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A MANERA DE PRESENTACIÓN Había transcurrido ya la primera mitad del siglo XX para que

recién entrara en vigencia un concepto que hoy parece elemental pero que, aún así, no se
aplica del todo: La tierra es de quien la trabaja. Con sus pututus y los viejos fusiles mausers que
habían traído del Chaco, quechuas y aymaras de Bolivia consolidaron, el 2 de agosto de 1953,
su derecho propietario sobre las tierras de sus antepasados. Cincuenta y cinco años después el
problema de la tierra sigue, como puñal, clavado en el centro del debate nacional. Y es que en
este tema, como en otros, el Estado fue lento como tortuga, mientras, expeditivos, los amigos
de los poderosos y los parientes de los gobernantes recibieron centenares de miles de
hectáreas. La Ley INRA, aprobada en 1996, abre el camino para el saneamiento de la tierra
bajo el concepto de que esta debe cumplir una función económico social. Es decir que quien
reclama ser propietario de la tierra debe justificar que está haciendo un uso de ella. Esa ley fue
perfeccionada en el gobierno del presidente Evo Morales para agilizar los trámites y evitar que
los grandes terratenientes sigan recurriendo a triquiñuelas para que el saneamiento no se
realice. Este libro cuenta la historia de cómo se repartió la tierra y entre quiénes desde la
colonia hasta nuestros días y de las políticas estatales sobre este recurso natural. Son datos
comprobables, fríos y duros, pero que bien leídos muestran los avances alcanzados en
cantidad de títulos otorgados y hectáreas saneadas. Sin embargo, detrás de las cifras están
centenares de trabajadores del INRA en todo el país y millones de campesinos e indígenas que
luchan hoy por una Bolivia sin latifundios improductivos y donde todo el que quiera una
parcela para trabajar tenga derecho a ella.

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