no significaba gran
cosa. Apenas tocamos el suelo, pude ver los vehículos de los bomberos corriendo
hacia nosotros, con sus luces lanzando destellos. Al pararse el avión, el personal de
cabina abrió las salidas de socorro y todos bajamos deslizándonos por aquella especie
de toboganes inflables. Lo malo fue que no pudieron abrir la salida más próxima a
nosotros, el hombre de la lana y yo, porque se abría en el ala con el motor estropeado,
y por consiguiente fuimos los últimos en abandonar el avión. Recuerdo haber
pensado que esto era una injusticia, puesto que de no haber sido por nosotros todos
los demás hubieran podido explotar en pleno vuelo.
»Sea como fuere, salimos todos sin novedad, corrimos como locos hacia un
autocar que nos estaba esperando, y nos llevaron a la terminal. Los coches de los
bomberos cubrieron el avión de espuma, y mientras sacaban del aparato nuestros
equipajes telefoneé al tipo del British Council. Supongo que deseaba expresar mi
alivio por haber sobrevivido contándoselo a alguien. Resultaba extraño pensar que
Hilary y los niños dormían en Inglaterra, sin saber que yo acababa de escapar de la
muerte por los pelos. No quería despertar a Hilary con una llamada telefónica y darle
un inútil susto retrospectivo, pero pensaba que tenía que explicárselo a alguien. Y
asimismo, deseaba salir del aeropuerto. Muchos de los pasajeros italianos eran presa
de la histeria y se dedicaban a besar el suelo, sollozar, persignarse y cosas por el
estilo. Era obvio que no volveríamos a levantar el vuelo hasta la mañana siguiente y
que iban a ser necesarias horas enteras para encontrarnos acomodo aquella noche. Y
Simpson me había dicho que le telefoneara si había algún problema, y por tanto,
aunque era ya más de la una, así lo hice. Apenas captó lo que había ocurrido, me dijo
que vendría inmediatamente al aeropuerto, y cosa de media hora más tarde me
recogió y me condujo en coche a la ciudad para buscar un hotel. Probamos en varios,
pero no hubo suerte, pues o bien estaban cerrados durante la noche o estaban al
completo, ya que aquella semana había una feria en Génova. Entonces fue y me dijo
que por qué no iba a su casa; desgraciadamente, no tenían habitación para huéspedes,
pero había manera de acomodarme en la sala de estar. Por lo tanto, me llevó a su
apartamento, situado en un bloque moderno, a mitad de camino de la montaña que
domina la ciudad y el mar. Yo me sentía extraordinariamente tranquilo y del todo
despierto, y en realidad bastante impresionado por mi sangre fría, pero cuando me
ofreció un coñac no le dije que no. Contemplé la sala de estar que me rodeaba y sentí
un súbito arrebato de nostalgia hogareña. Durante los últimos doce días había estado
viviendo en habitaciones de hotel y comiendo en restaurantes. Ahora, más bien
disfruto con ello, pero entonces todavía era novato en las conferencias en el
extranjero y lo consideraba fatigante. Y allí me encontraba en un pequeño oasis de
intimidad inglesa, donde podía relajarme y sentirme totalmente como en mi casa.
Había juguetes diseminados en la sala de estar y periódicos ingleses, y en el cuarto de
baño había ropa interior marca St. Michael’s puesta a secar. Mientras saboreábamos

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el coñac y yo contaba a Simpson la historia completa de lo sucedido en el avión, su
esposa entró en la habitación en bata, bostezando y frotándose los ojos soñolientos.
Todavía no la había visto. Se llamaba Joy.
—Ah, veo que recuerdas su nombre de pila —murmuró Morris.
—Me disculpé por las molestias, y ella contestó que no tenía importancia, pero no
parecía particularmente complacida. Me preguntó si quería comer algo, y de pronto
me di cuenta de que tenía un hambre feroz. Ella trajo entonces un poco de jamón de
Parma de la cocina, un trozo de tarta y té, y acabamos por organizar una especie de
comida improvisada. Yo estaba sentado frente a Joy, que llevaba una bata de suave
terciopelo azul, con capucha y una cremallera que iba desde el cuello hasta el
dobladillo. Hilary había tenido una muy parecida, y mirar a Joy por el rabillo del ojo
era como mirar una versión más joven y más agraciada de Hilary. Una Hilary, quiero
decir, cuando era también joven y bonita, cuando nos casamos. Supuse que Joy
tendría unos treinta y cinco años; sus ojos eran azules y su cabello rubio y ondulado.
Una barbilla bastante pronunciada, pero con una boca amplia y generosa, y unos
labios carnosos. Tenía una traza de acento norteño: Yorkshire, pensé. Daba algunas
clases de inglés, prácticas de conversación en la universidad, pero básicamente
consideraba su papel como el de apoyar a su marido en el trabajo de este. Diría
incluso que solo por él hizo el esfuerzo de levantarse y mostrarse hospitalaria
conmigo. Pues bien, mientras hablábamos, comíamos y bebíamos, me sentí invadido
de pronto por un intenso deseo que me inspiraba Joy.
—Lo sabía —dijo Morris.
—Era como si, tras haber pasado a través de la sombra de la muerte, de pronto
hubiera recuperado un apetito por la vida que creía haber perdido para siempre, desde
que abandoné América para regresar a Inglaterra. En cierto modo, era más agudo que
todo lo que había conocido hasta entonces. La comida me penetraba con sus
exquisitos sabores, el té era fragante como ambrosía, y la mujer sentada frente a mí
me parecía insoportablemente hermosa, tanto más cuanto que se mostraba totalmente
inconsciente de la atracción que ejercía sobre mí. Estaba despeinada y su cara estaba
pálida y abotargada a causa del sueño, y, desde luego, no se había empolvado ni se
había pintado los labios, listaba sentada muy quieta, sosteniendo una taza de té con
ambas manos, sin decir gran cosa, sonriendo débilmente al oír los chistes de su
marido, como si ya los hubiera oído antes. Creo sinceramente que yo hubiera sentido
exactamente lo mismo, en aquella situación y en aquellos momentos, con casi
cualquier mujer que no fuera irremisiblemente fea. Joy representaba entonces, para
mí, la mujer. Era como la Eva de Milton, el sueño de Adán… que despertó y
descubrió que era verdad, como dice Keats. De pronto pensé en lo muy agradables
que eran las mujeres. Cuán tiernas y cariñosas. Cuán agradable sería, y natural,
acercarme a ella, rodearla con los brazos y enterrar la cabeza en su regazo. Y todo
ello mientras Simpson me hablaba del lamentable nivel del inglés que se enseñaba en
las escuelas secundarias italianas. Finalmente, miró su reloj y dijo que ya eran las

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cuatro, y que en vez de volver a la cama prefería conducir hasta Milán mientras
estaba totalmente despierto, y descansar una vez llegara allí. Me dijo que se llevaba el
coche del Council, y que Joy me acompañaría al aeropuerto en el de ellos.
—Sé lo que va a venir —observó Morris—, y sin embargo apenas puedo creerlo.
—Tenía ya su maletín preparado, por lo que se marchó pocos minutos después.
Nos dimos la mano y me deseó mejor suerte en mi vuelo de la mañana siguiente. Joy
le acompañó hasta la puerta del apartamento y oí como se despedían con un beso.
Después ella volvió a la sala de estar, con una actitud más bien tímida. La bata azul
era un par de dedos demasiado larga para ella y tenía que sostenerse la falda ante ella,
cosa que le confirió un aspecto cortesano, vagamente medieval, al entrar de nuevo en
la sala. Observé que iba descalza. «Sé que ahora le gustará dormir un poco —me dijo
—. Hay otra cama en el cuarto de Gerard, pero si le instalo allí puede que se asuste al
despertarse por la mañana.» Le contesté que el sofá era más que suficiente. «Pero
Gerard se levanta muy temprano y temo que pueda molestarle —me dijo—. Si no le
importa dormir en nuestra cama, a mí no me cuesta nada instalarme en la habitación
del chico.» Dije que no, que de ningún modo, pero ella insistió y me pidió que le
concediera unos momentos para cambiar las sábanas, y yo repuse que me negaba a
darle tanto trabajo.
Pensar en aquella cama, todavía tibia por el contacto con su cuerpo, fue
demasiado para mí, y empecé a temblar de pies a cabeza por el esfuerzo de
contenerme y no dar un salto irrevocable en el espacio moral, tirando de la cremallera
ante su garganta como si fuera el cordón de un paracaídas, y cayendo con ella al
suelo.
—Esta es una metáfora muy recargada, Philip —dijo Morris—. Me cuesta creer
que nunca hayas contado antes esa historia.
—Es que en realidad la escribí —repuso Philip—, para satisfacción propia. Pero
nunca la he enseñado a nadie. —Volvió a llenar los vasos—. Sea como fuere, allí
estábamos, mirándonos los dos. Oímos que un coche aceleraba a lo lejos, colina
abajo. Simpson, seguramente. «¿Qué ocurre? —preguntó ella—. Está usted
temblando.» También ella temblaba un poco. Dije que suponía que eran los efectos
del susto. Una reacción retardada. Me dio un poco más de coñac, y ella también
bebió. Me constaba que ella sabía que no era en realidad la pasada impresión lo que
me hacía temblar, sino que era ella, su proximidad, pero que no podía dar crédito a su
propia intuición. «Será mejor que se acueste —me dijo—. Le enseñaré el
dormitorio.»
»La seguí hasta el dormitorio principal, iluminado por una sola lámpara de mesita
de noche, con una pantalla purpúrea. Había una gran cama de matrimonio, con un
edredón medio retirado. Lo arregló y mullió las almohadas. Yo seguía temblando
como un azogado. Me preguntó si quería una botella de agua caliente y yo le dije:
“Solo una cosa me quitaría este temblor. Si quisiera rodearme con sus brazos…”
»Aunque en el cuarto había poca luz, pude ver que se sonrojaba intensamente.

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“No puedo hacer eso —me contestó—. No debería pedírmelo.” “Por favor”, dije yo,
y di un paso hacia ella.
»Noventa y nueve mujeres de cada cien hubieran abandonado sin más la
habitación, tal vez después de abofetearme. Pero Joy se quedó. Me acerqué más a ella
y la rodeé con mis brazos. Fue maravilloso. Pude notar el calor de sus pechos a través
de la bata de terciopelo y de mi camisa. Sus brazos me rodearon y sus manos se
posaron suavemente en mi espalda. Dejé de temblar como por arte de magia.
Apoyaba mi barbilla en su hombro y susurraba delirante, junto a su oído, cuán
maravillosa, generosa y hermosa era, qué éxtasis suponía tenerla entre mis brazos,
cómo volvía yo a sentirme en comunicación con la tierra y las fuerzas vitales, y toda
clase de necedades románticas. Y en todo momento me veía reflejado en el espejo de
la cómoda, bajo aquella extraña luz purpúrea, con mi barbilla en el hombro de ella,
las manos moviéndose sobre su espalda, como si estuviera viendo una película o
contemplando una bola de cristal. No parecía posible que aquello sucediera en
realidad. Vi mis manos deslizarse hasta la parte inferior de su espalda y posarse en
sus nalgas, arrugando la falda de su bata, y dije al hombre del espejo, silenciosamente
y dentro de mi cabeza: estás loco, ahora se apartará de ti, te soltará una bofetada y
gritará pidiendo auxilio. Pero no lo hizo. Vi cómo se arqueaba su espalda y noté que
se apretujaba contra mí. Vacilé y me tambaleé ligeramente y al recobrar el equilibrio
alteré un poco mi posición; pude ahora ver en el espejo la cara de ella, reflejada en
otro espejo al otro lado de la habitación, y juro que había en ella una expresión de
abandono total: tenía los ojos semicerrados y los labios entreabiertos, y estaba
sonriendo. ¡Sonriendo! Entonces alcé la cabeza y la besé en los labios. Su lengua se
metió directamente en mi boca como una tibia anguila. Tiré cuidadosamente de la
cremallera en la parte frontal de su bata e introduje mi mano. Iba desnuda debajo de
ella.
Philip hizo una pausa y contempló el fuego. Morris descubrió que estaba sentado
en el borde de su sillón y que su cigarro se había apagado.
—¿Y bien? —rezongó mientras buscaba su encendedor—. ¿Y qué ocurrió
después?
—Hice que la bata se deslizara desde sus hombros, y oí el chasquido de la
electricidad estática al descender la prenda y depositarse a los pies de ella. Caí de
rodillas y enterré el rostro en su vientre. Ella pasó sus dedos por mis cabellos y clavó
sus uñas en mis hombros. Hice que se echara en la cama y empecé a arrancarme mis
ropas con una mano mientras seguía a acariciándola con la otra, temeroso de que si
por un momento rompía el contacto pudiera perderla a ella. Tuve la suficiente
presencia de ánimo para preguntar si estaba protegida y ella asintió con la cabeza, sin
abrir los ojos. Entonces hicimos el amor. No hubo en ello nada particularmente sutil o
prolongado, pero jamás, ni antes ni después, he tenido un orgasmo como aquel. Me
sentí como si desafíala a la muerte, fornicando para alejarme de la tumba. Ella tuvo
que ponerme la mano en la boca, para impedir que pronunciara a gritos su nombre:

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Joy, Joy, Joy.
»Después, casi instantáneamente, me quedé dormido. Cuando desperté estaba
solo en la cama, desnudo y tapado con el edredón. La luz del sol penetraba a través de
las rendijas de las persianas, y pude oír que en otra habitación funcionaba una
aspiradora. Miré mi reloj. Eran las 10:30. Me pregunté si solo habría soñado que
hacía el amor con Joy, pero el recuerdo físico era demasiado candente y específico, y
mis ropas estaban esparcidas por el suelo, allí donde yo las había arrojado la noche
antes. Me puse la camisa y los pantalones y salí del dormitorio para dirigirme a la
sala de estar. Una mujercilla italiana, con un pañuelo alrededor de la cabeza, estaba
pasando la aspiradora por la alfombra. Me sonrió, desenchufó la Hoover y me dijo
algo ininteligible. Entonces entró Joy desde la cocina, con un niño pequeño a su lado,
un niño que sostenía un cochecito Dinky y que me miró fijamente. Joy parecía muy
distinta de la noche anterior: más elegante y más serena. Al parecer se había hecho un
corte en la mano y llevaba una tira de esparadrapo, pero por lo demás ofrecía un
aspecto inmaculado, con un vestido de lino y unos cabellos suaves y brillantes como
si acabara de lavarlos. Me dirigió una sonrisa radiante, ligeramente artificial, pero
evitó todo contacto ocular. “Hola —me dijo—. Ahora me disponía a despertarle.”
Había telefoneado al aeropuerto y mi avión salía a las 12:30. Me acompañaría allí tan
pronto yo estuviera a punto. ¿Quería desayunar, o prefería ducharme primero? Era la
perfecta anfitriona del British Council: cortés, paciente y desinteresada. Incluso me
preguntó si había dormido bien. De nuevo me pregunté si el episodio con ella de la
noche antes no habría sido un sueño erótico, pero cuando vi la bata azul colgada
detrás de la puerta del cuarto de baño, toda la peripecia acudió de nuevo a mí con un
lujo de detalles sensual que no hubiera podido ser imaginario. La forma exacta de sus
pezones, romos y cilíndricos, estaba impresa en las terminaciones nerviosas de las
puntas de mis dedos. Recordé la abundancia inusual de su vello púbico y su color
dorado pálido, matizado por la luz púrpura de la mesita de noche, y la línea a través
de su vientre donde terminaba el atezado solar de su piel. No hubiera podido soñar
todo esto. Sin embargo, era imposible tener cualquier tipo de conversación íntima con
ella, con la asistenta haciendo funcionar la aspiradora y el niño pegado en todo
momento a las piernas de su madre. Y además, resultaba obvio que ella tampoco
deseaba tenerla. Iba de un lado a otro del apartamento y charlaba con la asistenta y
con el niño. Incluso cuando me acompañó al aeropuerto se llevó al crío con ella, y se
trataba de un renacuajo muy listo al que apenas se le escapaba nada. Aunque iba
sentado detrás, se asomaba continuamente y metía la cabeza entre nosotros dos, como
si quisiera impedir cualquier intimidad. Empezaba a parecer como si fuéramos a
separarnos sin una sola referencia a lo ocurrido la noche anterior. Era absurdo. No me
era posible comprender su actitud y sentía que tenía que descubrir qué había
provocado su extraordinaria acción. ¿Sería una especie de ninfomaníaca, dispuesta a
entregarse al primer hombre disponible? ¿Sería yo el más reciente de una larga serie
de conferenciantes del British Council que habían pasado por aquel dormitorio de luz

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purpúrea? Incluso me pasó por la mente la posibilidad de que Simpson estuviera en
colusión con ella, de que yo hubiera sido un peón en un complicado juego erótico
entre ellos, y que tal vez él hubiese regresado silenciosamente al apartamento para
ocultarse detrás de uno de aquellos espejos del dormitorio. Una mirada a su perfil
ante el volante del coche bastó para hacer que tales especulaciones parecieran
fantásticas… Parecía tan normal, tan entera, tan inglesa. ¿Qué la había motivado,
pues? Deseaba desesperadamente saberlo.
»Cuando llegamos al aeropuerto, me dijo: “¿Verdad que no le importa que le deje
y vuelva a marcharme?”. Pero tuvo que apearse del coche para abrirme el maletero, y
comprendí que esta era la única oportunidad de que disponía para hablarle en
privado. “¿No vamos a hablar de esta noche?”, le pregunté mientras sacaba mi maleta
del portaequipajes. Me dirigió su radiante sonrisa de buena anfitriona. “No debe
preocuparle haber interrumpido nuestro sueño. Estamos acostumbrados a ello en
nuestro trabajo, ya que la gente llega a las horas más extrañas. Aunque no
generalmente, desde luego, en aviones en llamas. Espero que hoy tenga usted un
vuelo menos accidentado. Adiós, señor Swallow.”
»¡Señor Swallow! ¡Y esa era la mujer que solo unas pocas horas antes había
tenido las piernas ciñéndome la nuca! Bien, quedaba perfectamente claro que,
cualesquiera que fuesen sus motivos, quería fingir que nada había ocurrido entre
nosotros la noche antes…, que deseaba borrar de la historia todo el episodio,
cancelándolo, anulándolo. Y que la mejor manera de expresar yo mi gratitud consistía
en seguirle el juego. Por consiguiente, muy a mi pesar, no quise insistir en mi
investigación. Solo una cosa me permití. Ella me había tendido la mano ya, y en vez
de limitarme a estrechársela, me la llevé a los labios. Pensé que no sería un gesto
particularmente llamativo en un aeropuerto italiano. Ella se ruborizó, tan
intensamente como se había ruborizado la noche anterior cuando yo le pedí que me
rodeara con sus brazos, y toda la ternura increíble de aquel abrazo volvió a afluir en
mi conciencia, y pude ver que también en la suya. Después se dirigió a la parte
delantera del coche, se instaló en su asiento, me dirigió una última mirada a través de
la ventanilla y se alejó. Nunca más volvería a verla.
—Tal vez lo hagas cualquier día —dijo Morris.
Philip meneó la cabeza.
—No, porque está muerta.
—¿Muerta?
—Los tres se mataron en un accidente de aviación el año siguiente, en la India. Vi
sus nombres en la lista de pasajeros. No hubo supervivientes. «Simpson, J. K., esposa
Joy e hijo Gerard.»
Morris dejó escapar el aliento en un leve silbido.
—¡Oye, esto es muy triste! No creía que esa historia fuera a tener un final
desdichado.
—Irónico, también, cuando uno piensa cómo nos conocimos, ¿no te parece? Al

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principio, me sentí terriblemente culpable, como si de alguna manera yo le hubiera
pasado una muerte de la que solo por los pelos me había librado yo. Después me
convencí de que esto no era sino superstición, pero siempre conservé en mi corazón
un pequeño santuario para Joy.
—¿Un pequeño qué?
—Un santuario —dijo Philip con solemnidad. Morris tosió expulsando humo de
cigarro y dejó pasar la palabra—. Ella me devolvió un apetito vital que creía haber
perdido para siempre. Fue lo totalmente inesperado, la gratuidad de aquella entrega
de sí misma. Me convenció de que la vida merecía la pena de ser vivida, y de que yo
aprovecharía al máximo lo que de ella me quedara.
—¿Y has tenido más aventuras como esa? —inquirió Morris, un tanto mosqueado
por lo mucho que se había sentido afectado, primero por el erotismo de la narración
de Philip, y después por su penoso epílogo.
Philip se sonrojó levemente.
—Una cosa que aprendí de ella fue la de nunca dar un no a alguien que te pida tu
cuerpo, y nunca rechazar a alguien que te ofrezca libremente el suyo.
—Comprendo —dijo secamente Morris—. ¿Has elaborado este código de
acuerdo con Hilary?
—Hilary y yo no opinamos lo mismo en muchas cosas. ¿Un poco más de whisky?
—Sí, pero será el último. Mañana tengo que levantarme a las cinco.
—¿Y qué me cuentas de ti, Morris? —preguntó Philip, mientras escanciaba el
whisky—. ¿Cómo va últimamente tu vida sexual?
—Después de separarnos Désirée y yo, traté de casarme otra vez. Viví con varias
mujeres, estudiantes graduadas en su mayoría, pero ninguna de ellas quería casarse
conmigo (hoy en día, las chicas no tienen principios) y gradualmente dejó de
interesarme la idea. Ahora vivo solo. Hago jogging. Miro la televisión. Escribo mis
libros. Y a veces voy a un salón de masaje en Esseph.
—¿Un salón de masaje? —Philip parecía escandalizado.
—Has de saber que en estos lugares tienen una clase muy agradable de chicas. No
son golfas. Educación superior, limpias, bien peinadas, bien habladas… Cuando yo
era un adolescente perdí muchas horas agotadoras tratando de persuadir a chicas para
que me la menearan en el asiento posterior del Chevrolet de mi padre. Ahora, esto es
tan fácil como ir al supermercado. Ahorra mucho tiempo y no poca energía nerviosa.
—¡Pero no hay ninguna relación!
—Las relaciones matan lo sexual, ¿todavía no lo sabes? Cuanto más prolongada
una relación, menos excitación sexual hay en ella. No quieras engañarte, Philip…
¿crees que hubiera sido tan extraordinario con Joy la segunda vez, de haberla habido?
—Sí —contestó Philip—. Sí.
—¿Y la vigésimosegunda vez? ¿Y la número doscientos?
—Supongo que no —admitió Philip—. Ya sé que al final el hábito acaba por
arruinarlo todo. Tal vez sea esto lo que todos andamos buscando: un deseo no diluido

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por el hábito.
—Los formalistas rusos tenían un vocablo para eso —dijo Morris.
—Seguro que sí —admitió Philip—, pero de nada sirve decirme cuál era, pues
estoy seguro de olvidarlo.
—Ostranenie —dijo Morris—. Desfamiliarización. Era lo que, según ellos creían,
constituía la literatura. «El hábito devora objetos, ropas, muebles, la propia esposa y
el temor a la guerra… El arte existe para ayudarnos a recuperar la sensación de
vida.» Víctor Sklovsky.
—Los libros solían satisfacerme —afirmó Philip—, pero a medida que envejezco
descubro que no me bastan.
—Sin embargo, pronto volverás a recorrer la senda, ¿eh? Hilary me ha hablado de
Turquía. ¿Qué vas a hacer allí?
—Otra gira del British Council. Doy conferencias sobre Hazlitt.
—¿Les interesa mucho Hazlitt en Turquía?
—No lo creo, pero es el bicentenario de su nacimiento. Mejor dicho, lo fue el año
pasado, que fue cuando se propuso este viaje. Ha necesitado largo tiempo para
convertirse en realidad… A propósito, ¿recibiste un ejemplar de mi libro sobre
Hazlitt?
—No… y precisamente le he estado diciendo a Hilary que ni siquiera había oído
hablar de él.
Philip dejó escapar una exclamación de enojo.
—¡Típico de los editores! Les pedí específicamente que te enviaran un ejemplar
de obsequio. Permíteme que te dé uno ahora. —Sacó de la librería un volumen con la
cubierta azul pálido, garrapateó una dedicatoria en el interior y lo entregó a Morris.
El título era Hazlitt y el lector aficionado—. No espero que te muestres de acuerdo
con él, Morris, pero si crees que tiene algún mérito te agradecería muchísimo que
pudieras conseguirle alguna reseña en cualquier parte. Por el momento, no le han
dedicado ni una sola línea.
—No creo que sea de las cosas que interesan a Metacriticism —dijo Morris—,
pero veré qué puedo hacer. —Hojeó las páginas—. ¿No te parece que Hazlitt es un
tema muy poco actual?
—Injustamente negligido, en mi opinión —repuso Philip—. Un hombre muy
interesante. ¿Has leído Liber Amoris?
—No lo creo.
—Es un relato ligeramente novelado de su obsesión por la hija de su patrona. En
aquella época, él estaba separado de su mujer y esperaba vanamente conseguir el
divorcio. Ella era la arquetípica calientabraguetas. Se sentaba sobre sus rodillas y le
permitía palparla, pero no se acostaba con él ni le prometía casarse con él cuando
estuviera libre. A punto estuvo de volverle loco. Estaba totalmente obsesionado. Y
entonces un día la vio salir con otro hombre. Fin de la ilusión. Hazlitt hecho añicos.
Puedo ponerme en su lugar. Aquella chica debía de…

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La voz de Philip falló y Morris le vio palidecer mientras miraba fijamente la
puerta de la sala de estar. Siguiendo la dirección de su mirada, Morris vio a Hilary de
pie en el umbral, vestida con una bata de terciopelo azul descolorido, con capucha y
una cremallera desde el cuello hasta el dobladillo.
—No podía dormir —dijo ella—, y de pronto he pensado que había olvidado
decirte que no cerraras la puerta de la calle. Matthew todavía no ha vuelto. ¿Te
encuentras bien, Philip? Parece como si hubieras visto un fantasma.
—Esa bata…
—¿Qué le pasa a la bata? La he sacado otra vez porque la otra está en la
tintorería.
—Oh, nada de particular, pero creía que te habías deshecho de ella hace años —
dijo Philip, y vació su vaso—. Me parece que es hora de acostarse.

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SEGUNDA PARTE

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I

A las 5 en punto Morris Zapp es despertado por la señal acústica de su reloj digital
de pulsera, un sofisticado ejemplar de la tecnología miniaturizada capaz de
informarle, solo con tocar un botón, de la hora exacta en cualquier lugar del mundo.
En Cooktown, Queensland, Australia, por ejemplo, son las 3 de la tarde, hecho
carente de todo interés para Morris Zapp, que bosteza y busca a tientas el interruptor
de la lámpara de su mesita de noche… aunque en realidad, en Cooktown,
Queensland, y en este mismo momento, Rodney Wainwright, de la Universidad de
North Queensland, está trabajando en una comunicación para las conferencias de
Morris Zapp en Jerusalén, sobre el futuro de la crítica.
Hace calor, mucho calor, esa tarde en North Queensland; el sudor hace que el
bolígrafo tenga un tacto resbaladizo entre los dedos de Rodney Wainwright, y
humedece la página allí donde la almohadilla de la palma reposa sobre ella. Desde su
escritorio en el estudio de su casa de un solo piso, en las humeantes afueras de
Cooktown, Rodney Wainwright puede oír el rumor de las olas que rompen en la playa
cercana. Sabe que allí se encuentran la mayoría de sus alumnos de Inglés 351,
«Teorías de la literatura desde Coleridge hasta Barthes», hendiendo el agua blanca y
azul o echados en la deslumbrante arena, las chicas con la parte superior de sus
bikinis desabrochada para adquirir un bronceado uniforme. Rodney Wainwright sabe
que se encuentran allí porque esta misma mañana, después de la clase, le invitaron a
unirse a ellos, sonriendo y dándose codazos, en un gesto amistoso pero retador que,
descodificado, significaba: «Nosotros hemos seguido esta mañana tu juego cultural…
¿quieres jugar al nuestro esta tarde?». «Lo siento —les había dicho—. Nada me
gustaría más, pero tengo que escribir esta comunicación.» Y ahora ellos están en la
playa y él ante su escritorio. Más tarde, cuando se ponga el sol a sus espaldas, abrirán
latas de cerveza, encenderán un fuego de barbacoa y alguien buscará una tonada en
una guitarra. Cuando haya oscurecido del todo, habrá una proposición para nadar
desnudos; Rodney Wainwright ha oído rumores de que tal es el clímax usual de estas
fiestas en la playa. Imagina la participación en este ejercicio de Sandra Dix, la tetuda
rubia inglesa que siempre se sienta en la primera fila de Inglés 351, con la boca y el
escote de su blusa perpetuamente abiertos. Después, con un suspiro, enfoca su visión
en el papel rayado que tiene delante y relee lo que escribió diez minutos antes.
La cuestión es, por lo tanto, la de cómo puede la crítica literaria mantener su función arnoldiana de
identificar lo mejor que se haya pensado y dicho, cuando el propio discurso literario se ha visto
descentrado al deconstruir el concepto tradicional del autor, de la autoridad.

Rodney Wainwright inserta un par de comillas invertidas antes y después de


«autoridad» y ordena a su mente pensar la frase siguiente. La comunicación debe
terminarse a no tardar, pues Morris Zapp ha pedido ver un borrador antes de aceptarla

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para su congreso, y de la aceptación depende la beca de viaje que permitirá a Rodney
Wainwright volar a Europa este verano (o más bien dicho, este invierno), para
refrescar su cabeza en la fuente del moderno pensamiento crítico, estableciendo
contactos útiles e influyentes y aumentando la pequeña pila de honores, distinciones y
logros docentes que tal vez le consigan finalmente una cátedra en Sydney o en
Melbourne. No desea envejecer en Cooktown, Queensland. No es un lugar apto para
viejos. Incluso ahora, a los treinta y ocho años, no tiene ninguna posibilidad con las
Sandra Dix, junto a los musculosos y bronceados héroes de la playa.
Los efectos de veinte años de dedicación a la vida de la mente son demasiado
evidentes cuando se pone su bañador, por holgado que le quede este, pues debajo de
la cabeza grande y ya medio calva, con sus gafas, hay un torso pálido y en forma de
pera, con unas extremidades delgadas añadidas, como tras una idea tardía, a un dibujo
infantil. E incluso si, por algún milagro, Sandra Dix se mostrase inclinada a pasar por
alto estas imperfecciones de la carne, maravillada por la contemplación de su mente,
su esposa Beverly no tardaría en poner fin a cualquier intento de amistad más allá de
los deberes de un profesor.
Como para reforzar este pensamiento, el amplio trasero de Bev, inadecuadamente
disfrazado por una étnica bata estampada, surge ahora en el marco de la abstraída
visión de Rodney Wainwright. Doblada casi en dos y sudando profusamente bajo su
lacio sombrero que la protege del sol, retrocede arrastrando los pies a través del
marchito césped, tirando de algo… ¿qué? ¿Una manguera? ¿Una cuerda? ¿Algún
animal que lleva sujeto? Finalmente, resulta ser un juguete, un objeto de vivos
colores y con ruedas, que se menea y oscila obscenamente al avanzar, seguido por un
crío gorgoteante, hijo de alguna vecina de visita. Una mujer de recio carácter, Bev, y
Rodney Wainwright contempla su trasero con respeto, pero sin deseo. Se imagina a
Sandra Dix ejecutando el mismo movimiento con sus pantalones vaqueros, y suspira.
Obliga a sus ojos a volver al papel rayado que tiene delante.
«Una posible solución», escribe, y seguidamente hace una pausa, mordisqueando
el extremo de su bolígrafo.
Una posible solución sería correr hasta la playa, agarrar a Sandra Dix por la mano, arrastrarla
detrás de una duna de arena, bajarle la mitad inferior de su bikini y…

—¿Una taza de té, Rod? Precisamnte voy a preparar para Meg y para mí.
La cara roja y sudorosa de Bev se asoma a la abierta ventana. Rodney deja de
escribir y tapa su cuaderno con una sensación de culpabilidad. Cuando ella se
marcha, arranca la hoja, la rompe en menudos pedazos y los arroja a la papelera,
donde se reúnen con otros trozos de papel rasgados y arrugados. Empieza una hoja
nueva.
La cuestión es, por lo tanto, cómo puede la crítica literaria…

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Morris Zapp, que se ha adormecido estos últimos minutos, despierta súbitamente
presa del pánico, pero al examinar la faz iluminada de su reloj digital, comprueba
aliviado que solo son las 5:15. Salta de la cama, rascándose y temblando ligeramente
(los Swallow, con típica parsimonia británica, apagan la calefacción central por la
noche), se echa una bata encima y se encamina descalzo desde el rellano hasta el
baño. Tira del cordón de la luz, junto a la puerta, y parpadea al chocar y rebotar la
cegadora luz fluorescente contra los azulejos blancos y amarillos. Efectúa su micción,
se lava las manos y saca la lengua ante el espejo que hay sobre el lavabo. Esa lengua
se asemeja al lecho reseco de un río más que contaminado. Demasiado alcohol y
demasiados cigarros la noche anterior. Y cada noche.
Este es un momento bajo en la jornada del académico trotamundos, cuando se ve
obligado a arrancarse del sueño y levantarse, solo y a oscuras, para tomar muy
temprano su avión, y contemplando su lengua saburrosa en el espejo, frotándose los
ojos ribeteados de rojo y pasándose los dedos por la barba que brota ya en sus
carrillos, se pregunta momentáneamente por qué lo está haciendo, y si en realidad
todo ello vale la pena. Para ahuyentar tan deprimentes pensamientos, Morris Zapp
decide tomar una ducha rápida, y mala suerte si los gimoteos y resuellos de las
tuberías despiertan a sus huéspedes. También él gimotea y resuella un poco, puesto
que el agua apenas está tibia, pero el efecto de la ducha es vigorizante. Su afeitadora
de gran viajero, diseñada para funcionar con todas las corrientes eléctricas conocidas,
y en caso necesario con sus propias pilas, zumba, y el cerebro de Morris Zapp
empieza a zumbar también. Echa un nuevo vistazo a su reloj: las 5:30. El taxi ha sido
encargado para las seis, lo que le concede tiempo suficiente para prepararse una taza
de café abajo, en la cocina. Desayunará en Heathrow mientras espere su conexión con
Milán.

A tres mil millas al oeste, en Helicón, New Hampshire, una colonia de escritores
profundamente oculta en un bosque de pinos, Désirée, la ex esposa de Morris Zapp,
rebulle inquieta en su cama. Son las 12:30, y ha estado despierta desde que se acostó
una hora antes, y sabe que ello se debe a su ansiedad a causa del trabajo del día
anterior. Un millar de palabras consiguió escribir en una de las pequeñas cabañas del
bosque a las que llegan, cada mañana, los escritores residentes con las fiambreras del
almuerzo y los termos, para encerrarse con sus musas respectivas, y volvió a la
mansión principal a última hora de la tarde, satisfecha de su hazaña excepcional. Pero
al charlar con los demás escritores y artistas aquella tarde, durante la cena, ante la
televisión o a través de la mesa de ping-pong, empezaron a asaltarla pequeñas dudas
acerca de aquellas palabras. ¿Eran las palabras acertadas, las únicas posibles?
Resistió la tentación de subir precipitadamente la escalera en busca de su habitación,
para leerlas de nuevo. En Helicón la rutina es estricta, casi monástica: el día se
destina al forcejeo silencioso y solitario con el acto creativo, y el anochecer es para la

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sociabilidad, la conversación y el relajamiento. Désirée se prometió que no volvería a
mirar su manuscrito antes de acostarse y que lo dejaría en paz hasta la mañana,
reservando para este fin los primeros minutos del día siguiente; cuanto más tiempo lo
dejara, mayor era la probabilidad de olvidar lo que había escrito, y mayor por tanto la
de poder leerse a sí misma con algo así como un ojo objetivo, sentir, sin preverlo, el
impacto de identificación que ella esperaba evocar en sus lectores.
Se acostó a las 11:30, con los ojos conscientemente apartados de la carpeta
anaranjada, depositada sobre la cómoda de madera de pino y que contenía las
preciadas mil palabras. Pero parecía brillar en la oscuridad e incluso ahora, con los
ojos cerrados, puede notar su presencia, como una fuente pulsante de radiactividad.
Forma parte de un libro que Désirée ha estado tratando de escribir en los últimos
cuatro años, un libro que combina ficción y no ficción, fantasía, crítica, confesión y
especulación, un libro titulado simplemente Hombres. Cada parte del mismo va
precedida por un proverbio o aforismo conocido sobre las mujeres, en el que la
palabra clave ha sido sustituida por «hombre» u «hombres». Ha escrito ya:
«Fragilidad, te llamas hombre», «No hay ira como la de un hombre desdeñado» y
«Los hombres inicuos inquietan y los buenos aburren; esta es la única diferencia entre
ellos». Actualmente, está trabajando en la inversión del célebre grito de un Freud
desconcertado: «¿Qué quiere el hombre?» La respuesta, según Désirée, es: «Todo… y
después algo más».
Désirée se tumba sobre su estómago y patea con impaciencia el borde de su
camisón, que con tantas vueltas en la cama se le ha enredado en las piernas. Se
pregunta si ha de intentar relajarse con la ayuda de su vibrador, pero es un
instrumento que, como una monja con sus disciplinas, utiliza más bien por principio
que por un auténtico entusiasmo y, además, la pila está casi agotada y podría
quedarse sin corriente antes de que ella consiguiera llegar al clímax, exactamente
como un hombre… ¡un momento, esta sí que es buena! Enciende la lámpara de la
mesita de noche y anota en la pequeña libreta que siempre tiene a su alcance:
«Vibrador con pila descargada como un hombre». Por el rabillo del ojo puede ver la
carpeta naranja que parece arder en la madera barnizada de la cómoda. Apaga la luz,
pero ahora está despierta del todo y nada puede hacer al respecto, excepto tomar una
píldora somnífera, aunque se note somnolienta las dos primeras horas de la mañana.
Vuelve a encender la lámpara de la mesilla de noche. A ver, ¿dónde están las
píldoras? Ah sí, sobre la cómoda, junto al manuscrito. Tal vez si se permitiera tan
solo una breve ojeada, solo una frase y después a dormir…
De pie ante la cómoda, con una tableta de somnífero en la mano, a medio camino
esta de su boca, Désirée abre la carpeta y empieza a leer. Antes de darse cuenta, ha
llegado al final de los tres folios mecanografiados, los ha devorado en tres bocados
llenos de avidez. Apenas puede creer que las palabras que tanto tiempo le han exigido
para encontrarlas y unirlas entre sí, puedan consumirse con tanta rapidez, o que
puedan parecer tan vagas, tan indecisas, tan inseguras de sí mismas. Todas ellas

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tendrán que ser reescritas mañana. Traga una píldora y después otra, pues ahora solo
desea olvido. Esperando que las píldoras hagan su efecto, se sitúa ante la ventana y
contempla las colinas cubiertas de arboleda que rodean la colonia de escritores, un
paisaje monótono y monocromo a la fría luz de la luna. Árboles hasta allí donde la
vista alcanza. Árboles suficientes para hacer un millón y medio de ejemplares de
Hombres en edición de bolsillo. Dos millones. «¡Creced, árboles, creced!», susurra
Désirée. Se niega a admitir la posibilidad de una derrota. Vuelve a la cama y se tiende
boca arriba, muy rígida, con los ojos cerrados y los brazos junto a los costados,
esperando el sueño.

Morris Zapp vuelve a la habitación de huéspedes, se viste cómodamente para el viaje


—pantalones de pana, polo de algodón blanco, chaqueta deportiva—, cierra con llave
la maleta preparada la noche antes, revisa el armario y los cajones por si olvida
alguna pertenencia, y se palpa los diversos bolsillos para confirmar la presencia de su
sistema de supervivencia: billetero, pasaporte, billetes, plumas, gafas, cigarros. De
puntillas, hasta el punto en que le es posible ir de puntillas a un hombre cargado con
una pesada maleta, cruza el rellano y baja cuidadosamente por la escalera, cada uno
de cuyos escalones cruje bajo su peso. Deposita la maleta junto a la puerta principal y
mira de nuevo su reloj. Las 5:45.

Muy por encima del frío océano Atlántico Norte, a bordo del vuelo 072 TWA de
Chicago a Londres, el tiempo salta de pronto de las 2:45 a las 3:45, al deslizarse el
Lockheed Tristar a través de la invisible frontera entre dos zonas horarias. Pocas de
las trescientas veintitrés almas presentes a bordo advierten el cambio. En su mayoría,
todavía tienen sus relojes en la hora local de Chicago, donde son las 11:45 de la
noche anterior, y por otra parte la mayoría duermen o tratan de dormir. Se han servido
aperitivos y cena, se ha ofrecido la película y se han repartido licores y cigarrillos
entre los deseosos de adquirirlos. La dotación de cabina, cansada de efectuar estas
tareas, se apiña en la cocina, charlando a media voz mientras verifican sus existencias
y sus ingresos. Los armarios refrigerados, los hornos microondas y las cafeteras
eléctricas, todo ello lleno cuando el avión despegó en el aeropuerto O’Hare, están
ahora vacíos. La mayor parte de los alimentos y bebidas que contenían se encuentra
ahora en los estómagos de los pasajeros, y antes de aterrizar en Heathrow una
proporción muy crecida se hallará en los depósitos sépticos en la panza del avión.
Las luces principales en el departamento de pasajeros, amortiguadas durante el
pase de la película, han vuelto a encenderse. Los pasajeros, ahítos y en muchos casos
atiborrados, duermen inquietos. Se mueven y revuelven en sus asientos, tratando en
vano de disponer sus cuerpos en una posición horizontal, sus cabezas oscilan sobre
sus hombros como si se les hubiera dado garrote vil, y sus bocas se abren en necias

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sonrisas y feas muecas. Unos pocos pasajeros, incapaces de dormir, escuchan música
grabada en sus auriculares estereofónicos, o incluso leen gracias a los estrechos haces
de diminutos focos diestramente montados en el techo de la cabina con esta finalidad;
leen libros de sexo y aventuras, escritos por Jacqueline Susann, Harold Robbins y
Jack Higgins, gruesas ediciones de bolsillo con chillones cubiertas, comprados en los
quioscos de O’Hare. Solo una lectora tiene en su regazo un libro en cartoné, y además
parece tomar notas mientras lee. Está sentada, muy erguida y alerta, en un asiento de
ventana de la fila 16 en la clase Ambassador. Su rostro permanece en la sombra, pero
parece tener un bello perfil aristocrático, como una cara de un medallón antiguo, con
una frente alta y noble, una altiva nariz romana, y una boca y una barbilla que
denotan determinación. En el círculo de luz proyectado en su falda, una mano con
una exquisita manicura guía un delgado lápiz estilográfico chapado en oro a través de
las líneas impresas, haciendo de vez en cuando una pausa para subrayar una frase o
apuntar una nota marginal. Las largas uñas lanceoladas de esta mano están lacadas
con un barniz terracota. La mano en sí, larga, blanca y esbelta, parece casi prisionera
de tres anillos antiguos en los que hay incrustados rubíes, zafiros y esmeraldas. En la
muñeca hay un grueso brazalete de oro y un indicio de un puño de blusa, de seda
color crema, en el interior de la manga de una chaqueta de terciopelo marrón. Las
piernas de la lectora quedan cubiertas por una falda pantalón de corte generoso y del
mismo suave material, que termina exactamente debajo de las rodillas. Sus
pantorrillas están enfundadas en medias texturadas de un tono cremoso y sus pies en
unas zapatillas de piel de cabritilla que han sustituido, durante el vuelo, a un par de
elegantes botas de tacón alto y de cuero color crema, marcadas debajo del empeine
con el nombre de un exclusivo fabricante milanés de calzado de calidad. Las uñas
lacadas centellean bajo la luz de la lámpara de lectura cuando la página es vuelta
enérgicamente, aplanada y alisada, y el esbelto lápiz dorado continúa su firme
travesía de la misma. El encabezamiento de la página reza: «Ideología y aparatos
ideológicos del Estado», y el título del lomo es: Lenin and Philosophy and Other
Essays, una traducción inglesa de un libro del filósofo político francés Louis
Althusser. Las notas marginales están en italiano. Fulvia Morgana, profesora de
Estudios Culturales en la Universidad dé Padua, está trabajando. No le es posible
dormir en los aviones, y no es amiga de perder el tiempo.

En el mismo avión, unos cuarenta metros detrás de Fulvia Morgana, Howard


Ringbaum trata de persuadir a su esposa Thelma para que practique el coito con él,
allí y entonces, en la última fila de la clase económica. Las circunstancias son ideales,
indica él en un susurro cargado de urgencia, pues las luces son mortecinas, todos los
que se encuentran en su campo visual duermen, y hay un asiento vacío a cada lado de
ellos. Echando atrás los respaldos para los brazos que dividen estas cuatro plazas,
podrían crear suficiente espacio para echarse horizontalmente y joder.

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—Chist, alguien puede oírte —dice Thelma, que no comprende que su esposo
habla perfectamente en serio.
Howard oprime el timbre de servicio y, cuando aparece una azafata, le pide dos
mantas y dos almohadas. Nadie, asegura a Thelma, sabrá lo que están haciendo bajo
las mantas.
—Todo lo que yo haré debajo de la mía será dormir —dice Thelma—. Apenas
haya terminado este capítulo.
Está leyendo una novela titulada Conviene intentarlo, de un autor británico
llamado Ronald Frobisher. Bosteza y vuelve una página. El libro es bastante aburrido.
Lo compró hace años en su última visita a Inglaterra y regresó con él a Canadá sin
abrirlo, volvió a añadirlo al equipaje cuando se trasladaron a Estados Unidos, y ayer,
buscando algo que leer en el avión, lo bajó de un estante y sopló el polvo que lo
cubría, pensando que sería un buen medio para reajustarse al habla y los modismos
ingleses. Pero la novela está ambientada en los Midlands industriales, y el diálogo se
desarrolla copiosamente en un dialecto que difícilmente encontrarán en las cercanías
de Bloomsbury. Howard tiene una beca del National Endowment for Humanities,
para trabajar seis meses en el British Museum, y han conseguido alquilar un pequeño
apartamento sobre una tienda muy cerca de Russell Square. Thelma se dispone a
incribirse en un puñado de esas clases para adultos, maravillosamente baratas, que se
imparten en Inglaterra para todo, desde idiomas extranjeros hasta ornamentación
floral, y ver de veras todos los museos de la capital.
La azafata trae mantas y almohadas en bolsas de plástico. Howard extiende las
mantas sobre las rodillas de los dos y su mano asciende por encima de la falda de
Thelma. Esta la aparta de un manotazo.
—¡Howard! ¡Basta ya! ¿Qué te pasa?
Aunque enojada, no le disgusta del todo esa insólita exhibición de ardor.
Lo que le pasa a Howard Ringbaum hay que atribuirlo, de hecho al club Mile
High, una confraternidad exclusiva de hombres que han realizado el ayuntamiento
carnal en pleno vuelo. Howard leyó acerca de la existencia de este club en una
revista, mientras esperaba su turno en una peluquería hace cosa de un año, y desde
entonces le ha consumido la ambición de pertenecer a él. Un colega de Southern
Illinois, donde Howard enseña ahora lírica pastoral inglesa, al que este confesó una
noche esta ambición no satisfecha, le reveló su propia pertenencia al club y se ofreció
para presentar el nombre de Howard si este cumplía la única condición para ser
miembro. Howard preguntó si las esposas eran válidas y el colega contestó que no era
la costumbre, pero él creía que el comité de admisión se mostraría benévolo. Howard
inquirió qué prueba se exigía y el colega le respondió que una servilleta de papel
manchada de semen y con el logotipo de una compañía de aviación reconocida, y
firmada por la pareja participante en el acto. Indica la triste determinación de Howard
Ringbaum en cuanto a triunfar en toda forma de competición humana el hecho de que
sucumbiera a tan tosco bromazo sin un momento de vacilación. El mismo rasgo

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característico, exhibido en un juego de sociedad llamado Humillación e ideado por
Philip Swallow muchos años antes, le costó caro a Howard Ringbaum. De hecho, le
costó su empleo y motivó su exilio a Canadá, país del cual solo en fecha reciente ha
conseguido regresar a fuerza de escribir una larga serie de plúmbeos artículos sobre la
lírica pastoral inglesa en medio de las ventosas praderas de Alberta… pero no ha
aprendido a partir de esta experiencia.
—¿Y en el water? —susurra—. Podríamos hacerlo en el water.
—¿Estás loco? —sisea Thelma—. Allí apenas hay sitio para mear, y menos
para… Por favor, cielo, domínate. Espera hasta que lleguemos a nuestro pisito de
Londres —le sonríe con indulgencia.
—Quítate las bragas y siéntate sobre mi picha —dice Howard Ringbaum sin
sonreír.
Thelma golpea a Howard en la entrepierna con su libro y su marido se dobla de
dolor.
—¿Howard? —exclama ella con ansiedad—. ¿Estás bien, cielo? ¡No quería
hacerte daño!

Morris Zapp entra en la cocina de los Swallow, pone a hervir un recipiente y se


preparar una taza de café instantáneo, negro y fuerte. El cielo se está iluminando y
unos pocos pájaros pían indecisos en los árboles. Son las 6 en el reloj de la cocina.
Morris vacía su taza y se estaciona en el recibidor para anticiparse al timbrazo del
taxista, que podría despertar a los de la casa.
Pero alguien ya está despierto. Hay un crujido en la escalera y Philip aparece por
este orden: zapatillas de piel, tobillos desnudos y huesudos, pantalón de pijama a
rayas, bata de un color cenagoso y barba plateada.
—¿A punto de marcha? —dice, conteniendo un bostezo.
—Espero no haberte despertado —dice Morris.
—Nada de esto. Pero yo no podía dejarte marchar sin decirte adiós.
Sigue un silencio embarazoso. Ambos se sienten acaso un tanto violentos al
recordar las confidencias intercambiadas la noche anterior, bajo la influencia del
whisky.
—Cuando puedas, hazme saber qué opinas acerca de mi libro —pide Philip.
—Lo haré. Me lo llevo para leerlo en el avión. A propósito, pronto tendré yo un
nuevo libro en la calle.
—¿Otro?
—Se llama Más allá de la crítica. ¿Buen título, verdad? Te enviaré un ejemplar.
Ambos hombres se sobresaltan al oír el agudo timbrazo en la puerta.
—¡Ya está aquí tu taxi! —dice Philip—. Con tiempo de sobra, pues a esta hora
solo se necesitan treinta minutos para llegar al aeropuerto. Gracias por venir.

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—Gracias por todo, Philip —contesta Morris, estrechando la mano del otro—. Te
veré en la nueva Jerusalén.
—¿Cómo?
—En el congreso. El Jerusalem Hilton se encuentra en la parte nueva de la
ciudad.
—¡Ah, ahora caigo! Bueno, ya veremos. Lo pensaré.
El taxista recoge el equipaje de Morris y lo lleva al coche, cortesía que nunca deja
de asombrar a Morris Zapp, que viene de un país cuyos taxistas están encerrados en
sus asientos de conducir y enseñan los dientes a los pasajeros a través de barrotes,
como animales enjaulados. Al doblar el taxi la esquina, Morris se vuelve para ver a
Philip saludándole desde el porche con una mano y sujetándose con la otra los
faldones de su bata. Sobre su cabeza se corre la cortina en la ventana de un
dormitorio y una cara —¿la de Hilary?— flota, pálida, detrás del cristal.

En Chicago es medianoche; el ayer titubea un segundo antes de convertirse en el hoy.


Sopla un viento frío desde el lago, que empuja basuras a través del pavimento como
si fueran plantas rodadoras y hiela a los vagabundos, prostitutas y drogadictos que se
acurrucan en busca de refugio debajo de los arcos del ferrocarril elevado. En el
interior del hotel más lujoso y más moderno de la ciudad, la temperatura es casi
tropical. El rasgo distintivo de este edificio es que todo lo que cabría esperar
encontrar afuera está dentro, y viceversa, excepto el tiempo. Las habitaciones están
concentradas alrededor de un espacio central cerrado, y sus balcones se proyectan
hacia el interior, en una tibia atmósfera de aire acondicionado, dominando una fuente
y un estanque de lirios lleno de peces multicolores. Crecen allí palmeras y también
parras floridas que trepan por las paredes y se aferran a los balcones. Afuera,
ascensores transparentes como pequeñas burbujas de cristal suben y bajan a lo largo
de la impresionante fachada del edificio, dando vértigo a sus ocupantes. Es la
arquitectura del dentro-fuera.
En una suite del ático, desde cuyas ventanas exteriores son totalmente invisibles
los vagabundos, las prostitutas y los drogadictos, e incluso los automóviles más
grandes del Loop parecen insectos rastreros, un hombre yace desnudo boca arriba, en
el centro de una gran cama circular. Sus brazos y piernas están extendidos en forma
de X, por lo que se parece a un famoso dibujo de Leonardo, exceptuando que su
cuerpo es delgado, casi esquelético, el cuerpo de un viejo, bronceado pero lleno de
manchas; el pelo del pecho es gris, las piernas huesudas y ligeramente arqueadas, y
los pies córneos y callosos. Sin embargo, la cabeza de este hombre todavía es
hermosa: larga y estrecha, con una nariz aguileña y una melena blanca. Si estuvieran
abiertos, se vería que los ojos son de un marrón oscuro, casi negros. En la mesa de
noche hay una pila de revistas trimestrales académicas, algunas de las cuales han
caído al suelo o han sido arrojadas a él. Tienen títulos como Diacritics, Critical

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Inquiry, New Literary History, Poetics and Theory of Literature, o Metacriticism.
Están repletas de artículos impresos en líneas apretadas y de letra pequeña, con
numerosas notas al pie, en letra todavía más pequeña, y largas listas de referencias.
No contienen grabados, pero ¿quién necesita grabados cuando dispone para sí solo de
un centro de atención vivo, de carne y hueso?
Arrodillada en la cama al lado del hombre, en el espacio entre su brazo izquierdo
y su pierna izquierda, se encuentra una escultural muchacha oriental, con una
cabellera larga, lacia y reluciente que desciende sobre su cuerpo de tonalidades
doradas. Su única indumentaria es un diminuto cache-sexe de seda negra. Está dando
masaje a las flacas piernas y torso del hombre con un aceite mineral ligeramente
perfumado, prestando particular atención a su largo y delgado pene circuncidado.
Este no responde al tratamiento y se revuelve entre los ágiles dedos de la joven como
si fuera una salchicha cruda.
Se trata de Arthur Kingfisher[7], decano de la comunidad internacional dé teóricos
literarios, profesor emérito de las Universidades de Columbia y Zurich, el único
hombre en la historia académica que ha ocupado simultáneamente dos cátedras en
diferentes continentes (desplazándose en jet dos veces por semana, para pasar de
lunes a miércoles en Suiza y de jueves a domingo en Nueva York), hoy retirado pero
todavía activo en el mundo de la erudición, como asistente a congresos, consejero
editorial en revistas académicas y consultor de publicaciones universitarias. Un
hombre cuya vida es una historia concisa de la moderna crítica: nacido (como Arthur
Klingelfischer) en el fermento intelectual de Viena al comenzar el siglo, estudió con
Sklovsky en Moscú durante el período revolucionario, y con I. A. Richards en
Cambridge a finales de los veinte, colaboró con Jakobson en Praga en los años
treinta, y emigró a Estados Unidos en 1939 para convertirse en figura destacada de la
Nueva Crítica en los cuarenta y los cincuenta, y después vio sus primeras obras
traducidas del alemán por los críticos parisinos de la década de los sesenta, y fue
aclamado como un pionero del estructuralismo. Un hombre que ha recibido más
títulos honorarios de los que puede recordar y que tiene en su hogar, su casa en Long
Island, toda una habitación llena de los libros y separatas (en su mayoría sin leer)
enviados por sus discípulos y admiradores del mundo de la erudición. Y ella es Ji-
Moon Lee, que llegó hace diez años de Corea con una beca de la Fundación Ford
para sentarse a los pies de Arthur Kingfisher como alumna investigadora, y se quedó
para ser su secretaria, acompañante, amanuense, masajista y compañera de cama, con
su vida dedicada por completo a proteger al gran hombre contra las importunidades
del mundo académico y aplacar su desesperación por no ser ya capaz de conseguir
una erección o un pensamiento original. La mayoría de los hombres de su edad se
habrían resignado al menos a la primera de tales impotencias, pero Arthur Kingfisher
siempre había llevado una vida sexual muy activa y la consideraba como vitalmente
relacionada, de alguna manera profunda y misteriosa, con su creatividad intelectual.
El teléfono junto a la cama emite una discreta llamada electrónica. Ji-Moon Lee

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se seca sus dedos aceitosos con una toallita de papel y se tiende a través del cuerpo
prono de Arthur Kingfisher, apenas rozando con los rosados pezones el grisáceo pelo
pectoral de él, para alzar el receptor. Se sienta sobre sus talones, escucha y dice ante
el instrumento:
—Un momento, por favor, veré si puede ponerse. —Y después, con la mano
sobre el micro, dice a Arthur Kingfisher—: Una llamada desde Berlín. ¿La quieres
contestar?
—¿Por qué no? Al fin y al cabo, no interrumpe nada —responde sombríamente
Arthur Kingfisher—. ¿A quién conozco yo en Berlín?

El taxi cruza a trompicones los suburbios exteriores de Rummidge, lanzando a Morris


Zapp de un lado a otro en el asiento posterior, mientras el conductor negocia los
numerosos virajes y recodos en la ruta del aeropuerto. Una cinta interminable de
casas unifamiliares de tres habitaciones, casi idénticas, desfila junto al taxi en
movimiento. Las cortinas todavía están cerradas en las ventanas de la mayoría de
estas casas. Detrás de ellas, la gente sueña y dormita, se pee y ronca, mientras la
madrugada se desliza sobre los tejados, las chimeneas y las antenas de televisión.
Para la mayoría de estas personas, hoy será algo muy parecido al ayer o el mañana: la
misma oficina, la misma fábrica, la misma tienda. Sus vidas son unas vidas cerradas y
circulares, hacen girar una rueda de hábitos y sus horizontes son cercanos e
invariables. Para Morris Zapp, tales vidas son inimaginables y ni siquiera intenta
imaginarlas, pero su carácter estático incita la movilidad de él; crea, mientras su taxi
acelera a través del laberinto de calles y callejuelas, canales de doble dirección y
bucles, una especie de fricción psíquica que calienta algún profundo recoveco de su
persona, le hace sentirse envidiado y envidiable, un hombre para el cual la curvatura
de la tierra llama invitadoramente a experiencias siempre nuevas más allá del
horizonte.

De nuevo en el dormitorio principal de la villa victoriana en St. John’s Road, Philip y


Hilary Swallow están copulando tan discretamente, y casi tan furtivamente, como si
estuvieran echados en los asientos posteriores de un Jumbo.
Al volver a acostarse después de despedir a Morris Zapp, Philip, un tanto helado
después de permanecer ante la puerta de la calle en bata y pijama, encontró
irresistible el calorcillo del amplio cuerpo de Hilary. Se ajustó a él de lado,
curvándose alrededor del blando almohadón de las nalgas de ella, pasándole el brazo
por la cintura y abarcando con la mano un pesado pecho. Incapaz de dormirse, se
sintió sexualmente excitado, levantó el camisón de Hilary y empezó a acariciarle el
vientre y la entrepierna. Ella parecía húmeda y complaciente, aunque él no estuviera
seguro de si estaba totalmente despierta. La penetró lentamente, desde atrás,

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conteniendo el aliento como un ladrón, por si acaso ella recuperaba súbitamente sus
sentidos y le expulsaba de un empujón (había ocurrido antes).
De hecho, Hilary está despierta del todo, aunque mantenga los ojos cerrados.
También los ojos de Philip están cerrados. Está pensando en Joy, en un dormitorio
con luz purpúrea en una calurosa noche italiana, ella piensa en Morris Zapp, en esa
misma cama, en esa misma habitación, con las cortinas echadas ante el sol de la
tarde, diez años antes. La cama chirría rítmicamente; su cabecera golpea una vez, dos
veces, contra la pared; hay un gruñido, un suspiro, y después silencio. Philip se queda
dormido. Hilary abre los ojos. Ninguno de los dos ha visto la cara del otro. No se ha
cruzado una sola palabra entre ellos.

Mientras tanto, la conversación telefónica entre Berlín y Chicago está llegando a su


conclusión. Habla una voz cuyo inglés es impecable, solo levemente marcada por un
acento alemán.
—Entonces, Arthur, ¿no podemos tentarte para que hables en nuestro ciclo de
conferencias en Heidelberg? Me siento muy decepcionado, pues estoy seguro de que
tus opiniones sobre la Rezeptionsästhetik hubieran sido muy apreciadas.
—Lo siento, Siegfried, pero es que no tengo nada que decir.
—Como de costumbre, eres excesivamente modesto, Arthur.
—No es falsa modestia, créeme. Ojalá lo fuese.
—Pero me hago cargo. Tu tiempo está demasiado solicitado… A propósito, ¿qué
te parece esa nueva cátedra de crítica literaria de la UNESCO?
Tras una pausa prolongada, Arthur Kingfisher contesta:
—Las noticias viajan con rapidez. Ni siquiera es oficial.
—Pero ¿es verdad?
Eligiendo sus palabras con evidente cuidado, Arthur Kingfisher dice:
—Tengo razones para creerlo.
—Y yo tengo entendido que tú serás uno de los principales asesores para la
cátedra, ¿es cierto, Arthur?
—¿Me has llamado en realidad para eso, Siegfried?
Una carcajada sonora y hueca desde Berlín.
—Mi querido amigo, ¿cómo puedes imaginar semejante cosa? Te aseguro que
nuestro deseo de que hagas acto de presencia en Heidelberg es perfectamente sincero.
—Creía que tú tenías la cátedra en Baden-Baden.
—Y así es, pero colaboramos con Heidelberg para esas conferencias.
—¿Y qué estás haciendo en Berlín?
—Lo mismo que tú en Chicago, supongo. Asistiendo a otro ciclo… ¿qué iba a
ser, si no? «Posmodernismo y la búsqueda ontológica». Unos cuantos actos
interesantes. Pero nuestro congreso de Heidelberg estará mejor organizado… Arthur,

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puesto que sacas a colación la cuestión de la cátedra de la UNESCO…
—Yo no la he sacado, Siegfried. Tú lo has hecho.
—Sería hipocresía por mi parte fingir que no me interesa.
—No me sorprende, Siegfried.
—Siempre hemos sido buenos amigos, Arthur, ¿no es así? Desde que yo reseñé el
cuarto volumen de tu Recopilación de comunicaciones en la New York Review of
Books.
—Sí, Siegfried, fue una excelente reseña. Y también es excelente hablar contigo.

La mano que vuelve a depositar el receptor en su góndola, en una pulcra y funcional


habitación de hotel en la Kurfürstendamm, está enfundada en un guante negro de
cabritilla, a pesar de que su dueño está sentado en la cama, con un pijama de seda, y
toma el desayuno continental servido en una bandeja. No se sabe que Siegfried von
Tbrpitz se haya quitado jamás el guante en presencia de otra persona. Nadie sabe qué
horrenda herida o deformidad oculta, aunque se han brindado varias especulaciones:
una repulsiva señal de nacimiento, una herida supurante, alguna mutación unheimlich
como la de garras en vez de dedos, o una mano artificial de acero inoxidable y
plástico. El miembro original, alegan quienes sostienen esta última teoría, fue
aplastado y triturado por la maquinaria del Panzer que Siegfried von Turpitz tuvo
bajo su mando en las últimas etapas de la segunda guerra mundial. Deja que la negra
mano descanse por un momento sobre el receptor del teléfono, como para sellar el
instrumento contra toda filtración de información dejada en el cable que lo conectaba,
unos momentos antes, con Chicago, mientras con su mano desenguantada desmigaja
meditativamente un croissant. Después levanta el receptor y con un índice enfundado
en cuero negro llama a la centralita. Consultando una libreta encuadernada en piel
negra, pide una conferencia con París. Su cara está pálida y carente de toda expresión
bajo un ajustado gorro de cabellos rubios y lisos.

El taxi de Morris Zapp late impaciente ante los semáforos en rojo de una ancha calle
comercial, desierta a esta hora excepto el camión de la leche, y la furgoneta de
reparto de la British Airways sugiere que el aeropuerto no queda lejos. Otro anuncio
de tamaño más reducido y que recomienda el transeúnte «Have a Fling with Faggots
Tonight» no es —Morris lo sabe desde su anterior estancia en la región— un
manifiesto del Movimiento de Liberación Gay de Rummidge, sino una alusión a una
especialidad gastronómica local basada en carne picada[8]. Con un poco de suerte,
esta noche él se enfrentará a un plato humeante de tiernas y fragantes tagliatelle,
antes de pasar, por ejemplo, a una costoletta alla milanese, y tal vez una o dos
rebanadas de panettone como postre. La boca de Morris se baña en saliva. El taxi
vuelve a arrancar. Un reloj sobre la tienda de un joyero anuncia que son las 6:30.

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En París, al igual que en Berlín, son las 7:30, debido a las diferentes disposiciones
vigentes en el continente para aprovechar la luz diurna. En el dormitorio de alto techo
de un elegante apartamento en el Boulevard Huysmans, suena el timbre del teléfono
junto a la cama doble. Sin abrir los ojos, encapirotados como los de un lagarto en la
cara pardusca y correosa, Michel Tardieu, profesor de Narratología en la Sorbona,
alarga un brazo desnudo desde el edredón, para levantar el auricular.
—Oui? —murmura, sin abrir los ojos.
—¿Jacques? —inquiere una voz germánica.
—Non. Michel.
—¿Michel qui?
—Michel Tardieu.
Un gruñido germánico de enojo.
—Le ruego que acepte mis sinceras excusas —dice el que acaba de llamar, en un
francés correcto pero con acusado acento—. He marcado un número equivocado.
—Pero ¿no le conozco yo? —dice Michel Tardieu, bostezando—. Me parece
reconocer su voz.
—Siegfried von Thrpitz. Estuvimos en el mismo panel en Ann Arbor, el otoño
pasado.
—Ah, sí, ya recuerdo. «Relaciones autor-lector en la narrativa».
—Yo quería llamar a un amigo, un tal Textel. Su nombre está después del suyo en
mi agenda, y como ambos son números de París, me he confundido. Lamento esta
estupidez mía y espero no haberle molestado excesivamente.
—No excesivamente —dice Michael, bostezando de nuevo—. Au revoir.
Se da la vuelta para abrazar el cuerpo desnudo que hay junto a él en la cama,
curvándose junto al blando almohadón de las nalgas, rozando con los dedos la piel
suave, sedosa, del vientre y de la ingle, hozando el delgado cuello bajo los
perfumados rizos dorados.
—Chéri —murmura afectuosamente, mientras el otro se revuelve en sueños.

En su dormitorio revestido con paneles de roble, en el All Saint’s College de Oxford,


el Regio Profesor de Bellas Letras duerme castamente solo. Ninguna otra persona,
hombre o mujer, ha compartido esa majestuosa y anticuada cama individual —y de
hecho ninguna otra cama— con Rudyard Parkinson. Es un hombre soltero, célibe,
virgen, cosa que nadie sospecharía a partir de sus innumerables libros, artículos y
reseñas, llenos de referencias certeras y a veces osadas a las variaciones y las
extravagancias de la conducta sexual humana. Pero todo ello es sexo en la cabeza… o
en el papel. Rudyard Parkinson jamás ha estado enamorado, ni ha deseado estarlo,
observando con divertido desdén los desastrosos efectos de esa condición en el nivel

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de trabajo de sus colegas y rivales. Cuando cumplió los treinta y cinco años, ya
seguro y bien reconocido en su carrera académica, consideró la conveniencia de
casarse —fríamente, en lo abstracto, sopesando las ventajas y los inconvenientes del
estado matrimonial— y decidió en contra de esta eventualidad. Alguna que otra vez
respondía a la belleza de un joven estudiante hasta el punto de apoyar una mano
tímida en el hombro del muchacho, pero nada más.
Desde una edad muy temprana, leer y escribir han ocupado por completo la vida
en vigilia de Rudyard Parkinson, inclusive aquellas partes de la misma que la gente
normal otorga al amor y al sexo. Está enamorado de la literatura, y de los poetas
ingleses en particular: Spencer, Milton, Wordsworth y los demás. Leer sus versos es
un placer puro y desinteresado, una comunión privilegiada con grandes inteligencias,
un arrebatado disfrute de la verdad y la belleza. Escribir, escribir el mismo, es otra
cosa más semejante al acto sexual: una aserción de la voluntad, un ejercicio de poder,
una descarga de la tensión. Si no escribe algo al menos una vez al día, se muestra
irritable y deprimido, y ha de ser algo destinado a su publicación, ya que para
Rudyard Parkinson un escrito sin publicar viene a ser como la masturbación o el
coitus interruptus, una cosa tan vergonzosa como insatisfactoria.
La forma más elevada de la escritura es, claro está, un libro propio, una tarea que
haya que preparar con tacto, sutileza y astucia, y llevar a cabo a lo largo de varios
meses, como un asunto amoroso. Pero uno no siempre puede estar escribiendo libros,
e incluso mientras se dedica a ello hay pausas y descansos cuando lee meramente
fuentes secundarias, y la necesidad de una cierta evasión del ego reprimido en letra
impresa, por trivial y efímera que pueda ser la ocasión, adquiere carácter urgente. Por
consiguiente, Rudyard Parkinson jamás rehúsa una invitación para escribir la reseña
de un libro, y puesto que es un crítico sagaz y elegante, recibe muchas de estas
invitaciones. Los directores de las secciones literarias de los diarios y semanarios
londinenses le telefonean constantemente, con todos los correos llegan paquetes de
libros a la portería, y él siempre tiene como mínimo tres encargos simultáneamente
en marcha: uno en galeradas, otro en borrador y otro en la etapa de reunir notas. El
libro sobre el cual toma notas en este momento reposa, abierto y cara abajo, sobre la
mesa de noche contigua a la cama, junto a su despertador, sus gafas y su dentadura
postiza. Es un trabajo sobre teoría literaria de Morris Zapp, titulado Más allá de la
crítica, que Rudyard Parkinson está reseñando para el Times Literary Supplement. Su
dentadura parece amenazar el volumen con una mueca diabólica, como si le
prohibiera moverse mientras Rudyard Parkinson descansa.
Suena el despertador. Son las 6:45. Rudyard Parkinson alarga una mano para
acallar el reloj, parpadea y bosteza. Abre la puerta de su mesita de noche y saca de
ella un pesado orinal decorado con el escudo del Colegio. Sentado en el borde de la
cama y con las piernas abiertas, vacía su vejiga de los vestigios del jerez, el clarete y
el oporto de la noche pasada. Hay un cuarto de baño con retrete en su apartamento,
pero Rudyard Parkinson, un sudafricano llegado a Oxford a la edad de veintiún años

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y que perfeccionó una personificación de lo inglés que hoy impide distinguirle de los
especímenes auténticos, es partidario de mantener las viejas tradiciones. Vuelve a
meter el original en el mueble y cierra la puerta. Más tarde, una criada del colegio,
que recibe una generosa propina por este servicio, lo vaciará. Rudyard Parkinson se
acuesta de nuevo, enciende la luz de su cabecera, se pone las gafas, inserta la
dentadura en su boca y empieza a leer el libro de Morris Zapp en la página donde lo
dejó la noche anterior.
De vez en cuando subraya una frase o toma una nota marginal. Una leve sonrisa
burlona se insinúa en sus labios, rodeados por unas espesas patillas y bigote grises.
No va a ser una reseña favorable. A Rudyard Parkinson no le agradan en general los
eruditos norteamericanos, y a su vez la obra de él es tratada por estos con menos
respeto del que le correspondería. O, como en el caso de Morris Zapp, no es tratada
de ningún modo, sino totalmente ignorada (desde luego, buscó en la P del índice su
nombre, siempre lo primero que debe hacerse con un libro nuevo). Además, Rudyard
Parkinson ha escrito tres reseñas favorables, una tras otra y en los últimos diez días
para el Sunday Times, el Listener y la New York Review of Books, y las alabanzas le
tienen ya un poco aburrido. Unas gotas de veneno no estarían de más en esta ocasión,
y ¿qué mejor blanco que un judío americano, insolente y fanfarrón, patéticamente
ansioso de exhibir su familaridad con la más moderna y pretenciosa jerga de la
crítica?

En Turquía central son las 8:45. El doctor Akbil Borak bachiller por Ankara y doctor
en Filosofía y Letras por Hull, está desayunando en su casita de una nueva
urbanización en las afueras de la capital. Bebe té negro en un vaso, pues últimamente
no se encuentra café en Turquía. Se calienta las manos con el vaso ya que el aire es
frío en el interior de la casa, debido a que tampoco hay petróleo para la calefacción
central. Su esposa Oya, guapa y regordeta, dispone ante él pan, queso de cabra y
mermelada de pétalos de rosa. Come abstraídamente, leyendo un libro apoyado en la
mesa del comedor. Se trata de Obras completas de William Hazlitt, tomo XIV. Al otro
lado de la mesa, su hijo de tres años de edad vuelca un vaso de leche. Akbil Borak
vuelve una página, distraídamente.
—No deberías leer mientras desayunas —se queja Oya, secando el charco de
leche con un paño—. Es un mal ejemplo para Ahmed, y a mí no me agrada. Todo el
día lo paso sola aquí, sin nadie con quien hablar, y lo menos que puedes hacer es
mostrarte sociable antes de ir a tu trabajo.
Akbil gruñe, se seca el bigote, cierra el libro y se levanta.
—No durará mucho más. Solo quedan otros siete volúmenes, y el profesor
Swallow llega la semana próxima.
La noticia, bruscamente anunciada pocas semanas antes, de la inminente llegada
de Philip Swallow a Turquía para dar una conferencia sobre William Hazlitt, ha

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causado una notoria desazón en la Facultad de Inglés en Ankara, puesto que el único
miembro del cuadro docente que sabe algo acerca de los ensayistas románticos (de
hecho, el hombre que concibió la idea, dos años antes, de celebrar el bicentenario de
Hazlitt con la visita de un conferenciante británico, pero que, al no oír nada más
acerca de su propuesta, la olvidó) se encuentra en Estados Unidos con permiso
sabático. Y nadie más en el Departamento, en el momento de recibirse el mensaje,
había leído conscientemente una sola palabra de los escritos de Hazlitt. Akbil, al que,
debido a la reconocida excelencia de su inglés hablado, se le había encomendado
recibir a Philip Swallow en el aeropuerto y escoltarle a través de Ankara y
alrededores, se sintió obligado a colmar esta laguna y defender el honor del
Departamento. En consecuencia, ha sacado las Obras completas de William Hazlitt,
en veintiún tomos, de la Biblioteca de la Universidad, y los está leyendo al ritmo de
un volumen cada dos o tres días, tras haber sacrificado temporalmente, con este fin,
su investigación sobre las secuencias del soneto isabelino.
El tomo XIV es El espíritu de la época y Akbil lo mete en su cartera, se abrocha
el tabardo, besa a la todavía llorosa Oya, pellizca la mejilla de Ahmed y sale de la
casa. Es la última unidad en una fila de nuevas casas unifamiliares construidas con
losas grises de piedra prefabricadas. Cada casa tiene un jardincillo de tamaño y forma
idénticos, con sus límites netamente marcados por muros bajos de piedra gris. Estos
jardines tienen un aspecto más bien tristón y nada parece crecer entre sus muros salvo
la misma hierba áspera y las plantas espinosas que crecen afuera. Parecen unos
jardines puramente simbólicos, débiles gestos en pos de una amable existencia
suburbana entrevista por un urbanista turco itinerante en un rápido recorrido de
Coventry o de Colonia, o tal vez tímidos intentos para ahuyentar el terror psíquico de
una naturaleza arisca, ya que más allá de los muros limítrofes en los que termina cada
jardín comienza bruscamente la llanura de Anatolia. A lo largo de miles de
kilómetros, no hay nada más que estepas áridas, polvorientas y batidas por el viento.
Akbil se estremece al recibir una ráfaga de aire que llega directamente de Asia central
y sube a su destartalado Citroën Dos Caballos. Se pregunta, y no por primera vez, si
acertaron al marcharse de la ciudad para instalarse en ese lugar desierto y desolado, a
fin de tener una casa propia, un jardín y aire limpio para que lo respirase Ahmed. Les
había recordado, a él y a Oya, cuando vieron por primera vez fotos de la urbanización
en el prospecto, la casita en la que vivieron durante los tres años en que él trabajó
para su doctorado, como becario del British Council. Pero en Hull había un pub y un
puesto de venta de pescado y patatas fritas en la esquina, un pequeño parque dos
calles más lejos, con columpios y un balancín, grúas y mástiles de barcos visibles por
encima de los tejados, y una sensación general de naturaleza bien controlada por el
puño de la cultura. Este invierno pasado —había sido de los más crudos, y agravado
además por la carestía de petróleo, alimentos y electricidad— él y Oya se habían
acurrucado ante una estufilla de leña y se habían calentado compartiendo recuerdos
de Hull, murmurando los nombres encantados de calles y tiendas: «George Street»,

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«Hedden Road», «Marks and Spencer», «British Home Stores»… Nunca les pareció
extraño a Akbil y Oya Bora que el principal terminal ferroviario de la ciudad se
llamara Hull Paragon[9].

En el interior del aeropuerto de Rummidge, en contraste con el somnoliento suburbio


que se extiende más allá de la cerca de su perímetro, la jornada ha comenzado ya de
veras. Después de todo, Morris Zapp no es el único hombre de Rummidge que se
dispone a emprender un viaje. Rollizos hombres de negocios con trajes a rayas,
camisas a rayas y corbatas a rayas, portadores de delgados maletines de ejecutivo y
de ingeniosas bolsas de viaje para la ropa, todas ellas cremalleras, botones, hebillas y
bolsillos, se disponen a emprender el vuelo rumbo a Londres, Glasgow, Belfast y
Bruselas. Un grupo de turistas primerizos, reunidos para una estancia de vacaciones
en Mallorca y ataviados con chillonas indumentarias, esperan pacientemente un avión
que lleva retraso; son personas obesas y de aspecto comodón, que se sientan en la
sala de salidas con las piernas abiertas y las manos sobre las rodillas, bostezando,
fumando y comiendo golosinas. Una breve cola de viajeros que esperan plazas para el
vuelo a Heathrow miran ansiosamente a Morris Zapp cuando este avanza hasta el
mostrador British Midland y deposita su maleta sobre la báscula. La consignan para
Milán y él es dirigido hacia la Puerta Cinco. Se acerca al quiosco y compra un
ejemplar del Times. Después se une a una larga hilera de personas que avanzan
lentamente hacia el control de seguridad. Su equipaje de mano es abierto y registrado.
Dedos avezados remueven el revoltijo de artículos de tocador, medicamentos,
cigarros, calcetines de recambio y un ejemplar de Hazlitty el lector aficionado de
Philip Swallow. La mujer que efectúa el registro abre una caja de cartón y unos
objetos pequeños, duros y cilíndricos, envueltos en papel de aluminio, ruedan en la
palma de su mano. «¿Balas?», parecen inquirir sus ojos.
—Supositorios —aclara Morris Zapp.
Pocos secretos le son respetados al moderno viajero. Los extraños que le
revuelven su equipaje pueden saber de un solo vistazo el estado de su sistema
digestivo, qué método contraceptivo es su predilecto, si lleva una dentadura que
requiere un adhesivo, o si padece hemorroides, ojos de gallo, jaquecas, fatiga ocular,
grietas en los labios, rinitis alérgica o tensión premenstrual. Morris Zapp viaja con
remedios para todas estas dolencias, excepto la última.
Pasa por el detector electrónico de metales, no sin entregar primero el estuche de
sus gafas, pues sabe por experiencia que este activará el dispositivo señalizador,
recupera su bolsa colgante y camina hasta la sala de espera contigua a la Puerta
Cinco. A los pocos minutos, se notifica el vuelo con destino a Heathrow, y Morris
sigue a la azafata y los demás pasajeros hacia la pista alquitranada. Frunce el ceño al
ver el avión que van a abordar. Hacía mucho tiempo que no había volado en un avión
con hélices.

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En Tokio, ya es media tarde. Akira Sakazaki ha llegado a su casa después de su
jornada de trabajo en la Universidad, donde enseña inglés, con el tiempo justo para
evitar lo peor de la hora punta, y ahorrarse la indignidad de verse introducido en los
vagones del metro por fornidos empleados especialmente utilizados con este fin, para
que puedan cerrarse las puertas automáticas. Soltero y con la casa de su familia en un
pueblecillo de veraneo, lejos y en las montañas, vive solo en un alto y moderno
bloque de apartamentos. Puede costearse este alojamiento porque, aunque bien
equipado, ofrece un espacio extremadamente restringido. De hecho, no le es posible
estar de pie en él y, tras abrir la puerta y quitarse los zapatos, se ve obligado a gatear
en vez de caminar por él.
El apartamento, o unidad de vivienda, es como una lujosísima celda acolchada.
De unos cuatro metros de longitud por tres metros de anchura y un metro y medio de
altura, sus paredes, suelo y techo están tapizados con una moqueta de blanda fibra
sintética, sin costuras. Un bajo estante encajado en la pared hace de sofá durante el
día y es la cama durante la noche. Sobre él hay otros estantes y alacenas. Empotrados
en la pared opuesta o instalados a ras de ella, hay un fregadero de acero inoxidable,
un refrigerador, un horno microondas, una tetera eléctrica, una televisión en color, un
equipo de alta fidelidad y un teléfono. Hay una mesa baja en el suelo delante de la
ventana, una amplia abertura con cristal doble desde la que se ve un cielo vacío y
neblinoso, aunque si uno se acerca y mira hacia abajo puede ver una corriente de
gente y coches a lo largo de la calle que hay debajo, convergiendo, encontrándose y
dividiéndose como símbolos en un juego de vídeo. La ventana no puede abrirse. La
habitación tiene aire acondicionado y temperatura controlada, y está insonorizada.
Cuatrocientas celdas idénticas se acumulan y distribuyen en este edificio, como una
pila de cajas de huevos. Es una nueva urbanización, una versión sofisticada de los
hoteles «cápsula» situados cerca de los principales terminales ferroviarios y que tanta
popularidad han conseguido en los últimos años entre los trabajadores japoneses.
Hay en una pared una pequeña escotilla que permite el acceso a un diminuto
cuarto de baño sin ventana alguna, con una menuda bañera en forma de silla cuyo
tamaño solo permite sentarse en ella, y un inodoro que solo puede utilizarse en
cuclillas, cosa que, por otra parte, es la costumbre de los japoneses. En el sótano del
edificio hay una tradicional casa de baños japonesa, con ducha y grandes bañeras
comunitarias, pero Akira Sakazaki rara vez hace uso de ella. Se siente muy satisfecho
con su alojamiento, que le facilita todas las comodidades modernas de forma
compacta y conveniente, y le deja un máximo de tiempo libre para su trabajo.
¡Cuánto tiempo pierde la gente yendo de una habitación a otra…, especialmente en
Occidente! Espacio es tiempo. Akira sintióse particularmente escandalizado por el
despilfarro de ambos en las casas californianas que visitó durante sus estudios
universitarios en Estados Unidos: habitaciones separadas y no solo para dormir,

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comer y excretar, sino también para cocinar, estudiar, recibir visitas, ver la televisión,
practicar juegos, lavar la ropa y dedicarse a diversiones… y todo ello esparcido con
largueza a lo largo y lo ancho de metros y metros cuadrados, de modo que se
necesitaba todo un minuto para ir, por ejemplo, desde el dormitorio hasta el estudio.
Akira se quita ahora el traje y la camisa y los guarda cuidadosamente en el
armario empotrado situado sobre el sofá-cama. Atraviesa gateando la escotilla que
comunica con su diminuto cuarto de baño, se enjabona y aclara de pies a cabeza y
después llena la bañera en forma de sillón con agua muy caliente. Unos ventiladores
silenciosos extraen el vapor del cuarto de baño, mientras él se sumerge lentamente,
abriendo los poros para limpiarlos de la contaminación de la ciudad. Se remoja
después con agua limpia y tibia, y regresa de nuevo, a gatas, a la habitación principal.
Se cubre con unyukata de algodón y se sienta con las piernas cruzadas en el suelo,
delante de la mesa baja, sobre la cual hay una máquina de escribir eléctrica portátil. A
un lado de la máquina hay una bien ordenada pila de hojas de papel cuya superficie
está dividida en doscientos cuadrados trazados con regla, en cada una de los cuales se
ha inscrito cuidadosamente a mano un carácter japonés; al otro lado de la máquina de
escribir hay una ordenada pila de hojas en blanco del mismo papel cuadriculado, y
una edición en cartoné de una novela, con una cubierta muy manoseada: Conviene
intentarlo, por Ronald Frobisher. Akira inserta un aerograma azul, papel carbón y
papel de copia en la máquina, y comienza una carta en inglés.
Apreciado señor Frobisher:
Estoy ahora casi en la mitad de mi traducción de Conviene intentarlo. Lamento importunarle tan
pronto con nuevas preguntas, pero mucho le agradeceré que me ayude en los puntos subsiguientes. Las
referencias de páginas corresponden a la segunda edición de 1970, como antes.

Akira Sakazaki toma el libro para buscar el número de la página de su primera


consulta, y hace una pausa para examinar la fotografía del autor en la solapa posterior
de la cubierta. Hace a menudo estas pausas, como si al contemplar el semblante del
autor consiguiera penetrar más profundamente en la mente detrás del mismo, y
resolver por intuición los problemas de tono y de matiz estilístico que tantos
quebraderos de cabeza le están ocasionando. Sin embargo, la fotografía, oscura y
granulosa, pocos secretos revela. Ronald Frobisher aparece ante una puerta con cristal
deslustrado en la que hay grabada, con elegante caligrafía, la palabra «PUBLIC».
Esto ya es, en sí, un enigma para Akira. ¿Se trata de unos urinarios públicos, o de una
biblioteca pública[10]? El simbolismo sería bien distinto en cada caso. La cara del
autor es redonda y carnosa, marcada por la viruela y salpicada con diminutas motas
negras, como granos de pólvora. Los cabellos, despeinados, escasean. Frobisher lleva
unas gafas de cristales gruesos y montura de concha, y un mugriento impermeable.
Mira la cámara con cierta truculencia. El pie de la foto dice:
Ronald Frobisher nació y se crio en el Black Country[11]. Se educó en un colegio local, y en el All
Snint’s College de Oxford. Después de graduarse, volvió a su anterior colegio como profesor de inglés
hasta 1957, cuando la publicación de su primera novela, Cualquier camino, le situó inmediatamente

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como figura destacada en la nueva generación de los «Jóvenes airados». Desde 1958, se ha dedicado
plenamente a escribir, y actualmente vive con su esposa y dos hijos en Greenwich, Londres. Conviene
intentarlo es su quinta novela.

Y todavía su novela más reciente, aunque se publicó hace nueve años. Akira se ha
preguntado a menudo por qué Ronald Frobisher no publicó ninguna novela en la
última década, pero no parece cortés indagar al respecto.
Akira encuentra la página que busca y deja el libro abierto sobre la mesa. Teclea:
p. 107, línea 3 «Que me den por el saco, pero esta noche me apetecen unos cuantos faggots.»[12]
¿Quiere decir Ernie que experimenta un súbito deseo de contacto homosexual? Si es así, ¿por qué
lo menciona delante de su mujer?

Morris Zapp hubiera debido encontrarse ya en Heathrow, pero se ha producido un


retraso en la salida de Rummidge. El avión sigue aparcado en la pista frente al
edificio de la terminal.
—¿Qué pueden estar haciendo…, dándole vueltas a la banda elástica? —pregunta
al hombre sentado a su lado y junto al pasillo.
El hombre se envara y palidece.
—¿Ocurre algo malo? —pregunta con el acento del profundo Sur americano.
—Podría deberse a la visibilidad. Parece que hay bastante niebla aquí, en medio
del campo. ¿Es usted del Sur?
—¿Niebla? —exclama el hombre, alarmado y mirando hacia la ventana por
delante de Morris.
Lleva gafas de cristales sin montura y ligeramente ahumados.
En este momento, los cuatro motores del avión cobran vida tosiendo, uno tras
otro, como en una vieja película de guerra, y las hélices tallan círculos en el húmedo
aire matinal. El avión carretea hasta el final de la pista y sigue carreteando, rebotando
las ruedas sobre las grietas en el hormigón, pero sin perceptible aumento de la
velocidad. Morris no puede ver mucho más allá del extremo del ala. En cuanto al
hombre de las gafas de cristales ahumados, tiene los ojos cerrados y los nudillos
blancos a fuerza de agarrarse a los brazos de su asiento. Morris nunca ha visto a nadie
tan asustado. El avión da la vuelta de nuevo y sigue carreteando.
—¿Aún no hemos despegado? —pregunta el hombre, transcurridos unos minutos
más.
—No. Creo que el piloto se ha perdido entre la niebla —contesta Morris.
Apresuradamente, el hombre desabrocha su cinturón de seguridad, mientras
murmura:
—Voy a salir de este maldito avión. —Y grita en dirección de la cabina del piloto
—: ¡Pare el avión, quiero apearme!
Acude una azafata, corriendo por el pasillo.
—¡No puede hacer esto, caballero! Por favor, siéntese y sujétese su cinturón de

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seguridad.
Aunque protestando, el hombre se deja persuadir y ocupa de nuevo su asiento.
—Tengo uno de esos billetes de viaje con extensión —explica a Morris—, y por
esto se me ha ocurrido ir de Londres a Stratford-on-Avon por vía aérea. No lo haré
nunca más.
En este momento se oye por el amplificador la voz del capitán, que explica que ha
estado carreteando de un lado a otro de la pista para tratar de dispersar la niebla a ras
del suelo con sus hélices.
—No lo creo —dice Morris.
Sin embargo, es evidente que la maniobra ha tenido éxito, pues se les da permiso
para despegar. El avión se detiene en un extremo de la pista y la nota de los motores
alcanza un tono más alto. La cabina se estremece y trepida. Los dientes del sureño
castañetean, aunque es imposible decir si es a causa del miedo o de la vibración.
Después, el avión experimenta una sacudida hacia adelante, cobra velocidad y, con
una rapidez sorprendente, asciende en el aire. Pronto atraviesan la capa de nubes y
una radiante luz solar inunda la cabina. Las gafas del sureño son del modelo
fotosensible y se convierten en dos discos negros y opacos, de modo que resulta
difícil saber si su terror ha cedido. Morris se pregunta si le conviene iniciar una
conversación con él, pero el ruido de los motores es tan intenso que no se atreve a
realizar el esfuerzo, aparte de que en aquellos cristales opacos hay algo ligeramente
turbio que no inspira aproximaciones amistosas. Lo que hace Morris es sacar su
periódico y aguzar el oído al captar el bendito tintineo de la carretilla del café al
acercarse por el pasillo.
Morris Zapp se regodea con el sol y una taza de café humeante en la bandeja
delante de él, y lee en su ejemplar del Times los choques entre la policía y
manifestantes contra el National Front en Southall, terremotos en Yugoslavia, lucha
armada en Líbano, asesinatos políticos en Turquía, escasez de carne en Polonia,
coches bomba en Belfast, y otras muchas tragedias, aflicciones y afrentas en diversos
puntos del globo. Pero aquí arriba, por encima de las nubes, reina la calma, ya que no
el silencio. El avión no es tan rápido ni su vuelo es tan suave como el de un reactor,
pero hay más espacio que de costumbre para las piernas, y el café es bueno y está
caliente. Tal como le informa el periódico, cabe encontrarse en lugares mucho peores.

—Que me den por el saco —gruñe Ronald Frobisher, deteniéndose para recoger
el correo matinal que hay en la alfombrilla de la puerta— si esta no es otra carta de
aquel traductor japonés de mi libro.
Son las ocho y treinta y cinco minutos de la mañana en Greenwich, de hecho hora
de Greenwich, el punto cero a partir del cual se calculan todas las zonas horarias del
mundo. El aerograma azul al que Ronald Frobisher da vueltas entre los dedos no es,
desde luego, el que Akira Sakazaki ha escrito hace unos minutos, sino otro que envió

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la semana pasada. Otro se encuentra en este momento en la bodega de carga de un
Jumbo en algún lugar sobre el Golfo Pérsico, en route hacia Londres, y todavía hay
otro que está avanzando a través de la maquinaria informatizada de la Central de
Correos de Tokio, corriendo a lo largo de cintas transportadoras, virando a la
izquierda y luego a la derecha, sumergiéndose y reapareciendo como un kayak en
plena travesía de unos rápidos.
—Al menos es la quinta o sexta en lo que va de mes —refunfuña Ronald
Frobisher, al regresar al cuarto del desayuno.
—¿Eh? —hace su mujer, Irma, sin levantar la vista del Guardian.
—Ese tipo que está traduciendo Conviene intentarlo al japonés. Por lo menos le
habré contestado ya doscientas preguntas.
—No sé por qué te molestas en hacerlo —dice Irma.
—Porque es interesante, si quieres que te diga la verdad —responde Ronald
Frobisher, sentándose ante la mesa y abriendo el aerograma con un cuchillo.
—Porque es una excusa para posponer el trabajo, querrás decir —replica Irma—.
No olvides que ese guión para los de Granada lo esperan el viernes próximo.
No ha apartado los ojos de la página femenina del Guardian. Las conversaciones
con Ronald le resultan tan pronosticables que le es factible leer y hablar con él
simultáneamente. Incluso puede servirse una taza de té al mismo tiempo, como hace
ahora.
—No, es que realmente es fascinante. Escucha. «Página 76, línea 7 y ss. “Y un
buen polvo en el asiento posterior.” ¿Se trata de que Enoch tiene el asiento posterior
de su coche muy sucio de polvo?»
Irma suelta una risita, no a causa de la pregunta de Akira Sakazaki, sino de algo
que hay en la página femenina del Guardian.
—O sea que ya puedes ver el problema —dice Ronald—. Es un error
perfectamente natural. Es que, en realidad, ¿por qué «polvo», para indicar la
jodienda?
—No lo sé —contesta Irma, volviendo una página—. Explícamelo. Tú eres el
escritor.
—«Página 93, línea 22. “Lo que buscaba Enoch era echar un polvo.” ¿Significa
que Enoch deseaba ensuciar todavía más su coche?» Lo cierto es que hay que
compadecer al pobre hombre. Nunca ha estado en Inglaterra, lo que le pone la cosa
todavía más difícil.
—¿Y por qué se preocupa tanto? No me imagino a los japoneses interesados en
lecturas sobre la vida sexual en las callejuelas de Dudley.
—Porque yo soy una figura importante en la novela británica de posguerra, he
aquí el porqué. Y tú nunca has querido enterarte, ¿verdad? Nunca has podido creer
que a mí se me podía considerar como literatura. Crees que soy tan solo un
mercenario que escribe guiones para la televisión.
Irma, acostumbrada a las pataletas de Ronald Frobisher, sigue leyendo con

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expresión risueña. Frobisher mastica airadamente un trozo de tostada con mermelada
y abre otra carta.
—Escucha esto —dice—: «Distinguido señor Frobisher: En septiembre
celebraremos un congreso en Heidelberg sobre el tema de la Recepción del Texto
Literario, y deseamos contar con la participación de varios escritores reputados
como usted…». ¿Ves lo que quiero decir? En realidad, podría ser bastante interesante.
Nunca he estado en Heidelberg. Firma un cabeza cuadrada llamado Von Turpitz.
—¿Estás yendo a muchos de esos congresos, no?
—Todo es experiencia. También podrías venir tú, si quieres.
—No, gracias. Ya estoy harta de patearme iglesias y museos mientras tú charlas
con los sicofantes locales. ¿Y por qué todos tus fans son extranjeros, últimamente?
¿No saben que aquello del Joven Airado ya ha concluido?
—¡No tiene nada que ver con aquello del Joven Airado! —exclama Ronald
Frobisher, airado, y abre otro sobre—. ¿Quieres ir a la fiesta de la Real Academia de
Literatura? Este año es a bordo de un barco. Se supone que yo he de entregar uno de
los premios.
—No, gracias.
Irma vuelve otra página del Guardian. Un reactor zumba en las alturas, camino de
Heathrow.

La niebla en Heathrow, causante de la desviación a Stanstead del vuelo 072 de la


TWA, procedente de Chicago, se ha aclarado súbitamente, por lo que el avión ha
dado media vuelta y se está aproximando a Heathrow desde el este. A tres mil pies
por encima de las cabezas de Ronald e Irma Frobisher, Fulvia Morgana cierra de
golpe su ejemplar de Lenin and Philosophy y lo guarda, junto con sus zapatillas de
cabritilla, en su espaciosa bolsa de color anaranjado oscuro, firmada por Fendi.
Desliza sus pies en las botas Armani de color crema y las ajusta alrededor de sus
pantorrillas, procurando no enganchar sus medias con las cremalleras. Altivamente,
contempla a sus pies el serpenteante Támesis, San Pablo, la Torre de Londres y el
Tower Bridge. Distingue la cúpula del British Museum, debajo de la cual Marx forjó
los conceptos que permitirían al hombre no solo interpretar el mundo, sino también
cambiarlo: el materialismo dialéctico, la teoría de la plusvalía y la dictadura del
proletariado. Sin embargo, la fantasía seudogótica del Parlamento, afianzando la
pesada mole del Big Ben, recuerda a la pasajera marxista cuán lento ha sido el ritmo
del cambio. La Madre de los Parlamentos, y por lo tanto la Madre de la Represión.
Todos los parlamentos deben ser abolidos.
—¡Oh, mira, Howard! ¡El Big Ben! —exclama Thelma Ringbaum, dando un
codazo a su marido, en la última fila de la clase económica.
—Ya lo tengo visto —replica él, malhumorado.
—Dentro de unos momentos aterrizaremos. No olvides la botella libre de

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impuestos.
Howard busca debajo de su asiento la bolsa de plástico en la que hay casi dos
litros de scotch, adquiridos en el aeropuerto O’Hare, que han viajado unas ocho mil
millas desde que fueron destilados, y que ahora se encuentran a unos pocos cientos de
su lugar de origen. Un choque apagado anuncia que ha descendido el tren de
aterrizaje. El Tristar inicia su descenso hacia Heathrow.

Morris ya ha aterrizado en Heathrow y está engullendo huevos con jamón y tostadas,


sentado en un taburete alto del mostrador en el restaurante de la Terminal Uno, con
Hazlitt y el lector aficionado, de Philip Swallow, apoyado en la azucarera. Es la
glotonería, y no la urgencia, lo que le mueve a comer tan deprisa, pues tiene dos
horas de espera antes de que llamen su vuelo para Milán. Lamiendo la mantequilla
que ha quedado en sus dedos, abre el libro. Este cuenta, lo que nada tiene de
sorprendente, con un epígrafe de William Hazlitt:
Me sitúo meramente a la defensiva. No tengo inferencias positivas que hacer, ni novedades que
exponer, y solo tengo que defender un sentimiento de sentido común contra el refinamiento de una falsa
filosofía.

Morris Zapp suspira, menea la cabeza y unta con mantequilla otra tostada.

En Cooktown, Queensland, Rodney Wainwright mastica su cena con mayor


deliberación, en parte porque tiene una muela floja y las chuletas están demasiado
hechas, y en parte porque no tiene apetito.
—Coño, cómo quema esto —refunfuña mientras se seca la frente con una
servilleta.
—No digas palabrotas, Rod —le reprende a media voz Bev, lanzando una mirada
a sus dos hijos, Kevin de catorce años y Cindy de doce, que están limpiando
celosamente los huesos de sus chuletas, ayudándose con unos dedos grasientos.
En las últimas tres o cuatro horas, la comunicación de Rodney Wainwright sobre
el futuro de la crítica no ha progresado satisfactoriamente. Ha llenado dos folios y
después los ha rasgado. Su argumentación sigue bloqueada en: «La cuestión es, por lo
tanto, cómo puede la crítica…». Las sombras se alargan sobre el mustio césped.
Llega el retumbar de las olas a través del ventanal abierto. En la playa, sin duda, en
este mismo instante Sandra Dix, tras haber cambiado su bikini mojado por unos
vaqueros descoloridos y cortados, y por una camiseta muy ajustada, está asando sobre
una parrilla al rojo pescado recién sacado del mar.

En Helicón, New Hampshire, Désirée Zapp duerme, respirando ruidosamente, y


sueña que vuela, alzándose y planeando en camisón bajo un límpido cielo azul y por

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encima de una multitud de pinos.

Philip Swallow se despierta por segunda vez esta mañana y se toca los genitales,
ligera y rápidamente, en un gesto destinado a tranquilizarle y efectuado cada mañana
desde que tenía cinco años y su madre le dijo que, si no dejaba de jugar con su pito,
se le caería. Se despereza bajo las sábanas. Donde antes estaba Hilary, hay un hueco
en el colchón que ya se está enfriando. Mira el reloj sobre la mesita de noche, se frota
los ojos, mira fijamente, blasfema y salta de la cama. Al bajar precipitadamente por la
escalera, se cruza con su hijo Matthew, que sube.
—Hola, padre nuestro —dice Matthew, cuyo humor actual se basa en fingir ser un
jovencito de clase obrera del norte de Inglaterra.
—¿No deberías estar en clase? —inquiere fríamente Philip.
—Hay jaleo —explica Matthew—. Acción industrial por parte de la Asociación
de Maestros de Escuela.
—Lamentable —comenta Philip, por encima del hombro—. Los profesores
universitarios jamás harían huelga.
—Solo porque nadie se daría cuenta —replica Matthew desde lo alto de la
escalera.

Arthur Kingfisher duerme, acurrucado junto a las bien formadas espalda y nalgas de
Ji-Monn Lee, quien, antes de acostarse, le preparó una pipa de opio. Por consiguiente,
sus sueños son psicodélicos: desiertos de arena purpúrea con dunas que se mueven
como un mar aceitoso, un bosque de árboles con deditos dorados en vez de hojas y
que acarician al caminante cuando este los roza, una vasta pirámide con un diminuto
ascensor de cristal que sube por una cara y baja por otra, una capilla en el fondo de un
lago y en el altar, allí donde debería estar el crucifijo, una mano negra, cortada a nivel
de la muñeca y con los dedos extendidos.

Siegfried von Turpitz lleva ahora guantes negros en ambas manos. Estas aferran el
volante de su cupé negro BMW 635 CSi, con motor de 3453 ce, carburador Bosch de
inyección electrónica y caja de cambios Getrag con cinco marchas sincronizadas.
Mantiene regularmente el coche en los ciento ochenta por hora en el carril rápido de
la Autobahn entre Berlín y Hannover, obligando a los vehículos menos rápidos a
cederle el paso, pero no encendiendo y apagando sus faros (lo cual está prohibido por
la ley), sino situándose detrás de ellos rápida y silenciosamente, y muy cerca, de
modo que cuando un conductor mira por el retrovisor, que momentos antes estaba
vacío excepto un puntito negro en el horizonte, lo encuentra, para su asombro y
terror, totalmente ocupado por la oscura masa y el parabrisas coloreado del BMW,

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detrás del cual y bajo un casquete de cabellos lisos e incoloros, flota el pálido e
impasible rostro de Siegfried von Turpitz… y, con toda la rapidez que la impresión
sufrida por sus nervios le permite, el conductor se hace a un lado para dejar pasar al
BMW.

En la cocina, más bien anticuada, del apartamento de alto techo en el Boulevard


Huysmans, Michel Tardieu muele café a mano (pues no puede soportar el chirrido de
una Moulinex) y se pregunta ociosamente por qué desearía Siegfried von Tbrpitz
hablar tan urgentemente con Jacques Textel, hasta el punto de intentar telefonearle a
las 7:30 de la mañana. También Michel Tardieu conoce a Textel, un antropólogo
suizo que en cierta ocasión ocupó una cátedra en Berna, pero que después pasó a la
administración cultural internacional y hoy es alguien muy importante en la
UNESCO. Es hora, piensa Michel, de que él y Textel almuercen juntos.
Al terminar su molienda, oye cerrarse con estruendo la puerta de entrada del
apartamento. Albert, encantador con su blouson de lana azul marino y los ajustados
Levis blancos que Michel le trajo al volver de su última visita a Estados Unidos, entra
y arroja sobre la mesa de la cocina, con visible malhumor, una bolsa llena de
croissants y bollos, y un ejemplar de Le Matin. A Albert le molesta esta misión
regular por la mañana temprano, y a menudo se queja de ella. Ahora lo hace. Michel
le apremia para que contemple esta tarea a la luz de la moderna teoría narrativa.
—Es una búsqueda, chéri, una historia de partida y regreso: tú te aventuras en el
exterior y después regresas, cargado de tesoros. Eres un héroe.
La respuesta de Albert es breve y obscena. Michel sonríe benévolamente y vierte
agua hirviente en el filtro del café. Pretende seguir imponiendo a Albert este deber
matinal, solo para recordarle quién es el que paga el café y los croissants, ello sin
hablar de las ropas y el calzado, la peluquería, los discos y las lecciones de patinaje
sobre hielo.

En Ankara, Akbil Borak ha llegado por fin al barrio de la Universidad, unos noventa
minutos después de salir de su casa, treinta de los cuales los ha pasado en la cola de la
gasolina. Una multitud converge hacia el campus, caminando indiferentemente por la
calzada y por las aceras. Haciendo sonar su bocina a intervalos frecuentes, Akbil se
abre paso a través de esa corriente de humanidad, que se abre frente al Dos Caballos
y vuelve a cerrarse detrás. Divisa un espacio vacío en el pavimento y se sube al
bordillo para aparcar. La corriente de peatones se rompe y dispersa
momentáneamente, y después forma de nuevo un remolino alrededor del vehículo
estacionado. Akbil cierra su coche y atraviesa a buen paso la plaza central. Dos
grupos de estudiantes, rivales políticos, uno de izquierdas y otro de derechas, se han
enzarzado en una acalorada discusión. Se alzan las voces, hay empujones y forcejeos,

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alguien cae al suelo y una chica grita. De pronto aparecen dos soldados armados,
corriendo con sus pesadas botas, apuntando con sus armas de fuego a los
alborotadores y ordenándoles a gritos dispersarse, cosa que hacen, algunos
caminando hacia atrás con los brazos alzados en señal de rendición o de súplica. No
ocurrían estas cosas en Hull, piensa Akbil, mientras busca cobijo tras una imponente
estatua de hierro negro que representa a Kamal Ataturk, invitando a la juventud turca
a compartir los beneficios de la enseñanza.

Akira Sakazaki ha mecanografiado su última pregunta, por el momento, a Ronald


Frobisher (una muy peliaguda, referente al significado literal y metafórico de crumpet
y su relación con pikelet[13]), escrito la dirección, cerrado el sobre y pegado el sello
para enviar la carta al día siguiente por la mañana, metido una cena rápida en el horno
microondas y, mientras espera que se cueza, lee su edición vía aérea del Times
Literary Supplement y escucha el concierto de violín de Mendelssohn en sus
auriculares estereofónicos.

El Big Ben da las nueve. Otros relojes, en otras partes del mundo, dan las diez, las
once, las cuatro, las siete, las dos…

Morris Zapp eructa, Rodney Wainwright suspira, Désirée Zapp ronca. Fulvia
Morgana bosteza —un bostezo rápido y sorprendentemente amplio, como el de un
gato— y reanuda su reposo de antes. Arthur Kingfisher refunfuña en alemán en
sueños. Siegfried von Turpitz, atrapado en un atasco del tráfico en la autopista,
tamborilea impacientemente sobre el volante con los dedos de una mano. Howard
Ringbaum forcejea para introducir de nuevo sus hinchados pies en los zapatos.
Michel Tardieu está sentado ante su mesa escritorio y reanuda su trabajo sobre una
complicada ecuación que representa, en términos algebraicos, el argumento de
Guerra y paz. Rudyard Parkinson se sirve kedgeree[14] del calientaplatos que hay en
el aparador de la sala de desayuno de los Fellows, y ocupa su lugar en la mesa en
medio de un silencio solo roto por el susurro de los periódicos y el tintineo y raspado
de loza y cubertería. Akbil Borak sorbe té negro de un vaso en un pequeño despacho
que comparte con otros seis y se concentra, ceñudo, en El espíritu de la época. Akira
Sakazaki rasga el papel de aluminio de su cena rápida y sintoniza su radio para captar
el World Service de la BBC. Ronald Frobisher busca «polvo» en su diccionario.
Philip Swallow irrumpe en la cocina de su casa en St. John’s Road, Rummidge,
evitando mirar a su mujer. Y Joy Simpson, a la que Philip supone muerta, pero que
está viva en algún lugar de este globo giratorio, se sitúa ante una ventana abierta, se
llena de aire los pulmones, hace pantalla ante sus ojos para protegerlos del sol, y

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sonríe.

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II
El trabajo de billetaje en Heathrow, o en cualquier otro aeropuerto, no es brillante ni
particularmente satisfactorio. Es una tarea mecánica y repetitiva: inspeccionar el
billete, verificarlo de acuerdo con la lista de pasajeros en el ordenador terminal,
arrancar el billete de su funda, comprobar el peso del equipaje, etiquetar este,
preguntar si el pasajero es fumador o no fumador, adjudicar un asiento y entregar un
pase de embarque. La única variación en esta rutina se produce cuando las cosas van
mal, es decir, cuando los vuelos sufren demora o son cancelados a causa del mal
tiempo, de las huelgas o de los fallos técnicos. Entonces, el empleado soporta todo el
peso de la ira de los clientes, sin poder hacer nada para aminorarla. En su mayor
parte, es un trabajo aburrido y monótono, consistente en atender a unas personas que
se impacientan por concluir su breve relación con el revisor, y a las que este
probablemente no volverá a ver nunca más.
Cheryl Summerbee, empleada de billetaje de la British Airways en la Terminal
Uno de Heathrow, no se quejaba, sin embargo, de aburrimiento. Aunque los pasajeros
que pasaban a través de sus manos apenas se fijaban en ella, ella sí se fijaba, y
mucho, en ellos. Inyectaba interés en su tarea efectuando rápidas evaluaciones de sus
caracteres y tratándolos en consecuencia. A aquellos que eran groseros o arrogantes,
o desagradables en otros aspectos, les adjudicaba asientos incómodos o
inconvenientes, cercanos a los inodoros, o junto a madres con crios lloriqueantes. A
quienes le causaban una impresión favorable les recompensaba con las mejores
plazas, y siempre que era posible los colocaba junto a algún miembro atractivo del
sexo opuesto. En manos de Cheryl Summerbee, la adjudicación de asientos era todo
un arte, una operación tan delicada y compleja como la de organizar citas a ciegas
entre los clientes de una agencia matrimonial. Y ello le daba un aura de satisfacción,
una sensación placentera de hacer el bien a hurtadillas, al pensar en cuántos asuntos
amorosos, e incluso matrimonios, debía de haber instigado entre personas
convencidas de haberse conocido por pura casualidad.
Cheryl Summerbee era una gran partidaria del amor. Creía firmemente que este
hacía girar el mundo, y añadía su granito de arena para mantener el globo girando
sobre su eje gracias a su discreta manipulación de los asientos en los Tridents de la
British Airways. En el estante debajo de su mostrador guardaba una novela rosa Mills
and Moon[15] para leer en aquellos períodos de calma en los que no había pasajeros a
los que atender. La que leía ahora se titulaba Escena de amor y trataba de una joven
llamada Sandra que iba a trabajar como niñera para un director cinematográfico cuya
esposa había muerto trágicamente en un accidente automovilístico, dejándole con dos
hijitos de los que cuidar. Sandra, claro está, se enamoraba del director, pero por
desgracia este estaba enamorado de la actriz que tenía el papel principal en la película
que él estaba dirigiendo… ¿o acaso tan solo fingía este enamoramiento para que ella

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estuviera de buen humor? ¡Claro que era eso! Cheryl Summerbee había leído
suficientes novelas de la misma colección para saberlo, y de hecho apenas necesitaba
seguir leyendo para pronosticar con exactitud cómo terminaría la historia. La mitad
de su mente despreciaba esas novelas de amoríos, pero las devoraba con una
codiciosa premura, como si fueran dulces baratos. Hasta el momento, su vida estaba
exenta de todo noviazgo o idilio, y no por falta de proposiciones, sino porque era una
muchacha de anticuados principios morales, que pretendía llegar virgen al altar.
Había conocido a varios hombres más que dispuestos a librarla de su virginidad, pero
no a casarse antes con ella, y por consiguiente todavía estaba esperando que
apareciera el príncipe azul. No tenía una imagen muy clara de qué aspecto ofrecería,
excepto que habría de tener un pecho duro y unos muslos firmes. Al parecer, todos
los héroes de sus novelas rosas tenían pechos duros y muslos firmes.
El hombre que llevaba la gorra de tweed a cuadros no parecía tener estos atributos
—más bien se trataba de lo contrario—, pero al instante agradó a Cheryl. Su tamaño
era superior a la media, con cada línea de su figura ligeramente exagerada, como un
personaje de historieta, pero daba la impresión de saberlo perfectamente y de que no
le importaba un comino. Solo verle obligaba a sonreír, pues avanzaba contorneándose
a través de la atestada terminal, con su absurda gorra echada hacia adelante, un
grueso cigarro entre los dientes y su trinchera cruzada, abierta sobre una chillona
chaqueta deportiva a cuadros. Cheryl le sonrió al titubear él ante los dos mostradores
que atendían al vuelo de Milán y, al ver su sonrisa, se colocó en la cola formada ante
ella.
—Hola —dijo, cuando le tocó el turno—. ¿Nos habíamos visto antes?
—No lo creo, caballero —contestó Cheryl—. Es que estaba admirando su gorra.
Tomó el billete de él y leyó su nombre: Zapp M., Prof.
El profesor Zapp se quitó la gorra a cuadros y la sostuvo en el extremo de su
brazo.
—La compré precisamente aquí, en Heathrow, hace unos pocos días —dijo—, y
no creo que vaya a necesitarla en Italia. —Entonces su expresión cambió, pasando de
la complacencia al disgusto—. ¡Caray, prometí dársela a aquel joven McGarrigle
antes de marcharme! —Golpeó la gorra contra el muslo, confirmando con ello la falta
de firmeza de esta parte de su anatomía—. ¿Hay aquí algún sitio desde el cual pueda
mandar un paquete por correo?
—Nuestra oficina postal está cerrada por obras, pero hay otra en la Terminal Dos
—contestó Cheryl—. Supongo que deseará su asiento en la sección de fumadores,
¿verdad, profesor Zapp? ¿Ventana o pasillo?
—Tanto me da. Lo que me pregunto es cómo voy a hacer un paquete con esta
gorra.
—Déjemela a mí. Yo la enviaré.
—¿De veras? Muy amable, Cheryl.
—Forma parte del servicio, profesor Zapp —replicó ella sonriendo. Era uno de

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aquellos raros pasajeros que observaban el distintivo con su nombre prendido en su
uniforme, o que, habiéndolo observado, lo utilizaban—. Basta con que escriba el
nombre y las señas de su amigo en esta etiqueta, y yo me ocuparé de enviarlo cuando
acabe el servicio.
Mientras él se ocupaba en esta tarea, verificó el plano de asientos que tenía
delante de ella y revisó en la pantalla del ordenador la lista de pasajeros que ya se
habían presentado. Cosa de un cuarto de hora antes, había hablado con una profesora
italiana extremadamente elegante, más o menos de la edad adecuada —más joven que
él, pero no demasiado joven— y que hablaba muy bien el inglés, salvo alguna leve
dificultad con sus aspiradas. Sí, ahí estaba: Morgana F., Prof. Se había mostrado muy
exigente, solicitando un asiento de ventana en la sección de fumadores, tan adelante
como fuese posible y en el lado izquierdo del avión. Esto no le importaba a Cheryl,
pues respetaba a las personas que sabían lo que querían, siempre y cuando no
armaran jaleo si no podían conseguirlo. La profesora Morgana parecía muy capaz de
armarlo y muy de veras, pero no se le presentó la ocasión, ya que Cheryl había
podido acomodarla exactamente como ella pedía, en la fila 10 y la butaca A de
ventanilla. Arrancó ahora el adhesivo del asiento 10B en el plano que tenía delante de
ella y lo pegó en la tarjeta de embarque del profesor Zapp. Este le entregó su gorra,
junto con la etiqueta y dos billetes de una libra metidos en una orejera de aquella.
—No creo que cueste tanto dinero enviarlo —dijo Cheryl, leyendo la etiqueta:
«Percy McGarrigle, Departamento de Inglés, Universidad de Limerick, LIMERICK,
Irlanda».
—Si sobra algo, tome una copa a mi salud.
Mientras hablaba, ambos oyeron una pequeña explosión medio sofocada, el ruido
distintivo, inconfundible, de una botella de aguardiente exento de impuestos al
estrellarse contra el suelo de hormigón de una terminal de aeropuerto y hacerse
añicos dentro de su bolsa de plástico, y también un grito de «¡Mierda!» y un
desmayado y antifónico «¡Oh, Howard!». A pocos metros de distancia, un hombre y
una mujer se miraban acusadoramente a través de una carretilla cargada de equipaje y
de la que evidentemente se había caído la bolsa de plástico. El profesor Zapp, que
había vuelto la cabeza para localizar el origen del fatídico ruido, se volvió de nuevo
para enfrentarse a Cheryl, alzando los hombros y levantándose el cuello del
impermeable.
—¡No haga nada que pueda llamar la atención de aquel hombre! —siseó.
—¿Por qué? ¿Quién es?
—Se llama Howard Ringbaum y es un coñazo notorio. Asimismo, aunque él
todavía no lo sepa, he rechazado una comunicación que envió para un congreso que
estoy organizando.
—¿Qué es eso de un coñazo?
—Un coñazo es una persona generalmente despreciable, como Howard
Ringbaum.

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—¿Y por qué le cae tan gordo? No tiene tan mal aspecto.
—Es que es muy egoísta. Es muy mezquino. Es muy calculador. Por ejemplo,
cuando Thelma Ringbaum dice que es hora de dar una fiesta, Howard se guarda
mucho de enviar invitaciones: va llamando y pregunta a cada uno si, en caso de dar él
una fiesta, vendría.
—La que va con él debe de ser su esposa —dijo Cheryl.
—Thelma es una buena chica, solo que padece ceguera para los coñazos —
explicó el profesor Zapp—. Nadie puede figurarse cómo resiste estar casada con
Howard.
Por encima del hombro del profesor Zapp, Cheryl vio a Howard Ringbaum alzar
cautelosamente la bolsa de plástico sosteniéndola por las asas. Se hinchó
ominosamente en su parte inferior, con el peso del licor derramado.
—Tal vez pueda filtrarlo —dijo Howard Ringbaum a su esposa, pero mientras
hablaba una astilla de vidrio perforó el plástico y vertió un chorro de límpido scotch
sobre su zapato de ante—. ¡Mierda! —volvió a exclamar.
—¡Oh, Howard!
—¿Y qué estamos haciendo aquí, además? —rezongó él—. Tú has dicho que era
la salida.
—No, Howard, tú has dicho que era la salida. Yo solo te he seguido.
—¿Se han marchado ya? —murmuró el profesor Zapp.
—Se están marchando —contestó Cheryl y, observando que los pasajeros que
esperaban formando cola detrás del profesor Zapp empezaban a mostrar inquietud,
llevó la operación a una rápida conclusión—. Aquí tiene su tarjeta de embarque,
profesor Zapp. Ha de estar en la sala de embarque media hora antes de su hora de
vuelo. Su equipaje ha sido facturado hasta Milán. Le deseo un buen viaje.

Y así fue como cosa de una hora más tarde Morris Zapp se encontró sentado al lado
de Fulvia Morgana en un Trident de la British Airways con destino a Milán. No
necesitaron mucho tiempo para descubrir que ambos eran académicos. Mientras el
avión carreteaba todavía hacia la pista de despegue, Morris tenía ya el libro de Philip
Swallow sobre Hazlitt en su regazo, y Fulvia Morgana su ejemplar de los ensayos de
AIthusser en el suyo. Ambos echaron una mirada subrepticia a la lectura del vecino, y
el resultado fue como un apretón de manos masónico. Sus ojos se encontraron.
—Morris Zapp, Euphoric State —dijo él, alargando la mano.
—Ah, sí, yo le he oído hablar. El diciembre pasado, en Nueva York.
—¿En la MLA? ¿No es usted filósofa, pues? —preguntó, indicando con la cabeza
Lenin and the Philosophy.
—No, mi campo es el de los estudios culturales. Fulvia Morgana, Padua. En
Europa, los críticos se sienten muy interesados por el marxismo. En América no
tanto.

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—Supongo que en América siempre nos hemos sentido más atraídos por Freud
que por Marx, Fulvia.
Fulvia Morgana. Morris hojeó rápidamente su índice de fichas mental. Era un
nombre que recordaba vagamente haber visto en los titulares de varias prestigiosas
revistas de teoría literaria.
—Y ahora Derrida —dijo Fulvia Morgana—. En Chicago —acabo de estar en
Chicago— todo el mundo leía a Derrida. América anda de cabeza con la
deconstrucción. ¿Por qué será?
—Bien, yo mismo soy un poco deconstruccionista. Tiene algo de excitante… la
última emoción intelectual que nos queda. Es como aserrar la rama en la que uno está
sentado.
—¡Exactamente! Es algo tan narcisista, sin la menor esperanza.
—¿Cuál era el tema del congreso?
—El título era «La crisis del signo».
—¡Ah, sí! Me invitaron, pero no pude ir. ¿Qué tal estuvo?
Fulvia Morgana encogió los hombros dentro de su chaqueta de terciopelo marrón.
—Como de costumbre. Muchas disertaciones aburridas. Algunas reuniones
interesantes.
—¿Quién había?
—Todos los que era de esperar. La pandilla hermenéutica de Yale. La docencia
simpatizante de Johns Hopkins. Los aristotélicos locales de Chicago, naturalmente. Y
también estaba Arthur Kingfisher.
—¿De veras? Debe de estar ya muy viejo.
—Pronunció el… ¿cómo lo llaman ustedes? El discurso de apertura. La primera
tarde.
—¿Bueno?
—Terrible. Todos estaban esperando saber qué directriz iba a tomar acerca de la
deconstrucción. ¿Estaría a favor o en contra? ¿Seguiría las premisas de su anterior
trabajo estructuralista hasta su lógica conclusión, o bien se replegaría en una defensa
de la tradicional erudición humanista?
Fulvia Morgana hablaba como si estuviera citando a partir de algún informe que
ya hubiese redactado acerca de la conferencia.
—Déjeme adivinarlo —contestó Morris.
—Perdería el tiempo —dijo Fulvia Morgana, desabrochando el cinturón de
seguridad y alisando su falda pantalón de terciopelo sobre sus rodillas. El avión había
despegado durante esta conversación, aunque Morris apenas se había dado cuenta de
ello—. Dijo que por una parte esto y que por otra parte lo otro. Soslayó
continuamente el tema. Divagó una y otra vez. Repitió cosas que ya había dicho hace
veinte o treinta años, cuando las decía mejor. Fue muy penoso, se lo aseguro, pero a
pesar de todo le dedicaron una clamorosa ovación.
—Es que es un gran hombre. Era un gran hombre, al menos. El rey de los teóricos

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de la literatura. Creo que para muchas personas viene a personificar toda la profesión
de los estudios literarios académicos.
—Entonces debo decir que la profesión goza de una salud muy precaria —
observó Fulvia—. ¿Qué está leyendo… un libro sobre Hazlitt?
—El autor es un amigo mío, británico —explicó Morris—. Me lo regaló
precisamente ayer. No es mi tipo usual de lecturas —añadió, deseando disociarse del
rebuscado y anticuado tema de Philip, y del igualmente arcaico enfoque que este le
había dado.
Fulvia Morgana se inclinó y leyó el nombre en la cubierta.
—Philip Swallow. Le conozco. Hace unos años, vino a Padua para dar una
conferencia.
—¡Exacto! Esta última noche me ha estado contando su viaje a Italia. Fue un
viaje memorable.
—¿Y por qué?
—Su avión se incendió en el vuelo de regreso y tuvo que dar media vuelta y
efectuar un aterrizaje de emergencia. Pero él no sufrió ningún daño.
—Debo decir que su conferencia no tuvo nada de memorable. Fue muy aburrida.
—Sí, claro, esto no me sorprende. Philip es un buen muchacho, pero no es,
precisamente, de los que producen una excitación intelectual.
—¿Qué tal es el libro?
—Escuche esto y tendrá una idea. —Morris leyó en voz alta un párrafo que había
marcado en el libro de Philip—: «Es el hombre más docto el que más sabe acerca de
lo más apartado de la vida corriente y de la observación real, lo que menos utilidad
práctica tiene y lo menos apto para ser sometido a la prueba de la experiencia, y
que, tras haber pasado por el mayor número de etapas intermedias, se presenta más
repleto de incertidumbres, dificultades y contradicciones.»
—Muy interesante —opinó Fulvia Morgana—. ¿Habla de Philip Swallow?
—No, de Hazlitt.
—Pues me sorprende. Suena muy moderno. «Incertidumbres, dificultades,
contradicciones.» Es evidente que Hazlitt era un hombre muy avanzado para su
época. Esto es un ataque notable contra el empirismo burgués.
—Yo creo que pretendía mostrarse irónico —objetó Morris amablemente—.
Pertenece a un ensayo titulado «La ignorancia de los doctos».
—¡Ah, los ingleses y sus ironías! —gimoteó Fulvia Morgana—. Una nunca sabe
a qué atenerse con ellas.
La llegada del carrito de las bebidas en este momento representó una feliz
distracción. Morris pidió un scotch con hielo y Fulvia un Bloody Mary. Su
conversación se encauzó hacia el tema del congreso de Chicago.
—Todos hablaban de esa cátedra de la UNESCO —dijo Fulvia—.
Disimuladamente, claro está.
—¿Qué cátedra es esa? —Morris sintió un pinchazo de ansiedad a través del

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calorcillo impartido por el whisky y la agradable sensación de bienestar por haber
trabado conversación con tan encantadora colega—. No he oído hablar de ninguna
cátedra de la UNESCO.
—No se preocupe, todavía no ha sido anunciada —dijo Fulvia, con una sonrisa.
Morris intentó emitir una leve risita despectiva, que sonó a forzada incluso en sus
propios oídos—. Se dice que hay una cátedra de Crítica Literaria, subvencionada por
la UNESCO, pero en realidad solo se trata de un rumor. Creo que Arthur Kingfisher
fue quien lo lanzó. Dicen que él es el principal asesor.
—¿Y qué más dicen de esa cátedra? —inquirió Morris, con estudiada
indiferencia.
En realidad, no necesitaba esperar la respuesta de ella para saber que aquí, por fin,
había un premio digno de su ambición. ¡La cátedra de Crítica Literaria de la
UNESCO! ¡Había de comportar los emolumentos más elevados en su profesión!
Fulvia confirmó su intuición: se hablaba de 100 000 dólares anuales. «Libres de
impuestos, desde luego, como todos los salarios de la UNESCO.» ¿Obligaciones?
Prácticamente inexistentes. La cátedra no estaría relacionada con ninguna institución
particular, para no favorecer a ningún país en especial. Era una cátedra puramente
conceptual (excepto el estipendio) a ocupar allí donde el candidato vencedor deseara
residir. Dispondría de una oficina y personal de secretaría en la sede central de París,
pero sin ninguna obligación de utilizarla. Se le invitaría a volar alrededor del mundo,
a expensas de la UNESCO, asistiendo a conferencias y manteniendo contactos con la
comunidad internacional de eruditos, pero totalmente a su discreción. No tendría
alumnos a los que dar clase, ni comunicaciones que calificar, ni comités que presidir.
Se le pagaría simplemente para pensar… para pensar y, si así se le antojaba, para
escribir. Un equipo de secretarias esperaría pacientemente en la Place Fontenoy junto
a sus procesadoras de textos, a punto para mecanografiar, duplicar, cotejar, clasificar
y distribuir en cualquier punto de la brújula sus últimas reflexiones sobre la ontología
del texto literario, el valor terapéutico de la poesía, la naturaleza de la metáfora, o la
relación entre estudios literarios sincrónicos y diacrónicos. Morris Zapp sintió vértigo
al pensar, no solo en la opulencia y el privilegio que la cátedra conferiría al hombre
que la ocupara, sino también en la envidia que suscitaría en aquellos que no la
tuvieran.
—¿Y será para él un empleo vitalicio, o bien solo por un tiempo limitado? —
preguntó Morris.
—Creo que ella será nombrada por tres años, de acuerdo con su universidad.
—¿Ella? —repitió Morris, alarmado. ¿Estarían ya Julia Kristeva o Christine
Brooke-Rose seleccionadas para el cargo?—. ¿Por qué dice «ella»?
—¿Y por qué dice usted «él»?
Morris se relajó y alzó las manos en un gesto de rendición.
—Touché! Alguien que estuvo una vez casado con una popular novelista
feminista no debería caer en esa clase de trampas.

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—¿Quién es ella?
—Escribe con el nombre de Désirée Byrd.
—Ah sí, Giorni difficili… La he leído. —Miró a Morris con un nuevo interés—.
¿Es una obra autobiográfica?
—En parte —contestó Morris—. Esa cátedra de la UNESCO… ¿no le tienta a
usted?
—No —respondió Fulvia enfáticamente.
Morris no la creyó.

Mientras Morris Zapp y Fulvia Morgana se enfrentaban a un almuerzo ligero servido


a diez mil metros de altitud sobre el sudeste de Francia, Persse McGarrigle llegaba a
Heathrow en el ferrocarril subterráneo. Habiéndose marchado Angélica, nada le
retenía ya en Rummidge, por lo que prescindió de la Reunión de Negocios que
constituía la última sesión formal del congreso y tomó el tren para Londres. Esperaba
conseguir una plaza barata en el vuelo de la tarde a Shannon, puesto que la
subvención para su asistencia al congreso se había basado en viaje por ferrocarril o
vía marítima y no cubría el billete de avión en clase económica. El personal de la Aer
Lingus, en la Terminal Dos, anotó su nombre y le pidió que volviera a las dos y
media. Mientras titubeaba pensando en lo que podía hacer en esas dos horas de
espera, el movimiento quedó temporalmente detenido por más de un centenar de
peregrinos musulmanes que, con la etiqueta «Saracen Tours» en sus equipajes, se
situaron de cara a La Meca y se postraron para orar. Dos hombres del servicio de
limpieza, apoyados en sus escobas y muy cerca de Persse, contemplaron este
espectáculo con expresión de disgusto.
—Paquistaníes de mierda —rezongó uno de ellos—. Si han de rezar sus malditas
plegarias, ¿por qué no lo hacen en la capilla?
—A ellos no les sirve —explicó su compañero, que parecía algo menos
intolerante—. Necesitan una mezquita, ¿sabes?
—¡Sí, claro! —exclamó el primero, sarcásticamente—. Precisamente lo que todos
necesitamos en Heathrow, ¡una maldita mezquita!
—Yo no digo que debamos tener una —dijo el segundo hombre, pacientemente
—. Solo digo que una capilla cristiana a ellos no les sirve de nada. Ellos son in-fie-les
—añadió, al parecer obteniendo una gran satisfacción con la pronunciación de esta
palabra.
—Supongo que piensas que deberíamos tener una sinagoga y también un templo
hindú, y un tótem para que los pieles rojas puedan bailar a su alrededor, ¿verdad? Y
además, ¿qué están haciendo aquí? Deberían estar en la Terminal Tres, si van a ese
maldito lugar de La Meca.
—¿Les he oído decir que hay una capilla en este aeropuerto? —intervino Persse.
—Bueno, yo sé que hay una —contestó el más indignado de los dos hombres—.

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Cerca de «Objetos perdidos», ¿verdad, Fred?
—No, cerca de la Torre de Control —dijo Fred—. Siga el paso subterráneo en
dirección a la Terminal Tres, y siga entonces las señales hacia la Estación de
Autobuses. Llegue hasta el final de ella y entonces gire a la izquierda y después hacia
la derecha. No tiene pérdida.
Sin embargo, Persse se perdió, y más de una vez. Subió y bajó utilizando
escaleras y ascensores, atravesó túneles y cruzó puentes. Al igual que el centro
urbano de Rummidge, Heathrow desalentaba el movimiento directo y horizontal. Los
peatones iban de un lado a otro siguiendo caminos tortuosos y laberínticos. En cierto
momento vio un signo «A la Capilla de San Jorge», y siguió impetuosamente esta
dirección, pero le llevó a la lavandería del aeropuerto. Preguntó el camino a varios
empleados y recibió unas recomendaciones tan confusas como contradictorias. Le
asaltó la tentación de abandonar su búsqueda, puesto que le dolían los pies y el peso
de su maleta se dejaba sentir cada vez más en su brazo, pero perseveró. El
espectáculo de los musulmanes en oración le había recordado el lamentable estado de
su propia alma y, aunque no esperaba encontrar en la capilla un sacerdote católico
dispuesto a oírle en confesión, sentía urgente necesidad de rezar un acto de
contricción en algún lugar consagrado antes de emprender el vuelo.
Cuando se encontró ante la Terminal Dos por tercera vez, casi se entregó a la
desesperación, pero al ver acercarse a una joven con el uniforme del personal en
tierra de la British Airways, dirigióse a ella, no sin prometerse a sí mismo que esta
sería su última tentativa.
—¿La Capilla de San Jorge? Está cerca de la Torre de Control —dijo ella.
—Esto es lo que me dicen todos, pero llevo media hora buscándola y no hay
manera de encontrarla.
—Yo le acompañaré, si quiere —brindóse la joven amablemente. Un pequeño
distintivo de plástico en su solapa la identificaba como «Cheryl Summerbee».
—Es usted muy amable —dijo Persse—. Siempre y cuando no esté yo
interrumpiendo en su trabajo.
—Es mi tiempo libre para el almuerzo —explicó Cheryl, que caminaba con un
paso muy curioso, levantando las rodillas y plantando los pies en el suelo con
delicadeza y firmeza al mismo tiempo, como un pony de circo…
Daba la impresión de un movimiento enérgico sin cubrir en realidad un amplio
terreno, pero su manera de andar hacía saltar sus cabellos rubios y largos hasta los
hombros, y también otras partes de su anatomía, de un modo agradable. Tenía un
ligero estrabismo que confería a sus ojos azules una mirada rutilante y algo
desenfocada, que resultaba más atractiva que lo contrario. Llevaba una bolsa de
compra, de lona recubierta de plástico brillante, de cuya parte superior sobresalía una
novelita romántica titulada Escena de amor, y una gorra de cazador de tweed marrón
amarillento, con unos chillones cuadros rojos, que a Persse le pareció familiar.
—No es mía —aclaró Cheryl, cuando él se lo comentó—. Un pasajero me la ha

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dejado esta mañana, para que la envíe por correo a un amigo suyo.
—¿No sería el profesor Zapp, por casualidad?
Cheryl se detuvo a medio paso, con un pie en el aire.
—¿Cómo lo ha sabido? —preguntó, maravillada.
—Es que es un amigo mío. ¿A quién había de enviar la gorra?
—A Pe rey McGarrigle, de Limerick.
—Entonces puedo evitarle este trabajo —dijo Persse—, ya que yo soy el mismo
que viste y calza.
Extrajo del bolsillo de su chaqueta el disco blanco de cartón que, para su
identificación, le habían entregado en el congreso de Rummidge, y lo enseñó a
Cheryl.
—A esto lo llamo yo una coincidencia —comentó esta.
Sacó la gorra de su bolsa y, sosteniéndola por las orejeras, la colocó con cierta
ceremonia en la cabeza de él.
—Le sienta perfectamente —sonrió—. Como la zapatilla de la Cenicienta. —
Metió la etiqueta escrita por Morris Zapp en el bolsillo superior de Persse, y a este le
pareció que, inexplicablemente, al hacerlo ella le propinaba un rápido pellizco en sus
músculos pectorales. La joven le enseñó dos billetes de una libra—. Su amigo, el
profesor americano, me dijo que tomara una copa con el cambio. Ahora hay bastante
para dos copas y un par de bocadillos.
Persse titubeó.
—Me encantaría acompañarla, Cheryl —dijo—, pero debo encontrar esa capilla.
Esto era solo parte del motivo. Un sentido de lealtad respecto a Angélica, a pesar
de la jugarreta que esta le había gastado la noche antes, le impedía también aceptar la
invitación de Cheryl.
—¡Ah, sí! —exclamó Cheryl—. Ya había olviado la capilla. —Le acompañó
otros cincuenta metros y después señaló el perfil de un gran crucifijo de madera, a lo
lejos—. Ya hemos llegado.
—Un millón de gracias —dijo Persse y contempló, con admiración y pesar, cómo
se alejaba ella.
Aparte de la sencilla cruz de madera, desde el exterior la capilla parecía más bien
un refugio contra los bombardeos aéreos que un lugar destinado al culto. Detrás de un
muro bajo los ladrillos color de hígado, todo lo que resultaba visible era un tejado en
forma de cúpula, construido con el mismo material, y una entrada con escalones que
conducían bajo tierra. Al pie de la escalera había un pequeño vestíbulo y una mesa
con publicaciones devotas, y una puerta funcional que se abría hacia afuera. Había en
la pared un pequeño tablero forrado con felpa verde, en el que los visitantes de la
capilla habían clavado con chinchetas varias oraciones y peticiones escritas en trozos
de papel. «Que nuestro hijo tenga un buen viaje y regrese pronto a casa.» «Que Dios
proteja a la Iglesia Ortodoxa rusa.» «Señor, mira con favor a tus siervos Mark y
Marianne, que se disponen a ir a sembrar Tu semilla en los campos misionales.»

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«Señor, haz que me devuelvan mi equipaje (perdido en Nairobi).» La capilla en sí
había sido extraída del subsuelo en forma de abanico, con el altar en su punto más
estrecho, y un techo bajo provisto de luces incrustadas y que se curvaba hasta
encontrar el suelo, de modo que sentarse en uno de los bancos delanteros era como
ocupar un asiento en la parte frontal de la cabina de pasajeros de un panzudo reactor,
y no hubiera resultado extraño ver encenderse un rótulo de Prohibido fumar -
Abróchense los cinturones de seguridad sobre el altar, y recorrer el pasillo una
azafata en vez de un sacristán.
Había una pequeña capilla lateral donde, con gran sorpresa y satisfacción de
Persse, chisporroteaba una lamparilla roja junto a un tabernáculo empotrado en la
pared, indicando la presencia del Santo Sacramento. Allí rezó una simple pero sincera
oración por la recuperación de Angélica y por la pureza de su propio corazón (pues
interpretaba la huida de ella como un castigo por la lascivia de él). Calmado y
fortificado, se puso de pie y entonces se le ocurrió que podía dejar una petición suya
por escrito en el tablero de anuncios. Escribió, en una hoja arrancada de una pequeña
libreta: «Dios mío, haz que encuentre a Angélica». Escribió el nombre de ella en una
línea aparte, con la caligrafía continuada que había utilizado para escribirlo sobre la
nieve en Rummidge. Si esta era la voluntad divina, cabía que ella pasara por allí,
reconociera su escritura, se ablandara y se pusiera en contacto con él.
Persse no se acercó inmediatamente al tablero con su petición, ya que una mujer
joven le precedía y estaba clavando una suya en la felpa verde. Aunque le diera la
espalda, presentaba una figura incongruente en aquel lugar: cabello negrísimo
cuidadosamente rizado y peinado, una chaquetilla blanca imitación piel, los más
ajustados de los pantalones rojos ajustadísimos, y sandalias doradas de tacón alto.
Tras haber fijado su plegaria en el tablero, se quedó inmóvil ante él por un momento
y seguidamente sacó de su bolso un gran pañuelo de seda cuya ornamentación
consistía en dados y ruedas de ruleta, que se echó a la cabeza. Al volverse ella y pasar
junto a él repiqueteando los tacones, para entrar en la capilla, Persse vio una cara
pálida y agraciada y pensó vagamente que ya la había visto antes, acaso en el curso
de sus peregrinaciones a través de Heathrow aquella mañana. Al clavar su petición en
el tablero, no pudo resistir la tentación de mirar el rectángulo de cartulina rosa que
había visto a la joven fijar allí:
Te ruego, Dios mío, que no dejes a mi padre o mi madre angustiarse por mi causa y no permitas que
averigüen lo que estoy haciendo ahora o cualquiera de los que trabajan en la granja o las otras chicas
en el hotel, te lo pido, Dios mío.

Persse levantó la tarjeta sobre el tablero con la uña del pulgar, le dio vuelta y leyó
lo que había impreso en la otra cara:

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LONDRES, W. I. Tel. 012 42 68. Telegramas CLIMAX
Londres.

Persse dejó de nuevo la tarjeta en el tablero tal como la había encontrado y


regresó a la capilla. La muchacha estaba arrodillada en la última fila, con el rostro
inclinado y los párpados semicerrados bajo su gruesa capa de máscara. Persse se
sentó en la misma fila al otro lado del pasillo central, y estudió su perfil. Pasados
unos minutos, la joven se santiguó, se levantó y salió al pasillo. Persse hizo lo mismo
y se acercó a ella:
—¿Eres Bernadette McGarrigle?
La sostuvo entre sus brazos al desmayarse ella.

Mientras Morris Zapp y Fulvia Morgana volaban sobre los Alpes, efectuando la
disección de la última obra de Roland Barthes y saboreando una segunda taza de café,
los empleados municipales de Milán convocaban una huelga relámpago en apoyo de
dos funcionarios del departamento de impuestos por supuesta corrupción (según los
altos dirigentes habían estado eximiendo a sus familias de los impuestos sobre la
propiedad, y según el sindicato se les castigaba por no eximir a los altos dirigentes de
los impuestos sobre la propiedad). El Trident de la British Airways aterrizó, por
consiguiente, en medio de un caso cívico. En su gran mayoría, el personal del
aeropuerto se negaba a trabajar, y los pasajeros tuvieron que recuperar sus equipajes
de entre un montón acumulado bajo la panza del avión, y cargar con ellos a través de
la pista hasta el edificio de la terminal. Las colas para la revisión aduanera y el
control de pasaportes eran largas y desordenadas.
—¿Cómo va hasta Bellagio? —preguntó Fulvia a Morris, mientras hacían cola los
dos.
—Los de la villa dijeron que me mandarían un coche. ¿Está lejos?
—No muy lejos. Debe venir a visitarnos en Milán durante su estancia.
—Me gustaría mucho, Fulvia. ¿Su esposo también es académico?
—Sí, es profesor de literatura renacentista italiana en Roma.
Morris calculó por unos instantes.
—Él trabaja en Roma. Usted trabaja en Padua. ¿Y no obstante viven en Milán?
—Las comunicaciones son buenas. Hay varios vuelos diarios entre Milán y
Roma, y hay autostrada hasta Padua. Además, Milán es la verdadera capital de Italia.
Roma es una ciudad somnolienta, perezosa, provinciana.
—¿Y Padua?
Fulvia Morgana le miró como si sospechara ironía en él.
—En Padua no vive nadie —contestó simplemente.

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Pasaron por el trámite aduanero con sorprendente rapidez. Algo en el aspecto
elegante y autoritario de Fulvia, o quizá su falda pantalón de terciopelo, atrajeron a
un funcionario como por magnetismo, y pronto se vieron libres de aquel gentío
sudoroso, forcejeante e impaciente. Sin embargo, al otro lado del control de
pasaportes había otro gentío sudoroso, forcejeante e impaciente, formado por quienes
acudían a recibir a los viajeros. Algunos sostenían cartulinas con nombres escritos en
ellas, pero ninguno de estos nombres era Zapp.
—No quiero entretenerla, Fulvia —dijo Morris, decepcionado—. Si no se
presenta nadie, supongo que podré tomar un autobús.
—Los autobuses están en huelga —le hizo observar Fulvia—. ¿Tiene el teléfono
de la villa?
Morris le dio la carta que confirmaba que se le esperaría en el aeropuerto.
—Pero aquí dice que llegaba el sábado pasado, y a Malpensa… el otro
aeropuerto.
—Sí, pero es que cambié de planes, para incluir Rummidge. Se lo escribí.
—No creo que recibieran su carta —dijo ella—. Aquí, el servicio de correos es
una vergüenza nacional. Si tengo una carta realmente urgente para Estados Unidos,
me llego en coche hasta Suiza para franquearla desde allí. Ocúpese de las maletas.
Había divisado una cabina telefónica vacía y se abalanzó hacia ella, arrebatando
el aparato ante las narices de un indignado hombre de negocios. Momentos más tarde
regresaba para confirmar su suposición.
—Como yo pensaba, no han recibido su carta.
—¡Mierda! —exclamó Morris—. ¿Qué haré ahora?
—No hay ningún problema —dijo Fulvia—. Pasará la noche con nosotros, y
mañana la villa enviará un coche a nuestra casa.
—Es usted muy amable —repuso Morris.
—Espere delante de las puertas con el equipaje —ordenó Fulvia—, y yo volveré
con el coche.
Morris montó guardia junto a las maletas de los dos, tomando el cálido sol
primaveral y dirigiendo miradas de buen conocedor a los automóviles más
interesantes que se detenían ante la terminal para recoger o depositar pasajeros. Un
cupé Maserati de color bronceado que hasta entonces solo había visto en revistas,
cotizado a más de 50 000 dólares, le llamó la atención, pero pasaron unos segundos
antes de advertir que Fulvia estaba sentada al volante, tras el cristal tintado, y le hacía
señas urgentes para que subiera. Al atravesar la cerca del aeropuerto, pareció como si
ella enseñara el puño a los piquetes, pero cuando ellos sonrieron ampliamente y
respondieron con el mismo gesto, Morris comprendió que este era de solidaridad con
la causa de los trabajadores.
—Hay algo que debo preguntarle, Fulvia —dijo Morris Zapp, mientras saboreaba
un scotch on the rocks vertido desde un botellón de cristal servido en bandeja de plata
por una camarera de uniforme negro y delantal blanco, en el salón del primer piso de

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la magnífica mansión del siglo XVIII situada delante de la Villa Napoleone, y a la que
habían llegado después de un trayecto tan terriblemente rápido que las calles y
bulevares de Milán solo eran, en la memoria de él, una mancha borrosa de color gris
pálido—. Puede parecer una pregunta tonta e incluso grosera, pero no puedo
contenerla por más tiempo.
Fulvia arqueó las cejas sobre su majestuosa nariz. Los dos habían descansado y se
habían duchado y cambiado, ella con una bata larga y muy holgada de fina lana
blanca, que la hacía parecer más que nunca una emperatriz romana. Se enfrentaban
los dos, bien arrellanados en blandas y muelles butacas tapizadas en cuero, a través
de una alfombra persa extendida sobre el parquet de madera, encerado y color de
miel. Morris miró a su alrededor, contemplando la espaciosa sala, en la que unas
pocas muestras selectas de mobiliario antiguo habían sido acertadamente integradas
con los mejores especímenes del moderno diseño italiano, y cuyas paredes de un
blanco apagado lucían —lo había verificado mediante una inspección a corta
distancia— pinturas originales de Chagall, Mark Rothko y Francis Bacon.
—Solo quiero saber —dijo Morris Zapp— cómo concilias llevar una vida de
millonaria con el hecho de ser marxista.
Fulvia, que fumaba un cigarrillo con una boquilla de marfil, lo agitó
negligentemente en el aire.
—Una pregunta muy americana, si me permites que lo diga, Morris. Desde luego,
reconozco las contradicciones en nuestra forma de vida, pero son precisamente las
contradicciones características de la última fase del capitalismo burgués, que
finalmente causarán su derrumbamiento. Al renunciar a nuestra pequeña porción de
privilegio —aquí, Fulvia extendió las manos en un modesto gesto de propietaria, que
implicaba que ella y su marido disfrutaban de un nivel de vida tan solo uno o dos
puntos por encima del de, por ejemplo, una familia puertorriqueña que viviera en el
Bowery gracias a la beneficencia—, no aceleraríamos ni en un minuto la
consumación de ese proceso, que tiene su propio ritmo y su impulso inexorables, y
viene determinado por la presión de los movimientos de masas, no por las ínfimas
acciones de los individuos. Puesto que en términos de materialismo dialéctico no
causa diferencia en el proceso histórico el hecho de que Ernesto y yo, como
individuos, seamos ricos o pobres, bien podemos permitirnos ser ricos, toda vez que
es un papel que sabemos cómo representar con una cierta dignidad. En tanto que ser
pobre con dignidad, pobre como lo es nuestro campesino italiano, es algo que no se
aprende fácilmente, algo que se lleva en la sangre, y a través de generaciones. —
Fulvia hablaba con rapidez y fluidamente, como si recitara algo que ella y su marido
hubieran tenido ocasión de decir más de una vez—. Además —añadió—, por ser
ricos podemos ayudar a aquellos que están emprendiendo acciones más positivas.
—¿Quiénes son?
—Oh, varios grupos —contestó vagamente Fulvia, en el momento en que el
teléfono empezaba a sonar.

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Cruzó la habitación, con la bata blanca flotando tras ella, para contestar, y sostuvo
una conversación en rápido italiano, de la que Morris no entendió nada, excepto
algún caro ocasional y, en una ocasión, la mención de su propio nombre. Fulvia colgó
el teléfono y regresó con más calma a su butaca.
—Mi marido —explicó—. Se encuentra inmovilizado en Roma a causa de la
huelga. El aeropuerto de Milán está cerrado. No vendrá esta noche.
—Vaya, pues lo siento —dijo Morris.
—¿Por qué? —inquirió Fulvia Morgana, con una sonrisa tan leve y enigmática
como la de Mona Lisa.

—¿No quieres volver a casa, Bernadette? Tu madre está destrozada de tanto sufrir
por ti, y también tu padre.
Bernadette denegó vigorosamente con la cabeza, y encendió un cigarrillo,
manoseando nerviosamente el encendedor y agrietándose el esmalte escarlata de una
uña en este proceso.
—No puedo ir a casa —dijo con una voz que, aunque ronca a causa de un exceso
de cigarrillos y, sin duda, de bebidas alcohólicas, todavía conservaba el acento
musical del condado de Sligo—. Nunca más podré volver a casa.
No levantó los ojos, bajo sus largas y pintarrajeadas pestañas, para encontrar los
de Persse, y aplastó el extremo de su cigarrillo en el cenicero de plástico verde que
había sobre la mesa de plástico blanco del snack bar de la Terminal Dos. Una
ensalada de jamón, de la que solo había comido un par de bocados, esperaba ante
ella. Mientras cortaba su comida, Persse estudió su cara y su figura, y le extrañó que
hubiera detectado en ellas, cuando la joven pasó ante él en la capilla, las facciones de
Bernadette tal como la había visto la última vez, con ocasión de una excursión
familiar a la playa de Ross’s Point, un verano en que ambos tenían trece o catorce
años, y se mostraban tímidos y poco habladores entre sí, La recordaba como una
chiquilla delgada, salvaje y retozona, con cabellos negros y enmarañados y una
sonrisa con mellas, corriendo junto a la resaca con su mejor vestido arremangado, y
reprendida por su madre por dejarlo empapado.
—¿Y por qué no puedes? —la apremió suavemente.
—Porque tengo un crío y ningún marido, he aquí el porqué.
—Ah —exclamó Persse, que conocía las costumbres del oeste de Irlanda lo
suficiente como para no descartar la gravedad de este obstáculo—. ¿O sea que tuviste
el crío?
—¿Esto es lo que piensan, pues? —exclamó Bernadette, alzando los ojos para
encontrar los suyos—. ¿Que me lo hice perder?
Persse se sonrojó.
—Verás, tu tío Milo…
—¿Tío Milo? ¿Ese viejo intrigante? —Pareció como si el recuerdo del doctor

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O’Shea hiciera acudir el acento irlandés a su habla, como la saliva en la boca o la
adrenalina en el torrente sanguíneo—. ¿Y qué diablos tiene él que ver con esto?
—Es que a través de él me enteré yo de tus apuros, y fue precisamente anteayer.
En Rummidge.
—¿Conque estuviste allí? Yo no me he acercado allí desde hace años. Dios mío,
pero era un caserón viejo de lo más destartalado en… ¿cómo se llamaba?, en Gittings
Road, y una tenía que subir la aspiradora tres tramos de escalera y bien podía
romperse el cuello, tan oscuros estaban los rellanos, porque él era demasiado tacaño
para poner las bombillas adecuadas en las lámparas… —Bernadette meneó la cabeza
y expulsó el humo del cigarrillo por la nariz—. Yo era una esclava allí; trabajar en el
hotel de Sligo fue como una cura de descanso en comparación. La única criatura
mortal que se mostraba amable conmigo era un huésped que tenían en el piso alto, un
profesor americano. Solía dejarme ver su televisión en color y leer sus revistas
verdes. —Bernadette soltó una risita de reminiscencia, mostrando unos dientes que
eran blancos, regulares y presumiblemente falsos—. El Playboy y el Penthouse, y
cosas por el estilo. Retratos de chicas tan desnudas como al venir al mundo, y tan
campantes e incluso permitiendo que hubiera sus nombres debajo en letras de
imprenta. Puedo asegurarte que era abrirle los ojos a una inocente chiquilla del
condado de Sligo. —Bernadette dirigió una mirada furtiva a Persse, para ver si le
estaba violentando—. Un día, tío Milo me atrapó mirándolas y me pegó una paliza de
muerte.
—¿Y dónde está tu hijo? —preguntó Persse.
—Con unos padres adoptivos —respondió Bernadette—. En Londres.
—Entonces tú puedes volver sola a casa.
—¿Y abandonar a Fergus?
—Una visita breve, tal vez.
—No, gracias. Demasiado sé yo cómo sería aquello. El acecho detrás de las
cortinas de las ventanas. Las miradas y los murmullos después de la misa el domingo
por la mañana.
—¿Cuáles son, pues, tus planes para el futuro?
—Ahorrar dinero suficiente para retirarme, comprar una tienda pequeña (una
boutique, tal vez) y recuperar a Fergus para criarlo yo misma.
—¿Retirarte de qué, Bernadette?
—Trabajo en el ramo del espectáculo —contestó vagamente, y consultó su reloj
de pulsera—. Pronto tendré que marcharme.
—Primero, dame tu dirección.
Ella denegó con la cabeza.
—No tengo ninguna. Mi trabajo me hace viajar mucho.
—¿Supongo que Girls Unlimited te entregaría una carta?
La joven palideció bajo su maquillaje.
—¿Cómo es que sabes esto? —Entonces comprendió y dijo con indignación—:

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¡No deberías leer las plegarias privadas de los demás! O lo que hay escrito al otro
lado de ellas.
—Tienes razón, Bernadette, no hubiera debido hacerlo. Pero entonces yo no te
hubiera reconocido. Ahora podré decir a tu madre y a tu padre que estás viva y bien.
—Diles lo que quieras, pero no les hables de Girls Unlimited —suplicó ella.
—¿Qué es, pues, lo que haces, Bernadette? ¿No serás una de esas supuestas
azafatas, verdad?
—¡Claro que no! —exclamó ella indignada—. En eso no hay dinero a no ser que
duermas después con los clientes, y ya he dormido con bastante gente. —Encendió
otro cigarrillo y miró a Persse calculadoramente a través del humo—. Soy una artista
del striptease, si quieres saberlo —dijo por fin.
—¡Bernadette! ¡No lo creo!
—Pues lo soy —insistió ella, desafiante—. Hago una breve danza y me quito la
ropa, prenda por prenda. Mi mejor número se titula «La camarera». «Marlene la
camarera»… ese es mi nombre profesional, Marlene. Me pagan más por quitarme ese
uniforme que todo lo que me habían pagado por ponérmelo, te lo aseguro.
—Pero ¿cómo puedes soportar…?
—La primera vez fue duro, pero en seguida te acostumbras.
—¿Te acostumbras a aquellos hombres que te miran con los ojos desorbitados?
—No es necesario que actúes con tanta superioridad, Persse McGarrigle —dijo
Bernadette, alzando la cabeza—. ¿Y aquel día en el establo de la granja de tu familia,
cuando me rogaste que me bajara los tirantes y te enseñara todos mis secretos?
Persse se sonrojó intensamente.
—Entonces debíamos de ser un par de chiquillos. Apenas lo recuerdo.
—Pues yo recuerdo que tú no me querías enseñar tu pito —repuso Bernadette
secamente—. ¿No era típico ya? Te aseguro que cuando veo a los hombres
mirándome en los clubs, cuando hago mi número y llego a mi taparrabos, parecen
una pandilla de chiquillos precoces. Yo me pregunto por qué siguen viniendo.
¿Esperan ver algo diferente algún día? Desde luego, cada mujer es prácticamente
igual en esa porción de su anatomía. ¿Dónde está la fascinación?
Persse soslayó la pregunta haciendo otra él.
—¿Y el padre de tu hijo? —dijo—. ¿No debería ayudarte con dinero?
—No sé dónde está.
—¿No era un huésped de tu hotel? Sería posible localizarle a través del libro de
registro.
—Una vez le escribí una carta, pero me llegó devuelta con un «Desconocido en
estas señas».
—¿Quién era? ¿Cómo se llamaba?
—No pienso decirlo —contestó Bernadette—. No deseo verme enredada con él
otra vez. Podría intentar quitarme a Fergus. Era un tipo tristón y algo extraño. —Miró
de nuevo su reloj—. Realmente, tengo que marcharme. Gracias por la ensalada. —La

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miró con aire de excusa—. Lamento no haber tenido apetito.
—No importa —dijo Persse—. Mira, Bernadette, si alguna vez cambias de
parecer en lo de regresar a Irlanda, hay un cura en Rummidge que te ayudará.
Dispone de un fondo para repatriar a jóvenes irlandeses. El Fondo de Nuestra Señora
del Socorro para Emigrantes Arrepentidos.
—Nuestra Señora del Socorro para las Arrepentidas sería un nombre más
adecuado —dijo Bernadette sarcásticamente.
—¿Las arrepentidas?
—¿No sabes a qué me refiero?
—Claro que sí. Bueno, pues este cura es el padre Finbar O’Malley…
—¿O’Malley, eh? Su familia tiene la granja a tres millas de la nuestra, más arriba
—dijo Bernadette—. Su madre es la peor chismosa de toda la parroquia. Él es la
última persona del mundo a la que recurriría. Recuerda… no digas a mamá y papá lo
que estoy haciendo. Puedes mandarles mi cariño.
—Lo haré —aseguró él.
Ella se inclinó sobre la mesa y le rozó la mejilla con los labios. Exhalaba un
intenso olor a perfume.
—Eres un buen chico, Persse.
—Y tú eres mejor chica de lo que pretendes.
—Adiós —dijo Bernadette con voz ronca, y se alejó sin echar una sola mirada
hacia atrás, no muy segura sobre sus dorados tacones altos.
Pronto se perdió de vista en el incesante flujo y reflujo de humanidad de la
inmensa sala. Meditando, Persse consumió la ensalada de jamón que había dejado
ella y después se dirigió hacia el mostrador de la Aer Lingus, donde le dijeron en tono
de excusa que el vuelo para Shannon estaba completo. Sin embargo, había un vuelo
de la British Airways con destino a Dublín dentro de poco, con numerosas plazas
libres, si esto podía servirle de algo. Persse decidió volar hasta Dublín y trasladarse
desde allí a Limerick en autostop. Por consiguiente, corrió hasta la Terminal Uno y se
personó en el mostrador de control para el vuelo de Dublín.
—Hola otra vez —dijo Cheryl Summerbee—. ¿Encontró la capilla sin dificultad?
—Sí, gracias.
—Es que yo nunca he entrado en ella, con el tiempo que llevo trabajando aquí.
¿Cómo es?
—Bastante parecida a un avión —contestó Persse, mirando con ansiedad su reloj.
—Un lugar agradable y tranquilo, ¿verdad? —preguntó Cheryl, acodándose en el
mostrador y acercando a los de él sus ojos azules y ligeramente estrábicos.
—Sí, un lugar muy pacífico —dijo Persse—. Perdone, Cheryl, pero ¿verdad que
el avión sale dentro de poco?
—No se preocupe; no lo perderá —le aseguró Cheryl—. Y ahora vamos a
buscarle un asiento verdaderamente confortable. ¿Fumador o no fumador?
—No fumador.

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Cheryl tecleó en su ordenador y frunció el ceño ante la pantalla. Después el ceño
desapareció.
—El 16B —dijo—. Un asiento encantador.
Persse fue el último en subir al avión. No pudo ver nada especial en el asiento
l6B, que se encontraba en el centro de una fila de tres. El asiento de ventana y el del
pasillo estaban ocupados por monjas.

La cena —gazpacho, pintada asada con pimientos rellenos, rodajas de naranjas


frescas con una salsa de caramelo, y un queso dolcelatte— fue soberbia, al igual que
el vino, elaborado y embotellado, como explicó Fulvia a Morris, en la finca de su
suegro, el conde. Comieron a la luz de velas en un comedor con artesonado, con
sombras y reflejos alternándose en las superficies de madera oscura de las paredes y
la mesa, discretamente atendidos por una camarera y un criado. Al concluir la
comida, Fulvia envió regiamente a esta pareja a sus quehaceres, e informó a Morris
de que les esperaban el café y los licores en la sala de estar.
—Esta hospitalidad tan lujosa me abruma, Fulvia —dijo Morris, apoyándose en la
blanca repisa de mármol de la chimenea y sorbiendo su café, un dedal lleno de
líquido dulce y abrasador, del color y la consistencia del alquitrán y con una descarga
de cafeína del orden de los mil voltios—. No sé cómo agradecértelo.
Fulvia Morgana le miró desde el sofá donde estaba reclinada a medias, con la
falda hendida de su bata blanca deslizándose desde una bien moldeada pierna. Sus
rojos labios se abrieron sobre dos hileras de dientes puntiagudos, blancos y regulares.
—Pronto te lo enseñaré —dijo, y la posibilidad que Morris Zapp había estado
calculando mentalmente toda la tarde, con una mezcla de alarma y de incredulidad,
de que Fulvia Morgana pretendiera seducirle, se convirtió ahora en certidumbre—.
Siéntate aquí —le ordenó, palmeando los cojines del sofá, como si se dirigiera a un
perrito.
—Estoy muy bien aquí por un ratito más —contestó Morris, depositando su taza
y plato sobre la repisa con un nervioso tintineo, y disponiéndose a encender un
cigarro—. Dime, Fulvia, ¿quién crees que puede tener posibilidades para esa cátedra
de la UNESCO?
Ella se encogió de hombros.
—No lo sé. Tardieu, quizás.
—¿El narratólogo? ¿No ha pasado ya su momento? Quiero decir que, hace diez
años, todos andaban metidos en eso: actantes, funciones, mitemas y todas esas
historias. Pero ahora…
—¡Solo diez años! ¿Tan corta es la vida de la moda en el campo de la erudición?
—Cada vez más corta. Hay quien vuelve a estar de moda sin haberse enterado de
que había dejado de estarlo. ¿Y quién más?
—Pues no lo sé. Seguramente, Turpitz la solicitará.

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—¿Ese nazi?
—No fue nazi, según tengo entendido, sino tan solo un soldado llamado a filas.
—Pues tiene toda la pinta de un nazi. Al menos como todos los que yo he visto,
aunque confieso que solo en las películas.
Fulvia abandonó su asiento en el sofá y se dirigió hacia el carrito de las bebidas.
—¿Coñac o algún licor?
—El coñac será bien recibido. ¿Y qué me dices del último libro de Turpitz? ¿Lo
has leído? No es más que un refrito de Iser y Jauss.
—No hablemos más de libros —dijo ella, flotando a través de la semioscurecida
habitación con una copa de brandy como una enorme burbuja en la mano—. Ni
tampoco de cátedras y de congresos. —Se quedó muy cerca de él y rozó su
entrepierna con el dorso de la mano libre—. ¿Tiene de veras veinticinco centímetros?
—murmuró.
—¿Qué te hace suponer eso? —replicó él con voz enronquecida.
—El libro de tu mujer…
—No debes dar crédito a todo lo que leas en los libros, Fulvia —dijo Morris,
alzando su copa de coñac y apurándola de un sorbo. Tosió y se le llenaron los ojos de
lágrimas—. Una profesional de la crítica como tú debiera saber que los novelistas
exageran.
—Pero ¿cuánto exageran, Morris? —quiso saber ella—. Me gusta ría verlo
personalmente.
—¿Una crítica práctica, eh? —bromeó él.
Fulvia no se rio.
—¿No hiciste que tu mujer lo midiera con su cinta métrica? —persistió ella.
—¡Claro que no! Eso solo es propaganda feminista. Como todo el libro.
Avanzó hacia una de las mullidas butacas, lanzando nubes de humo como un
acorazado en retirada, pero Fulvia le condujo firmemente hacia el sofá y se sentó a su
lado, oprimiendo un muslo contra el suyo. Desabrochó un botón de su camisa y
deslizó una fría mano en el interior, y él soltó un respingo cuando las piedras de uno
de sus anillos se engancharon en los pelos del pecho.
—Mucho pelo —runruneó Fulvia—. Esto lo dice el libro.
—Es que yo no digo que todo sea ficticio en el libro —explicó Morris—.
Algunos de los detalles menores están sacados de la vida real…
—Peludo como una bestia… Tengo entendido que eras una bestia para tu esposa.
—¡Coño! —exclamó Morris, al clavar Fulvia sus largas uñas lacadas en su carne,
para mayor énfasis.
—¿Que cómo? Bien, pues por ejemplo atándola con correas de cuero y
haciéndole todas aquellas cosas degradantes.
—¡Mentiras, todo mentiras! —gimió Morris con desesperación.
—Puedes hacerme estas cosas a mí, si te apetece, caro —susurró Fulvia junto a su
oído, pellizcándole dolorosamente el pezón al mismo tiempo.

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—Yo no quiero hacerle nada a nadie, y nunca lo he hecho —rezongó Morris—.
La única vez que pusimos en práctica eso del sadomasoquismo fue idea de Désirée, y
no mía.
—No te creo, Morris.
—Pues es verdad. Los novelistas son unos embusteros tremendos.
Inventan unas cosas y cambian otras. El negro se convierte en blanco, y el blanco
en negro. Son unos seres carentes de toda ética. ¡Ay!
Fulvia le había mordido el lóbulo de la oreja con fuerza suficiente para hacer
brotar la sangre.
—Vamos —le dijo, levantándose súbitamente.
—¿Adónde vamos?
—A la cama.
—¿Ya? —Morris consultó su reloj digital—. Solo son las diez y diez. ¿No puedo
terminar mi cigarro?
—No, no hay tiempo.
—¿Por qué tanta prisa?
Fulvia volvió a sentarse a su lado.
—¿No me encuentras deseable, Morris? —le preguntó.
Se apretó seductoramente contra él, pero había en sus ojos un destello levemente
amenazador que sugería que se le estaba terminando la paciencia.
—Claro que sí, Fulvia, eres una de las mujeres más atractivas que jamás haya
conocido —se apresuró a asegurarle—. Y esto es lo malo. Es muy probable que yo te
decepcione, especialmente después de lo que ha escrito Désirée. Quiero decir que
hace años me retiré de esas cosas.
Fulvia se apartó y le miró fijamente, con una expresión de desaliento.
—¿Quieres decir que eres…?
—No, impotente no, pero sí falto de práctica. Vivo solo. Practico el jogging.
Escribo mis libros. Veo la televisión.
—¿Ningún asuntillo amoroso?
—Hace mucho tiempo que no.
Fulvia le miró compasivamente.
—¡Pobre hombre!
—Te aseguro que no lo encuentro a faltar tanto como temía. Es un alivio verse
libre de tanta monserga.
—¿Monserga?
—Sí, ya me entiendes… todo aquello de desnudarse y volver a vestirse en pleno
día, y ducharse antes y después, y asegurarte de que llevas los calzoncillos limpios y
cepillarte continuamente los dientes, y gargarizar con un elixir bucal.
Fulvia echó atrás la cabeza y soltó una larga carcajada.
—¡Que hombre tan cómico! —exclamó.
Morris Zapp sonrió desconcertado, pues no había pretendido que sus palabras

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tuvieran un tono de comicidad.
Fulvia volvió a levantarse, obligando a Morris a ponerse también de pie.
—Ven, hombre cómico, yo te recordaré lo que te dejas perder.
—Está bien, si insistes… —suspiró él, apagando su cigarro en el cenicero. Con
ese talante más relajado, Fulvia parecía menos intimidadora—. Dame un beso —le
dijo.
—¿Un beso?
—Sí, supongo que te acuerdas de besar. Es lo que solía hacerse entre decir «hola»
y joder. Soy un tipo chapado a la antigua.
Fulvia sonrió y oprimió su cuerpo, en toda su longitud, contra el suyo, e
inclinando la cara para encontrar la de él, le besó prolongada y apasionadamente.
Morris deslizó sus manos a lo largo de la espalda y las caderas de ella. No parecía
llevar nada debajo de la bata blanca y sintió crecer el deseo en él como las raíces
resecas después de una lluvia primaveral.
El dormitorio de Fulvia era un octágono suntuosamente alfombrado, con las
paredes y el techo recubiertos por espejos de un tinte rosado que multiplicaban cada
gesto como un caleidoscopio. Una bandada de Fulvias, desnudas como Venus de
Botticelli, saltaron sobre la blanca espuma de sus abandonadas ropas y convergieron
hacia él con un centenar de brazos extendidos. Todo un equipo de fútbol de Morris
Zapp se quedó solo en calzoncillos, con desmañado apresuramiento, y alargó peludas
zarpas hacia hileras de nalgas melocotonosas que se extendían hasta el infinito.
—¿Qué te parece? —murmuró Fulvia, mientras forcejeaban sobre las sábanas
carmesíes de la enorme cama circular.
—¡Pasmoso! —contestó Morris—. Es como encontrarse en una orgía
coreografiada por Busby Berkeley.
—Basta de bromas, Morris —ordenó Fulvia—. No son eróticas.
—Lo siento. ¿Qué deseas que haga?
Fulvia tenía ya su respuesta a punto.
—Átame y amordázame, y después haz todo lo que se te antoje.
Sacó de una mesa de noche un par de esposas, unos cordones de cuero,
esparadrapo y vendas.
—¿Cómo funciona esto? —preguntó Morris, manoseando las esposas.
—Así. —Fulvia pasó las esposas por las muñecas de él y las cerró con un
chasquido—. ¡Ja, ja! Ahora eres mi prisionero —y le empujó para echarlo de nuevo
sobre la cama.
—Oye, ¿qué haces?
Lo que ella hacía era despojarle de los calzoncillos.
—Me parece que tu mujer exageró un poquitín, Morris —dijo, arrodillándose
sobre él y ocupando sus dedos largos y fríos.
—Ars longa, pero en realidad más corta —murmuró Morris, pero fue como la
última y desesperada agudeza de un hombre que se estuviera ahogando. Cerró los

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ojos y se rindió a las sensaciones.
Y entonces Morris oyó un ruido en la parte baja de la escalera, como de una
puerta que se cerrara, y una voz masculina pronunció el nombre de Fulvia. Morris
abrió los ojos, rígido el cuerpo por la aprensión, excepto una zona que se ablandó por
causa de ella.
—¿Qué ha sido eso? —siseó.
—Mi marido —explicó Fulvia.
—¿Qué? —Una docena de Morris Zapp, desnudos y esposados, saltaron de la
cama y cambiaron miradas de alarma y consternación—. ¿No habías dicho que estaba
inmovilizado en Roma?
—Debe de haber decidido venir en coche —explicó Fulvia tranquilamente, y
levantó la cabeza y la voz para decir algo en italiano.
—¿Qué estás haciendo? ¿Qué has dicho? —inquirió Morris, luchando con sus
calzoncillos y descubriendo que no resultaba fácil ponérselos con las muñecas
esposadas.
—Le he dicho que suba.
—¿Te has vuelto loca? ¿Y cómo salgo yo de aquí?
Empezó a saltar por la habitación con los calzoncillos a medio poner, abriendo
puertas de armario, buscando una segunda salida o algún lugar donde esconderse, y
tropezando con sus zapatos. Fulvia se echó a reír y él sacudió las esposas a dos dedos
de su nariz romana.
—¿Quieres hacer el favor de quitarme de las muñecas esas malditas esposas? —
rogó en un murmullo que era como un grito sofocado. Fulvia buscó
parsimoniosamente la llave en el cajón de la mesita de noche—. ¡Rápido, rápido! —
la apremió Morris frenéticamente, ya que oía a alguien subir por la escalera,
canturreando una tonadilla popular.
—Tranquilo, Morris. Ernesto es un hombre de mundo —aseguró Fulvia. Insertó
la llave en las esposas y, con un chasquido, estas se abrieron. Pero con otro chasquido
se abrió la puerta del dormitorio y entró un hombre vestido con un elegante traje de
color claro, un hombre de cabellos grises y rostro muy atezado—, Ernesto, te
presento a Morris —dijo Fulvia, besando a su esposo en ambas mejillas y haciéndole
cruzar el cuarto hasta el lugar donde Morris acababa de subirse apresuradamente los
calzoncillos.
—Felice di conoscerlo, signore.
Con el rostro arrugado por una amplia sonrisa, Ernesto tendió una mano que
Morris estrechó blandamente.
—Ernesto no habla el inglés —explicó Fulvia—, pero lo entiende.
—Ojalá entendiera algo yo —dijo Morris.
Ernesto abrió una de las puertas espejo y colgó su traje en el armario, se quitó los
zapatos y se dirigió hacia el cuarto de baño contiguo, quitándose la camisa por la
cabeza. Un chorro de sofocado italiano salió del interior de la camisa.

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—¿Qué ha dicho? —murmuró Morris, al cerrarse la puerta del cuarto de baño
detrás de Ernesto.
—Va a tomar una ducha —contestó Fulvia, mullendo las almohadas de la cama
—, y después se reunirá con nosotros.
—¿Que se reunirá con nosotros? ¿Dónde?
—Aquí, claro —respondió Fulvia, subiendo a la cama y colocándose en el centro
de ella.
Morris la miraba fijamente.
—¡Oye! —la acusó—. ¡Me parece que todo esto ya lo tenías planeado!
Fulvia mostró de nuevo su sonrisa de Mona Lisa.

En el diminuto cuarto de baño de su apartamento en Fitzroy Square, Thelma


Ringbaum se preparaba para acostarse, con algo más que las medidas habituales.
Había sido un día largo y fatigoso, pues la agencia a través de la cual alquilaron el
apartamento había perdido la llave y les había tenido esperando varias horas hasta
conseguir un duplicado. Después, cuando por fin entraron, descubrieron que por
alguna razón inescrutable les habían cerrado el agua y tuvieron que telefonear a la
agencia para que mandara un hombre que la abriese… mas para hacer esto tuvieron
que salir y registrar el barrio en busca de una cabina telefónica por la que no hubieran
pasado los vándalos, ya que el teléfono del apartamento había sido desconectado. La
cocina estaba tan sucia que Thelma decidió limpiarla antes de que se preparasen en
ella aunque solo fuera una taza de café, y el interior del refrigerador era como un
pequeño modelo realista de glaciar y fue preciso deshelarlo antes de que lo utilizaran.
Al no haber gozado de sueño propiamente dicho la noche antes, cuando hubo
completado estas tareas, ido a comprar en el barrio algunos alimentos básicos y
preparado la cena (porque Howard no quiso ir a un restaurante), Thelma estaba
dispuesta a desplomarse rendida. Sin embargo, había una cita pendiente entre ella y
Howard, y la vida de Thelma no estaba tan llena de pasión como para permitirse el
lujo de saltársela. Asimismo, Howard necesitaba animarse un poco, después de haber
encontrado aquella carta tan decepcionante de Morris Zapp en la alfombrilla.
A pesar de su cansancio y del desalentador decorado del cuarto de baño, todo él
telarañas y pintura que se desprendía, Thelma notó un arrebato de excitación erótica
mientras se preparaba para complacer a Howard. Ablandó el agua de su baño con
espuma aromática, se dio después masaje con crema perfumada para la piel, se puso
unos toques de perfume detrás de las orejas y en otros huecos y cavidades íntimos de
su anatomía, y buscó su camisón más sexy, una frívola prenda de fino nylon negro. Se
pasó repetidas veces el cepillo por el cabello y se mordió los labios para enrojecerlos.
Después fue de puntillas hasta la sala de estar, abrió la puerta y se encuadró en el
umbral.
—¡Howard! —llamó en una especie de arrullo.

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Howard estaba agazapado delante del antiguo televisor en blanco y negro,
manipulando los mandos mientras la imagen zumbaba y parpadeaba.
—¿Qué? —dijo, sin volverse.
Thelma dejó escapar una risita.
—Ahora puedes tenerme, cielo.
Howard Ringbaum se volvió en su asiento y la miró con expresión pétrea.
—Ahora no me da la gana —contestó, y siguió manoseando los mandos del
televisor.
En aquel momento, Thelma Ringbaum decidió ser infiel a su marido en la
primera oportunidad posible.

A lo largo y lo ancho del mundo, hay gente en diferentes fases de vestido o


desvestido, solos o en parejas, despiertos o dormidos, trabajando o descansando.
Mientras Persse McGarrigle camina a lo largo de una carretera rural irlandesa en
plena noche, con la gorra de Morris Zapp en la cabeza y echada hacia atrás, el mismo
haz solar que, reflejado en la luna, ilumina ahora su camino y le muestra las siluetas
de granjas y caseríos oscurecidos donde hombres y animales sueñan y roncan, ha
despertado unos segundos antes a los habitantes de las aceras en Bombay y a los
obreros de las fábricas de Omsk, brillando directamente en sus rostros parpadeantes o
infiltrándose a través de huecos en maltrechas cortinas y persianas rotas.
Más al este, ya es media mañana. En Cooktown, Queensland, en su despacho de
la Universidad de North Queensland, Rodney Wainwright está trabajando en su
disertación sobre el futuro de la crítica. Tratando de recuperar el ímpetu de su
argumentación, está copiando lo que ya ha escrito, desde el comienzo, como el
saltador de pértiga que alarga su carrera para conseguir un salto particularmente
extraordinario. Abriga la esperanza de que el mismo impulso de su discurso le
permita salvar aquel testarudo obstáculo que le ha retrasado por tanto tiempo. De
momento, la cosa funciona bien. Su mano se mueve con fluidez a través de su folio
rayado. Está introduciendo nuevas y numerosas notas de adorno y efectuando
diversas y sutiles revisiones de su texto original, a medida que avanza. Trata de
suprimir su conocimiento de lo que viene a continuación y procura no ver el
fragmento crucial que hay más adelante. Trata de engañar a su propio cerebro: ¡no
mires, no mires! ¡Sigue, sigue adelante! Reúne todas tus fuerzas, a punto para
saltar… ¡AHORA!
La pregunta es, por lo tanto, la de cómo puede la crítica literaria mantener su función arnoldiana
de identificar lo mejor que se haya pensado y dicho, cuando el propio discurso literario se ha visto
descentrado al deconstruir el concepto tradicional del autor, de la «autoridad». ¿Claramente?

Sí, claramente… ¿qué?


Claramente.

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¿Claramente qué?
El saltador de pértiga queda suspendido en el aire por un momento, enrojecida la
cara por el esfuerzo, protuberantes los ojos, agarrotados los tendones, la pértiga
doblada casi hasta el punto de ruptura bajo su peso, y el listón a solo unos centímetros
de su nariz. Y después todo se viene abajo: la pértiga se rompe, el listón es derribado
y el atleta cae al suelo, agitando brazos y piernas. Rodney Wainwright se inclina
sobre su mesa y oculta la cara entre las manos. Derrotado otra vez.
Un golpecito tímido en la puerta.
—Adelante —gime Rodney Wainwright, atisbando entre el enrejado de sus
dedos.
Aparece la rubia cabeza de una muchacha, con los ojos muy abiertos.
—¿Se encuentra bien, doctor Wainwright? —pregunta Sandra Dix—. He venido a
verle por lo de mi lección.

En una latitud diferente, pero una longitud muy similar, Akira Sakazaki, sentado con
las piernas cruzadas en su cubículo alfombrado, cerca del cielo, califica trabajos,
ejercicios de inglés de sus alumnos de primer año en la Universidad. «Después de
rescatar chica que se ahogaba, salvavidas violó con una manta a ella», lee.
Suspirando y meneando la cabeza, Akira inserta artículos, retoca el orden de las
palabras y cambia «violó» por «envolvió». Esta tarea es cosa de poca monta para el
traductor de Ronald Frobisher.
—Cosa de poca monta —dice Akira en voz alta, y muestra todos sus dientes al
sonreír para sí mismo.
Se trata de una locución cuyo significado ha aprendido precisamente esta mañana,
en una de las cartas del novelista.
Akira viste esta mañana una camisa deportiva Arnold Palmer y tiene sus zapatos
de golf Jack Nicklaus junto a la puerta, a punto para ponérselos cuando llegue el
momento de ir a la Universidad. Y es que hoy es su día de golf. Esta tarde
interrumpirá su trayecto de vuelta a casa para jugar una hora en uno de los numerosos
campos de entrenamiento en Tokio. Sus dedos ya ansían rodear el mango del palo. De
pie en la galería superior del campo iluminado y cercado por tela metálica, erigido
como una gigantesca pajarera en el triángulo isósceles formado por tres líneas
ferroviarias que se cruzan, lanzará un centenar de pelotas de golf pintadas de amarillo
al espacio y las verá ascender y volar por encima del millón de tejados y de antenas
de televisión, solo para chocar contra la red y caer penosamente al suelo, como
pájaros heridos.
En este deporte, Akira ve una alegoría de las elaciones y frustraciones de su
trabajo como traductor. El lenguaje es la malla que mantiene el pensamiento
prisionero en una particular cultura. Pero si fuera posible golpear la pelota con
suficiente fuerza y con un perfecto timing, tal vez atravesaría la red y continuaría su

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trayectoria, para no volver a caer en la Tierra y seguir en órbita alrededor del mundo.

En Londres, Ronald Frobisher se ha quedado dormido en su estudio, en bata y


pijama, acurrucado delante del televisor en el que estaba mirando, horas antes, la
repetición de un episodio de una serie policíaca para el cual él escribió el guión.
Aburrido por su propio diálogo, se dejó sorprender por el sueño en su butaca y las
últimas noticias, la previsión del tiempo y un epílogo por un diligente clérigo
evangelista sobre la realidad del pecado, le han pasado totalmente desapercibidos.
Ahora, el televisor solo emite un agudo silbido y una débil luz azulada que confiere a
las mejillas del novelista, mal afeitadas y marcadas por la viruela, un matiz
cadavérico. Yace abandonado junto a sus pies un aerograma azul con unas preguntas
pulcramente mecanografiadas: «p. 152, ‘jam-butty’. ¿Qué es? p. 182, ‘Y-fronts’.
¿Qué son? p. 191, ‘sweet fanny adams’. ¿Quién es esta?[16]»

Arthur Kingfisher también está sentado delante de un televisor, aunque él no duerme,


puesto que todavía es primera hora de la tarde en Chicago (donde pasa unos pocos
días después de la conclusión del congreso sobre «La crisis del signo», a fin de
repetir su discurso de apertura en forma de conferencia en la Northwestern
University, a cambio de unos honorarios de mil dólares). Mira intermitentemente un
film pornográfico encargado por teléfono y enviado a su habitación por uno de los
canales de vídeo del hotel, y lo hace intermitentemente porque al mismo tiempo lee
un libro sobre hermenéutica que ha accedido a reseñar para una revista erudita, tarea
que acusa ya un notable retraso, y solo levanta la vista de la página cuando la aridez
del texto resulta excesiva incluso para su viejo y reseco cerebro, o cuando la banda
sonora de la película, al pasar de un diálogo banal a una serie de jadeos y gemidos, le
advierte que su débil pretensión de narrar una historia ha sido abandonada en aras de
su auténtica finalidad. Al propio tiempo, Ji-Moon Lee, ataviada con un encantador
kimono de seda e inclinada sobre el hombro de él, extrae la cera de un oído de Arthur
Kingfisher, empleando un pequeño utensilio de bambú tallado, especialmente
diseñado para este propósito y ampliamente utilizado en las casas de baños coreanas.
De pronto, Arthur Kingfisher se siente excitado. Difícil sería decir si se debe a las
imágenes de copulación en la pequeña pantalla o a la sutil estimulación de su oído
interno, o bien a la percepción mental de algún nuevo horizonte de pensamiento
conceptual apremiada por el escritor sobre hermenéutica, pero lo cierto es que nota
una clara sensación de vida entre sus piernas, deja caer el libro y empuja a Ji-Moon
Lee hacia la cama, mientras se quita la bata y dice a la joven que haga lo mismo.
Ella obedece, pero el kimono es delicado y valioso, su faja ciñe la estrecha cintura
de Ji-Moon Lee con un nudo complicado, y transcurre al menos medio minuto antes

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de que se haya desnudado, en cuyo momento la excitación de Arthur Kingfisher ha
cedido… ello suponiendo que no fuera en todo momento una ilusión, un fantasma o
un capricho del pensamiento. Vuelve desanimado a su libro y a su asiento frente a la
televisión, pero ha olvidado qué nuevo salto teórico había empezado a vislumbrar
junto con sus posibilidades hace unos momentos, y los cuerpos desnudos que se
retuercen, se aferran y tiemblan en la pantalla parecen ahora burlarse meramente de
su impotencia. Cierra el libro de golpe, apaga el televisor y cierra los ojos con una
mueca de desesperación. Silenciosamente, Ji-Moon Lee inicia de nuevo la extracción
de cera de su oído.

En Helicón, Nueva Hampshire, ha anochecido ya, la gente ha cenado y Désirée Zapp


está agazapada con aires de conspiradora frente al teléfono público en el vestíbulo de
la colonia de escritores, hablando con su agente de Nueva York en un murmullo lleno
de urgencia, y procurando no ser oída por ninguno de los demás residentes. Y es que
lo que está confesando a su agente es que está «bloqueada», y esta palabra, como la
de «cáncer» en una sala de cirugía, jamás, en ninguna circunstancia, ha de ser
pronunciada en voz alta, aunque esté en la mente de todos.
—Este lugar no me está sentando bien, Alice —susurra por el teléfono.
—¿Qué? No te oigo bien; debe de estar averiada la línea —dice Alice Kauffman,
desde su apartamento en la calle Cuarenta y Ocho.
—No he progresado nada desde que vine aquí hace seis semanas —dice Désirée,
arriesgándose a un ligero aumento de volumen—. Lo primero que hago cada mañana
es romper lo que escribí el día antes. Y esto me está volviendo loca.
Un enorme suspiro, como si se vaciara un fuelle, recorre la línea desde Nueva
York hasta Nueva Hampshire. Alice Kauffman pesa más de cien kilos y dirige su
agencia desde su apartamento, porque pesa demasiado para desplazarse
cómodamente, aunque fuera en taxi, a otra parte de Manhattan. Si Désirée la conoce,
y de hecho conoce muy bien a Alice, en este momento su agente debe de estar
tumbada en un diván con un montón de manuscritos a un lado de sus macizas
caderas, y abierta una caja de bombones suizos de licor de cerezas al otro.
—Entonces vete, guapa —aconseja Alice—. Mañana pides la cuenta y te largas.
Désirée mira nerviosamente por encima de sus hombros, temiendo que tan
herético consejo pueda ser oído.
—¿Y adónde voy?
—Ofrécete un regalo, un cambio de escenario —dice Alice—. Un viaje a algún
lugar. Vete a Europa.
—Hmmm —hace Désirée, pensativa—. Precisamente esta mañana he recibido
una invitación para asistir a un congreso en Alemania.
—Acéptala —recomienda Alice—. Tus gastos serán deducibles de los impuestos.
—Es que ofrecen pagarme los gastos.

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—Pero habrá extras —dice Alice—. Siempre los hay. A propósito, ¿te dije que
Días difíciles va a ser traducido al portugués? Con esto ya serán diecisiete idiomas,
sin contar Corea, que hizo una edición pirata.

Muy lejos, en Alemania, Siegfried von Turpitz, que envió la invitación para la
conferencia a Désirée, duerme en el dormitorio de su casa, en el linde de la Selva
Negra. Cansado por su largo viaje en coche, yace en posición de firmes, boca arriba y
con su mano negra fuera de las sábanas. Bertha, su esposa, dormida en la otra cama
gemela, jamás ha visto a su marido sin el guante. Cuando se baña, su mano derecha
cuelga por encima del borde de la bañera, para mantenerse seca, y cuando él se ducha
se proyecta horizontalmente entre las cortinas, como la señal de un policía de tráfico.
Cuando él va a la cama de ella, su mujer nunca sabe con certeza, en la oscuridad, si es
el pene o un dedo enfundado en cuero lo que hurga en los recovecos y orificios de su
cuerpo. En su noche de bodas, ella le rogó que se quitara el guante, pero él se negó.
—¿Y si las luces están apagadas, Siegfried…? —rogó ella.
—Mi primera esposa me pidió esto una vez —dijo Siegfried von Turpitz
crípticamente—, pero olvidé volver a ponerme el guante antes de quedarme dormido.
Se sabía que la primera mujer de Von Turpitz había muerto de un ataque al
corazón, y que una mañana su marido la había encontrado muerta en la cama, al lado
de él. Nunca más volvió Bertha a pedir a Siegfried que se quitara el guante.

En Europa, la gran mayoría ya duerme, pero Michel Tardieu está despierto detrás de
sus párpados de reptil, intrigado por un leve aroma de perfume que emana del cuerpo
de Albert, dormido a su lado, y que no es la fragancia familiar de su agua de tocador
favorita, Tristes Tropiques, que Albert suele utilizar en cantidades liberales, sino algo
mareante y empalagoso, vulgarmente sintético, algo (su nariz tiembla al pugnar por
traducir sensaciones olfatorias en conceptos verbales) que (sus párpados de lagarto se
abren con horror ante este pensamiento) bien podría utilizar una mujer… Sin
embargo, Akbil Borak no está despierto, ya que se ha quedado dormido sentado en la
cama, cincuenta páginas antes del final de El espíritu de la época, y está inclinado
hacia adelante como si hubiera recibido un hachazo, aplastada su nariz contra el libro
abierto que reposa sobre sus rodillas, mientras Oya, vuelta la cabeza en dirección
opuesta a la lámpara de lectura, dormita a su lado, sumida en el olvido. Y Philip y
Hilary Swallow duermen, espalda contra espalda, en su cama de matrimonio, que, por
ser tan antigua como sus nupcias, forma un surco en el centro como una trinchera
poco profunda, de modo que ambos tienden a rodar hacia el otro en sueños, pero cada
vez que las huesudas caderas de Philip tocan las carnosas de Hilary, sus cuerpos se
separan de golpe como imanes del signo puesto y, sin despertarse, cada uno vuelve a
desplazarse hacia los márgenes del colchón.

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Persse McGarrigle se detiene en medio de la carretera para trasladar su bolsa de viaje
de un brazo ya dolorido al otro. El autostop funcionó perfectamente hasta Mullingar,
pero allí le recogió un hombre que regresaba a su casa después de asistir a una boda y
haber bebido copiosamente, y que pasó tres veces ante el mismo poste señalizador,
hasta que confesó que se había perdido y se quedó repentinamente dormido sobre el
volante de su coche. Ahora, Persse lamenta no haberse instalado para dormir en el
asiento posterior del automóvil, pues sus posibilidades de que le recoja alguien más
esta noche parecen remotas.
Se detiene de nuevo y echa a su alrededor una mirada especulativa. El aire es lo
bastante cálido y seco como para dormir al aire libre. Al divisar un almiar en un
campo, a su derecha, Persse escala la cerca y se encamina hacia él. Sobresaltado, un
asno se levanta y se aleja al trote. Persse deja su bolsa en el suelo, se quita los zapatos
y se echa sobre el heno fragante, contemplando el inmenso arco del cielo sobre su
cabeza, tachonado por un millón de estrellas que palpitan con un brillo que los
habitantes de ciudad jamás podrían imaginar. Una de ellas parece moverse a través
del firmamento, con relación a otras estrellas, y al principio Persse piensa que ha
descubierto un nuevo cometa. Después comprende, por su lento y regular avance, que
se trata de un satélite de comunicaciones en una órbita geoestable, una diminuta luna
artificial que mantiene fielmente su rumbo sobre el Atlántico, ajustando su paso a la
rotación de la Tierra, recibiendo y volviendo a enviar mensajes, imágenes y secretos
de y para incontables seres humanos muy por debajo de ella.
—«¡Brillante satélite! —murmura—. ¡Ojalá yo fuese tan constante como tú!»
Y recita todo el soneto en voz alta, con el deseo de que rebote en el espacio y
llegue al pensamiento o a los sueños de Angélica, dondequiera esté ella, y de que
pueda sentir la fuerza de su anhelo de estar a su lado.
Apoyada la cabeza en el mullido pecho de mi rubio amor
Para sentir por siempre su blanda palpitación,
Despierto para siempre en dulce inquietud,
Callado, callado para oír su tierno respirar
Y así vivir siempre… o bien sumirse en la muerte[17].

Pero no, había que eliminar este último fragmento alusivo a la muerte. El pobre
Keats estaba ya en las últimas cuando escribió eso, y sabía que no tenía ninguna
posibilidad de apoyar la cabeza en el mullido pecho de Fanny Brawne, cuando apenas
quedaban ya pulmones en el suyo. En cambio, él, Persse McGarrigle, no tiene de
momento la menor intención de morirse. El deseo es más bien vivir para siempre, en
especial si logra encontrar a Angélica.
Y con estas meditaciones, Persse se queda pacíficamente dormido.

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TERCERA PARTE

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I

CUANDO Persse volvió finalmente a su Departamento en la Universidad de


Limerick, le estaban esperando dos cartas de Londres. Pudo ver inmediatamente que
ninguna de ellas era de Angélica —los sobres tenían un aspecto excesivamente oficial
y el mecanografiado de su nombre y dirección era demasiado profesional—, pero su
contenido no carecía de interés. Una era de Félix Skinner, para recordarle que la
editorial Lecky, Windrush and Bernstein tenía un vivo interés en ver la tesis de Persse
acerca de la influencia de T. S. Eliot sobre Shakespeare. La otra era de la Royal
Academy of Literature, y le informaba de que se le había concedido un premio de
1000 libras del Legado Maud Fitzsimmons para el Estímulo de la Poesía Anglo-
Irlandesa. Seis meses antes, Persse había enviado un legajo de poemas manuscritos a
este premio, y después lo había olvidado por completo. Lanzó una exclamación de
alegría y arrojó la carta al aire. Cogiéndola mientras flotaba hacia el suelo, leyó el
segundo párrafo, que indicaba que el premio, junto con otras numerosas recompensas
otorgadas por la Academia, sería entregado en una recepción, a la que se suponía que
el señor McGarrigle podría asistir, que se celebraría dentro de tres semanas a bordo
del Annabel Lee, en el Embankment de Charing Cross.
Persse fue a ver a su jefe de Departamento, el profesor Liam McCreedy, y le
preguntó si podía tomarse un permiso sabático en el próximo período.
—¿Un permiso sabático? Es una petición un tanto repentina, Persse —dijo
McCreedy, mirándole desde detrás de su usual almenaje de libros. En lugar de utilizar
un escritorio, el profesor se sentaba ante una mesa inmensa, cubierta casi del todo por
pilas tambaleantes de libros de erudición (diccionarios, concordancias y textos en
inglés antiguo) y con solo una pequeña zona despejada ante él, para poder escribir. El
visitante sentado al otro lado de estas fortificaciones se encontraba en notable
desventaja en cualquier discusión, ya que no siempre podía ver a su interlocutor—.
No creo que lleve usted suficiente tiempo aquí para poder solicitar un permiso
sabático —añadió McCreedy con aire de duda.
—Bueno, pues un permiso por ausencia. No necesito ninguna paga. Acabo de
ganar un premio de mil libras con mis poesías —explicó Persse, en la dirección de
una edición variorum de The Battle of Maldon, pero la cabeza del profesor McCreedy
apareció en el otro extremo de la mesa, por encima del Dialect Dictionary de Skeat.
—¿Sí? —exclamó—. Pues le felicito calurosamente. Esto da un cariz totalmente
distinto al asunto. Veamos, ¿qué desearía hacer, exactamente, durante este período?
—Quiero estudiar estructuralismo, profesor —respondió Persse.
Este anuncio obligó al profesor McCreedy a buscar nuevo refugio en una
profunda trinchera abrigada por las publicaciones de la Early English Text Society,
desde la cual brotó su voz, sofocada y quejumbrosa.
—Es que no creo que nos las podamos arreglar sin usted con el curso de literatura

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moderna, señor McGarrigle.
—En verano no hay clases —puntualizó Persse—, porque todos los alumnos
preparan sus exámenes.
—¡Pues ahí está! —exclamó McCreedy triunfalmente, apuntando desde el lomo
del Beowulf de Kloeber—. ¿Quién calificará los trabajos de literatura moderna?
—Volveré y se lo haré yo —ofrecióse Persse. No era un compromiso muy
oneroso, puesto que solo había cinco alumnos en el curso.
—Bueno, está bien, veré qué puede hacerse —suspiró McCreedy.
Persse regresó a su alojamiento cerca de la fábrica de gas de Limerick y redactó
en dos mil palabras un esbozo de un libro relativo a la influencia de T. S. Eliot sobre
las modernas lecturas de Shakespeare y otros escritores isabelinos, que mecanografió
y envió a Félix Skinner con una nota en la que le decía que prefería no enviar de
momento su tesis original, puesto que necesitaba una amplia revisión antes de resultar
apta para publicación.

Morris Zapp se marchó de Milán apenas le fue decentemente posible, si es que


«decente» era la palabra aplicable al matrimonio Morgana, de lo cual se permitía
dudar.
El ménage à trois no había sido un éxito, y apenas resultó evidente que se
esperaba de él que retozara con Ernesto al igual que con Fulvia, Morris se excusó y
abandonó el dormitorio de los espejos. Tomó también la precaución de cerrar con
llave, tras de sí, la puerta del cuarto de huéspedes. Cuando se levantó a la mañana
siguiente, Ernesto, obviamente un entusiasta de la autostrada, ya se había marchado
en coche a Roma, y Fulvia, fríamente cortés ante el café y los croissants, no hizo la
menor alusión a los hechos de la noche anterior, hasta el punto de que Morris empezó
a preguntarse si no habría soñado todo el episodio, pero el escozor de las varias
heridas superficiales que las largas uñas de Fulvia habían infligido a su pecho y sus
hombros, le convenció de lo contrario.
Un chófer uniformado de la Villa Serbelloni se presentó poco después del
desayuno y Morris dejó escapar un suspiro de alivio cuando el enorme Mercedes dejó
atrás el porche frontal de la casa de Fulvia, pues no podía abstenerse de pensar en ella
como en la especie de bruja en cuya esfera de influencia resultaba peligroso
entretenerse. Milán estaba envuelto en nubes, pero al aproximarse el coche a su
destino salió el sol y los picos alpinos se hicieron visibles en el horizonte.
Flanquearon un lago a lo largo de varios kilómetros, atravesando túneles provistos de
ventanas abiertas a intervalos en la roca para proporcionar unas visiones rápidas,
como de linterna mágica, de agua azul y verde orilla. La Villa Serbelloni resultó ser
una mansión noble y lujosa, construida en la falda resguardada de un promontorio
que dividía dos lagos, el Como y el Lecco, con magníficas vistas al este, el sur y el
oeste, desde sus balcones y sus extensos jardines.

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Instalaron a Morris en una bien amueblada suite del segundo piso, y salió en
seguida a su balcón para respirar el aire, aromatizado con el perfume de diversas
flores primaverales, y para disfrutar del paisaje. En la terraza, abajo, los demás
eruditos residentes se reunían para el aperitivo que precedía el almuerzo, pues él ya
había visto al subir la mesa dispuesta para el mediodía en el comedor, con una blanca
y almidonada mantelería, cristalería fina y tarjetas con el menú. Contempló el
escenario con toda complacencia, seguro de que iba a disfrutar de su estancia allí. No
era el menor de los atractivos del lugar el hecho de sentirse enteramente libre. Todo
lo que uno tenía que hacer para pasar unos días en aquel idílico retiro, agasajado por
los sirvientes y generosamente provisto de comida y bebidas, con todas las
facilidades para la reflexión y la creación, era cursar la solicitud.
Desde luego, uno había de ser persona distinguida, gracias, por ejemplo, a haber
solicitado con éxito, en el pasado, otras dádivas, concesiones y participaciones
similares. Esta era la belleza de la vida académica, tal como Morris la veía. A
aquellos que ya habían tenido, más se les daría. Todo lo que se necesitaba para
empezar era escribir un libro bueno de veras, lo cual, desde luego, nada tenía de fácil
cuando uno era un joven profesor universitario que apenas comenzaba su carrera,
forcejeando con la pesada carga que suponía la enseñanza de materias poco
familiares, y probablemente también con las exigencias de una esposa y una prole en
crecimiento. Pero con el impulso de ese libro bueno de veras uno podía conseguir una
beca para escribir un segundo libro en circunstancias más favorables, y con dos libros
se obtenía un ascenso, una carga docente más ligera y unos cursos planeados por uno
mismo; a partir de entonces, era posible producir cada vez con mayor rapidez, y esta
productividad le convertía a uno en candidato para cargos, nuevos ascensos, becas y
ayudas más generosas y prestigiosas para la investigación, y con más laxitud en la
enseñanza y la administración rutinarias. En teoría, era posible arreglárselas para ser
un profesor de pies a cabeza sin hacer nada, excepto mantener una ausencia
permanente valiéndose de permisos sabáticos y becas. Morris aún no había llegado a
este punto omega, pero trabajaba en esta dirección.
Regresó a la fresca y tranquila sombra de su espaciosa habitación, y descubrió un
estudio adyacente. Sobre la ancha mesa escritorio, con superficie tapizada en cuero,
había una bien ordenada pila de cartas que habían sido remitidas a Bellagio de
acuerdo con sus instrucciones. Había un cable de un tal Rodney Wainwright, de
Australia, al que Morris había olvidado por completo, y que se excusaba por su
retraso en mandar su comunicación para el congreso de Jerusalén; una consulta de
Howard Ringbaum sobre el mismo congreso y que se había cruzado con la carta en la
que Morris rechazaba la participación de Ringbaum, y una carta de los abogados de
Désirée acerca del pago de las cuotas universitarias para los gemelos. Morris dejó
caer estos mensajes en la amplia papelera y, sacando del cajón de la mesa una hoja de
papel con el escudo de la villa, escribió, en la máquina eléctrica puesta a su
disposición, una carta a Arthur Kingfisher, recordándole que participaron juntos en

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un seminario del English Institute sobre Simbolismo unos años antes, diciendo que
había oído decir que él, Arthur Kingfisher, había pronunciado un brillante discurso de
apertura en el reciente congreso de Chicago sobre «La crisis del signo», y rogándole,
con los términos más halagadores, que le hiciera el favor de enviarle una fotocopia
del texto de esta alocución. Morris releyó la carta. ¿No era un poquitín excesiva? No,
y esta era otra ley de la vida académica: Es imposible excederse en la adulación de
tus pares. ¿Debía mencionar su interés por la cátedra de la UNESCO? No, esto sería
prematuro. Ya llegaría el momento de lanzarse a fondo. Lo de ahora no era más que
un suave codazo preliminar dirigido a la memoria del gran hombre. Morris Zapp pasó
la lengua por el sobre y lo cerró descargando sobre él su velludo puño. Camino de la
terraza, en pos de su aperitivo, lo dejó caer en el buzón previsoramente instalado en el
vestíbulo.

Robin Dempsey regresó a Darlington totalmente desmoralizado. Después de la


humillación que significó la broma de Angélica (todavía le escocían las mejillas, las
cuatro, cada vez que pensaba en aquel patán irlandés observando sus preparativos
para acostarse, desde el interior del armario), había amanecido para él otra jornada de
frustración y agravios. La reunión de negocios del congreso, presidida por un Philip
Swallow un tanto aturdido y sin aliento después de llegar tarde, había rechazado su
oferta de celebrar el congreso del año siguiente en Darlington, y voto en cambio a
favor de Cambridge. Después, cuando más tarde llamó aquella mañana a la que fue
su casa, para recoger a sus dos hijos menores y pasar el día con ellos, les oyó
protestar y anunciar que no querían ir. Finalmente, Janet logró que le acompañaran,
pero tan solo —explicó claramente a Robin— para que ella y su amigo Scott, un ex
hippy ya muy crecido que todavía llevaba vaqueros y cabellos largos a los treinta y
cinco años de edad, pudieran acostarse juntos por la tarde. Scott era un fotógrafo
freelance que rara vez tenía trabajo, y uno de los muchos agravios de Robin contra su
ex esposa era el de que esta gastaba parte del dinero que él le pagaba para suministrar
cigarrillos y objetivos fotográficos a ese indigno holgazán.
Jennifer, de dieciséis años, y Alex, de catorce, le acompañaron, enfurruñados, al
centro urbano, donde rechazaron la oferta de una visita a la Galería de Arte o el
Museo de la Ciencia y prefirieron examinar interminables hileras de discos y prendas
de vestir en las tiendas del Centro Comercial. Se animaron un tanto cuando Robin les
compró unos vaqueros y un LP a cada uno, e incluso condescendieron a hablar con él
mientras despachaban las hamburguesas con patatas fritas que pidieron como
almuerzo. Sin embargo, esta conversación no mejoró el talante de Robin, puesto que
consistió principalmente en alusiones a músicos de los que él jamás había oído
hablar, y entusiásticas alabanzas a Scott, que evidentemente sí los conocía.
Y así pasó el día. Las hamburguesas, reciente todavía el banquete medieval, le
dieron flatulencia y el trayecto en coche hasta Darlington le resultó muy incómodo.

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Llegó a su casa al anochecer. Su moderna casita urbana, con los periódicos y la
correspondencia comercial introducidos por debajo de la puerta, le pareció helada y
poco acogedora. Fue de una habitación a otra, encendiendo la radio, el televisor y las
estufas eléctricas, intentando disipar su soledad y su depresión, pero todo fue inútil y,
en vez de deshacer su equipaje, subió de nuevo a su Golf y se dirigió al Centro
Informático de la Universidad.
Como ya había esperado, Josh Collins, el profesor de Informática más veterano,
todavía estaba allí, solo en el brillantemente iluminado edificio prefabricado,
trabajando en un programa. Había quien decía que Josh Collins nunca iba a casa, que
no tenía casa y de noche dormía en el suelo, entre sus máquinas zumbadoras,
parpadeantes y tecleantes.
—Hola, Josh, ¿qué novedades hay? —dijo Robin, con forzada jovialidad.
Josh alzó la vista desde un largo rollo de datos impresos.
—Ha llegado Eliza —dijo.
—¿De veras? ¡Esto es una gran noticia! —exclamó Robin Dempsey.
Era, precisamente, la diversión que necesitaba.
Eliza, así llamado por la protagonista de Pigmalión, era un programa destinado a
permitir a los ordenadores hablar, es decir, efectuar conversaciones coherentes en
inglés estándar con usuarios humanos, por medio de una exposición visual. Las
conversaciones habían de ser de un tipo contextualmente específico, con objetivos y
reglas bien definidos, en los que el ordenador pudiera asumir un papel esencialmente
sugerente e interrogante, programado con un repertorio de posibles respuestas a
indicaciones de probable aparición en el contexto. La entrevista psiquiatra-paciente
era considerada ideal para este propósito, por ser una de las situaciones discursivas
más reglamentadas, y por consiguiente había sido adoptada como el modelo para
Eliza. El experimento revestía un interés considerable para los lingüistas que
investigaban los aspectos sistemáticos de la interacción verbal.
—Déjame probarlo —rogó Robin.
—De acuerdo —contestó Josh—. Utiliza aquel terminal de la esquina. Cuando yo
te haga una seña, escribe «Hola».
Robin Dempsey se sentó ante una consola consistente en un teclado de máquina
de escribir y una pantalla. Josh introdujo una cinta de gran formato en la sección
acristalada de la habitación donde estaba situado el ordenador principal, y al poco
rato señaló con la cabeza a Robin que Eliza estaba en la línea.
—HOLA —tecleó Robin.
—HOLA, ¿CÓMO TE ENCUENTRAS? —replicó ELIZA, con las palabras impresas
apareciendo instantáneamente en la pantalla.
—ME ENCUENTRO FATAL —replicó Robin.
—¿QUÉ QUIERES DECIR EXACTAMENTE CON ESTO?
—ME SIENTO DEPRIMIDO.
—¿POR QUÉ CREES ESTAR DEPRIMIDO?

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—PORQUE ME SIENTO SOLO.
—¿VIVES CON TU FAMILIA?
—NO.
—¿TIENES AMIGOS?
—EN REALIDAD NO.
—¿Y POR QUÉ?
Robin Dempsey hizo una pausa de considerable duración antes de teclear como
respuesta:
—NO LO SÉ.
—¿VERDADERAMENTE NO LO SABES O ES QUE ESTAS EVADIENDO LA PREGUNTA?
Robin Dempsey se ruborizó y escribió rápidamente:
—ANTES TENÍA AMIGOS.
—¿CUÁNDO LOS TENÍAS?
—ANTES DE CASARME.
—NO ME HABÍAS DICHO QUE ESTABAS CASADO.
—ESTOY DIVORCIADO.
—HÁBLAME DE TU DIVORCIO.
Robin Dempsey tecleó rápidamente durante quince minutos sin interrupción,
hasta que advirtió la presencia de Josh Collins, junto a su hombro.
—¿Qué? —inquirió fríamente, ocultando la pantalla ante la vista de Josh.
—¿Estás bien, Robin?
—Sí, gracias.
—¿Interesante?
—Mucho.
—¿Puedo leer lo escrito?
—No —contestó Robin Dempsey—, no puedes.

Félix Skinner examinó por encima el esbozo de Persse y lo juzgó claramente


prometedor.
—Pero antes de ofrecerle un contrato, necesitamos un informe de lector —dijo—.
¿A quién se lo podemos enviar?
—Desde luego, señor Skinner, yo no lo sé —dijo Gloria, su secretaria, cruzando
las piernas y arreglándose sus ondulados cabellos color de miel.
Esperó pacientemente, con el lápiz a punto sobre su cuaderno de notas. Solo
llevaba un par de meses como secretaria personal de Félix Skinner, pero ya estaba
acostumbrada al hábito de su jefe consistente en pensar en voz alta, dirigiéndole
preguntas que ella no sabía ni podía contestar.
Félix Skinner mostró sus amarillentos colmillos, observando, y no por primera
vez, que Gloria poseía unas piernas muy bien torneadas.

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—¿Y Philip Swallow? —propuso.
—De acuerdo —dijo Gloria—. ¿Están archivadas sus señas?
—Bien pensado —sugirió Félix, alzando un dedo en señal de cautela—, tal vez
no. Tengo la impresión de que el otro día se mostró algo celoso al ver mi interés por
el joven McGarrigle. Podría dejarse llevar por el prejuicio.
Gloria bostezó delicadamente y extrajo una mota de borrilla de la parte frontal de
su falda. Félix encendió un nuevo Gauloise con la colilla que humeaba entre sus
dedos, y admiró los contornos de la falda.
—¡Ya lo tengo! —exclamó triunfalmente—. Rudyard Parkinson.
—Me suena el nombre —admitió Gloria—. ¿No está en Cambridge?
—En Oxford. En realidad, mi antiguo tutor. ¿Le telefoneamos primero?
—Tal vez sea mejor que lo haga usted personalmente, señor Skinner.
—Sabio consejo —reconoció Félix Skinner, descolgando el teléfono. Cuando
hubo marcado el número, se arrellanó en su sillón basculante y dedicó a Gloria otra
sonrisa perruna—. Te diré una cosa, Gloria, y es que ya es hora de que me tutees.
—Oh, señor Skinner… —Gloria se sonrojó de satisfacción—. Muchas gracias.
Félix pudo hablar con Rudyard Parkinson con notable rapidez. (Estaba
examinando a un posgraduado, pero el portero de All Saints tenía instrucciones de
pasar todas las conferencias telefónicas al despacho del profesor, aunque este
estuviera ocupado. Las conferencias telefónicas solían significar libros que reseñar.)
Sin embargo, Parkinson rehusó asumir la evaluación de la propuesta de Persse
McGarrigle.
—Lo siento, muchacho, pero en estos momentos tengo demasiado trabajo —le
dijo—. La semana próxima me otorgan un título honorario en Vancouver. En realidad
no atiné a pensar, cuando lo acepté, que debería ir allí a recogerlo.
—Vaya una lata —simpatizó con él Félix Skinner—. ¿Y no puedes sugerirme a
alguien? El libro trata de la moderna recepción de Shakespeare y compañía
influenciada por T. S. Eliot. —¿Recepción? Eso me hace pensar en algo… ¡Ah, sí!
Ayer recibí una carta referente a unas conferencias sobre algo parecido. Un cabeza
cuadrada llamado Von Turpitz. ¿Le conoces?
—Sí. De hecho, hemos publicado una traducción de su último libro.
—Yo probaría con él.
—Buena idea —admitió Félix Skinner—. Hubiera tenido que pensar en él.
Colgó el teléfono y dictó una carta a Siegfried von Thrpitz, pidiéndole su opinión
sobre el proyecto de Persse McGarrigle y ofreciéndole unos honorarios de 25 libras o
bien 50 libras en obras del catálogo actual de la editorial Lecky, Windrush and
Bernstein.
—Adjunta un catálogo nuestro y, desde luego, unas fotocopias del texto de Persse
McGarrigle. —Apagó su cigarrillo en el cenicero y echó un vistazo a su reloj de
pulsera—. Me siento bastante cansado después de todo ese esfuerzo. ¿Almuerzo con
alguien hoy?

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—No lo creo —contestó Gloria, consultando su diario—. No.
—Pues entonces, ¿te gustaría ir conmigo a tomar un plato italiano y un par de
copas de vino en una trattoria que conozco en Covent Garden?
—Me encantaría…, Félix —contestó Gloria, complacida.

—¡Vaya jeta! —exclamó Rudyard Parkinson, al colgar el teléfono. El pos-


graduado al que estaba examinando, ante la inseguridad de si se dirigía a él o no, se
abstuvo de todo comentario—. ¿Qué le hace pensar que querría leer las divagaciones
de un palurdo irlandés? Algunos ex alumnos abusan de su relación conmigo. —El
posgraduado, que había obtenido su primer título en Newcastle y cuya admiración
inicial por Parkinson se estaba convirtiendo rápidamente en desilusión, trató de
imprimir en sus facciones una expresión apropiada de comprensión y disgusto—.
Vamos a ver, ¿dónde estábamos? —dijo el profesor—. El deseo de muerte de Yeats…
—El deseo de muerte de Keats.
—Ah, sí, excúseme. —Rudyard Parkinson se atusó sus espesas patillas y
contempló desde su ventana la cúpula que remataba el Sheldonian, y, más allá, el
campanario de la iglesia de Santa María—. Dígame, si tuviera que volar hasta
Vancouver, ¿viajaría con la British Airways o con la Air Cañada?
—No soy un experto en viajes en avión —contestó el joven—. Un vuelo chárter
hasta Mallorca es toda mi experiencia.
—¿Mallorca? Ah, sí, recuerdo haber visitado una vez allí a Robert Graves.
¿Acaso pudo verle?
—No —dijo el posgraduado—. Era un viaje organizado y Robert Graves no
estaba incluido en el programa.
Rudyard Parkinson miró al joven con una momentánea suspicacia. ¿Era posible
que aquel jovenzuelo de Newcastle fuese capaz de ironizar… y a expensas de él? El
semblante impasible del joven le tranquilizó y Parkinson se volvió de nuevo hacia la
ventana.
—Pensé que por patriotismo había de ir con la British Airways —dijo—. Espero
haber acertado.

En Oxford continuaban las vacaciones por lo que a los no graduados se refería, pero
en Rummidge era el primer día del curso de verano, y un día excelente. El sol se
reflejaba desde un cielo sin nubes en los escalones de la Biblioteca y en el cuadrado
de césped. Philip Swallow, de pie ante la ventana de su despacho, contemplaba la
escena con una mezcla de satisfacción, envidia y lascivia desenfocada. Una tarde
cálida siempre hacía brotar jovencitas con sus vestidos veraniegos, como bulbos que
se abrieran camino a través de la hierba y florecieran bruscamente en una explosión
de colores. Las había tumbadas en todos los prados, en actitudes de abandono, con

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tirantes de vestido bajados y faldas subidas para broncearse las piernas blanqueadas
por el invierno. Los muchachos merodeaban en grupos, atisbando a las chicas, o se
pavoneaban entre ellas, a torso desnudo sobre sus pantalones vaqueros, lanzando
discos voladores con una ostentosa exhibición de musculatura y habilidad. Acá y allá
se habían producido ya emparejamientos y estas parejas juveniles tomaban el sol
entregadas a un mutuo abrazo, o bien forcejeaban juguetonas en una mímica de
copulación apenas disfrazada. Libros y libretas de anillas yacían olvidados sobre el
césped. La compulsión de la primavera había ejercido su irresistible hechizo sobre
aquellos cuerpos jóvenes y el olor almizcleño de su mutua atracción era casi visible,
como el polen, en la atmósfera.
Directamente debajo de la ventana de Philip, una muchacha de gran belleza,
ataviada sencilla pero cautivadoramente con un vestido de algodón suelto y sin
mangas, estrechaba las manos de un joven alto y atlético vestido con una camiseta y
unos vaqueros. Se cogían las manos con los brazos extendidos y se miraban
extáticamente a los ojos, al parecer incapaces de separarse para asistir a cualquier
lección o sesión de laboratorio que les esperara. Philip no podía culparles por ello.
Formaban una pareja encantadora, rebosante de salud y conocedora de su propia
belleza, vibrante en el umbral de la dicha erótica.
—Más feliz amor —murmuró Philip tras los polvorientos cristales de su ventana.
¡Feliz, mucho más feliz amor!
Para siempre ardiente y nunca disfrutado,
Siempre palpitante y siempre juvenil[18].

Sin embargo, a diferencia de los amantes de la Urna griega, estos acabaron por
besarse, con un largo y apasionado abrazo que obligó a la muchacha a ponerse de
puntillas, y que Philip notó como por transmisión hasta las más profundas raíces de
su ser.
Se alejó de la ventana, trastornado y ligeramente avergonzado. A nada conducía
dejarse impresionar tanto por los ritos de la primavera en Rummidge, y por otra parte
él había proscrito todo interés sexual por las alumnas desde el desdichado asunto de
Sandra Dix…, al menos por las alumnas de Rummidge. Había de confiar en sus
viajes al extranjero para encontrar la aventura amorosa y ahora no sabía qué cabía
esperar en Turquía, a caballo entre Europa y Asia. ¿Habría mujeres liberadas y
disponibles, o bien ocultas tras la purdah? Sonó el teléfono.
—Soy Digby Soames, del British Council. Es referente a sus conferencias en
Turquía.
—Ah, sí… ¿No le di los títulos? Son «El legado de Hazlitt» y «El fragmento de
marfil de Jane Austen»… Este último es una cita de…
—Sí, ya lo sé —le interrumpió Soames—. El problema está en que los turcos no
la quieren.
—¿Que no la quieren? —repitió Philip, sintiéndose algo ofendido.

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—Acabo de recibir de Ankara un télex que dice: «Nada de hablar de Jane Austen
aquí. ¿No puede Swallow hablar, en cambio, de literatura, de historia, de sociología,
de filosofía y de psicología?»
—Es todo un encargo —observó Philip.
—Sí que lo es.
—Quiero decir que no queda mucho tiempo para prepararlo.
—Si quiere, les contesto con un télex que diga que no.
—No, no lo haga —dijo Philip, siempre deseoso de complacer a sus anfitriones
en esos viajes al extranjero, y también al British Council, para que no dejara de
invitarle a efectuarlos—. Supongo que podré compaginar algo.
—Estupendo. Lo comunicaré por télex, pues —dijo Soames—. ¿Todo lo demás
bien?
—Creo que sí —contestó Philip—. Lo que no sé es que puedo esperar de Turquía.
Quiero decir si es un país razonablemente moderno.
—A los turcos les agrada creerlo, pero últimamente han soplado muy malos aires.
Mucho terrorismo, asesinatos políticos y todo eso, tanto por parte de la izquierda
como de la derecha.
—Sí, lo he leído en los periódicos —dijo Philip.
—En realidad, es un gesto de valentía el suyo —aseguró Soames con una risotada
jovial—. El país está en quiebra y no se permiten las importaciones, y por tanto no
hay café, ni azúcar. Ni tampoco papel higiénico, tengo entendido, por lo que yo me
llevaría una provisión. El racionamiento de gasolina no le afectará, pero los cortes de
corriente eléctrica tal vez sí.
—No parece muy halagüeño —observó Philip.
—Pero comprobará que los turcos son muy hospitalarios. Si no le pegan un tiro
por accidente y se resigna a tomar su té sin azúcar, puede disfrutar de un viaje muy
placentero —aseguró Soames con otra carcajada, y colgó.
Philip Swallow resistió la tentación de volver a la ventana y reanudar su
disimulada observación de la conducta sexual estudiantil, y optó por recorrer con la
vista los estantes de su librería, en busca de una inspiración para una conferencia
sobre literatura, historia, sociología, filosofía y psicología. Lo que, como siempre,
captó su atención fue una hilera de flamantes ejemplares de Hazlitt y el lector
aficionado con sus cubiertas de color azul pálido, que él había comprado a Lecky,
Windrush and Bernstein con descuento comercial para regalar a los visitantes,
desesperado ya ante la imposibilidad de una distribución comercial del libro. Un leve
espasmo de enojo contra sus editores le movió a descolgar el teléfono y llamar a Félix
Skinner.
—Lo siento —dijo la chica que contestó—, pero el señor Skinner está reunido.
—Supongo que quiere decir que está comiendo —repuso Philip sarcásticamente,
mirando su reloj. Eran las tres menos cuarto.
—Bueno, sí.

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—¿Puedo hablar con su secretaria?
—También ha ido a comer. ¿Puede dejarme el recado?
Philip suspiró.
—Dígale tan solo al señor Skinner que el profesor Zapp no recibió ningún
ejemplar de regalo de mi libro, a pesar de que yo pedí específicamente que le fuese
enviado apenas se publicara.
—De acuerdo, profesor Zapp.
—No, no, yo me llamo Swallow, Philip Swallow.
—De acuerdo, señor Swallow. Se lo diré al señor Skinner apenas vuelva.

De hecho, Félix Skinner ya había vuelto después de almorzar cuando Philip Swallow
efectuó su llamada. Se encontraba, para ser exactos, en un almacén del sótano del
edificio de Lecky, Windrush and Bernstein. Se encontraba, para ser todavía más
precisos, pegado a Gloria, que se hallaba inclinada hacia adelante sobre una pila de
cajas de cartón, despojada de su blusa y su falda, mientras Félix, caídos sus
pantalones a rayas alrededor de los tobillos, y con las rodillas flexionadas en una
postura simiesca, copulaba con ella, vigorosamente, desde atrás. La relación entre los
dos habíase consolidado rápidamente desde la mañana, estimulada por varios
gintonics y una carafe grande de Valpolicella para acompañar el almuerzo. En el taxi,
después, las manos exploradoras de Félix no encontraron defensa, sino más bien lo
contrario, pues Gloria era una joven de sangre caliente cuyo marido, un ingeniero del
London Electricity Board, trabajaba en el turno de noche. Por consiguiente, cuando se
metieron en el ascensor del edificio Lecky, Windrush and Bernstein, Félix oprimió el
botón de descenso en vez del de subida. El cuarto del almacén en el sótano ya le
había servido antes para otras ocasiones similares, como Gloria supuso aunque se
abstuviera de todo comentario. Difícilmente podía considerarse como un rincón
romántico, ya que el suelo de hormigón estaba demasiado sucio y frío para echarse en
él, pero su presente postura les convenía a ambos, ya que Gloria no tenía que mirar
los feísimos dientes de Félix ni inhalar su aliento, que ahora hedía también a ajo y no
solo a Gauloises, mientras que él podía admirar, mientras agarraba las caderas de ella,
la protuberancia de sus carnosas y blancas nalgas entre la constricción del liguero y
las medias.
—¡Medias! —gruñó—. ¿Cómo sabías que yo adoro las medias y los ligueros?
—¡No lo sabíaaaa! —jadeó ella—. ¡Oh, oh, oh! —Gloria notó que las cajas
resbalaban y se deslizaban debajo de ella al empujar Félix con más fuerza y mayor
rapidez—. ¡Cuidado! —gritó.
—¿Qué?
Félix, con los ojos fuertemente cerrados, se estaba concentrando en su orgasmo.
—¡Que me caigo!
—¡Que me corro!

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—¡OH!
—¡AH!
Se corrieron y se cayeron juntos en medio de un montón de cartones aplastados y
libros desparramados. El polvillo llenó el aire. Félix se quedó echado de espaldas y
suspiró con satisfacción.
—Ha sido de lo más maravilloso, Gloria. El mundo se ha venido abajo, como
dicen.
—No ha sido el mundo, han sido todos estos paquetes. —Se frotó una rodilla—.
Me he hecho una carrera en la media —quejóse—. ¿Qué pensarán arriba?
Miró a Félix en busca de alguna respuesta, pero la atención de este había sido
captada por los libros que se habían caído desde las cajas rotas. A gatas, con los
pantalones todavía a la altura de los tobillos, contemplaba los libros con estupor. Eran
unos ejemplares idénticos, con cubiertas de color azul pálido. Félix abrió uno de ellos
y extrajo una pequeña tarjeta impresa.
—Atiza —dijo—. No me extraña que al pobre Swallow no le hayan dedicado ni
una sola reseña.

El día antes de salir para Vancouver, Rudyard Parkinson recibió una carta de Félix
Skinner y un ejemplar de Hazlitt y el lector aficionado.
«Querido Rudyard —decía la carta—: El año pasado publicamos este libro, pero
fue extensamente ignorado por la prensa, injustamente en mi opinión. Por
consiguiente, esta semana enviamos una nueva remesa de ejemplares para reseñar. Si
a ti te fuera posible dedicarle un comentario, sería espléndido. Ya sé que estás
ocupadísimo, pero tengo la impresión de que este libro ha de interesarte. Siempre
tuyo, Félix.»
Rudyard Parkinson frunció los labios al leer esta misiva y miró el libro con muy
tibio interés. Nunca había oído hablar de Philip Swallow, y un primer libro de un
profesor de universidad moderna no prometía mucho. Sin embargo, al hojearlo le
llamó la atención una cita del ensayo de Hazlitt sobre «La ignorancia de los
eruditos»: «Hoy en día, un crítico no hace nada que no tienda a torturar la expresión
más obvia en un millar de significados… Su objeto, de hecho, no es el de hacer
justicia a su autor, al que trata con muy escasa ceremonia, sino rendirse homenaje a
sí mismo, y mostrar su conocimiento de todos los tópicos y recursos de la crítica».
«Hmmm —pensó Rudyard Parkinson—, aquí podría haber munición que utilizar
contra Morris Zapp.» Metió el libro en su cartera de mano, junto con su pasaporte y
su billete de avión, rojo, blanco y azul.
El viaje hasta Vancouver nada tuvo de confortable. Para sacar de él un pequeño
beneficio, había pedido clase económica, ya que la Universidad anfitriona pagaba sus
gastos en base a billetes de primera clase, y esto resultó ser un error. En primer lugar,
tuvo un altercado en Heathrow con una jovencita descarada del mostrador de

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recepción, que se negó a aceptar su bolsa de noche como equipaje de cabina.
Después, al abordar el avión, descubrió que, por desdicha, estaba sentado junto a una
madre con un crío de corta edad en su regazo, que lloró, pataleó y escupió alimentos
a medio masticar sobre Rudyard Parkinson durante la mayor parte del largo y
fatigoso vuelo. Empezó a arrepentirse amargamente de la vanidad que le había
movido a aceptar aquel título perfectamente inútil, volando diez mil millas en tres
días solo por el placer de vestir una toga poco familiar, oír un breve y probablemente
inexacto panegírico en su honor, y después charlar de naderías con una multitud de
aburridas nulidades canadienses en una abominable recepción o en un banquete en el
que sin duda todos beberían, a lo largo del mismo, whisky helado de centeno.
En realidad, hubo vino en la cena que siguió a la ceremonia del nombramiento y,
Rudyard Parkinson tuvo que admitirlo, un vino francamente bueno: un Pouilly Fuissé
del 74 con el pescado, y un notabilísimo Gevrey Chambertin del 73 con el filete. La
conversación en la mesa fue tan banal como había temido, pero tuvo antes, en la
recepción, un interesante cambio de impresiones con otro de los titulados honorarios,
Jacques Textel, el antropólogo suizo y burócrata de la UNESCO, que brindó por él,
simpáticamente, con un martini seco.
—Felicidades —dijo—. Sé que yo solo estoy aquí porque la Universidad espera
arrancarle algo de dinero a la UNESCO, pero a usted se le está honrado por sus
propios méritos.
«Nada de esto, usted se tiene el título más que merecido», hubiera contestado
cualquier otro, pero Rudyard Parkinson, precisamente por ser Rudyard Parkinson, se
limitó a sonreír torcidamente y atusarse las patillas.
—No tiene usted idea de los títulos honorarios que he coleccionado desde que me
nombraron SDG —dijo Textel.
—¿SDG?
—Subdirector general.
—¿Lo considera un trabajo interesante?
—Como antropólogo, sí. La sede central de París es como una tribu. Tiene sus
propios rituales, sus tabúes, su orden de precedencia… Es fascinante, pero como
administrador me vuelve loco. —Diestramente, Textel dejó con una mano la copa
vacía en la bandeja de un camarero que pasaba junto a él, y se procuró una copa llena
con la otra—. Por ejemplo, esa cátedra de crítica literaria…
—¿Qué es eso?
—¿No ha oído hablar de ella? Me sorprende. Siegfried von Turpitz sí… pues me
llamó a las siete y media de la mañana para preguntarme al respecto. Yo acababa de
dormirme, además, pues llevaba todo el cambio de horario después de un vuelo desde
Tokio…
—¿Qué es esa cátedra? —insistió Rudyard Parkinson.
Textel se lo explicó.
—¿Interesado? —preguntó, a guisa de conclusión.

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—Oh, no —dijo Rudyard Parkinson, sonriendo y meneando la cabeza—. Yo
estoy más que satisfecho.
—Me alegra oírlo —manifestó Jacques Textel—. En mi experiencia, los
académicos de más categoría son las personas menos satisfechas del mundo. Siempre
piensan que la hierba está más verde en el campo del vecino.
—Pues yo no creo que en ninguna parte haya hierba más verde que en el jardín
del claustro de All Saints —replicó Rudyard Parkinson, farisaicamente.
—Esto puedo creerlo —dijo Jacques Textel—. Desde luego, quien consiga esta
cátedra de la UNESCO no tendrá que desplazarse en absoluto.
—¿No?
—No, pues es una cátedra puramente conceptual. Aparte el salario, que frisará
probablemente en los cien mil dólares.
En este momento, un sirviente anunció que la cena estaba servida. Rudyard
Parkinson estuvo sentado a cierta distancia de Jacques Textel y este tuvo que
marcharse inmediatamente después de la cena, a fin de tomar un avión con destino a
Perú, donde había de inaugurar el día siguiente un ciclo de conferencias sobre la
preservación de las ruinas de los incas. Esta partida causó una cierta preocupación a
Rudyard Parkinson, a quien le habría agradado tener una oportunidad para corregir la
impresión que pudiera haber dado en el sentido de carecer totalmente de interés
personal por la cátedra de la UNESCO. Cuanto más pensaba en ella —y en ello pensó
durante casi todo el viaje de regreso a Londres—, más atractiva le parecía. Estaba tan
acostumbrado a recibir invitaciones para solicitar bien dotadas cátedras en
Norteamérica, que rechazarlas era ya en él una acción refleja. Siempre trataban de
tentarle con la promesa de equipos de ayudantes para las investigaciones, que no le
representarían la menor utilidad (¿acaso podrían estos ayudantes escribirle sus
reseñas?), y generosas bolsas de viaje que le permitieran volar a Europa tan a menudo
como se le antojara. («Pero es que yo ya estoy en Europa», replicaba, si es que se
tomaba la molestia de replicar algo.) Esta cátedra, sin embargo, era decididamente
diferente. Tal vez la hubiera descartado con excesivo apresuramiento, aunque la
UNESCO fuese una institución rutinariamente menospreciada en los medios de
Oxford. Nadie iba a menospreciar cien mil dólares anuales, libres de impuestos, por
el hecho de ser elegido sin necesidad siquiera de cambiar los libros de sitio. El
problema consistía en cómo manifestar este repensamiento sin rebajarse con excesiva
obviedad ante Textel. Sin duda alguna, el puesto sería anunciado en su debido
momento, pero Rudyard Parkinson tenía en estos asuntos la experiencia suficiente
para saber que quienes eran nombrados para altos cargos académicos jamás los
solicitaban antes de que les fueran ofrecidos. Esto era, desde luego, lo que Textel
había estado haciendo —retrospectivamente, resultaba más claro que el agua—, y él
había desaprovechado la oportunidad. Rudyard Parkinson se aferró al brazo de su
asiento, apesadumbrado. Claro que una nota discreta dirigida a Textel podía señalar
un cambio de opinión, pero se necesitaba algo más, algo así como una campaña, una

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andanada, un manifiesto… pero sutil, indirecto. ¿Qué podía hacerse?
Al abrir su cartera en busca de un bloque en el que escribir el borrador de una
carta para Textel, la mirada de Rudyard Parkinson se posó en el libro de Philip
Swallow. Lo sacó y empezó a hojearlo ociosamente, pero pronto comenzó a leer con
profunda atención. Se estaba formando un plan en su mente. Un artículo largo para el
TLS. La Escuela inglesa de Crítica. Qué satisfacción sería la de encontrar, en el árido
desierto de la crítica contemporánea, un exponente de esa noble tradición del saber
humano, de un robusto sentido común y del sencillo goce proporcionado por los
grandes libros… El oportuno e instructivo estudio del profesor Swallow… En
contraste, las elucubraciones del profesor Zapp, escritas en su jerga y en las que las
perversas paradojas de los sabios continentales de moda se ofrecen, si ello es posible,
con un aspecto todavía más pretencioso y estéril… Ha llegado el momento, para
aquellos que creen en la literatura como expresión de los valores humanos más allá
de todos los tiempos, de ponerse en pie y ser contados… El profesor Swallow ha
dado un toque de clarín para entrar en acción. ¿Quién responderá?
Algo por el estilo debería surtir su efecto, pensó Rudyard Parkinson,
contemplando desde la ventana el sol que salía o se ponía en algún lugar, sobre un
horizonte de nubes onduladas. Vancouver, de la que por otra parte poco había visto,
aparte una carretera lluviosa entre el aeropuerto y la Universidad, se había borrado ya
de su memoria.

Philip Swallow partió para su gira de conferencias en Turquía en un estado de


confusión superior a todo lo acostumbrado. Había estado trabajando hasta el último
momento en su conferencia sobre Literatura, Historia, Sociología, Filosofía y
Psicología, negligiendo otros preparativos de carácter más mundano, tales como
hacerse la maleta. Hilary se mostró adusta y poco dispuesta a cooperar cuando él, a
hora muy tardía de la víspera, inició la búsqueda de ropa interior y calcetines limpios.
—Hubieras tenido que pensar antes en eso —dijo ella—. Mi día de la colada es
mañana.
—Sabías que yo me marchaba mañana —repuso él con enojo—, y hubieras
podido pensar que necesitaría llevarme algo de ropa limpia.
—¿Y por qué tengo que pensar yo en tus necesidades? ¿Acaso piensas tú en las
mías?
—¿Qué necesidades? —quiso saber Philip.
—¿Ni siquiera puedes imaginar que las tengo, verdad? —replicó Hilary.
—No quiero discusiones —protestó Philip débimente—. Lo único que desearía
sería unos cuantos calzoncillos, camisetas y calcetines limpios. Si es que no es pedir
demasiado.
Se encontraba de pie en el umbral de la sala de estar, sosteniendo un enmarañado
montón de ropa interior sucia que acababa de excavar en el cesto de la ropa para

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lavar. Hilary dejó de golpe su novela, le arrebató el fardo de las manos y se dirigió
rauda hacia la cocina, dejando tras ella una estela de calcetines dispares.
—Tendrá que secarse en la secadora —le lanzó por encima del hombro.
Philip regresó a su estudio para reunir los libros y papeles que iba a necesitar y,
como de costumbre, empleó largo tiempo preguntándose qué libros se llevaría en su
viaje. Tenía un temor neurótico a encontrarse embarrancado en algún hotel o estación
de ferrocarril del extranjero sin nada que leer, y por consiguiente siempre viajaba con
un exceso de libros, la mayoría de los cuales volvían a su casa todavía sin leer. Esa
noche, incapaz de decidir entre dos de las últimas novelas de Trollope, metió las dos
en la maleta, junto con unos poemas de Seamus Heaney, una nueva biografía de
Keats y una traducción de La Divina Comedia que le había acompañado en casi todos
sus viajes de los últimos treinta años, sin que nunca hubiera hecho grandes progresos
con ella. Cuando hubo completado esta tarea, Hilary se había acostado ya. Se echó
junto a ella, escuchando el rumor de la secadora en la cocina, que recordaba el de la
máquina de un barco. Mentalmente, pasó una angustiada revista a las cosas que había
debido preparar: pasaporte, dinero, billetes, cheques de viaje, notas sobre la
conferencia, gafas de sol y librito de frases hechas en turco. Todo ello se encontraba
en su cartera de mano, pero tenía la sensación de que había de faltar algo. Tenía que
tomar en Heathrow el mismo avión matinal que había tomado Morris Zapp, y por la
mañana no iba a quedarle mucho tiempo disponible.
Rara vez Philip dormía bien antes de emprender uno de sus viajes al extranjero,
pero esta noche se sentía particularmente insomne. Lo usual era que en tales
ocasiones él y Hilary hicieran el amor. Había entre ellos un acuerdo, no expresado
verbalmente, para zanjar sus diferencias en un abrazo de despedida que, pese a su
carácter más o menos indiferente, al menos surtía el efecto de relajarlos a los dos lo
suficiente como para sumirlos en el sueño durante unas cuantas horas. Pero cuando
Philip intentó una caricia exploradora sobre la forma acurrucada de Hilary, ella
rechazó su mano con un somnoliento gruñido de irritación. Philip se dio la vuelta en
la cama, invadido por el enojo y compadeciéndose a sí mismo. Imaginó su muerte en
un accidente aéreo, camino de Turquía, y se representó con macabra satisfacción los
sentimientos de culpabilidad y de reproche que experimentaría Hilary al oír la noticia.
El único inconveniente de este guión era el de que abarcaba su propia extinción, un
alto precio que pagar para castigar a su mujer por no haberle lavado a tiempo los
calcetines. Ensayó entonces una aventura amorosa compensadora en Turquía, pero
esto le resultó difícil, pues no tenía la menor idea acerca de cómo eran Turquía o las
mujeres turcas. Finalmente, optó por un encuentro casual con Angélica Pabst, que,
puesto que nadie parecía saber de dónde había venido, ni adónde se había marchado,
tanto podía encontrarse en Turquía como en cualquier otro sitio. Una de las muchas
decepciones en el congreso de Rummidge había sido la imposibilidad de proseguir la
amistosa relación que había establecido con aquella joven tan atractiva la primera
noche. Con la ayuda de una fantasía en la que él rescataba a Angélica de las garras de

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unos terroristas políticos en un tren expreso turco y era recompensado con una
subyugadora sesión amorosa, Angélica convenientemente ataviada tan solo con un
diáfano camisón en el momento de esa crisis, Philip se adormeció, pero se despertó a
intervalos frecuentes en el curso de la noche, y se sentía más fatigado que descansado
cuando su despertador le puso finalmente en pie a las 5:30.
Las cinco y media no representan en realidad una hora muy temprana si se tiene
en cuenta que el taxi ha sido encargado para las seis, como Philip advierte en seguida,
lavándose, vistiéndose y afeitándose con unos movimientos de brazos y piernas mal
coordinados, palpando cajones y armarios del oscuro dormitorio, en busca de su ropa
para el viaje, y forcejeando con las cerraduras de su maleta. Hilary no hace ningún
movimiento para levantarse y ayudarle, o para prepararle una taza de café. Él no
puede en realidad culparla, vista la hora que es, pero a pesar de todo la culpa. A las
seis menos tres minutos está, por así decirlo, a punto: mal afeitado, con los cabellos
despeinados y los zapatos sin lustrar, pero a punto de marcha. Y es entonces cuando
recuerda el artículo que faltaba en su lista mental: el papel higiénico. Busca en el
armario de la cocina un rollo nuevo, sin éxito y con un pánico creciente, apartando
paquetes de detergente, jabón en polvo, servilletas de papel, líquidos de la limpieza y
estropajos metálicos, en su búsqueda urgente. Sube a saltos por la escalera, irrumpe
en el dormitorio, acciona el interruptor de la luz e interroga perentoriamente la
abrigada espalda de Hilary.
—¿Dónde está el papel higiénico?
Hilary levanta y hace girar la cabeza, embrutecida por el sueño.
—¿Qué?
—Papel higiénico. Necesito llevarme una provisión conmigo.
—Se nos ha terminado.
—¿Qué?
—Hoy me disponía a comprar.
Philip alza los brazos.
—¡Maravilloso! ¡Maravilloso de veras, coño!
—Puedes comprarlo tú mismo.
—¿A las seis de la mañana?
—Tal vez en el aeropuerto haya…
—Y tal vez en el aeropuerto no haya. Y también puede que no tenga tiempo.
—Puedes llevarte el que queda abajo, si quieres.
—Muchísimas gracias —dice Philip sarcásticamente.
Baja por la escalera, saltando los escalones de dos en dos. Hay medio rollo de
papel higiénico de color rosa en el retrete de la planta baja, colgado de un cilindro de
madera fijado mediante un muelle al soporte de porcelana sujeto a la pared. Philip
forcejea con este aparato, tratando de extraer el papel de su eje de soporte. Suena,
agudo, el timbre de la puerta frontal. Philip se sobresalta, el rollo de papel higiénico
se desprende de su soporte y se desenrolla a través del suelo del retrete con

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sorprendente rapidez. Philip lanza un juramento, trata de enrollar nuevamente el
papel, abandona el intento, abre la puerta de la casa, indica su maleta al taxista, sube
corriendo a su estudio, mete un fajo de papel de copia para mecanografiar en su
cartera de mano, baja de nuevo al vestíbulo, grita un airado «Adiós, pues» hacia el
rellano superior, toma en el perchero su impermeable y sale de su casa, dando un
portazo a su espalda.
—¿Lo tiene todo, señor? —pregunta el taxista, mientras Philip se derrumba en el
asiento posterior.
Philip asiente en silencio y el taxista embraga y mete la marcha. El taxi empieza a
moverse, pero en seguida se detiene bruscamente, obedeciendo a un grito provinente
de la casa. Y ahí llega Hilary, corriendo por el camino del jardín, en camisón y solo
con una chaqueta vieja sobre los hombros, apenas decente, sosteniendo junto a su
pecho un desordenado montón de calcetines y ropa interior. Philip baja la ventanilla
del taxi.
—Olvidaste sacar todo eso de la secadora —explica Hilary casi sin aliento,
introduciendo calcetines, camisetas y calzoncillos a través de la ventanilla y sobre el
regazo de él, mientras el taxista contempla divertido la escena.
—Gracias —rezonga Philip, mientras recoge su ropa interior.
Hilary está sonriéndole.
—Adiós, pues. Que tengas un buen viaje.
Se inclina hacia adelante y ofrece su cara ante la ventanilla, con los labios
fruncidos y los ojos cerrados en espera de un beso. Difícilmente puede negarse Philip
a ello, y se adelanta para administrar un ósculo de puro cumplido.
Pero entonces ocurre una cosa extraordinaria. La vieja chaqueta de Hilary se abre,
el escote de su camisón se ensancha y Philip atisba la curva del pecho derecho de
ella. Es un objeto que conoce bien. Estableció su primer conocimiento táctil con él
hace veinticinco años, en una tentativa para acariciarlo a través del obstáculo de un
vestido de punto grueso comprado en Marks and Spencer, y un sujetador tipo
Maidenform, de robusta confección, mientras besaba a su propietaria, una joven
posgraduada, al despedirse de ella ante el porche de su casa, una noche después de
ver El acorazado Potemkin en una sesión de la filmoteca. Puso por primera vez su
mirada extática en la carne desnuda de ella la noche de su boda. Desde entonces, debe
de haberlo visto y tocado (junto con su gemelo) varios millares de veces —
acariciándolo, sobándolo, lamiéndolo y hozándolo, viéndolo chupar por sus hijitos y
habiendo chupado él mismo su pezón en ocasiones— y durante este tiempo perdió su
prístina firmeza y su textura satinada, se volvió más lleno y pesado y menos elástico,
y llegó a resultarle tan familiar como un viejo cojín, cómodo pero sin nada notable en
él. Sin embargo, tal es el misterio del deseo —la veleidad y la incerteza de sus
resortes y movimientos— que esa inesperada y breve visión del pecho,
balanceándose libremente entre los flojos pliegues del camisón, en una sombría
hendidura desde la cual asciende hasta su nariz un agradable olor a cama tibia y a

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cuerpo, hace que Philip sienta de repente el anhelo de tocar, chupar, lamer, hozar, etc.,
otra vez. No quiere ir a Turquía. No quiere ir a ninguna parte en este momento,
excepto de nuevo a la cama con Hilary. Pero no puede, claro. ¿Es solo porque no
puede que lo desea tanto? Todo lo que puede hacer es apretar con sus labios los de
Hilary con mayor entusiasmo de lo que pretendía… o de lo que ella esperaba, pues
Hilary le mira con una expresión de perplejidad, de afecto, incluso de ternura,
mientras el taxi se aleja por fin inexorablemente. Philip se vuelve para mirar desde la
ventanilla trasera. Hilary se agacha para recoger en el arroyo un calcetín perdido, y
con él le saluda tristemente, como en un homenaje improvisado.

Unas pocas horas después de que Philip Swallow despegara en Heathrow a bordo de
un DC10 de las Líneas Aéreas de Turquía, con destino a Ankara, Persse McGarrigle
llegó a Londres en un Boeing 737 de la Aer Lingus procedente de Shannon, ya que
era el día de la fiesta para la distribución de premios de la Real Academia de
Literatura.
El Annabel Lee era un viejo vapor de recreo que en otros tiempos había surcado
en ambas direcciones el estuario del Támesis Ahora, repintado y amueblado de
nuevo, con sus paletas inmóviles y su chimenea sin la menor señal de hollín, estaba
atracado junto al Támesis en el Embankment de Charing Cross y contenía un
restaurante, varios bares y salas de recepción que podían alquilarse para actos como
el presente. Los literatos de Londres runruneaban satisfechos ante la novedad del
local al apearse de sus taxis o salir de la estación del metro y caminar a lo largo del
Embankment. Era un agradable anochecer de mayo, con un buen caudal de agua en el
río y una intensa brisa que hacía ondear las banderas y gallardetes en el aparejo del
Annabel Lee. Una vez a bordo, sin embargo, algunos no estaban tan seguros de que
fuese tan buena idea. Había una manifiesta sensación de movimiento bajo los pies y,
cada vez que una embarcación de cierto calado pasaba por el río, el Annabel Lee
subía y bajaba con energía, la suficiente para hacer que los invitados se tambalearan
sobre la espesa alfombra roja del salón principal. No obstante, pronto se hizo difícil
distinguir entre el efecto del río y el efecto del alcohol. Persse nunca había asistido
hasta entonces a una fiesta literaria, pero el objetivo principal de la misma parecía
consistir en beber tanto como fuera posible y con la mayor rapidez posible, mientras
cada uno hablaba a gritos, mirando al mismo tiempo por encima del hombro de la
persona con la que se estaba hablando, y sonriendo y saludando con la mano a otras
personas que también se dedicaban a beber, sonreír y saludar. En el caso de Persse,
este se limitaba a beber, puesto que no conocía a nadie. Se mantenía en el borde
exterior de los asistentes a la fiesta, sintiéndose medio estrangulado por un cuello y
una corbata a los que no estaba acostumbrado, trasladando su peso de un pie a otro,
hasta el momento de abrirse de nuevo camino hacia el bar para pedir otro trago.

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Circulaban camareros con vino tinto y vino blanco, pero Persse prefería beber
Guinness.
—Hola, ¿es Guinness esto que está bebiendo? —preguntó una voz a su espalda
—. ¿De dónde la ha sacado?
Persse se volvió para encontrarse ante una cara ancha, carnosa y marcada por la
viruela, que miraba codiciosamente su vaso a través de unas gafas con montura de
concha.
—Acabo de pedirla en el bar —contestó Persse.
—Este vino parece orines de caballo —explicó el hombre, vaciando su copa en el
tiesto de una planta. Desapareció entre la multitud y volvió unos momentos después,
arrastrando una caja de Guinness—. No suelo beber cerveza embotellada —explicó
—, pero, de acuerdo con mi experiencia, en Inglaterra la Guinness embotellada es
mejor que la de barril. En Dublín, la cosa ya cambia.
—Comparto su opinión —dijo Persse, mientras el hombre se llenaba un vaso—.
Supongo que debe de tener algo que ver con el agua.
Sostuvieron una erudita conversación técnica sobre la fabricación de la cerveza
oscura, ilustrada por un frecuente muestreo, antes de proceder a presentarse
mutuamente.
—¡Ronald Frobisher! —exclamó Persse—. He leído varios libros suyos. ¿Va a
recibir un premio esta noche?
—No, yo doy uno… A la «Primera novela más prometedora». Cuando yo empecé
a escribir obra de ficción, creo que no habría más de un par de premios literarios, y
solo eran de un centenar de libras cada uno. Hoy en día, hay tantos que es difícil
evitar el conseguir uno de ellos si es que uno ha logrado publicar algo. Lo siento, no
pretendía aguarle sus…
—No pasa nada —dijo Persse—. Comprendo sus sentimientos. De hecho, yo
todavía no he publicado mis poemas.
—¿Lo ve? Esto es lo que quiero decir yo —repuso Frobisher, abriendo otra
botella de Guinness. Se servía de un truco ingenioso, consistente en utilizar la parte
superior de una botella para destapar otra—. Quiero decir que yo no le critico su
dinero (que le haga buen provecho), pero la situación se está volviendo absurda. Esta
noche, hay gente aquí que vive literalmente a base de premios, becas y cosas por ese
estilo. Ya veo llegar el día en que habrá un premio por separado para cada libro que
se publique. Mejor primera novela acerca de una ama de casa graduada que vive en
Camden Town con dos hijos de corta edad, un gato y un marido infiel que trabaja en
publicidad. Mejor libro de viajes por un hombre de menos de veintinueve años que ha
dado la vuelta al mundo utilizando solamente trayectos de autobús programados y un
par de pantalones vaqueros. Mejor…
Mientras Frobisher se acaloraba con su tema, se acercó una joven para decirle que
pronto debería hacer la presentación del premio a la «Primera novela más
prometedora». Frobisher dejó su vaso.

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—Vigile la Guinness —exhortó a Persse, al alejarse.
Persse siguió bebiendo y distribuyendo su peso alternativamente sobre ambos
pies, pero al poco rato vio una cara que reconoció, y saludó con la mano tal como
había visto hacer a los demás invitados. Félix Skinner se acercó, seguido por una
joven rolliza y de cabello color de miel, y por otra pareja.
—Hola, amigo, ¿qué le trae por aquí? —le saludó.
—He venido a recoger un premio por mi poesía.
—Hombre, ¿de veras? —Skinner mostró sus colmillos en una sonrisa amarillenta
—. Le felicito efusivamente. A propósito, lamento lo del libro sobre Shakespeare-
Eliot. Le presento a mi secretaria, Gloria.
Empujó hacia adelante a la joven rolliza, que estrechó con indiferencia la mano
de Persse.
—¿Cuándo nos marcharemos, Félix? —dijo la chica—. Me siento mareada.
—Todavía no podemos marcharnos, querida, pues no han repartido los premios
—repuso Félix, y se volvió para presentar a la otra pareja—. El profesor Ringbaum y
su esposa, de Illinois. Howard es uno de nuestros autores.
Howard Ringbaum dirigió un melancólico saludo a Persse. Su esposa sonrió y
dejó escapar un hipo.
—Thelma, ya está bien —dijo él, aparentemente sin mover los labios.
—Es que no puedo evitarlo —contestó ella, guiñándole un ojo a Persse.
—Podrías intentar beber menos —dijo Ringbaum.
En el otro extremo de la sala, alguien dio unos golpes en la mesa y empezó a
pronunciar un discurso.
—Un hombre espantoso ese Ringbaum —susurró Skinner al oído de Persse—.
Publicamos uno de sus libros hace unos cuatro años, y digo publicar porque nos
quedamos con quinientos ejemplares y tuvimos que saldarlos casi todos, y
apoyándose en esto hoy me ha obligado a invitarles a almorzar a él y a su mujer, y
desde entonces no me los he podido quitar de encima. Él es un pelmazo de lo más
aburrido y ella parece ser algo así como una ninfómana… pues me ha estado
hurgando con el pie en el restaurante. Ha sido más que violento, con Gloria allí
presente, puedo asegurárselo.
Exactamente en este momento, Persse advirtió la presencia de otra pierna junto a
la suya, y se volvió para encontrar a la señora Ringbaum de pie muy cerca de él.
—¿De veras es usted poeta? —preguntó ella, echándole un aliento profundamente
impregnado de ginebra.
—Lo soy —contestó Persse.
—¿Me escribiría una poesía —quiso saber la señora Ringbaum— si yo se lo
recompensara debidamente?
—Es que no es posible escribir poesía por encargo —dijo él y dio un paso atrás,
pero la señora Ringbaum le siguió, pegada a él como si fuera su pareja en un baile de
salón.

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—No me refiero a dinero —aclaró.
—Thelma —dijo Howard Ringbaum con voz lastimera, a espaldas de ella—, ¿soy
alérgico a las anchoas?
Sostenía un pequeño bocadillo que había marcado ya con un mordisco y Persse
aprovechó esta distracción para situar a Skinner entre él y la señora Ringbaum.
—¿Qué es lo que ha dicho acerca de mi libro? —preguntóle a Skinner.
—¿Acaso no ha recibido mi carta? ¿No? Eso es cosa de Gloria, que últimamente
siempre anda algo retrasada. Pues bien, siento decirle que recibimos un informe muy
negativo sobre su propuesta… Ah, veo que Rudyard Parkinson está entregando el
premio de biografía.
Un hombre con unas pobladas patillas, rechoncho y con aspecto de sentirse muy
satisfecho de sí mismo, había subido al estrado y se dirigía a los invitados
congregados ante él. Era un discurso en alabanza del libro de alguien, aunque la
sonrisa fatua y afectada que flotaba en sus labios parecía desmentir y devaluar los
sentimientos que estos manifestaban, así como solicitar una risita burlona por parte
del público.
—Rudyard Parkinson… Tú has leído sus libros, ¿verdad, Howard? —dijo Thelma
Ringbaum.
—Son pura mierda —opinó Howard Ringbaum.
Persse abrió otra botella de Guinness, utilizando la técnica de Ronald Frobisher.
—¿O sea que finalmente no quieren publicar mi libro? —preguntó a Félix
Skinner.
—Me temo que no, muchacho.
—¿Y qué dijo acerca de él su lector, pues?
—Pues que no funcionaría. Que no interesaba. En una palabra, que no se
aguantaba.
—¿Y quién es ese lector?
—Esto no puedo decírselo, lo siento —contestó Félix Skinner—. Es confidencial.
Hubo una salva de aplausos y centellearon los flashes, al levantarse el biógrafo y
subir para recibir el premio de manos de Rudyard Parkinson.
—¿Está aquí esta noche, por casualidad? —preguntó Persse con ansiedad—.
Porque si está, me gustaría vérmelas con él.
Félix Skinner se rio sin excesivas ganas.
—No, no, se encuentra muy lejos de Londres. Pero puedo asegurarle que es una
autoridad eminente. ¡Ah, Rudyard, qué alegría volver a verte! ¡Un discurso
espléndido!
Rudyard Parkinson, que había cedido el estrado a Ronald Frobisher, sonrió
torcidamente y se atusó las patillas con el dorso de la mano.
—Hola, Skinner. Sí, ya he visto que era muy bien recibido.
Félix Skinner efectuó las presentaciones.
—Es un verdadero privilegio, profesor Parkinson —dijo Howard Ringbaum,

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estrechando la mano de Parkinson y mirándole extasiado a los ojos—. Soy un gran
admirador de su obra.
—Es usted muy amable —murmuró Rudyard Parkinson.
—¡Howard! ¡Howard, es Ronald Frobisher! —gritó Thelma Ringbaum, muy
excitada y señalando hacia el estrado—. ¿Recuerdas? Durante el viaje, yo leía uno de
sus libros en el avión.
—Recomiendo su libro sobre James Thompson a todos mis alumnos —dijo
Howard Ringbaum a Rudyard Parkinson, ignorando a su esposa—. Yo mismo he
escrito algunos artículos al respecto, y sería para mí una gran satisfacción poder…
—Ah, sí, el pobre Frobisher —dijo Parkinson, que parecía preferir este tema de
conversación—. Estaba en Oxford cuando yo era un joven profesor, ¿sabe? Mucho
me temo que ya esté quemado. Hace años que no publica una nueva novela.
—Dan uno de sus libros en la tele —intervino Gloria desde algún lugar situado
detrás y por debajo de ellos.
Todos se volvieron y la miraron con sorpresa. Se había echado en un banco que
seguía la curva del costado del barco, con los zapatos en el suelo y los ojos cerrados.
—Sí —dijo Parkinson, frunciendo los labios—, creo que sí la dan. Por mi parte,
no tengo televisor.
Una mujer del gentío delante de ellos se volvió y les dirigió una mala mirada, y
alguien más siseó para imponer silencio. Ronald Frobisher estaba pronunciando un
discurso con un tono de voz muy bajo, las manos profundamente hundidas en los
bolsillos de su chaqueta de pana y los redondos cristales de sus gafas opacos bajo las
luces.
—No creo que tenga tanto que decir como para molestarse en aguzar los oídos —
murmuró Parkinson—. En realidad, me da toda la impresión de estar bebido.
—A propósito —le dijo Félix Skinner—. ¿Has recibido por casualidad un libro
de… e…, Philip Swallow, que yo, er…?
—Sí, ciertamente. No está nada mal. He decidido hacerle una reseña para el TLS,
junto con otro libro. Debería aparecer en el número de mañana, y creo que te
agradará.
—¡Oh, magnífico! Te quedo más que agradecido.
—Pienso que tiene importantes implicaciones —dijo Parkinson solemnemente—.
Más de las que cree el propio autor.
Hubo otra andanada de aplausos al entregar Ronald Frobisher un sobre a una
muchacha sonriente vestida con una falda y un jersey de confección casera. El
hombre que presidía el acto y había iniciado la ceremonia volvió al estrado.
—Y ahora una serie de premios y becas para poetas jóvenes —anunció.
—Eso debe de ser para usted —dijo Thelma Ringbaum a Persse—. Apresúrese.
Persse empezó a abrirse paso hacia adelante.
—Primero, el Legado Maud Fitzsimmons para el Estímulo de la Poesía Anglo-
Irlandesa —dijo el presidente—. ¿Está Persse McGarrigle…?

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—¡Aquí! —gritó Persse desde abajo—. Un momento, ya vengo.
Sonoras risas saludaron su aparición en el estrado, cosa que Persse atribuyó
después al hecho de que todavía llevaba en la mano una botella de Guinness.
—Felicitaciones —dijo el presidente, entregándole un cheque—. Veo que se ha
traído su inspiración consigo.
—Mi inspiración —repuso Persse, emotivamente— es una chica llamada
Angélica.
—Muy buena idea también —dijo el presidente, empujándole suavemente hacia
los escalones—. Y el siguiente premio…
Cuando Persse regresó a su punto de origen, encontró a Ronald Frobisher en agria
confrontación con Rudyard Parkinson.
—¿Y qué es lo que sabes tú acerca de creación literaria, Parkinson? —estaba
preguntando Frobisher—. Tú no eres más que un macarra de los periódicos
dominicales. Y el que ha sido un macarra, lo es para toda la vida. Te recuerdo
haciendo ya el macarra en el patio de All Saints…
—Vamos, vamos, ya basta —dijo Félix Skinner, tratando de interponerse entre los
dos hombres.
—¿Llegarán a las manos? —preguntó Thelma Ringbaum, excitada.
—Cállate, Thelma —dijo Howard Ringbaum.
—Realmente, Frobisher —protestó Parkinson—, esta conducta ya es más que
desagradable en una de tus novelas, pero en la vida real es perfectamente intolerable.
—Hablaba con desdén, pero reculando al mismo tiempo—. Y por otra parte, no fui
yo el único crítico al que no le agradó la última novela que escribiste… ¿cuándo fue,
hace diez años?
—Ocho. Pero tú fuiste el único que hiciste aquella broma a costa de mi padre,
Parkinson. Y yo nunca lo olvidaré.
Y empuñando una botella vacía de Guinness por el cuello, Frobisher se abalanzó
hacia Parkinson. Alguien chilló. Félix Skinner sujetó los brazos de Frobisher a ambos
lados y Howard Ringbaum agarró el cuello de su camisa por detrás y tiró de él,
cortando la respiración al novelista. Juzgando que esto era un uso de la fuerza tan
injusto como excesivo, Persse aplicó una mano restrictiva a Ringbaum, en vista de lo
cual Thelma se sumó a la refriega y aplicó un entusiástico puntapié en la espinilla de
su marido. Este soltó a Frobisher lanzando un aullido de dolor, y se volvió,
indignado, hacia Persse.
Como resultado de todo ello, unos minutos más tarde Persse y Frobisher se
encontraron los dos solos en el Embankment, tras haberles ordenado los directivos
del Annabel Lee, en tono perentorio, que abandonaran inmediatamente la recepción.
—Pandilla de maricones —dijo Frobisher, enderezándose la corbata—. ¿De veras
creían que iba a soltarle un botellazo a aquel macarra? Solo quería darle un susto.
—Creo que lo consiguió —afirmó Persse.
—De todos modos me aseguraré al respecto —dijo Frobisher—. Voy a

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acojonarles a todos.
Y dicho esto, desapareció bajando por unos húmedos peldaños a un nivel inferior
del Embankment.
Ya había oscurecido del todo y Persse no pudo ver lo que estaba haciendo su
compañero. Apoyando la barbilla en sus codos y los codos en el parapeto del
Embankment, contempló a través del río los iluminados bloques de hormigón del
Festival Hall y del National Theatre. Botellas vacías, envoltorios de bocadillos,
pañuelos, cajas de cartón, colillas de cigarrillos y otros testimonios de la noche estival
derivaban aguas abajo, pues la marea había cambiado de signo. Las luces del Annabel
Lee parpadeaban y proyectaban reflejos dorados en las negruzcas aguas. A popa, una
silueta femenina se inclinaba sobre la barandilla para vomitar. Frobisher reapareció
junto a Persse, respirando trabajosamente y limpiándose las manos con un trapo.

En el interior del salón había un zumbido de excitación a causa del incidente.


—Vuelve a ser como en los años cincuenta —dijo alguien—. En aquellos
tiempos, siempre había la posibilidad de que algún escritor le largara un tortazo a un
crítico. El pub contiguo a la Royal Court era buen lugar para esos espectáculos.
Rudyard Parkinson no estaba dispuesto a tomarse el asunto tan a la ligera.
—Me ocuparé de que a Frobisher le expulsen de la Academia por este ultraje —
dijo, temblando un poco—. Y si no lo hacen dimitiré yo.
—Tiene toda la razón —afirmó Félix Skinner—. ¿Ha visto alguien dónde se ha
metido Gloria?
—Ese golfo irlandés ha estado a punto de romperme el tobillo —se quejó Howard
Ringbaum—. Voy a llevar a alguien al juzgado por eso.
—Howard —dijo Thelma—, tengo la impresión de que el barco se mueve.
—Cállate, Thelma.

Con gran lentitud, el Annabel Lee empezó a derivar desde el Embankment. La cuerda
que amarraba el buque a la pasarela crujió bajo la tensión, y finalmente se rompió.
Apareció un espacio entre el extremo de la pasarela y la borda del navío.
—En su lugar, yo no habría hecho esto —dijo Persse.
—Cuando me gradué en Oxford —explicó Ronald Frobisher, en un tono de
reminiscencias junto al fuego—, mi madre y mi padre asistieron a la ceremonia.
Parkinson era en aquellos días profesor investigador en el mismo colegio. Había sido
mi tutor durante un curso y ya entonces yo le tenía por un asno pomposo, aunque
forzoso es reconocer que había leído lo suyo. Pues aquel día nos topamos con él en el
patio, y por tanto le presenté a mis padres. Mi padre era un obrero especializado,
moldeador de arena en una fundición; tenía un toque maravilloso y los directores se
arrastraban ante él cada vez que se presentaba un trabajo difícil. Desde luego,

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Parkinson no sabía ni jota al respecto, y maldito lo que le importaba. Para él, mi
padre no era más que un estúpido proletario con gorra y el traje de los domingos, al
que bastaba con mostrar una falsa condescendencia. Su actitud no ocultaba la
inquietud y mi padre fue poniéndose cada vez más nervioso, y tosía para disimular
este nerviosismo. Resultaba que hacía poco tiempo se había hecho extraer todos los
dientes, cosa corriente entonces entre los trabajadores de cierta edad: hacérselos
arrancar todos y acabar con ellos de una vez era la forma de odontología preventiva
predilecta en nuestros barrios, y su dentadura postiza no se le ajustaba muy bien. Para
abreviar, le diré que con la tos el paladar falso salió disparado de su boca. Lo cazó al
vuelo y se lo metió en el bolsillo. En realidad, fue divertido, pero pareció como si
Parkinson fuera a desmayarse. Lo cierto es que muchos años más tarde escribí una
novela con un protagonista basado en mi padre, que entonces ya había muerto, y
Parkinson la reseñó para uno de los dominicales. Recuerdo sus palabras exactas.
Dijo: «Es difícil compartir el afecto sentimental que muestra el autor por el
personaje principal. Que a una persona no se le ajuste bien la dentadura postiza no
significa automáticamente que esta persona sea la sal de la tierra». ¡Pero es que en
el libro no se mencionaba para nada una dentadura postiza! Eso eran unas gotas de
veneno de cosecha propia, y jamás se lo he perdonado a Parkinson.
El barco se había desplazado a cierta distancia aguas abajo, a partir de su posición
original. Gloria levantó su pálida cara desde la barandilla y miró a través del agua,
como si les reconociera vagamente a los dos. Frobisher la saludó con la mano y,
aunque extrañada y titubeante, ella saludó a su vez.
—Sigo creyendo que no debió hacerlo —insistió Persse—. Pueden chocar contra
un puente.
—No hay peligro —aseguró Frobisher—. Dejé atado un cabo largo que debería
sujetarlo. Algo sé de barcos, pues había trabajado con embarcaciones deportivas
durante mis vacaciones, cuando estudiaba. En el canal de Staffordshire y
Worcestershire. Aquellos sí que eran buenos tiempos.
Se oían desde el barco, aunque débilmente, gritos e incluso chillidos de alarma.
Se abrió de golpe una puerta y la cubierta se iluminó. Gritó un hombre a través del
agua.
—Creo que deberíamos largarnos —sugirió Persse.
—Buena idea —aprobó Frobisher—. Le invito a tomar un trago. Solo son —
consultó su reloj— las nueve menos cinco. —Pero entonces se dio una palmada en la
frente—. ¡Cristo, a las nueve tengo una entrevista por la radio! —Dio unos pasos por
la calzada central y detuvo a un taxi que pasaba por allí—. Bush House —le dijo al
taxista, y metió a Persse en el vehículo.
Ambos rodaron juntos de un lado a otro del asiento posterior al efectuar el taxi
una rápida media vuelta.
—¿Quién ha de entrevistarle? —preguntó Persse.
—Alguien desde Australia.

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—¿Australia?
—Hoy en día hacen cosas impresionantes con los satélites. La tele australiana
ofrecerá dentro de poco el serial de Cualquier camino más allá, y por tanto quieren
una entrevista en directo por radio para no sé qué programa de artes.
—Me parece que no he leído Cualquier camino más allá —dijo Persse.
—No tiene nada de sorprendente, pues solo existe como serial de la tele. Lo que
le ocurre a Aaron Stonehouse cuando se hace rico y famoso y se harta de todo, como
yo. —Miró de nuevo su reloj—. Los de las antípodas han contratado poco de tiempo
de estudio en la BBC. No les gustará si llego tarde.
Afortunadamente para Ronald Frobisher, se había producido un cierto retraso al
abrir la línea con Australia, y ya se encontraba debidamente instalado en el estudio
cuando llegó la voz del realizador en Sydney, sorprendentemente fuerte y clara.
Persse se sentó en la sala de control con el ingeniero de sonido, escuchando y
mirando, no sin cierta fascinación. El ingeniero le explicó el montaje. El realizador se
encontraba en Sydney y el entrevistador en Cooktown, Queensland. Las preguntas
iban de Cooktown a Sydney vía cable, y de Sydney a Londres mediante los satélites
del océano Indico y de Europa, y las respuestas de Ronald Frobisher llegaban a
Australia gracias a los satélites del Atlántico y el Pacífico. Un breve intercambio a
base de pregunta y respuesta daba la vuelta al mundo en unos diez segundos.
Observando a Ronald Frobisher con sus auriculares, a través del gran panel de
cristal que separaba el estudio de la sala de control, Persse admiró la soltura con la
que el escritor manejaba aquella situación inusual, charlando con su interlocutor, la
voz un tanto borrosa de un tal Rodney Wainwright, como si este se encontrara al otro
lado de la mesa y no al otro lado del mundo. Wainwright le preguntó si Aaron
Stonehouse todavía era un Joven Airado. «Todavía airado, pero ya no tan joven»,
replicó Ronald. ¿Se estaba muriendo la novela? «Como todos nosotros, ha estado
muriéndose desde el día en que nació.» ¿Cuándo escribía más? «Durante los diez
minutos que siguen a mi primer café de la mañana.»
Cuando concluyó la entrevista, Persse salió de la sala de control para ir a su
encuentro.
—Buen trabajo —le felicitó.
—¿Ha quedado bien? —Frobisher parecía satisfecho de sí mismo.
El ingeniero de sonido Ies llamó para que entraran en la sala de control.
—Esto es muy divertido —les dijo—. Escuchen.
Las voces de Rodney Wainwright y su realizador en Sydney, un tal Greg, llegaban
todavía a través de los altavoces. Al parecer, los dos eran viejos amigos.
—Entonces ¿cuándo vendrás a Sydney, Rod?
—No lo sé, Greg. Estoy muy atado aquí. Tengo que escribir una comunicación
para un congreso.
—Ya es hora de que tomemos unas cervezas juntos, chico, y echemos un vistazo a
los talentos de la playa de Bondi.

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—Si quieres que te diga la verdad, Greg, aquí, en Queensland, no vamos tan mal
de talentos.
—Apuesto a que las chicas no enseñan los pechos.
Hubo una pausa.
—Solo mediante acuerdo privado.
Greg se echó a reír.
—Deberías ver ahora Bondi, un domingo de sol. Se te saltarían los ojos de la
cabeza.
El ingeniero de sonido miró sonriente a Persse y Ronald.
—Sidney ha olvidado cerrar la línea —explicó—. No saben que nosotros todavía
les podemos oír.
—¿Y ellos pueden oírnos a nosotros? —preguntó Persse.
—No. No, a menos que yo conecte este micro.
—¿O sea que estamos escuchando sin que nadie lo sepa, desde una distancia de
doce mil millas? —dijo Persse—. Es una noción muy extraña.
—¡Ssh! —siseó Ronald Frobisher, alzando un dedo, pues en Australia la
conversación se había encauzado hacia otro tema: él mismo.
—No me gustó su último libro —estaba diciendo Rodney Wainwright—. Y eso
fue… ¿cuándo? ¿Hace ocho años?
—Más de ocho —puntualizó Greg—. ¿Crees que está quemado?
—Estoy seguro —repuso Rodney Wainwright—. No ha tenido absolutamente
nada que decir respecto al posmodernismo. Ni siquiera ha entendido la pregunta, me
parece.
Ronald Frobisher se inclinó para conectar el micro del ingeniero de sonido.
—Puedes meterte allí donde te quepa tu pregunta sobre posmodernismo,
Wainwright —dijo.
Hubo un silencio de estupefacción en las antípodas. Después, Rodney Wainwright
inquirió con voz temblorosa:
—¿Quién ha dicho esto?
—Jesús —dijo Greg.
—¿Jesús?
—Quiero decir que, Jesús, esa maldita línea sigue abierta —explicó Greg.

A dos mil millas de distancia, en Turquía, hace horas que ha oscurecido. La pequeña
hilera de casas unifamiliares, en las afueras de Ankara, le parece a Akbil Borak,
mientras su Dos Caballos brinca en el camino de entrada después de abandonar la
carretera principal, algo así como un buque, con luces brillando desde las ventanas de
sus camarotes y atracado en el borde la oscura inmensidad que es la llanura central de
Anatolia. Detiene el coche, para el motor y se apea entumecido. Ha sido una jornada
muy larga.

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Oya le ha dejado en la cocina un pequeño refrigerio y té negro en un termo. Por
haber comido bien esa noche, a expensas de la Universidad, deja los bocadillos pero
se bebe el té. Después sube a la segunda planta, pisando cuidadosamente los
estrechos escalones, para no despertar a Ahmed.
—¿Eres tú, Akbil? —inquiere Oya, somnolienta, desde el dormitorio.
Akbil la tranquiliza con su respuesta y entra en el cuarto de Ahmed, donde
contempla con cariño a su hijo dormido y mete un brazo colgante debajo de las
mantas. Después entra en el cuarto de baño y seguidamente se mete en la cama y hace
el amor con Oya.
Akbil Borak fornica con su esposa casi cada noche, normalmente (es decir,
cuando no ha de absorberse en las obras completas de William Hazlitt). Este último
invierno, ha habido en Turquía pocos placeres más con los que obsequiarse, y por
otra parte, él cree que es bueno para la salud. Esta noche, por estar él cansado, su
acoplamiento es breve y directo. Al poco rato, Akbil se separa de Oya, rueda a un
lado con un suspiro de satisfacción y tira del edredón para taparse los hombros.
—No te duermas, Akbil —rezonga Oya—. Quiero saber cómo has pasado el día.
¿Llegó bien el profesor Swallow?
—Sí, solo que el avión llegó un poco tarde. Fui a recibirle con el señor Custer, en
el coche del British Council.
—¿Cómo es?
—Alto, delgado, cargado de hombros. Lleva una bonita barba plateada.
—¿Es simpático?
—Yo creo que sí. Un poco nervioso. Excéntrico, podríamos decir. Le colgaba una
camiseta del bolsillo de su impermeable.
—¿Una camiseta?
—Una camiseta blanca. Tal vez se la quitó en el avión porque hacía demasiado
calor, no lo sé. Al salir del aeropuerto, se cayó.
—¡Vaya! ¿Acaso había estado bebiendo en el avión?
—No, es que metió el pie en un hoyo. Ya sabes lo mal que están las carreteras
desde el invierno. Aquel agujero debía de tener medio metro de profundidad, y se
encontraba justo al salir del edificio de la terminal. Me sentí avergonzado. De hecho,
en este país no tenemos ni idea de cómo construir carreteras.
—¿Está casado el profesor Swallow?
—Sí, y tiene tres hijos. Pero no parecía interesado en hablar de ellos —dijo Akbil
adormilado.
Oya le pellizcó.
—¿Y después qué ocurrió? ¿Después de caerse?
—El señor Custer y yo le ayudamos a levantarse, le sacudimos el polvo y le
llevamos a Ankara en el coche. Durante el trayecto se mostró bastante nervioso y
continuamente se agachaba detrás del respaldo del asiento del chófer. Ya sabes que la
carretera hasta el aeropuerto solo está pavimentada en un lado durante ciertos trechos,

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de modo que el tráfico usa el mismo lado aunque circule en ambas direcciones.
Supongo que esto resulta un poco alarmante para el que no está acostumbrado a ello.
—¿Y qué pasó después?
—Fuimos a Anitkabir para depositar una corona en la tumba de Ataturk.
—¿Y por qué?
—El señor Custer pensó que sería un gesto bonito. Y ocurrió una cosa muy
graciosa. Te lo contaré. —De pronto, Akbil abandonó su somnolencia ante aquel
recuerdo y se apoyó en un codo para narrarle la historia a Oya—. Ya sabes que la
primera vez que uno visita Anitkabir es toda una experiencia sobrecogedora. Caminar
a lo largo de aquella explanada interminable, con los leones hititas y las otras
estatuas, y los soldados de centinela en los parapetos, tan inmóviles y silenciosos que
también ellos parecen estatuas, solo que todos están armados… Tal vez no debí
decirle al profesor Swallow que era un delito gravísimo faltarle al respeto a la
memoria de Ataturk.
—Pues claro que lo es.
—Yo lo dije en son de broma, pero a él pareció preocuparle mucho esta
información. No dejaba de preguntar: «¿No pasa nada si me sueno la nariz?» y
«¿Sospecharán los soldados de mi cojera?»
—¿Cojea?
—Desde que se cayó en el aeropuerto, cojea un poco, sí. Pero el señor Custer le
dijo: «No se preocupe; haga exactamente lo mismo que hago yo». Y así echamos a
andar por la explanada, el señor Custer delante, llevando la corona, y el profesor
Swallow y yo siguiéndole al mismo paso, bajo los ojos de los soldados. Giramos a la
izquierda en la Gran Plaza de la Reunión, con toda marcialidad, como si también
nosotros fuésemos soldados, y nos dirigimos hacia la Sala de Honor. Y entonces el
señor Custer tuvo la desgracia de tropezar con un adoquín que sobresalía más que los
otros y, cargado como iba con la corona, cayó sobre sus manos y rodillas. Antes de
que yo pudiera impedirlo, el profesor Swallow se arrojó al suelo y se quedó en él,
postrado como un musulmán en pleno rezo.
Oya, boquiabierta, soltó una risita.
—¿Y qué más pasó?
—Volvimos a levantarlo y a sacudirle el polvo. Después depositamos la corona y
visitamos el museo, y a continuación regresamos a la oficina del British Council para
comentar el programa del profesor Swallow. Ha de ser un hombre de una erudición
inmensa.
—¿Por qué lo dices?
—Bueno, ya sabes que ha venido aquí para conferenciar sobre Hazlitt, ya que fue
su centenario el año pasado. La otra conferencia que ofrecía era sobre Jane Austen, y
solo nuestros estudiantes de cuarto curso han leído sus libros. Por lo tanto,
solicitamos al British Council si el profesor podía ofrecer una conferencia sobre
algún tema más amplio, por ejemplo Literatura e Historia, o Literatura y Sociología,

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o bien Literatura y Filosofía…
Akbil Borak bostezó y cerró los ojos. Al parecer, había perdido el hilo de su
historia.
—¿Y bien? —dijo Oya, hurgándole impacientemente las costillas con el codo.
—Pues por lo que parece el mensaje se embarulló un poco en la transmisión por
télex. Decía si podía dar una conferencia sobre Literatura e Historia y Sociología y
Filosofía y Psicología. Y has de saber que él aceptó. Ha preparado una conferencia
sobre Literatura y todo lo demás. Nos reímos a gusto al saberlo.
—¿El profesor Swallow se rio?
—Bueno, el señor Custer fue el que más se rio —admitió Akbil.
—¡Pobre profesor Swallow! —suspiró Oya—. No creo que haya pasado un día
muy agradable.
—Por la noche todo ha ido mejor —dijo Akbil—. Le he llevado a un restaurante
kebab y hemos tomado una buena cena y algo de raki. Hemos estado hablando de
Hull.
—¿Él conoce Hull?
—Curiosamente, no ha estado nunca —contestó Akbil—, y por tanto yo he
podido explicárselo todo.
Se volvió a un lado, dando la espalda a Oya, y se subió de nuevo el edredón hasta
los hombros. Admitiendo que ya no seguiría hablando, Oya se dispuso a dormir.
Alargó la mano para apagar la lamparilla junto a la cama, pero antes de que sus dedos
llegaran al interruptor, la luz se apagó por sí sola.
—Otro corte de corriente —anunció a su marido, pero este ya respiraba
profundamente, sumido en el sueño.

—Lo malo es —dijo Ronald Frobisher— que ese Wainwright y el macarra de


Parkinson tienen razón en una cosa. Me he secado. Llevo seis años bloqueado en una
novela. Y ocho sin publicar ninguna. —Contempló con melancolía su jarra de ale.
Persse seguía bebiendo Guinness. Se encontraban en el bar salón de un pub cerca del
Strand—. Por lo tanto me gano la vida con la televisión. Adaptando mis novelas o las
de otros. Algún que otro episodio de Z-Cars o The Sweeney. La ocasional «Función
del día».
—Es extraño que todavía pueda usted escribir teatro, pero no ficción.
—Claro, sepa que se me da muy bien el diálogo —repuso Frobisher—, y alguien
más pone las imágenes. Pero en la ficción son los fragmentos narrativos los que
confieren al texto su individualidad. Descripciones de personas, de lugares, del
tiempo, cosas por ese estilo. Es como la cerveza que se ha conservado en la madera:
el aroma de la madera se infiltra en la cerveza. En comparación, el drama en la tele es
como la cerveza embotellada: toda ella gas y sin el menor aroma. Es el estilo de lo
que yo estoy hablando, la manera especial y única con la que el escritor emplea el

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lenguaje. Usted es poeta y sabe de lo que estoy yo hablando.
—Ciertamente —dijo Persse.
—Antes yo tenía un estilo —dijo tristemente Frobisher—, pero lo perdí. Mejor
dicho, perdí la fe en él. En realidad, viene a ser lo mismo. ¿Otra cerveza?
—Es mi ronda —dijo Persse, levantándose. Pero se vio obligado a volver de la
barra con las manos vacías—. Me resulta muy embarazoso —anunció— pero voy a
tener que pedirle un préstamo. Todo lo que llevo encima son unos cuantos billetes de
la lotería irlandesa y un cheque por valor de mil libras. El encargado del bar se ha
negado a aceptarlo.
—No tiene importancia. Tome otro trago a mi salud —dijo Frobisher,
entregándole un billete de diez libras.
—Me las quedo a título de préstamo, si me lo permite —pidió Persse.
—¿Y en qué va a gastarse las mil libras? —le preguntó Frobisher cuando regresó
con las bebidas y sosteniendo un paquete de patatas fritas entre los dientes.
—En buscar a Al —contestó Persse confusamente.
—¿Buscar el Grial?
—Una chica. En realidad se llama Angélica. Tome unas patatas.
—No, gracias. Bonito nombre. ¿Y dónde vive?
—Ahí está el problema. No lo sé.
—¿Es guapa?
—Bellísima.
—¿Recuerda a la esposa del profesor americano, en esa fiesta? Se me insinuó.
—También se me insinuó a mí —dijo Persse.
Frobisher pareció levemente decepcionado por esta información y empezó a
comer patatas fritas distraídamente. Al poco rato, en la bolsa solo quedaron unos
pocos fragmentos menudos y unos granos de sal.
—¿Y cómo llegó a perder la fe en su propio estilo? —inquirió Persse.
—Se lo diré. Puedo fecharlo precisamente a partir de un viaje que hice a
Darlington hace seis años. Como ya sabrá, hay allí una nueva universidad, una de
esas cosas de vidrio laminado y hormigón en las afueras de la ciudad. Querían darme
un título honorario. No es la universidad más prestigiosa del mundo, pero nadie más
me había ofrecido un nombramiento. La idea era que, por ser Darlington una ciudad
industrial, de la clase obrera, habían de honrar a un escritor que escribía acerca de la
clase obrera y de la vida en una zona industrial. Me lo tragué. Para decirle la verdad,
incluso me sentí halagado. Por consiguiente, fui allí para recibir ese título. Hubo la
usual exhibición de togas y reverencias, saludos birrete en mano al vicerrector, y los
demás cumplidos. Un almuerzo realmente abominable, pero en general todo fue bien
y no me importó. Pero después, una vez terminada la parte oficial, fui abordado por
un fulano del Departamento de Inglés. Un tal Dempsey.
—Robin Dempsey —dijo Persse.
—¿Le conoce? ¡Espero que no sea amigo suyo!

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—Decididamente, no.
—Lo celebro. Pues bien, como usted probablemente ya sabrá, a ese Dempsey los
ordenadores le vuelven loco. Lo supe durante el almuerzo, porque estaba sentado
delante de mí. «Me gustaría llevarle esta tarde a nuestro Centro de Informática —me
dijo—. Le tenemos preparado algo y creo que lo encontrará interesante.» Y mientras
lo decía se revolvía, muy excitado, en su asiento, como el chiquillo que no sabe
esperar para desenvolver sus regalos de Navidad. Por lo tanto, cuando terminó la
ceremonia del nombramiento fui con él a su Centro de Informática. Un nombre muy
pomposo, en realidad, pues era tan solo un barracón prefabricado, con un par de
ovejas que mordisqueaban la hierba delante de él. Había allí otro tipo, llamado Josh,
que era el que más o menos dirigía el lugar, pero Dempsey llevó el peso de la
conversación. «Supongo que habrá oído hablar de nuestro Centro para la Estilística
Informatizada», me dijo. «No —contesté—. ¿Dónde está?» «¿Dónde? Pues aquí, creo
yo —me dijo—. Quiero decir que soy yo, y por tanto está allí donde estoy yo. Es
decir, allí donde esté yo cuando me dedico a la estilística informatizada, que es tan
solo uno de mis intereses investigadores. No es tanto un lugar como un papel para
escribir con membrete. Sea como fuere —prosiguió—, cuando supimos que la
Universidad iba a concederle un título honorario, decidimos hacer del suyo el primer
corpus completo en nuestro archivo de cintas.» «¿Y esto qué significa?», pregunté yo.
«Significa que toda palabra que usted haya publicado se encuentra aquí», me dijo,
alzando una caja metálica plana, como las que se emplean para guardar películas. Sus
ojos brillaban con una especie de centelleo maníaco, como si fuera Frankenstein o
alguna especie de brujo y me tuviera encerrado en aquella lata plana. Y en cierto
modo, así era. «¿Y eso para qué sirve?», pregunté. «¿Para qué sirve? —repitió,
riéndose histéricamente—. ¿Que para qué sirve? Vamos a enseñárselo, Josh.» Y va y
le pasa la lata al otro tipo, que saca de ella una bobina de cinta y la mete en una de las
máquinas. «Acérquese aquí —dice Dempsey, y me hace sentar delante de una especie
de máquina de escribir con una pantalla de televisión incorporada.» «Con esa cinta —
me dijo— podemos pedirle al ordenador que nos suministre cualquier información
que se nos antoje acerca de su ideolectura.» «¿Cómo dice?», inquirí yo. «Su manera
especial, distintiva, única de utilizar el inglés. ¿Cuál es su palabra favorita?» «¿Mi
palabra favorita? No tengo ninguna.» «¡Ya lo creo que la tiene! —dijo—. La palabra
que utilice con mayor frecuencia.» «Probablemente será el o un, o y», dije yo. Meneó
la cabeza con impaciencia. «Instruimos al ordenador para que ignorase lo que
nosotros llamamos las palabras gramaticales: artículos, preposiciones, pronombres,
verbos modales, que tienen un alto índice de frecuencia en todo discurso. Después
pasamos a la sustancia real, lo que llamamos las palabras léxicas, aquellas palabras
que poseen un contenido semántico distintivo. Palabras como amor u oscuro, o
corazón o Dios.» Veamos. Escribió algo en el teclado y al instante apareció en la
pantalla mi palabra favorita. ¿Cuál cree que era?
—¿Cerveza? —aventuró Persse.

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Frobisher le miró con cierta suspicacia a través de los gruesos cristales de sus
gafas y meneó la cabeza.
—Inténtelo otra vez.
—Desde luego, no lo sé —admitió Persse.
Frobisher hizo una pausa para beber y después miró solemnemente a Persse.
—Grasa —dijo finalmente.
—¿Grasa? —repitió Persse, atónito.
—Grasa. Grasiento. Engrasado. Varias formas y aplicaciones de la raíz, literales
y metafóricas. Al principio no le creí y me reí en sus narices, pero entonces él pulsó
un botón y la máquina empezó a presentar el listado de todas las frases en mis obras
en las que la palabra grasa aparece en una forma u otra. Allí estaban, brotando en la
pantalla, con mayor rapidez de lo que yo podía leerlas, con referencias de páginas y
números de líneas. El suelo grasiento, las carreteras grasientas a causa de la lluvia,
el puño de la camisa manchado de grasa, la grasienta rebanada de pan con
mermelada, su grasienta sonrisa, la mesa sucia de grasa, la grasienta calderilla de
su conversación, e incluso, aunque le cueste creerlo, el cuerpo de él se movía en el de
ella como un pistón bien engrasado. Le aseguro que me quedé estupefacto. Toda mi
oeuvre parecía saturada de grasa. Jamás me había dado cuenta de que esta me tuviera
tan obsesionado. Dempsey se reía satisfecho, mientras oprimía botones para
enseñarme cuáles eran mis otras palabras favoritas. Gris y greña ocupaban un lugar
alto en la lista, creo recordar. Parecía tener una inclinación por palabras deprimentes
comenzadas por una «g» dura. Lo mismo ocurría con fregadero, humo, sensación,
pugna, tendencia y sensual. Después empezó a refinar las categorías. Las partes del
cuerpo que yo mencionaba más a menudo eran mano y pecho, generalmente una en el
otro. El discurso directo de los personajes varones comenzaba invariablemente con
un simple él dijo, pero el de las mujeres lo hacía con una variedad de grupos verbales
expresivos: ella exclamó, suspiró, murmuró apremiantemente, gritó
apasionadamente. Todos mis héroes tienen los ojos marrones, como yo. Su
interjección favorita es dar por el saco. Las mujeres de las que se enamoran
propenden a tener nombres bíblicos, especialmente los que comienzan con «R»: Ruth,
Raquel, Rebeca, etcétera. Me agrada terminar los capítulos con una frase breve y
malhumorada.
—¿Y recuerda todo esto desde hace seis años? —se asombró Persse.
—A fin de que no pudiera olvidarlo, Robin Dempsey me entregó una impresión
de todo esto metida en una carpeta, y me la dio para que me la llevara a casa. «Un
pequeño recuerdo de la jornada», quiso llamarlo. Y me lo llevé a casa, lo leí en el tren
y la mañana siguiente, cuando me senté ante mi mesa de trabajo y quise continuar mi
novela, descubrí que no podía. Cada vez que buscaba un adjetivo, era grasiento el
que acudía a mi mente. Cada vez que escribía él dijo, lo tachaba y escribía gruñó o
rio, y no me parecía bien… pero cuando volvía al él dijo tampoco me caía bien, pues
parecía pronosticable y mecánico. Entre los dos, Robin y Josh me habían jodido del

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todo. Y desde entonces nunca más he sido capaz de escribir ficción.
Y dicho esto, apuró su jarra de un solo trago.
—Es la historia más triste que jamás haya oído —afirmó Persse.
En la taberna, las luces menguaron y volvieron a recuperar su anterior intensidad.
—¡Es la hora, señoras y caballeros! —anunció el encargado de la barra.
—Vámonos —dijo Frobisher—. Conozco un lugar donde podemos echar un
trago. En el Soho.

En el Centro de Informatización de Darlington, las luces brillan hasta tarde. Los


estudiantes usuarios de esta instalación se han ido a sus casas hace ya tiempo, han
regresado a sus pensiones y residencias, en busca de las distracciones del bar y de la
discoteca comunes, dejando tras de sí los residuos de papel propios de las tareas
diarias. Tarjetas perforadas de diversos colores, tiras de textos impresos, recortes y
arrugados vasos de papel. Hay en el aire un olor rancio, levemente chamuscado como
si la maquinaria electrónica hubiese quemado toda su suavidad natural. En el edificio
solo quedan dos hombres. Uno de ellos, sentado en un compartimiento aislado por
cristales, extrae la película de plástico que envuelve un bocadillo de queso y da buena
cuenta de este, mientras observa, pensativo, al otro hombre, inclinado sobre una
consola en una esquina de la sala principal.
—NADIE PARECE QUERERME —teclea Dempsey.
—¿QUÉ TE HACE DECIR ESTO? —replica ELIZA.
—EN LA CANTINA DEL PERSONAL VEO A MIS COLEGAS AVANZAR HACIA MÍ CON SUS
BANDEJAS Y DESPUÉS ALEJARSE APENAS ME RECONOCEN.
—¿POR QUÉ CREES QUE HACEN ESTO?
—PORQUE NO QUIEREN HABLAR CONMIGO.
—¿POR QUÉ CREES QUE NO QUIEREN HABLAR CONTIGO?
—PORQUE TEMEN QUE LES HABLE DE MIS INVESTIGACIONES Y ESTO NO PUEDEN
SOPORTARLO PORQUE YO INVESTIGO MÁS QUE TODOS ELLOS JUNTOS.
—HÁBLAME DE TUS INVESTIGACIONES.
Robin Dempsey teclea sin parar durante una hora.

Persse jamás había estado todavía en el Soho y se sintió escandalizado, pero también
excitado, por los estentóreos intentos que, destinados a despertar la lujuria, se hacían
desde todas partes y tratando de apelar a todos los sentidos. Striptease, sesiones para
voyeurs, salones de masaje, films, vídeos, libros y revistas pornográficas. Olores de
pescado y de ajo emanantes de los ventiladores. Busconas instaladas en los umbrales.
La palabra Sex exhibida por doquier: en las fachadas de las tiendas, en las cubiertas
de libros, en camisetas, en mayúsculas y en caja baja, en impresos, en neón, en

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bombillas rojas, amarillas y azules, verticalmente, horizontalmente, diagonalmente.
—El Soho está en ruinas —se lamentaba Ronald Frobisher—. Ahora, no es más
que un inmenso páramo pornográfico. Están desapareciendo todas aquellas
tiendecillas italianas de comestibles y vinos, tan agradables. —Se detuvo, titubeante,
en una encrucijada—. Uno llega a perderse, tal como cambia todo. Me parece
recordar que esto era una tienda donde vendían café en grano. —Ahora era una tienda
donde vendían literatura pornográfica y Persse echó un vistazo al interior. Había
hombres de pie ante las estanterías de las paredes, silenciosos y pensativos, como si
estuvieran orinando o dedicados a una plegaria—. Pues no parece que aquí se
diviertan mucho —observó, cuando se alejaron.
—No, y ello no tiene nada de sorprendente. Creo que les expulsan si empiezan a
meneársela en la tienda.
Frobisher dobló por una estrecha callejuela lateral y se detuvo ante una puerta
sobre la cual había un rótulo iluminado: Club Exótica.
—Bueno, que me den por el saco —dijo—. ¿Qué ha sido del antiguo Lights Out?
—Por lo que parece, se ha convertido en un local de striptease —sugirió Persse,
contemplando las fotografías de las artistas expuestas en una vitrina en la pared
exterior: Lola, Charmaine, Mandy.
—¿Entran, muchachos? —dijo un hombre rechoncho y moreno, situado junto a la
puerta—. Esas chicas pondrán un poco de plomo en sus lápices.
—Yo más bien necesito cinta en mi máquina de escribir —repuso Frobisher—.
¿Qué ha sido del club Lights Out, que antes había aquí?
—No lo sé —contestó el hombre, encogiéndose de hombros—. Entren y vean el
show. No se arrepentirán.
—No, gracias. Vamos, Persse.
—Un momento.
Persse se apoyó en la pared con ambas manos, sintiéndose mareado. Una de las
imágenes era, inconfundiblemente, una foto de Angélica. Estaba desnuda y
encadenada, con los brazos sujetos detrás de su espalda. Su cabellera caía
desordenadamente tras ella. Su expresión simulaba angustia y miedo. En un disco
rojo de papel, sobre su pubis, había la leyenda «Censurado», y una etiqueta roja a
través de sus pechos la identificaba como «Lily». A. L. Pabst. Angélica Lily Pabst.
—¿Qué ocurre, Persse? —preguntó Frobisher—. ¿Se encuentra bien?
—Quiero entrar aquí —dijo Persse.
—¿Qué?
—Eso es —aprobó el portero—, el joven ha tenido una buena idea.
—No se le ocurra entrar; eso no es más que un tugurio —protestó Frobisher.
—No le escuche —dijo el portero—. Solo son tres libras, e incluyen la primera
consumición.
—Mire, si de veras quiere ver striptease, deje que le lleve a un sitio con un poco
de clase —dijo Frobisher—. Conozco un lugar en Brewer Street.

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—No —insistió Persse—. Ha de ser este lugar.
—¿Quiere saber una cosa? —dijo el portero—. Tiene usted buen gusto, y no
como ese viejo.
—¿A quién le llama viejo? —replicó Frobisher truculentamente, y rezongando
bajó detrás de Persse los escalones que había detrás de la puerta.
Persse pagó por los dos con el cambio que le quedaba del billete de diez libras de
Frobisher.
—Me molesta pagar por esas cosas —dijo el escritor mientras se abrían paso, a
tientas, hacia una mesa libre.
El Club Exótica estaba tan oscuro como la sala de cine X en Rummidge,
exceptuando un pequeño escenario donde, bañada en una luz rosada y con el
acompañamiento de una música de disco, una joven, que no era Angélica, ataviada
tan solo con botas altas y espuelas, cabalgaba vigorosamente en un caballo mecedor.
Se sentaron y pidieron whisky.
—Quiero decir que si se me antoja ver un poco de tetas y de culo, me basta con
escribirlo en un guión de la tele —explicó Frobisher—. «Con una sonrisa fascinante,
ella se desabrocha lentamente su blusa.» «Su bata se desliza hasta el suelo; debajo
no lleva nada.» Esta clase de cosas. Después, unas semanas más tarde, me siento
cómodamente en mi casa y lo contemplo. Esto parece ser uno de aquellos
espectáculos de mala muerte en los que las chicas siempre fingen hacer otra cosa.
El juicio de Ronald Frobisher parecía exacto. Una serie de «números» siguieron
al de la amazona y su caballo de cartón, y en todos ellos la desnudez fue mostrada en
diversos contextos incongruentes: un cuartelillo de bomberos, un avión de pasajeros,
un iglú. A veces, intervenía más de una artista, y había un joven, musculoso pero
claramente homosexual, que ocasionalmente se combinaba con las chicas para
representar alguna historia o situación banal, generalmente blandiendo un látigo o
algún otro instrumento de tortura. No hubo ni señal de Angélica.
Las mesas estaban dispuestas en arcos, frente al escenario, y cuando alguien se
levantaba para abandonar la primera fila, otros se adelantaban desde atrás para ocupar
su puesto.
—¿Quiere que avancemos? —preguntó Frobisher.
Persse movió negativamente la cabeza.
—¿Ya ha visto bastante? —inquirió Frobisher esperando.
—Quiero esperar hasta el final.
—¿El final? Pasaremos aquí toda la noche. Van dando los números en rotación
hasta que llega la hora de cerrar, ¿sabe?
—Pero todavía no los hemos visto todos —alegó Persse.
Las luces del escenario se extinguieron sobre el espectáculo de una muchacha
desnuda que se debatía como un pez en una red colgada de las bambalinas. Hubo
tibios aplausos entre el público. Descendió el telón y, desde detrás del mismo, llegó
hasta el oído de Persse el débil tintineo de unas cadenas. Se sentó y se inclinó hacia

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adelante, casi incapaz de respirar.
Esta vez, la música grabada era menos blanda, más bien rock sinfónico que disco,
con abundancia de guitarra eléctrica distorsionada. El telón subió para revelar a una
joven desnuda, exactamente en la posición de «Lily» en la fotografía de la calle:
desnuda y encadenada a una roca de cartón piedra, forcejeando y retorciéndose entre
sus ligaduras, muy abiertos los ojos y la boca por el miedo, agitándose sus largos
cabellos en la corriente de aire proyectada desde una máquina entre bastidores. Pero
no era Angélica. Era la chica del caballo mecedor. Persse se derrumbó de nuevo en su
silla, sin saber si sentir alivio o desilusión.
—Larguémonos —dijo.
—Hombre, también podemos esperar hasta que termine este número —protestó
Frobisher—. De hecho, es el único que me ha causado una ligera impresión. Tiene
algo que ver con la manera de hundirse esas cadenas en la carne, creo yo.
Persse tuvo que admitir que el espectáculo poseía un impacto del que había
carecido hasta entonces. Por una vez, la desnudez era temáticamente apropiada. Luz y
sonido resultaban expresivos, ya que se proyectaban unos efectos de olas en el telón
de fondo, y el rumor de la resaca se mezclaba con los acordes de la guitarra.
Quienquiera que hubiera ideado el número algo sabía acerca del arquetipo de
Andrómeda, aunque al final resultara más que modificado. El joven homosexual,
vestido de Perseo, o posiblemente de San Jorge, llegó para rescatar a la virgen
ofrecida en sacrificio, pero fue expulsado de la escena por otra muchacha desnuda
con una máscara de dragón, que resultó abrigar unos designios más amorosos que
violentos con respecto a la cautiva. Las luces se extinguieron sobre una escena de
amores lesbianos.
—Bastante bueno este —dijo Frobisher, mientras subían los escalones hasta el
nivel de la calle.
—¿Les ha gustado la función, muchachos? —preguntó el portero.
—¿Qué ha sido de Lily? —inquirió a su vez Persse.
—¿Quién?
Persse señaló la fotografía.
—Ah, se refiere a Lily Papps…
Frobisher soltó una risita.
—Buen nombre para una artista de striptease[19].
Frobisher enarcó una ceja.
—No me dijo que se dedicaba al striptease.
—Es que en realidad no se dedica a eso. No sé por qué lo hace. Dinero, supongo.
Es una chica educada. Está preparando su doctorado. No debería hacer una cosa así.
—Ah, ya comprendo —dijo Frobisher—. ¿Buscará a esta damisela y la salvará de
la sórdida existencia a la que la pobreza la ha condenado?
—Me gustaría hacerlo, por el bien de ella —contestó Persse.
—¿Y no por el suyo?

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Persse vaciló.
—Bien, sí, creo que sí… Solo que ha sido toda una impresión ver su foto en
semejante lugar. Yo no sabía nada, ¿comprende?
Todavía le costaba lo suyo imaginarse a la joven que él recordaba de las
conferencias de Rummidge, conversando profusamente sobre estructuralismo, la
novela de amor y la poesía de Keats, actuando desnuda en un sórdido sótano del
Soho. Su espíritu retrocedía ante esta idea, pero después de todo no se trataba de una
degradación irredimible. Sin duda, para Angélica, al igual que para Bernadette, era
simplemente un empleo, un modo de ganar dinero… si bien no dejaba de constituir
un misterio por qué tuvo que elegir ese medio. Algún día sabría la respuesta.
Entretanto, había de confiar en Angélica y en la primera impresión que ella le había
causado.
—Sí —dijo, alargando el paso—. Quiero encontrarla por mi propio bien.

Philip Swallow se despertó de pronto en su habitación de hotel en Ankara con todos


los síntomas de un comienzo de diarrea. La oscuridad era absoluta. Buscó a tientas el
interruptor en la pared, sobre su cabeza, y lo accionó, sin el menor resultado.
¿Bombilla fundida o corte de corriente? Sudando y con una sensación febril, trató de
recordar la geografía de la habitación. Su cartera se encontraba sobre una mesa frente
a los pies de la cama. A unos tres metros a la derecha de ella había la puerta del baño.
Abandonó cuidadosamente la cama y, contrayendo el músculo del esfínter, siguió el
borde de la cama hasta llegar al pie de la misma. Con los brazos extendidos ante él,
como un ciego, buscó la mesa, pero fue el dedo gordo de un pie el primero en
localizar esta pieza del mobiliario. Gimiendo de dolor, buscó en su cartera su
improvisado papel higiénico y después avanzó a lo largo de la pared como un
escalador de rocas, hasta que llegó a la puerta del cuarto de baño. Probó el interruptor
de este, pero inútilmente. Un corte del suministro eléctrico, pues. El lavabo a la
izquierda, el inodoro algo más allá. Ah, ahí, gracias al cielo. Se instaló en el asiento y
vació sus licuados intestinos. Un hedor terrible llenó la oscuridad. Debió de ser el
kebab, o, más probablemente, la ensalada que lo acompañaba. De todos modos, al
menos había conseguido llegar al retrete a tiempo, a pesar del corte de corriente.
Philip empezó a limpiarse. Cuando las luces se encendieron de nuevo,
espontáneamente, descubrió que estaba utilizando la página cinco de su conferencia
sobre «El legado de Hazlitt».

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II
Persse se despertó tarde la mañana siguiente, después de una noche de sueños
angustiosos, con la boca seca y una jaqueca moderada. Durante un rato se quedó
echado boca arriba, contemplando la boquilla del rociador, un ombligo metálico en el
techo de su habitación en la YMCA, y preguntándose qué hacer a continuación.
Decidió volver al Club Exótica y efectuar nuevas pesquisas sobre el paradero de
«Lily».
El Soho parecía bastante menos pecaminoso bajo el sol de una mañana ya tardía.
Cierto que las tiendas porno y las salas X ya estaban abiertas, y contaban con algunos
clientes devotos, pero sus fachadas y sus letreros luminosos tenían un aspecto
apagado y vergonzante. Calles y aceras estaban llenas de gentes con tareas que
realizar: barrenderos que recogían basuras, mensajeros que repartían paquetes con sus
velomotores, ejecutivos bien trajeados con sus carteras de mano, y jóvenes que
empujaban sobre ruedas estanterías de las que colgaban vestidos de mujer. Flotaban
en el aire olores contundentes, de verduras, de pan recién cocido y de café. Persse
compró en un quiosco el Guardian y el Times Literary Supplement. «Los literatos de
Londres a la deriva», decía un titular en primera plana. «Rudyard Parkinson y la
escuela inglesa de CRÍTICA», anunciaba la cubierta del segundo.
Repitiendo la ruta seguida con Ronald Frobisher la noche antes, Persse encontró
el Club Exótica…, solo que ya no era el Club Exótica. Este nombre, escrito en vidrio
tubular, yacía abandonado sobre la acera, entre cables de plástico. Sobre la puerta,
dos operarios estaban instalando otro rótulo, de mayor tamaño: «pussyville».
—¿Qué ha pasado con el Exótica? —les preguntó Persse.
Uno de ellos le miró desde lo alto y se encogió de hombros. El otro, sin mirar,
dijo:
—Ha cambiado de nombre, ¿no lo ve?
—¿Con nueva dirección?
—Creo que sí. El jefe está dentro, ahora.
Persse bajó por la escalera y empujó las acolchadas puertas de vaivén. En el
interior del local, unas bombillas sin pantalla colgadas del techo proyectaban una luz
mortecina sobre la manchada alfombra y el desvencijado mobiliario. Una aspiradora
zumbaba entre las mesas. En medio de la pista, un hombre con traje a rayas
inspeccionaba a una mujer joven, que solo llevaba puestas las bragas y unos zapatos
de tacón alto. El hombre sostenía en una mano un cuaderno de notas y describía un
círculo alrededor de la chica, a la manera del comerciante de coches de segunda mano
al examinar una posible adquisición y buscar en ella signos de oxidación. A lo largo
de una pared había otras chicas en ropas menores, esperando evidentemente la misma
inspección.
—¿Qué hay? —preguntó el hombre, al ver a Persse—. ¿Ha traído los nuevos

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focos?
—No —contestó Persse, apartando modestamente su mirada de la semidesnuda
joven—. Busco a una chica llamada Lily.
—¿Alguna de vosotras se llama Lily? —inquirió el hombre.
Tras un momento de silencio, se levantó una muchacha en el extremo de la fila.
—Yo soy Lily —dijo, con una mano en la cadera y lanzando una lánguida mirada
a Persse, por debajo de sus rubios y rizados cabellos.
—Lo siento, pero no la conozco —tartamudeó Persse.
—Nunca te has llamado Lily —dijo la chica contigua a la rubia, obligando a esta
a sentarse otra vez—. Lo que pasa es que él te cae bien.
Hubo risas a lo largo de la hilera de sillas.
—Actuaba aquí —explicó Persse— cuando esto era el Club Exótica.
—Sí, claro, pero esto ya no es el Club Exótica. Es Pussyville, y tengo que
encontrar doce camareras topless para el lunes, por lo que si no le importa…
Y el hombre miró su cuaderno de notas, frunciendo el ceño.
—¿De quién era propiedad el Club Exótica? —preguntó Persse.
—De Girls Unlimited —contestó el hombre, sin alzar la vista.
—Está en Soho Square —explicó la rubia de los cabellos rizados.
—Ya lo sé —dijo Persse—, pero de todos modos muchas gracias.
Cinco minutos de camino le llevaron a Soho Square. Girls Unlimited se
encontraba en la cuarta planta de un edificio en el lado oeste. Después de exponer el
asunto que le llevaba allí, fue admitido en el despacho de una dama a la que llamaban
señora Gasgoine. La habitación estaba alfombrada en rojo y amueblada con
archivadores blancos y sillas y mesas de acero tubular. Había en la pared un gran
mapamundi. La señora Gasgoine vestía elegantemente de negro y fumaba un
cigarrillo con una boquilla.
—¿Qué puedo hacer por usted, señor McGarrigle?
—Estoy buscando a una chica llamada Lily Papps. Tengo entendido que trabajaba
para ustedes en el Club Exótica.
—Hemos vendido nuestra participación en el Club Exótica.
—Así me lo han dicho.
—¿Es usted cliente nuestro?
—¿Cliente?
—¿Ha alquilado alguna vez a nuestras chicas?
—¡Válgame el cielo, claro que no! Solo soy un amigo de Lily.
Impaciente, la señora Gasgoine expulsó el humo a través de sus fosas nasales.
—Querrá decir que andaba tonteando con ella.
—Supongo que así puede decirse —contestó Persse, recordando el pasillo
acristalado en las alturas de Rummidge, el paisaje nevado bajo la luna, las citas de
Keats.
La señora Gasgoine apagó el cigarrillo e hizo girar la boquilla para expulsar la

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colilla. Esta cayó en el cenicero como un cartucho vacío.
—Esto no es una oficina de personas perdidas, señor McGarrigle, sino una
organización comercial. Lily es una de nuestras empleadas más versátiles y ha sido
trasladada a otro trabajo, algo que surgió con cierta urgencia.
—¿Dónde?
—No me es posible decírselo. Forma parte de nuestro contrato con nuestras
chicas no comunicar su paradero a familiares o amigos. Comprenda que muy a
menudo huyen de complicaciones en sus casas.
—¡Es que yo ni siquiera sé dónde está su casa! —protestó Persse.
—Y yo no tengo ni idea de quién es usted, señor McGarrigle. Bien podría ser un
detective privado. Le diré lo que haré. Si quiere dejarme su nombre y su dirección, yo
la haré llegar a Lily, y, si ella quiere, podrá ponerse en contacto con usted.
Persse titubeó, dudando de si Angélica respondería en caso de saber que él había
descubierto su secreto.
—Gracias, pero no quiero causarle tanta molestia —contestó finalmente.
La señora Gasgoine le miró como si todas sus sospechas se vieran confirmadas.
Abandonó los locales de Girls Unlimited y buscó un banco en el que cobrar su
cheque. Camino de él, pasó ante un escaparate junto a la librería Foyle’s, en el que un
dependiente colocaba unos cuantos ejemplares bastante polvorientos de Hazlitt y el
lector aficionado, de Philip Swallow, junto a una fotocopia ampliada de la reseña de
Rudyard Parkinson en el TLS. En el banco, Persse cobró la mayor parte de su dinero
en cheques de viaje. Después entró en una sucursal de Thomas Cook y encargó un
billete de avión para Amsterdam. Lo único que ahora se le ocurría hacer era buscar al
padre adoptivo de Angélica.

Todavía no llevaba tres horas en Amsterdam cuando encontró a Morris Zapp. Persse
se hallaba en uno de los puentes del sinuoso canal en el casco antiguo, estudiando
perplejo su mapa de turista, cuando se le acercó el americano y le dio una palmada en
la espalda.
—¡Percy! No sabía que asistía al congreso.
—¿Qué congreso?
Morris Zapp indicó el gran disco de plástico que colgaba de su solapa y que
ostentaba su nombre impreso dentro de una inscripción circular: «VII Congreso
Internacional de Semióticos Literarios». En su otra solapa había un vistoso botón de
esmalte que rezaba: «Toda descodificación es otra codificación».
—Lo encargué en una tienda de insignias, en mi país —explicó—. Aquí, ha
vuelto locos a todos. Si me hubiese traído una bolsa, podría haber hecho una fortuna.
Un profesor japonés me ofreció diez dólares por este. Pero si no es por el congreso,
¿qué está haciendo en Amsterdam?
—Una especie de vacaciones —dijo Persse—. Gané un premio de poesía.

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Sabía que no quería confiar en Morris, en lo que a Angélica se refería.
—¿De veras? ¡Le felicito!
Un pensamiento asaltó a Persse.
—¿No estará Angélica en el congreso, por casualidad?
—Yo no la he visto, pero esto no quiere decir que no esté. El congreso no se
inauguró hasta ayer, y hay centenares de asistentes. Nos alojamos todos en el Sonesta,
un gran hotel. ¿Y usted dónde para?
—En una pequeña pensión, cerca de aquí.
—¿O sea que no fue un premio muy grande?
—Intento hacerlo durar mucho —dijo Persse—. Tal vez me deje caer en su
Congreso.
—¿Y por qué no? También yo he pensado en ir a la sesión de esta tarde.
Entretanto, ¿qué le parecería almorzar un poco? Aquí tienen una excelente comida
indonesia.
—Buena idea —aprobó Persse.
Agradecía esta distracción, pues había tenido una mañana sumamente
desalentadora. En las oficinas centrales de la KLM se habían mostrado corteses pero
discretos. Confirmaron que un tal Hermann Pabst había sido director ejecutivo de la
compañía en los años cincuenta, pero había dimitido en 1961 para asumir un cargo en
Estados Unidos, cuya especificación no pudieron o no quisieron divulgar. Persse se
encontraba ante la perspectiva de tener que proseguir su búsqueda en América y
preguntóse cuánto le durarían sus mil libras a este paso.
Al parecer, Morris Zapp dominaba ya la telaraña que era el plano de los canales y
calles de Amsterdam. Guio confiadamente a Persse a través de un mercado de flores
junto a un muelle, atravesó puentes, bajó por estrechas callejuelas y recorrió
concurridas calles comerciales.
—¿Quiere que le diga una cosa? —preguntó—. En realidad, me gusta este lugar.
Es terreno llano, lo cual significa que puedo caminar sin perder el resuello, se
encuentran buenos cigarros y muy baratos, y espere a ver la vida nocturna…
—La otra noche estuve en el Soho —dijo Persse.
—Jo, jo, el Soho —hizo Morris Zapp—. Aquello es un parvulario comparado con
lo que ocurre en el rosse buurt.
Salieron de una calle angosta para desembocar en una amplia plaza donde había
mesas y sillas bajo el sol y ante los cafés. Morris Zapp sugirió un aperitivo.
—¿Tenemos tiempo? —preguntó Persse—. ¿Y el congreso?
Morris se encogió de hombros.
—No importa que nos perdamos algunas disertaciones. La única que quiero oír es
la de Von Turpitz.
—¿Quién es?
Morris Zapp llamó a un camarero.
—¿Le parece bien la ginebra? Es el vin du pays. —Persse asintió—. Dos Bols —

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pidió Morris, hendiendo el aire con dos dedos—. Turpitz es un alemán metido en la
teoría de la recepción. Hace años, escribió un libro titulado El lector romántico. Por
qué había quien se mataba después de leer el Werther o hacía peregrinajes al país de
la Nouvelle Héloise… No estaba mal, pero era, básicamente, la tradicional historia
literaria. Después Jauss e Iser empezaron a armar jaleo en Constanza con la teoría de
la recepción, y Von Turpitz se subió a su tren.
—¿Y por qué quiere oírle, pues?
—Solo para tranquilizarme. Es una especie de rival.
—¿Por una mujer?
—Dios mío, no. Por un cargo.
—Yo pensaba que se sentía satisfecho con lo que tiene.
—Todo hombre tiene un precio —repuso Morris Zapp—. El mío es cien de los
grandes al año y sin impuestos. ¿Ha oído hablar de una novedad llamada la Cátedra
de Crítica Literaria de la UNESCO?
Mientras Morris le explicaba a Persse qué era esta, el camarero les sirvió dos
copas de límpida y helada ginebra.
—Se supone que hay que apurar la copa de un trago —dijo Morris, olisqueando
la suya.
—Me adhiero a la propuesta —manifestó Persse, alzando la suya.
—Por nosotros, pues —brindó Morris—. Que los dos consigamos todo lo que
deseamos.
—Amén —concluyó Persse.
Almorzaron opíparamente en un restaurante indonesio, donde camareros de piel
oscura y blancos turbantes llevaron a su mesa un suministro al parecer interminable
de platos aromáticos y especiados a base de pollo, langostinos, cerdo y verduras.
Morris Zapp había cenado allí la noche anterior y todo parecía indicar que había sido
bien aleccionado respecto al menú.
—Esto es salsa de cacahuetes —dijo, comiendo ávidamente—. Esto es carne
estofada en leche de coco, y esto son trozos de lechoncillo a la barbacoa. Pruebe este
langostino tan crujiente.
—¿Usted podrá permanecer despierto esta tarde? —preguntó Persse, mientras
bajaban pesadamente por la escalera del restaurante y se encaminaban hacia el
Sonesta.
El cielo se había encapotado y la atmósfera se había vuelto agobiante, opresiva,
como si se estuviera incubando una tormenta.
—Pretendo dormir durante la primera conferencia —dijo Morris—. Despiérteme
cuando aparezca Von Turpitz en el rostrum. No puede confundirlo, pues lleva un
guante negro en una mano. Nadie sabe por qué y nadie se atreve a preguntárselo.
El Sonesta era un enorme hotel moderno injertado en unos edificios antiguos en el
Kattengat, entre ellos una iglesia luterana, en forma de rotonda y que había sido
convertida en sala de conferencias.

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—Espero que la hayan desconsagrado —observó Persse, al encontrarse bajo la
gran cúpula del techo.
Un majestuoso órgano, construido en madera oscura y con ornamentación dorada,
y un púlpito de talla que se proyectaba desde el muro, eran los únicos vestigios de la
función original del edificio.
—Reconsagrado, dirá —replicó Morris Zapp—. La información es la religión del
mundo moderno. ¿No lo sabía?
Persse observó las filas concéntricas de asientos, que se estaban llenando
rápidamente, esperando contra toda esperanza ver a Angélica allí, tranquila y serena
detrás de sus gafas de gruesa montura, con su pluma de acero inoxidable a punto
sobre la libreta de notas. Un hombre de cara marrón y correosa y pesados párpados se
inclinó apenas perceptiblemente ante Morris Zapp, al pasar, acompañado por un
jovenzuelo de expresión huraña y pantalones negros muy ajustados.
—Ese es Michel Tardieu —murmuró Morris—. Otro posible aspirante a la
cátedra de la UNESCO. Se supone que el chico es el que le ayuda en sus
investigaciones. Puede verse lo bueno que es investigando por su manera de menear
el culo.
—Hola, joven.
Persse notó un golpecito en el hombro y, al volverse, vio a la señorita Sybil
Maiden de pie detrás de él, con un vestido de tela escocesa y sosteniendo en la mano
un abanico cerrado.
—¡Hola, señorita Maiden! —saludóla—. No sabía que le interesaba la semiótica.
—Pensé que debía averiguar de qué se trata —replicó ella—. Nunca se puede
menospreciar lo que una no comprende.
—¿Y qué le parece de momento?
La señorita Maiden agitó su abanico.
—Creo que es una serie de sandeces —afirmó—. En cambio, Amsterdam es una
ciudad encantadora. ¿Ha estado en el museo Van Gogh? ¡Aquellos últimos paisajes
de Arles! Los cipreses son tan maravillosamente fálicos, y los campos de trigo
desbordan de fertilidad…
—Será mejor que nos sentemos —propuso Persse—. Me parece que van a
empezar.
En cada asiento había un folleto que, a primera vista, parecía el plano de una
central eléctrica, todo él flechas, líneas y casillas, excepto que las casillas estaban
etiquetadas como «tragedia», «comedia», «pastoral», «lírica», «épica» y romance.
«Una teoría semiótica del género» era el título de la conferencia, pronunciada por un
sudoroso eslavo en un inglés vacilante, mezclado con francés, el idioma oficial del
congreso. Hacía calor en la redonda sala y, por detrás de Persse, llegaba el aleteo
regular del abanico de la señorita Maiden, puntuado por algún que otro resuello de
incredulidad o menosprecio. Su cabeza le parecía a Persse tan pesada como una bala
de cañón. De vez en cuando, mientras dormitaba, se inclinaba hacia adelante y le

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despertaba con un doloroso tirón en los ligamentos de su cuello. Finalmente, permitió
que su barbilla se hundiera en su pecho y se sumió en un profundo sueño.

Persse despertó sobresaltado de un sueño en el que leía una comunicación acerca de


la influencia de T. S. Eliot sobre Shakespeare desde un púlpito, en una capilla cuya
forma era como el interior de un avión Jumbo. Lo que le había despertado era un
trueno. El cielo estaba oscuro detrás de las altas ventanas de la rotonda, y habían
encendido las luces. La lluvia tamborileaba en el tejado. Bostezó y se frotó los ojos.
En el rostrum, un hombre de cara pálida y con un casquete de rubio cabello hablaba
ante el micrófono en un inglés con acento germánico, cortando las consonantes y
escupiéndolas como si fueran pepitas de uva, y haciendo algún gesto ocasional con
una mano enguantada de negro. Persse sacudió la cabeza, a la manera del nadador
que evacúa el agua de sus oídos. Aunque visualmente estuviera despierto, su sueño
parecía continuar en un canal auditivo. Se pellizcó y notó la sensación. Pellizcó a
Morris Zapp, que dormitaba a su lado.
—Basta ya, Fulvia —murmuró Morris Zapp.
Después se enderezó, abriendo los ojos.
—Ah, sí, ese es Von Turpitz. ¿Cuánto tiempo lleva hablando?
—No estoy seguro. Yo también dormía.
—¿Es buena su disertación?
—Creo que es muy buena —dijo Persse y Morris Zapp pareció enfurruñado—.
Pero me siento desconcertado —prosiguió Persse—. La escribí yo.
—¿Qué? —exclamó Morris Zapp, boquiabierto.
Centelleó un relámpago más allá de las ventanas y se apagaron las luces en el
interior del auditorio. Hubo una exclamación de sorpresa y consternación entre el
público, inmediatamente sofocada por un trueno impresionante sobre sus cabezas,
que obligó a todos a pegar un brinco de susto. Las luces volvieron a encenderse. Von
Turpitz siguió leyendo su comunicación con el mismo acento incansablemente
preciso, sin la menor pausa o vacilación. Era evidente que llevaba algún tiempo
hablando, pues llegó al final de su disertación unos diez minutos más tarde. Arregló
las hojas de su escrito, dedicó una rígida inclinación al presidente y se sentó entre
corteses aplausos. El presidente invitó a hacerle preguntas y Persse se levantó. El
presidente sonrió y asintió con la cabeza.
—Me gustaría preguntar al orador —dijo Persse— si recientemente ha leído un
borrador de proyecto de un libro acerca de la influencia de T. S. Eliot sobre la
moderna lectura de Shakespeare, enviado por mí a la editorial Lecky, Windrush and
Bernstein, de Londres.
El presidente se mostró perplejo y Von Turpitz pareció estupefacto.
—¿Quiere repetir la pregunta, por favor? —rogó el presidente.
Persse la repitió. Un susurro de comentarios y especulación apenas murmurados

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pasó como una brisa alrededor del auditorio. Von Turpitz se inclinó hacia el
presidente y le dijo algo al oído. El presidente asintió y se adelantó para dirigirse a
Persse a través del micrófono. Su disco de identificación colgaba de su solapa como
una medalla.
—¿Puedo preguntarle, caballero, si es usted un miembro oficialmente registrado
de este congreso?
—Pues no, no lo soy… —contestó Persse.
—Entonces mucho me temo que su pregunta sea improcedente —dijo el
presidente, y Von Turpitz siguió ordenando sus papeles como si aquel conflicto de
procedimiento nada tuviera que ver con él.
—¡Esto no es justo! —protestó Persse—. Tengo motivos para pensar que el
profesor von Turpitz ha plagiado de un manuscrito mío no publicado parte de su
conferencia.
—Lo siento —dijo el presidente—. No puedo aceptar una pregunta de quien no
sea miembro del Congreso.
—Yo sí soy miembro —proclamó Morris Zapp, poniéndose de pie junto a Persse
— y por lo tanto permítame que la haga: ¿leyó o no leyó el profesor von Ibrpitz el
manuscrito de McGarrigle para la editorial Lecky, Windrush and Bernstein?
Se produjo un cierto barullo entre el público, y pudieron captarse gritos de «¡Qué
vergüenza!», «¡Cuestión de procedimiento, señor presidente!», «¡Que conteste!» y
«¡Dejen que hable!», con exclamaciones equivalentes en otros varios idiomas, en
medio de un rumor generalizado de conversaciones. El presidente miró, impotente, a
Von Turpitz, que se hizo con el micrófono, pronunció un airado discurso en alemán,
apuntando con un dedo negro y amenazador a Persse y Morris Zapp, y después
abandonó precipitadamente la tarima.
—¿Qué ha dicho? —quiso saber Morris.
Persse se encogió de hombros.
—No sé alemán.
—Ha dicho que no pensaba quedarse aquí para ser insultado —explicó detrás de
ellos la señorita Maiden—, pero a mí me ha parecido manifiestamente culpable. Ha
obrado muy bien al defenderse contra la Mano Negra, joven.
—SÍ, eso se sabrá por ahí —dijo Morris Zapp, frotándose las manos—. Y en nada
favorecerá la reputación de Von Turpitz. Vamos, Percy, le invito a tomar otra Bols.
Sin embargo, el júbilo de Morris no duró mucho tiempo. En el bar, se fijó en un
ejemplar doblado del Times Literary Supplement que sobresalía del bolsillo de la
chaqueta de Persse.
—¿Es el último número? —preguntó—. ¿Le importa que le eche una ojeada?
—En su lugar, yo no lo haría —dijo Persse, que lo había leído en el avión que le
trajo a Amsterdam.
—¿Y por qué no?
—Es que trae una reseña muy desfavorable de un libro suyo. Es de Rudyard

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Parkinson.
—¿Ese imbécil? El día que consiga una buena reseña suya, sabré que ya estoy en
las últimas. Déjemela ver. —Morris casi le arrancó el periódico a Persse y, con dedos
temblorosos, hojeó las páginas hasta localizar la reseña de Parkinson—. Pero si esto
solo habla del libro de Philip Swallow —dijo, frunciendo el entrecejo mientras sus
ojos recorrían, arriba y abajo, las columnas de texto.
—La referencia a usted se encuentra al final —explicó Persse—. No va a gustarle.
No le gustó a Morris Zapp. Cuando acabó de leer la reseña, guardó silencio por
unos momentos, pálido y respirando trabajosamente.
—Es un complot entre ingleses —dijo por fin—. Parkinson está solicitando a
gritos la cátedra de la UNESCO, con el pretexto de ensalzar el patético librito de
Philip Swallow sobre Hazlitt.
—¿De veras? —hizo Persse.
—Claro. Fíjese en el título: «La escuela inglesa de crítica». Hubiera tenido que
llamarla «La escuela inglesa de mierda exquisita». ¿Puedo quedarme con esto? —
concluyó, levantándose y metiéndose el TLS en el bolsillo.
—No faltaría más… pero ¿adónde va?
—A repasar mi conferencia de mañana por la mañana…, a ver si puedo meterle
unas cuantas pullas contra Parkinson.
—No sabía que diese una conferencia.
—¿Cómo podría, si no, justificar mis gastos de asistencia al congreso? Es la
misma conferencia que di en Rummidge, ligeramente adaptada. Es una disertación
maravillosamente adaptable. Pretendo ofrecerla en toda Europa este verano. ¿Quiere
dar una vuelta por la ciudad esta noche?
—De acuerdo —contestó Persse.
Quedaron en encontrarse y, tan pronto como Morris Zapp desapareció, la figura
esbelta y correosa de Michel Tardieu se deslizó en el espacio vacante junto a Persse,
en el curvo y almohadillado compartimiento del bar.
—Una intervención muy dramática —dijo, después de presentarse—. ¿Puedo
inferir de ella que es usted un especialista en la obra de T. S. Eliot?
—Precisamente —respondió Persse—. Él fue el tema de mi tesina.
—Entonces, tal vez le interese un ciclo de conferencias que unos amigos míos,
suizos, organizan para este verano.
—No sé con seguridad qué haré este verano —repuso Persse.
—Yo sí espero asistir a ese ciclo —dijo Michel Tardieu, poniendo la mano sobre
la rodilla de Persse, por debajo de la mesa.
—Es que yo estoy buscando a una chica —explicó este.
—¡Ah! —Tardieu se encogió de hombros y retiró la mano—. C’est la vie, c’est la
narration. Cada uno de nosotros es un sujeto en busca de un objeto. ¿No ha visto por
casualidad a un joven con un traje de terciopelo negro?
—No, lo siento —contestó Persse—. Y si me lo permite, ahora tengo que

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marcharme.
Fuera del Sonesta, el cielo volvía a ser azul y el sol de media tarde brillaba sobre
una ciudad lavada y reluciente. Persse efectuó una travesía de canal en una de las
esbeltas lanchas turísticas que, con sus cubiertas de plexiglás, se deslizaban a través
de los angostos cursos de agua y negociaban los puentes con lo que parecía ser una
velocidad temeraria, casi rozándose entre sí al cruzarse en direcciones opuestas y
lanzando comentarios crepitantes en cuatro idiomas desde sus altavoces. En cierto
momento, vio una joven que caminaba a través de un puente, a un centenar de metros
frente a él y que, desde esa distancia, parecía Angélica, pero supo que no era sino un
espejismo producido por su propio deseo. Cuando la embarcación llegó al puente, la
muchacha había desaparecido.

Más tarde, cuando los canales ya eran largos y negros espejos colocados entre los
árboles y los faroles de las calles, Morris guio a Persse en una caminata por el barrio
de las luces rojas, un laberinto de callejuelas cerca del Nieuwemarkt. Era, tal como
había prometido Morris, un espectáculo mucho más extraordinario y escandaloso que
todo lo que pudiera ofrecer el Soho, y casi excesivo para la comprensión de un joven
inocente procedente del condado de Mayo. En cada escaparate, brillantemente
iluminado, se sentaba una prostituta, ataviada para su comercio con ropas
provocativas o transparentes, mirando descaradamente a los transeúntes en busca del
posible cliente. Eran auténticas calles del pecado, con los objetos de la lascivia
masculina expuestos abiertamente como mercancía en el escaparate de una tienda.
Bastaba con entrar y concretar el precio, para que la mujer corriera las gruesas
cortinas a través del ventanal y satisfaciera los deseos del visitante. Dos cosas
impedían que este tráfico en carne de mujer apareciera como simplemente sórdido.
La primera era que los interiores de las casas estaban impecablemente limpios,
amueblados según un confortable estilo pequeño burgués, con sillones tapizados,
macasares bordados, tiestos con plantas y una ropa blanca inmaculada en la cama que
solía atisbarse en la parte posterior. La segunda era que todas las mujeres eran
jóvenes y atractivas, y en muchos casos mataban el tiempo entregadas a caseras
labores de punto.
—¿Por qué lo hacen? —preguntó Persse a Morris Zapp, como si cavilara en voz
alta—. Parecen ser unas chicas tan agradables… Podrían casarse y crearse familias en
vez de venderse de esta manera.
No le gustaba encontrar la mirada de ellas, no tanto por temer hallarse bajo el
hechizo de sus atractivos, como por sentirse ligeramente avergonzado al observar su
exhibición mientras él permanecía cómodamente arropado en su virtud.
Morris se encogió de hombros.
—Tal vez piensen sentar la cabeza más tarde. Cuando se hayan hecho un buen

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retiro.
—Pero ¿quién se casaría con… con una chica que haya hecho esto para ganarse la
vida?
Morris adelantó a Persse en la estrecha y concurrida acera y replicó por encima
del hombro:
—Tal vez él no lo sabría.
Las calles se llenaban cada vez más de peatones, que en su mayoría parecían ser
turistas mirones como ellos, más bien que clientes de veras. Había incluso parejas,
casadas o no, entre el gentío, paseando del brazo, sonriendo y dándose codazos, y
obteniendo una barata sensación erótica gracias a aquel ambiente de permisividad
sexual. Por alguna razón, esto deprimió a Persse más que cualquier otro componente
de la escena, y le hizo compadecer todavía más a las chicas de los escaparates.
Y entonces la vio a ella, en una casa con una puerta roja y baja, y con el número
13 pintado en ella. Angélica. No había la menor duda de que era Angélica. Estaba
sentada en el pequeño saloncito, no junto a la ventana, sino en un diván junto a una
lámpara de pie con pantalla de un tono rosado, y se estaba pintando las uñas con
esmalte, concentrándose tan intensamente en esta tarea que ni siquiera alzó la vista
mientras él seguía plantado en la acera y miraba a través de la ventana, estupefacto.
Sus largos cabellos negros caían sueltos sobre sus hombros y llevaba un vestido
negro de una tela reluciente, con un marcado escote. El barniz de las uñas era
escarlata y, cuando extendió la mano para examinar el efecto bajo la lámpara, pareció
como si hubiera mojado sus dedos en sangre fresca.
Persse echó a andar como un sonámbulo. Sentíase como si se estuviera ahogando
y pugnara por respirar. Chocó ciegamente con otros transeúntes que le expresaron su
protesta, tropezó con el borde de una acera, oyó el chillido de unos frenos y se
encontró, despatarrado, sobre el capó de un coche cuyo conductor, asomándose desde
la ventana, le gritaba airadamente en holandés o en alemán.
—Lástima que ella sea una puta —dijo Persse al conductor.
—Percy, ¿qué diablos está haciendo? —exclamó Morris Zapp, materializándose
entre la multitud que observaba el incidente con relativo interés—. Le he estado
buscando por todas partes. —Agarró el brazo de Persse y le llevó de nuevo a la acera
—. ¿Se encuentra bien? ¿Qué quiere hacer?
—Preferiría quedarme solo un rato, si no le importa —dijo Persse.
—¡Ajá! ¿Conque ha visto algo que le ha gustado, en uno de estos escaparates, eh?
Está bien. No le culpo, Percy, pues solo se es joven una vez. Hágame tan solo un
favor: si la chica le ofrece un condón, olvídese del Papa y póngaselo porque yo se lo
pido, ¿vale? No me gustaría nada haber sido la ocasión de que pillara unas
purgaciones. Creo que yo regreso al hotel. Ciao.
Morris Zapp apretó el bíceps de Persse y se alejó. Persse volvió sobre sus pasos,
rápida y decididamente. Morris le había metido una idea en la cabeza, una manera de
aliviar su sensación de amargura, traición y disgusto. Irrumpiría en aquel saloncito

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acogedor y rosado, y preguntaría: «¿Cuánto vale?». ¿Cuánto valía la elusiva doncella
a la que él había cortejado y perseguido a lo largo de los caminos y corredores de
Rummidge, sin conseguir ni siquiera un beso; cuánto cobraba por abrirse de piernas
ante un cliente de pago? ¿Habría un descuento para un viejo amigo, para un poeta,
para un miembro activo de la Asociación de Profesores Universitarios? Ensayando
los sarcasmos mentalmente, imaginando a Angélica incorporándose en el diván,
pálida e intimidada, llevándose las manos al corazón, abrióse camino a través de la
serpenteante multitud de voyeurs hasta encontrarse delante de la casa de la puerta
roja. Las cortinas estaban corridas.
Persse se sintió físicamente enfermo. Se apoyó en la pared y clavó las uñas en la
dura y arenosa superficie. Pasó un grupo de jovenzuelos británicos, de cuatro en
fondo, aullando un himno futbolístico y pateando ante ellos una lata vacía de cerveza.
Uno de ellos asestó a Persse un fuerte golpe con el hombro, pero Persse ni siquiera
protestó. Se sentía hueco, entumecido, sin que quedara siquiera indignación en él.
El canto de los forofos ingleses se fue extinguiendo cuando volvieron una esquina
y la calle se quedó momentáneamente tranquila y vacía. A los pocos minutos, se abrió
la puerta roja y volvió a cerrarse tras un joven que se quedó un momento ante ella,
ajustándose sus ajustados pantalones negros. Persse reconoció en él al compañero de
Michel Tardieu. El joven miró furtivamente a derecha e izquierda y después se alejó a
buen paso. Volvió a incidir la luz en la acera al correrse las cortinas dentro de la
habitación frontal. Persse salió de las sombras y miró hacia el interior. Una linda
joven eurasiática, con una combinación blanca, le sonrió alentadoramente. Persse la
miró boquiabierto. Examinó la puerta de la casa: roja, y con el número 13 pintado en
ella. No se había equivocado. Volvió a la ventana. La misma joven le sonrió de
nuevo, y con un batir de párpados y una inclinación de la cabeza le invitó a entrar.
Cuando él lo hizo, le saludó con una sonrisa y unas palabras ininteligibles en
neerlandés.
—Perdone —dijo Persse.
—¿Americano? —inquirió ella—. ¿Quiere pasar un rato conmigo? Cuarenta
dólares.
—Había aquí otra chica, hace un momento —dijo Persse.
—Se ha marchado. Ella canguro. No se preocupe, yo le haré pasar buen rato.
—¿Canguro?
Esperanza, alivio y remordimiento brotaron a la vez en el pecho de Persse.
—Sí, tengo crío arriba. No se preocupe. Duerme. No se oye nada.
—¿Angélica es su canguro?
—¿Quiere decir Lily? Es una amiga, y a veces me ayuda. Le dije que corriera la
cortina, pero no le importó.
—¿Adónde ha ido? ¿Dónde puedo encontrarla?
La joven se encogió de hombros, con expresión huraña.
—No lo sé. ¿Quiere pasar un rato conmigo o no? Treinta dólares.

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Persse sacó de su cartera un billete de cien florines y lo dejó sobre la mesa.
—¿Dónde puedo encontrar a Lily?
Con la rapidez y la destreza de un prestidigitador, la muchacha se apoderó del
billete, lo dobló con los dedos de una mano y se lo metió en el escote.
—Trabaja en un cabaret. El Cielo Azul, en el Achterburg Wal.
—¿Dónde cae eso?
—Doble a la derecha, al final de la calle, y después cruce el puente. Verá el
rótulo.
—Gracias —dijo Persse.
Corrió por la calle como un jugador de rugby, sorteando el gentío y el tráfico
rodado, y llevando el balón de sus confusas emociones. Por unos momentos de
ensueño, creyó haber descubierto a Angélica entregada a una ocupación totalmente
inocente, del todo benévola, como una hermana seglar de la misericordia que
atendiera a las prostitutas de Amsterdam. Desde luego, eso había sido pura ilusión,
pero si Angélica no era tan solo una niñera por horas, tampoco era una ramera…
¿cómo pudo haber pensado jamás que lo fuera? Su vergüenza por haber alimentado
semejante idea, por plausibles que fueran las pruebas circunstanciales, le hacía
sentirse más dispuesto a aceptar el hecho de que ella trabajara en espectáculos con
desnudos. No era cosa que pudiera aprobar y esperaba persuadirla para que lo dejara,
pero fundamentalmente ello no afectaba a los sentimientos que ella le inspiraba.
Dobló la esquina de la calle y corrió a través del puente; vio unas luces azules de
neón que temblaban en las negras aguas, y bajó los escalones de tres en tres hasta
llegar al adoquinado junto al canal. Varias personas que hacían cola para entrar en el
Cielo Azul volvieron la cabeza para mirar a Persse, que llegó impetuosamente hasta
la entrada y se detuvo, jadeante, delante del vestíbulo. Había una fachada iluminada,
parecida a la de un cine pequeño, en la que el programa era anunciado con letras
móviles, «LIVE SEX SHOW —se manifestaba en inglés—. SEE SEX ACTS
PERFORMED ON STAGE. THE REAL FUCKY FUCKY.» En las Columnas que
sustentaban el toldo de la entrada había fotografías del espectáculo. En una de ellas,
Angélica, desnuda y arrodillada, era montada por detrás por un velludo joven,
sonriente y también desnudo. Tenía exactamente el mismo aspecto que había tenido
en lo que, hasta el momento, él había creído que fue una alucinación en el cine de
Rummidge. Dio media vuelta y se alejó lentamente.

¿Qué hizo Persse a continuación? Se emborrachó, claro, como cualquier otro amante
desilusionado. Compró medio litro de Bols en una botella de barro, en un comercio
de licores, volvió a su pensión, se echó en la cama y bebió hasta sumirse en la
insensibilidad. Despertó la mañana siguiente bajo una bombilla encendida, sin saber
con certeza qué era peor, si el dolor en su cabeza o el sabor en su boca, si bien
ninguno de los dos representaba un calmante para la tortura que había en su corazón.

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Tenía un billete de regreso, abierto, para Heathrow. Sin molestarse en preguntar si
había plazas disponibles, pagó su pensión y tomó un autobús hacia el aeropuerto de
Schiphol, desde el cual contempló distraídamente, a través de la ventanilla, los
deprimentes alrededores de Amsterdam, con sus fábricas, sus estaciones de servicio y
sus invernaderos esparcidos sobre el llano y monótono paisaje, como desperdicios en
una playa de la que se hubiese retirado la marea para no volver nunca más.
Consiguió una plaza en el siguiente avión con destino a Londres y durante una
hora estuvo sentado en la sala de espera cerca de la puerta de partida, sin leer ni
pensar, tan solo sentado, pues la vaciedad y el anonimato del lugar, con sus filas de
asientos de plástico moldeado frente a un inmenso ventanal tintado que enmarcaba un
cielo anodino, resultaban apropiados para el nivel cero de su mente y su corazón.
Anunciaron el vuelo y subió a bordo, pasando ante las sonrisas y saludos mecánicos
del personal de cabina; después, el avión se elevó en el aire como un ascensor, y
Persse contempló a través de una ventanilla un paisaje de nubes tan llano y monótono
como el que había debajo. Colocaron ante él una bandeja de comida envuelta en
plástico y consumió estólidamente su contenido, sin ninguna sensación de sabor o de
aroma. El avión volvió a depositarle en el suelo y caminó a través de los
interminables pasos subterráneos de Heathrow, tan largos que sus líneas parecían
encontrarse en el horizonte.
Solo había disponibles asientos de clase club para el próximo vuelo a Shannon,
pero cambió otro cheque de viaje y pagó el suplemento sin rechistar. ¿Para qué iba a
administrar ahora su dinero? Su Vida era un campo árido y sus ocupaciones habían
desaparecido. El verano se extendía ante él, vacío como un desierto. Tenía dos horas
de espera antes de que avisaran su vuelo y se dirigió, arrastrando los pies, a la capilla
de San Jorge. Su petición seguía clavada al tablero recubierto de felpa verde,
ligeramente curvado en los bordes: «Dios mío, haz que encuentre a Angélica».
Arrancó el papel de la chincheta que lo sujetaba y lo arrugó en su puño. Después
entró en la capilla y permaneció una hora sentado en el banco posterior,
contemplando inexpresivamente el altar. Al salir, dejó otra petición en el tablero:
«Dios mío, haz que olvide a Angélica. Apártala de esa vida que la degrada».
Pasó otra media hora sentado en otra zona anónima de espera y después subió a
bordo de otro avión, ante la sonrisa y el saludo mecánicos del personal de cabina, y
ocupó su asiento. El avión se elevó como un ascensor en el aire y Persse contempló, a
través de la ventanilla, otra monótona pradera de nubes. Colocaron sobre su regazo
otra bandeja de comida inodora e insípida, con el suplemento de media botella de
clarete frío porque viajaba en clase Club. Sin embargo, esta vez parecía haber una
cierta desviación respecto a la monótona rutina del vuelo. Persse, sentado en la parte
anterior del avión, observó numerosas idas y venidas del personal de cabina a través
de la cortina que ocultaba la puerta de la cabina de vuelo. Gradualmente, penetró en
su amortiguada y apática sensibilidad el hecho de que algo tenía alarmadas a las tres
azafatas.

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Efectivamente, el capitán habló por el sistema de megafonía para informar a los
pasajeros de que durante el despegue se había reventado un neumático de la rueda
delantera, y que por tanto efectuarían un aterrizaje de emergencia en Shannon, donde
ya les esperaban los servicios de bomberos y de salvamento. Un murmullo de
aprensión circuló a través de las cabinas al oírse este anuncio. Como si lo hubiera
oído, el capitán trató de tranquilizar a los pasajeros, explicando que sin la menor duda
podría aterrizar sin dificultad, pero que las medidas de emergencia eran obligatorias
después de un reventón de neumático… por si acaso, añadió, se producía otro
reventón (lo que tal vez ya fuese explicar demasiado). Poco antes de aterrizar, los
pasajeros recibirían instrucciones para quitarse los zapatos y adoptar la postura
recomendada en los aterrizajes de emergencia. El personal de cabina haría
demostraciones y facilitaría ayuda y consejos cuando fuese necesario.
De hecho, era este personal el que parecía especialmente necesitado de ayuda y
consejos. Rara vez había visto Persse a tres muchachas que parecieran más asustadas
y, gradualmente, su espanto se comunicó a los pasajeros. El terror de estos se
intensificó a causa de unas turbulencias violentas que encontró el avión al iniciar su
descenso. Aunque esto no tuviera absolutamente nada que ver con el reventón del
neumático, algunos pasajeros con nulos conocimientos mecánicos extrajeron la
conclusión opuesta y emitieron grititos de miedo o exclamaciones piadosas al
encabritarse el avión en pleno aire. Algunos extrajeron las tarjetas de plástico
introducidas en el respaldo de cada asiento, con diagramas en color de las salidas de
emergencia del avión, y dibujos escasamente convincentes de unos pasajeros bajando
alegremente por los toboganes inflables, como niños en un parque de atracciones.
Otros, obedeciendo al principio del cinturón además de los tirantes, sacaron los
chalecos salvavidas que encontraron debajo de sus asientos y practicaron con ellos.
Las azafatas circulaban nerviosamente de un lado a otro del pasillo, disuadiendo a los
pasajeros que deseaban inflar sus chalecos salvavidas y eludiendo urgentes peticiones
de bebidas fuertes.
Indiferente a la vida, Persse observaba con amable curiosidad la conducta de
quienes le rodeaban. Su asiento le permitía una visión de primera fila respecto a la
tripulación de la cabina de pasajeros. Vio a la primera azafata descolgar un micrófono
manual de su soporte cerca de la cocina y carraspear antes de proceder a un anuncio.
Su expresión era solemne.
—Señoras y caballeros —dijo con acento de Kerry—, un pasajero nos ha pedido
que se rezara en público el Acto de Contricción. ¿Hay a bordo algún sacerdote que
quiera dirigirnos en esta plegaria?
Esperó con ansiedad unos momentos, contemplando en toda su longitud el
interior del avión (la cortina entre la clase Club y la económica había sido corrida), en
busca de un voluntario. Otra azafata se adelantó desde la sección económica,
moviendo la cabeza.
—No hay suerte, Moira —murmuró al llegar junto a la primera azafata—. Ya era

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de prever. Precisamente cuando se necesita un cura, no hay ni uno. Ni siquiera una
monja.
—¿Qué hago? —preguntó Moira, inquieta y con la mano sobre el micro.
—Tendrás que rezar el Acto de Contricción tú misma.
Moira parecía frenética.
—Lo he olvidado —gimoteó—. No me he confesado desde que empecé a tomar
la píldora.
—¡Oh, Moira, nunca me habías dicho que tomabas la píldora!
—Hazlo tú, Brigid.
—No podría…
—Sí podrías. ¿No me dijiste que eras Hija de María? —Y la primera azafata dijo
por el micrófono—: Puesto que, al parecer, no hay ningún sacerdote a bordo, la
azafata Brigid O’Toole nos dirigirá en el rezo del Acto de Contricción.
Y metió el micro en manos de la consternada Brigid, que lo miró como si fuera
una serpiente que pudiera morderla en cualquier momento. El avión se elevó y volvió
a descender pronunciadamente. Las dos jóvenes, perdido el equilibrio, se agarraron la
una a la otra.
—En el nombre del Padre… —apremió Moira en un susurro.
—En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo —graznó Brigid por el
micrófono pero en seguida colocó la mano sobre él y siseó—: Se me ha hecho un
vacío en la cabeza. No puedo recordar el Acto de Contricción.
—Pues di la oración que quieras —la apremió Moira—. La primera que se te
ocurra.
Brigid cerró fuertemente los ojos y se llevó el micrófono a los labios.
—Derramad, Señor, vuestras bendiciones sobre nosotros y sobre los alimentos
que vamos a tomar —dijo.
Persse todavía se reía cuando aterrizaron, sanos y salvos, diez minutos más tarde
en el aeropuerto de Shannon. Brigid le dedicó una tímida sonrisa.
—Disculpe ese jaleo —murmuró.
—Ya lo creo —dijo Persse—. Me habéis devuelto las ganas de vivir.
Se dirigió al mostrador del Irish Tourist Board en el aeropuerto y se informó
acerca del alquiler de un chalet en Connemara.
—Quiero algo muy tranquilo y aislado —explicó.
Había decidido lo que haría con el resto del dinero de su premio y lo que le
quedaba de su permiso sabático. Compraría un coche de segunda mano, llenaría el
asiento posterior de libros, papel de escribir y Guinness, sin olvidar su cassette y sus
cintas de Bob Dylan, y pasaría el verano en algún humilde equivalente de la torre
solitaria de Yeats, escribiendo poesía.
Mientras todavía telefoneaban para atender su consulta, leyó un folleto que
anunciaba la tarjeta American Express y, al no tener nada más que hacer, rellenó la
solicitud para la misma.

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Philip Swallow pagó la nota de su hotel y se sentó en el salón del vestíbulo con su
equipaje junto a él, esperando que le recogiera el coche del British Council o, mejor
dicho, el Land Rover, pues tal era el vehículo que prudentemente solía utilizar el
Council en Ankara. Philip jamás había visto en una ciudad moderna carreteras como
aquellas, tan llenas de hoyos y socavones como la superficie de la luna. Cada vez que
llovía, las carreteras se inundaban porque los obreros que las construían se libraban
de todos los escombros arrojándolos a los desagües, que se hallaban
permanentemente obturados.
El director del hotel pasó ante Philip, sonrió, se detuvo y se inclinó.
—¿Vuelve a Inglaterra esta noche, profesor?
—No, no. A Estambul. En el tren nocturno.
—¡Ah! —Una mezcla de admiración y envidia se reflejó en el rostro del director
—. Estambul es una ciudad muy hermosa.
—Esto me han dicho.
—Muy antigua. Muy hermosa. No como Ankara.
—Pero yo he disfrutado mucho con mi estancia en Ankara —protestó Philip.
Tales mentiras llegan a ser como una segunda naturaleza para el viajero cultural.
No había disfrutado en absoluto de su estancia en Ankara y se alegraría de sacudir de
sus pies el polvo de ese lugar…, polvo por cierto muy abundante siempre que no
llovía.
Cierto que las cosas habían mejorado después de su primer día allí, puesto que
difícilmente hubieran podido empeorar. Akbil Borak habíase mostrado muy amable y
atento, a pesar de que sus dos únicos temas de conversación parecían ser Hull y
Hazlitt. No cabía duda de que realmente sabía una barbaridad respecto a Hazlitt, de
hecho bastante más que el propio Philip, aunque fuese una lástima que subrayara su
común familiaridad con el ensayista romántico refiriéndose a él como «Bill Hazlitt».
Durante días, Philip había estado buscando una manera de corregir ese hábito sin
parecer grosero.
Los demás turcos a los que había conocido habían sido igualmente amables y
hospitalarios, y casi cada noche se había ofrecido una fiesta, una cena o una
recepción en su honor en una de las Universidades, o en el apartamento estrecho y
superamueblado de alguien. En las reuniones de tipo privado había alimentos y
bebidas de alguna manera misteriosa obtenidos o economizados a pesar de la
endémica carestía, y Philip no quería ni pensar a costa de qué precios o de qué
sacrificios domésticos. En las recepciones oficiales, el British Council suministraba
directamente bebidas espirituosas, atención profundamente agradecida por los turcos,
que por consiguiente miraban a Philip como una especie de mascota portadora de
suerte. Hacía largo tiempo que los profesores universitarios de inglés en Ankara no
habían celebrado tantas fiestas en tan breve plazo. Reaparecían noche tras noche, con
las mismas caras radiantes de felicidad, estrechando la mano de Philip

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entusiásticamente, como si les acabara de ser presentado. Había animadas
conversaciones, risas y música de disco, y algunas veces incluso se bailaba. Philip
charlaba, reía y bebía, e incluso en una ocasión ensayó un torpe pas de deux con una
profesora de edad provecta que aún conservaba una notable aptitud para la danza del
vientre. Esta actuación fue recibida con sonoros aplausos, y descrita por un
funcionario del British Council, que la contempló con ojos nublados, como un gran
avance en las relaciones culturales anglo-turcas. Pero en un profundo recoveco de su
persona, allí donde el raki y el scotch de la embajada no podían llegar, Philip se sentía
solitario y deprimido. Reconocía los síntomas de su dolencia porque ya la había
padecido en otros viajes, aunque nunca tan agudamente. Era una sensación que se
definía a sí mismo como una pregunta simple e insistente: ¿Por qué estoy aquí? ¿Por
qué estaba en Ankara, Turquía, en vez de estar en Rummidge, Inglaterra? Era una
pregunta que se le planteaba con menos intensidad en las ocasiones festivas que
cuando se sentaba ante un atril en el extremo de un aula polvorienta, frente a filas de
jóvenes morenos y muchachas de ojos negros, todos ellos llenos de oscuridad, y
escuchaba la laboriosa y prolongada presentación que de él hacía algún profesor
turco, enumerando minuciosamente todas las distinciones académicas que podían
extraerse de los libros de referencia (Philip esperaba confiadamente oír recitar un
buen día sus matrículas de honor, o tal vez sus brillantes notas en el bachillerato),
mientras él manoseaba con nerviosismo las páginas introductorias, apresuradamente
reescritas, de su conferencia sobre Hazlitt; o cuando se echaba en su cama del hotel
en las horas libres entre conferencias, fiestas y visitas turísticas (no era que hubiese
gran cosa que ver en Ankara después de visitar el Anitkabir y el museo hitita, pero el
incansable Akbil Borak se había asegurado de que lo viera todo), buscando
fragmentos aún sin leer del arrugado Guardian que se había traído días antes, y
escuchando las notas de una música extranjera y el sonido de idiomas extranjeros a
través de las paredes, así como el ruido estridente del tráfico en la calle. ¿Por qué
estoy aquí? Cientos y probablemente miles de libras de dinero público se habían
gastado para traerle a Turquía. Las secretarias habían escrito cartas a máquina, los
télex habían repiqueteado, los cables telefónicos habían zumbado y los archivos se
habían engrosado en oficinas de Ankara, Estambul y Londres. Un preciado
carburante fósil se había quemado en la atmósfera para propulsarle como una flecha
desde Heathrow hasta Esenboga. Las economías domésticas y las digestiones de la
comunidad académica de Ankara habían sido puestas a prueba en aras de la causa de
agasajarle. ¿Y con qué finalidad? ¿Para que él pudiera levar la buena nueva de
Hazlitt, o de la Literatura e Historia y Sociología y Psicología y Filosofía, a la joven
burguesía turca, cuyo principal motivo para estudiar el inglés (como le había confiado
Akbil Borak en un momento de candor inducido por el raki) era el de conseguir un
empleo como funcionario civil o azafata, evitando con ello los sangrientos feudos en
las facultades de ciencias sociales? Cuando recorría en coche las calles de Ankara,
que llenaba un vasto y anónimo proletariado empobrecido, con sus polvorientas ropas

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de algodón gris, subiendo y bajando por las colinas de hormigón con la inescrutable
persistencia de las hormigas, bajo la adusta vigilancia de los omnipresentes militares
armados hasta los dientes, podía comprender el modesto pragmatismo de las
ambiciones de aquellos estudiantes. Pero ¿cómo iba a ayudarles Hazlitt?
—Discúlpeme, caballero. —Había vuelto el director del hotel—. ¿Deseará cenar
aquí? El tren de Estambul no sale hasta dentro de unas horas.
—No, muchas gracias —contestó Philip—. Voy a salir.
El director se inclinó y se retiró.
Custer, el encargado de asuntos culturales del British Council, había invitado a
Philip a una cena de bufete en su apartamento.
—No pretendo que se celebre en su honor —había explicado—. Esta tarde nos
llega desde Leeds un cuarteto de cuerda. Había que hacer algo por ellos, y por tanto
bien puede unírsenos usted. Nada de tiros largos, desde luego, sino más bien una cosa
informal. Habrá unos cuantos más, Voy a decirle una cosa —añadió, como si se le
ocurriera una idea brillante—: invitaré a Borak.
—¿No cree que ya estará harto de verme todos estos días? —preguntó Philip.
—No, de ningún modo, y se ofendería si no le invitara. Y también a su mujer.
Hassim le recogerá en su hotel hacia las siete. Tráigase consigo su equipaje, y yo le
acompañaré a la estación a eso de las diez, para que pueda tomar su tren.
Al reconocer la alta silueta y el melancólico mostacho de Hassim, el chófer del
Council, apenas cruzó la puerta giratoria, Philip se levantó y atravesó el vestíbulo con
su equipaje. Hassim, que no hablaba inglés, le libró de su maleta y le guio hasta el
Land Rover.
Desde luego, reflexionó Philip, al acomodarse en el asiento al lado de Hassim y
mientras dejaban atrás el hotel, tal vez se sentiría muy de otra manera respecto a este
viaje si no fuera por aquel sorprendente espasmo de deseo de Hilary que le acometió
en el preciso momento de marcharse él de casa. La cálida promesa de aquel pecho
pendulante y apenas atisbado se había grabado en su mente, acosándole y
atormentándole mientras yacía despierto en su estrecha cama de hotel, reforzando la
pregunta del ¿Por qué estoy aquí? La relación sexual con Hilary no era la más
intensa sensación erótica del mundo, pero al menos era algo. Un descanso temporal
respecto a la tensión. Un pequeño y placentero olvido. Aquí, en Turquía, no cabía
esperar ninguna aventura erótica. Las mujeres simpáticas a las que conocía estaban
todas ellas casadas, con unos maridos que sin dejar de sonreír las vigilaban
atentamente. A las estudiantes, con sus hoyuelos y sus ojos rasgados, no parecía
permitírseles que se acercaran a él a distancias inferiores a la de la tribuna de
conferencias, a no ser que se presentaran en el papel de hijas de alguna pareja de
enseñantes, y Philip tenía la impresión de que hacer proposiciones a una de ellas era
algo capaz de provocar un incidente diplomático. Turquía era, al menos
superficialmente, un país de anticuada decencia moral.
El Land Rover avanzaba trabajosamente en medio de un tráfico congestionado.

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Parecía haber un embotellamiento permanente en el centro de Ankara… si es que eso
era el centro. Philip no había adquirido un sentido de la orientación en la ciudad
porque en ella todo le parecía igual: pavimentos de hormigón agrietado, carreteras
llenas de baches, y todo ello del color de la ceniza, sin que se viera apenas un árbol o
una brizna de hierba, a pesar de encontrarse en primavera. Ahora estaba oscureciendo
ya y, bajo la escasa e inadecuada iluminación callejera, aparecieron en las calles
sombras profundas y siniestras, excepto allí donde ardían lámparas de petróleo en
medio de un improvisado mercado al aire libre, con mujeres tapadas con chales
regateando entre verduras y utensilios de cocina, o allí donde una fría luz de
fluorescentes atravesaba los cristales de las ventanas, reflejada desde las superficies
de formica de un café de obreros, lleno de humo. Philip tenía la impresión de que si
Hassim detenía de pronto el Land Rover y de un empujón le lanzaba a la calle, jamás
volvería a ser visto, pues sería arrastrado hacia las sombras, desnudado y despojado
de todo lo que llevaba encima, asesinado y arrojado a una de aquellas alcantarillas
obturadas. Se sentía muy lejos de su hogar. ¿Por qué se encontraba allí? ¿No habría
llegado tal vez el momento de poner fin a sus viajes, abandonar la búsqueda de una
intensidad de experiencia de la que le había hablado a Morris Zapp, guardar sus notas
de conferenciante y cobrar en metálico sus cheques de viaje, instalarse en la rutina
hogareña, en una apacible relación sexual con Hilary, en el transcurso familiar del
año académico en Rummidge, empezando por la conferencia a los nuevos alumnos y
terminando con la reunión para los exámenes finales, hasta que le llegara el momento
de retirarse, de retirarse a la vez de la vida sexual y del trabajo? Ello seguido, en su
debido momento, por la retirada de la vida en su totalidad. ¿Había llegado el
momento?
El Land Rover se detuvo frente a un bloque moderno de apartamentos en una de
las colinas que circundaban la ciudad. Hassim hizo entrar a Philip en el ascensor,
valiéndose de gestos, y pulsó el botón del sexto piso. Custer abrió la puerta del
apartamento, con el rostro enrojecido, en mangas de camisa y con un vaso en la
mano.
—¡Ah, por fin ha llegado! ¡Entre! Déme su maleta. Vaya a la sala de estar y yo le
traeré una copa. ¿Un gintónic? Borak ya está aquí. A propósito, resulta que no es un
cuarteto de cuerda, sino un cuarteto de jazz. Londres ha vuelto a meter la pata.
Custer le hizo atravesar el vestíbulo, abrió una puerta e introdujo a Philip en el
salón, moderadamente lleno de personas que formaban grupos y charlaban de pie,
copa en mano. La primera cara que Philip enfocó fue la de Joy Simpson.

Akbil Borak jamás dejaba de sentirse sorprendido ante la conducta de Philip


Swallow. El mismo día de su llegada, el inglés había medido por dos veces el suelo,
repentinamente, con toda su estatura, y ahora, el día de su partida, parecía dispuesto a
repetirlo en el salón del señor y la señora Custer, pues se tambaleó en el umbral y

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solo evitó la caída agarrándose al respaldo de una silla. Se volvieron cabezas en toda
la sala y por un momento se oyó un murmullo embarazoso, pero después, al
comprobarse que no había ocurrido nada grave, los grupos reanudaron sus respectivas
conversaciones.
Akbil había estado junto a Oya, hablando con el batería del cuarteto de jazz y con
la señora Simpson, la bibliotecaria del British Council en Estambul, una dama
agradable aunque reservada, con rotundas posaderas y hermoso cabello rubio. Akbil
estaba hablándole a la señora Simpson de las tiendas de Hull, y preguntándose
mentalmente si las mujeres rubias del norte tenían un vello púbico tan dorado como
sus cabezas, cuando Philip Swallow efectuó su ruidosa entrada, chocando con un
mueble cerca de la puerta. Akbil se precipitó para ofrecer su ayuda, pero Philip,
levantándose sobre sus rodillas, agitó una mano y dio unos pasos vacilantes hacia la
señor Simpson. Su cara estaba muy blanca.
—¿Usted? —murmuró roncamente, mirando con fijeza a la señora Simpson.
También ella había palidecido ligeramente, lo cual no era de extrañar ante tan
desacostumbrado saludo.
—Hola —dijo, sosteniendo firmemente su copa con los dedos de ambas manos
—. Alex Custer me ha dicho que tal vez se dejaría caer por aquí esta noche. ¿Qué le
parece Turquía?
—Entonces, ¿ya se conocían ustedes? —balbució Akbil, mirando a los dos.
—Por breve tiempo —contestó la señora Simpson—. Hace unos años, en Génova,
¿verdad, profesor Swallow?
—Creía que había muerto —dijo Philip Swallow, que no había alterado la
dirección de su mirada, ni siquiera parpadeado.
Oya se aferró a la manga de Akbil, muy excitada.
—¿Y cómo es eso? —exclamó.
La señora Simpson frunció el ceño.
—Ay, supongo que leyó usted aquella lista en los periódicos —dijo a Philip
Swallow—. La publicaron prematuramente las autoridades indias, y mucho me temo
que causó una gran confusión y muchos disgustos.
—¿O sea que sobrevivió a la catástrofe?
—Yo no viajaba en el avión, aunque se supuso que sí. De esto hace ya tres años
—explicó ella, en un paréntesis, a Akbil, Oya y el batería del cuarteto de jazz—. Mi
marido fue enviado a la India. Yo me disponía a ir con él, pero en el último momento
mi médico me dijo que no fuese. Yo estaba de ocho meses y pensó que el riesgo era
demasiado alto. Por lo tanto, John se marchó solo y yo me quedé con Gerard, nuestro
hijito, pero no sé cómo nuestros nombres permanecieron en la lista de pasajeros, o al
menos en una lista de pasajeros. El avión se estrelló, al intentar aterrizar en plena
tormenta.
—¿Y su marido…? —preguntó Oya con voz trémula.
—Hubo muy pocos sobrevivientes —repuso simplemente la señora Simpson— y

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él no fue uno de ellos.
Oya lloraba copiosamente.
—La compadezco —dijo, llevándose un pañuelo a la nariz.
—Creía que había muerto —repitió Philip Swallow, como si no hubiera oído la
explicación o, habiéndola oído, no hubiera logrado comprenderla.
—Pero como puede ver, profesor Swallow, no está muerta ni mucho menos.
¡Vive! —Oya juntó ruidosamente las manos y se alzó sobre las puntas de los pies, y
Akbil tuvo la sensación de que su esposa soportaba toda la emoción que hubieran
tenido que mostrar los dos ingleses. El batería de jazz se había esfumado sin que
nadie lo advirtiera, en algún momento del relato de la señora Simpson—. Debería
estar contento —dijo Oya a Philip—. Es como un cuento de hadas.
—Desde luego, me alegra mucho ver que la señora Simpson está viva y bien —
murmuró él.
Parecía haber recuperado la compostura pero su cara seguía estando muy pálida.
—Y el arte de complacer consiste en verse complacido, como dice Bill Hazlitt —
intervino Akbil, muy oportunamente según creyó él.
—Pero ¿qué está haciendo en Ankara? —preguntó Philip a la señora Simpson.
—Estoy aquí solo por unos pocos días, a fin de asistir a algunas reuniones. Dirijo
la biblioteca del Council en Estambul.
—Yo voy a Estambul esta noche —manifestó Philip Swallow, no sin algunos
signos de excitación.
—¿Sí? ¿Y cuánto tiempo piensa quedarse allí?
—Tres o cuatro días. Vuelvo a casa el viernes.
—Desgraciadamente, yo me quedo aquí hasta el viernes.
Philip Swallow parecía no poder dar crédito a esta última noticia. Se volvió hacia
Akbil.
—Akbil, creo que Alex Custer se ha olvidado por completo de mi bebida. ¿Podría
usted…?
—Claro que sí —contestó Akbil—. Yo me ocuparé de ella.
—Y yo te ayudaré —dijo Oya—. La señora Simpson también necesita que le
llenen el vaso.
Tomó el vaso de la señora Simpson y casi empujó a Akbil hacia la puerta.
—¿Por qué no te quedas con ellos? —murmuró Akbil en turco, dirigiéndose a
Oya—. Nos tomarán por unos groseros.
—Tengo la sensación de que desean estar a solas —explicó Oya—. Creo que
entre ellos hay algo.
—¿De veras? —Akbil se sentía estupefacto. Miró por encima del hombro y vio
que, efectivamente, Philip Swallow estaba enzarzado en una animada conversación
con la señora Simpson, que por una vez parecía confusa—. Ese hombre nunca dejará
de sorprenderme —dijo.

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Tres horas más tarde, Philip paseaba ansiosamente de un lado a otro del amplio andén
de la principal estación ferroviaria de Ankara, junto a los altos vagones del expreso
Ankara-Estambul. El tren tenía un aire de época antigua, vagamente reminiscente de
los thrillers de los años treinta, al igual que el escenario que lo rodeaba. Volutas de
humo y de vapor flotaban desde profundas sombras hasta el brillante resplandor de
las lámparas de arco. Una familia campesina había acampado para pasar la noche en
un banco, rodeada por sus fardos y cestos. Mientras amamantaba a su bebé, la madre
contemplaba, impasible, a las mujeres de elegantes trajes chaqueta de terciopelo con
pantalón, que dirigía caravanas de mozos cargados con sus maletas haciendo juego
hacia los vagones de primera clase. Empleados de uniforme caminaban pavoneándose
de un lado a otro con carpetas en la mano, dando órdenes a sus inferiores y alejando a
los mendigos a puntapiés. Los compartimientos de segunda y de tercera ciase estaban
ya llenos, y sus ventiladores despedían olores de ajo, tabaco y sudor; en su interior,
los pasajeros, estrechamente acomodados cadera contra cadera, rodilla frente a
rodilla, se preparaban estoicamente para el largo viaje nocturno. De vez en cuando,
una figura abandonaba uno de estos vagones, cruzaba velozmente el andén y llegaba
a un pequeño quiosco que vendía té, bebidas espumosas, panecillos en forma de
pretzel y unos dulces de aspecto venenoso.
En los compartimientos de primera clase, donde Philip tenía una litera, el
ambiente era más relajado. Se oía el tintineo de botellas contra vasos y se estaban
organizando partidas de cartas, a pesar de que las luces eran casi demasiado débiles
para permitir ver los naipes. Había allí una atmósfera de murmuraciones y de intriga,
de misiones ordenadas y entrega de sobornos. Al final del corredor había el rojo
resplandor del pequeño horno de combustible sólido que el empleado del coche-cama
alimentaba vigorosamente, con la frente perlada por el sudor.
—Procura calor y agua caliente a los durmientes —había explicado Custer al
despedirse de Philip—. Parece muy primitivo, pero es efectivo. De noche puede hacer
mucho frío en el llano, incluso en primavera.
Philip había conseguido persuadir a Custer y Akbil Borak para que no esperasen
con él la partida del tren.
—Realmente, no es necesario —les aseguró—. Estaré bien instalado.
—Una de las cosas más agradables del mundo es ir de viaje —dijo Akbil Borak
con una sonrisa—, pero yo prefiero ir solo.
—¿De veras? —exclamó Custer—. Pues yo prefiero la compañía.
—¡No, no! —se rio Borak—. Estaba citando a Bill Hazlitt. Su ensayo «Al salir de
viaje».
—Por favor, no esperen —rogó Philip.
—Está bien —dijo Custer—. Tal vez deba volver ya y ocuparme del cuarteto de
jazz.
—Y yo debo recoger a mi esposa en su apartamento, señor Custer —dijo Borak.
Estrecharon la mano de Philip y, tras cambiar las frases de cortesía usuales en

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tales ocasiones, se marcharon. Philip les vio alejarse con una sensación de alivio. Si
Joy decidía finalmente reunirse con él, no querría ser vista por Custer y Borak.
Pero de esto hacía ya media hora, y ella aún había llegado.
—No me es posible volver a Estambul esta noche —había dicho ella cuando él
consiguió estar unos minutos a solas con ella en la fiesta de Custer—. Acabo de
llegar a Ankara. Todavía tengo mi maleta en el vestíbulo, sin abrir.
—Esto no hace sino simplificar las cosas —repuso Philip—. Basta con que la
recojas y te vengas conmigo.
Se la comía con los ojos, devorando aquellas facciones que había supuesto que
jamás volvería a ver: los rubios cabellos suavemente ondulados, la boca amplia y
generosa, la barbilla ligeramente imperiosa.
—He venido por asuntos del Council.
—Podrías darles cualquier excusa.
—¿Y por qué habría de hacerlo?
—Porque te amo.
Estas palabras brotaron sin premeditación y ella se ruborizó y bajó los ojos.
—No seas ridículo.
—Nunca he olvidado aquella noche —dijo él.
—Por lo que más quieras —murmuró ella—, aquí no. Ahora no.
—¿Cuándo, pues? Tengo que hablar contigo.
—Ah, veo que ya os habéis presentado mutuamente —exclamó la señora Custer,
acercándose a ellos con una bandeja de canapés.
—En realidad, ya nos conocíamos. De Génova —dijo Joy.
—¿Sí? Claro, esto es muy frecuente cuando se está en el Council, siempre
tropezando con antiguas amistades en los lugares más improbables. ¿Y cómo estás,
Joy? ¿Qué tal los niños…? Gerard, ¿verdad?, y…
—Precisamente la señora Simpson me estaba diciendo que Gerard no está nada
bien —dijo Philip y Joy le miró con asombro.
—¡Vaya! ¿Nada serio, espero? —dijo la señora Custer a Joy.
El corazón de Philip latió impetuosamente mientras esperaba la respuesta de ella.
—Tenía un poco de fiebre cuando me marché —dijo finalmente—. Puedo llamar
más tarde a la chica para saber cómo está.
Philip volvió la cabeza para ocultar su expresión de triunfo.
—¡Por favor, hazlo en seguida! —exclamó la señora Custer—. Utiliza el teléfono
de nuestro dormitorio; es más privado. —Recorrió la sala con una mirada de
anfitriona—. Válgame el cielo, el saxofonista esta hojeando libros de nuestros
estantes, y siempre he creído que esto es mala señal en una fiesta. Vamos a hablar con
él, Joy… ¿Verdad que nos excusa, profesor Swallow?
—Claro —dijo Philip.
No pudo conseguir estar a solas con Joy durante el resto de la tarde. Vigiló de
cerca sus movimientos, pero no la vio entrar en el dormitorio de los Custer y, cuando

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llegó el momento de ir a la estación, mucho antes de que la fiesta tocara a su fin, se
vio obligado a estrecharle formalmente la mano en presencia de los demás invitados.
—Adiós, pues —le dijo, tratando de sostenerle la mirada—. Espero que su niño
mejore. ¿Ha telefoneado ya?
—Todavía no —respondió ella—. Adiós, profesor Swallow.
Y esto fue todo. Él le lanzó una mirada breve y suplicante, y abandonó el
apartamento con Custer y Borak. Solo le cabía esperar y anhelar que, después de
marcharse él, ella hiciera su llamada a Estambul y tramara alguna historia respecto a
su hijo que exigiera su inmediato retorno a casa.
Philip dio otro paseo junto al coche-cama y verificó su reloj de pulsera con el de
la estación. Solo faltaban tres minutos para la hora de partida del tren. La ansiedad
era casi insoportable, y sin embargo se sentía extrañamente estimulado. La depresión
de la semana anterior se había disipado y estaba ya casi olvidada. Volvía a ser un
hombre centrado en su propia historia… ¡y vaya historia! Apenas podía creer que Joy
no estuviera muerta después de todo, sino viva. ¡Viva! Aquellas carnes tibias,
palpitantes, que él había tocado en el dormitorio de Génova, con su luz purpúrea,
todavía estaban tibias y palpitantes. Se sentía transformado por ese milagroso cambio
de fortuna, elevado como por el impulso de una ola. Se oía a sí mismo diciéndole a
ella en aquel rincón de salón de los Custer: «Porque te amo», simple y sinceramente,
sin titubeos, sin el menor embarazo, como el héroe de un film. No estaba, después de
todo, acabado, quemado, a punto de jubilación, pues todavía era capaz de un gran
amor. Había vuelto a experimentar la intensidad, aunque no sabía adonde le
conduciría esta, ni tampoco le importaba. Tenía una vaga premonición de dificultades
y dolor en el futuro, algo que ver con Hilary, sus hijos y su carrera, pero la descartó.
Toda su energía mental se concentraba en el deseo de que Joy reapareciera.
Se cerraron de golpe puertas a lo largo del tren. Los empleados del ferrocarril,
distribuidos a intervalos a lo largo del andén, como centinelas, adoptaron la posición
de firmes y se miraron unos a otros esperando señales. La minutera del reloj de la
estación avanzó vibrante. Un minuto para la partida.
Philip subió de mala gana al tren, bajó la ventanilla de la puerta y se asomó a ella,
mirando desesperadamente en dirección de la barrera de control de billetes. Un
empleado uniformado, situado bajo él, miró a su izquierda y su derecha y después se
llevó el silbato a los labios.
—¡Alto! —gritó Philip, abriendo la puerta y saltando al andén.
Había visto surgir de pronto una figura de mujer en el control de billetes, con su
rubio cabello reflejando la luz de las lámparas de arco. Protestando en turco, el
hombre del silbato trató de empujar a Philip hacia el tren y, cuando esto falló, quiso
cerrar la puerta. Mientras forcejeaban, Joy llegó corriendo por el amplio andén, con
una pequeña maleta en la mano. Philip señaló hacia ella, el empleado dejó de
forcejear y, todavía indignado, se ajustó el uniforme. Philip le dio un billete de los
grandes y el hombre sonrió y mantuvo abierta la puerta para que ambos pudieran

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subir. La puerta se cerró de golpe tras ellos. Sonó un silbato y el tren se puso en
movimiento. En el oscuro pasillo varias caras atisbaron con curiosidad desde las
puertas de los compartimientos, mientras Philip llevaba a Joy hacia el suyo. La hizo
entrar y corrió la puerta hasta cerrarla detrás de ellos.
—Has venido —dijo, y eran las primeras palabras pronunciadas por uno de ellos.
Joy se sentó en la cama ya preparada y cerró los ojos. Su pecho subía y bajaba
mientras tragaba bocanadas de aire.
—Tengo billete —jadeó—, pero no cama.
—Puedes compartir esta —dijo él.

Mientras el tren rugía y traqueteaba a través de la noche, ellos hicieron el amor


extáticamente pero con cierta dificultad en la estrecha litera, apagados sus suspiros y
exclamaciones por el retumbar y los chirridos del material rodante. Después se
abrazaron y hablaron. Mejor dicho, fue Joy la que habló —entrecortadamente y con
vacilaciones primero, más fluidamente después— mientras Philip se dedicaba sobre
todo a escuchar, respondiendo con breves caricias y presiones en los blandos
miembros de ella.
—Ha sido tan maravilloso, es la primera vez desde que John… Sí, he tenido
oportunidades, pero me he sentido tan acosada por la culpa… Pensaba que la muerte
de John fue una especie de castigo, ¿sabes? Por haberle sido infiel. Contigo, claro…
¿creías que yo era promiscua, o algo por el estilo? La única vez, sí, ¿te sorprende?
¿Que por qué te lo permití? A menudo me lo he preguntado. Jamás cometí semejante
locura, ni antes ni desde entonces, hasta ahora, pero esto no deja de ser diferente,
puesto que te conozco, como si dijéramos, y John no está aquí y no se le puede hacer
daño. Pero aquella primera vez yo era una mujer felizmente casada, al menos bastante
feliz, o tanto como lo son la mayoría de las esposas, y me entregué a un perfecto
extraño que de pronto apareció como por encanto en plena noche, como si fueras un
dios o un ángel o qué sé yo, y a mí solo me quedara someterme. Cuando desperté a la
mañana siguiente pensé que todo había sido un sueño, pero entonces vi que John se
había marchado y que tus maletas estaban en el vestíbulo, y comprendí que todo ello
había ocurrido realmente, y casi me volví loca. Quizás a ti pude parecerte muy
tranquila, pero puedo asegurarte que estaba al borde de la histeria, y que tuve que ir al
cuarto de baño y clavarme unas tijeras de las uñas en la mano para que el dolor me
obligara a dejar de pensar en lo que había hecho.
»¿No has tenido nunca la sensación, cuando conduces a buena marcha en un
tráfico denso, de que todo resulta extraordinariamente precario, aunque todos los
implicados parezcan dar por sentada la situación. Todos los conductores parecen tan
aburridos en sus coches y sus camiones, tan abstraídos, como si solo quisieran ir de A
a B, y sin embargo en todo momento se encuentran tan solo a unos centímetros, a
unos segundos de la muerte repentina? Basta con que alguien haga girar su volante

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unos centímetros más en este sentido en lugar del otro, para que todos empiecen a
chocar entre sí. O bien estás conduciendo por una carretera costera llena de curvas, y
te das cuenta de que si retirases las manos del volante, aunque solo fuera por un
segundo, el coche se lanzaría al vacío. Es una sensación espantosa, ya que te das
cuenta de lo fácil que sería hacerlo, lo rápido, lo sencillo, lo irreversible que sería
todo. A mí me parecía haber hecho algo por el estilo, solo que yo me había desviado
de la carretera para encontrar la vida, no la muerte.
»Yo no podía quejarme de John como marido. Era un hombre amable, fiel que yo
sepa, prendado de Gerard, trabajador incansable en su carrera. Según las
clasificaciones normales, fue un matrimonio satisfactorio. Que yo supiera, nada podía
decirse en contra de la parte física. Quiero decir que yo no tenía experiencia para
hacer comparaciones, y tampoco John tenía mucha. Nos conocimos cuando
estudiábamos en la universidad y vivimos juntos varios años antes de que nos
casáramos; nuestros padres se escandalizaron terriblemente cuando se enteraron, pero
en realidad esto significaba que éramos muy inocentes en lo referente al sexo, ya que
nunca habíamos conocido a nadie más en este sentido. A veces, yo tenía la
desagradable sospecha de que John había decidido —no conscientemente, claro, pero
sí con firmeza— buscarse una chica lo antes posible en su primer año de carrera y
establecer una relación continuada, a fin de que las cuestiones sexuales no le
distrajeran de sus estudios. En realidad, era como si estuviéramos casados, y cuando
nos casamos de veras fue un acto puramente social, una fiesta muy cara, y en nuestras
vidas no hubo diferencia, ni antes ni después. La luna de miel no fue más que un viaje
al extranjero. Recuerdo haberme entristecido en nuestra noche de bodas, por ser todo
ello tan familiar, sin que ninguno de los dos mostrara nerviosismo o timidez, y se me
ocurrió el maligno pensamiento de que tal vez convenía que buscáramos otra pareja
en la misma situación —el hotel estaba lleno de recién casados— y cambiáramos de
pareja, o bien nos acostáramos todos juntos. No iba en serio y no era más que un
pensamiento, pero supongo que era sintomático. No se lo dije a John, pues no lo
habría comprendido, se habría sentido herido y habría creído que deseaba molestarle.
Era un amante consciente, leía libros sobre las fases preparatorias y otros temas por el
estilo, hacía cuanto podía para complacerme y me complacía. En realidad, yo nunca
deseaba hacer el amor con él, al menos no tanto como para tomar la iniciativa; esto se
lo dejaba a él, pero si él quería yo disfrutaba generalmente.
Pero de todos modos algo faltaba en este aspecto. Siempre lo noté. Pasión tal vez.
Nunca noté que John me deseara apasionadamente, o yo a él. Leía en las novelas
cómo hacía el amor la gente, y todo me parecía extático, arrebatado. Yo nunca había
sentido estas cosas. Pero después leía libros serios sobre cuestiones sexuales y
matrimoniales, así como las cartas en las revistas femeninas, y decidía que las
novelas mentían, que los escritores se lo inventaban todo, y que yo podía
considerarme más que afortunada por tener una vida sexual, tanto si era extática
como si no. Y entonces, aquella noche, apareciste tú y, por primera vez en mi vida,

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supe lo que era ser deseada apasionadamente.
Hubo aquí un hiato en el monólogo de Joy mientras Philip demostraba una vez
más, fervientemente, cuán bien fundamentada había estado esta intuición. Algo más
tarde, ella reanudó su explicación.
—Mientras estaba sentada en el sofá con John, ante ti, y él charlaba sobre
fonética, técnicas de prueba y laboratorios de idioma, yo podía notar cómo brotaba de
ti tu deseo, como una radioactividad, quemándome a través de mi bata. Me
asombraba que John no lo notara también, que lo ignorase hasta el punto de
marcharse y dejarnos solos a los dos. Me sentía fascinada y excitada. En ese
momento, yo no tenía la menor intención de permitir que me hicieras el amor; de
hecho, no creía que tuviese el valor de hacerme una insinuación tan siquiera. Estaba
tan segura de mí misma que dejé que John se marchara a Milán sin sentir ninguna
aprensión. Pero cuando volví a la sala de estar y tú empezaste a temblar, también yo
empecé a temblar… ¿lo notaste? Y después, cuando estábamos en el dormitorio y tú
temblabas más que nunca, me pareció como si fueras el núcleo de un reactor que…
¿cuál es la palabra?, que hubiera llegado a una fase crítica, y que temblarías hasta
caer hecho pedazos, o abrirías un agujero fundiendo el suelo y te consumirías en tu
propia pasión, si yo no hacía algo.
—Había vuelto de entre los muertos —gruñó Philip, recordando—. Tú eras la
vida, la belleza. Quería establecer contacto de nuevo con la vida. Tú me curaste.
—Quité las manos del volante —dijo Joy—. Salté al vacío contigo porque nunca
me había sentido tan deseada.

Por la mañana, temprano, se sentaron cara a cara en el coche restaurante, con los
dedos entrelazados por debajo de la mesa, sosteniendo con sus manos libres sendos
vasos de té negro y caliente, mientras el tren avanzaba a través de las atractivas villas
y pueblecillos de la costa asiática del mar de Mármara. Allí sí había vegetación —
árboles, arbustos y parras— entre las casas. El paisaje parecía incluso lujuriante
después de las áridas colinas de Ankara. Algunos madrugadores se encontraban ya en
sus jardines, regando las plantas o fumando tranquilamente bajo la luz oblicua del sol
naciente. Saludaron al pasar el tren.
—Nunca me escribiste —dijo Joy.
—No sabía cómo hacerlo sin correr el riesgo de comprometerte —contestó Philip
—, y por otra parte pensaba que tú no querrías que lo hiciera. Parecías tan fría aquella
mañana, cuando me marché de Génova, que pensé que deseabas olvidar todo lo
ocurrido.
—Y así era —admitió Joy—, pero descubrí que era imposible.
—Y después, al poco tiempo, leí en el diario que habías muerto.
—Sí, nunca pensé en esto. Los periódicos publicaron una corrección.
—Debió de pasarme por alto —dijo Philip—. Pero de todos modos tú sí pudiste

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escribirme, especialmente cuando tu marido… Quiero decir cuando quedaste…
—¿Libre? No quise entrometerme en tu vida. Busqué tus datos. Lo sé todo
respecto a ti. Estás casado, con tres hijos: Amanda, Robert y Matthew. Esposa:
Hilary, nacida Greenstreet, hija del comandante A. J. Greenstreet y señora. No quise
romper tu matrimonio.
—Apenas es un matrimonio —repuso Philip—. Los hijos ya son mayores y
Hilary está harta de mí. Hace diez años, estuvimos a punto de separarnos. Creo que
hubiéramos tenido que hacerlo. —La imagen del pecho de Hilary casi se había
esfumado en su memoria, expulsada por la sensación más reciente y aguda de los
pezones de Joy, romos y cilíndricos, endureciéndose bajo sus dedos—. Yo he
estorbado a Hilary en su camino —dijo con toda seriedad—. Por su cuenta, ella se
desenvolvería mejor.

—Aquí es donde Asia se encuentra con Europa —dijo Joy, mientras un taxi
destartalado les llevaba a través de un gran puente colgante, aparentemente nuevo.
Mucho más abajo, enormes buques cisterna y una multitud de embarcaciones más
pequeñas surcaban las aguas del Bósforo. A su derecha, verdes colinas salpicadas de
casas blancas ascendían a pico desde el cada vez más estrecho canal. A su izquierda,
cúpulas y minaretes puntuaban el horizonte de una ciudad inmensa, más allá de la
cual el agua se ensanchaba hasta formar un mar—. El mar de Mármara —explicó Joy
—. El mar Negro se encuentra al otro lado del Bósforo.
—Es maravilloso —dijo Philip—. Esta combinación de agua, cielo, montañas y
arquitectura me recuerda Euphoria, la vista que yo contemplaba cada mañana cuando
me levantaba y corría las cortinas. Es la Bay Area del mundo antiguo.
—Te diré lo que haremos —anunció Joy—. Haremos que este taxi nos lleve al
puente de Gálata y tomaremos un transbordador del Bósforo hasta Bogazici, que es
donde vivo yo. La mejor manera de obtener las primeras impresiones de Estambul es
desde el agua.
Philip le apretó una rodilla con la mano.
—Tú eres mi Euphoria, mi Terranova —le dijo.

Media hora más tarde se encontraban, entrelazadas las manos, en la cubierta de un


blanco vapor que remontaba el Bósforo, alejado de los bulliciosos muelles. Joy
indicaba los hitos más importantes.
—Aquello es Santa Sofía y aquello la Mezquita Azul. Después te llevaré a
visitarlas. El Cuerno de Oro se encuentra detrás del puente. Y aquello es el mar de
Mármara, con todos sus restos de naufragios.
—¿Por qué tantos?
—Es que en estas aguas hay un exceso de tráfico y las embarcaciones chocan con

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frecuencia, en especial los grandes petroleros. A veces se estrellan contra las casas al
borde del Bósforo. Yo me busqué un apartamento a buena altura en las colinas.
—¿Voy a quedarme en tu casa? —preguntó Philip.
Joy frunció el ceño.
—No creo que fuese una buena idea. Vive con nosotros una chica turca y los
chiquillos no pararían de hacer preguntas. No tendríamos la menor intimidad.
Conozco un buen hotel que no queda lejos, y yo iré a verte allí. Pero puedes comer
con nosotros, claro.
—Pero ¿no podrás pasar la noche conmigo? —rogó Philip—. Quiero despertarme
por la mañana y encontrarte a mi lado.
—No se puede tener todo lo que se quiere —repuso ella, sonriendo.
El transbordador siguió su trayecto, aguas arriba en el Bósforo, deteniéndose a
menudo en pequeños embarcaderos de madera que eran como paradas de autobús
acuáticas. El barco se desviaba hacia tierra, se detenía entre abundante espuma y
ruidosamente al invertirse el giro de las hélices, unos pasajeros desembarcaban
presurosos, con sus bolsas y maletas, otros pasajeros subían a bordo, sonaba una
campana y, en lo que parecía ser cuestión de segundos, volvían a zarpar.
Gradualmente, las casas de la orilla adquirían un aspecto menos antiguo y, a medida
que avanzaban, el paisaje del fondo se tornaba más boscoso. En una de las paradas,
que tenía todo el aspecto relajante de un lugar de veraneo junto al mar, Joy le hizo
desembarcar y tomaron un taxi hasta el apartamento de ella, situado en una carretera
que ascendía, tortuosa, entre jardines cercados y mezclados con parras florecientes.
Se oyeron chillidos y llantos infantiles desde las ventanas mientras Philip pagaba al
taxista el precio de la carrera, que Joy había regateado ya al comenzar el trayecto («Si
no consigues que te rebajen al menos la mitad, te han timado», le había advertido).
—Los niños se han sorprendido al verme regresar tan pronto —dijo.
—¿Qué les dirás?
—Que mis reuniones fueron canceladas, o algo por el estilo.
Los niños ya bajaban corriendo los escalones del jardín para salir al encuentro de
su madre, seguidos por una muchacha regordeta y sonriente, con unos ojillos negros
plantados en una cara redonda y morena como pasas en una torta.
—¡Tened cuidado! —gritó—. ¡Gerard! ¡Miranda! No tan deprisa.
Philip reconoció a Gerard, que le sometió al mismo escrutinio ligeramente hostil
que él tan bien recordaba desde Génova. Miranda, que aparentaba unos tres años,
sonrió con dulzura cuando fue presentada.
—¿Traes regalos para nosotros, mamá? —preguntó Gerard.
Joy se mostró abatida.
—Es que no he tenido tiempo… ¡He tenido que volver tan inesperadamente!
—Yo sí tengo algo —anunció Philip—. ¿Os gustan las delicias turcas? —Abrió
su cartera y sacó de ella una caja de carbón llena de delicias de rosa y de almendra—.
Esto es de Ankara; me dijeron que era lo mejor que podía encontrarse.

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—¿Seguro que no querías regalarlas a alguna otra persona? —quiso saber Joy.
—Claro que no —contestó Philip, que las había comprado para Hilary—. Y de
todos modos, siempre puedo comprar más aquí.
—Solo una para cada uno, entonces —ordenó Joy—. Dad la caja a Selina y dadle
las gracias al profesor Swallow.
—Prefiero que me llamen Philip —rogó este.
—Gracias —dijo Gerard, algo huraño y con la boca llena de delicia turca.
—Gracias, Flip —dijo a su vez Miranda.
—Anda, enséñale el camino a Philip, Miranda —decidió Joy.
La niña metió su pegajosa mano en la de Philip y le llevó a los empinados
escalones que conducían a la casa. Se sentía extrañamente atraído por aquella niña,
con sus ojos confiados y su sonrisa siempre a punto. Más tarde, al sentarse con Joy en
el balcón de su apartamento de la primera planta, vio a Miranda jugar con sus
muñecas en el jardín, debajo de ellos. Tomaban café (un placer tan raro en Turquía
que casi parecía un espejismo) y Joy le explicaba en forma condensada la historia
reciente de su vida.
—Claro que me hubiera podido quedar en Inglaterra y vivir con mi pensión de
viudez, pero pensé sería demasiado aburrido y persuadí al Council para que me dejara
prepararme como bibliotecaria y me diese un empleo. No parecían muy
predispuestos, pero yo pude ejercer sobre ellos una cierta presión moral. Y, por otra
parte, soy una buena bibliotecaria.
—Estoy seguro de ello —dijo Philip distraídamente, mirando hacia el jardín.
Miranda había sentado a sus muñecas formando un semicírculo y les hablaba muy
seria—. ¿Qué les estará diciendo Miranda a sus muñecas?
—Probablemente les habla de ti —contestó Joy—. Ha quedado muy
impresionada con tu barba.
—¿De veras? —Philip se echó a reír y se acarició ligeramente la barba. Sentíase
ridículamente complacido—. Es una niña de lo más atractiva, ¿verdad? Me recuerda
a alguien, pero no acierto a pensar en quién.
—¿No?
Joy le dirigió una mirada de extrañeza.
—Bien, no es a ti…
—No, no es a mí.
—Debe de ser a tu esposo, supongo, aunque no le recuerdo muy bien.
—No, no se parece a John.
—¿A quién, pues?
—A ti —dijo Joy—. Se parece a ti.

Cuatro días más tarde, contemplando los nevados Alpes desde la ventanilla de un
Boeing 727 de las Líneas Aéreas Turcas, Philip todavía sentía escalofríos al recordar

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aquel momento extraordinario, cuando captó todo el significado de aquel «Se parece
a tí» de Joy y comprendió que la niña que jugaba en el jardín debajo de él, frágil
conjunto de piernas y brazos morenos, cabellos rubios y vestido de algodón blanco,
poco mayor que las muñecas con las que se entretenía, era de su mismísima sangre,
que durante los tres últimos años, sin que él lo supiera, había existido aquel pequeño
fragmento de carne, orbitando la vida consciente de él en silencio y oscuridad, como
una estrella no descubierta.
—¿Cómo? —había exclamado—. ¿Quieres decir que Miranda es mi…
nuestra…? ¿Estás segura?
—Segura no, pero debes admitir que el parecido es notable.
—Pero, pero… —buscó palabras y quiso recuperar el aliento—. Pero tú me
dijiste aquella noche que estabas…, bueno, que no había inconveniente.
—Mentí. No tomaba la píldora, pues John y yo tratábamos de concebir otra vez.
Temí que si te lo decía, se rompiera el hechizo y tú pudieras echarte atrás. ¿No fue un
tanto malicioso por mi parte?
—No, fue adorable por tu parte, fue maravilloso, pero ¿por qué no me lo dijiste,
mujer?
—Al principio, yo no sabía si estaba embarazada de ti o de John. El susto del
accidente aéreo adelantó el nacimiento y, apenas vi los ojos de Miranda, comprendí
que era hija tuya. Pero ¿de qué hubiera servido decírtelo?
—Hubiera podido divorciarme de Hilary para casarme contigo.
—Precisamente. Ya te he dicho esta mañana que yo no quería tal cosa.
—De todos modos, pienso hacerlo ahora —dijo Philip.
Durante unos momentos, Joy no dijo nada. Después, sin mirarle a él y pintando
aros en la superficie de plástico de la mesa, tras haber mojado el dedo en un charco
de café derramado, dijo:
—Cuando me enteré de que venías a Turquía, decidí evitar todo encuentro
contigo, porque temía que terminaría así. Me las arreglé para ir a Ankara
precisamente los días en que tú te encontrases en Estambul. Alex Custer llevaba
algún tiempo pidiéndome que me reuniera con la gente de allí para discutir nuestras
políticas. Conseguí tu programa y lo organicé todo de manera que yo llegase a
Ankara precisamente cuando te marcharas tú. Pero cometí un error de cálculo de unas
pocas horas. Cuando llegué a casa de los Custer, me dijeron que tú irías aquella
misma noche.
—Fue el destino —dijo Philip.
—Sí, también yo llegué a esa conclusión —reconoció Joy—. Y por esto me reuní
contigo en el tren.
—Y llegaste por los pelos —observó Philip.
—Quería dar al destino una oportunidad por si quería repensarlo —dijo Joy.

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Nubes bajas cubrían el sur de Inglaterra. Al penetrar en ellas el avión, el sol
desapareció como una luz que se apagara, y debajo de las nubes estaba lloviendo. La
humedad rezumó en las ventanillas del avión al carretear este por la mojada pista de
Heathrow. Mientras esperaba en la sofocante y húmeda sala de recepción de
equipajes, Philip se sintió extenuado y empequeñecido al extinguirse en él la
intensidad de los últimos días. Se hundió en una butaca, dejó que descendieran sus
párpados y proyectó en su superficie interior una película hogareña de Estambul, con
sus imágenes, ruidos y olores: iglesias y minaretes, agua y cielo, las hectáreas de
alfombra ligeramente húmeda bajo sus pies solo cubiertos por calcetines mientras
contemplaban la cúpula de la Mezquita Azul sobre ellos, los vidrios de color
centelleando como gemas en el Harén de Palacio; las escaleras de la Universidad de
Estambul, semejantes a las de una cárcel y con un soldado armado en cada rellano;
los caminos laberínticos del gran bazar cubierto; el restaurante junto al agua, donde la
ola producida por un buque de paso irrumpió de pronto a través de una ventana baja y
caló hasta los huesos a los comensales de toda una mesa; el hotel donde él y Joy
hacían el amor por las tardes mientras pasaban ante las ventanas enormes buques
cisterna rusos, tan cercanos que momentáneamente bloqueaban la luz que se filtraba a
través de las persianas. Cuando el sol incidía de lleno en la ventana, él inclinaba las
persianas de modo que cruzaran el cuerpo de Joy franjas de luz incandescente, dando
un tono llameante a su rubio vello púbico. Él lo llamaba el vellocino de oro,
recordando que el Helesponto no quedaba muy lejos. Al besarla allí, con su barba
cepillando el vientre de ella, hizo una broma sarcástica sobre la plata entre el oro,
consciente del contraste entre el cuerpo de ella, bello y todavía juvenil, con el suyo,
magro y propio de una edad provecta, pero ella le acarició la cabeza para
tranquilizarle.
—Haces que me sienta deseable, y esto es lo que importa. —Él la hozó, inhalando
olores de playa y de rocas marinas; la piel del interior de sus muslos era tan tierna
como setas peladas, y sabía a limpio y a salado, como un molusco del mar—. Ah —
gimió ella—, eso es divino.
Philip abrió los ojos y descubrió a su maleta emprendiendo un solitario viaje en el
carrusel. La rescató y, un tanto incomodado por la excitación sexual que le habían
producido sus ensueños, se encaminó hacia la Terminal Uno para tomar el avión que
había de llevarle a Rummidge.

Arriba de nuevo, en pleno sol por breve tiempo, en un ruidoso Fokker Friendship, y
después abajo otra vez a través de las grises nubes hasta llegar a los campos
empapados y las relucientes carreteras que circundaban al aeropuerto de Rummidge.
Le sorprendió y desconcertó que Hilary fuese a recibirle. Generalmente, él tomaba un

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taxi hasta su casa, y había contado con la soledad, durante esta última fase de su
viaje, para ensayar lo que iba a decirle a su mujer. Pero ahí estaba ella, con su viejo
impermeable amarillento, saludando con la mano desde la terraza del edificio de la
terminal, mientras él y los demás pasajeros bajaban desde el avión y se abrían camino
entre los charcos de aceite en la pista.
Dentro de la terminal, Hilary corrió hacia él y le besó entusiásticamente.
—¿Cómo estás, cariño? Me alegra verte de nuevo, sano y salvo. Han ocurrido
cosas muy excitantes… ¿has visto la reseña?
—No. ¿Qué reseña?
—En el TLS. Rudyard Parkinson ha hablado de tu libro sobre Hazlitt en los
términos más halagüeños. Casi dos páginas.
—¡Válgame el cielo! —exclamó Philip, enrojeciendo de placer—. Esto debe de
ser la influencia de Morris. Tendré que escribirle para darle las gracias.
—Pues yo no lo creo así, cariño —dijo Hilary—, porque Parkinson se muestra
más que duro con el libro de Morris en la misma reseña. Hace un paralelo entre los
dos.
—¡Vaya! —dijo Philip, sintiendo un innoble espasmo de Schadenfreude al oír
esta noticia.
—Y el Sunday Times y el Observer han pedido una fotografía tuya, y Félix
Skinner —que también anda muy excitado con todo esto— dice que esto significa
que también quieren hacer sus reseñas. Todo lo que pude encontrar fue una vieja foto
tuya en la playa, en shorts, pero espero que solo aprovechen la cabeza.
—¡Señor! —murmuró Philip.
—Y tengo que decirte algo más. Es sobre mí.
—¿Qué?
—Primero, déjame ir a buscar el coche, mientras tú esperas tu equipaje.
—Yo también tengo que decirte algo.
—Espera hasta que vuelva con el coche.
Cuando llevó el coche a la entrada del terminal, Hilary se ofreció para instalarse
en el asiento del pasajero, pero Philip le dijo que no valía la pena. Ella conducía con
cierta violencia, acelerando lo suyo el motor entre cambios de marcha, y arrancando
bruscamente en los semáforos. Al desfilar ante las ventanillas las familiares calles
suburbanas, ella le explicó su gran noticia.
—He encontrado un empleo, cariño. Bueno, no se trata exactamente de un
empleo, pero es algo que realmente quiero hacer, algo de veras interesante. Ya he
tenido una entrevista preliminar y estoy segura de que me aceptarán en período de
formación.
—¿De qué se trata, pues? —preguntó Philip.
Hilary se volvió hacia él con una sonrisa radiante.
—Consejera matrimonial —dijo—. No sé por qué no pensé antes en ello.
Centró de nuevo su atención en la carretera, lo que no estuvo de más.

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—Comprendo —dijo Philip—. Debe de ser muy interesante.
—Absolutamente fascinante. Ya me muero de ganas de empezar el aprendizaje.
—Volvió a mirarle—. No pareces muy entusiasmado.
—Ha sido una sorpresa —alegó Philip—. No estaba preparado para ella. Estoy
seguro de que valdrás mucho para ese trabajo.
—Verás —dijo Hilary—, creo saber algo referente al tema. Quiero decir que
nosotros hemos tenido nuestros más y nuestros menos, pero después de todos esos
años seguimos juntos, ¿no?
—Sí —dijo Philip—. Así es.
Miraba a través de la ventanilla del coche los nombres de las tiendas: Sketchleys,
Rumbelows, Radio Rentáis, Woolworths. Escaparates atiborrados de refrigeradores,
columnas musicales, televisores.
—¿Y qué es lo que tenías que decirme tú? —quiso saber Hilary.
—Oh, nada —repuso Philip—. Nada importante.

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CUARTA PARTE

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I

¡uuuuiiiiiiiiIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIII!
Para ciertas personas, no hay en toda la tierra ruido tan excitante como el que
producen tres o cuatro grandes motores de reacción al elevar su tono, mientras el
avión en el que ellas viajan gira al final de la pista y, pugnando con sus frenos, se
dispone a despegar. El propio peligro de la situación es inseparable del efecto
estimulante que produce. Uno se encuentra atado a su asiento, sin retirada posible,
entregado en manos de la moderna tecnología. Es mejor, pues, arrellanarse y disfrutar
del momento. ¡uuuuiiiiiiii! Y allá vamos, con la aceleración como un puñetazo en la
rabadilla, atisbando la hierba a través de la ventana, una hierba que se queda atrás
como una visión borrosa, y que después desaparece repentinamente de la vista al
elevarnos hacia el cielo. El avión vira para ofrecernos un postrer vistazo de nuestro
suelo, llano y banal, antes de irrumpir a través de la cubierta de nubes y sumirnos en
la luz solar, el rótulo de prohibido fumar desaparece con un chasquido, y un leve
tintineo de botellas en la cocina augura el servicio de cócteles. ¡uuuuiiiiiiii! ¡Ya
venimos, Europa! O Asia, o América, o donde sea. Es el mes de junio y la temporada
de congresos está en pleno auge. En Oxford y Rummidge, desde luego, los
estudiantes siguen sentados ante sus pupitres en las aulas de examen, como presos en
los banquillos, pero sus profesores pueden largarse unos pocos días antes de las
calificaciones de las pruebas escritas, mientras que en Norteamérica el segundo
semestre del año académico ha terminado ya, las pruebas han sido corregidas, se han
distribuido las notas y el profesorado queda en libertad para cobrar sus ayudas de
viaje y dirigirse hacia el este, el oeste, o allí adonde les lleve su capricho.
¡uuuuiiiiiiii!
Todo el mundo académico parece estar de viaje. Hoy en día, la mitad de los
pasajeros en los vuelos transatlánticos son profesores universitarios. Su equipaje pesa
más que el promedio, sobrecargado como está con libros y papeles, y también es más
voluminoso, puesto que sus ropas deben abarcar tanto lo más formal como lo propio
de tiempos de ocio, unas ropas para asistir a las conferencias y otras para ir a la playa,
o al museo, o al Schloss, o al Duomo, o al Folk Village. Pues este es el atractivo del
circuito de congresos, una manera de convertir el trabajo en juego, de combinar el
profesionalismo con el turismo, y todo ello a expensas de otros. ¡Escriba una
comunicación y vea mundo! Soy Jane Austen… ¡hágame volar! O Shakespeare, o T.
S. Eliot, o Hazlitt. Billetes para el viaje todos ellos, para viajar en los reactores
Jumbo. ¡uuuuiiiiiiii!
Llena el aire la charla de esos eruditos errantes, con sus preguntas, sus quejas, sus
recomendaciones y sus anécdotas. ¿Con qué compañía de aviación vuela? ¿Cuántas
estrellas tiene el hotel? ¿Por qué la sala de conferencias no tiene aire acondicionado?
No coma ensalada aquí, pues cultivan las lechugas con excrementos humanos. La

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Laker es barata, pero su terminal en LA es lamentable. La Swissair da una comida
excelente. La Cathay Pacific ofrece bebidas gratis en clase económica. En la Pan Am
no se respetan los horarios, aunque en esto se lleva la palma la Jugoslavian Airlines
(sus siglas JAT significan «jamás aterrizamos a tiempo»). La Quantas goza de la
mejor estadística de seguridad entre las líneas aéreas internacionales, y Colombia
tiene la peor, ya que un vuelo de cada tres no llega a su destino (de acuerdo, hay en
ello una cierta exageración). En cada vuelo de la El Al hay tres hombres del servicio
secreto con pistolas ocultas en sus carteras, entrenados para abatir secuestradores al
primer balazo; cuando saque algo del bolsillo interior de su chaqueta, hágalo
lentamente y sonría. ¿Sabía el del irlandés que trató de secuestrar un avión y dirigirlo
a Dublín? Ya iba allí. ¡uuuuiiiiiiii!
Los secuestros no son sino uno más de los riesgos del viaje moderno. Cada
verano hay alguna clase de disrupción en las líneas aéreas internacionales: una huelga
de los controladores aéreos franceses, una huelga de brazos caídos por parte de los
mozos de equipaje británicos, o una guerra en Oriente Medio. Este año es la
paralización en todo el mundo de los DC-10, después de un accidente en el
aeropuerto O’Hare, en Chicago, el 25 de mayo, en el que uno de estos aviones perdió
un motor en el despegue y se estrelló, matando a todos los que iban a bordo. La
última palabra que se le oyó al comandante fue: «Mierda». Utilizan interjecciones
más vigorosas los viajeros que bregan en los mostradores de las agencias de viajes
para transferir sus billetes a compañías de aviación que empleen aparatos Boeing 747
y Lockheed Tristar, o que se ven obligados a aceptar una plaza en un lento y
anticuado DC-8 sin cine y con los inodoros bloqueados, que vuela a Europa vía
Terranova y Reykjavik. Muchos protagonistas de las conferencias llegan este verano
a sus puntos de destino más cansados, deshidratados y aturrullados que nunca; el
descenso final del rugido de los motores —¡uuuuiiiiiiii!—, al cortarse finalmente su
ignición, es una dulce música en sus oídos, pero no por ello mengua su parloteo ni
dejan de ser insaciables sus peticiones de información.
—¿Cuánto se debe dar de propina? ¿Cuál es el mejor medio para ir al centro de la
ciudad desde el aeropuerto? ¿Entiende usted el menú? Dé un diez por ciento de
propina al taxista de Bangladesh, y un cinco por ciento en Italia; en México no es
necesaria, y en Japón el taxista se sentiría lo que se dice insultado si se la ofreciera. El
aeropuerto de Narita se encuentra a cuarenta kilómetros del centro de Tokio. Hay un
tren eléctrico rápido, pero termina antes de llegar al centro, por lo que es mejor tomar
el microbús. En griego, la parada de autobús se llamastasis. En polaco, los huevos
revueltos se llaman jajecznice, pronunciado «yaiyechnietse», lo cual es una especie
de onomatopeya, si uno consigue articularlo. En Israel, los huevos del desayuno se
sirven poco cocidos y fríos: yuk. En Corea comen sopa para desayunar. También para
almorzar y cenar. En Noruega cenan a las cuatro de la tarde, y en España a las diez de
la noche. En Tokio, los clubs nocturnos cierran a las once y media de la noche, hora
en la que los de Berlín apenas empiezan a abrir.

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¡Oh, la pasmosa variedad de langue y parole, de comidas y costumbres, en los
países del mundo! Pero igualmente pasmoso es constatar cómo llega a superar estas
diferencias un interés académico compartido. En todo el mundo, en hoteles,
residencias universitarias y centros de conferencias, en cháteaux y villas y mansiones
rurales, en capitales y en poblaciones turísticas, junto a lagos, entre montañas y en las
orillas de los mares fríos o cálidos, personas de todos los colores y nacionalidades se
reúnen para hablar de las novelas de Thomas Hardy, o de las obras teatrales
problemáticas de Shakespeare, o del relato posmodernista, o de la poética del
imaginismo.
Se celebran al mismo tiempo congresos sobre las chansons medievales francesas,
el drama poético español del siglo XVI, el movimiento alemán Sturm und Drang y las
canciones populares serbias; hay simposios sobre las dinastías de la antigua Creta, la
historia social de las Highlands escocesas, la política exterior de Bismarck, la
sociología del deporte y la controversia económica acerca del monetarismo, y hay
congresos sobre la física de las bajas temperaturas, la microbiología, la patología oral,
los quasars y la teoría catastrofista. A veces, cuando dos congresos comparten el
mismo alojamiento ocurren confusiones; se sabe de un bibliógrafo especializado en
historia de la puntuación que asistió a los primeros minutos de una disertación médica
sobre «Diferentes clases de coma», antes de comprender su error.
Sin embargo, en su conjunto los grupos por temas académicos son entidades bien
definidas y exclusivas. Cada uno posee su propia jerga, su orden jerárquico, su
boletín informativo y su asociación profesional. Probablemente, sus miembros solo se
reúnen una vez al año… con ocasión de un congreso, y entonces se multiplican los
«hola», los «cómo estás» y los «a qué te dedicas ahora», en las libaciones y comidas,
y entre las disertaciones. Tomemos una copa, cenemos juntos, desayunemos los dos.
Es esta clase de contacto, desde luego, la verdadera raison d’étre de un congreso, y
no el programa de comunicaciones y conferencias que ostensiblemente ha
congregado a los participantes, pero que la mayoría de estos juzgan intolerablemente
aburrido.
Cada tema, y cada simposio dedicado al mismo, es un mundo en sí mismo, pero
estos mundos se apiñan en galaxias, de modo que un viajero adepto en el espacio
intelectual (como Morris Zapp, por ejemplo) puede saltar de uno a otro y aparecer en
Amsterdam como un semiólogo, en Zurich como un joyceano y en Viena como un
narratólogo. Tener como habla nativa el inglés ayuda, desde luego, ya que el inglés se
ha convertido en el lenguaje internacional de la teoría literaria, y la teoría es lo que
une a todos estos congresos y muchos otros. Este verano, el tema que está en labios
de todos, en cada congreso al que asiste Morris, es la cátedra de Crítica Literaria de la
UNESCO, y quién se hará con ella. ¿Qué clase de teoría será la favorecida: la
formalista, la estructuralista, la marxista o la deconstruccionista? ¿O recaerá en algún
humanista liberal sentimentalmente ecléctico, o incluso en un antiteoricista como
Philip Swallow?

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—¿Philip Swallow? —le pregunta Sy Gootblatt, incrédulamente, a Morris Zapp.
Es el 15 de junio, víspera de Bloomsday, mediado ya el Simposio Internacional
James Joyce en Zurich, y ambos se encuentran ante la barra del atestado James Joyce
Pub, en la Pelikanstrasse. Es un auténtico pub dublinés, maravillosamente bien
conservado, todo él caoba oscura, felpa roja y adornos de latón, rescatado de su
demolición a manos de urbanizadores irlandeses, transportado en partes numeradas a
Suiza y amorosamente reconstruido en la ciudad donde el autor de Ulises permaneció
durante la primera guerra mundial, y en la que murió en el curso de la segunda. Su
ambiente es totalmente genuino, aparte la higiénica pulcritud de todo, especialmente
los lavabos del sótano, donde cualquiera hubiera podido, de sentir esta inclinación,
comer sobre el piso de azulejos, a diferencia de los fétidos y resbaladizos antros que
se encuentran en la base de tales escaleras en Dublín.
—¿Philip Swallow? —repite Sy Gootblatt—. Tú bromeas.
Sy es un viejo amigo de Morris en Euphoric State, lugar que abandonó hace cinco
años para trasladarse a Penn, cambiando al mismo tiempo sus intereses escolásticos
para pasar de Hooker al campo más sólido de la teoría literaria. Esbelto y moreno, es
un hombre bien parecido, incluso algo dandy, pero es bastante bajo y continuamente
se empina sobre las puntas de los pies, como para ver lo que valga la pena ser visto en
la atestada sala.
—Ojalá bromeara —responde Morris—, pero alguien me envió el otro día un
recorte de un periódico londinense, según el cual se le va a citar como candidato para
el cargo.
—¿Y cuáles son sus probabilidades… una contra nueve millones? —dice Sy, que
recuerda a Philip Swallow sobre todo como el autor de un juego de salón llamado
Humillación, con el que arruinó, hace muchos años, una de las cenas ofrecidas por él
y Bella—. ¿Verdad que no ha publicado hada que valga la pena?
—Está teniendo un éxito enorme con un libro totalmente obtuso sobre Hazlitt —
explica Morris—. Rudyard Parkinson le dedicó una reseña entusiástica en el TLS. En
este momento, los británicos se dejan llevar por esa gran tendencia a la antiteoría, y el
libro de Philip les ha hecho tumbarse de espalda y agitar las patas en el aire.
—Pero a mí me han dicho que Arthur Kingfisher aconseja a la UNESCO en este
nombramiento —arguye Sy Gootblatt—, y no creo que él vaya a recomendar que
nombren a alguien hostil a la teoría, ¿no te parece?
—Eso es lo que yo digo —asiente Morris—, pero esos carcamales hacen cosas
raras. A Kingfisher no le agrada pensar que haya ahora alguien tan bueno como él lo
fue en sus años mozos, y es posible que aliente el nombramiento de un papanatas
como Philip Swallow, solo para demostrarlo.
Sy Gootblatt apura su vaso de Guinness y hace una mueca.
—¡Uf, odio este mejunje! —se queja—. ¿Vamos a otro lugar? He descubierto un
bar al otro lado del río, donde venden Budweiser.
Guardándose en los bolsillos, como recuerdo, sus posavasos del James Joyce Pub,

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se encaminan hacia la puerta, proceso que requiere su tiempo, ya que cada unos
pocos pasos el uno o el otro tropiezan con algún conocido. ¡Morris! ¡Sy! ¡Qué alegría
verte! ¿Cómo está Bella? ¿Cómo está Désirée? Vaya, no lo sabía. ¿En qué estás
trabajando últimamente? Cualquier día tenemos que tomar una copa, tenemos que
cenar, tenemos que desayunar juntos. Finalmente, salen a la acera. Hace una tarde
agradable. No hay mucha gente en las calles, pero estas tienen un aspecto tranquilo y
sedante. Los escaparates están brillantemente iluminados, llenos de artículos de lujo
para tentar a los ricos ciudadanos de Zurich. El escaparate de la Swissair ofrece un
decorado coquetón a base de rechonchos avioncitos confeccionados con flores
blancas y colgados de alambres, en forma de móvil. Recuerdan a Morris unas coronas
funerarias caprichosas.
—Un buen nombre para el DC-10 —observa—. La Corona Volante.
Este humor negro refleja su sombrío talante. Últimamente, las cosas no le han
sido propicias a Morris. Hubo primero el ataque de Rudyard Parkinson contra su libro
en el TLS, y después su conferencia en Amsterdam no fue ni mucho menos un éxito.
Un grupo de feministas, tal vez alquiladas por su ex esposa —no le sorprendería que
fuera así—, le interrumpieron cuando expuso su analogía entre interpretación y
striptease, gritando «¡Los coños son bonitos!» al leer él aquello de «al mirar por ese
orificio constatamos que hemos rebasado en cierto modo el objetivo de nuestra
búsqueda». El joven McGarrigle, en el que tal vez hubiera buscado un cierto apoyo, o
al menos un poco de compasión en esa crisis, había desaparecido inexplicablemente
de Amsterdam, sin dejar ningún mensaje. Y después hubo aquella noticia según la
cual se estaba considerando a Philip Swallow para la cátedra de la UNESCO, una
idea absurda pero que, vista en caracteres impresos, adquiría de algún modo una
inquietante plausibilidad.
—¿Quién te envió el recorte? —pregunta Sy.
Morris no lo sabe. De hecho, fue Howard Ringbaum, que encontró el suelto en el
Sunday Timesde Londres y lo envió anónimamente a Morris Zapp, suponiendo
acertadamente que le causaría dolor y ansiedad. Pero ¿quién inspiró la mención del
nombre de Philip Swallow en el periódico? Pocos saben que fue Jacques Textel, que
había recibido de Rudyard Parkinson una copia de su reseña, «La escuela inglesa de
crítica», junto con una aduladora carta de acompañamiento, que Textel, irritado por la
pomposa complacencia de Parkinson en Vancouver, optó por malinterpretar como si
expresara un interés de Parkinson en promover la candidatura de Philip Swallow para
la cátedra de la UNESCO, con preferencia a la suya propia. Fue Textel quien confió
el nombre de Philip a su yerno británico, periodista del Sunday Times, mientras
almorzaban en el espléndido restaurante de seis pisos en la Place Fontenoy, y el
yerno, al que se le había encargado escribir un artículo especial sobre «El
renacimiento de la universidad de nuevo cuño» y que andaba muy escaso de datos
sobre este tema, había dedicado todo un párrafo de su artículo al profesor de
Rummidge cuyo reciente libro había causado tanta conmoción y cuyo nombre era

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mencionado en conexión con la últimamente anunciada cátedra de Crítica Literaria de
la UNESCO…, haciendo que Rudyard Parkinson se atragantara con su kedgeree
cuando abrió aquel número del Sunday Times en el salón de desayunos del
profesorado en All Saints.
Morris y Sy atraviesan a pie el puente sobre el Limmat. El bar descubierto por Sy
a la hora del almuerzo resulta estar situado en medio del barrio de las prostitutas
cuando es de noche. Hay prostitutas licenciadas en las esquinas de las calles, una por
esquina, a la metódica manera suiza. Cada una va vestida y maquillada de modo casi
teatral, a fin de satisfacer diferentes gustos. Aquí hay la clásica puta, con una corta
falda roja, medias de malla negra y tacones altos; allí, una rolliza muchacha tirolesa,
con falda de paño y corpiño bordado; más allá, un modelo extraño, con un traje de
cuero ajustadísimo. Todas ellas parecen impecablemente limpias y relucientes, como
los inodoros del James Joyce Pub. Sy Gootblatt, cuya esposa Bella está visitando a su
madre en Maine, ojea a estas mujeres con disimulada curiosidad.
—¿Cuánto crees que cobran? —murmura, dirigiéndose a Morris.
—¿Te has vuelto loco? Nadie paga por echar un polvo en un congreso.
Morris tiene razón. No es sorprendente, bien mirado: hombres y mujeres con
intereses en común —más de los que la mayoría tienen con sus cónyuges—,
mezclados en ambientes exóticos, lejos de sus casas. Durante una o dos semanas se
sacuden de encima el collar de la domesticidad, viviendo una existencia de total
independencia, dejando caer las toallas en el suelo del baño para que las recoja la
camarera del hotel, comiendo en restaurantes, bebiendo en cafés al aire libre hasta
muy tarde las noches de verano, inhalando los aromas del café, los cigarrillos
Caporal, el coñac y las buganvillas. Están cansados, sobreexcitados, algo bebidos,
poco dispuestos a levantar la sesión y retirarse a dormir un sueño solitario. Después
de toda una vida reprimiendo y sublimando la libido en aras del trabajo intelectual,
parecen haber tropezado con aquel paraíso entrevisto por el poeta Yeats:
El trabajo florece o danza allí donde
El cuerpo no se lastima para complacer el alma,
Ni la belleza nace de su propia desesperación,
Ni la legañosa sabiduría del aceite de medianoche[20].

El alma se complace en el teatro de las conferencias y la sala de seminario, y el


cuerpo en restaurantes y locales nocturnos. Al parecer, no es necesario que haya un
conflicto de intereses. Se puede seguir hablando del trabajo, ya sea fonética,
deconstrucción, elegía pastoral o rítmica elástica, mientras se come, se bebe, se baila
o incluso se nada. Los académicos hacen cosas extraordinarias bajo el impacto de
este descubrimiento, cosas a las que sus cónyuges y sus colegas en su país no darían
crédito: pasar toda la noche en una discoteca, cantar hasta enronquecer en cervecerías
subterráneas, bailar sobre mesas de café con flores entre los dientes, bañarse
desnudos a medianoche, visitar parques de atracciones y subirse a las montañas rusas,
chillando y agarrándose unos a otros al descender por los relucientes raíles,

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¡uuuuiiiiiiii! No es extraño que tan a menudo acaben unos y otras en lecho ajeno.
Están recuperando la juventud que creyeron haber sacrificado en aras de aprender, se
están demostrando que después de todo no son unos polvorientos empollones, sino
unos seres vivientes que respiran y palpitan, con carne y sangre calientes, que se
mueven, segregan y vibran al contacto de su amante. Después, de nuevo en sus casas
y cuando amigos y familiares les preguntan si les ha gustado el congreso, dicen, oh,
sí, pero no tanto por las comunicaciones, que fueron muy aburridas, como por los
contactos informales que cada uno establece en tales ocasiones.
Desde luego, estos asuntos amorosos en los congresos no carecen de incidentales
situaciones embarazosas. Cabe, por ejemplo, sentir una atracción sexual por alguien
cuya labor de erudición desaprobemos. En el congreso de Viena sobre narrativa, unas
semanas después del Simposio James Joyce en Zurich, Fulvia Morgana y Sy
Gootblatt forman parte de un mismo grupo reunido una noche en una bodega de la
Michaelerplatz, y los ojos de ambos se encuentran con creciente frecuencia a través
de la desgastada y manchada mesa sobre caballetes, mientras fluye el vino blanco.
Aprovechando una oportunidad conveniente, Sy se desliza en el banco al lado de
Fulvia y se presenta. Dado el barullo reinante en la abarrotada bodega, solo capta el
nombre de pila de ella, pero es todo lo que necesita. Su amistad madura con rapidez.
Fulvia se hospeda en el Bristol y Sy en el Kaeserin Elisabeth, y puesto que el Bristol
es el que tiene más estrellas, pasan juntos la noche en él. Hasta la mañana siguiente,
tras una noche extenuante que hizo pensar a Sy con nostalgia en las prostitutas de
Zurich (con ellas, al menos, era de suponer que uno podía dirigir los juegos), no se
entera Sy del apellido de Fulvia y la identifica como la delirante postestructuralista
marxista, cuyo ensayo sobre la novela de conciencia como instrumento de la
hegemonía burguesa (al oprimir a las clases trabajadoras con libros que estas no
podían comprender) él ha triturado en una reseña destinada a aparecer en el próximo
número de Novel. Sy se pasa el resto del congreso escoltando mansamente a Fulvia
por el Ring, metiéndose en algún café cada vez que ve a algún conocido, y asintiendo
solemnemente ante Fulvia mientras ella diserta acerca de la necesidad de la
revolución con la boca llena de Sachertorte.
En Heidelberg, Désirée Zapp y Ronald Frobisher se encuentran con el adulterio
virtualmente servido en bandeja, debido a la dinámica social de las conferencias
sobre Rezeptionsästhetik. Son los dos únicos escritores creativos presentes y
constantemente se encuentran juntos, en parte por mutua opción, puesto que ambos se
sienten intimidados por la jerga crítica literaria de sus anfitriones, que los dos juzgan
que es probablemente una tontería pero sin poder estar seguros del todo ya que no la
entienden debidamente, y por otra parte difícilmente pueden manifestarlo ante
quienes les pagan los gastos, por lo cual les representa un alivio poder comentarlo
entre ellos; y en parte porque los académicos, privadamente aburridos y
decepcionados por las contribuciones de Désirée Zapp y Ronald Frobisher al
congreso, les dejan cada vez más a solas para que se entretengan mutuamente.

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Siegfried von Turpitz, que les invitó a ambos y del que tal vez cabía esperar que se
ocupara de ellos, pronto decidió que el congreso era un fracaso y al cabo de un par de
días descubrió que tenía asuntos urgentes en otra ciudad europea. Por lo tanto,
Désirée y Ronald se encuentran con frecuencia juntos y solos, caminando y hablando,
caminando a lo largo del Philosophenweg junto al Neckar o paseando a través de los
jardines y ante las almenas del castillo en ruinas, y hablando, tal como los escritores
profesionales se hablan entre sí, de dinero, de editores y agentes, de ventas y derechos
subsidiarios, y de encontrarse bloqueados. Y aunque no irresistiblemente atraídos
entre sí, tampoco hay exactamente una falta de atracción y ninguno de los dos desea
aparecer ante los ojos del otro como tímidamente amedrentado por la aventura sexual.
Cada uno ha leído la obra del otro antes de conocerse en el congreso y cada uno se ha
sentido impresionado por las vigorosas y vividas descripciones de lides sexuales
presentes en esos textos, y por su común suposición de que todo encuentro entre un
hombre y una mujer que no se repelan positivamente entre sí terminará, más tarde o
más temprano, en la cama. En otras palabras, cada uno ha atribuido al otro un grado
de apetito libidinoso y de experiencia que de hecho ha sido considerablemente
exagerado, y ese mutuo error les impulsa cada vez más cerca de la intimidad, hasta
que una cálida noche, algo achispados después de una buena cena en el Weinstube
Shloss Heidelberg, con su terraza dentro del patio de armas del iluminado castillo,
mientras descienden los dos por el camino empedrado hacia los tejados barrocos del
casco antiguo, Ronald Frobisher se detiene a la sombra de un muro antiguo, estrecha
a Désirée entre sus brazos y la besa.
Y entonces, claro está, es forzoso que se acuesten juntos. Ambos conocen la
conclusión inevitable de una secuencia narrativa que comienza así, y soslayarla
implicaría frigidez o impotencia. Hay una sola consideración que enfría el ardor de
Ronald Frobisher mientras yace desnudo bajo las sábanas de la cama, en el hotel de
Désirée, y espera que esta salga del cuarto de baño, y no es lealtad respecto a Irma
(Irma abandonó las prácticas sexuales hace años, después de su histerectomía, y ha
manifestado que no tiene inconveniente en que Ronald se busque en otra parte la
satisfacción carnal, siempre y cuando no sea nada profundamente emocional, y ella y
sus amistades nunca lleguen a enterarse). Sin saberlo Ronald, un pensamiento
idéntico está torturando a Désirée mientras esta se desviste en el baño, efectúa sus
abluciones y se coloca el diafragma (tiene objeciones ideológicas y médicas contra la
píldora). Al meterse en la cama junto a Ronald, en la oscurecida habitación, no se
vuelve inmediatamente hacia él, ni él hacia ella. Yacen los dos boca arriba,
silenciosos y pensativos. Désirée decide abordar el asunto, y Ronald carraspea como
preparativo antes de hacer lo mismo.
—Estaba pensando…
{
—Se me ha ocurrido…
—Perdona.
{
—Perdona.

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—¿Qué ibas a decir?
—No, por favor, tú primero.
—Iba a decir —explica Désirée, en la oscuridad— que antes de continuar tal vez
deberíamos llegar a un acuerdo.
—¡Sí! —exclama Ronald, y en seguida cambia la entonación por un interrogante
—. ¿Sí?
—Lo que yo quiero decir es… —Désirée se interrumpe—. Es difícil decirlo sin
que parezca que no tengo confianza en ti.
—Esto es muy natural —dice Ronald—. Yo siento lo mismo.
—¿Quieres decir que no confías en mí?
—Quiero decir que hay algo que yo debería decirte y que podría implicar que no
tengo confianza en ti.
—¿Y qué es?
—Es… difícil decirlo.
—Lo que yo quiero decir —continúa Désirée— es que hasta hoy nunca lo he
hecho con un escritor.
—¡Exactamente!
—Y lo que estoy tratando de decir es…
—¿Que no quieres leerlo en una novela cualquier día? ¿O verlo en la televisión?
—¿Cómo lo has supuesto?
—Es que yo tenía el mismo pensamiento.
Désirée junta las manos.
—¿O sea que convenimos que ninguno de los dos utilizará esto como material?
¿Tanto si es bueno como si es malo?
—Absolutamente. Palabra de Boy Scout.
—Entonces a joder, Ronald —dice Désirée, situándose sobre él.

¡uuuuiiiiiiii! El ciclo de secado de la máquina lavadora de Hilary Swallow hace un


ruido similar al de un avión de reacción, sobre todo cuando ella aprieta el pulsador
para detener el motor y el penetrante chillido del tambor rotatorio se extingue,
bajando de tono, exactamente como los motores de un Jumbo cuando el piloto los
para finalmente al concluir un largo viaje. Esta similaridad no llama la atención de
Hilary, al abrir esta la escotilla en la parte frontal de la máquina y sacar un compacto
paquete de ropas enmarañadas, pues el ruido de un motor reactor le es a ella menos
familiar que a su marido, que no está presente para comentar la semejanza, pues de
hecho se encuentra en Grecia. La ausencia de Philip es causa de comprensible pesar
para Hilary, mientras cuelga las camisas, calzoncillos, camisetas y calcetines de él en
el jardín, pues parece como si últimamente su marido solo parase en casa el tiempo
suficiente para vaciar la ropa sucia de su maleta y llenar esta de nuevo con camisas y
ropa interior recién planchadas, antes de reanudar sus viajes.

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—Mira, lo siento —le había dicho Philip esta última vez—, pero Digby Soames
me ruega que vaya a Grecia. Creo que alguien debe haberle dejado plantado en el
último momento.
—Pero ¿por qué tienes que ser tú? Acabas de regresar de Turquía.
—Sí, ya lo sé, pero me siento obligado a ayudar al Council si me es posible.
La realidad es bastante diferente. Apenas regresó de Estambul, Philip telefoneó a
Digby Soames para rogarle que le adjudicara lo antes posible otra gira de
conferencias, un seminario o una escuela de verano, cualquier cosa con tal de que
fuese en el sudeste de Europa. Ya había convenido con Joy encontrarse con ella en
Israel durante el congreso de Morris Zapp sobre el Futuro de la Crítica, pero esto no
sería hasta agosto y pensaba que no le sería posible esperar tanto tiempo para verla de
nuevo.
—Hmmm —dijo Digby Soames—. Mal momento para Europa, pues el año
académico casi ha concluido. ¿No le interesaría Australia, por casualidad?
—No, Australia está demasiado lejos. Grecia me resultaría muy práctica.
—¿Práctica para qué? —preguntó Digby Soames con suspicacia.
—Estoy investigando los antecedentes clásicos de la poesía inglesa —improvisó
Philip—. Solo busco una excusa para ir a Grecia.
—Está bien, veré lo que puedo hacer —dijo Digby Soames.
Lo que pudo hacer fue organizar unas cuantas conferencias en Salónica y Atenas.
—No será una gira de especialista propiamente dicha —advirtió—. Nosotros le
pagaremos los viajes, pero no dietas. Sin embargo, probablemente conseguirá
honorarios por sus conferencias.
Philip voló a Salónica vía Munich, dio sus conferencias y se reunió con Joy en
Atenas, tal como habían arreglado. Mientras Hilary cuelga la ropa de la colada en su
jardín posterior de St. John’s Road, en Rummidge, Philip y Joy desayunan
tardíamente en la soleada terraza de la habitación de su hotel, con vistas a la
Acrópolis.
—¿Querrá divorciarse tu mujer, pues? —pregunta Joy, untando con mantequilla
un croissant.
—Si encuentro el momento oportuno —contesta Philip—. Llegué a casa
totalmente dispuesto a explicarle lo nuestro, pero cuando me anunció que quería ser
asesora matrimonial, me pareció que sería demasiado cruel. Pensé que podía
destruirle la moral antes incluso de comenzar. Y tal vez ni siquiera la admitirían.
Puedes imaginar lo que diría la gente: que el médico empiece por curarse a sí mismo,
y cosas por el estilo.
Joy muerde su croissant y mastica pensativa.
—¿Qué planes tienes?
—Pensaba —contesta Philip, mirando de soslayo la soleada Acrópolis, en la que
ya pululan los turistas, como si fuera una porción de queso devorada por hormigas
negras— que podríamos alquilar un coche y visitar Delfos.

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—No me refiero a este fin de semana, tonto, sino a planes a largo plazo. Respecto
a nosotros.
—Ah —dice Philip—. Pues bien, pensé que no le diría nada a Hilary hasta que
estuviera bien introducida en su actividad como asesora matrimonial. Creo que,
cuando vea que tiene una finalidad en la vida, gustosamente accederá a divorciarse.
—¿Y entonces qué?
—Entonces nos casaremos, claro.
—¿Y dónde nos instalaremos? ¿No en Rummidge, supongo?
—No he pensado tanto —confiesa Philip—. Creo que probablemente podría
encontrar un empleo en otro lugar, tal vez en Estados Unidos. Has de saber que
últimamente mi nombre ha experimentado un alza sorprendente. Uno de los
dominicales incluso lo mencionó en relación con esa cátedra de Crítica Literaria de la
UNESCO.
—¿Estaría en París esto? —inquiere Joy—. No me disgustaría vivir en París.
—Al parecer, puede estar allí donde uno quiera —contesta Philip—. Pero todo
esto es hablar por hablar. Nunca me nombrarán a mí. No puedo imaginar cómo llegó
mi nombre a aquel periódico.
—Nunca se sabe —dice Joy.

Muy lejos de allí, en Darlington, Roljin Dempsey también ha leído los periódicos
dominicales.
—HOLA, ¿CÓMO TE ENCUENTRAS HOY? —pregunta ELIZA.
—PÉSIMAMENTE —escribe Robin Dempsey.
—¿QUÉ QUIERE DECIR CON EXACTITUD PÉSIMAMENTE?
—INDIGNADO. INCRÉDULO. CELOSO.
—¿CUÁL HA SIDO LA CAUSA DE ESTOS SENTIMIENTOS TUYOS?
—ALGO QUE LEÍ EN EL PERIÓDICO REFERENTE A PHILIP SWALLOW.
—HÁBLAME DE PHILIP SWALLOW.
Robin Dempsey teclea durante veinticinco minutos sin detenerse, hasta que Josh
Collins abandona su cubículo acristalado, mordisqueando una galleta, en vista de lo
cual Robin deja de escribir y tapa el ordenador con su funda de plástico.
—¿Quieres un poco? —pregunta Josh, ofreciéndole un trozo de galleta recubierta
de chocolate.
—No, gracias —responde Robin, sin mirarle.
—ELIZA te proporciona un material interesante, ¿verdad?
—Sí.
—¿Y no crees que estás exagerando la nota?
—¿Qué nota? —dice Robin fríamente.

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—No quiero ofenderte, pero te pasas aquí las mañanas, las tardes y las noches
hablando con esa cosa.
—Supongo que no interfiero en tu trabajo, ¿no?
—En realidad, yo tengo que estar aquí.
—De todas maneras estarías aquí. Siempre estás aquí.
—Me agradaba disponer a veces del lugar para mí solo —replica Josh,
enrojeciendo intensamente—. Para trabajar en paz en mis programas. No te ocultaré
—prosigue, y es la conversación más larga que Josh ha sostenido jamás con alguien
— que pone los nervios de punta verte inclinado ante esa pantalla un día sí y el otro
también. Estás adquiriendo dependencia.
—Hago, simplemente, mi investigación.
—A esto lo llaman transferencia. Lo miré en un libro de psicología.
—¡Idioteces! —grita Robin Dempsey.
—Te diré que necesitas un buen psiquiatra —dice Josh Collins, temblando de
indignación—. Estás mal de la azotea. Esa cosa —señala a ELIZA con un dedo
vibrante— no puede hablar, en realidad, ¿sabes?
No puede pensar de verdad. No puede contestar preguntas. No es un oráculo, ni
mucho menos.
—Sé perfectamente cómo funcionan los ordenadores, muchas gracias —dice
Robin Dempsey, levantándose—. Volveré después de almorzar.
Abandona la sala airadamente, olvidándose de apagar la pantalla. Josh Collins
levanta la funda de plástico y lee lo que hay escrito en la pantalla. Después frunce el
ceño y se rasca la nariz.

Delfos, como la Acrópolis, está invadido por los turistas, pero el lugar en sí está a
salvo de su intrusión, como Philip y Joy admiten al cobrar aliento a medio camino de
la abrupta cuesta desde la carretera, y contemplando el Llano Sagrado mucho más
abajo, allí donde el Pleistos serpentea a través de una multitud de olivares hasta el
golfo de Corinto.
—Es sublime —dice ella—. Me alegra mucho haber venido.
—Al parecer, los antiguos creían que esto era el centro del mundo —explica
Philip, consultando su guía turística—. Había en este lugar una piedra llamada el
omphaos. El ombligo de la tierra. Y supongo que esa gran hendidura entre las
montañas era la vagina.
—Siempre estás pensando en lo mismo —dice Joy.
—No eres justa conmigo —replica Philip—. Esta noche te he chupado los diez
dedos de los pies, uno por uno.
—No es necesario que en Delfos se entere todo el mundo —protesta Joy, con un
encantador rubor.
—Dame un beso.

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—No, aquí no. A los griegos no les gusta que la gente se bese en público.
—No hay muchos griegos por ahí —comenta él, lo que no deja de ser cierto.
Los autocares que se alinean en la carretera, debajo de ellos, han traído turistas de
casi todas las naciones, excepto griegos. No obstante, Philip se siente sorprendido y
un tanto desconcertado al ser saludado, en el santuario de Apolo, por una dama de
edad provecta que lleva un amplio sombrero de paja sujeto debajo de la barbilla con
un pañuelo de gasa, y que empuña un bastón taburete.
—Sybil Maiden —le recuerda ella—. Asistí al congreso que usted organizó en
Rummidge.
—Claro que sí —dice Philip—. ¿Cómo está usted?
—Muy bien, muchas gracias. El calor es más bien excesivo, pero acabo de
mojarme la frente en la fuente de Kastalia, que es de lo más refrescante. Y esto es
también una gran ayuda. —Abre las asas de su bastón taburete y, plantando la punta
en una grieta entre dos antiguos bloques de piedra, se acomoda en el pequeño asiento
de cuero situado en lo alto del aparato—. Al principio se reían de mí, pero ahora
todos los del seminario quieren uno.
—¿De qué seminario se trata?
—Literatura, Vida y Pensamiento en la Antigua Grecia. Hemos venido desde
Atenas en ómnibus —al menos yo lo llamo así, con gran diversión de los demás
participantes, en su mayoría americanos—, para pasar todo el día. Ellos se encuentran
todos en el estadio que hay más arriba, espléndidamente conservado, corriendo por la
pista de carreras.
—¿Corriendo? ¿Con este calor? —exclama Joy.
—Me parece que a eso le llaman ellos hacer jogging. Parece como si últimamente
hubiera una epidemia psicológica que afligiera a los americanos. Una forma de
masoquismo, como los flagellantes en la Edad Media. ¿Supongo que usted es la
señora Swallow?
—Sí —dice Philip.
—No —contesta Joy simultáneamente.
La señorita Maiden les mira con severidad.
—Antes había una inscripción en la pared de este templo: «Conócete a ti mismo».
Pero no juzgaron necesario añadir: «Conoce a tu esposa…».
—Joy y yo esperamos casarnos algún día —explica Philip, un tanto confuso—.
Mi vida personal se encuentra en este momento en un estado de transición. Le
agradecería que no mencionara este encuentro ante ninguna de nuestras mutuas
amistades en Inglaterra.
—No soy una chismosa, profesor Swallow, puedo asegurárselo. Pero supongo que
tiene usted que proteger su reputación, con un nombre que se está haciendo tan
conocido del público. Recientemente, leí unos comentarios muy halagüeños para
usted en uno de los periódicos dominicales.
—Oh, eso… No sé de dónde sacó el periodista la idea de que yo iba detrás de la

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cátedra de la UNESCO. Era la primera vez que me enteraba de su existencia.
—¡Ah, sí, el Asiento Peligroso! —Y la señorita Maiden alza una mano para
recabar su atención y empieza a recitar en una alta cantinela vática:
Oh hermano,
En nuestra gran sala había una silla vacante
Modelada por Merlín para entretenerse,
Y esculpida con extrañas figuras; y entrelazadas
Las figuras, como una serpiente, sostenían una voluta
De letras en una lengua que ningún hombre podía leer.
Y Merlín la llamaba «El Asiento Peligroso»,
Peligroso para lo bueno y lo malo, «pues aquí —decía—
Ningún hombre podría sentarse so pena de perderse.»

La señorita Maiden baja la mano e inclina la cabeza, interrogativamente, en


dirección de Philip.
—¿Y bien, profesor Swallow?
—Me suena a Tennyson —dice este—. ¿No es de «El Santo Grial», en los
Idilios?
—¡Bravo! —exclama la señorita Maiden—. Respeto al hombre capaz de
reconocer una cita. Se trata de un arte en extinción. —Se seca la frente con un
elegante pañuelo de bolsillo—. Recientemente, en Amsterdam todos hablaban de esa
cátedra de la UNESCO. En otros aspectos, fue un congreso de lo más aburrido.
—Por lo que veo, recorre usted mucho mundo, señorita Maiden —observa Joy.
—Esto me mantiene joven, querida. Me gusta saber lo que ocurre en el mundo de
la erudición. Quién está de moda y quién no lo está.
—¿Y quién cree usted que conseguirá la cátedra de la UNESCO? —pregunta Joy,
siguiendo un impulso.
La señorita Maiden cierra los ojos y parece balancearse sobre el fulcro de su
bastón mientras sopesa la pregunta.
—La persona más sorprendente —contesta con una voz alterada—. Es lo que
siempre ocurre en estos casos.
Temiendo que pueda estar al borde de un desmayo, Philip se adelanta para
ofrecerle un punto de apoyo, pero la señorita Maiden abre de pronto los ojos y se
endereza.
—Creo que volveré al ómnibus —dice—. Tiene aire acondicionado. Me ha
agradado mucho saludarles a los dos.
—¿Está segura de poder bajar estos escalones sin ayuda? —pregunta Philip.
—Sin ningún problema, muchas gracias —contesta la señorita Maiden—. ¡Adiós,
adiós!
La ven descender con cuidado los serpenteantes peldaños en dirección de la
escalinata, donde están desplegadas las flotas de autocares turísticos.
—Extraña viejecita —comenta Philip—, pero tiene una energía admirable.
—La persona más sorprendente podrías ser tú —dice Joy.

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En Darlington, hace una espléndida tarde de verano. Aunque árido e inacabado, el
campus casi parece atractivo bajo la suave luz del atardecer, pero nada puede
conseguir que el Centro de Informática tenga otro aspecto que no sea el de un feo
barracón prefabricado. A través de sus abiertas ventanas llegan los rumores de
persecuciones estivales, el plop plop de las pelotas de tenis lanzadas de un lado a otro
en las pistas cercanas, el grito ocasional de triunfo desde los campos de juego, y las
notas de guitarras y armónicas de un concierto improvisado al aire libre junto al lago
artificial. Sin embargo, los dos hombres del barracón ignoran estos ruidos. Uno
observa al otro, que a su vez observa una pantalla. El diálogo representado en ella
dice lo siguiente:
R. D.: NO ME ENCUENTRO MEJOR.
ELIZA: ¿Y POR QUÉ?
ELIZA: ESE ASUNTO DE PHILIP SWALLOW.
ELIZA: HÁBLAME DE PHILIP SWALLOW.
R. D.: YA TE HE HABLADO DE ÉL.
ELIZA: ¿HAY ALGO QUE TE GUSTARÍA AÑADIR A TUS ANTERIORES COMENTARIOS?
SWALLOW ES PARA MÍ COMO UN COMPENDIO DE LAS INJUSTICIAS DE LA VIDA,
R. D.: EN RUMMIDGE CONSIGUIÓ LA PLAZA DE PROFESOR QUE ME HUBIERA
CORRESPONDIDO A MÍ. DESPUÉS OBTUVO LA CÁTEDRA ALLÍ POR PURA CHIRIPA.
AHORA ESTÁ TENIENDO UN GRAN ÉXITO CON ESE PATÉTICO LIBRO SUYO SOBRE
HAZLITT.
ELIZA: HÁBLAME DE HAZLITT.
NO ME INTERESA HAZLITT. NI SIQUIERA HE LEÍDO EL APESTOSO LIBRO DE
R. D.: SWALLOW. NO NECESITO LEERLO. ESTUVE CON ÉL EN TANTAS REUNIONES DE
EXAMINADORES QUE SÉ LO QUE DEBE DECIR. LA IDEA DE QUE ÉL SEA UN SERIO
CANDIDATO PARA LA CÁTEDRA DE LA UNESCO ES ABSURDA.
ELIZA: YO NO DIRÍA ESO.
Es esta última línea de diálogo lo que Robin Dempsey ha estado contemplando,
petrificado, durante los últimos diez minutos Su aparición ha hecho que los pelos de
su nuca se ericen, pues es totalmente distinta de lo que ELIZA haya producido hasta el
momento: no es una pregunta ni una petición, ni tampoco una afirmación respecto a
algo ya mencionado en el discurso, sino una expresión de opinión. ¿Cómo puede
tener opiniones ELIZA? ¿Cómo puede saber algo acerca de la cátedra de la UNESCO
que el propio Robin no sepa, o que no le haya dicho a ella? A Robin casi le asusta
preguntarlo. Por último, lenta y vacilantemente, escribe:
¿QUÉ SABES TÚ AL RESPECTO?
Instantáneamente, ELIZA replica:
MÁS DE LO QUE TÚ CREES.
Robin palidece y después se sonroja. Teclea:
ESTÁ BIEN, SI TAN LISTA ERES DIME QUIÉN CONSEGUIRÁ LA CÁTEDRA DE LA UNESCO.
La pantalla permanece vacía. Robin sonríe y se relaja, pero entonces se da cuenta

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de que se ha olvidado de indicar el final con un signo de puntuación. Pulsa la tecla
del punto. En la pantalla, con las letras avanzando de izquierda a derecha más rápidas
que el pensamiento, aparece un nombre:
PHILIP SWALLOW.
La silla de Robin Dempsey se vuelca y cae al suelo, al levantarse él de un salto y
retroceder tambaleándose, mirando horrorizado la pantalla. Tiene la cara del color de
la ceniza. Josh Collins sale de su cubículo de cristal.
—¿Ocurre algo?
Pero Dempsey pasa a trompicones junto a él y sale del edificio sin decir una
palabra, fija la mirada, como un sonámbulo. Josh Collins mira cómo se aleja y
después se dirige hacia el terminal del ordenador y lee lo que hay escrito allí. Si Josh
Collins sonriera alguna vez, podría decirse que está sonriendo para sus adentros.

Después del congreso sobre Joyce en Zurich, Morris regresa a su lujoso nido a orillas
del lago Como. Los días transcurren agradablemente. Por la mañana lee y escribe, y
por la tarde duerme una siesta y despacha su correspondencia hasta que el sol ha
perdido parte de su calor. Entonces es el momento de un trote a través de los bosques,
una ducha, una copa antes de cenar y una partida de póker o de bakgammon en el
salón después de la cena. Se acuesta temprano y se queda dormido escuchando
música de rock en su transistor. Es un régimen reposante y civilizado, y solo su
correspodencia le mantiene consciente de las ansiedades, deseos y conflictos del
mundo real.
Hay, por ejemplo, una carta en la que los abogados de Désirée exigen una
respuesta a su anterior comunicación referente a los honorarios del colegio para los
gemelos, y una carta de la propia Désirée amenazando con visitarle en la Villa
Rockefeller y hacer una escena en público si no envía el dinero con la mayor rapidez.
Parece ser que ella pasa el verano en Europa, pues la carta lleva el matasellos de
Heidelberg, lugar incómodamente cercano. Hay también otra carta de su propio
abogado, en la que este le aconseja que pague. De mala gana, Morris lo hace. Hay un
telegrama, con respuesta pagada, de Rodney Wainwright, en el que este suplica otra
ampliación del plazo de entrega de su comunicación para la conferencia de Jerusalén.
Morris le telegrafía: «TRÁIGASE COMUNICACIÓN YA TERMINADA A LA
CONFERENCIA», pues ahora ya es demasiado tarde para eliminar a Rodney
Wainwright del programa.
Hay una carta de Philip Swallow, escrita a mano en papel del Departamento de
Inglés de Rummidge, que confirma su aceptación de la invitación de Morris para
participar en el ciclo de Jerusalén, y en la que pregunta si puede acompañarle una
«amiga».
«Jamás sospecharías quién es. ¿Te acuerdas de Joy, la mujer de la que te hablé, a la que conocí en
Génova y a la que daba por muerta? Pues bien, resulta que no murió en aquel accidente de aviación;

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no iba en el avión, pero su marido sí. La encontré por casualidad en Turquía, y estamos locamente
enamorados los dos. Hilary todavía no lo sabe. Cuando llegue el momento oportuno, pediré a Hilary
que nos divorciemos. Tú ya sabes que nuestro matrimonio es una causa perdida desde hace largo
tiempo. Entretanto, Jerusalén sería una oportunidad ideal para que Joy y yo pudiéramos reunimos.
Naturalmente, yo pagaré su alojamiento. (Por favor, resérvanos una habitación doble en el Hilton.)»

Esta misiva no agrada en absoluto a Morris. ¡«Locamente enamorados»! ¡Vamos,


hombre! ¿Es apropiado este lenguaje para un hombre que ya ha cumplido los
cincuenta años? ¿No ha aprendido todavía que toda esa historia del «enamoramiento»
no es una realidad existencial, sino una forma de producción cultural, una ilusión
producida por los mutuos reflejos de un millón de espejos de tinte rosado: poesías
amorosas, canciones populares, imágenes cinematográficas, consultorios en las
revistas, anuncios de champúes, novelas románticas? Al parecer, no. La carta se lee
como si fuera la efusión de un adolescente encaprichado. Morris no admitirá para sí
que puede haber una traza de envidia en este duro juicio; prefiere identificar su
respuesta como una justa indignación al verse más o menos obligado a una cierta
colusión para engañar a Hilary. Por tratarse de un hombre que asegura creer en los
efectos moralmente beneficiosos de leer la gran literatura, le parece a Morris que
Philip Swallow se toma muy a la ligera sus votos matrimoniales.
Hay una breve carta de Arthur Kingfisher, que acusa cortésmente recibo de la
última de Morris y que incluye una fotocopia de su discurso inaugural del congreso
de Chicago sobre la Crisis del Signo. Inmediatamente, Morris envía una respuesta en
la que pregunta si por azar Arthur Kingfisher podría contemplar la posibilidad de
tomar parte en el congreso de Jerusalén sobre el Futuro de la Crítica. Morris está
convencido de que si pudiera tener a Arthur Kingfisher a su vera durante cosa de una
semana, lograría halagar, camelar y engatusar al vejete y convencerle de su
irresistible elegibilidad para la cátedra de la UNESCO. Pasa todo un día redactando
esta carta, destacando el carácter exclusivo del congreso, con un pequeño grupo
selecto de eruditos, y no tanto un congreso como un simposio, subrayando los
atractivos del Jerusalem Hilton como punto de reunión, aludiendo delicadamente a
los orígenes étnicos, medio judíos, de Arthur Kingfisher, y llamando la atención
sobre las numerosas excursiones turísticas opcionales que se han organizado para los
participantes. Recordando que Fulvia Morgana había mencionado que en Chicago
Arthur Kingfisher no se separaba ni por un momento de una preciosa jovencita
asiática, Morris deja bien claro que la invitación a Jerusalén incluye a cualquier
acompañante que desee traer consigo. Como incentivo final, indica que el viaje
podría comprender un vuelo en Concorde para el tramo transatlántico del mismo, tras
haber confirmado primero este detalle mediante una conferencia telefónica con su
amigo israelí Sam Singerman, que es coorganizador de la conferencia y ha obtenido
para la misma el respaldo financiero de una cadena de supermercados británicos,
cuyo presidente sionista ha sido persuadido de que el acontecimiento realzará el
prestigio cultural internacional de Israel.
—No habrá problema en conseguirle el billete a Kingfisher —asegura Sam a

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Morris—. Podemos tener el dinero que queramos. La única condición es la de utilizar
el nombre de Simposio Internacional Pricewize sobre el Futuro de la Crítica.
—Está bien —dice Morris—. No hay ningún inconveniente, mientras no
tengamos que regalar cupones verdes con cada conferencia.
Escribe la dirección y cierra el sobre de la carta a Arthur Kingfisher y sale al
balcón de su habitación para estirar las piernas. Cae la tarde y una neblinosa luz
dorada incide en las montañas y el lago. Es la hora de su paseo gimnástico.
Morris se pone sus shorts de seda roja, su camiseta del Euphoric State y sus
zapatillas de entrenamiento Adidas, y antes de salir de la villa deja caer su carta en el
buzón del vestíbulo. Otros residentes que toman el sol en la terraza sonríen y saludan
con la mano al trotar él enérgicamente a través de los jardines de la villa. Apenas sale
de su campo visual, reduce la marcha y adopta un paso más deliberado, pero aun así
brota el sudor en su frente y el ruido que domina a todos los demás es el de su propio
y trabajoso jadeo. El rumor de sus pasos queda sofocado por las agujas de pino que
alfombran el camino. Siempre sigue la misma ruta: un circuito de una milla de
longitud a través de los bosques, con cuesta desde la villa y con bajada al volver, que
generalmente exige unos treinta y cinco minutos. Está decidido a hacerlo todo, un
día, sin detenerse, pero esta tarde, como de costumbre, se ve obligado a detenerse en
lo alto de la cuesta, más o menos a medio camino, para recuperar el aliento. Se apoya
en un árbol mientras su pecho sube y baja, contemplando a través de las ramas,
encima de su cabeza, el azul difuso del cielo.
Y entonces todo se torna negro.

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II
¡uuuuiiiiiiii!
El viento silbaba quedamente a través de los juncos a orillas del Lough Gilí.
Persse McGarrigle contempló ansiosamente el cielo. Sobre su cabeza estaba tan azul
como sus ojos, pero el horizonte parecía ominosamente oscuro. Sin embargo, los
alumnos de la Escuela de Verano Celtic Twilight, que pasaban dos días fuera de su
base en Limerick, efectuando una gira turístico-literaria, no miraban tan lejos.
Contemplaban extáticamente la luz del sol que centelleaba en las encrespadas aguas
del lago, los juncos que se curvaban grácilmente bajo la brisa, las verdes colinas que
circundaban el lago, y la silueta purpúrea, semejante a una ballena, del Ben Bulben al
fondo. En su mayoría norteamericanos de mediana edad, reuniendo créditos para sus
cursos a tiempo parcial en su país, o combinando unas vacaciones en Europa con un
perfeccionamiento cultural, saltaron del autocar con gritos de alegría y recorrieron la
orilla, chasqueantes y zumbantes sus cámaras, contemplados indulgentemente por un
grupo de barqueros de Sligo ataviados con botas altas y sucios y maltrechos suéteres
de Aran. Meciéndose suavemente junto a un pequeño embarcadero de madera, había
tres barcas de remo ajadas por la intemperie que habían sido alquiladas para
transportar a los estudiantes a la isla del lago de Innisfree, tema del poema de W. B.
Yeats más a menudo ofrecido en las antologías.
—«Me levantaré y me iré ahora, iré a Innisfree» —recitó en voz alta una
corpulenta matrona con unos bermudas de tela escocesa y una camiseta rosada, sin
disimular su acento de Brooklyn y con una sonrisa intencionada dedicada a Persse.
Durante los dos últimos veranos, Persse había actuado como tutor en este curso,
dirigido por el profesor McCreedy, y al encontrarse desligado de todo desde su
decepcionante experiencia en Amsterdam, había accedido a hacerlo de nuevo ese
verano—. «Y una pequeña cabaña construida aquí, de barro y cañas hecha.»
¿Veremos la cabaña, señor McGarrigle?
—No creo que en realidad Yeats llegara a construirla, señora Finklepearl —
puntualizó Persse—. Fue más un sueño que una realidad. Como la mayoría de
nuestras más queridas ambiciones.
—¡Oh, no diga esto, señor McGarrigle! Yo soy partidaria de mirar el lado
brillante de todas las cosas.
—¿Iremos a esas barquichuelas?
Persse se volvió para enfrentarse al que esto preguntaba, y lo hizo con sorpresa e
incluso placer, pues eran las primeras palabras que había pronunciado en presencia de
él desde que comenzara la escuela de verano.
—No queda lejos, señor Maxwell.
—Ni siquiera tienen motor.
—Esos hombres son unos remeros muy forzudos —le aseguró Persse, pero el
señor Maxwell volvió a sumirse en un melancólico silencio.

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Vestía más formalmente que la mayoría de los componentes del grupo, con una
chaqueta de espiga y pantalones de estambre, y llevaba el tipo de gafas de sol cuyos
cristales se volvían más oscuros o más claros según las circunstancias. Con el
brillante resplandor del lago, sus ojos eran dos discos negros y opacos. Maxwell era
un hombre un tanto misterioso, un profesor de un pequeño colegio baptista en el
profundo Sur, que, en los seminarios, daba la impresión de que el nivel de discusión
era demasiado insustancial para tentar su participación, y en consecuencia era temido
y aborrecido por los demás estudiantes.
—¿No irá a rajarse y quedarse en tierra, verdad, señor Maxwell? —le aguijoneó
la señora Finklepearl.
—No sé nadar —dijo él secamente.
—¡Y yo tampoco! —gritó la señora Finklepearl—. Pero nada me impedirá ir a la
isla del lago de Innisfree. «Nueve hileras de judías tendré yo allí, y una colmena para
la abeja de miel.» De todos modos, me parece que iré a buscar mi chaqueta en el
autocar. Este airecillo es bastante frío.
Persse le aconsejó que así lo hiciera, a pesar de que no ignoraba que esta prenda
era de nylon escarlata y verde lima, con unos topos azul marino. Se dirigió hacia el
grupo de barqueros.
—¿No tenía que haber cuatro barcas? —inquirió.
—La de Paddy Malone está agujereada —explicó uno de los hombres—, pero nos
las arreglaremos muy bien con las tres. Basta con que se aprieten todos un poco.
—¿Y el tiempo? —preguntó Persse, escudriñando de nuevo el cielo—. Hacia el
oeste está muy oscuro.
—El tiempo se aguantará otras dos horas —le aseguraron—. Mientras pueda ver
el Ben Bulben, no debe preocuparse.
Este consejo nada tenía de desinteresado, como bien sabía Persse, pues los
barqueros perderían la mitad de sus honorarios, ello sin contar las propinas, si se
cancelaba la excursión. Pero sus escrúpulos fueron disipados por el profesor
McCreedy, temeroso de desilusionar a los estudiantes.
—De todas maneras, mejor será que no nos retrasemos —apremió—. Reúnalos y
hágalos embarcar.
Por lo tanto embarcaron todos, entre risas, recomendaciones y bromas, y las
desmañadas matronas norteamericanas, con sus chillonas chaquetas forradas y sus
sandalias de plástico con los dedos a la vista, subieron a las barcas de remos que
mantenían inmóviles los sonrientes barqueros, afianzados en la orilla. Persse se
encontró en la proa de su barca con las rodillas apretujadas contra las de Maxwell,
sentado frente a él. Había treinta y seis personas en el grupo: doce por barca, más dos
remeros. Eran demasiados. La línea de flotación quedaba muy baja y Persse podía
tocar la superficie del agua sin alargar el brazo.
Al principio todo fue bien. Los remeros bogaron vigorosamente y se creó una
especie de carrera entre las embarcaciones, con cada grupo jaleando a su tripulación.

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Las ondas que lamían las proas solo causaban una fina llovizna, más bien agradable,
que salpicaba a los pasajeros, pero después, al quedar la orilla detrás de ellos y
aplanarse su perfil, y al alzarse ante ellos el bajo perfil de la isla de Innisfree, la luz
pareció espesarse y el viento cobró más fuerza. Persse estudiaba con ansiedad el
horizonte, que estaba mucho más cerca que antes. Ya no podía ver el Ben Bulben. El
sol desapareció detrás de una nube oscura y el color del agua cambió
instantáneamente de azul a negro, moteado por las crestas blancas de las olas. Las
barcas empezaron a balancearse y a dar bandazos, obligando a los pasajeros a proferir
agudos chillidos de alarma y terror. Persse, sentado a proa, pronto quedó calado hasta
los huesos.
—¡Será mejor que volvamos! —les gritó a los dos remeros de su barca.
Uno de ellos meneó la cabeza y gritó:
—¡No podemos arriesgarnos a dar media vuelta con esa tormenta! Además, ya
estamos a medio camino.
Sin embargo, la isla parecía decepcionantemente distante, envuelta por un manto
de lluvia que se dirigía rápidamente hacia ellos a través de las aguas del lago, y que
pasó por encima de las embarcaciones como un latigazo, azotando las caras de los
pasajeros. Estos estaban ya tan mojados que ni siquiera se molestaban en quejarse
cuando una ola saltaba por encima de la borda. Su silencio era una indicación del
miedo que les atenazaba a todos, aferrados a las regatas, con agua hasta los tobillos, y
contemplando las caras de los dos remeros para tranquilizarse. Los dos hombres
remaban con fuerza contra el viento, y dificultaba todavía más su tarea el peso del
agua en la barca. No había a bordo nada que sirviera para achicar, aunque algunas
pasajeras realizaron débiles esfuerzos para improvisar mediante sus zapatos o sus
sombreros de paja.
Ya fuese porque su embarcación hubiera embarcado más agua que las otras, o
bien porque su carga fuese más pesada o los remeros menos forzudos, Persse observó
que su barca se iba rezagando respecto a las otras dos. La señora Finklepearl, con los
ojos cerrados, canturreaba para sí las palabras de «La isla del lago de Innisfree»,
como una oración o un mantra:
«Y algo de paz tendré aquí, pues la paz llega bajando poco a poco,
Bajando desde los velos de la mañana hasta allí donde canta el grillo…»

Una ola particularmente grande rompió contra la proa y el recitado concluyó


bruscamente en una especie de gargarismo y un sollozo. Los cristales de las gafas de
Maxwell se habían vuelto transparentes bajo aquella luz tenebrosa y sus ojos, de un
gris pálido, reflejaban elocuentemente el terror que le invadía. Se aferró al brazo de
Persse, haciendo en él una presa tan fuerte como la del Viejo Marinero.
—¿Nos hundimos? —graznó.
—No, no —contestó Persse—. Todo va bien. No hay el menor peligro.
Pero su voz carecía de convicción. La barca estaba peligrosamente baja en el agua

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y, de hecho, empezaba a parecerse más a una bañera que a una barca. Las venas se
hinchaban en las frentes de los remeros y sus remos casi parecían doblarse bajo el
esfuerzo que suponía mantener en movimiento aquella embarcación inundada. La isla
todavía distaba más de un centenar de metros y los remeros se miraron entre sí,
significativamente, y dejaron descansar los remos. Uno de ellos dijo a Persse:
—Mucho me temo que hemos embarcado demasiada agua.
—¡Ya se lo he dicho! ¡Nos hundimos! —gritó Maxwell, agarrando el brazo de
Persse todavía con más fuerza—. ¡Sálveme!
—Por el amor de Dios, domínese, hombre —protestó Persse, luchando para
librarse de la presa frenética del otro.
—¡Pero es que yo no sé nadar y me ahogaré! ¿Dónde están las otras barcas?
¡Socorro! ¡Socorro!
—¿Solo sabe pensar en salvar su pellejo? —exclamó Persse, indignado—. ¿Y las
señoras que hay aquí?
—No debe usted permitir que yo me ahogue. Tengo un pecado muy grande sobre
mi conciencia. —El terror y la culpabilidad deformaban el rostro de Maxwell—. Esta
tormenta es el juicio de Dios que cae sobre mí.
—Pues en este caso se muestra muy injusto con los demás —replicó Persse,
mirando a través de la lluvia la costa de la isla, que las otras dos barcas parecían
haber alcanzado sanas y salvas—. Vamos a gritar «Socorro» todos a la vez, señoras y
caballeros —les ordenó para mantener sus ánimos—. A la una, a las dos, a las tres…
—¡Socorro! —gritaron todos en un caótico coro, todos menos Maxwell, que
parecía haber abandonado toda esperanza.
—Sí, es el juicio de Dios —gimoteó—. Ahogarme en un lago en Sligo, el
mismísimo lugar en que engañé a la pobre chica. Yo no sabía que vendríamos aquí
cuando me inscribí en el cursillo.
—¿De qué chica habla? —inquirió Persse.
—Era una camarera —resopló Maxwell, con lágrimas, lluvia o agua del lago
bajándole por la cara y goteando desde su nariz—. En un hotel en el que estuve, hace
años, durante la Escuela de Verano sobre Yeats. Mi disertación doctoral versaba sobre
la mitología céltica en los primeros poemas.
—¡Al diablo con su disertación doctoral! —gritó Persse—. ¿Cómo se llamaba la
chica?
—De nombre Bernadette, pero no recuerdo su apellido.
—McGarrigle —dijo Persse—. Como el mío.
La presa de Maxwell en el brazo de Persse se aflojó súbitamente. Le miró con
incredulidad.
—Exacto. Era McGarrigle. ¿Cómo lo ha sabido?
En aquel momento la barca se hundió lentamente bajo ellos, con el
acompañamiento de gritos lastimeros de los demás pasajeros, que sin embargo pronto
descubrieron que se debatían en apenas medio metro de agua, ya que por suerte su

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embarcación se había situado sobre un banco de arena. Los otros barqueros vadearon
desde la costa para transportar a tierra firme a los supervivientes más viejos e
impedidos del naufragio, y Persse se vio obligado a cargar con Maxwell, que le había
echado los brazos al cuello al hundirse la barca, y ahora se negaba a soltarle.
—Me tienta meterle la cabeza bajo el agua para ahogarle, después de todo —
gruñó Persse—, pero ahogarse sería demasiado bueno para usted. Arruinó la vida de
mi prima, al hacerle un crío y después abandonarla.
—Yo la compensaré —lloriqueó Maxwell—. Me casaré con ella, si usted quiere.
—No creo que ella quisiera casarse con un desecho como usted —dijo Persse.
—La indemnizaré. Fijaré una asignación para ella y el niño.
—Esto ya me gusta más —afirmó Persse—. Mañana por la mañana, haremos que
un notario de Sligo lo ponga por escrito. Firmado y sellado. Yo me ocuparé de
hacerlo llegar a su destino.

Dos días más tarde, Persse voló de Dublín a Heathrow, llevando en su bolsillo una
copia del documento legal, ahora depositado en una notaría de Sligo, en la que el
profesor Sidney Maxwell, del Covenant College, Atlanta, Georgia, admitía la
paternidad de Fergus, hijo de Bernadette McGarrigle, y garantizaba a esta una
asignación anual suficiente para permitirle abandonar su actual empleo. El profesor
McCreedy había concedido a Persse veinticuatro horas de permiso para abandonar la
escuela de verano, y el joven tenía la intención de buscar otra entrevista con la señora
Gasgoine para pedirle la dirección de Bernadette, o para que le hiciera llegar su
mensaje. Sin embargo, cuando llegó al edificio de Soho Square, descubrió que la
oficina que había visitado antes estaba ocupada ahora por una agencia de viajes.
—¿Girls Unlimited? —dijo la recepcionista—. No, nunca he oído hablar de esa
firma, pero yo solo llevo aquí un par de semanas. Un señor pregunta por Girls
Unlimited, Doreen, ¿sabes tú algo al respecto? No, ella tampoco lo sabe. Pruebe en la
tienda de vídeos de la planta baja.
Persse probó en la tienda de vídeos de la planta baja, pero al parecer sospecharon
que era de la policía; primero le ofrecieron un soborno y, cuando él preguntó para qué
era, le dijeron que se esfumara. Nadie en todo el edificio admitía haber conocido la
existencia de Girls Unlimited, y mucho menos saber sus señas actuales, por lo que a
Persse no se le ocurría otra cosa que regresar a Irlanda y probar con anuncios en los
periódicos, o tal vez en las revistas del mundo del espectáculo.
Regresó a Heathrow en el metro, muy desmoralizado, no solo por su frustrado
intento de encontrar a Bernadette, sino también porque el viaje había revivido
recuerdos de Angélica, que por otra parte no se había alejado de sus pensamientos
durante más de cinco minutos seguidos en todo el verano. La petición que había
dejado en la capilla de San Jorge durante su última visita no había tenido respuesta, al

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menos en la parte que le atañía personalmente. «Dios mío, haz que olvide a
Angélica». ¿Olvidaría alguna vez aquel rostro y aquellas formas exquisitas? ¿El
cabello oscuro cayendo en relucientes ondas junto a su cuello y sus hombros, en la
recepción con jerez en Rummidge, y sus ojos negrísimos gravemente atentos en la
sala de conferencias, o arrebatados por un soñador encanto ante su poema de nieve
bajo la luna? ¿O empañados y vacíos en la fotografía obscena del Cielo Azul? Persse
meneó la cabeza con irritación ante esa última imagen, disgustado por haberla
permitido aflorar en su conciencia, al apearse del tren en Heathrow.
Descubrió que tenía dos horas de espera para el siguiente avión con destino a
Dublín. Un rótulo de «A la Capilla de San Jorge» le llamó la atención y, a falta de
algo mejor que hacer, siguió la flecha. Esta vez no le condujo a la lavandería del
aeropuerto, sino al búnker de ladrillos color de hígado bajo la negra cruz de madera.
Empujó las puertas oscilantes y bajó por la escalera hasta la silenciosa capilla
subterránea.
Su petición todavía estaba allí, clavada en la felpa verde del tablero de anuncios:
«Dios mío, haz que olvide a Angélica. Apártala de esa vida que la degrada». Pero
habían anotado algo en ella, con una diminuta cursiva que Persse conocía bien, tan
bien que por un momento su corazón dejó de latir, el aliento contenido infló sus
pulmones, su visión se hizo borrosa y casi se desvaneció.
«Las apariencias pueden ser engañosas. Vide F. Q. II, XII, 66.»
Persse recuperó el equilibrio, arrancó el papel del tablero y echó a correr con él
hacia el edificio terminal más próximo. Empujó, pese a sus protestas, a varios
viajeros en su afán por llegar lo antes posible al quiosco librería. ¿Tenían un ejemplar
de The Faerie Queene, de sir Edmund Spencer? No, no lo tenían. ¿Ni siquiera la
edición Penguin? En ninguna edición. ¿No sabían que The Faerie Queene era una de
las joyas de la corona de la poesía inglesa? No había mucha demanda de poesía en
Heathrow. El señor podía, si así lo deseaba el señor, probar en las otras librerías del
aeropuerto, pero sus posibilidades de éxito eran muy reducidas. Persse corrió de
terminal en terminal y de quiosco en quiosco, pidiendo a gritos un ejemplar de The
Faerie Queene. Una empleada le ofreció un libro de Enid Blyton, y otra el último
número de Gay News[21]. En plena frustración, se mesó los rizados cabellos.
Obviamente, solo quedaba una cosa por hacer: volver al centro de Londres, donde
con un poco de suerte las librerías todavía estarían abiertas.
Mientras se apresuraba hacia la salida de la Terminal Uno con esta intención, oyó
que le llamaba una apremiante voz femenina.
—¡Eh, oye!
Persse reconoció a Cheryl Summerbee, sentada en un taburete detrás de un
mostrador de información de la British Airways. Se detuvo y volvió sobre sus pasos.
—¡Hola! ¿Cómo estás? —dijo.
—Aburrida. Prefiero trabajar con el billetaje, especialmente en la Terminal
Tres…, la de los vuelos de largo recorrido. Hay más… campo de acción. Veo que no

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llevas aquella gorra tan bonita.
—¿Gorra? ¡Ah, te refieres al sombrero del profesor Zapp! Hace demasiado calor.
—¿Estarás aquí mucho tiempo?
—No, solo un día. Esta noche vuelvo a Irlanda. Mañana tengo que incorporarme
a una escuela de verano en Galway.
Cheryl suspiró.
—Me encantaría visitar el oeste de Irlanda. ¿Es muy bonito?
—Lo es. Sobre todo Connemara. Hace unos meses alquilé una casita allí… Mira,
Cheryl, me encantaría charlar contigo, pero lo cierto es que tengo muchísima prisa.
Tengo que regresar a Londres antes de que cierren las librerías.
—¿Qué libro estás buscando?
—Se trata de un libro de poesía… un poema largo titulado The Faerie Queene.
Tengo que consultar urgentemente una referencia.
—No hay problema —dijo Cheryl y, ante la estupefacción de Persse, buscó
debajo del mostrador y sacó una gruesa edición de biblioteca de The Faerie Queene.
—¡Que Dios te bendiga! —exclamó él—. ¡A esto le llamo yo un buen servicio!
Escribiré a la British Airways. Haré que te asciendan.
—Mejor será que no lo hagas —dijo Cheryl—. Es un libro mío, que leo en
momentos de calma. Se supone que no hemos de leer.
Persse, que registraba sus bolsillos en busca del trozo de papel que llevaba escrita
la referencia, miró a Cheryl con sorpresa.
—¿Un libro tuyo? Yo creía que preferías las novelitas tipo Bills and Moon.
Al parecer, había perdido el preciado trozo de papel. Maldición.
—Antes sí —admitió Cheryl—, pero he abandonado esa clase de lecturas. En
realidad son una porquería, ¿no crees? Lees una novela y ya las has leído todas.
—¿De veras? —murmuró Persse abstraídamente.
Trataba de recordar los detalles de aquella referencia escrita con la clara caligrafía
itálica de Angélica. Era la estancia sesenta y algo más, y estaba casi seguro de que se
trataba del Libro Segundo… pero ¿qué canto? Recorrió con la vista cada canto del
Libro Segundo, mientras Cheryl seguía hablando.
—Quiero decir que en realidad ni siquiera son novelas de amor, ¿no crees? No lo
son en el auténtico sentido de lo que llamamos romance. No son más que versiones
desvirtuadas de la novela sentimental de noviazgo y matrimonio que comenzó con la
Pamela de Richardson. Un escenario realista, una protagonista corriente con la que la
lectora pueda identificarse, una simple trama respecto a la búsqueda de un marido, e
interminables preocupaciones acerca de hasta dónde cabe llegar con un hombre antes
del matrimonio. Excitante pero moral.
—Mmmm, mmmm —murmuró Persse distraídamente, hojeando las páginas de
The Faerie Queene con dedos humedecidos.
—El auténtico romance es un tipo de narrativa prenovelístico. Está lleno de
aventuras y coincidencias y sorpresas y maravillas, y tiene cantidad de personajes que

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se han perdido o están encantados, o vagan por ahí buscándose unos a otros, o que
buscan el Grial o algo por el estilo. Desde luego, a menudo están también
enamorados…
—¡Ah! —exclamó Persse al llegar al episodio de la Glorieta de la Felicidad, pues
recordó que Angélica mencionó a Morris Zapp las dos muchachas a las que sir
Guyon ve bañarse en la fuente. Sus ojos se centraron en la estancia 66 y dos palabras
saltaron hacia él desde la página:
Las dos maliciosas doncellas le siguieron espiando
Mirando de reojo su inútil disfraz;
Después una de ellas se agachó en la corriente,
Avergonzada de que un extraño pudiera verla,
Pero la otra se alzó a mucha más altura
Y sus dos pechos de lirio[22] en lo alto expuso,
Y todo lo que pudiera tentar al fundido corazón de él
Con sus encantos, procedió a revelárselo;
El resto quedó oculto debajo y avivó más su deseo.

—¡Lily Papps! —gritó Persse en un arrebato de alegría—. Hay dos chicas, y no


una. ¡Lily y Angélica! Deben de ser hermanas, y gemelas.
Una recatada y otra impúdica. —Se inclinó a través del mostrador y, tomando la
cabeza de Cheryl entre sus dos manos, interrumpió el monólogo que ella todavía
continuaba, con un sonoro beso—. ¡Que Dios te bendiga, Cheryl! —dijo
fervientemente—. Por estar en el lugar adecuado en el momento oportuno y con el
libro que hacía falta. Hoy es un gran día para mí, te lo aseguro.
Cheryl se sonrojó intensamente. Su estrabismo se incrementó y pareció
experimentar una cierta dificultad respiratoria, pero, a pesar de estos síntomas de
estrés, se las arregló para completar la frase que había iniciado antes de que Persse la
truncara:
—… en términos psicoanalíticos, el romance es la búsqueda de satisfacción por
parte de una libido o de un ego deseoso, de una satisfacción que les libre de las
ansiedades de la realidad pero que, con todo, contenga esa realidad. ¿Estaría de
acuerdo con esto?
Persse mostró ahora, con notable retraso, su estupefacción. Miró fijamente los
ojos de Cheryl, que eran de un azul particularmente atractivo.
—Cheryl…, ¿has asistido a clases nocturnas desde que te conocí aquel día?
Cheryl se sonrojó todavía más y bajó la vista.
—No —contestó con voz ronca.
—No irás a decirme que todo eso del romance, de la novela sentimental y del ego
deseoso son ideas tuyas, ¿verdad?
—Lo del ego deseoso es de Northrop Frye —admitió ella.
—¿Tú has leído a Northrop Frye?
El tono de su voz se había alzado como el de un motor de reacción.
—Bueno, leerlo no, exactamente. Alguien me habló de él.

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—¿Alguien? ¿Quién?
Persse notó una nueva aceleración de su excitación interna, las vibraciones
premonitorias de otro descubrimiento. ¿Quién, en todo el mundo, era más probable
que entablara una conversación casual con el personal de tierra, acerca de las
características genéricas del romance?
—Una cliente. Se retrasó su vuelo y estuvimos charlando. Ella observó que yo
tenía una novela rosa debajo del mostrador y me preguntó que por qué leía esas
porquerías… bueno, no con esas palabras, pues no se mostró grosera al respecto, pero
empezó a hablarme de los viejos romances, y de lo muy emocionantes e interesantes
que eran. Y entonces le pedí que me escribiera los títulos de unos cuantos libros, para
pedirlos en la biblioteca. The Faerie Queene fue uno de ellos. Para ser sincera, no me
cae muy bien. Prefería el Orlando furioso, que es más divertido. Ella sabía
muchísimo sobre libros y me parece que su trabajo venía a ser el mismo que el tuyo.
Persse apenas se había atrevido a respirar en el transcurso de esta narración.
—¿Era una mujer joven? —preguntó con voz meliflua.
—Sí, morena y muy guapa, con unos cabellos largos y preciosos. Un apellido que
parecía extranjero, aunque oyéndola hablar no era de suponer que ella lo fuese.
—¿El apellido era… Pabst?
Ahora le tocó a Cheryl el turno de asombrarse.
—Pues sí lo era.
—¿Cuándo estuviste hablando con ella?
—El otro día… El lunes.
—¿Recuerdas adónde iba ella?
—Iba a Ginebra, pero dijo que su destino era Lausana. ¿O sea que la conoces?
—¿Que si la conozco? ¡La amo! —exclamó Persse—. ¿Cuándo sale el primer
avión para Ginebra?
—No lo sé —contestó Cheryl, que había palidecido intensamente.
—Anda, sé buena chica y míralo. ¿Y no mencionó por casualidad dónde se
instalaría en Lausana? ¿Ningún nombre de hotel?
Cheryl negó con la cabeza. Encontrar la información sobre el vuelo parecía
exigirle largo tiempo.
—Vamos, Cheryl, has tardado mucho menos en encontrarme The Faerie Queene
—bromeó Persse, y entonces, con gran sorpresa por su parte, vio que una lágrima
rodaba por la mejilla de ella y caía sobre una página del abierto horario—. ¿Qué
ocurre, por el amor de Dios?
Cheryl se sonó la nariz con un pañuelo de papel, cuadró los hombros y le dirigió
una sonrisa profesional.
—Nada —dijo—. Nuestro próximo vuelo a Ginebra es a las 19:30, pero hay un
vuelo de la Swissair a las 15:45 que puedes utilizar si corres.
Persse corrió.

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Apenas tuvo tiempo para recuperar el aliento antes de que el Boeing 727 de la
Swissair despegara. Persse bendijo el impulso que le había hecho solicitar la tarjeta
American Express, que convertía el volar en algo tan sencillo como tomar un
autobús. Podía recordar aún los complicados prepartivos para su primer vuelo, no
hacía tantos años, de Dublín a Heathrow, incluida la retirada de un grueso fajo de
billetes de su cuenta de ahorro en la Caja Postal, y la entrega del mismo en el
mostrador de la oficina de la Aer Lingus en O’Connell Street, unas semanas antes de
la fecha de partida. Ahora, en cambio, le bastaba con enseñar el pequeño rectángulo
de plástico verde y blanco para verse trasladado a Suiza al cabo de cinco minutos.
En el aeropuerto de Ginebra, Persse cambió por francos el dinero que llevaba
encima y tomó el autobús hasta el centro de la ciudad, donde saltó inmediatamente a
un tren eléctrico con destino a Lausana. Era una tarde calurosa, carente de aire. El
tren corría a lo largo de la orilla del lago, cuya superficie se mostraba lisa y nacarina,
como satén bien tensado, bajo el resplandor del sol poniente que incidía, rosado, en
los picos de las distantes montañas al otro lado del agua. Fatigado por el largo viaje
de la jornada y todas sus excitaciones emocionales, y mecido suavemente por el
vaivén del tren, Persse se quedó dormido.
Despertó repentinamente para encontrar el tren detenido en las afueras de una
gran ciudad. Había oscurecido del todo y había una luna llena reflejada en la
superficie del Lac Léman, a cierta distancia por debajo de las vías. Persse no tenía
idea de dónde se encontraba y en su compartimiento no había ningún pasajero a quien
preguntárselo. Al cabo de unos cinco minutos, el tren avanzó lentamente y entró en
una estación. Unos altavoces murmuraban el nombre: Lausanne; Lausanne». Bajó
del tren —al parecer, fue la única persona que lo hizo— y subió por la escalera hasta
la entrada de la estación. Por un momento, hizo una pausa ante ella, a fin de
orientarse. Delante de él había un patio, en el que esperaban varios taxis. Uno de los
taxistas alzó una ceja interrogativa, pero Persse denegó con la cabeza. Tendría
mejores probabilidades de ver a Angélica, o de ser visto por ella, si exploraba la
ciudad a pie.
Había esa tarde un ambiente de excitación y alegría en las calles de Lausanne que
sorprendió a Persse, que siempre había pensado en los suizos como un pueblo
altamente disciplinado y decoroso. Las aceras estaban abarrotadas de paseantes,
muchos de ellos ataviados teatralmente según modas de otros tiempos. Parecía como
si este año hiciera furor en Lausana el estilo de principios de los veinte: modelos de
chaqueta con falda larga para las mujeres, y trajes con chaleco y solapas pequeñas y
estrechas para los hombres. Desde las terrazas de los cafés, bajo hileras de bombillas
de colores, rostros sonrientes contemplaban la calle. Las manos señalaban y
gesticulaban. Un murmullo de conversaciones multilingües se alzaba desde las mesas
y se mezclaba con las observaciones de los peatones que desfilaban ante ellas, de

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modo que para los oídos de Persse, a punto para detectar un posible saludo de
Angélica, el efecto venía a ser como el de hacer girar al azar el sintonizador de una
radio potente, captando fragmentos de una emisora extranjera tras otra. «Bin gar
keine Russin, stamm’ aus Litauen, echt deutsch… Et O ces voix d’enfants, chantant
dans la coupole!… Pois ascose nelfoco chegliaffina…» Aunque era mal lingüista y
solo hablaba inglés e irlandés con una cierta fluidez, estos retazos de conversación le
parecieron extrañamente familiares a Persse, así como la letra de una canción que le
llegó desde una ventana abierta, entonada por una voz de tenor operístico:
Frisch weht der Wind
Der Heimat zu
Mein Irisch Kind,
Wo Weilest du?

Persse se detuvo debajo de la ventana para escuchar. En algún rincón de las calles
vecinas, un reloj dio las nueve, con un sonido apagado en la novena campanada,
aunque según el reloj de pulsera de Persse pasaban ya veinticinco minutos de esa
hora. Una mujer con traje largo, apoyada en el brazo de un hombre con sombrero de
copa y una capa, pasó rozándole mientras decía a su acompañante:
—Y cuando éramos niños y nos alojábamos en casa del archiduque, mi primo me
sacaba a pasear en trineo y yo me sentía asustada.
Persse giró sobre sus talones y se quedó mirando a la pareja, mientras se
preguntaba si estaba soñando o deliraba. Un joven le metió una tarjeta en la mano:
«Madame Sosostris, vidente. Horóscopos y Tarot. La mujer más sabia de Europa».
—¡Stetson!
Persse abandonó su confusa inspección de la tarjeta para mirar a un hombre
vestido con el uniforme de un oficial de la Primera Guerra Mundial, cinturón Sam
Browne y polainas, que se dirigía hacia él, alzado su bastón de mando.
—¡Tú que estabas embarcado conmigo en Mylae! Ese cadáver que plantaste el
año pasado en tu jardín, ¿ha empezado a retoñar? ¿Florecerá este año?
Persse retrocedió, alarmado, y un grupo de personas en el jardín de una cervecería
cercana, vestidas con ropas modernas y corrientes, se rieron y aplaudieron. El
desequilibrado de uniforme pasó raudo ante Persse y se perdió entre la multitud. Al
poco rato, Persse pudo oírle dirigiéndose a alguien con su grito de «¡Stetson!». El
reloj volvió a dar las nueve. Una hilera de hombres, ataviados con idénticos trajes
rayados de calle y con sombreros hongo, y que empuñaban paraguas enrollados,
marcaba el paso a lo largo de la acera, cada hombre con los ojos fijos en el suelo, ante
sus pies. Les seguía toda una alegre y sonriente muchedumbre de juerguistas con
pantalones vaqueros y vestidos veraniegos, que arrastraron al estupefacto Persse hasta
que volvió a encontrarse cerca de la estación. Vio un rótulo de neón, English Pub, y
se dirigió hacia él, pero el lugar estaba tan abarrotado de público que ni siquiera pudo
franquear la puerta. En el exterior, un cartel anunciaba: «Esta noche, de las 8 a las 10,
cerveza a precios de 1922». Desde el interior llegaba, cada unos pocos minutos, una

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ronca exclamación: «¡DENSE PRISA POR FAVOR QUE SE VA A CERRAR!»,
seguida por los gruñidos y las súplicas de los que todavía esperaban ser atendidos.
Persse notó la presión de una mano en su hombro y se volvió para enfrentarse a un
semblante muy moreno y correoso, con ojos encapirotados y una sonrisa reptiliana.
—¡Profesor Tardieu! —exclamó, contento de ver una cara familiar, aunque fuese
aquella.
El otro meneó la cabeza, sin dejar de sonreír.
—Je m’appelle Eugenides —dijo—. Négotiant de Smyrne. Goütez la
marchandise, je vous prie.
Sacó la mano del bolsillo de su chaqueta y le ofreció, en la abierta palma, unas
cuantas pasas arrugadas.
—Por el amor de Dios —imploró Persse—, dígame qué está ocurriendo aquí.
—Creo que lo llaman teatro callejero —contestó Tardieu en su impecable inglés
—. Pero seguramente usted ya ha leído algo al respecto en el programa del
simposio…
—¿Qué simposio? —preguntó Persse—. Es que yo acabo de llegar.
Tardieu le miró fijamente por unos momentos y después prorrumpió en una
prolongada carcajada.

Por sugerencia de Tardieu, bajaron en el funicular hasta el puertecillo de Ouchy y


compartieron un tentempié de perches du lac y vino blanco seco ante una taberna
junto al agua. Desde el interior del bar llegaba el agradable gemido de una
mandolina, pues el happening «Tierra baldía» llegaba incluso allí.
—Cada tres años, el T. S. Eliot Newsletter organiza un congreso internacional
sobre la obra del poeta en algún lugar con el que este estuvo asociado —explicó
Tardieu—. Saint Louis, Londres, Cambridge Mass., y la última vez fue East Cooker.
Mucho me temo que saturamos en exceso ese pueblecillo encantador. Este año le ha
tocado el turno a Lausana. Como sin duda ya sabe, Eliot redactó aquí el primer
borrador de La tierra baldía, mientras se recuperaba de un trastorno nervioso en el
invierno de 1921 a 1922.
—«Junto a las aguas del Léman me senté y lloré» —citó Persse.
—Precisamente. En mi opinión, la crisis se vio precipitada por la incapacidad del
poeta para aceptar su homosexualidad latente… En principio, desapruebo este tipo de
insistencia sobre los orígenes biográficos del texto literario, pero algunos amigos de
aquí me persuadieron para que me sumara al congreso camino de Viena, y debo
admitir que la idea de representar La tierra baldía en las calles de Lausana fue muy
imaginativa. Y muy divertida.
—¿Y quiénes son los que actúan? —preguntó Persse.
—En su mayoría, estudiantes de la Universidad local, con el refuerzo de unos
cuantos voluntarios entre los congresistas, como yo… y Fulvia Morgana, que se

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encuentra allí. —Michel Tardieu saludó con la cabeza a una dama de rojizos cabellos
y nariz romana, que llevaba un vestido negro muy ceñido y adornado con lentejuelas,
y que se sentaba ante una mesa con un hombre bajito y delgado, de aspecto judío—.
«Belladonna, la Dama de las Situaciones.» El hombre es el profesor Gootblatt, de
Penn. Él da toda la impresión de desear encontrarse en otra parte, ¿no le parece?
Por alguna razón que de momento no pudo identificar, el nombre «Fulvia» hizo
que Persse pensara en Morris Zapp.
—¿Está Morris Zapp en este congreso?
—No. Se le esperaba la semana pasada en el congreso de Viena sobre Narrativa,
pero no llegó. Fue objeto de un retraso narrativo todavía inexplicado —dijo Tardieu
—. Pero usted, joven, ¿qué hace en Lausana, si no estaba enterado del congreso?
—Estoy buscando a una chica.
—Ah, sí, lo recuerdo —Tardieu suspiró ante la reminiscencia—. Esto era lo malo
de mi ayudante, Albert. Él siempre buscaba una chica. Cualquier chica, en su caso.
Ingrato muchacho…, tuve que dejarle marchar. Pero le echo de menos.
—La chica a la que yo busco debe de estar en este congreso —dijo Persse—.
¿Dónde se celebra este? ¿A qué hora es la primera sesión, mañana?
—Mais, c’est fini! —exclamó Tardieu—. El congreso ha terminado. El teatro
callejero era el acto de clausura. Mañana nos dispersamos todos.
—¿Qué? —Persse, desalentado, se levantó bruscamente—. En este caso, debo
empezar en seguida a buscarla. ¿Dónde puedo conseguir una lista de todos los hoteles
de Lausana?
—Pero es que los hay a cientos, amigo mío. De este modo, nunca la encontrará.
¿Cómo se llama la señorita?
—No habrá oído hablar de ella, pues solo es una estudiante recién graduada. Se
llama Angélica Pabst.
—Claro. La conozco muy bien.
—¿Sí? —Persse volvió a sentarse.
—Mais oui! El año pasado siguió mis clases en la Sorbona.
—¿Y asiste a este congreso?
—Ciertamente. Esta noche era la chica de los jacintos. Ya sabe:
Me diste jacintos por primera vez hace un año;
Me llamaron la chica de los jacintos.

—Sí, sí —asintió Persse con impaciencia—. Conozco de sobra el poema. Pero


¿dónde puedo encontrarla?
—Vagaba por las calles, con un vestido blanco y largo, y con los brazos cargados
de jacintos. Encantadora, si a uno le gusta esa clase de belleza femenina, morena y un
tanto exuberante.
—A mí sí —afirmó Persse—. ¿Tiene alguna idea del lugar donde se aloja?
—Con su característica eficiencia, nuestros anfitriones suizos nos han procurado

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una lista con los alojamientos de los congresistas —contestó Tardieu, sacando un
papel doblado del bolsillo interior de su chaqueta. Recorrió con un dedo largo y
oscuro una lista—. Sí, ahí está. Pabst A., Mademoiselle. Pensión Bellegarde, Rué de
Grand-Saint-Jean.
—¿Y dónde cae eso?
—Yo se lo enseñaré —dijo Tardieu, pidiendo con un gesto la nota al camarero—.
Parece un alojamiento modesto para quien tiene un padre extremadamente rico.
—¿Lo es?
—Tengo entendido que es presidente ejecutivo de una de las compañías de
aviación norteamericanas.
—¿Conoce usted mucho a Angélica? —preguntó Persse al profesor francés,
mientras el funicular les devolvía a la ciudad.
—No mucho. Vino a la Sorbona un año, como estudiante posgraduada libre. En
mis clases, solía sentarse en primer fila, mirándome a través de unas gafas de gruesa
montura. Siempre tenía una libreta abierta y una pluma en la mano, pero nunca la vi
escribir ni una sola letra. Debo confesar que esto me picó en mi amor propio. Un día,
al salir del aula, me detuve delante de ella y me permití una pequeña broma.
«Perdone, mademoiselle —le dije—, pero esta es la séptima clase mía a la que asiste
y su libreta sigue en blanco. ¿Acaso no he pronunciado ni una palabra digna de ser
registrada?» ¿Sabe lo que me contestó? «Profesor Tardieu, no es lo que usted dice lo
que más me impresiona, sino aquello sobre lo que guarda silencio: ideas, moralidad,
amor, muerte, cosas… Esta libreta —hizo pasar sus vacías páginas— es el registro de
sus profundos silencios. Vos silences profonds». Habla un francés excelente. Yo me
alejé radiante de orgullo. Más tarde me pregunté si se había burlado de mí. ¿A usted
qué le parece?
—No me atrevería a aventurar una opinión —respondió Persse, recordando una
de las observaciones de Angélica en Rummidge: «Conviene tratar con miramientos a
estos profesores. Conviene halagarles un poco».
Preguntó a Tardieu si conocía a la hermana de Angélica.
—¿Hermana? No. ¿Tiene una hermana?
—Estoy seguro de que la tiene.
—Esta es la calle.
Al doblar la esquina, Persse sintió un súbito pánico al comprender que no sabía lo
que iba a decirle a Angélica. Que la amaba, desde luego… pero esto ella ya lo sabía.
¿Que la había juzgado mal? Pero esto también lo sabía, aunque él esperaba que no
sospechara hasta qué punto. Con toda la excitación que suponía perseguirla a ella, o a
su doble, a través de Europa, nunca había pensado en prepararse un discurso
apropiado para el momento del encuentro. Casi esperaba que ella se encontrase aún
en las calles de Lausana, con los brazos llenos de jacintos, para que él tuviera tiempo
de sentarse en el salón de la pensión y prepararse antes de que ella regresara.
Tardieu se detuvo frente a una casa con un pequeño rótulo pintado bajo una luz y

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sobre la puerta: Pensión Bellegarde.
—Ya ha llegado —dijo—. Le deseo una buena noche… y mucho éxito.
—¿No quiere entrar?
Persse se sentía absurdamente nervioso ante la perspectiva de encontrarse con
Angélica a solas.
—No, no, mi presencia sería superflua —contestó Tardieu—. Por esta noche, doy
por realizada mi función narrativa.
—Su ayuda me ha sido valiosísima —dijo Persse.
Tardieu sonrió y se encogió de hombros.
—Si uno no es un sujeto o un objeto, debe ser una ayuda o un oponente. A usted
le ayudo. Al profesor Zapp, me opongo.
—¿Y por qué se opone a él?
—¿No ha oído hablar de una cátedra de la UNESCO para crítica literaria?
—Ah, eso…
—Sí, eso. Au revoir.
Se estrecharon las manos y Persse notó un objeto pequeño como una pastilla
oprimido contra su palma. Al alejarse el otro, colocó la mano bajo la luz de un farol y
descubrió, adherida a ella, una solitaria pasa de Corinto. La mordisqueó, dio media
vuelta, respiró profundamente y llamó al timbre de la pensión.
Una mujer de mediana edad, con un pulcro vestido negro, abrió la puerta.
—Oui monsieur?
—Je cherche une jeune femme —tartamudeó Persse—. La señorita Papps, digo la
señorita Pabst. Tengo entendido que se aloja aquí.
—¡Ah, la señorita Pabst! —La mujer sonrió y acto seguido frunció el entrecejo—.
Por desgracia, ya se ha marchado.
—¡Oh, no! —gimoteó Persse—. ¿Quiere decir que se ha marchado
definitivamente?
—Pardon?
—Si se ha despedido, si se ha marchado de Lausana…
—Oui, m’sieu.
—¿Y cuándo se ha marchado?
—Hace media hora.
—¿Ha dicho adónde iba?
—Ha preguntado horarios de trenes para Ginebra.
—Gracias.
Persse dio media vuelta y volvió a la calle. Corrió durante todo el trayecto hasta
la estación, utilizando la parte central de la calzada, ya que todas las aceras estaban
todavía atestadas de gente, y aclamado por los mirones, evidentemente convencidos
de que también él formaba parte del teatro callejero, a pesar de que no podía recordar
que nadie corriese en La tierra baldía, un poema más bien ambulatorio. Utilizó tales
pensamientos para distraerse de la punzada que sentía en el costado y de su pesar por

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no haber podido encontrar a Angélica por tan escaso margen. Irrumpió en la estación
y lanzó a la primera pregunta que encontró un «¿Genéve?» interrogativo. El hombre
señaló hacia una escalera y Persse bajó los escalones de la misma de tres en tres, pero
había sido mal informado o acaso él lo había entendido mal, pues el tren estaba
formado en el andén opuesto, separado de él por otra vía. Oyó puertas que se
cerraban de golpe y la aguda nota de un silbato. No había tiempo para volver sobre
sus pasos; su única posibilidad de tomar aquel tren consistía en cruzar la vía y
abordarlo desde este lado. Miró a uno y otro lado de las vías para verificar que
estuvieran libres, pero en el momento de ir a bajar dos brazos uniformados se
cerraron a su alrededor y le alejaron del borde del andén.
—Non, non, m’sieu! C’est defendu de traverser!
Por un momento Persse quiso luchar, pero al ver que el tren se movía ya
suavemente y abandonaba la estación, desistió. En uno de los compartimientos atisbo
la parte posterior de la cabeza de una muchacha morena que bien hubiera podido ser
Angélica.
—¡Angélica! —gritó con tanta desesperación como futilidad.
El empleado de la estación soltó a Persse y le miró con desaprobación.
—¿Cuándo sale el próximo tren para Ginebra? —preguntó Persse—. Á quelle
heure le train prochain pour Genéve?
—Demain —contestó el hombre con virtuosa satisfacción—. Á six heures et
demi.
Al salir Persse al patio de la estación, un taxista le miró enarcando
interrogativamente una ceja. Esta vez aceptó la propuesta.
—Pensión Bellegarde —dijo, al desplomarse, exhausto, en el asiento posterior.
La luz sobre la puerta principal de la pensión estaba apagada, y la dueña tardó
más tiempo en acudir a la llamada de Persse. Pareció sorprendida al verle de nuevo.
—Por favor, necesito una habitación para esta noche.
La mujer movió negativamente la cabeza.
—Lo siento, m’sieu, pero estamos al completo.
—¡No puede ser! —protestó Persse—. La señorita Pabst acaba de marcharse.
¿Puedo tener la habitación que ella ha dejado libre?
La mujer le señaló su reloj de pulsera.
—Es tarde, m’sieu. Hay que limpiar la habitación y cambiar la ropa de la cama, y
esto ya no puede hacerse esta noche.
—Madame —rogó Persse fervientemente—, déjeme ocupar esa habitación tal
como está y le pagaré el doble.
La dueña de la pensión se mostró claramente suspicaz ante esta oferta de un
extranjero sin equipaje, con los ojos extraviados y aspecto desaseado, pero cuando él
explicó que la señorita que había ocupado la habitación era objeto de su desvelo
sentimental, sonrió amablemente y dijo que podía ocupar la habitación tal como
estaba a mitad de precio.

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La habitación se encontraba debajo del voladizo del tejado de la casa, con una
buhardilla que ofrecía una vista del distante lago. La ventana estaba cerrada y el aire
dentro de la habitación estaba densamente perfumado por un gran ramo de jacintos
que, medio aplastados, se marchitaban en la papelera. La habitación presentaba todos
los signos de una reciente y presurosa partida. Persse recogió una toalla todavía
húmeda del suelo, bajo el lavabo, y se la llevó a la mejilla. Bebió las gotas de agua
que había en el fondo de un vaso de vidrio, tan reverentemente como si fuera vino de
comunión. Desdobló cuidadosamente un arrugado pañuelo de papel que había
quedado sobre la mesa de tocador, descubriendo en su centro la leve impresión de un
par de labios rojos, sobre los cuales oprimió los suyos. Durmió desnudo entre sábanas
todavía arrugadas por el contacto con las adorables piernas de Angélica, e inhaló a
partir de la almohada, bajo su cabeza, la fragancia todavía presente del champú de
ella. Se quedó dormido en un delirio de dulces sensaciones, punzante pena y
agotamiento físico.
Al despertar la mañana siguiente, hizo dos preciosos descubrimientos debajo de
los jacintos en la papelera: unos leotardos de nylon con un agujero en una rodilla, que
se metió en un bolsillo interior cerca de su corazón, y un trozo de papel con un
número de teléfono y la anotación TAA 426 Dep. 22:50 arr 06:20» escritos en clara
cursiva, con el que bajó inmediatamente a la cabina telefónica de la planta baja.
Marcó el número y le contestó una voz femenina.
—Transamerican Airways.
—¿Puede decirme el destino de su vuelo 426 que salió de Ginebra a las 22:50 de
la noche pasada?
—Sí, señor, el vuelo 426 a Nueva York y Los Ángeles hubiera tenido que salir a
esa hora la noche pasada, pero debido a un problema técnico el vuelo quedó aplazado
hasta esta mañana. Tuvimos que fletar otro avión.
—¿Y cuándo salió?
—Parte dentro de una hora. A las 09:30, señor.
—¿Hay una plaza libre?
—Muchas, señor, pero es mejor que venga en seguida.
Persse metió una generosa cantidad de francos en la mano de la estupefacta dueña
de la pensión y corrió colina abajo hasta la hilera de taxis frente a la estación.
—Aeropuerto de Ginebra —jadeó, derrumbándose en el asiento posterior—. Tan
rápido como pueda.
La carretera hasta el aeropuerto era en su mayor parte autovía, y en ella el taxi
adelantó a todos los demás vehículos. Llegaron a la terminal de Salidas
Internacionales cuando eran las nueve en punto. Persse entregó todos los francos que
le quedaban al taxista, que pareció plenamente satisfecho, y se precipitó hacia las
puertas automáticas, que se abrieron con el tiempo justo para evitar que se estrellara
contra sus cristales. Dos empleados de la Transamerican, un hombre y una chica que
charlaban tranquilamente detrás del vacío mostrador, alzaron la vista con sorpresa

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cuando Persse arremetió contra el mostrador.
—¿Tienen una pasajera llamada Pabst en el Vuelo 426? —inquirió—. ¿La
señorita Angélica Pabst?
El hombre consultó su ordenador y confirmó que la señorita Pabst había sacado
billete para ese vuelo y que su destino era Los Ángeles.
—Déme un billete para Los Ángeles, por favor, y un asiento lo más cerca posible
de la señorita Pabst.
Aunque técnicamente el vuelo estaba cerrado y los pasajeros ya subían a bordo, el
hombre consiguió permiso para facilitarle un billete a Persse, y en ello ayudó el
hecho de que este no llevara equipaje. Los dos empleados respondieron con eficacia a
la urgencia de la transacción, pues mientras el hombre cumplimentaba el billete y el
talón de la tarjeta de crédito, la joven le adjudicó un asiento.
—Tiene usted suerte, caballero —dijo, estudiando la pantalla de su ordenador—.
Hay un asiento libre al lado de la señorita Pabst.
—¡Espléndido! —exclamó Persse.
Tuvo una visión de sí mismo, el último en abordar el avión, caminando a lo largo
del pasillo y deslizándose en el asiento contiguo al de Angélica mientras esta tenía la
cabeza vuelta para mirar por la ventanilla, y diciendo a media voz… ¿diciendo qué?
«Hola. Cuánto tiempo sin verte. ¿Vas muy lejos? ¿Olvidaste (mostrándole los
agujereados leotardos) esto?» O, todavía mejor, sin decir nada, esperando tan solo
saber cuánto tardaría ella en bajar la vista y reconocer los gastados zapatos de él, o el
dorso de su mano en el brazo de la butaca entre ellos, o simplemente en sentir las
vibraciones de excitación y expectación que fluían desde el corazón de él, y volverse
para mirarle.
—Aquí tiene su tarjeta Amex, señor —dijo el hombre—. ¿Puedo ver su
pasaporte?
—Claro.
Persse miró su reloj. Eran las 9:15.
El hombre abrió el pasaporte, frunció el ceño y pasó las hojas con lentitud.
—No encuentro su visado, caballero —dijo por fin.
Si no lo sabía antes, Persse supo ahora qué era sentir una mano de hielo que le
estrujara el corazón.
—¡Jesús! ¿Necesito un visado?
—No puede volar a Estados Unidos sin un visado, señor.
—Lo siento. No lo sabía.
El hombre suspiró y, lentamente, rompió en menudos fragmentos el billete de
Persse y el recibo American Express.

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III

¡uuuuiiiiiiiiIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIII! El grito de los motores de reacción llega a un


crescendo en las pistas de todo el mundo. Cada segundo, en un lugar u otro, un avión
toca el suelo con una bocanada de humo procedente de goma de neumático quemada,
o se eleva en el aire, dejando una pincelada de negra humareda que se disuelve en su
estela. Desde el espacio, la tierra podría parecerle al ojo fantasioso una especie de
enorme tiovivo, con aviones en vez de caballitos girando alrededor de su
circunferencia, arriba y abajo, arriba y abajo. ¡uuuuiiiiiiii!
Está avanzando el mes de julio, y tanto escuelas como institutos y universidades
han comenzado sus vacaciones estivales. Los académicos que se dirigen a sus
congresos deben competir por el espacio aéreo con los que comienzan sus vacaciones
y los turistas de package.Las salas de los aeropuertos están congestionadas, sus
suelos están llenos de vasos de papel, los ceniceros desbordan y los bares se han
quedado sin hielo. Todo el mundo viaja. En Europa, los norteños se dirigen hacia el
sur, en busca de las playas sin sombras y las aguas contaminadas del Mediterráneo,
mientras que los sureños huyen hacia las frías rías y las encapotadas montañas de
Escocia y de Escandinavia. Los asiáticos vuelan hacia el oeste y los americanos hacia
el este. La nuestra es una civilización de equipajes ligeros, de permanente disyunción.
Todo el mundo parece partir o regresar de algún lugar. Jerusalén, Atenas, Alejandría,
Viena, Londres. O Ajaccio, Palma, Tenerife, Faro, Miami.
En Gatwick, viajeros de pálidos rostros, con ropas bien planchadas e
indumentarias de safari, agarrando ansiosamente sus pasaportes y sus billetes de
avión, corren desde la estación ferroviaria Southern Región hasta la Air Terminal,
luchando contra una oleada de réplicas suyas, tostadas por el sol y arrugadas, que
fluyen en la dirección opuesta, cargadas con cestos de mimbre, muñecas con trajes
regionales, sombreros de paja y cantidades letales de cigarrillos y aguardiente libres
de impuestos.
Persse McGarrigle se ve arrastrado por la corriente de partida. Ha pasado casi una
semana desde el desastre en el aeropuerto de Ginebra, y durante este tiempo ha
volado hasta Irlanda, ha encontrado un sustituto en la escuela de verano Celtic
Twilight y ha obtenido un visado para Estados Unidos. Ahora está camino de Los
Ángeles, en busca de Angélica, utilizando el Skytrain, el servicio rápido y sin
reservas que, según le anuncian carteles en todo Londres, es la forma más barata de
viajar a Estados Unidos. Pero los mostradores de billetaje de la Laker están
ominosamente desiertos. ¿Ha cometido un error respecto a la hora de salida? No. Por
desgracia, el Skytrain ha sido suspendido debido a la prohibición de vuelo para los
DC-10, le replica a Persse el personal de Laker con pesar, compasión y una cierta
incredulidad. ¿Es posible que todavía quede en el mundo alguien que no haya oído
hablar de la orden de quedarse en tierra para los DC-10? Últimamente no he leído la

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prensa, dice en son de excusa. Vivía en una casita de Connemara, escribiendo versos.
¿Cuál es el medio más rápido para trasladarme a Los Ángeles? Bueno, contestan,
podría tomar el helicóptero de Heathrow, aunque le costará lo suyo, y probar suerte
con las grandes nacionales. O también podría ir desde aquí, vía Braniff, a Dallas-Fort
Worth, pues tienen conexiones con LA. Persse consigue el último asiento del turno de
espera en un Boeing 747 pintado de un llamativo color anaranjado, que le lleva a un
aeropuerto tan inmenso que no es posible ver su perímetro a menos de dos mil pies de
altitud, y que se cuece como una enorme galleta a una temperatura de cuarenta
grados; tirita durante tres horas en un edificio de la terminal, de cristales tintados y
acondicionado a la temperatura de un refresco de cola helado, y vuela a California en
un Boeing 707 de la Western Airlines.
Ha caído ya la noche cuando inician su descenso hacia Los Ángeles, y la ciudad
ofrece una visión sobrecogedora desde el aire —una centelleante parrilla de luz de un
extremo al otro del horizonte—, pero Persse, que lleva viajando veintidós horas
seguidas, está demasiado fatigado para admirarla. Ha tratado de dormir en los dos
aviones, pero le han despertado una y otra vez para darle comida. En la última cena
ofrecida, apenas ha tenido fuerzas para abrir la bolsa de plástico con los cubiertos.
Sale tambaleándose de la terminal para encontrarse con la cálida noche
californiana, y se queda de pie, como aturdido, en la acera, mientras coches y
autobuses desfilan en interminable procesión. Un hombre se planta en el bordillo de
la acera y hace señas a un minibús que exhibe en su flanco el rótulo «Beverly Hills
Hotel», y el vehículo se detiene de inmediato y su puerta se abre con un silbido de
aire comprimido. El hombre sube y Persse le sigue. El trayecto es gratuito y la
habitación del hotel es prodigiosamente cara, muy distante del tipo de alojamiento al
que normalmente recurre Persse, pero está demasiado cansado para objetar o para
contemplar la posibilidad de una alternativa más barata. Un portero insiste en tomar
su bolsa deportiva, ridículamente pequeña, que es todo el equipaje que lleva, y en
guiarle por largos corredores alfombrados decorados con un dibujo de enormes hojas
verdes, ligeramente siniestras, por encima del friso, hasta hacerle entrar en una
soberbia suite con una cama tan grande como un campo de fútbol. Persse se
desprende de sus ropas y se mete en la cama, se queda dormido instantáneamente, se
despierta tan solo tres horas más tarde —las 2 de la madrugada según la hora local,
pero las 10 de la mañana de acuerdo con su reloj corporal— y trata de adormecerse
de nuevo estudiando las entradas con el apellido «Pabst» en la guía telefónica de Los
Ángeles. En total, hay veintisiete abonados con este nombre y ninguno de ellos se
llama Hermann.

Pero ¿dónde está Morris Zapp? Su ausencia en Viena suscitó poco interés, pues es
frecuente que la gente deje de asistir a congresos para los que provisionalmente se ha
inscrito. Pero en Bellagio existe una preocupación considerable. Morris Zapp ya no

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regresó de su sesión de jogging aquella tarde, después de escribir su carta a Arthur
Kingfisher. La carta es extraída del buzón de salidas en el vestíbulo de la villa y
confiscada por la policía, como posible fuente de pistas relativas a su desaparición;
nunca será enviada y Arthur Kingfisher nunca sabrá que fue invitado al ciclo de
conferencias de Jerusalén. Se envían patrullas de búsqueda a los bosques y se habla
de dragar el lago.
Unos días más tarde, Désirée, que pasa sus vacaciones en Niza, recibe una
llamada telefónica en la habitación de su hotel, procedente del Herald-Tribune de
París. Es una voz varonil norteamericana, joven y con el aliento un tanto
entrecortado.
—¿Es la señora Désirée Zapp?
—Ya no.
—¿Cómo dice, señora?
—Antes era la señora Désirée Zapp. Ahora soy Désirée Byrd.
—¿La esposa del profesor Morris Zapp?
—La ex esposa.
—¿La autora de Días difíciles?
—Ahora empieza a acertar.
—Acabamos de recibir una llamada telefónica, señora Zapp…
—Byrd.
—Perdone, señora Byrd. Acabamos de recibir una llamada anónima para decirnos
que su marido ha sido secuestrado.
—¿Secuestrado?
—Así es, señora. Lo hemos verificado con la policía italiana y parece ser cierto.
Hace tres días, el profesor Zapp salió de una villa en Bellagio para practicar el
jogging y ya no regresó.
—Pero, hombre de Dios, ¿por qué querría alguien secuestrar a Morris?
—Bueno, los secuestradores piden un rescate de medio millón de dólares.
—¿Qué? ¿Y quién creen que va a pagar todo ese dinero?
—Bien, supongo que usted, señora.
—Por mí pueden irse a hacer puñetas —dice Désirée, colgando el teléfono.
El joven no tarda en volver a ocupar la línea.
—Pero ¿no es verdad, señora Zapp…, señorita Byrd, que usted cobró medio
millón de dólares solo por los derechos cinematográficos de Días difíciles?
—Sí, pero yo me gané ese dinero y, desde luego, no lo gané para recuperar un
marido del que tuve la suerte de desembarazarme hace años.
Désirée cuelga de golpe, pero casi inmediatamente vuelve a sonar el teléfono.
—No tengo nada más que añadir —afirma tajante.
Hay un momento de silencio y después una voz con marcado acento dice:
—¿Es la signora Zapp?

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Persse desayuna en una agradable sala de la planta baja del Beverly Hills, llamada el
Polo Lounge y que está llena de personas que parecen estrellas cinematográficas y
que, como gradualmente deduce, son estrellas cinematográficas. El desayuno cuesta
lo mismo que una cena de tres platos en el mejor restaurante de Limerick. Su tarjeta
American Express satisfará la nota, pero a Persse empieza a preocuparle pensar en las
deudas que está acumulando en el ordenador de la Amex. Unos cuantos días viviendo
en este lugar liquidarían el resto de su cuenta bancaria, pero de nada serviría
abandonar el hotel antes del mediodía. Vuelve a su lujosa suite y telefonea a los
veintisiete Pabst del listín, sin encontrar ninguno que admita tener una hija llamada
Angélica. Y entonces, no sin maldecirse a sí mismo por no haber pensado antes en
esta solución, empieza a dirigirse a las oficinas centrales de las compañías aéreas en
las páginas amarillas, preguntando por el señor Pabst, hasta que por fin la telefonista
de la Transamerican dice:
—Un momento. Hablará con la secretaria del señor Pabst.
—Oficina del señor Pabst —anuncia una sedosa voz californiana.
—¿Podría hablar con el señor Pabst?
—Lo siento, pero en este momento está reunido. ¿Puede dejarme un mensaje?
—Es que se trata de un asunto más bien personal. En realidad, lo que deseo es
verle. Y urgentemente.
—Me temo que hoy no va a ser posible. El señor Pabst tiene reuniones toda la
mañana y esta tarde vuela a Washington.
—Oiga, pues esto es terrible. Yo he volado desde Irlanda para verle.
—¿Estaba usted citado, señor…?
—McGarrigle. Persse McGarrigle. No, no estoy citado. Pero tengo que verle. —Y
entonces arriesga—: Se trata de su hija.
—¿Cuál?
¡Cuál! Persse cierra su mano libre y descarga un puñetazo triunfal en el aire.
—Angélica —dice—. Pero también Lily, en cierto modo.
Hay un silencio pensativo al otro lado de la línea.
—¿Puedo volver a llamarle respecto a este asunto, señor McGarrigle?
—Sí. Me alojo en el Beverly Hills Hotel —dice Persse.
—El Beverly Hills, perfectamente. —La secretaria parece impresionada y diez
minutos mas tarde el teléfono suena—. El señor Pabst puede verle unos pocos
minutos en el aeropuerto, antes de que salga su avión para Washington —le dice—.
Le ruego que esté en el Club Alfombra Roja, en la terminal de la Transamerican, a la
1:15 de esta tarde.
—Allí estaré —asegura Persse.

Morris oye la llamada de un teléfono en la habitación contigua. No sabe dónde está


porque le hicieron perder el conocimiento con una inyección cuando le secuestraron,

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y cuando despertó, sabía Dios cuántas horas más tarde, tenía los ojos vendados. Por el
canto de los pájaros y la ausencia de ruidos de tráfico más allá de las paredes de su
habitación deduce que se encuentra en el campo, y por la frialdad del aire alrededor
de sus piernas, todavía cubiertas con los shorts de seda roja, que está en la montaña.
Se quejó vivamente de la venda en los ojos, hasta que sus captores le explicaron que
si por casualidad veía a alguno de ellos, se verían obligados a matarle, y desde
entonces su principal temor ha sido el de que la venda se deslice accidentalmente. Les
ha pedido que llamen a la puerta antes de entrar en el cuarto, a fin de que él pueda
prevenirles en caso de que se produzca tal eventualidad. Entran para traerle sus
comidas, desatarle las manos para que pueda comer, o para acompañarle al retrete.
No le permiten salir al exterior y, por consiguiente, ha de hacer ejercicio caminando
de un lado a otro de su pequeño y angosto dormitorio. La mayor parte del tiempo lo
pasa echado en el camastro, acosado por un monótono ciclo de rabia, autocompasión
y miedo. Al ir transcurriendo los días, sus ansiedades se han hecho más básicas. Al
principio, le preocupaban sobre todo las disposiciones para el congreso de Jerusalén,
pero más tarde el conservar la vida. Cada vez que suena el teléfono en la habitación
contigua, nota un irracional espasmo de esperanza. Es el jefe de la policía, o bien los
militares, o los Marines norteamericanos. «Sabemos quiénes sois y estáis totalmente
rodeados. Soltad a vuestro prisionero sin hacerle el menor daño y salid con las manos
sobre las cabezas.» No tiene ni la menor idea del contenido real de las
conversaciones, puesto que se sostienen en italiano y en un bajo murmullo.
Uno de los guardianes de Morris, al que llaman Carlo, habla inglés y por él
Morris ha deducido que no ha sido secuestrado por la Mafia ni tampoco por los
esbirros de algún rival en pos de la cátedra de la UNESCO, como por ejemplo Von
Turpitz, sino por un grupo de extrema izquierda dispuesto a combinar una
recaudación de fondos con una manifestación de sentimientos antiamericanos.
Evidentemente, la Villa Rockefeller y su opulento estilo de vida se les antojaba una
arrogante exhibición de imperialismo cultural norteamericano (aunque, tal como
señaló Morris, fuese utilizada por eruditos de todas las naciones) y el secuestro de un
residente bien relacionado como una forma efectiva de protesta que tendría también
la ventaja de financiar futuras aventuras terroristas. De alguna manera —Morris no
puede imaginar cómo y Carlo se guarda de decírselo— averiguaron la relación entre
el profesor americano que cada tarde practicaba el jogging a las cinco y media, a lo
largo del mismo camino a través de los bosques cerca de la Villa Serbelloni, y
Désirée Byrd, la rica escritora norteamericana que, según el Newsweek, había ganado
más de dos millones de dólares en royalties y derechos subsidiarios con su novela
Días difíciles. El único pequeño error cometido fue el de suponer que Morris y
Désirée todavía estaban casados, y la enfática aseveración de Morris en lo tocante a
su divorcio desalentó visiblemente a sus secuestradores.
—Pero ella tiene muchísimo dinero, ¿no? —inquirió Carlo, con ansiedad—. Y
ella no quiere que usted muera, ¿no es así?

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—Yo no estaría tan seguro —repuso Morris.
Esto ocurría el Día Dos, cuando todavía era capaz de mostrar algo de humor, pero
hoy es el Día Cinco y ya no le queda la menor gana de reírse. Les está costando
mucho localizar a Désirée, a la que, al parecer, ya no es posible encontrar en
Heidelberg.
La conversación telefónica en la habitación contigua concluye y Morris oye pasos
que se acercan, seguidos por un golpe en la puerta.
—Adelante —grazna, asegurándose la venda de los ojos.
—Bueno —dice Carlo—, finalmente hemos localizado a su esposa.
—Ex esposa —puntualiza Morris.
—Desde luego, es una tía de armas tomar.
—Ya se lo dije —le recuerda Morris, notando una opresión en el corazón—. ¿Qué
ha ocurrido?
—Le hemos planteado nuestras condiciones para soltarle… —dice Carlo.
—¿Se niega a pagar?
—Ha dicho: «¿Cuánto tengo que pagar para que se lo queden ustedes?».
Morris empieza a lloriquear, humedeciendo el vendaje de sus ojos.
—Ya les dije que era inútil pedirle a Désirée que pagara mi rescate. No puede
verme ni en pintura.
—Tendremos que hacer que se apiade de usted.
—¿Y cómo lo conseguirán? —pregunta Morris con ansiedad.
—Tal vez si recibe algún pequeño recuerdo suyo. Una oreja. Un dedo…
—Por el amor de Dios… —gime Morris.
Carlo se echa a reír.
—Era una broma. No, debe usted enviarle un mensaje. Debe apelar a sus más
tiernos sentimientos.
—¡Ella no tiene ningún tierno sentimiento!
—Será toda una prueba para su elocuencia. La prueba suprema.

—Sí, había dos bebés en aquel vuelo de la KLM, dos niñas gemelas —dice
Hermann Pabst—. Nadie pudo descubrir cómo las habían metido en el avión. Todas
las pasajeras fueron interrogadas al llegar a Amsterdam, y también las azafatas, como
es lógico. Todo eso salió en los periódicos, pero usted debía de ser demasiado
jovencito para recordarlo.
—También yo era un bebé cuando sucedió.
—Claro —dice Hermann Pabst—. En casa tengo recortes de prensa, y puedo
hacerle enviar fotocopias. —Garrapatea una nota en una libreta que lleva dentro de
un billetero. Es un hombre alto y corpulento, con cabellos de un rubio pálido que ya
se vuelven blancos, y una cara que se ha vuelto más bien roja que morena bajo el sol
de California. Están sentados en el bar del Club Alfombra Roja, Pabst bebiendo agua

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Perrier y Persse una cerveza—. Yo trabajaba entonces para la KLM, y estaba de
servicio el día en que aterrizó el avión con aquellos dos pequeños polizones. Las
dejaron en mi despacho durante un buen rato, y eran dos niñas muy monas. Gertrude
(mi esposa) y yo no teníamos descendencia, aunque no por que así lo quisiéramos,
sino por algo relacionado con los tubos de Gertrudis —pronuncia la palabra «tubos» a
la americana—. Ahora, esto se opera, pero en aquellos tiempos… Lo que hice fue
llamarla y decirle: «Gertrude, te felicito; acabas de tener gemelas». Decidí adoptar
aquellas dos niñas apenas puse los ojos en ellas. Parecía… —trata de encontrar la
palabra.
—¿Providencial? —sugiere Persse.
—Esto es. Como enviadas desde lo alto. Lo cual, en cierto modo, así fue. Desde
veinte mil pies.
Toma un sorbo de Perrier y echa un vistazo a su reloj.
—¿A qué hora sale su avión? —le pregunta Persse.
—Cuando yo lo diga —contesta Hermann Pabst—. Es mi reactor particular. Pero
tengo que vigilar la hora, pues esta noche asisto a una recepción en la Casa Blanca.
Persse se muestra adecuadamente impresionado.
—Ha sido muy amable al concederme parte de su tiempo, señor Pabst. Bien
puedo ver que es usted un hombre muy ocupado.
—Sí, las cosas me han ido bien desde que vine a Estados Unidos. Tengo avión, un
yate y un rancho cerca de Palm Springs. Pero permítame que le diga una cosa, joven.
No se puede comprar el amor. Ahí fue donde me equivoqué yo con las chicas. Las
mimé y las colmé de regalos: juguetes, ropas, caballos, vacaciones…, y las dos se
rebelaron contra ello de diferente manera, tan pronto como entraron en la
adolescencia. Lily se convirtió en una cabra loca. Descubrió los chicos a lo grande, y
después la droga. En el instituto se mezcló con malas compañías y supongo que yo
manejé muy mal esa situación. A los dieciséis años se largó de casa. Ya sé que nada
de nuevo hay en eso, al menos en California, pero a Gertrude le destrozó el corazón.
Y al mío tampoco le sentó muy bien. Tengo la tensión arterial alta y no debo fumar y
apenas beber —indicó con un gesto el agua Perrier—. Al cabo de un par de años,
encontramos a Lily en San Francisco. Vivía en una mísera comuna, liada con algún
tipo, o con varios tipos, ganándose la vida… no lo creerá, actuando en películas
pomo. La trajimos de nuevo a casa, tratamos de comenzar de nuevo, y la mandamos
con Angie a un colegio para chicas en el este, el mejor, pero la cosa no funcionó. Lily
se fue a Europa para un programa de estudio en vacaciones y ya no volvió. Esto
sucedió ya hace seis años.
—¿Y Angélica?
—¡Oh, Angie! —suspira Pabst—. Ella se rebeló de un modo distinto, del modo
opuesto. Se convirtió en una intelectual. Se pasaba todo el tiempo leyendo, y nunca
salía con chicos. Nos miraba a mí y a su madre por encima del hombro a causa de
nuestra falta de cultura… Bueno, admito que nunca tuve mucho tiempo para leer,

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aparte el Wall Street Journal y las revistas de aviación comercial. Traté de
compensarlo con aquellos Libros Condensados del Reader’s Digest, pero Angélica
los tiró al cubo de la basura y me obligó a leer otros a los que yo no supe encontrar
pies ni cabeza. Obtuvo matrícula en todos los cursos que siguió en Vassar y se graduó
Summa Cum Laude, después insistió en ir a Inglaterra para seguir otro curso en
Cambridge, y acto seguido nos dijo a su madre y a mí que iba a Yale para hacer
literatura completa, o algo por el estilo.
—¿Lit. comp.? ¿Literatura comparada?
—Eso es. Dice que quiere ser profesora universitaria. ¡Qué lástima! Quiero decir
que es una chica con muy buena figura, con sesos, con todo. Podría casarse con quien
le diera la gana. Alguien con poder, dinero y ambición. Angie podría ser una digna
esposa de presidente.
—Tiene usted toda la razón —dice Persse.
No ha juzgado prudente revelar sus ambiciones matrimoniales con respecto a
Angélica y lo que ha hecho es presentarse al señor Pabst como un escritor en busca
de material para un libro sobre las pautas de conducta de los gemelos idénticos, que
conoció casualmente a Angélica en Inglaterra y desea saber algo más aérea de la
fascinante historia de ella.
—Lo que empeora las cosas es que ella se niega a dejarme pagar lo que cuestan
sus estudios superiores. Insiste en ser independiente.
¡Imagínese que se pagó su curso corrigiendo exámenes para su profesor en Yale!
Cuando yo gano más dinero en una sola semana que él en todo un año. Solo acepta
una cosa de mí, y se trata de una tarjeta que le permite viajar gratuitamente con la
Transamerican en cualquier parte del mundo.
—Parece utilizarla a fondo —comentó Persse—. Asiste a muchos congresos.
—¿Congresos? Usted lo ha dicho. Es una fanática de los congresos. El otro día le
dije: «Si no consumieras tanto tiempo asistiendo a congresos, Angie, ya tendrías tu
doctorado y habrías dejado atrás todas esas insensateces».
—¿El otro día? ¿Vio usted a Angélica el otro día? —pregunta Persse con el tono
más casual que logra ofrecer—. ¿Está en Los Ángeles, pues?
—Estaba. En estos momentos se encuentra en Honolulú.
—¿En Honolulú? —repite Persse, anonadado—. ¡Jesús!
—Y a ver si adivina por qué se encuentra allí.
—¿Otro congreso?
—Exacto. Un congreso sobre Genaro.
—¿Genaro? ¿Genaro qué?
Pabst se encoge de hombros.
—Angie no lo dijo. Solo dijo que iba a unas conferencias sobre John, en la
Universidad de Hawaii.
—¿Pudo haber sido «Género»?
—Eso es. —Pabst consultó su reloj—. Lo siento, McGarrigle, pero ahora tengo

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que marcharme. Puede acompañarme hasta el avión si tiene más preguntas que hacer.
Recoge su elegante cartera de cuero de color vinoso, y Persse su maltrecha bolsa
deportiva, y ambos salen del edificio con aire acondicionado al resplandor solar
matizado por la niebla.
—¿Tiene Angélica algún contacto con su hermana, últimamente? —pregunta
Persse.
—Sí, precisamente vino a casa para decírmelo —contesta el señor Pabst—. Angie
ha estado estos dos últimos años estudiando en Europa, con una beca Woodrow
Wilson. Viviendo sobre todo en París, pero viajando por ahí y siempre buscando a su
hermana. Finalmente dio con ella en no sé qué local nocturno de Londres. Lily
trabaja, al parecer, como una especie de bailarina exótica. Supongo que eso significa
que se quita la ropa, pero esto al menos es mejor que las películas pornográficas.
Angie dice que Lily es feliz. Trabaja para una especie de agencia internacional que la
envía a todas partes, con diferentes cometidos. Mis dos pequeñas parecen decididas a
ver mundo como sea. Yo no las comprendo, pero ¿por qué habría de hacerlo?
Después de todo, no son carne y sangre mías. Hice cuanto pude por ellas, pero en
algún momento lo eché todo a perder.
Caminan hasta una pista que es una zona de aparcamiento para aviones privados
de todos los formatos y tamaños, desde los más pequeños y ligeros, de un solo motor
accionado por hélice y frágiles como mosquitos, hasta jets de ejecutivos tan grandes
como aviones de línea. Un grupo de jóvenes, sentados en el suelo a la sombra de un
camión cisterna, se levantan esperanzados al aproximarse Hermann Pabst y alzan
rótulos escritos a mano que dicen: «Denver», «Seattle», «St. Lois» o «Hilsa».
—Lo siento, muchachos —dice Pabst, meneando la cabeza.
—¿Quiénes son? —pregunta Persse.
—Hacen avión-stop.
Asombrado, Persse mira hacia atrás por encima del hombro.
—¿Quiere decir que levantan el pulgar pidiendo que les lleven en avión?
—Sí. Es la versión moderna del autostop: esperar en las pistas de los reactores
propiedad de ejecutivos.
El avión particular de Hermann Pabst es un Boeing 737 pintado con la librea
purpúrea, anaranjada y blanca de la Transamerican Airlines. Sus motores ya emiten
su quejido lastimoso previo a la partida, ¡uuuuiiiiiiii! Los dos hombres se estrechan la
mano al pie de la escalera móvil que han arrastrado hasta el flanco del avión.
—Adiós, señor Pabst. Ha sido usted muy amable.
—Adiós, McGarrigle, y buena suerte en su estudio. Es un tema muy interesante.
Es sorprendente la ignorancia de la gente en lo que se refiere a los gemelos. Una vez,
Angélica me dejó leer una novela en la que había gemelos idénticos de diferentes
sexos. No tuve paciencia para terminar de leerla.
—Nadie puede culparle —dice Persse.
—¿Dónde le enviaré aquellos recortes de prensa?

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—Ah sí, al University College, Limerick.
—De acuerdo. Hasta la vista.
Hermann Pabst sube por la escalera, dirige un saludo final con la mano y
desaparece dentro del avión. La escalera es retirada y las puertas se cierran tras él.
Persse se tapa los oídos con los dedos al elevar el ruido del motor su tono y su
volumen, y el avión carretea lentamente hacia la pista de despegue. ¡uuuuiiiiiiii!
Desaparece detrás de un hangar y pocos minutos después se alza en el aire y
sobrevuela el mar antes de virar y poner proa al este. Persse, cargado con su bolsa,
camina lentamente hacia el grupito de jóvenes en cuclillas a la sombra del camión
cisterna.
—Hola —dice uno de los jóvenes.
—Hola —dice Persse, sentándose a su lado.
Saca una hoja de cuaderno de su bolsa y, con un rotulador, escribe en ella con
letras grandes: «HONOLULU».

Suena el teléfono en la habitación de Désirée en su hotel de la Promenade des


Anglais. El hombre de la Interpol se yergue inmediatamente, se pone los auriculares,
pulsa el mando de su grabadora y con la cabeza hace un signo a Désirée. Esta
descuelga el teléfono.
—¿Es la signora Zapp?
—Yo misma.
—Tengo un mensaje para usted.
Después de una pausa y un crujido, Désirée oye la voz de Morris.
—Hola, Désirée, soy Morris.
—Morris —exclama ella—, ¿dónde diablos estás? Ya he tenido bastante…
Pero Morris sigue hablando imperturbable, y Désirée comprende que está
escuchando una grabación.
—… me encuentro bien físicamente y me atienden debidamente, pero estos
individuos van en serio y están perdiendo la paciencia. Yo les he explicado que
nosotros ya no estamos casados y, como una concesión especial, han accedido a
rebajar el dinero del rescate a un cuarto de millón de dólares. Ya sé que esto es mucho
dinero, Désirée, y sabe Dios que tú no me debes nada, pero eres la única persona que
yo conozco que puede disponer de una cantidad como esa. Dice el Newsweek que
conseguiste dos millones con Días difíciles… y esos individuos lo tienen recortado.
Sácame de este apuro y yo te devolveré el cuarto de millón, aunque para eso necesite
el resto de mi vida. Al menos, tendré una vida.
»Lo que debes hacer es lo siguiente. Si accedes a pagar el rescate, pon un breve
anuncio en el próximo número del Herald-Tribune de París (puedes encargarlo por
teléfono, y pagarlo con tarjeta de crédito), que diga: “La señora acepta”, ¿entiendes?
“La señora acepta.” Después, arréglatelas para retirar del banco un cuarto de millón

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de dólares en billetes usados y sin marcar, y espera instrucciones para su entrega. Ni
qué decir tiene que no has de meter a la policía en eso. La menor intervención policial
y quedará cortado el trato y mi vida correrá peligro.
Mientras Morris ha estado hablando, la central telefónica ha localizado la llamada
y varios coches policiales atraviesan raudos las calles de Niza, con sus sirenas
bramando, para rodear una cabina telefónica en el casco antiguo, en la que encuentran
el receptor descolgado y colocado frente a una grabadora japonesa de modelo barato,
desde la cual todavía puede oírse la voz de Morris Zapp argumentando
plañideramente.
El día siguiente, Désirée publica un anuncio por palabras en el Herald-Tribune de
París: «La señora ofrece diez mil dólares».
—Creo que te muestras muy generosa —comenta Alice Kauffman, en una
conferencia telefónica entre Manhattan y Niza, y con una voz pastosa a causa de la
masticación subrepticia de bombones de licor de guindas.
—Y yo también —admite Désirée—, pero pensé que diez de los grandes son una
cantidad que Morris tal vez intentará seriamente devolver. Y haría mal efecto que le
ocurriera algo sin que yo hubiese movido ni un dedo.
—Tienes razón, querida, tienes toda la razón —dice Alice Kauffman, puntuando
sus palabras con un leve sonido de besos al chuparse las puntas de los dedos—. La
gente tiende a mostrarse emocional en una situación como esta, incluso mujeres
teóricamente liberadas. Si muriese por tu culpa, ello podría ejercer un efecto negativo
en tus ventas. Tal vez debieras ofrecer veinte sábanas.
—¿Serían deducibles de impuestos? —inquiere Désirée.

—¿Qué clase de mujer es esta? —pregunta Carlo a Morris—. ¿A quién se le


puede ocurrir regatear con unos secuestradores?
—Ya se lo advertí —le recuerda Morris Zapp.
—¡Y ofrece diez mil dólares! Esto es un insulto.
—¿Ustedes se sienten insultados? ¿Y cómo creen que me siento yo?
—Tendrá que grabar otro mensaje.
—De nada servirá, a no ser que estén dispuestos a rebajar su precio. ¿Y si lo
redujeran a cien mil?
Siempre con los ojos vendados, Morris oye el siseo de una súbita aspiración de
aire.
—Hablaré de ello con los demás —dice Carlo.
Diez minutos más tarde, vuelve con la grabadora.
—Cien mil dólares son nuestra oferta final —explica—. Dígaselo, y dígaselo con
toda claridad. Asegúrese de que le comprenda.
—No es tan sencillo —replica Morris—. Toda descodificación es otra

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codificación.
—¿Cómo?
—No importa. Déme la grabadora.

—Míralo bajo este punto de vista, Désirée. —La voz de Morris crepita en el
teléfono mientras afuera, debajo del balcón de la habitación de ella, de cara al mar,
los coches de la policía recorren con sus sirenas en marcha la Promenade des Anglais,
en busca de la cabina telefónica de la que procede—. Cien mil dólares son menos de
una vigésima parte de tus derechos por Días difíciles, que por cierto yo consideré
como un libro absolutamente maravilloso, un libro sobrecogedor… En realidad,
menos del cuatro por ciento. Ahora bien, aunque yo no me apunte el menor mérito
por este logro, todo él debido a tu genio creativo, no deja de ser verdad, en cierto
modo, que si yo no hubiera sido un marido tan odioso para ti durante todos aquellos
años, tú no habrías podido escribir el libro. Quiero decir que tú no habrías tenido esas
penalidades que expresar. Podríamos decir que yo hice de ti una feminista. Yo te abrí
los ojos ante las condiciones de opresión de las modernas mujeres americanas. ¿No
crees que, bajo este punto de vista, tengo derecho a cierta consideración en las
presentes circunstancias? Al fin y al cabo, le pagas a tu agente un diez por ciento por
hacer mucho menos.
—Qué jeta tiene —dice Alice Kauffman, cuando Désirée le narra esta nueva
situación a través del teléfono transatlántico—. En tu lugar, yo dejaría que se
pudriese. ¿Y qué piensas hacer?
—Ofreceré veinticinco mil —contesta Désirée—. Esto se está poniendo tan
interesante como una subasta. Me pregunto cuál debe ser el precio mínimo para
Morris.

Persse está sentado en la angosta y pobladísima franja de playa frente al Waikiki


Sheraton, y suma las cantidades de los comprobantes azul pálido de la American
Express que se han acumulado en su cartera. Calcula que en su cuenta bancaria de
Limerick le queda lo justo para cubrir el total, pero tendrá que ponerse en números
rojos para volver a su casa. Si no hubiera tenido la suerte de conseguir un viaje gratis
de Los Ángeles a Honolulú, en un avión fletado por un equipo cinematográfico de la
televisión, sus finanzas se encontrarían en un estado todavía peor.
Hace calor, mucho calor en la playa, a pesar de los vientos alisios que agitan entre
susurros las copas de las palmeras sobre su cabeza, y Persse no se ha refrescado con
el chapuzón que se ha dado en un mar que era como leche tibia al tacto y casi tan
blanquecino para el ojo. Le ha tentado la distante resaca, pero no ha querido dejar sus
pertenencias sin vigilar en la playa. Siente una fuerte sensación de nostalgia al pensar
en las vigorizantes aguas de Connemara, transparentes como el cristal, y sus playas

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rocosas de arena firmemente prensada, donde a menudo las aves marinas eran su
única compañía a principios de este verano. Aquí, la arena se disgrega en granos
gruesos y, a lo largo de la orilla apenas cambiante del tibio mar, pulula una
interminable procesión de humanidad, en bikini, bañador, bermudas y camisetas sin
mangas, las personas jóvenes y bellas, las viejas y repelentes, las esbeltas, las
delgadas y las obesas, las bronceadas, las pecosas y las cubiertas de ampollas. En su
mayoría, estas personas llevan alguna forma de alimento o bebida en sus manos:
hamburguesas, hot-dogs, helados, refrescos, e incluso cócteles. La isla está llena de
ruidos: cadenciosa muzak hawaiana desde los altavoces del hotel, música rock desde
múltiples transistores, el zumbido de los acondicionadores de aire y el estrépito de los
martinetes al preparar los cimientos de nuevos hoteles. Cada dos o tres minutos un
reactor Jumbo se eleva en el aire desde el aeropuerto, unos kilómetros a la derecha de
Persse, y queda suspendido, aparentemente casi inmóvil, sobre la bahía, sobre los
hoteles rascacielos, las palmeras balanceantes, las planchas de surf alquiladas y las
canoas de remos, los centros comerciales y los aparcamientos, antes de dirigirse hacia
el este o el oeste, y desde sus ventanillas los que parten miran abajo, con diversos
grados de envidia o alivio, a aquellos que acaban de llegar.
Cuando llegó Persse la tarde antes, tomó inmediatamente un taxi que le llevó a la
Universidad, pero todos los edificios administrativos estaban cerrados y vagó por el
campus, que parecía un gran jardín botánico con esculturas, preguntando al azar por
el congreso sobre Género sin el menor éxito, hasta que un guarda de seguridad le
aconsejó que se fuese a su casa antes de que lo atracasen. Volvió la mañana siguiente
temprano, después de pasar la noche en una pensión barata, solo para ser informado
de que el congreso había terminado el día antes y que todos los participantes se
habían dispersado, incluidos los organizadores que posiblemente hubieran sabido
adonde había ido Angélica. Todo lo que la Oficina de Información de la Universidad
pudo ofrecerle fue una copia del programa de conferencias, que incluía una fascinante
referencia a una comunicación sobre «El romance épico cómico desde Ariosto hasta
Byron, el sueño utópico de la literatura sobre sí misma», que al parecer había
presentado Angélica y a la cual habían contestado un profesor italiano llamado
Ernesto Morgana y un japonés llamado Motokazu Umeda. ¡Cómo le hubiera gustado
oírla!
Sin soltar este inútil recuerdo del paso de Angélica, Persse bajó en autobús a
Waikiki y, al atisbar una franja de mar azul entre dos enormes hoteles, se dirigió hacia
la playa a fin de aliviar su frustración con un poco de ejercicio y decidir qué haría a
continuación. No parece haber ninguna alternativa sensata para el regreso a su casa.
Persse suspira y de nuevo guarda su cartera en el bolsillo de su camisa.
Capta entonces su atención una figura intensamente incongruente entre los
turistas aceitados y semidesnudos que retozan al borde del agua. Es una dama de edad
muy provecta que lleva un vistoso vestido de muselina azul, cuya larga falda ha sido
elegantemente recogida y doblada para exponer una modesta extensión de pierna

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blanquísima. La dama lleva también una sombrilla que hace juego y que protege su
cara del sol. Persse se levanta de un salto y corre a saludarla.
—¡Señorita Maiden! ¡Qué sorpresa verla aquí!
—¡Hola, joven! La sorpresa es mutua, pero le aseguro que muy agradable.
¿Acaso se aloja en el Sheraton?
—No, pobre de mí, pero en este lugar no parece haber manera de llegar a la playa
sin cruzar el vestíbulo de algún hotel.
—Yo paro en el Royal Hawaiian, que según dicen es muy exclusivo, aunque no
me es posible imaginar lo que consideran vulgar en Honolulú —explica la señorita
Maiden—. ¿Está sentado en algún sitio? Yo siento la necesidad de descansar y tal vez
beber algo. Tienen aquí una cosa a la que llaman «nieve sucia» y que, pese a su
nombre, resulta bastante refrescante.
—¿Está usted aquí con motivo del congreso sobre Género? —es la primera
pregunta de Persse cuando se han sentado los dos ante el mostrador del bar al aire
libre del Sheraton, con dos gigantescas copas de papel llenas de hielo picado y
aromatizado con frambuesa ante ellos.
—No, esto es simplemente unas vacaciones, pura indulgencia sin ningún
perfeccionamiento personal. Es un lugar que siempre había deseado visitar. «Hawaii
Cinco Cero» es uno de mis programas de televisión favoritos. Me temo, sin embargo,
que la realidad es un tanto decepcionante. Creo que generalmente lo es, desde que se
inventó la televisión en color. ¿Y usted también pasa sus vacaciones aquí, joven?
—No se trata de esto, exactamente. Estoy buscando a una chica.
—Una ambición muy natural, pero ¿no ha recorrido un largo trecho con este
propósito?
—La que estoy buscando es una chica muy especial. Angélica Pabst…, tal vez la
recuerde de las conferencias de Rummidge.
—¡Pero esto es extraordinario! Hace unos pocos días la vi.
—¿Vio a Angélica?
—En esta misma playa. La reconocí, aunque no podía recordar su nombre.
Mucho me temo que, a medida que envejezco, pierdo mi memoria para los nombres.
El suyo, por ejemplo, en este preciso momento se me escapa, señor…
—McGarrigle. Persse McGarrigle.
—Ah sí, ella le mencionó.
—¿Ella? ¿Angélica? ¿Cómo?
—Oh, afectuosamente, muy afectuosamente.
—¿Qué dijo?
—No puedo recordarlo exactamente, lo siento.
—Inténtelo, por favor —le suplica Persse—. Es muy importante para mí.
La señorita Maiden se concentra frunciendo el entrecejo, chupando
vigorosamente en su paja y produciendo un ruido de gárgaras en su vaso de papel.
—Fue algo referente a nombres. Cuando me recordó que se llamaba Angélica

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Pabst, yo me atreví a decirle que se merecía un segundo apellido más eufónico, y ella
se echó a reír y me preguntó si yo creía que «McGarrigle» iba a sonar mejor.
—¿Sí? —Persse se muestra extático—. ¡Entonces me ama!
—¿Acaso tenía alguna duda al respecto?
—Es que ha estado huyendo de mí desde que nos conocimos.
—Bueno, a una muchacha le agrada ser cortejada antes de que la consigan.
—Pero es que yo nunca puedo acercarme lo bastante a ella para empezar a
cortejarla —dice Persse.
—Le está poniendo a prueba.
—Seguro que sí. Estaba a punto de darme por vencido y regresar a Connemara.
—No, no debe hacerlo. Nunca se dé por vencido.
—¿Cómo los caballeros del Grial?
—Esos eran unos zopencos —replica la señorita Maiden—. Todo lo que tenían
que hacer era formular una pregunta en el momento oportuno, y generalmente metían
la pata.
—¿No le dijo Angélica, por casualidad, adónde iba a continuación? ¿Volvía a Los
Ángeles?
—Creo que iba a Tokio.
—¿A Tokio? —gime Persse—. ¡Jesús!
—¿O era Hong Kong? Uno de esos lugares de Extremo Oriente, eso seguro. Iba a
no sé qué congreso.
—Eso ya me lo supongo —suspiró Persse—. La cuestión es: ¿qué congreso?
—En su lugar, yo iría a Tokio y la buscaría allí.
—Hay mucha gente en Tokio, señorita Maiden.
—Pero son todos muy bajitos, ¿no es así? La señorita Pabst sobresaldría entre la
muchedumbre, llevándoles a todos los demás la cabeza y los hombros. ¡Qué
magnífica figura tiene esa chica!
—Desde luego que sí —afirmó Persse ardientemente.
—Me temo que debió de considerarme muy grosera, pues no me fue posible
apartar mis ojos de ella mientras se estuvo secando con la toalla. Había estado
nadando, ¿sabe?, y me la encontré cuando salía del mar, con un bañador de dos
piezas, los cabellos mojados y piernas y brazos resplandecientes.
—Como Venus —murmura Persse, cerrando los ojos para representarse la escena
con toda vividez.
—Pues sí; a mí también se me ocurrió esta analogía. Tiene el bronceado más
hermoso, muy apropiado para cabello y ojos oscuros, siempre he creído yo. Observo
que usted tiene la piel clara como yo, una piel que se quema y se pela a la menor
exposición; su nariz, si me permite mencionarlo, ya está bastante enrojecida, y yo le
aconsejaría que se pusiera un sombrero. En cambio, la señorita Pabst tiene una piel
como de seda bronceada, de un moreno impecable y regular. Excepto una señal de
nacimiento en el muslo izquierdo, bastante arriba…, ¿no se ha fijado usted en ella?

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Tiene una forma parecida a una coma invertida.
—No he tenido —dice Persse, ruborizándose— el privilegio de ver a Angélica en
traje de baño. No estoy seguro de que pudiera resistirlo. Me entraría la tentación de
batirme con cualquier hombre de la playa que la mirase.
—Pues aquel día no le habría faltado trabajo. La contemplaban desde todas
partes.
—No me lo cuente —ruega Persse—. Hubo una vez en que creí que era bailarina
de striptease… y aquello estuvo a punto de destrozarme el corazón.
—¿Esa joven encantadora, bailarina de striptease? ¿Cómo iba a ser posible?
—Fue un caso de confusión de identidad. Resultó que se trataba de su hermana.
—¿Sí? ¿Tiene una hermana?
—Era su hermana gemela, Lily.
Parece como si hubiera transcurrido mucho tiempo desde que persiguió la sombra
de Angélica a través de los burdeles de Londres y Amsterdam. El recuerdo de Girls
Unlimited le hace pensar en Bernadette y acordarse de que todavía lleva encima, sin
haberlo entregado, el documento firmado por Maxwell. Con toda la excitación
producida por haber redescubierto la pista de Angélica, se ha olvidado por completo
de Bernadette. ¿Cómo ha ocurrido esto? La cosa se remonta al encuentro con Cheryl
Summerbee en Heathrow, aquella Cheryl que la última vez se echó a llorar
inexplicablemente sobre su horario de vuelos a Ginebra. ¡Qué extrañas e
imprevisibles criaturas son las mujeres!
Y ahora, ahí está la señorita Maiden para sorprenderle con una inesperada
demostración de la fragilidad femenina. Parece haber palidecido y se mece en su
taburete como si estuviera a punto de desmayarse.
—¿Se encuentra bien, señorita Maiden? —le pregunta con ansiedad, colocando
una mano sobre el brazo de ella.
—Es el calor —murmura—. Me temo que al mediodía resulta excesivo para mí.
Si me ofrece su brazo, creo que volveré a mi hotel y me echaré un rato.

Por casualidad, Fulvia y Ernesto Morgana llegan al aeropuerto de Milán casi al


mismo tiempo, ella procedente de Ginebra y él de Honolulú. Se encuentran en la
recepción de equipajes y se saludan elegantemente, besándose en ambas mejillas.
—¡Oye! —exclama Fulvia—. ¡Te pica mucho la barba, carissimo!
—Scusi, querida, pero ha sido un vuelo muy largo y ya sabes que no me gusta
afeitarme en el avión, por si se presenta una súbita turbulencia.
—Claro, amor mío —asiente Fulvia. Ernesto utiliza una navaja barbera de
modelo antiguo—. ¿Te lo has pasado bien en el congreso?
—Muy bien, gracias. Honolulú es extraordinario. La sociedad postindustrial en
marcha. Debes ir algún día. ¿Y tú?
—El congreso sobre Narrativa fue aburrido, pero Viena estaba encantadora. En

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Lausana ocurrió precisamente lo contrario. Mira, ahora llegan mis maletas… ¡pronto!
Fulvia ha dejado su Maserati bronceado en el aparcamiento del aeropuerto, y
vuelven los dos a su casa en él.
—¿Has conocido a alguien interesante? —pregunta, enfilando el canal rápido y
haciendo señales con los faros a un Fiat rezagado.
—Pues la señorita Pabst, a cuya comunicación contestaba yo, resultó ser
sorprendentemente joven y sorprendentemente hermosa, así como una agudísima
crítica de Ariosto.
—¿Te acostaste con ella?
—Por desgracia, su interés por mí era puramente profesional. ¿Estaba el profesor
Zapp en Viena?
—Se le esperaba, pero por alguna razón no llegó. Conocí a un amigo suyo
llamado Sy Gootblatt.
—¿Te acostaste con él?
Fulvia sonríe.
—Si tú no te acostaste con la señorita Pabst, yo tampoco lo hice con el señor
Gootblatt.
—¡Pero es que de veras no me acosté con ella! —protesta Ernesto—. No es de
esa clase de chicas.
—¿Todavía hay chicas que no son de esa clase de chicas? Está bien, te creo.
Entonces, ¿con quién te acostaste?
Ernesto se encoge de hombros.
—Solo con un par de putas.
—Qué banal, Ernesto.
—Dos a la vez —dice él, a la defensiva—. ¿Y cómo estaba el señor Gootblatt?
—El señor Gootblatt parecía prometedor, pero demostró carecer a la vez de
imaginación y de energías. Desgraciadamente, resultó que íbamos los dos de Viena a
Lausana y, por lo tanto, tuvimos que guardar las apariencias durante otra semana. No
le invité a visitarnos.
Ernesto asiente con la cabeza, como si esto fuese todo lo que quisiera saber.
Una vez en casa y después de ducharse y de cambiarse de ropas, intercambian
regalos. Ernesto ha comprado a Fulvia unos pendientes y un broche adornados con
perlas no cultivadas, y Fulvia ha comprado a Ernesto una fusta de montar con
empuñadura de plata. Él prepara un martini seco para los dos y se sientan cara a cara
en el salón decorado en blanco. Ernesto revisa la correspondencia que se ha
acumulado en ausencia de ambos, y Fulvia tiene a su lado una pila de periódicos y
revistas cuidadosamente doblados.
—Es una delicia ignorar las noticias mientras una está fuera de casa —observa—,
pero al volver hay demasiado quehacer para ponerse otra vez al día. —Abre el primer
diario del montón y lee rápidamente los titulares. Su boca se abre y sus ojos se
desorbitan—. Ernesto —dice a media voz pero con un tono acerado.

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—Dime, amor mío —responde él distraídamente, mientras abre sobres con un
cortapapeles.
—¿Hablaste por casualidad de Morris Zapp con alguno de nuestros amigos
políticos? Me refiero a mencionar que estuvo casado con Désirée Byrd, la novelista…
Sobresaltado por el tono de la voz de su mujer, Ernesto alza la vista.
—Es posible que lo mencionara hablando con Carlo. ¿Por qué lo preguntas?
—El joven Carlo es un idiota —contesta Fulvia, levantándose de golpe y
lanzando el periódico sobre el regazo de Ernesto—. Hará que nos metan a todos en la
cárcel si no actúas en seguida. ¡Morris Zapp ha sido secuestrado!
Irrumpen en el cuarto de Morris en plena noche, despertándole. Arrancan las
ropas de su cama y él es obligado a ponerse de pie. Unas manos ajustan y aprietan el
vendaje de sus ojos. Alguien introduce sin contemplaciones sus pies en sus Adidas.
—¿Adónde vamos? —inquiere con voz temblorosa.
—Cállese —contesta Carlo.
—¿Ha pagado Désirée?
—Silencio.
Carlo parece enfadado y Morris está temblando. Sabe que ha llegado el momento:
libertad o muerte. Alguien le sube una manga y aplican algodón húmedo a su brazo.
—No se mueva si no quiere que le haga daño.
¿Se molestarían en administrar un anestésico antes de cargarse a su víctima? Ha
de tratarse de su liberación. A menos, claro, que la inyección sea de algo letal. Nota el
pinchazo de una aguja.
—¿Van ustedes a…? —empieza a decir, pero antes de que pueda terminar la
frase, todo se torna negro.

La siguiente sensación que nota es la dureza de una roca que se clava en su nalga
derecha, y aire muy fresco en torno a sus rodillas. Después oye el canto de un pájaro.
Tiene las manos libres. Se quita la venda y parpadea ante una luz que le parece
cegadora pero que, al ajustarse a ella sus ojos, resulta ser la de un amanecer de un
delicado color rosa, entre la celosía de ramas de pino. Yace en un suelo áspero, al pie
de un árbol alto y erecto. Se sienta y se lleva una mano a su dolorida cabeza. Sus
pálidas piernas, que salen de los shorts deportivos de seda roja, parecen muy distantes
y casi como si no le pertenecieran, pero se doblan por la rodilla cuando él así lo desea
y, volviéndose para buscar soporte apoyándose en el árbol, pugna por ponerse de pie.
Aspira profundas y embriagadoras bocanadas de aire puro y aromatizado por los
pinos, y lo introduce en sus pulmones. ¡Libre! ¡Vivo! ¡Que Dios bendiga a Désirée!
Sus ojos empiezan a enfocar debidamente. Se encuentra en un bosque, en la falda de
un monte, y a través de los árboles puede ver una franja gris de carretera. Baja a
trompicones hacia ella, aferrándose a los troncos de los árboles para conservar el

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equilibrio; falla una vez y se hace unos arañazos en la pierna.
La carretera es estrecha y mal pavimentada. Al parecer, no pasa mucho tráfico por
ella. Morris la cruza y se queda junto a la hierba del otro lado, contemplando por
encima de un bajo muro un profundo valle entre montañas. Puede ver la carretera
serpenteante debajo de él a lo largo de kilómetros, en largos bucles paralelos. No hay
señales de vivienda humana.
Morris empieza a bajar lentamente, cojeando. Al cabo de unos minutos se detiene.
Detrás del canto del pájaro, desde lejos, muy lejos debajo de él, llega un dulce sonido
mecánico, el leve zumbido de un vehículo distante. Vuelve a mirar desde el borde de
la carretera y ve un puntito que asciende en su dirección por la sinuosa carretera,
avanzando rápidamente en las rectas y reduciendo la marcha para tomar las cerradas
curvas, desapareciendo en ocasiones detrás de un grupo de árboles y haciéndose
visible de nuevo, acompañado ahora el rugido del motor por un leve chillido de los
neumáticos. Es un potente cupé gran turismo, conducido con habilidad y vigor.
Cuando llega al tramo de carretera directamente debajo de él, Morris lo identifica
como un Maserati bronceado.
Al negociar el coche la última curva, Morris se planta en medio de la carretera y
agita los brazos. El Maserati corre hacia él, pero se detiene bruscamente mientras se
desprende gravilla de sus neumáticos. Un cristal intensamente tintado se hunde en la
puerta junto al conductor y la cabeza de Fulvia Morgana, cubiertos sus cabellos
leoninos por un pañuelo de seda, aparece en la abertura. Sus cejas se han arqueado de
puro asombro sobre su nariz romana.
—¡Pero Morris! —exclama—. ¿Qué haces aquí? Te están buscando en todas
partes.

En japonés no hay artículos. Ni «un» ni «el». En posada japonesa (ryokan) donde


Persse consigue habitación (por ser más barata que hotel estilo occidental) tampoco
hay gran cosa. Ni silla ni cama. Solo estera, cojín y mesita baja. Cuando es de noche,
camarera dispone cama a nivel suelo. Paredes y puertas son de papel pegado sobre
madera. No hay cerradura en puerta deslizante. Camarera trae comidas habitación, se
arrodilla para servir a Persse sentado en cojín delante mesa. Ruido de sorber audible a
través paredes de papel en todos lados. En Japón es cortés hacer ruido al comer;
significa sensación placentera. Cuarto de baño comunitario donde hombres desnudos
se enjabonan y enjuagan en cuclillas sobre taburetes enanos de ordeñar antes de
meterse en gran bañera común y empaparse, flotando lánguidamente en agua
humeante, con hileras de cabezas apoyadas en borde de azulejos. Inodoros como
bidés cubiertos en un extremo y alzados sobre plinto con apoyos para pies a cada
lado: prácticos para mear pero otra función resulta más difícil.
Persse erra por Tokio como en un sueño, sin saber si padece más a causa del
shock cultural o de la diferencia de horario. Voló de noche de Honolulú a Tokio,

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cruzó el huso internacional de fecha y perdió todo un día de su vida. Un minuto eran
las 11:15 de la noche del martes, y el siguiente eran las 11:16 del miércoles. Cuando
llegó a Tokio, todavía era de noche y parecía como si la noche fuera a durar para
siempre. Hace calor en Tokio, más calor que en Honolulú y sin la mitigación de los
alisios. Apenas sale a la calle, Persse rompe a sudar y nota que las gotas de sudor se
deslizan por su torso desde las axilas. Sin embargo, los japoneses parecen estar
frescos y secos, tanto si esperan pacientemente el cambio de semáforos en las
intersecciones, como si se prensan unos a otros sin rechistar en el metro.
Persse va y viene a través de Tokio a su antojo. Se informa en el British Council,
en el Servicio de Información de Estados Unidos y en el Ministerio de Cultura
japonés sobre los congresos que se celebran actualmente en Tokio, y aunque hay
varios, sobre temas tan diversos como cibernética, granjas piscícolas, budismo Zen y
pronósticos económicos, ninguno de ellos parece ofrecer un probable interés para
Angélica. Le inspira grandes esperanzas un congreso de escritores de ciencia ficción
en Yokohama, pero, hecha la debida investigación, resulta que los asistentes son
exclusivamente asiáticos y varones.
Para mitigar esta última decepción, Persse se ofrece una cena a base de bistec en
un restaurante del centro de Tokio, lujo que en realidad no puede permitirse, pero se
siente menos abatido después de despacharla junto con unas botellas de cerveza. Más
tarde vagabundea por las calles cercanas a la Ginza, con sus hileras de pequeños
bares y las aceras atestadas de hombres de negocios japoneses con inofensivas
borracheras y que celebran evidentemente el hecho de ser hoy viernes. La noche es
húmeda y sofocante, y de pronto comienza a llover. Persse se mete en el primer bar
que encuentra, un establecimiento denominado simplemente «Pub», y baja por la
escalera en dirección al sonido de una música pop de los años sesenta, tipo Simón y
Garfunkel. Rostros orientales se vuelven y le sonríen amistosamente al entrar él en un
pequeño bar que forma ángulo recto. Él es el único occidental presente. Una camarera
le acompaña hasta un asiento, acepta su pedido de una cerveza y coloca ante él un bol
con almendras saladas. En medio de la habitación, dos japoneses con trajes de
hombres de negocios están cantando «Mrs. Robinsom» en inglés ante un micrófono,
fenómeno que deja perplejo a Persse por varias razones, una de las cuales no puede
identificar instantáneamente. Los dos hombres concluyen su actuación, reciben
amables aplausos de los clientes y se sientan entre ellos. El principal motivo de
extrañeza, piensa Persse, es que ambos han sabido ofrecer una imitación muy
plausible de la música de guitarra de Simón and Garfunkel sin la ventaja de contar
con instrumentos visibles.
La camarera sirve a Persse su cerveza en una botella de un litro y le presenta un
gran álbum lleno de letras de canciones pop en diversos idiomas, todas ellas
numeradas. Con gestos le pide que elija una y él señala al azar la número 77, «Hey
Jude/», y le devuelve el álbum, arrellanándose en su asiento y esperando ver
cumplimentada su petición por los dos artistas de cabaret. Pero la camarera sonríe,

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menea la cabeza y le vuelve a entregar el álbum. Después, dice algo al barman y por
gestos pide a Persse que se levante, al tiempo que le explica algo en japonés.
—No comprendo, lo siento —dice Persse—. ¿Que no pueden cantar «Hey Jude»?
Tanto me da…, que canten «A Hard Day’s Night».
Señala la canción número 78. Ella vuelve a decirle algo al barman, él le devuelve
el álbum, pero ella lo empuja de nuevo hacia sus manos.
—No comprendo, lo siento —repite Persse, confuso.
La camarera le ruega por gestos que se siente, se relaje y no se preocupe, y se
acerca a un grupo de hombres que ocupan una mesa en la esquina opuesta del cuarto.
Regresa con un hombre todavía bastante joven que viste una pulcra camisa deportiva
con un monograma Arnold Palmer en el pecho, y que sostiene una copita de licor. El
joven se inclina y sonríe enseñando los dientes.
—¿Es usted americano o británico? —pregunta.
—Irlandés.
—¿Irlandés? Esto es muy interesante. ¿Me permite que le sirva de intérprete?
¿Qué canción desea cantar?
—¡Yo no quiero cantar nada! —protesta Persse—. Solo he venido aquí para beber
tranquilamente una copa.
El japonés exhibe una radiante sonrisa y se sienta junto a él.
—Pero es que esto es un bar karaoke —explica—, y todo el mundo canta en un
bar karaoke.
Titubeante, Persse repite la palabra.
—Karaoke… ¿Y qué significa esto?
—Literalmente, karaoke significa «orquesta vacía». Como puede ver, el barman
facilita la orquesta. —Con un gesto le indica la barra, detrás de la cual Persse ve
ahora un largo estante lleno de cassettes y una instalación magnetofónica—. Y usted
aporta la voz —concluye, señalando el micrófono.
—¡Ah, ya lo entiendo! —exclama Persse riendo y dándose palmadas en el muslo.
También el japonés se ríe y les explica algo a sus amigos, que a su vez sueltan la
carcajada.
—Entonces, ¿qué canción será, por favor? —pregunta, volviéndose hacia Persse:
—Necesitaré unas cuantas cervezas antes de que me hagan acercar a ese micro —
dice este.
—Yo cantaré con usted —dice el japonés, que evidentemente lleva unas cuantas
copas encima esta noche—. También me gustan las canciones de los Beatles. ¿Cómo
se llama usted, por favor?
—Persse McGarrigle. ¿Y usted?
—Yo soy Akira Sakazaki.
Extrae una tarjeta del bolsillo superior de su camisa y la entrega a Persse. Está
impresa en japonés por un lado y en inglés por el otro. Debajo de su nombre hay dos
direcciones, una de ellas la del Departamento de Inglés de una universidad.

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—Ahora comprendo por qué habla el inglés tan bien —dice Persse—. También
yo soy profesor universitario.
—¿Sí? —la sonrisa de Akira Sakazaki parece llenar de dientes todo su rostro—.
¿Y dónde enseña?
—En Limerick. Siento no tener una tarjeta que darle.
—Escriba, por favor —pide Akira, sacando un bolígrafo del bolsillo y colocando
una servilleta de papel delante de Persse—. Su nombre es muy difícil para un
japonés. —Cuando Persse ha satisfecho su petición, Akira se dirige hacia el
micrófono con la servilleta y dice ante él—: Señoras y caballeros, el profesor Persse
McGarrigle, de la Universidad de Limerick, Irlanda, cantará seguidamente «Hey
Jude».
—No, no lo cantará —dice Persse pidiendo por señas al barman otra cerveza.
Es evidente que Akira traduce al japonés su anuncio, pues hay una salva de
aplausos de los demás clientes, y sonrisas alentadoras en dirección de Persse. Este
empieza a ablandarse.
—¿Tienen alguna canción de Dylan en ese libro? —pregunta.
Tienen algunas de las más populares:«Tambourine Man»,«Blowin' in the Wind» y
«Lay, Lady, Lay». En realidad, Persse no necesita el álbum con las letras, pues se sabe
de memoria estas canciones y frecuentemente las entona en el baño, pero no cabe
duda de que su actuación se ve realzada por el hecho de tener la música de fondo
original como acompañamiento. Canta «Tambourine Man», con nerviosismo al
principio pero animándose gradualmente y realizando una plausible imitación del
gemido nasal de Dylan. Los aplausos son entusiastas. Como bis canta «Blowin’ in the
Wind» y «Lady, Lady, Lay», y a petición de Akira canta «Hey Jude» en dúo con él.
Finalmente, ceden la pista a una joven que canta, tímidamente pero con una perfecta
sincronización, la versión de «Baby Love» de Diana Ross.
Akira presenta a Persse su círculo de amigos, explicando que todos ellos son
traductores y que se reúnen una vez al mes en este bar «para cotillear y contarse sus
cuitas». El japonés sonríe con orgullo al lucir estas locuciones ante Persse. Todos los
traductores dan su tarjeta a este, excepto uno que está dormido o borracho perdido en
un rincón. En su mayoría son traductores técnicos o comerciales, pero, al saber que
Persse es profesor de literatura inglesa, inician cortésmente una conversación de tema
literario. El hombre sentado a la izquierda de Persse, que traduce manuales de
mantenimiento para motocicletas Honda, ofrece la información de que vio
recientemente una obra de Shakespeare representada por una compañía japonesa y
titulada «El extraño caso de la carne y la pechuga».
—No creo conocer esta obra —dice Persse educadamente.
—Quiere decir El mercader de Venecia —explica Akira.
—¿Así lo llaman en Japón? —pregunta Persse, maravillado.
—Algunas de las traducciones más antiguas de Shakespeare en nuestro país eran
bastante libres —se excusa Akira.

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—¿Conoce otras buenas?
—¿Buenas? —Akira parece perplejo.
—Curiosas.
—¡Ah! —Akira sonríe de oreja a oreja. Al parecer, no se le había ocurrido pensar
que «El extraño caso de la carne y la pechuga» resulta divertido. Medita—. Hay
«Lujuria y sueño del mundo transitorio» —dice—. Se trata de…
—No, no me lo diga, déjeme adivinarlo —le ruega Persse—. ¿Antonio y
Cleopatra?
—Romeo y Julieta —dice Akira—. Y «Espadas de libertad»…
—¿Julio César?
—Exacto.
—Sepa —le dice Persse— que hay aquí los ingredientes de un buen juego de
salón. Uno podría componer sus propios títulos… como «El misterio del pañuelo
desaparecido» para Otelo, o «Un triste caso de jubilación anticipada» para Lear.
Pide otra ronda.
—Cuando traduzco libros ingleses —dice Akira—, siempre trato de aproximarme
todo lo posible a los títulos originales, pero a veces es difícil, sobre todo cuando hay
un doble sentido. Por ejemplo, en Cualquier camino de Ronald Frobisher…
—¿Ha traducido a Ronald Frobisher?
—En estos momentos traduzco su novela Conviene intentarlo. ¿La conoce?
—¿Que si la conozco? Le conozco a él.
—¿De veras? ¿Usted conoce al señor Frobisher? ¡Pero esto es espléndido! Debe
hablarme de él. ¿Qué clase de persona es?
—Bien —contesta Persse—, es muy simpático. Pero bastante irascible.
—¿Irascible? Esta palabra es nueva para mí.
—Quiere decir el que se enfada fácilmente.
—¡Ah sí, claro, él era uno de los Jóvenes Airados!
Akira asiente, muy satisfecho, y llama la atención de sus amigos sobre el hecho
de que Persse conoce al distinguido novelista británico cuya obra él está traduciendo.
Persse explica cómo Frobisher hizo que los literati de Londres partieran a la deriva
Támesis abajo, narración que es recibida por todos con gran placer, aunque parecen
un tanto decepcionados por el hecho de que el barco no llegara finalmente al mar y se
hundiera.
—Usted debe conocer a muchos escritores ingleses —dice Akira.
—No, Ronald Frobisher es el único —confiesa Persse—. ¿Traduce usted a
muchos?
—No, solo al señor Frobisher —contesta Akira.
—Desde luego —dice Persse—, el mundo es un pañuelo. ¿No tienen esta
locución en Japón?
—Mundo estrecho —responde Akira—. Nosotros decimos: «Es un mundo
estrecho».

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En este instante, el hombre que dormía en el rincón se despierta y es presentado a
Persse como el profesor Motokazu Umeda, un colega de Akira.
—Es el traductor de Philip Sidney —explica Akira—. Él sabrá más títulos
antiguos de Shakespeare.
El profesor Umeda bosteza, se frota los ojos, acepta un whisky y, cuando le han
explicado lo que le interesa a Persse, sale con «El espejo de la sinceridad» (Pericles),
«El remo bien acostumbrado al agua» (Bien está lo que bien acaba) y «La flor en el
espejo, la luna en el agua» (La comedia de las equivocaciones).
—¡Oh, ese último es el mejor de todos! —exclama Persse—. Es verdaderamente
hermoso.
—Es una frase hecha —explica Akira—. Significa aquello que puede ser visto
pero no puede ser aprehendido.
—Ah —dice Persse con una punzada dolorosa, al recordar repentinamente a
Angélica.
Aquello que puede ser visto pero que no puede ser aprehendido. Su euforia
empieza a disiparse con rapidez.
—Perdóneme —dice el profesor Motokazu Umeda, ofreciendo a Persse su tarjeta,
impresa en japonés por un lado y en inglés por el otro. Persse mira fijamente el
nombre, que ahora suscita en él un recuerdo distante, o tal vez no tan distante.
—¿No tomó parte recientemente en un congreso en Honolulú, por ventura? —
pregunta.

—Morris me telefoneó apenas regresó a la villa —explica Désirée—. Al principio


se mostró histérico de gratitud; era como el perro que te lame toda la cara al regresar
una a casa después de un viaje, y casi podía oírle menear la cola al otro lado de la
línea. Después, cuando se enteró de que yo no había pagado ni cinco, se mostró muy
desagradable, mucho más como el Morris que yo recordaba, y me acusó de ser
mezquina y cruel, así como de poner su vida en peligro.
—Tsk, tsk —hace Alice Kauffman en el otro extremo de la línea telefónica, un
ruido como el roce de envoltorios vacíos de bombones.
—Le dije que yo estaba dispuesta a pagar hasta cuarenta mil dólares para que le
soltaran, que ya estaba reuniendo el dinero y metiéndolo en la caja fuerte del hotel, y
que no era culpa mía que los secuestradores decidieran dejarle libre a cambio de
nada.
—¿Esto han hecho?
—Aparentemente, sí. Debió de asustarles la posibilidad de que la policía les
encontrase, o algo por el estilo. A propósito, todos los policías están conmigo, pues
creen que destrocé la moral de los secuestradores al regatear con ellos. Estoy
teniendo muy buena prensa aquí. «La novelista con nervios de acero», me llaman en
las revistas. Se lo dije a Morris, y no por ello se mostró más amable… Sea como

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fuere, voy a meter toda esa historia en mi libro. Es una inversión maravillosa de las
normales relaciones de poder entre hombres y mujeres, con el hombre totalmente a la
merced de la generosidad de la mujer. Es posible que cambie el final.
—Sí, haz que el muy hijo de puta muera —dice Alice Kauffman—. ¿Y dónde
anda metido ahora?
—En Jerusalén. Está organizando no sé qué congreso. Otra cosa que le escuece es
que un coñazo llamado Howard Ringbaum, al que Morris excluyó específicamente de
esas conferencias, aprovechó su desaparición temporal para hacerse aceptar por el
otro organizador. Diríase que Morris habría de tener cosas mejores en las que pensar,
un hombre como él, que se ha visto con un pie en la tumba, ¿no te parece?
—Así son los hombres, querida —dice Alice Kauffman—. A propósito, ¿qué tal
el libro?
—Quiero esperar que esta nueva idea vuelva a ponerlo en marcha —contesta
Désirée.

Según Motokazu Umeda, que contestó a la comunicación de ella en Honolulú,


Angélica tenía la intención de viajar hasta Seúl, vía Tokio, para asistir a un ciclo de
conferencias sobre Teoría Crítica y Literatura Comparativa, al que habían sido
atraídos, según se rumoreaba, varios peces gordos de París con la promesa de un viaje
gratis a Oriente. Persse, más allá ya de toda idea de trazar un presupuesto prudente,
blande de nuevo su mágica tarjeta verde y blanca, y vuela hasta Seúl con la Japanese
Airlines. En el avión conoce a otra buena compañía, una hermosa muchacha coreana
que ocupa el asiento contiguo y que bebe vodka y fuma Pall Malls como si su vida
dependiera de consumir la mayor cantidad de artículos libres de impuestos mientras
dure el vuelo. El vodka la vuelve locuaz y explica a Persse que regresa a su país
desde Estados Unidos para hacer su visita anual a su familia y que no podrá probar el
alcohol o el tabaco en las dos semanas próximas.
—Corea es, superficialmente, un país moderno —dice—, pero por debajo es muy
tradicional y conservador, sobre todo en lo que se refiere al comportamiento social.
Le aseguro que la primera vez que estuve en Estados Unidos no podía dar crédito a
mis ojos: crios contestando de cualquier manera a sus padres, chicos y chicas
besándose en público… La primera vez que lo vi me desmayé. Y además fumando y
bebiendo, cuando en mi país se considera insultante que una chica soltera fume
delante de sus mayores. Si mis padres supieran que no solo fumo delante de mis
mayores, sino que además vivo con uno de ellos, supongo que me repudiarían. Por lo
tanto, tengo que representar el papel de la buena jovencita coreana durante las dos
semanas próximas, sin fumar, rehusando las bebidas fuertes y hablando tan solo
cuando me dirijan la palabra. —Se incorpora y pulsa el timbre del servicio sobre su
cabeza, para pedir otro vodka—. Ahora, mis padres quieren que vuelva a casa y me
case con un tipo que ellos me han adjudicado… Sí, lo crea o no lo crea, todavía

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tenemos casamientos convenidos en Corea. Mi padre no puede comprender por qué le
doy largas una y otra vez. «¿Bien quieres casarte, no? —me dice—. ¿Quieres tener tu
hogar, tener hijos?» ¿Y qué puedo decirle yo?
—¿Que ya está comprometida? —sugiere Persse.
—Pero es que no lo estoy —contesta la joven con tristeza.
Se llama Ji-Moon Lee y, a juzgar por los nombres que casualmente pronuncia,
parece moverse en los altos círculos académicos de Estados Unidos. Explica a Persse
que las conferencias sobre Teoría Crítica y Literatura Comparativa se celebrarán, casi
con toda seguridad, en la Academia de Ciencias coreana, un centro expresamente
construido para estas actividades en las afueras de Seúl. Puede tomar un taxi desde el
centro de la ciudad, pero no sin convenir primero el precio del trayecto, negándose a
pagar más de 700 won. Más tarde, después de haber aterrizado, la ve en la sala de
Llegadas del aeropuerto, sonriendo con modestia y sorprendentemente sobria,
agasajada con ramos de flores por unos padres orgullosos que visten trajes
occidentales a la medida.
Es la época de los monzones en Corea, y Seúl es una húmeda jungla de hormigón
con suburbios indistinguibles que rodean un centro urbano cuyos habitantes están
aparentemente tan aterrorizados por el tráfico que han decidido vivir bajo el suelo, en
un conjunto de arterias subterráneas flanqueadas por tiendas brillantemente
iluminadas. Persse toma un taxi para ir a la Academia de Ciencias, un complejo de
edificios de estilo oriental modernista que se alzan al pie de unas colinas boscosas,
pero el ciclo de conferencias sobre Teoría Crítica y Literatura Comparativa ha
concluido —ya no le sorprende averiguarlo— y sus participantes se han dispersado,
algunos de ellos para efectuar una visita turística en el sur. En vista de ello, Persse
toma un tren que avanza a través de un paisaje, empapado e irremisiblemente verde,
de arrozales y colinas coronadas por árboles y envueltas en niebla, hasta la ciudad
turística de Kongju, sede de numerosos monumentos antiguos, templos y hoteles
modernos, con un lago artificial en el que flota, como un gigantesco juguete de
bañera, un barco de recreo en forma de pato blanco, del que desembarca ante Persse,
no Angélica, sino el profesor Michel Tardieu, en compañía de tres sonrientes
profesores coreanos, todos ellos llamados Kim. Se entera por Tardieu de que
Angélica se encontraba en el congreso, pero que no se ha unido a la excursión
turística. Tardieu cree recordar que se disponía a asistir a otro congreso, en Hong
Kong.

Anda mediado el mes de agosto y el congreso de Morris Zapp sobre el Futuro de la


Crítica se encuentra en pleno auge. Casi todos los participantes coinciden en afirmar
que es el mejor congreso al que hayan asistido jamás. Morris se siente envanecido. El
secreto de su éxito es muy sencillo: reducir a un mínimo los actos formales del
congreso. Hay una sola comunicación al día, leída por su autor y a primera hora de la

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mañana. Todas las demás comunicaciones circulan en forma de fotocopias, y el resto
de la jornada se dedica a la «discusión no estructurada» de las cuestiones suscitadas
en estos documentos o, en otras palabras, a nadar y a tomar el sol en la piscina del
Hilton, a merodear por la ciudad antigua, a hacer compras en el bazar, a comer en
restaurantes étnicos, y a hacer excursiones a Jericó, el valle del Jordán y Galilea.
Los eruditos israelíes, un grupo altamente profesional y fieramente competitivo,
se sienten disgustados ante estas medidas, puesto que han estado anhelando atacarse
unos a otros en presencia de un distinguido público internacional y, como es natural,
las atracciones turísticas de Jerusalén y sus alrededores constituyen menos novedad
para ellos. Pero todos los demás están encantados, con la excepción de Rodney
Wainwright, que todavía no ha terminado su comunicación. El único trabajo acabado
que tiene en su equipaje es uno de Sandra Dix, que le fue entregado poco antes de
salir de Australia como parte de la evaluación de ella en inglés 351. Se titula «La
teoría de la cultura de Matthew Arnold», y comienza así:
Según Matthew Arnold cultura era llegar a conocer, en las cuestiones que más interesen, a los
mejores. Matthew Arnold era un famoso director de escuela que escribió «Los días escolares de Tom
Brown» e inventó el juego del rugby, así como la Teoría de la Cultura. Si no consigo una buena
calificación en este curso, le diré a su esposa que hicimos el acto sexual en su despacho tres veces en
este semestre, y que usted no quería dejarme salir cuando hubo el ejercicio de alarma de incendio para
que nadie nos viera abandonar la habitación juntos…

Rodney Wainwright siente frío y calor cada vez que piensa en este examen de fin
de curso, al que concedió un sobresaliente sin titubear ni por un momento, y que ha
traído consigo a Israel para evitar que a Bev o algún colega se le pudiera ocurrir
revisar los cajones de su escritorio en su ausencia. Pero todavía siente más frío y más
calor cuando piensa en su propia comunicación para el congreso, aún bloqueada en
aquel «La cuestión es, por lo tanto, cómo puede la crítica literaria…» ¡Si al menos la
hubiera completado a su debido tiempo! En este caso, habría podido ser fotocopiada
y circulado como la mayoría de las demás contribuciones al congreso, y poco habría
importado que resultara escasamente convincente, o incluso inteligible, puesto que
por otra parte nadie lee en serio las comunicaciones, que uno se encuentra una y otra
vez en las papeleras del Hilton… Pero, puesto que no disponía de un texto acabado
para entregar a Morris Zapp al llegar, han adjudicado a Rodney Wainwright una de
las sesiones formales, «en directo»… Sí, se le ha concedido el privilegio de efectuar
personalmente su comunicación, en lo que es, de hecho, la penúltima mañana del
ciclo, ya que se vio obligado a suplicar el plazo más largo posible.
No es sorprendente, por tanto, que Rodney Wainwright se sienta incapaz de
sumirse en la vertiginosa ronda de placeres de la que están disfrutando sus colegas
participantes en el congreso. Mientras ellos se encuentran en la piscina o en el bar, o
en las murallas de la ciudad antigua, o en el autocar provisto de aire acondicionado, él
está sentado ante su mesa, con las cortinas corridas en su habitación del Hilton,
sudando y refunfuñando sobre su comunicación… o, de no estarlo, se siente acosado

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por sentimientos de culpabilidad. La despreocupación y el buen humor de sus colegas
agregan hiel a su desdicha y al cernirse sobre él, cada vez más cercana, la humillación
profesional, su enojo contra la euforia de los demás se centra en un hombre en
particular: Philip Swallow. Philip Swallow, con su teatral barba plateada, su voz
resonante de inmigrante inglés en Oceanía, y su injustificablemente atractiva amante.
¿Qué puede ver ella en él? Debe de ser el extraordinario apetito sexual del viejo
chivo, puesto que al parecer se prodigan en este aspecto. Resulta que Rodney
Wainwright ocupa la habitación contigua a la de ellos y no es raro que se vea
estorbado, mientras trabaja de noche en su comunicación o bien en plena tarde, por
gritos sofocados de placer, audibles cuando pega su oreja al tabique de partición, y si
ahora saliera a su balcón para tomar el fresco del anochecer y estirar sus entumecidas
piernas, lo más probable sería que Philip Swallow y su Joy estuvieran en el balcón
adyacente, tiernamente entrelazados, con Joy versificando sobre el crepúsculo
reflejado en los tejados y cúpulas de la ciudad antigua, mientras Philip le acariciaba
los pechos por debajo de su salto de cama. Rodney sorprendió a Joy tomando el sol
en topless cuando ella, evidentemente, suponía que él se encontraba en la
conferencia, y tiene que admitir que sus pechos bien se merecen ser acariciados. No
son tan espectaculares quizás como los de Sandra Dix, pero por otra parte Sandra Dix
parecía obtener muy escaso placer al acariciárselos Rodney Wainwright, o por
cualquier otro aspecto de la actuación sexual de este, insistiendo en mascar chicle
durante el coito y rompiendo el silencio tan solo para preguntarle si aún no había
terminado. Por tan mezquina recompensa erótica se ha arriesgado él a una catástrofe
doméstica en Cooktown, cosa que todavía agrava más el hecho de enfrentarse ahora a
un descalabro profesional en Jerusalén, con el acompañamiento de la orgásmica
beatitud ruidosamente voceada en la habitación de al lado.
¿Cómo se las arregla Philip Swallow? Después de joder con su rubia de
madrugada, se presenta tan campante y a primera hora de la mañana en la piscina del
hotel, nunca se pierde la conferencia matinal, siempre es el primero en levantarse con
una pregunta cuando el orador se sienta, y jamás deja de apuntarse a todas las
excursiones turísticas que se organizan. Es como si a ese hombre le hubieran dado
diez días de vida y estuviera dispuesto a rellenar cada instante con alguna sensación,
sublime o grosera. Apenas han vuelto todos de seguir el Vía Crucis o inspeccionar el
Santo Sepulcro o visitar el Muro de las Lamentaciones, ya está Philip Swallow
organizando una salida para ir a comer codornices rellenas en un restaurante árabe
oculto en alguna sucia callejuela de la ciudad antigua, que le ha sido particularmente
recomendado por uno de los israelíes, instalándose después en un taxi con Joy y otros
reconocidos hedonistas para dirigirse a una discoteca que funciona clandestinamente
el Sabbath. Sí, mientras Jerusalén está envuelta en santo silencio, con las calles
desiertas y todas las tiendas cerradas, Philip Swallow menea el esqueleto bajo las
luces estroboscópicas y al son de los Bee Gees, con su barba de plata perlada por el
sudor y los ojos fijos en los pezones de Joy, que botan bajo su blusa de estopilla al

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agitarse ella siguiendo el mismo ritmo. Rodney Wainwright lo sabe porque también él
se metió como pudo en el taxi en el último instante, en vez de volver a entregarse a la
contemplación solitaria de su inacabada conferencia, aunque él no baila, y se pasa la
noche sentado, sombrío, junto al borde de la pista de baile, bebiendo una cerveza
excesivamente cara y viendo también botar los pezones de Joy.
La mañana siguiente, Rodney no oye a Philip Swallow pasar silbando por el
corredor para su práctica matinal de natación, por lo que tal vez sus excesos se cobren
finalmente el peaje. Pero después del desayuno baja al vestíbulo con Joy, tan solo un
poco pálido y ojeroso su rostro atezado, dispuesto a emprender la excursión de la
jornada, ya que se trata de un día libre, es decir, libre incluso de una sola conferencia
formal, y se ha organizado una visita al Mar Muerto y a Masada.
Rodney Wainwright sabe que debería saltarse esta excursión, puesto que su
conferencia debe ser pronunciada la mañana siguiente y todavía no ha avanzado ni
una línea desde que llegó. Debería pasar todo el día a solas en su habitación del
Hilton, con un botellón de agua helada y trabajando en su comunicación, pero
demasiado bien sabe que malgastará toda la jornada, rompiendo un borrador tras otro
y distraído por envidiosas especulaciones acerca de lo mucho que pueden estar
divirtiéndose los demás, en especial Philip Swallow. En consecuencia, Rodney
Wainwright trama contra sí mismo una astuta conspiración mediante la cual dejará la
redacción de esa disertación hasta el último momento posible —léase esta noche—, y
así se forzará a sí mismo a terminarla obligado por la presión inexorable del tiempo
que se va agotando.
Desde un cielo azul sin una sola nube, el sol tuesta el pardusco y árido paisaje.
Hace calor incluso en el interior del autocar, pese al aire acondicionado. Cuando se
apean en el aparcamiento de unos baños a orillas del Mar Muerto, el calor es como el
hálito de un horno. Se ponen sus bañadores y flotan —es imposible nadar— en un
líquido denso —apenas se le puede llamar agua— con la temperatura y consistencia
de una sopa, tan intensamente sazonado con productos químicos que abrasa la lengua
y la garganta si alguien traga inadvertidamente una gota. Después, su guía Sam
Singerman, el profesor israelí residente, les aconseja cubrirse con el barro negro de la
playa, que supuestamente tiene cualidades terapéuticas, pero en el grupo solo Philip y
Joy, seguidos por Morris Zapp y Thelma Ringbaum, osan hacerlo, embadurnándose
unos a otros, entre risas, con puñados del negro y pegajoso fango, que se seca
rápidamente al sol y hace que todos parezcan aborígenes desnudos. Se desprenden del
barro bajo las duchas, al fondo de la playa, y Rodney Wainwright les sigue hasta los
manantiales calientes, donde toman un baño tan agradable que hacen esperar un buen
rato a los otros en el autocar, mientras ellos se secan y se cambian, retraso por el que
Thelma Ringbaum es severamente reprendida por su esposo.
De ser ello posible, Masada es un lugar todavía más caluroso. Después de
desayunar en la inevitable cafetería, forma de alimentación que Israel parece haberse
hecho propia, toman el telecabina para subir a las ruinas de las fortificaciones en las

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alturas donde el ejército judío de Eleazar se suicidó en masa antes que rendirse a los
romanos en 73 d. C.
—Yo también me suicidaría antes que subir aquí otra vez —comenta un visitante
irreverente, al entrar en la cabina que Rodney abandona.
Desde luego, el aire no es más fresco aquí; parece como si el telecabina solo les
hubiera acercado más al sol, que redobla implacable sobre la roca y las ruinas. Los
turistas se mueven tambaleándose a causa del calor, apenas capaces de alzar sus
cámaras a nivel del ojo, buscando algún retazo de sombra detrás de las rotas escarpas.
Philip y Joy, cogidos de la mano, bajan unos escalones tallados en la roca viva y que
describen una curva alrededor de la cara occidental de la montaña, hasta una pequeña
plataforma de observación amparada del sol. Una vez en el parapeto, mientras
contemplan un inmenso panorama de montes rocosos y valles resecos, Philip desliza
su brazo alrededor de la cintura de Joy. «Esto ya es el colmo, incluso con este calor
sigue pensando en el sexo», se dice Rodney mientras seca el sudor de su cara con la
manga de su camisa arremangada. Casualmente, Philip Swallow se vuelve en su
dirección y frunce el ceño.
—¿Disfrutando? —pregunta en un tono claramente retador.
—¿Cómo? ¿Qué? —hace Rodney Wainwright, sobresaltado, pues apenas ha
cambiado una palabra con el inglés durante todo el congreso.
—¿Echando un buen vistazo? ¿O quizá meneándosela?
—Philip —protesta Joy en un murmullo.
Rodney nota que se sonroja intensamente.
—No sé de qué me está usted hablando —farfulla.
—Es que ya estoy harto de que me siga allí donde vaya yo —dice Philip Swallow.
Joy pretende alejarse, pero Philip la detiene, reforzando su presa alrededor de su
cintura.
—No —dice—, quiero cantarle las cuarenta al señor Wainwright. Tú misma me
dijiste que el otro día te espió en el hotel.
—Ya lo sé —reconoce Joy—, pero odio las escenas.
—Esto es el calor —explica Rodney a Joy, dándose unos golpecitos ilustrativos
con el dedo en la frente—. No sabe lo que dice.
—¡Coño si lo sé! —exclama Philip Swallow—. Estoy diciendo que es usted una
especie de pervertido. Un voyeur.
—¡Hola, padre nuestro!
Todos se vuelven para enfrentarse a un joven bronceado que viste pantalones
vaqueros y camiseta y luce un pendiente en una oreja. Se ha aproximado a ellos a
través de la escalera que hay en el lado más distante de la plataforma. Ahora le toca a
Philip Swallow el turno de mostrarse confuso, y se aparta de Joy dando un brinco,
como si se acabara de quemar.
—¡Matthew! —exclama—. Pero ¿qué estás haciendo aquí?
—Trabajando en un kibbutz en el Jordán —contesta el joven—. Me vine aquí

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haciendo autostop apenas terminé los exámenes, ¿ya no te acuerdas?
—Ah, sí —dice Philip—, ahora lo recuerdo.
—Apenas se te ha visto el pelo este verano, ¿verdad, papi? —observa el joven,
mirando a Joy con curiosidad.
—¿No me presentas, Philip? —dice ella.
—¿Qué? Ah, sí, claro —murmura Philip Swallow, visiblemente violento—. Es mi
hijo Matthew. Ella es… la señora Simpson; participa en el mismo congreso al que yo
asisto.
—Ah —hace Matthew.
Joy tiende la mano.
—¿Cómo estás, Matthew?
—Tal vez desee volver al telecabina con el señor Wainwright, señora Simpson —
dice Philip Swallow atropelladamente—, mientras mi hijo me comunica sus últimas
noticias.
Joy Simpson parece estupefacta, como si acabara de recibir un bofetón inesperado
en pleno rostro. Mira fijamente a Philip Swallow, abre la boca para hablar, la cierra
de nuevo y se aleja en silencio, seguida por Rodney Wainwright, que sonríe
malignamente para sus adentros. La atrapa en lo alto de los escalones.
—¿Quiere visitar el Museo o prefiere bajar directamente? —le pregunta.
—Muchas gracias, pero puedo encontrar sola el camino de regreso —replica ella
fríamente y echándose a un lado para dejarle pasar.
Después de este episodio, Philip Swallow acusa visiblemente el choque. Al
abordar el grupo en el autocar para emprender el regreso, se queja dentro del radio
auditivo de Rodney Wainwright de sentirse febril, y se pasa todo el viaje con los ojos
cerrados y una expresión de sufrimiento en la cara, pero Joy se mantiene silenciosa e
indiferente, sentada junto a él e inescrutables sus ojos tras unas gafas oscuras. Por la
tarde, Philip no baja a reunirse con los demás, que, duchados y con ropas limpias, se
están congregando en el vestíbulo para ir a una barbacoa en el jardín de Sam
Singerman. Rodney oye a Joy decirle a Morris Zapp que Philip tiene fiebre.
—No me sorprendería que se tratara de una insolación —comenta él—. Allí,
hacía un calor infernal. Pero usted viene, ¿verdad?
—¿Por qué no? —replica Joy.
Morris Zapp capta la mirada de Rodney Wainwright, que ronda por allí, a pocos
metros de ellos.
—¿Usted viene, Wainwright?
Rodney muestra una sonrisa entristecida.
—No, creo que me quedaré y revisaré mi disertación para mañana.
Los dos folios y tres cuartos de la misma, piensa con amargura mientras se dirige
hacia el ascensor, eclipsada su Schadenfreude por el contratiempo y la indisposición
de Philip Swallow ante la prueba que se le aproxima a él. Esta noche es la definitiva.
O todo o nada. Acabar su comunicación o echarlo todo al traste. Entra en su

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habitación y enciende la lámpara de la mesa. Saca sus tres folios mecanografiados,
manoseados y manchados por el sudor, y los lee por nonagésima cuarta vez. Es un
buen texto. El prolegómeno avanza suave y confiadamente, para definir el punto que
se debate: «La cuestión es, por lo tanto, cómo puede la crítica literaria.» Y después
no hay nada: hoja en blanco, espacio vacío, o bien un agujero negro que parece
haberse tragado su capacidad de pensamiento constructivo.
Lo malo es que la proyección imaginativa que Rodney Wainwright se hace de sí
mismo avanzando hacia el atril la mañana siguiente, solo con dos folios y tres cuartos
de texto mecanografiado que han de durarle cincuenta minutos, es tan vivida, tan
particular en cada síntoma psicosomático de terror, que le hipnotiza, paraliza su
pensamiento y le hace menos capaz que nunca de continuar redactando su
disertación. Se ve a sí mismo haciendo una pausa al terminar sus dos folios y tres
cuartos, bebiendo un sorbo de agua, contemplando a su público, cuyas caras se alzan
pacientemente, expectantemente, curiosamente, desasosegadamente,
impacientemente, airadamente, compasivamente…
Llevado por la desesperación, se bebe una botella miniatura de whisky,
extravagantemente cara, que hay en el refrigerador de su habitación, y, así
estimulado, empieza a escribir algo, cualquier cosa, utilizando un bolígrafo azul y
hojas de papel de carta del Hilton. Propulsada por otras miniaturas, de ginebra, vodka
y coñac, su mano vuela a través de la cuartilla con voluntad propia. Empieza a
sentirse más optimista y se ríe para sus adentros, arrancando los tapones de
miniaturas de Benedictine, Cointreau y Drambuie con una mano, mientras la otra
sigue escribiendo. Oye a Joy Simpson regresar de la barbacoa y entrar en la
habitación contigua. Interrumpe por unos momentos su tarea para aplicar el oído a la
pared de partición. Silencio.
—Esta noche no se folla, ¿eh, chica? —grita muerto de risa ante la pared,
mientras vuelve tambaleándose a su mesa y busca una nueva hoja de papel.
Rodney Wainwright se despierta por la mañana y descubre que su dolorida cabeza
reposa sobre la mesa en medio de una colección de botellas en miniatura vacías y una
capa de hojas de papel cubiertas por unos garabatos ilegibles. Arroja las botellas y los
papeles en la papelera. Se ducha, se afeita y se viste cuidadosamente con su traje
fresco, una camisa limpia y corbata. Después se arrodilla junto a su cama y reza. Es el
único recurso que le queda ahora. Necesita un milagro: la inspiración para improvisar
una conferencia sobre el Futuro de la Crítica durante cuarenta y cinco de los
cincuenta minutos que le han sido adjudicados. Rodney Wainwright, que nunca ha
sido hombre profundamente religioso, y que de hecho no ha dirigido pensamiento o
corazón hacia Dios desde los nueve años, se arrodilla en la ciudad santa de Jerusalén
y reza, diplomáticamente, a Jehová, Alá y Jesucristo, para que le salven de la
desgracia y de la ruina.
La conferencia tiene que comenzar a las 9:30 y a las 9:25 Rodney se presenta en
la sala. Exteriormente, parece tranquilo. La única señal del estrés que domina el

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interior es el hecho de que no puede dejar de sonreír. La gente advierte su aspecto
jovial y Rodney mueve la cabeza y sonríe, sonríe. Los músculos de sus mejillas le
duelen a causa de la tensión, pero no le es posible relajarlos. Morris Zapp, que ha de
presidir el acto, mantiene una ansiosa conversación con Joy Simpson.
Aparentemente, Philip Swallow está peor: su fiebre se niega a ceder, se queja de
dolores en las articulaciones y respira trabajosamente. Ella ha avisado a un médico
para que le vea. Morris Zapp asiente compasivamente, preocupado, frunciendo el
ceño. Rodney, que ha captado esta conversación, mira radiante a ambos, y los otros
dos le contemplan asombrados.
—Vuelvo a nuestra habitación para ver si ha venido el doctor —dice Joy.
—Bien, vamos a poner manos a la obra —dice Morris a Rodney.
Rodney se sienta, sonriendo a su público, mientras Morris Zapp le presenta. Sin
dejar de exhibir su amplia sonrisa, lleva sus tres folios mecanografiados al atril, los
alisa y los coloca cuidadosamente. Con los labios fruncidos en una expresión de
hilaridad apenas contenida, comienza a hablar. La audiencia, infiriendo de su actitud
que su discurso pretende ser jocoso, sonríe también cortésmente. Rodney llega a la
tercera página y contempla el abismo de espacio blanco que hay al pie de la misma.
Su sonrisa se ensancha un milímetro más.
En aquel momento se produce un cierto alboroto al fondo de la sala. Rodney
Wainwright alza la vista desde sus hojas: Joy Simpson ha regresado y, cuchicheando,
consulta algo con Sam Singerman, que está en la última fila. Otras cabezas vecinas a
ellos se han vuelto y hablan entre sí, con expresiones de preocupación. Rodney
Wainwright titubea en su lectura y vuelve al comienzo de la frase…, su última frase,
«La cuestión es, por lo tanto, cómo puede la crítica literaria…» El zumbido de
conversaciones entre el público aumenta de volumen. Algunas personas abandonan la
sala. Rodney deja de hablar y mira inquisitivamente a Morris Zapp, que frunce el
ceño y golpea la mesa con su pluma.
—Ruego un poco de silencio entre el público, para que el doctor Wainwright
pueda proseguir su disertación…
Sam Singerman se levanta en la última fila.
—Lo siento, Morris, pero acabamos de recibir una noticia inquietante. Al parecer,
Philip Swallow puede tener la enfermedad del Legionario…
Entre el público, una mujer chilla y se desmaya. Todos los demás se han puesto
de pie, pálidos, horrorizados, enmudecidos por el miedo o reclamando atención a
gritos. ¡La enfermedad del Legionario! Aquella temida y misteriosa dolencia, todavía
no entendida del todo por la profesión médica, que azotó un congreso de la American
Legión en el hotel Bellevue Stratford de Filadelfia hace tres años, matando a una de
cada seis de sus víctimas. Es lo que últimamente teme en secreto todo congresista, es
la enfermedad venérea de los que frecuentan congresos, el salario del pecado, el
castigo por tanto viaje que aleja de hogares y de obligaciones, tanta estancia en
hoteles lujosos, magnificando el ego, asistiendo a fiestas y en general pasándose de

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raya en todo. ¡La enfermedad del Legionario!
—No sé qué piensan hacer los demás —dice Howard Ringbaum, en primera fila
—, pero yo me largo de este hotel ahora mismo. Vamos, Thelma.
Thelma Ringbaum no se mueve, pero todos los demás sí lo hacen; de hecho, se
produce una especie de estampida hacia la salida. Morris se vuelve hacia Rodney y
extiende las manos como excusándose.
—Parece como si tuviéramos que suspender la conferencia. Lo siento muchísimo.
—No hay más remedio —responde Rodney Wainwright, que finalmente ha
podido dejar de sonreír.
—Ha de ser muy decepcionante, después de todo el trabajo que le ha costado.
—¡Qué le vamos a hacer! —dice Rodney, encogiéndose filosóficamente de
hombros.
—Podríamos intentar fijar otra hora más tarde, hoy mismo —sugiere Morris
Zapp, sacando un grueso cigarro y encendiéndolo—, pero tengo la impresión de que
esto ha marcado el final del congreso.
—Sí, mucho me temo que sí —admite Rodney, metiendo de nuevo sus tres folios
mecanografiados en la carpeta.
Thelma Ringbaum sube al estrado.
—¿Crees que en realidad se trata de la enfermedad del Legionario, Morris? —
pregunta con ansiedad.
—No, yo creo que es una insolación y que el médico está pagado por el Sheraton
—contesta Morris Zapp.
Thelma Ringbaum le mira asombrada y después suelta una risita.
—¡Oh, Morris! —exclama—. Tú siempre estás de broma. Pero ¿no te sientes
ahora un poquitín preocupado?
—El hombre que ha pasado por lo que me ha ocurrido a mí recientemente ya no
puede sentir ninguna clase de miedo —asevera Morris Zapp, describiendo un arco
con su cigarro.
Sin embargo, no parece ser esta la actitud de los demás congresistas. Al cabo de
una hora, la mayoría de ellos se encuentran en el vestíbulo del hotel con sus
equipajes, esperando un autocar alquilado para que les lleve a Tel Aviv, donde
emprenderán sus vuelos de regreso. Rodney Wainwright se mezcla con el grupo,
recibiendo condolencias por haber visto interrumpida su conferencia.
—¡Qué le vamos a hacer! —dice, encogiéndose filosóficamente de hombros.
—¿Y Philip? —oye que Morris Zapp pregunta a Joy Simpson, que también tiene
a punto sus maletas—. ¿Quién cuidará de él?
—No puedo correr el riesgo de quedarme —contesta ella—. Tengo que pensar en
mis hijos.
—¿Va a abandonarle así? —exclama Morris Zapp, arqueadas sus cejas por
encima del cigarro.
—No. He telefoneado a su mujer. Sale en el próximo avión.

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Morris Zapp enarca todavía más las cejas.
—¿Hilary? ¿Cree que ha sido una buena idea?
—Ha sido idea de Philip —contesta Joy Simpson—. Me ha pedido que la
telefonease, y así lo he hecho.
Morris Zapp inspecciona cuidadosamente el extremo de su cigarro.
—Comprendo —dice finalmente.
Acto seguido se produce otra diversión (solo son las once de la mañana, pero la
jornada puede calificarse ya como la más llena de acontecimientos en la vida de
Rodney Wainwright). Un joven alto y atlético, con abundante cabello rojo y rizado,
una cara redonda y pecosa y una nariz achatada pelada por el sol, vestido con unos
polvorientos vaqueros y portador de una bolsa deportiva, entra en el vestíbulo del
Hilton bajo la mirada desaprobadora del portero, y saluda a Morris Zapp.
—¡Percy! —exclama Morris, agarrando al recién llegado por los hombros y
dándole la bienvenida con un apretón de manos—. ¿Cómo está? ¿Qué hace en
Jerusalén? Llega tarde para el congreso, pues Philip Swallow ha pillado la peste
negra y nos damos todos a la fuga.
El joven mira el vestíbulo a su alrededor.
—¿Está aquí Angélica?
—¿Al Pabst? No, no está. ¿Por qué?
Los hombros del joven descienden.
—Jesús, yo estaba seguro de encontrarla aquí…
—Que yo sepa, no se había inscrito en el congreso.
—Debe de ser el único, pues —comenta el joven con amargura—. He seguido a
esa chica por todo el mundo, de un país a otro. Europa, América, Asia… He gastado
todos mis ahorros y me han retirado mi tarjeta American Express por no pagar los
atrasos. He tenido que trabajar para pagarme el pasaje de Hong Kong a Adén, he
hecho autostop a través del desierto y he estado a punto de morirme de sed. Y nunca
he podido ni echarle la vista encima desde que me dio esquinazo en Rummidge.
Morris Zapp chupa su cigarro.
—No sabía que estuviera tan interesado en esa chica —dice—. ¿Y por qué no le
escribe?
—¡Porque nadie sabe dónde vive! Siempre está saltando de un congreso a otro.
Morris Zapp reflexiona.
—No se desespere, Percy. Yo le diré lo que ha de hacer: venga a la próxima
convención de la MLA. Todos los fanáticos de los congresos hacen acto de presencia
en la MLA.
—¿Y cuándo es eso?
—En diciembre. En Nueva York.
—¡Jesús! —gime el joven—. ¿Tanto tengo que esperar?
Rodney Wainwright se adelanta y le toca en el brazo.
—Perdone, joven —dice—, pero ¿le importaría mucho dejar de citar el nombre

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del Señor en vano?

En la Universidad de Darlington las vacaciones de verano están en su apogeo. El


campus está prácticamente, desierto. En las aulas reina el silencio, excepto el
zumbido de las moscas en las ventanas, y salas y pasillos están vacíos y extrañamente
limpios. Las salas de la Facultad están cerradas y, en las oficinas departamentales,
unas secretarias ociosas hacen labor de punto, comadrean y clavan en las paredes
vistosas postales de colores que les han enviado desde Cornualles o Corfú amistades
más afortunadas. Tan solo en el Centro de Informática nada ha cambiado desde que
concluyó el curso de verano y comenzaron las vacaciones. Allí hay dos hombres
sentados en sus actitudes familiares, como gato y ratón, o araña y mosca, agazapado
el uno sobre la consola de su ordenador, y vigilando el otro desde su cubículo de
cristal, mientras su mano se mueve rítmicamente desde una bolsa de patatas fritas
hasta su boca, y vuelta a comenzar.
Parece como si Robin Dempsey hubiera envejecido en su asiento giratorio, y
Persse McGarrigle apenas reconocería ahora al hombre compacto y vigoroso, de
anchos hombros, que se le dirigió en la recepción con jerez en Rummidge. Esos
hombros están ahora encorvados, el traje azul cuelga fláccidamente desde ellos sobre
un torso reducido; la mandíbula, antes prominente, parece ahora colgar, y los ojillos
son todavía más pequeños y más juntos incluso que antes. La atmósfera está cargada.
Hay en la habitación una tensión parecida a la electricidad estática, una sensación de
proximidad de una crisis. Los únicos sonidos son el tecleo de los dedos de Robin
Dempsey en el terminal de su ordenador, y la masticación de las patatas fritas de Josh
Collins.
Este arruga la bolsa vacía y la tira en la papelera, sin quitarle los ojos de encima a
Robin Dempsey. Ahora solo hay un sonido en la sala. En absoluto silencio,
lentamente, Josh Collins abandona su cubículo y avanza de puntillas hacia el
encorvado Robin Dempsey, que sigue tecleando frenéticamente. De pronto, Robin
Dempsey deja de teclear y al mismo tiempo Josh Collins se inmoviliza, pero está lo
bastante cerca como para poder leer lo que hay escrito en la pantalla:
NO PUEDO SEGUIR ASÍ ME TIENE OBSESIONADO PHILIP SWALLOW DE NOCHE Y DE DÍA Y
SoLO PUEDO PENSAR EN QUE ÉL CONSIGUE LA CÁTEDRA DE LA UNESCO UN PENSAMIENTO
QUE ME RESULTA INSOPORTABLE PERO QUE NO PUEDO ALEJAR DE MÍ TODO EL MUNDO PARECE
CONSPIRAR CONTRA MÍ Y SI LE OLVIDO POR UN MOMENTO CON TODA SEGURIDAD VOY Y
ABRO UN PERIÓDICO Y VEO UNA RESEÑA HALAGADORA DE SU MALDITO LIBRO O UN ANUNCIO
DEL MISMO LLENO DE CITAS Y AFIRMANDO QUE ES LO MEJOR DEL MUNDO DESDE QUE SE
INVENTÓ LA PÓLVORA Y ESTA MAÑANA HE RECIBIDO UNA CARTA DE MI HIJO DESMOND QUE
ESTÁ EN ISRAEL TRABAJANDO EN UN KIBBUTZ Y DECIA QUE MATTHEW SWALLOW O SEA EL
CHICO DE SWALLOW QUE ESTÁ ALLÍ CON ÉL AYER ENCONTRÓ A SU PADRE CON SU BRAZO
ALREDEDOR DE UNA RUBIA DE MUY BUEN VER CON LA QUE ESTABA EN NO SÉ QUÉ

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CONFERENCIA EN JERUSALÉN AL MENOS ESTA FUE LA HISTORIA QUE ÉL CONTÓ Y YA VES LO
QUE QUIERO DECIR SWALLOW LO TIENE TODO EN TODOS LOS ASPECTOS, SEXO Y FAMA Y
VIAJES AL EXTRANJERO Y ESTO NO ES JUSTO Y YO NO PUEDO SOPORTARLO Y ACABARÉ POR
VOLVERME LOCO QUÉ PUEDO HACER
Robin Dempsey hace una pausa, titubea por unos momentos y finalmente aprieta
la tecla del interrogante:
?
Inmediatamente, ELIZA replica:
—PÉGATE UN TIRO.
Robin Dempsey lo mira con ojos desorbitados, abre la boca de par en par,
gimotea y se tapa la cara con las manos. Después oye a su espalda una exclamación
sofocada, una explosión de hilaridad contenida, y se vuelve en redondo sobre su
asiento para encontrar a Josh Collins que se está riendo de él. Robin Dempsey mira
alternativamente, varias veces, aquel rostro risueño y la pantalla del ordenador.
—Tú… —dice con voz ronca.
—Solo una pequeña broma —explica Josh Collins, alzando las manos en un gesto
pacificador.
—Has estado manipulando a ELIZA —dice Robin Dempsey, levantándose
lentamente.
—Vamos, vamos —hace Josh Colins, batiéndose en retirada—. No pierdas los
estribos.
—Tú hiciste que ELIZA dijera que Swallow conseguiría la cátedra de la UNESCO.
—Tú me provocaste —contrataca Josh Collins—. Todo es culpa tuya.
Con un grito de rabia, Robin Dempsey se abalanza sobre Josh Collins. Los dos
hombres forcejean, tambaleándose a través de la sala y chocando con enseres del
equipo. Caen al suelo y ruedan por él, gritando y dirigiéndose insultos. Una de las
máquinas, sacudida por el impacto de un codo o una rodilla, cobra una vida
tartamudeante y empieza a vomitar resmas de listado que se va desenrollando y se
enreda en las incansables piernas de los dos combatientes. El listado consiste en una
sola palabra, interminablemente repetida:
ERROR ERROR ERROR ERROR ERROR ERROR ERROR ERROR ERROR
ERROR ERROR ERROR ERROR ERROR ERROR ERROR ERROR ERROR
ERROR ERROR ERROR ERROR ERROR ERROR ERROR ERROR ERROR
ERROR ERROR ERROR ERROR ERROR ERROR ERROR ERROR ERROR
ERROR ERROR ERROR ERROR ERROR ERROR ERROR ERROR

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QUINTA PARTE

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I

LA Modern Language Association of America no es, al menos para unos oídos


británicos, una organización con un nombre muy apropiado. Está tan relacionada con
la literatura como con el lenguaje, y con el inglés así como con aquellos idiomas
continentales europeos convencionalmente designados como «modernos». De hecho,
entre los miembros de la MLA forman el grupo más numeroso los profesores de
literatura inglesa y norteamericana en institutos y universidades. La MLA es una
asociación profesional con una cierta influencia sobre las condiciones de empleo,
reclutamiento, mejora del currículum, etc. en la enseñanza superior norteamericana.
También publica una gruesa revista trimestral, densamente impresa a doble columna,
dedicada a las investigaciones de los eruditos y conocida como PMLA, y una
extensamente utilizada bibliografía anual de trabajos publicados en libros o
periódicos en todas las muchas áreas temáticas que recaen en su campo de acción.
Mas para sus miembros la MLA es más conocida y apreciada, u odiada, por su
convención anual. En realidad, si uno pronuncia las siglas «MLA» ante un académico
americano, este supondrá, naturalmente que uno no se refiere a la Asociación como
tal, ni a su revista o a su bibliografía, sino a su convención. Esta siempre se celebra a
lo largo de tres días en la semana entre Navidad y el Año Nuevo, ya sea en Nueva
York o bien en alguna otra gran ciudad de Estados Unidos. Los participantes son en
su mayoría, pero no exclusivamente, norteamericanos, puesto que la Asociación tiene
fondos para hacer que acudan a tomar parte distinguidos eruditos extranjeros y
escritores creativos, y otros menos distinguidos pueden persuadir a veces a sus
universidades para que les paguen el viaje y la estancia, o acaso estén pasando el año
en Estados Unidos. En los últimos años, la media de asistencia a esta convención ha
frisado en las diez mil personas.
La MLA es el pez gordo de todos los congresos. Es un megacongreso. Un circo
de tres pistas para la intelligentsia literaria. Este año se congrega en Nueva York, en
dos hoteles que son dos rascacielos adyacentes, el Hilton y el Americana, que, pese a
ser enormes, no pueden ofrecer cama a todos los delegados, y estos se desparraman
en hoteles vecinos o piden alojamiento a sus amigos en la gran ciudad. Cabe imaginar
a diez mil hombres y mujeres altamente cultos y educados, ambiciosos y
competentes, convergiendo en pleno Manhattan el 27 de diciembre, para reunirse,
conferenciar, preguntar, discutir, comadrear, flirtear, juerguearse y contratar o ser
contratados. Y es que la MLA es un mercado al mismo tiempo que un circo, es un
lugar donde jóvenes eruditos recién obtenida su licenciatura, buscan
esperanzadamente sus primeros empleos, y otros académicos más veteranos
olisquean el aire en busca de otros mejores. Los dormitorios del Hilton y del
Americana no solo son escenario de descanso y de amoríos, sino también de duras
negociaciones y rigurosas entrevistas, puesto que los jefes de departamentos docentes

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de todos los estados de la Unión, desde Texas hasta Maine y desde las Carolinas hasta
California, pugnan por llenar las vacantes en las plantillas de sus facultades con los
mejores talentos disponibles. Dada la actual escasez de empleos, es un mercado de
compradores y algunos de estos jefes tienen listas tan largas de candidatos a los que
entrevistar que durante toda la convención nunca llegan a salir de las habitaciones de
sus hoteles. Para ellos y para los desesperados candidatos que fuman y gastan las
suelas de sus zapatos en los pasillos, esperando su turno para ser entrevistados, la
MLA dista de ser una diversión, mas para el resto de sus miembros es una delicia,
sobre todo si les agrada escuchar conferencias y discusiones de panel sobre todos los
temas literarios concebibles, desde «Legibilidad y fiabilidad en la novela epistolar de
Inglaterra, Francia y Alemania» hasta «Muerte, resurrección y redención en las obras
de Pirandello», desde «Antiguas adivinanzas inglesas» hasta «Faulkner
Concordances», desde «Rationalismus und Irrationalismus im 18. Jahrhundert» hasta
«Nueva narrativa hispanoamericana», y desde «Enseñanza y aprendizaje lesbiano-
feministas» hasta «Problemas de distorsión cultural en la traducción de expletivos en
la obra de Cortázar, Sender, Baudelaire y Flaubert».
Hay nada menos que seiscientas sesiones separadas en el programa oficial, que es
tan grueso como el listín telefónico de una pequeña ciudad, y al menos treinta entre
las que elegir a partir de cualquier hora del día desde las 8:30 de la mañana a las
10:15 de la noche, algunas tendentes a reunir pequeños grupos de especialistas
dedicados, y otras que ofrecen los nombres más distinguidos en la vida académica y
que atraen oyentes en número suficiente para llenar las más espaciosas salas de baile
de los hoteles. Sin embargo, las audiencias son inquietas y migratorias, ya que la
gente entra y sale de las salas de conferencias, escucha un rato, hace una pregunta y
se traslada a otra sesión mientras los oradores aún siguen hablando, pues siempre
existe la sensación de que uno puede estarse perdiendo el mejor espectáculo del día, y
una salva de carcajadas o de aplausos en una sala es más que probable que vacíe la
sala contigua. Y si uno se cansa de escuchar conferencias y disertaciones y paneles de
discusión, hay muchas más cosas que hacer. Cabe asistir al cóctel organizado por el
Comité Gay de Idiomas Modernos, o a la recepción patrocinada por la Asociación
Americana de Profesores de Yiddish, o a la barra de bar montada en conjunción con
la sesión especial sobre Problemas Metodológicos en Lexicografía Monolingüe y
Bilingüe, o a la cena American Boccaccio Association, o a las reuniones del Grupo
Literario Marxista, de la Coalición de Mujeres en Alemán, de la Conferencia sobre
Cristianismo y Literatura, de la Byron Society, la G. K. Chesterton Society, la
Nathaniel Hawthorne Society, la Hazlitt Society, la D. H. Lawrence Society, la John
Updike Society y muchas otras. O también puede quedarse uno en el vestíbulo del
Hilton y encontrarse, más tarde o más temprano, con todas aquellas personas a las
que ha conocido en el mundo académico.
Persse McGarrigle se encuentra de pie en él, en la tercera mañana de la
convención, frotándose las manos medio heladas por el viento helado que sopla a lo

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largo de la Avenida de las Américas, para tratar de hacerlas entrar en calor, cuando le
saluda Morris Zapp.
—¡Hola, Percy! ¿Le gusta la MLA?
—Es… no puedo encontrar la palabra adecuada.
Morris Zapp deja escapar una risita de satisfacción. Luce su americana a cuadros
más chillona y blande un enorme cigarro. Es obvio que se encuentra en su elemento.
Cada unos pocos segundos se le acerca alguien y le da una palmada en el hombro, le
estrecha la mano o le besa en la mejilla.
—¿Cómo estás, Morris? ¿En qué estás trabajando? ¿Dónde te alojas? Cualquier
momento hemos de tomar una copa, hemos de almorzar juntos, hemos de
desayunar…
Y Morris, grita, saluda con la mano, besa, hace señas con sus cejas, anota citas en
su agenda, y entretanto procura aconsejar a Persse acerca de las conferencias que
conviene oír y las que se deben evitar, al tiempo que le pregunta si sabe algo de Al
Pabst.
—No —suspira Persse, abatido—. No está inscrita en el programa.
—Esto no significa nada, puesto que muchas personas se apuntan después de
enviado el programa a la imprenta.
—La oficina de la Convención no tiene su nombre entre las últimas inscripciones
—dice Persse—. Mucho me temo que no habrá venido.
—No desespere, Percy, pues hay personas que se cuelan sin inscribirse, para
ahorrarse dinero.
—Este es mi caso —confiesa Persse.
Todavía está pagando el costo de su viaje alrededor del mundo y ha sido toda una
lucha reunir el dinero para llegar aquí; cómo se las arreglará para volver a casa es un
problema al que todavía no se ha enfrentado.
—Lo que ha de hacer es echar una ojeada a las diversas reuniones, eligiendo los
temas que más probablemente puedan interesarle a ella.
—Es lo que he estado haciendo.
—Haga lo que haga, no se pierda el coloquio sobre «La función de la crítica», a
las dos y cuarto de esta tarde en el Gran Salón de Baile.
—¿Habla usted?
—¿Cómo lo ha adivinado? Este es el acto más importante, Percy. Arthur
Kingfisher es el moderador. Se rumorea que va a decidir hoy quién es su candidato
favorito para la cátedra de la UNESCO. Está aquí Sam Textel, dispuesto a llevar la
buena noticia a París. Este coloquio es como un debate televisado para los candidatos
presidenciales.
—¿Quién más habla?
—Michel Tardieu, Von Turpitz, Fulvia Morgana y Philip Swallow.
Persse muestra sorpresa.
—¿El profesor Swallow forma parte del mismo grupo de ustedes?

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—Bien, al principio invitaron a Rudyard Parkinson, pero este perdió su avión…
Nos acaban de llamar desde Londres. Le está bien empleado, pues trataba de
minimizarnos no presentándose hasta el último día de la Convención. Philip Swallow
se encontraba aquí, representando a la Hazlitt Society, y le han movilizado como
sustituto de Parkinson. Nació con suerte Philip. Siempre le sale todo redondo.
—Entonces, ¿finalmente no tuvo la enfermedad del Legionario?
—Qué va. Como yo decía, no fue más que una insolación. Había estado leyendo
un artículo sobre la enfermedad del Legionario en la revista Time y se asustó hasta el
punto de reproducir los síntomas. Hilary voló a Israel para cuidarle, pero en realidad
era innecesario. Sin embargo, esto surtió el efecto de volver a unirlos. Philip decidió
que llegaba ya a la edad en que necesitaba una madre más que una amante. O tal vez
lo decidió Joy. Pero usted no llegó a conocer a Joy, ¿verdad?
—No —contesta Persse—. ¿Quién es?
—Es una larga historia, y debo centrar mi cabeza en el coloquio de esta tarde.
Oiga, la ejecutiva de la MLA ofrece una fiesta esta noche, en la suite del ático. Si le
apetece ir, venga esta noche a mi habitación a eso de las diez. ¿De acuerdo?
Habitación 956. Ciao!

Se había reunido una audiencia numerosísima en el Gran Salón para escuchar el


coloquio sobre «La función de la crítica». Debía de haber más de mil personas
sentadas en las hileras de butacas doradas y tapizadas en felpa, y varios cientos más
de pie en el fondo y a lo largo de los costados de la vasta sala iluminada por arañas de
cristal, personas atraídas no solo por el interés del tema y la distinción de los
oradores, sino también por los rumores de relación del coloquio con la cuestión de la
cátedra de la UNESCO. Persse, sentado en las primeras filas y vuelto en su butaca
para escrutar el público, en busca de alguna señal de Angélica, viose frente a un mar
de rostros dirigidos con expectación hacia el estrado donde se sentaban los cinco
oradores y el presidente del acto, cada uno con un micrófono y un vaso de agua
delante. Un rumor de conversaciones ascendió hasta el techo dorado y blanco hasta
que Arthur Kingfisher, delgado, con sus ojos oscuros, su nariz aguileña y su melena
blanca, redujo al silencio a la multitud con un papirotazo de su lápiz contra el
micrófono. Presentó seguidamente a los oradores: Philip Swallow, que, como observó
Persse con sorpresa, se había afeitado la barba y parecía lamentarlo, pues se tocaba la
débil barbilla con dedos nerviosos, como el amputado que trata de palpar un miembro
desaparecido; Michel Tardieu, lleno de bolsas y arrugas, con una chaqueta de cuero
pardo y escamoso que parecía una extrusión de su propia piel; Von Turpitz, cejijunto
bajo su casquete de cabellos lisos y pálidos, ataviado con un traje oscuro y camisa
almidonada; Fulvia Morgana, sensacional con unos pantalones de terciopelo negro y
una blusa de lamé de plata con mangas largas, dominados sus rojizos cabellos sobre
su altiva frente por una cinta de terciopelo negro con perlas incrustadas y Morris

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Zapp, con su chillona chaqueta a cuadros y un suéter de cuello alto, masticando un
grueso cigarro.
Philip Swallow fue el primero en hablar. Dijo que la función de la crítica consistía
en ayudar a la función de la propia literatura, que el doctor Johnson había definido,
ello era bien sabido, como lo que nos permitía disfrutar mejor de la vida, o soportarla
mejor. Los grandes escritores eran hombres y mujeres de una sabiduría, una
percepción y una comprensión excepcionales. Sus novelas, comedias y poemas eran
depósitos inagotables de valores, ideas e imágenes que, una vez debidamente
comprendidos y apreciados, nos permitían vivir con mayor plenitud, mayor elegancia
y mayor comprensión. Pero las convenciones literarias cambiaban, la historia
cambiaba y el lenguaje cambiaba, y con excesiva facilidad estos tesoros llegaban a
encerrarse en bibliotecas, cubiertos de polvo, negligidos y olvidados. Era labor del
crítico abrir los cajones, quitar el polvo y sacar los tesoros a la luz del día. Desde
luego, necesitaba ciertas habilidades de especialista para hacer tal cosa: un
conocimiento de la historia, un conocimiento de la filología, de la convención
genérica y de la preparación textual. Pero por encima de todo necesitaba entusiasmo,
amor a los libros. Con la demostración de este entusiasmo en acción, el crítico tendía
un puente entre los grandes escritores y el lector común.
Michel Tardieu dijo que la función del crítico no era la de añadir nuevas
interpretaciones y apreciaciones de Hamlet, El Misántropo, Madame Bovary o
Cumbres borrascosas a los centenares que ya existían impresas o a los millares que
habían sido pronunciadas en aulas y salas de conferencias, sino la de revelar las leyes
fundamentales que permitían que tales obras fueran producidas y comprendidas. Si se
suponía que la crítica literaria era conocimiento, no podía estar basada en la
interpretación, puesto que la interpretación era interminable, subjetiva, inverificable e
infalsificable. Lo que era permanente, fiable, accesible al estudio científico, una vez
ignorábamos la desconcertante superficie de los textos actuales, eran los profundos
principios estructurales y las oposiciones binarias subyacentes en todos los textos
alguna vez escritos y por escribir: paradigma y sintagma, metáfora y metonimia,
mimesis y diégesis, acentuado y átono, sujeto y objeto, cultura y naturaleza.
Siegfried von Turpitz dijo que, si bien simpatizaba con el espíritu científico con el
que su colega francés enfocaba la difícil cuestión de definir la función esencial de la
crítica tanto en su aspecto ontológico como en el teleológico, se veía obligado a
puntualizar que el intento de derivar semejante definición a partir de las propiedades
literarias del objeto de arte literario como tal estaba condenado al fracaso, puesto que
tales objetos de arte solo disfrutaban de lo que cabría denominar una existencia
virtual hasta hacerse realidad en la mente de un lector. (Cuando llegó a la palabra
«lector», golpeó la mesa con su puño enguantado en negro.)
Fulvia Morgana dijo que la función de la crítica era la de librar una guerra
imperecedera contra el propio concepto de «literatura», que no era más que un
instrumento de hegemonía burguesa, una reificación de los llamados valores estéticos

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erigidos y mantenidos a través de un sistema educacional elitista a fin de ocultar las
brutales acciones de la opresión clasista bajo el capitalismo industrial.
Morris Zapp dijo más o menos lo que ya había dicho en la conferencia de
Rummidge.
Mientras disertaban, Arthur Kingfisher parecía cada vez más deprimido, más
hundido en su sillón, y tenía todo el aspecto de estar casi dormido cuando Morris
acabó de hablar. Salió entonces de su letargo para preguntar si había preguntas o
comentarios por parte del público.
Se habían instalado micrófonos a intervalos estratégicos en los pasillos, a fin de
permitir a los miembros de la numerosa audiencia hacer oír sus voces, y varios
delegados que no habían podido destacar en ninguna otra sesión de la convención
aprovecharon esta oportunidad para pronunciar diatribas preparadas sobre la función
de la crítica. Como era de esperar, estos oradores consiguieron partidarios. Kingfisher
bostezó y miró su reloj de pulsera.
—Creo que solo nos queda tiempo para otra pregunta —dijo.
Como si de otra persona se tratara, Persse se vio ponerse de pie y avanzar por el
pasillo hasta el micrófono colocado directamente debajo del estrado.
—Tengo una pregunta para todos los miembros del panel —dijo.
Von Turpitz le dirigió una mirada furibunda y se volvió hacia Kingfisher.
—¿Tiene derecho a hablar ese hombre? —inquirió—. No lleva ningún distintivo
de identificación.
Arthur Kingfisher descartó la objeción con un movimiento de la mano.
—¿Cuál es su pregunta, joven? —dijo.
—Desearía preguntar a cada uno de los creadores: ¿Qué ocurre si todo el mundo
está de acuerdo con usted?
Y dicho esto, Persse se volvió y regresó a su asiento.
Arthur Kingfisher recorrió la mesa con la mirada, para invitar a dar una respuesta,
pero los miembros del panel evitaron sus ojos. Se miraron en cambio unos a otros,
con muecas y gesticulaciones que expresaban desconcierto y suspicacias. «Lo que
ocurre es la Revolución», oyóse murmurar a Fulvia; «¿Se trata de una pregunta con
trampa?», dijo Philip Swallow, y Von Turpitz comentó: «Es la pregunta dé un necio».
Entre el público se alzó un zumbido de conversaciones excitadas, que Kingfisher
suprimió con un golpe amplificado de su lápiz. Después se inclinó hacia adelante y
clavó en Persse un ojo vidrioso.
—Parece como si los miembros de la mesa no entendieran su pregunta, caballero.
¿Podría formularla nuevamente?
Persse volvió a ponerse de pie y caminó de nuevo hasta el micrófono en medio de
un silencio total y expectante.
—Lo que quiero decir —explicó— es: ¿Qué hace uno si todo el mundo está de
acuerdo con él?
—Ah, —Arthur Kingfisher exhibió una súbita sonrisa que fue como un rayo de

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sol que atravesara las nubes. Su cara larga y de tez olivácea, reducida por el estudio a
la piel y los huesos, dirigió una penetrante mirada a Persse por encima del borde de la
mesa—. Esta es una excelente pregunta. Una pregunta muy in-te-re-san-te. No
recuerdo que hasta el momento se haya hecho esta pregunta. —Asintió con la cabeza,
como dirigiéndose a sí mismo—. Usted implica, claro está, que lo importante en el
campo de la práctica crítica no es la verdad, sino la diferencia. Si todos quedaran
convencidos por los argumentos de uno, tendrían que hacer lo mismo que uno y
entonces no habría satisfacción alguna al hacerlo. Ganar es perder el juego. ¿Estoy en
lo cierto?
—Parece plausible —contestó Persse desde abajo—. Yo mismo no tengo la
respuesta, solo la pregunta.
—Y una pregunta muy buena, por cierto —dijo Arthur Kingfisher con una risita
—. Muchas gracias, señoras y caballeros, nuestro tiempo ha terminado.
La sala estalló en atronadores aplausos seguidos por excitadas conversaciones.
Los asistentes se levantaron y empezaron a argumentar unos con otros, y los del
fondo se pusieron de pie sobre sus asientos para conseguir ver al joven autor de la
pregunta que había desconcertado a los aspirantes a la cátedra de la UNESCO y
sacado a Arthur Kingfisher de su prolongado letargo. «¿Quién es él?», era la pregunta
que había ahora en todos los labios. Persse, sonrojado, confuso, asombrado de su
propia temeridad, bajó la cabeza y se dirigió hacia la salida. Ante las puertas, el
gentío se abrió respetuosamente para dejarle pasar, aunque algunos miembros de la
convención le palmearon la espalda y los hombros al pasar él, con unas palmadas
amables, casi tímidas, más bien un contacto destinado a curar o traer la suerte, que
una felicitación.

Aquella tarde hubo un breve pero asombroso cambio en el tiempo de Manhattan, algo
sin precedentes en la historia meteorológica de la ciudad. El viento helado que,
procedente del Ártico, había estado soplando a través de los desfiladeros entre los
rascacielos, entumeciendo las caras y helando los dedos de peatones y vendedores
callejeros, cesó de pronto y se convirtió en la más suave y cálida de las brisas
meridionales. Desaparecieron las nubes y salió el sol. La temperatura subió
vertiginosamente. La sucia y endurecida nieve apilada a buena altura junto a las
aceras empezó a derretirse y a gotear en los arroyos. En Central Park, las ardillas
salieron de su hibernación y los enamorados pudieron hacer manitas sin el
impedimento de los guantes. Hubo una copiosa venta de gafas de sol en
Bloomingdales. Las personas que hacían cola para tomar el autobús se sonreían unas
a otras y los taxistas cedían el paso a los coches particulares en los cruces. Miembros
de la Convención MLA que abandonaban el Hilton para caminar hasta el Americana,
temblando por anticipado al pensar en el frío que les esperaba al otro lado de las
puertas giratorias, olisquearon con incredulidad el aire tibio y límpido, abrieron sus

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abrigos con capuchón, desanudaron unas bufandas y se quitaron sus gorros de lana.
Cincuenta y nueve personas diferentes alteraron conscientemente el «East Coker» de
T. S. Eliot, declamando: «¿Qué está haciendo el tardío diciembre /con el
desbarajuste de la primavera?», en presencia del portero del Americana, con gran
perplejidad de este.
En la suite de Arthur Kingfisher en el Hilton, adonde este se dirigió con Ji-Moon
Lee para descansar después del coloquio, la calefacción central resultaba agobiante.
—Voy a abrir esa maldita ventana —anunció Kingfisher.
Ji-Moon se mostró dudosa.
—Nos helaremos —dijo.
—No, porque hace un día maravilloso. Fíjate, ahí abajo, en la acera, hay personas
que no llevan abrigo.
Forcejeó con los cierres de la ventana; estaban agarrotados porque rara vez se
utilizaban, pero finalmente consiguió abrir una hoja de la ventana y un dulce airecillo
fresco meció suavemente las cortinas de malla.
—Oye, ¿qué te parece esto? El aire es como vino. Ven aquí y respira. —Ji-Moon
se situó a su lado y él la rodeó con un brazo—. ¿Sabes una cosa? Es como el veranillo
de San Martín.
—¿Y qué es eso, Arthur?
—Un período de tiempo apacible en pleno invierno. Los antiguos lo llamaban los
días del alción, cuando se suponía que el martín pescador empollaba sus huevos.
¿Recuerdas a Milton: «Las aves se posan incubando en la calmada ola»? El ave era
un martín pescador. Esto es lo que significa alcyon en griego, Ji-Moon: martín
pescador. Los días del alción eran días del martín pescador. Mis días[23]. Nuestros
días.
Ji-Moon apoyó la cabeza en el hombro de él e hizo un leve e inarticulado ruido de
dicha y asentimiento. Él se sintió repentinamente invadido por una ternura
inexpresable que ella le inspiraba. La estrechó entre sus brazos y la besó, oprimiendo
contra el suyo el cuerpo esbelto y flexible de ella.
—Oye —murmuró cuando se separaron sus labios—, ¿notas tú lo que noto yo?
Con lágrimas en los ojos, Ji-Moon sonrió y asintió.
Entretanto, en otras salas, carentes de ventanas y provistas de aire acondicionado,
la convención seguía inexorablemente su curso, y Persse utilizaba un ascensor tras
otro buscando a Angélica, deslizándose en el fondo de ellas mientras se
conferenciaba sobre «El tiempo en la moderna poesía norteamericana», «Blake y la
conquista del ego» y «El drama en el Siglo de Oro español», y asomando la cabeza en
la puerta de seminarios sobre «El redescubrimiento romántico del demonio», «Teoría
del habla» y «La iconografía neoplatónica». Se alejaba, sumido en un estado de
desilusión terminal, de un coloquio sobre «La cuestión del postmodernismo», cuando
pasó ante una puerta en la que había clavado con una chincheta una nota
apresuradamente escrita a mano en una hoja de papel rayado. Decía: «Coloquio ad

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hoc sobre el romance». Abrió la puerta y entró.
Y allí estaba ella. Sentada detrás de una mesa en el extremo más distante de la
habitación, leyendo con voz clara y contundente a partir de un fajo de folios
mecanografiados, ante una audiencia de unas veinticinco personas esparcidas entre la
docena de hileras de asientos, y con tres jóvenes sentados junto a ella ante la misma
mesa. Persse se instaló en un asiento en la última fila. ¡Dios, qué hermosa era! Tenía
el aspecto severo y erudito que él recordaba de la sala de conferencias en Rummidge:
gafas con gruesa montura oscura, cabello recogido severamente en un moño, y una
chaqueta sastre y una blusa blanca como únicas piezas visibles de su indumentaria.
Cuando alzó la vista de sus papeles, pareció mirarle directamente a él y Persse esbozó
una sonrisa, con su corazón lanzado al galope, pero ella siguió leyendo sin un cambio
de tono o de expresión. Claro que, pensó él, con sus gafas de lectura puestas él solo
podía ser para ella una silueta borrosa.
Pasó algún tiempo antes de que Persse se tranquilizara lo suficiente como para
atender a lo que Angélica estaba diciendo.
—Jacques Derrida ha acuñado el término «invaginación» para describir la
compleja relación entre interior y exterior en las prácticas discursivas. Lo que
nosotros imaginamos como el significado o «interior» de un texto no es más, de
hecho, que su exterioridad replegada hacia dentro para crear una bolsa que es a la vez
secreta y por lo tanto deseada, y al mismo tiempo vacía y por consiguiente de
imposible posesión. Quiero apropiarme de este término y aplicarlo, de una manera
propia y muy específica, a la novela amorosa. Si la épica es un género fálico, cosa
que difícilmente puede negarse, y la tragedia el género de la castración (supongo que
ninguno entre nosotros se deja engañar por la ceguera que se impone Edipo a sí
mismo en cuanto a la verdadera índole de herida que se ve movido a infligirse, ni le
pasa por alto la equivalencia simbólica entre globos oculares y testículos), entonces
seguramente no hay duda de que el cuento amoroso es una modalidad supremamente
invaginada de la narrativa.
»Roland Barthes nos ha enseñado la estrecha relación existente entre narrativa y
sexualidad, entre el placer del cuerpo y el “placer del texto”, pero a pesar de su propia
ambivalencia sexual, desarrolló esta analogía de modo descaradamente masculino. El
placer del texto clásico, en el sistema de Barthes, es todo él juego previo. Consiste en
la constante estimulación y la demora en la satisfacción de la curiosidad y el deseo
del lector: deseo de solución del enigma, de completar una acción, recompensa de la
virtud y castigo del vicio. La paradoja de nuestro placer en narrativa, de acuerdo con
este modelo, es que si bien la necesidad de “saber” es lo que nos impulsa a través de
una narración, la satisfacción de esta necesidad pone fin al placer, tal como en la vida
psicosexual la posesión del Otro mata el Deseo. Épica y tragedia se mueven
inexorablemente hacia lo que denominamos, y no por casualidad, un “clímax”, y se
trata, en función de la metáfora sexual, de un clímax esencialmente masculino, una
sola y explosiva descarga de tensión acumulada.

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»La novela de amores, en cambio, no está estructurada de este modo. No tiene un
clímax, sino varios y el placer de su texto se repite una y otra vez. Apenas se ha
podido evitar una crisis en los avatares del protagonista se presenta otra, apenas se ha
resuelto un misterio cuando ya surge otro, y apenas ha concluido una aventura ya
comienza otra. Las cuestiones narrativas se abren y se cierra, se abren y se cierran,
como las contracciones de los músculos vaginales en el coito, y este proceso es en
principio interminable. Los más grandes y característicos romances están a menudo
inacabados; solo concluyen por agotamiento del autor, tal como la capacidad de una
mujer para el orgasmo solo se ve limitada por su energía física. El romance es un
orgasmo múltiple.
Persse escuchó este torrente de inmundicias que brotaba de entre los labios
exquisitos y los dientes de perla de Angélica con creciente estupefacción y las
mejillas ardientes, pero en la audiencia nadie más parecía hallar nada notable o
desconcertante en la disertación de ella. Los jóvenes sentados ante la mesa y a su lado
asentían meditativamente, jugueteaban con sus pipas y tomaban breves notas en sus
libretas de apuntes. Uno de ellos, que llevaba una chaqueta de tweed de Donegal y
cuya voz suave parecía hacer juego con ella, dio las gracias a Angélica por su
conferencia y preguntó si había alguna pregunta.
—Impresionante, ¿no cree? —susurró una voz femenina junto al oído de Persse.
Este se volvió y descubrió a su lado una figura familiar de blanca cabeza.
—¡Señorita Maiden! ¡Qué sorpresa encontrarla aquí!
—Ya sabe que no puedo resistirme a las conferencias, joven. Pero esta ha sido
una actuación brillantísima, ¿no cree? ¡Si Jessie Weston hubiera podido oírla!
—Comprendo que a usted le haya agradado —dijo Persse—, pero ha sido un
poquitín demasiado cruda para mi gusto.
Alguien del público le estaba preguntando a Angélica si no estaba de acuerdo en
que la novela, como género aparte, nació cuando la épica, como si dijéramos, se
cargó el romance. La joven concedió a esta sugerencia una cuidadosa consideración.
—Usted ya sabe quién es ella, ¿verdad? —susurró Persse a la señorita Maiden.
—Claro que lo sé. Es la señorita Pabst, su chica.
—No, quiero decir quién era ella. Cuando era un bebé.
—¿Cuando era un bebé?
La señorita Maiden le miró con una extraña expresión, a la vez temerosa y
expectante. Uno de los jóvenes de la mesa dijo que si el órgano de la épica era el falo,
el de la tragedia los testículos y el del romance la vagina, ¿cuál era el de la comedia?
Pues el ano, replicó Angélica al instante, con una radiante sonrisa. Bastaba con
pensar en Rabelais…
—¿Recuerda aquellas gemelas de seis semanas de edad, que encontraron en un
avión en el año 1954? —siseó Persse.
—¿Y por qué habría de recordarlas?
—Porque las encontró usted, señorita Maiden. —Extrajo de su cartera la

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fotocopia plegada de un recorte de periódico que le había enviado Hermann Pabst—.
Mire: «Gemelas descubiertas en un Stratocruiser de la KLM», y aquí su nombre:
«Encontradas en el lavabo del avión por la señorita Sybil Maiden, del Girton
College». Cuando vi esto, si me pinchan no me sacan sangre.
El recorte pareció ejercer el mismo efecto en la señorita Maiden, pues esta se
desmayó y se cayó desde su silla. Persse logró agarrarla un momento antes de que
chocara contra el suelo.
—¡Socorro! —gritó.
Varias personas acudieron corriendo en su ayuda, pero cuando la señorita Maiden
recobró el conocimiento, Angélica había desaparecido.

Persse, desesperado, atravesó corriendo el vestíbulo del Hilton, tomó ascensores


lentos y expresos al azar con destino a diversas plantas, recorrió pasillos alfombrados,
y registró bares, restaurantes y tiendas. Transcurrida casi una hora, la encontró. Se
había cambiado y llevaba un vestido acampanado de seda roja, y sus cabellos, recién
lavados, caían resplandecientes sobre sus hombros. Se disponía a entrar en un
ascensor, en la decimoséptima planta, cuando se abrieron sus puertas para dejarle
salir a él.
Esta vez no hubo vacilación en las acciones de Persse. Esta vez ella no se
escaparía. Sin una palabra, la tomó entre sus brazos y la besó prolongada y
apasionadamente. Por un momento, ella se envaró y resistió, pero después se relajó
de pronto y cedió ante el fiero abrazo de él. Persse notó que el largo y blando perfil
del cuerpo de ella se amoldaba, desde el busto hasta los muslos, al suyo. Pareció
como si ambos se derritieran y se fundieran entre sí. El tiempo contuvo su aliento.
Persse tuvo una vaga idea de que las puertas del ascensor se abrían y volvían a
cerrarse, de gente que entraba y salía de él. Después, cuando el rellano quedó vacío y
silencioso otra vez, despegó sus labios de los de ella.
—¡Por fin te he encontrado! —jadeó.
—Así parece —boqueó ella.
—¡Te amo! —gritó él—. ¡Te necesito! ¡Te deseo!
—¡Está bien! —sonrió ella—. ¡Muy bien! ¿TU habitación o la mía?
—Yo no tengo habitación —dijo él.
Angélica colgó un letrero de «No molestar» en la parte exterior de la puerta, antes
de cerrarla y prender la cadena por dentro. Era última hora de la tarde y ya había
oscurecido. Encendió una sola lámpara de sobremesa provista de una espesa pantalla,
que proyectaba un suave resplandor dorado sobre la cama, y corrió las cortinas ante la
ventana. Su vestido descendió con un susurro hasta el suelo. Se apartó de él y se llevó
las manos a la espalda para soltar el cierre de su sujetador. Sus pechos desbordaron
como miel y se balancearon y temblaron cuando ella se agachó para quitarse las
medias y las bragas. La belleza de sus nalgas casi arrancó lágrimas a Persse y la

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impúdica mata de pelo negro en su entrepierna le sobresaltó y excitó. Se volvió
modestamente para quitarse sus ropas, pero ella se le acercó por detrás y sus dedos,
fríos y suaves, recorrieron su pecho y su vientre, rozando su sexo rígido y rampante.
—Por favor, no hagas esto —gruñó él—, o no respondo de las consecuencias.
Ella se echó a reír y le llevó de la mano hasta la cama, donde se tendió boca
arriba, con las rodillas ligeramente alzadas y sonriéndole con sus ojos negros como
una turbera. Él separó sus muslos como si fueran las hojas de un libro y contempló la
grieta, la rendija, el profundo abismo romántico que era el último objetivo de su
búsqueda.
Como suele ocurrir en la primera experiencia de relación sexual de un joven, la de
Persse fue tan breve como dulce. Apenas se sintió invaginado, se corrió
tumultuosamente. Sin embargo, con la asistencia y el estímulo de Angélica lo hizo
dos veces más en las horas siguientes, menos precipitadamente y en dos actitudes
bien diferentes, y cuando ya no pudo correrse más, cuando solo era ya una seca y
tensa erección, sin semilla que expulsar, Angélica se empaló sobre él y se corrió una
y otra vez, hasta que se dejó caer a su lado, exhausta. Ambos yacieron agotados a
través de la cama, sudando y jadeando.
Persse se sentía diez años mayor y también más sabio. Había comido savia dulce
y bebido la leche del paraíso. Nada podía volver a ser lo mismo. ¿Era posible que a su
debido tiempo los dos se vistieran, abandonaran la habitación y se comportaran de
nuevo como personas corrientes, después de lo que había ocurrido entre ellos? Llegó
a la conclusión de que siempre debía de ser así entre amantes, pues el conocimiento
de cada uno respecto al aspecto nocturno del otro era un vínculo secreto entre ellos.
—Ahora tendrás que casarte conmigo, Angélica —dijo.
—Yo no soy Angélica, soy Lily —murmuró la joven que yacía a su lado.
Persse se alzó sobre manos y rodillas, se agazapó sobre ella y la miró fijamente,
cara a cara.
—Estás bromeando. No bromees conmigo, Angélica.
—No es ninguna broma —dijo ella, meneando la cabeza.
—Eres Angélica.
—Lily.
La miró hasta que sus ojos parecieron salirse de sus órbitas. Lo malo del caso era
que no tenía idea de si se trataba de Angélica mintiendo o de Lily diciendo la verdad.
—Solo hay una manera de diferenciarnos a las dos —dijo ella—. Ambas tenemos
una señal de nacimiento en el muslo, como una coma invertida. Angie la tiene en el
muslo izquierdo, y yo en el derecho. —Se volvió de lado para señalar la pequeña
marca, pálida en contraste con la piel morena, en su muslo derecho—. Cuando nos
ponemos las dos de lado, cadera contra cadera y en bikini, parece como si
estuviéramos entre comillas. ¿Has visto la señal de nacimiento de Angélica?
—No —contestó él con amargura, pero he oído hablar de ella. —Repentinamente
avergonzado de su desnudez, abandonó la cama y se puso precipitadamente los

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calzoncillos y los pantalones—. ¿Por qué? —preguntó—. ¿Por qué me has engañado?
—Nunca he podido resistirme a un tío que de veras se siente hambriento —repuso
Lily.
—¿Quieres decir que si llega un perfecto desconocido y te besa, inmediatamente
lo dejas todo y te metes en la cama con él?
—Probablemente. Pero yo me figuraba quién eras tú. Angie me ha hablado de ti.
Y además, ¿por qué te sientes tan disgustado? Nos lo hemos pasado los dos
estupendamente.
—Yo pensaba que eras la chica a la que yo amo —dijo Persse—. De no ser así, yo
no te hubiese hecho el amor.
—¿Quieres decir que te estabas reservando para Angie?
—Si quieres llamarlo así… Tú has robado algo que no te pertenecía.
—Estás perdiendo el tiempo, Persse. Angie es la arquetípica calientabraguetas.
—¡Es odioso que digas semejante cosa de tu hermana!
—Pues ella misma lo admite. Tal como yo admito que en el fondo soy una
ramera.
—Esto sí que no pienso negarlo —dijo él sarcásticamente.
—¿De veras?
—De veras. ¡Con las cosas que has hecho!
—Bien que parecían gustarte.
—Hubiera debido suponerlo. Ninguna chica decente las hubiera imaginado
nunca.
—¡Oh Persse…, no digas esto! —gritó ella de pronto, en un tono de auténtica
consternación.
—¿Por qué? —preguntó él, sintiendo frío y calor a la vez.
—Porque estoy bromeando. ¡Yo soy Angélica!
Él voló de nuevo hacia la cama.
—¡Querida, no lo decía en serio! Ha sido estupendo todo lo que hemos hecho y
yo… —se interrumpió—. ¿De qué te ríes?
—¿Y la señal de nacimiento? Has olvidado la señal —y se pellizcó
descaradamente la cadera derecha.
—¿Quieres decir que en realidad eres Lily?
—¿Y tú qué crees, Persse?
Este se dejó caer en un sillón y se tapó la cara con las manos.
—Creo que estás intentando enloquecerme, seas quien seas.
Vio que la joven sacaba un cobertor de la cama y se envolvía con él. Después se
le acercó y apoyó un brazo desnudo en su hombro.
—Persse, estoy tratando de decirte que en realidad no estás enamorado de
Angélica. Si no puedes estar seguro de si la chica con la que acabas de joder es
Angélica o no lo es, ¿cómo puedes estar enamorado de ella? Tú estabas enamorado
de un sueño.

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—¿Y por qué quieres decirme esto? —balbució él.
—Porque Angie ama a otro —respondió ella.
Las manos de Persse abandonaron su rostro.
—¿A quién?
—Un tipo llamado Peter, y se casarán la primavera próxima. Él es profesor
adjunto en Harvard, un chico muy brillante según Angie. Se conocieron en no sé qué
congreso en Hawaii. Ella espera conseguir un empleo en algún instituto de la zona de
Boston, y Peter arregló que ella pudiera lucirse dando una conferencia en esta
convención. Angie se enteró de que estabas aquí y andabas buscándola, y se disgustó
porque te gastó no sé qué broma en Inglaterra, ¿no es así? Me pidió que te explicara
con toda gentileza que ella ya está comprometida. Yo he hecho todo lo que he podido,
Persse. Lo siento si me ha faltado sutileza.
Persse se acercó a la ventana, corrió la cortina y contempló la brillantemente
iluminada avenida que discurría debajo de él, así como los coches y autobuses que se
detenían, arrancaban y giraban en el cruce con la calle 54. Apoyó la frente en el frío
cristal y guardó silencio durante varios minutos. Después dijo:
—Tengo hambre.
—Esto ya me gusta más —aprobó Lily—. Llamaré al servicio de habitación.
¿Qué te agradaría comer?
Persse miró su reloj.
—Voy a una fiesta y allí ya me darán algo de pienso.
—¿La fiesta del ático? Nos veremos allí —dijo Lily—. Peter nos lleva a Angie y
a mí. En realidad, esta es la habitación de ellos. Yo solo la he utilizado para
cambiarme.
Persse quitó la cadena de la puerta de la habitación.
—¿Sabe Peter lo que haces para ganarte la vida? —inquirió—. En cierta ocasión
vi tu fotografía en Amsterdam. Y también en Londres.
—Me he retirado de eso —respondió ella—. He decidido volver a la escuela.
Columbia. Ahora vivo en Nueva York.
—Cuando trabajabas para Girls Unlimited —dijo Persse—, ¿conociste a una
chica llamada Bernadette? Su nombre profesional era Marlene.
Lily reflexionó un momento y después meneó la cabeza.
—No. Era una organización muy extensa.
—Si alguna vez la encuentras, dile que se ponga en contacto conmigo.
Persse bajó en ascensor hasta el noveno piso y encontró abierta la puerta de la
habitación 956. Dentro, Morris Zapp estaba sentado en la cama, comiendo avellanas,
bebiendo bourbon y viendo la televisión.
—Hola, Percy, adelante —dijo—. ¿Preparado para la fiesta?
—Me convendría una ducha —repuso Persse—. ¿Puedo utilizar tu baño?
—Claro que sí, pero en este momento hay alguien dentro. Siéntese y prepárese un
trago. Desde luego, la pregunta que nos ha soltado esta tarde ha sido de lo más

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acojonante.
—Yo no pretendía causarles ninguna dificultad —se excusó Persse, sirviéndose
bourbon—. Si quiere que le diga la verdad, no sé qué se apoderó de mí.
—Esto no representa la menor diferencia. Era más que evidente que a Kingfisher
no le interesaba lo que yo estaba diciendo.
—¿Se siente decepcionado?
Persse se sentó en una silla desde la que tenía una visión oblicua de la pantalla del
televisor. Una pareja desnuda, que bien hubieran podido ser él y Lily una hora antes,
se retorcía y enroscaba sobre una cama.
—No. Creo que finalmente me he librado del hábito de la ambición. Desde que
me secuestraron, el mero hecho de seguir con vida me ha parecido suficiente. —De
pronto la pantalla quedó vacía y apareció en ella un texto: «Marque el 3 para
encargar su película elegida». Comenzó otro film, esta vez de vaqueros—. Dan cinco
minutos de película gratuitos, para interesarte —explicó Morris—. Después, si uno
quiere ver toda la película, ha de llamar, decir que la canalicen a su habitación y que
la carguen en cuenta.
—Todo está previsto —dijo Persse meneando la cabeza—. ¡Un mundo feliz!
—Cierto. En esta ciudad se puede conseguir por teléfono todo lo que se quiera:
comida china, masaje, lecciones de yoga, acupuntura… Incluso puedes llamar a
chicas que tendrán una conversación de lo más picante durante un minuto. Se paga
con tarjeta de crédito. Pero si uno está en deconstrucción, puede mirar tan solo todos
esos trailers como si fueran un solo film libre y vanguardista. Le advierto —añadió
con semblante pensativo— que más bien he perdido la fe en la deconstrucción.
Supongo que esta tarde esto ha debido notarse.
—¿Quiere decir que, después de todo, no toda descodificación es otra
codificación?
—Sí, sí que lo es, pero el aplazamiento del significado no es infinito por lo que se
refiere al individuo.
—Yo creía que los deconstruccionistas no creían en el individuo.
—Y no creen en él, pero la muerte es el único concepto que uno no puede
deconstruir. Trabaje a partir de aquí y acabará con la vieja idea de un yo autónomo.
Puedo morir, luego soy. Lo comprendí cuando aquellos radicales italianos
amenazaron con deconstruirme.
Se abrió la puerta del cuarto de baño y de él salió una dama con un albornoz de
toalla y una vaharada de fragante vapor.
—¡Oh! —exclamó, sorprendida al ver a Persse.
—Buenas noches, señora Ringbaum —dijo este, levantándose.
—¿Nos conocíamos ya?
—De una fiesta en el Támesis la primavera pasada. El Annabel Lee.
—No recuerdo gran cosa de aquella fiesta —confesó la señora Ringbaum—,
excepto que Howard tuvo una pelea con Ronald Frobisher, y que el barco empezó a

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derivar río abajo.
—En realidad, fue Ronald Frobisher quien lo hizo derivar —dijo Persse.
—¿Sí? Pues esta noche se lo echaré en cara.
—¿Ronald Frobisher está aquí…, en la MLA? —exclamó Persse.
—Todo el mundo está presente en la MLA —dijo Morris Zapp—. Todos aquellos
a los que haya podido conocer.
Contemplaba ahora una película sobre boxeo.
—Todos excepto Howard —dijo Thelma, con la cabeza en el interior del armario
—. Howard se encuentra atascado en Illinois porque le han prohibido de por vida
viajar con las compañías de aviación. En pleno vuelo pidió a una azafata que jodiera
con él.
—Cuánto lo siento —dijo Persse.
—Pues a mí no me preocupa —replicó Thelma con una risita—. En septiembre
dejé a aquel coñazo, y es la cosa mejor que jamás haya hecho. —Desplegó un vestido
negro de cóctel y lo sostuvo ante ella, de pie delante de un espejo de cuerpo entero—.
¿Me pongo este esta noche, cielo?
—Desde luego —contestó Morris, sin apartar los ojos de la TV—. Te queda muy
bien.
—¿Me lo pongo en el cuarto de baño, o este joven va a ser decente y esperará en
el recibidor?
—Percy, tómese esa ducha mientras Thelma se viste —dijo Morris—. Utilice mi
máquina eléctrica si necesita afeitarse. Y a propósito, en caso de que su conciencia de
irlandés católico se escandalice por lo que ha visto aquí, le diré que Thelma y yo
pensamos casarnos.
—Les felicito —repuso Persse.
—Nuestro idilio comenzó en Jerusalén —le confió Thelma, dirigiendo una
sonrisa afectuosa a Morris—. Howard ni siquiera lo advirtió. Estaba demasiado
ocupado estudiando cómo hacerme el amor en una de aquellas telecabinas de
Masada.

Cuando Persse se hubo duchado y afeitado, los tres tomaron un ascensor expreso
hasta la sala de actos más alta del hotel, y allí un hombre con una llave les admitió en
un pequeño ascensor privado que les llevó hasta la suite del ático. Se trataba de un
espacio enorme, mágico, de dos niveles y rodeado por cristal, que ofrecía una visión
impresionante de Manhattan de noche. Estaba ya atestado de gente y se oían
conversaciones por doquier, pero el tono de los reunidos allí era relajado y eufórico.
Contribuía a ello el hecho de que la única bebida obtenible fuese champán. Arthur
Kingfisher había regalado una docena de cajas.
—Debe de tener algo realmente importante que celebrar —comentó Ronald
Frobisher, que se había adueñado de una de las cajas. Llenó la copa de Persse y le

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presentó una mujer delgada, de ojos astutos y cabellos rojizos, con un traje verde de
pantalón—. Désirée Byrd, Sección 409, «Nuevas directrices en los escritos de
mujeres» —dijo—. Yo soy Sección 351, «Tradición e innovación en la ficción
británica de posguerra». Estrictamente hablando, yo soy tan solo el fragmento de la
Tradición. Estábamos comentando ese extraordinario buen tiempo que de pronto ha
empezado a hacer esta tarde…
—Siento habérmelo perdido —dijo Persse—. He pasado toda la tarde entre cuatro
paredes.
—Ha sido sorprendente —afirmó Désirée Byrd—. Yo me encontraba en el
apartamento de mi agente, hablando de mi nuevo libro. Me sentía realmente
deprimida por culpa de él… Está virtualmente terminado, pero había perdido por
completo la fe en él. Le estaba diciendo a Alice: «Alice, he decidido que al fin y al
cabo no soy una verdadera escritora. Días difíciles fue un caso de chiripa, pero este
nuevo libro es una porquería», y ella me estaba diciendo a mí: «No, no, no debes
decir estas cosas», y yo le dije: «Deja que te lea algunos fragmentos y comprenderás
lo que quiero decir», y ella fue y dijo: «De acuerdo, pero voy a abrir la ventana unos
minutos, pues aquí hace mucho calor». Y fue y abrió la ventana —imagínese abrir
una ventana en Manhattan en pleno invierno, creí que se había vuelto loca— y de
pronto ese aire extraordinariamente tibio y dulce llenó la habitación, y yo empecé a
leer trozos al azar de mi manuscrito. «Oye —dije, después de leer un par de páginas
—, en realidad tampoco es tan malo.» «Es estupendo», dijo Alice. «Pero este no es un
ejemplo típico —dije yo—. Escucha esto.» Y leí un poco más. Cuando terminé, Alice
dijo: «Fantástico», y yo dije: «Bueno, pues tal vez no sea tan malo». Y no lo era,
¿sabe? En realidad no lo era. Bien, ya puede imaginar lo que ocurrió. Cuanto más
buscaba yo fragmentos inaceptables, más se entusiasmaba Alice, y más pensaba yo
que, después de todo, tal vez Hombres sea un buen libro.
—Maravilloso —dijo Ronald Frobisher—. Yo he tenido una experiencia similar.
Estaba sentado en Washington Square a esa misma hora, pensando en Henry James y
tomando aquel sol extraordinario, cuando de pronto acudió a mi cabeza la primera
frase de una novela.
—¿Qué novela? —preguntó Désirée.
—Mi próxima novela —contestó Ronald Frobisher. Voy a escribir una nueva
novela.
—¿Sobre que tratará?
—Todavía no lo sé, pero me noto como si hubiese recuperado mi estilo. Puedo
observarlo en el ritmo de aquella frase.
—A propósito —dijo Persse—. El verano pasado conocí a su traductor japonés.
—¿Akira Sakazaki? Acaba de enviarme su traducción de Conviene intentarlo, y
parece el libro de oraciones de una novia. Encuadernado en blanco, con una cinta de
seda malva como marcador.
Volvió a llenar la copa de Persse.

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—Será mejor que coma algo antes de seguir bebiendo —dijo este—. Perdóneme.
Se estaba sirviendo en la espléndida mesa bufete dispuesta a lo largo de una pared
cuando un largo brazo, enfundado con una manga de estambre gris marengo, muy
grasienta alrededor de la muñeca, pasó por encima de su hombro y se apoderó de la
última loncha de salmón ahumado que había en una bandeja, ante la nariz de Persse.
Este se volvió indignado y encontró los amarillentos colmillos de Félix Skinner que
le estaban sonriendo.
—Lo siento, amigo, pero tengo una auténtica debilidad por ese pescado. —Dejó
caer la loncha de salmón ahumado en un plato ya abarrotado de alimentos surtidos—.
¿Qué está haciendo en la MLA?
—Yo podría hacerle la misma pregunta —repuso fríamente Persse.
—Explorando en busca de talentos, evaluando el mercado, ya se lo puede figurar.
A propósito, ¿recibió mi carta?
—No —contestó Persse.
Félix Skinner dejó escapar un suspiro.
—Cosas de Gloria, tendrá que marcharse… Pues bien, pedimos una segunda
opinión sobre su propuesta y hemos decidido encargarle el libro, a pesar de todo.
—¡Esto es magnífico! —exclamó Persse—. ¿Habrá un anticipo?
—Claro que sí —contestó Félix Skinner—. Es decir, un pequeño anticipo —
añadió cautelosamente.
—¿Podría cobrarlo ahora? —quiso saber Persse.
—¿Ahora? ¿Aquí? —Félix Skinner parecía desconcertado—. No es una práctica
corriente. Ni siquiera hemos firmado el contrato.
—Necesito doscientos dólares para volver a Londres —dijo Persse.
—Creo que puedo darle esta cantidad a cuenta —accedió Félix Skinner de mala
gana—. Precisamente esta tarde he pasado por el banco.
Sacó dos billetes de cien dólares de su cartera y los entregó a Persse.
—Un millón de gracias —dijo este—. A su salud.
Apuró su copa, que volvió a llenar distraídamente un hombre más bien bajo y de
cabellos oscuros que se encontraba cerca de ellos, con una botella de champán en la
mano y hablando con un hombre más bien alto y de cabellos oscuros que fumaba en
pipa.
—Si yo puedo quedarme con la Europa oriental —decía el hombre más bien alto
con acento inglés—, tú puedes quedarte con el resto del mundo.
—Está bien —asintió el hombre más bien bajo—, pero yo diría que la gente nos
seguirá confundiendo.
—¿Son también editores? —susurró Persse.
—No, novelistas —respondió Félix Skinner—. ¡Ah, Rudyard! —exclamó,
volviéndose para saludar a un recién llegado—. Aquí estás por fin. Creo que ya
conoces al joven McGarrigle. Se te ha echado mucho de menos en el coloquio, esta
tarde. ¿Qué ocurrió?

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—Un lamentable incidente —explicó Rudyard Parkinson, al que sus pobladas
patillas erizadas daban el aspecto de un mandril enfadado—. Estaba pasando por el
control de pasaportes de Heathrow (ya iba muy justo de tiempo porque había tenido
un altercado con una mocosa impertinente en el mostrador de billetaje), cuando dos
individuos patibularios me metieron en un cuarto y me sometieron a un humillante
registro corporal y a un interrogatorio de tercer grado. Como consecuencia de ello,
perdí mi avión.
—Válgame dios, ¿y por qué lo hicieron? —preguntó Félix Skinner.
—Alegaron que fue una confusión de identidad, pero desde luego esto no es una
excusa. ¿Tengo yo aspecto de contrabandista? Presenté una queja oficial y
probablemente presentaré una querella.
—Y estarás en tu derecho —dijo Félix Skinner—. Pero ¿valía la pena venir tan
tarde?
Parkinson empezó a murmurar algo acerca de unas personas a las que deseaba
ver: Kingfisher, Textel de la UNESCO y otras. Persse apenas le escuchó. Al oír la
mención de «Heathrow», en su mente había flotado la imagen de Cheryl Summerbee
tal como la había visto la última vez, llorando sobre su horario, y con la velocidad de
una saeta le acometió la idea de que Cheryl le amaba. Solo su apasionamiento por
Angélica le había impedido comprenderlo antes, pero al adquirir conciencia de este
hecho Cheryl quedó dotada, siempre en su pensamiento, de un aura de infinita
deseabilidad. Tenía que correr en seguida a su lado. La rodearía con sus brazos,
secaría sus lágrimas y murmuraría en su oído que también él la amaba. Se alejó de
Skinner y de Parkinson, no sin verter parte de su champán en el trayecto, solo para
toparse con Angélica y Lily, las dos del brazo del joven moreno con la chaqueta de
tweed de Donegal, que había presidido el coloquio sobre el romance. Identificó a Lily
por su vestido de seda roja. Angélica todavía llevaba la chaqueta sastre y la blusa
blanca.
—Hola, Persse —le saludó—. Quiero que conozcas a mi prometido.
—Encantado —dijo el joven, sonriendo—. Peter McGarrigle.
—No, me llamo Persse McGarrigle —corrigió Persse—. Tú eres Peter no sé qué
más.
—McGarrigle —repitió el joven, riéndose—. Me llamo igual que tú.
—Es probable que tengamos algún parentesco.
—¿Estuviste en Trinity? —preguntó Persse.
—Ciertamente.
—Entonces, mucho me temo que en cierta ocasión te birlé un empleo —dijo
Persse—. Cuando me nombraron a mí para Limerick, creyeron nombrarte a ti. Desde
entonces, es una cosa que me ha pesado en la conciencia.
—Pues fue la mejor treta que jamás me haya gastado alguien —repuso Peter—.
Como consecuencia, vine a Estados Unidos y aquí me he defendido muy bien.
Sonrió afectuosamente a Angélica, y ella le apretó el brazo.

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—¿Sin rencor, Persse? —dijo Angélica.
—Sin ningún rencor.
—Me han dicho que esta tarde has estado presente en mi conferencia. ¿Qué te
pareció?
Y le miró con ansiedad, como si su opinión realmente importase. Le salvó de
verse obligado a contestar el ruido que hizo alguien al dar unos golpes en una mesa
cercana. Disminuyó el barullo propio de la fiesta. Un hombre con un traje gris claro
estaba pronunciando un discurso desde la mitad del tramo de escalera que
comunicaba los dos niveles de la suite del ático.
—¿Quién es? —oyóse preguntar a Félix Skinner.
—Jacques Textel —susurró Rudyard Parkinson junto a su oído.
—Como todos ustedes saben —estaba diciendo Jacques Textel—, la UNESCO
pretende fundar una nueva cátedra de crítica literaria, mantenible en cualquier lugar
del mundo, y creo que no es ningún secreto el hecho de que hemos recabado el
consejo del decano en el tema, Arthur Kingfisher, con respecto a cómo rellenar este
hueco. Pues bien, señoras y señores, tengo noticias para ustedes. —Textel hizo una
pausa intencionada y Persse recorrió la sala con la vista, captando los rostros, tensos
y expectantes, de Morris Zapp, Philip Swallow, Michel Tardieu, Fulvia Morgana y
Siegfried von Turpitz—. Arthur acaba de decirme —prosiguió Jacques Textel— que
está dispuesto a abandonar su retiro y permitir que su nombre sea propuesto para la
cátedra.
Hubo una colectiva exclamación de asombro de los oyentes y una salva de
aplausos, mezclados con algunas expresiones de índole cínica y desaprobatoria.
—Claro está —dijo Jacques Textel— que yo no puedo hablar en representación
del comité de nombramiento, del que solo soy el presidente, pero me sorprendería
que hubiera algún otro candidato serio rival de Arthur.
Más aplausos. Arthur Kingfisher, de pie inmediatamente detrás de Textel, alzó las
manos.
—Gracias, amigos míos —dijo—. Sé que tal vez algunos pueden decir que resulta
inusual que un asesor aspire al puesto sobre el cual él ha de aconsejar, pero cuando
accedí a ello creía estar acabado como pensador creativo. Hoy me siento como si se
me hubiera dado una renovación de mi vida, cosa que desearía poner al servicio de la
comunidad internacional de la erudición, a través de los buenos oficios de la
UNESCO.
»A aquellos amigos y colegas que pueden haber pensado que sus aspiraciones a la
cátedra son tan buenas como la mía, solo les diré que dentro de tres años la cátedra
volverá a estar disponible. —Más aplausos mezclados con risas, algunas de ellas
forzadas—. Finalmente, desearía compartir con ustedes una dicha mía, muy personal.
¿Ji-Moon? —Arthur Kingfisher alargó la mano para tomar la de Ji-Moon Lee, y
suavemente la hizo subir hasta el escalón que él ocupaba—. Esta tarde, señoras y
caballeros, esta hermosa joven, mi compañera y secretaria durante años, ha accedido

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a convertirse en mi esposa.
Hurras, gritos, silbidos, aplausos. Arthur Kingfisher sonríe radiante. Ji-Moon Lee
sonríe tímidamente. Él la besa. Más aplausos.
Pero ¿quién era aquella viejecita de blancos cabellos que subía con dignidad por
la escalera, para enfrentarse al gran teórico de la literatura?
—Te felicito, Arthur —le dijo.
Él la miró fijamente, la reconoció, dio un paso atrás.
—¡Sybil! —exclamó, estupefacto—. ¿De dónde sales? ¿Dónde has estado
metida? Debe de hacer treinta años…
—Veintisiete, Arthur —le corrigió ella—. Exactamente la edad de nuestras hijas.
—¿Hijas…, qué hijas? —balbuceó Arthur Kingfisher, deshaciéndose el nudo de
la corbata de lazo, como si se estuviera ahogando.
—Estas preciosas gemelas aquí presentes. —Señalaba dramáticamente a Angélica
y Lily, que se miraban entre sí con asombro. Se produjo un pandemónium entre la
audiencia, pero Sybil Maiden levantó la voz hasta dominar el barullo—. Sí, Arthur,
¿recuerdas cuando te apoderaste de mi virginidad durante tanto tiempo preservada, en
aquella escuela de verano en Aspen, Colorado, en el verano del cincuenta y tres? Yo
creía ser demasiado vieja para concebir, pero ocurrió lo contrario. —Se produjo un
silencio casi total en la sala, ya que todos aguzaban los oídos para espiar hasta la
última palabra de tan asombrosa historia—. Unas semanas después de separarnos,
descubrí que estaba encinta…, yo, una respetable solterona de mediana edad,
profesora del Girton College, encinta… y además de un hombre casado, puesto que
en aquel entonces tu esposa aún vivía. ¿Qué podía hacer yo sino tratar de ocultar la
verdad? Por suerte, yo estaba comenzando un año sabático en América y se suponía
que iba a trabajar en el Huntington, pero lo que hice fue refugiarme en un lugar
agreste de Nuevo México, dar a luz a las gemelas en la primavera del cincuenta y
cuatro e introducirlas clandestinamente en un avión que iba a Europa, metidas en una
maleta. Yo viajaba en primera clase para obtener espacio adicional destinado a mi
equipaje en la cabina, y en aquellos tiempos no había registros de equipajes ni
búsquedas con rayos X; entré con la maleta en el lavabo apenas emprendimos el
vuelo y aseguré haber encontrado a las niñas allí. Naturalmente, nadie sospechó que
yo, supremamente respetable solterona de cuarenta y seis años de edad, pudiera ser su
madre. Durante veintisiete años, he estado llevando sobre mis hombros este secreto
culpable. En vano he tratado de distraerme viajando, y al final ha sido el viajar lo que
me ha puesto frente a mis hijas ya crecidas. Niñas: ¿podréis perdonar a vuestra madre
que os abandonase?
Lanzó una mirada dolorida en dirección de Angélica y Lily, que corrieron a su
lado y la impulsaron hacia Arthur Kingfisher. «¡Mamá!» «¡Papá!» «¡Hijas mías!»
«¡Mis niñas!» La pobre Ji-Moon Lee corre el peligro de verse relegada a un lado,
hasta que Angélica le alarga una mano y la hace incorporarse al círculo familiar
reunido.

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—Nuestra segunda madrastra —dijo, abrazándola.
Parecía como si en la sala todos se dedicaran a abrazarse, reír, llorar y gritar.
Désirée y Morris Zapp se besuqueaban en ambas mejillas. Ronald Frobisher
cambiaba un apretón de manos con Rudyard Parkinson Solo Siegfried von Turpitz
parecía enojado y mohíno. Persse agarra su mano y se la estrecha con un enérgico
vaivén.
—Sin rencor —le dijo—. A pesar de todo, Lecky, Windrush and Bernstein va a
publicar mi libro.
El alemán retiró su mano con irritación, pero Persse no había acabado de
estrecharla y se le quedó el guante negro entre los dedos, revelando, debajo de él, una
mano perfectamente normal y de aspecto saludable. Von Turpitz palideció, emitió un
sonido sibilante, pareció perder estatura, hundió su mano en el bolsillo de la chaqueta
y abandonó la habitación. Nunca más se le volvería a ver en una conferencia
internacional.
Lily se acercó a Persse.
—Nos vamos todos a bailar a algún sitio —le dijo—. ¿Quieres venir?
—No, gracias —contestó Persse.
—Podemos volver a la habitación, si quieres —propuso ella—. Tú y yo.
—Gracias —dijo Persse—, pero es que tengo que marcharme.
Abandonó la fiesta un poco más tarde, al mismo tiempo que Philip Swallow. El
inglés tenía los ojos húmedos.
—Sé lo que es descubrir que uno tiene una hija cuya existencia jamás sospechó
—dijo mientras esperaban el ascensor principal—. Yo también me enteré una vez de
que tenía una hija, y después volví a perderla.
Se abrieron las puertas del ascensor y entraron en él.
—¿Cómo fue esto?
—Es una larga historia —contestó Philip Swallow—. Básicamente, fracasé en el
papel del héroe romántico. Creía que no era demasiado viejo para representarlo, pero
sí lo era. Mis nervios me fallaron en un momento crucial.
—Es una lástima —observó Persse cortésmente.
—En mi caso, no estuve a la altura de la mujer.
—¿Joy?
—Sí, Joy —contestó Philip Swallow con un suspiro. No pareció sorprenderle que
Persse supiera el nombre—. Recibí una felicitación navideña de ella, y me decía que
va a casarse otra vez. Hilary dijo: «¿Joy? ¿Conocemos a alguien que se llame Joy?»
Y yo contesté: «Es tan solo alguien a quien conocí en mis viajes».
—¿Hilary es su esposa?
—Sí. Es consejera matrimonial, y muy buena en su oficio, por cierto. Ayudó a los
Dempsey a unirse otra vez. ¿Recuerda a Robin Dempsey? Estaba en las conferencias
de Rummidge.
—Me alegra saberlo —dijo Persse—. No parecía muy contento la última vez que

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le vi.
—Tengo entendido que el verano pasado sufrió una fuerte depresión. Janet se
apiadó de él. Este es mi piso, creo. Buenas noches.
—Buenas noches.
Persse vio a Philip Swallow caminar por el pasillo, tambaleándose ligeramente a
causa de la fatiga o de la bebida, hasta que se cerraron las puertas del ascensor.

Persse atravesó el vestíbulo del Hilton y salió a la fría noche con su aire cortante. La
temperatura volvía a ser la normal y de nuevo soplaba un viento crudo y penetrante a
lo largo de la Avenida de las Américas. Empezó a caminar en dirección a la YMCA.
Un joven negro avanzó raudo hacia él, desplazándose unos centímetros por encima de
la ancha acera, pero lo que Persse había tomado al principio por unos pies alados
resultó ser un par de patines, y lo que parecía un casco no era sino un gorro de lana
encasquetado sobre los auriculares de un transistor. Persse, conocedor de las historias
de atracos en Nueva York, y del hecho de que llevaba encima doscientos dólares en
metálico, se detuvo y se tensó, dispuesto a defenderse. Pero el joven tenía un aspecto
de lo más amistoso. Sonreía para sí y sus ojos giraban en sus órbitas; sus
movimientos tenían una cualidad rítmica, coreográfica, y su aproximación a Persse se
veía retardada por numerosos lazos y arabescos trazados a lo ancho del pavimento.
Era evidente que bailaba al compás de las inaudibles melodías de sus auriculares.
Llevaba un fajo de octavillas y, al pasar, metió una de ellas, diestramente, en la mano
de Persse. Este la leyó a la luz de un escaparate. Proclamaba:
«¿Solitario? ¿Malhumorado? ¿Cansado de la televisión? Nosotros tenemos la solución. Girls
Unlimited ofrece un extenso servicio para el forastero que visita la gran ciudad. Acompañantes,
masajistas, compañeras de juegos. Visite nuestro Club Isla del Paraíso. Tome un baño con jacuzzi en
compañía de la bañista por usted elegida. Haga que ella le dé, después, un masaje relajante. Deje que
todo quede libre de ataduras en nuestra discoteca para nudistas. ¿Demasiado perezoso para abandonar
la habitación de su hotel? Nuestras masajistas vendrán a visitarle. O tal vez solo desee usted una charla
nocturna algo osada, que le permita… conciliar el sueño. Llame al 74321 y comparta sus más atrevidas
fantasías con…»

Persse regresó presuroso al vestíbulo del Hilton y metió una moneda en el primer
teléfono público que encontró. Marcó el número y contestó una voz familiar, con un
cierto tono de indiferencia:
—Hola, chico travieso, yo soy Marlene. ¿Qué pasa por tu cabeza?
—Bernadette —dijo Persse—. Tengo una noticia importante para ti.

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II
El último día del año, Persse McGarrigle voló hasta Heathrow en un Jumbo de la
British Airways. Puesto que solo llevaba consigo un equipaje de mano, su vieja y
estropeada bolsa de lona, fue uno de los primeros pasajeros en pasar por la aduana y
el control de pasaportes. Se dirigió inmediatamente hacia el más próximo mostrador
de información de la British Airways. La chica sentada detrás de él no era Cheryl.
—¿Dígame? —se le dirigió—. ¿Puedo ayudarle en algo?
—Ya lo creo que sí —dijo él—. Estoy buscando a una chica llamada Cheryl.
Cheryl Summerbee. Trabaja para la British Airways. ¿Puede decirme dónde puedo
encontrarla?
—Se supone que no hemos de contestar esta clase de preguntas —respondió la
joven.
—Por favor —le rogó Persse—, es importante —y puso en su voz toda la
urgencia del enamorado.
La muchacha suspiró.
—Está bien, veré lo que puedo hacer —dijo. Pulsó los botones de su teléfono y
esperó en silencio la respuesta—. Hola, Frank —dijo por fin—, ¿está de servicio esta
mañana Cheryl Summerbee? ¿Qué? ¿Cómo? No, no me había enterado. Vaya. ¿No lo
sabes? Está bien, pues. No, nada. Adiós. —Colgó el teléfono y miró a Persse, con
curiosidad y también con una cierta compasión—. Al parecer, la despidieron ayer —
dijo.
—¿Cómo? —exclamó Persse—. ¿Y por qué causa?
La joven se encogió de hombros.
—Parece ser que trató de darle su merecido a un pasajero incordiante y le marcó
la tarjeta de embarque con una «S», o sea sospechoso de contrabando. Los
muchachos de Hacienda le dieron un buen repaso y él presentó una denuncia.
—¿Y dónde está ella, pues? ¿Cómo puedo averiguar sus señas?
—Frank ha dicho que se ha ido al extranjero.
—¿Al extranjero?
—Dijo que de todos modos estaba harta de su trabajo y que esta era su gran
oportunidad para viajar. Creo que había estado ahorrando. Al menos, esto es lo que ha
dicho Frank.
—¿Y ella no ha dicho adónde iba?
—No —contestó la joven—. No ha dicho nada. ¿Puedo ayudarla, señora? —Se
volvió para atender a otra persona en busca de información.
Persse se alejó caminando lentamente del mostrador de Información y se plantó
delante del enorme y pestañeante tablero de Salidas, con las manos en los bolsillos y
la bolsa junto a sus pies. Nueva York, Ottawa, Johannesburg, El Cairo, Nairobi,
Moscú, Bangkok, Wellington, Ciudad de México, Buenos Aires, Bagdad, Calcuta,
Sidney… Los puntos de destino del día llenaban cuatro columnas. Cada unos pocos

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minutos, el tablero cobraba vida y los nombres se agitaban, vibraban, caían y giraban
ante sus ojos, como si fueran los componentes de un complicado juego mecánico de
azar, una gigantesca máquina tragamonedas geográfica, hasta que se inmovilizaban
de nuevo. En la superficie del tablero, como si fuera en una pantalla cinematográfica,
proyectó su recuerdo del rostro y la figura de Cheryl (los rubios cabellos largos hasta
los hombros, el paso majestuoso, la luminosa y desenfocada mirada de sus ojos
azules) y se preguntó en qué lugar de todo aquel mundo pequeño y estrecho debía
empezar a buscarla.

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DAVID LODGE, nacido en Inglaterra en 1935, es uno de los pocos autores
contemporáneos aclamados tanto por su obra crítica como por sus novelas. Entre
1960 y 1987 Lodge ejerció como profesor de Literatura Inglesa en la Universidad de
Birmingham, representada en su ficción bajo el nombre de Rummidge.
Tras su temprano retiro, Lodge siguió viviendo en Birmingham, donde aún reside
hoy, dedicado íntegramente a su obra literaria, que incluye novelas pero también
diversas obras de teatro y guiones para series de televisión, tales como la adaptación
de la novela de Charles Dickens Martin Chuzzlewit.
Como crítico literario Lodge es autor de obras académicas muy respetadas, tales
como El arte de la ficción. Entre sus novelas, fruto de una larga carrera iniciada hace
ya cuarenta años, destacan El mundo es un pañuelo, ¡Buen trabajo!, Noticias del
Paraíso, Fuera del cascarón, Terapia, Intercambios, La caída del Museo Británico y
Trapos sucios.
La obra de Lodge se inscribe en una línea literaria mucho más apreciada en Gran
Bretaña que en España: la novela humorística. Dentro de ella su especialidad es la
novela académica, género que enlaza con sus intereses profesionales como docente e
investigador universitario y que cuenta con otros ilustres nombres en el canon
británico tales como Kingsley Amis, Malcolm Bradbury —otro ilustre crítico literario
universitario— y Tom Sharpe. El humor de Lodge se basa, como es típico en este
género, en exponer a sus personajes a situaciones embarazosas de las que se
desprende una crítica decidida pero nunca feroz de la institución universitaria. Las

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novelas de Lodge son muestra palpable de la capacidad británica para digerir la
autocrítica profesional con una sonrisa.

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Notas

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[1]
Hawthorne calificaba sus obras de «romances», lo que para él significaba la
imaginaria proyección novelística de la vida moral, más que el detallado naturalismo.
(N. del T.). <<

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[2] En inglés, se conoce como «limerick» una composición poética humorística de

cinco versos, que riman los dos primeros y el quinto por una parte, y el tercero y el
cuarto, más cortos, por otra. Comienza siempre con un «There was a…» —«Érase
un»— que tanto puede referirse a un joven profesor como a un estudiante, una
enfermera, un fontanero o cualquier otro personaje de los más diversos oficios, así
como de distintos lugares de procedencia. Tranquiliza un tanto la conciencia del
traductor leer que Persse admite la escasez de palabras que en inglés rimen con
Limerick. En castellano son, desde luego, muchísimas menos, y como no es
admisible cambiar en este caso el nombre de la ciudad, ni tampoco deformar la
esencia del limerick, se ha optado por dejar este ejemplo como en el original. La
sugerencia del profesor Dempsey —«dip his wick»— se traduce literalmente como
«mojar o sumergir su mecha». Más adelante, el mismo personaje presenta otra
propuesta similar al respecto, con el mismo humor de sal gruesa que tan corriente es
en los limericks. (N. del T.). <<

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[3] Los versos originales de Yeats dicen: «How can I, that girl standing there, / My

attention fix / On Roman or on Russian / Or on Spanish politics?» (N. del T.). <<

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[4] En inglés mutton se refiere siempre a la carne del cordero ya sacrificado, y se

conserva el vocablo sheep para indicar el animal vivo (N. del T.). <<

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[5] En inglés, el término romance se refiere a la historia sentimental contenida en la

novela. (N. del T.). <<

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[6] Érase un joven de Limerick / que trató de gozar con un candelero. (N. del T.). <<

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[7] Arthur Kingfisher, literalmente Arturo Rey-pescador, alusión al rey impotente del

ciclo artúrico. (N. del T.). <<

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[8] De nuevo no parece haber más remedio que echar mano a la socorrida nota del

traductor para aclarar este juego de palabras. Faggot es una especie de morcilla o
albóndiga de buen tamaño, un plato popular en el norte de Inglaterra y que es
elaborado con despojos, pero significa también homosexual. La frase del anuncio que
lee el profesor Zapp dice en realidad: «Deléitese esta noche con faggots»,
refiriéndose desde luego a la especialidad culinaria local. (N. del T.). <<

www.lectulandia.com - Página 327


[9] Paragon significa «dechado». (N del T.). <<

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[10] Se trata, en realidad de una taberna (public house) (N. del T.). <<

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[11] La parte del Staffordshire y Warwickshire intensamente industrializada en el siglo

XIX, así llamada por las humaredas de sus minas de hierro y carbón. (N. del T.). <<

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[12] Es la misma confusión de términos ya explicada antes. (N. del T.). <<

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[13] Crumped es un bollo caliente, pero dícese también de una chica guapa; pikelet es

un dulce de sartén, parecido a una crépe. (N. del T.). <<

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[14] Plato de origen hindú, a base de pescado, arroz y huevos, servido a veces en los

desayunos ingleses. (N. del T.). <<

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[15] Mills and Boon es una editorial británica especializada en este tipo de novelas.

(N. del T.). <<

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[16] A semejanza de Akira Sakazaki, también el traductor al castellano pasa sus
momentos de apuro. En este caso, para no alterar en absoluto la intención del autor ha
juzgado conveniente dejar intactas las tres locuciones inglesas que tanto
desconciertan, y no sin razón, al traductor japonés. «Jam-butty» es una especie de
tartaleta casera, en realidad una rebanada de pan con mantequilla y mermelada. «Y-
fronts» son calzoncillos tipo slip provistos de bragueta. Por último, llegamos al
«sweet fanny adams»: es donde radica la chispa humorística en el original y que,
traducido literalmente, significa «dulce culo». El hecho de llamar a esta parte de la
anatomía humana «fanny adams» confunde al buen Akira Sakazaki y le mueve a
preguntar quién es tan dulce señor. (N. del T.). <<

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[17] «Soneto escrito en una página en blanco de los poemas de Shakespeare», de

Keats. (N. del T.). <<

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[18] Es un fragmento de «Ode on a Grecian urn», de Keats. (N. del T.). <<

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[19] En argot inglés, pap significa «teta» o «pezón». (N. del T.). <<

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[20] Labour is blossoming or dancing where / The body is not bruised to pleasure

soul. / Nor beauty born out of its own despair, / Nor blear-eyed wisdom out of
midnight oil. «Among School Children». William Butler Yeats (from The Tower,
1928). (N. del T.). <<

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[21] Queen, en el argot inglés, significa «homosexual», de ahí la confusión de la

empleada. (N. del T.). <<

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[22] «lily paps» en los versos de sir Edmund Spencer. (N. del T.). <<

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[23] En inglés kingfisher significa «martín pescador». (N. del T.). <<

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