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Sobre El tigre en la casa en Circulo de Poesía, La estantería, Otros Discursos, Poesía en

México, Portada, Portada 1 Poemas de Eduardo Lizalde

A propósito de la reedición del El tigre en la casa, por Valparaiso México, presentamos


un ensayo del poeta Luis David Palacios (Los Mochis, Sinaloa, 1983), que nos presenta
un análisis a propósito del paradigmático libro de Eduardo Lizalde. Desde su
sensibilidad de músico y partiendo de análisis fonéticos, Luis David muestra lo
indivisible que es en Lizalde, la forma y el sentido de sus poemas además de que repara
en el símbolismo del tigre y su polisemia.

Análisis de El tigre en la casa (Eduardo Lizalde)

Con El tigre en la casa[1] estamos ante el desbordamiento interior de un río: caudal


transformador del poeta y al mismo tiempo del lector. Lizalde es sin duda la estalagmita
poética en la caverna de los elegidos. Él ha bebido las mismas aguas turbias que
Maldoror, las estancadas aguas de Poe o aquellas de sutil perfume en Rilke. Descubrir
algunas de las causas lingüísticas generales donde se apoya la voz del poeta, conocer la
función social del poema, es posible a través de breve análisis. El conjunto de
transgresiones gramaticales, poéticas y retóricas de Lizalde lo hacen un poeta eficaz e
inigualable. Un lector entrenado reconoce su voz con una muestra pequeña de versos:
‘‘La perra más inmunda / es noble lirio junto a ella’’[2]. Las estructuras, relaciones,
sonoridades se revelan en Lizalde con el hilo fino de la ironía, como la repetición llevada
a sus últimas consecuencias, como la antítesis de los amantes o con el ritmo, peso y
coloratura de la música vocal.

El tigre en la casa consta de seis secciones solidarias y dinámicas. Vemos esa


metamorfosis cuando consideramos las relaciones entre sus secciones, entre el poema
y su contexto social, entre la obra y las convenciones poéticas de la tradición lírica
mexicana en la segunda mitad del siglo XX. Con un primer acercamiento fonético-
fonológico descubrimos algunas características generales.

Encontramos en Lizalde la reiteración consciente de fonemas combinados con el tono


de los poemas individuales. Existe un matiz unificador, a partir del tema central, el
infortunio amoroso, las combinaciones plásticas dan ese carácter general. Es
importante señalar que la vocal, aunque no aparezca siempre acentuada, colorea el
resto de la enunciación; por ejemplo en el poema número tres de la sección Retrato
hablado de la fiera –uno de los poemas más emblemáticos del libro– donde se describe
el amor, predominan los fonemas /e/ (100), /a/ (78) y /o/ (65); en cuanto a las
consonantes oclusivas (99), vibrantes (75) y fricativas (66):

Recuerdo que el amor era una blanda furia


no expresable en palabras.
Y mismamente recuerdo
que el amor era una fiera lentísima:
mordía con sus colmillos de azúcar
y endulzaba el muñón al desprender el brazo.
Eso sí lo recuerdo.
Rey de las fieras,
jauría de flores carnívoras, ramo de tigres
era el amor, según recuerdo.
Recuerdo bien que los perros
se asustaban de verme,
que se erizaban de amor todas las perras
de sólo otear la aureola, oler el brillo de mi amor
como si lo estuviera viendo.
Lo recuerdo casi de memoria:
los muebles de madera
florecían al roce de mi mano,
me seguían como falderos
grandes y magros ríos,
y los árboles aun no siendo frutales
daban por dentro resentidos frutos amargos.
Recuerdo muy bien todo eso, amada,
ahora que las abejas
se derrumban a mi alrededor
con el buche cargado de excremento.[3]
El cuarto poema de la misma sección, donde el poeta lanza una serie de deseos
destructivos, enfatiza las mismas vocales /e/ (108), /a/ (95) y /o/ (89); las consonantes
oclusivas (134), fricativas (95) y vibrantes (45):

Que tanto y tanto amor se pudra, oh dioses;


que se pierda
tanto increíble amor.
Que nada quede, amigos,
de esos mares de amor,
de estas verduras pobres de las eras
que las vacas devoran
lamiendo el otro lado del césped,
lanzando a nuestros pastos
las manadas de hidras y langostas
de sus lenguas calientes.
Como si el verde pasto celestial,
el mismo océano, salado como arenque,
hirvieran.
Que tanto y tanto amor
y tanto vuelo entre unos cuerpos
al abordaje apenas de su lecho, se desplome.
Que una sola munición de estaño luminoso,
una bala pequeña,
un perdigón inocuo para un pato,
derrumbe al mismo tiempo todas las bandadas
y desgarre el cielo con sus plumas.
Que el oro mismo estalle sin motivo.
Que un amor capaz de convertir al sapo en rosa
se destroce.
Que tanto y tanto, una vez más, y tanto,
tanto imposible amor inexpresable,
nos vuelva tontos, monos sin sentido.
Que tanto amor queme sus naves
antes de llegar a tierra.
Es esto, dioses, poderosos amigos, perros,
niños, animales domésticos, señores,
lo que duele. [4]
Mientras las vocales mantienen una mismo patrón, dos de las categorías
consonantes[5] son invertidas; hablamos de combinaciones: oclusivas-vibrantes-
fricativas y oclusivas-fricativas-vibrantes. En el primer poema, donde se trata el tema
del desencanto amoroso, son más frecuentes las vibrantes; en el segundo, un poema de
carga emotiva más sutil, predominan las fricativas. En otros momentos Lizalde también
se vale de las fricativas y sibilantes para reflejar delicadeza (‘‘¡Ay, flores, brezos,
castañas, dulces nueces’’).

A esta configuración de los poemas es posible emparejar el simbolismo vocálico


derivado del trabajo de Jakobson y Waugh, [6] de Quilis y otros autores representantes
de la cenestesia fónica[7]. De tal modo, /i/ resulta en brillante, alegre, leve, pequeño,
grácil, endeble; el fonema /u/, su contraparte, se asocia con suntuosidad, gravedad,
oscuridad; /a/, el punto medio, posee una función transitoria, un color ígneo; el sonido
/e/ se acerca a la brillantez de la /i/ pero tiene un grado menor y /o/ se relaciona con
/u/ por un procedimiento similar (véase el artículo de Daniel Alonso donde se justifica
tal reducción). [8]
Las onomatopeyas están configuradas en los tres niveles propuestos por Ullman y
resumidas por Beristáin[9]: la imitación del sonido a través del sonido (‘‘Oigo al tigre
rascar. / Sonríe malignamente / y se agrietan los muros’’); la imitación del movimiento
(‘‘Incrustación de carne en furia, el tigre. / Mina de horror. Llaga fosforescente / que
atraviesa la sangre / como el pez o la flecha’’); la imitación visual (‘‘La espalda de esta
luz / son esos sueños tuyos, amada, / que duelen al soñarse / y que hacen florecer las
prímulas / y azahares en tus flancos’’).

En el mismo nivel fónico-fonológico situamos el ritmo. El relieve se formula a través del


contraste acentual; evita la monotonía con la variedad de los metros, en su mayoría
cultos. La expectativa producida por estos esquemas rítmicos es sorteada con gracia al
combinar los acentos secundarios. Pero lo importante es señalar la relación métrica con
la significación, el ritmo está tejido con la emoción. En los tres versos siguientes se
observa la variedad de dos endecasílabos sáficos, mientras el primero contiene tres
acentos, el segundo contrasta con cuatro; el alejandrino, al ser escindido en sus dos
hemistiquios, revela otra variedad acentual:

Las flores se diluyen plenamente;


vuelven a ser remate de las telas.
Los gansos vuelan torpes hacia el azul del techo.[10]
Si la rima cuando ocurre afecta el nivel morfosintáctico, y obliga al poeta a elegir un
orden específico de las palabras, lo afecta también cuando está ausente. El poeta realiza
una operación similar para no caer en ella. A pesar del uso constante del hipérbaton –
entre otros recursos para lograr la desautomatización– en diferentes grados, la función
referencial existe con claridad; la precisión y univocidad son posibles sin atentar contra
la función poética. Recordemos al respecto las explicaciones de Beristáin:

La función referencial consiste en la transmisión, entre emisor y receptor, de un


mensaje que contiene un saber, una información acerca de dicha realidad. El mensaje
referencial escrito, suele poseer ciertas características, principalmente la univocidad, el
desarrollo de una sola línea de significación. [11]

La singularización gramática de Lizalde se construye en ocasiones con la velocidad


favorecida por ciertas oraciones compuestas ‘‘Muerde la perra / cuando estoy dormido;
/ rasca , rompe, excava / haciendo de sus hocico lanza, / para destruirme’’. Las
oraciones adversativas, en algunos casos, enfatizan ironía o revelan una contradicción
poco aparente:

También la pobre puta sueña.


La más infame y sucia
y rota y necia y torpe,
hinchada, renga y sorda puta, sueña.
Pero escuchen esto,
autores,
bardos suicidas
del diecinueve atroz,
del veinte y de sus asesinos:
sólo sabe soñar
al mismo tiempo
de corromperse.[12]
Lo mismo ocurre en otro poema donde define al amor: ‘‘Pero el amor es todo lo
contrario del amor, / tiene senos de rana, / alas de puerco’’; o cuando repudia su estirpe
humana: ‘‘Hoy me produce vómitos / pertenecer a este planeta, / pero entiéndase bien:
solo por hoy, / sólo por esta vez. / No se me tome por contrarrevolucionario’’.

Abordemos ahora, el primer poema de la segunda sección, desde una perspectiva


léxico-semántica:

Grande y dorado, amigos, es el odio.


Todo lo grande y lo dorado
viene del odio.
El tiempo es odio.
Dicen que Dios se odiaba en acto,
que se odiaba con la fuerza
de los infinitos leones azules
del cosmos;
que se odiaba para existir.[13]
La aparente sencillez de la función referencial, lograda con el uso de la lengua coloquial,
se transforma por los efectos relacionales de sentido derivados de un segundo
significado. El poema se desarrolla un una línea horizontal a partir de una isotopía
semántica y descriptiva del odio: grande, tiempo, Dios, infinito, cosmos. El poeta
instaura, desde el principio, un ceñido contacto con el lector debido al uso del vocativo,
es decir, de la función conativa. La manera, nada indecisa, con la que Lizalde define los
sentimientos humanos (‘‘El tiempo es odio’’) solo admite una ademán afirmativo de
quien lo escucha. La heterometría del poema no hace sino enfatizar el tema a través de
las repeticiones prolongadas de las palabras y de la amplificación en la segunda estrofa.
El vinculo con el mito judeo-cristiano del nacimiento del universo es transgredido para
conseguir los fines del poeta. Entonces afirmar la vida a través del odio no es solo una
ocurrencia sino una postura filosófica, dice más adelante en el mismo poema:

Nadie vacila, como en el amor,


a la hora del odio.
El odio es la sola prueba indudable
de existencia.
Si la mayoría de las ideas de Jakobson, repetidas después por Mukarovski, atienden a
una desautomatización de la lengua –algo ya expuesto antes por los formalistas–, en
Lizalde la dicotomía no se establece entre lenguaje poético y cotidiano sino entre una
función comunicativa y poética.[14]

El tratamiento de los temas amorosos, por parte de Lizalde, ha construido un momento


poético en la lírica hispanoamericana. El conjunto de las connotaciones sociales de un
México postrevolucionario –y en otro plano del siglo XX– se refleja en su obra sin caer
en el panfleto o en la aridez filosófica. El diálogo y la intertextualidad aparecen con
frecuencia dando una evolución del concepto. Esto denota un conocimiento profundo
del metatexto, definido así por la misma Beristáin:

El conjunto de las condiciones que preconstituyen tanto la producción del texto como
su lectura; esto es la idea vigente de texto poético, las convenciones poéticas que
corresponden a una estructura social dada, y que abarcan la teoría literaria, la tradición,
la configuración de los géneros, etcétera, es decir, que abarcan los principios generales
que rigen la elaboración del texto. [15]

La figura del tigre, y el simbolismo arrancado de él a través de su desarrollo, nos


confirma lo anterior. Mario Bojórquez señala al respecto de su origen:

La figura del tigre, se ha dicho, le ha llegado a Borges por Blake y a Lizalde por Darío.
Esto puede ser cierto; de Borges sabemos su gusto por el trocaico tigre que “en las
selvas de la noche es un brillo ardiente”, y en Lizalde recordamos su diálogo con Darío
en “las fieras se acarician, Rubén, / bajo las vastas selvas primitivas” que nos remiten al
poema “Estival”. Sin embargo, nosotros creemos que es del texto “Obra maestra”, de
Ramón López Velarde, de que viene su final filiación.[16]
El diálogo lizaldeano con los grandes poetas hispanoamericanos está explícito desde el
título del libro. El símbolo del tigre tiene la misma función que Tarumba en Sabines, es
decir, no significa una sola cosa: cambia conforme se desarrolla el poema pero dentro
de un marco específico. Cirlot explica que el simbolismo del tigre ofrece dos posibles
significados: cólera y crueldad dentro de la historia grecorromana, oscuridad y luna
nueva dentro de las tradiciones orientales.[17] En ocasiones el tigre es el poeta, en otras
la encarnación del amor, en otras algo más allá de su entendimiento. La polisemia del
símbolo en Lizalde se conjuga con la construcción interior de los poemas y ‘‘desgarra
por dentro al que lo mira’’.

Bibliografía
AYUSO DE VICENTE, María Victoria. Consuelo García Gallarín, Sagrario Solano.
Diccionario Akal de términos Literarios. Madrid: Ediciones Akal, 1990.
BERISTÁIN, Helena. Diccionario de retórica y poética. México: Porrúa, 2004.
__________, Análisis e interpretación del poema lírico. México: UNAM, 1987.
JAKOBSON, Roman. Linda R. Waugh. La forma sonora de la lengua. México: FCE, 1987.
GÓMEZ Redondo, Fernando. La crítica literaria del siglo XX. Madrid: Edaf, 1996.
LIZALDE, Eduardo. Nueva memoria del tigre. Poesía (1949-2000) 2a. ed. México: FCE,
2005.
MONTES DE OCA, Francisco. Teoría y técnica de la Literatura. México: Porrúa, 2006.
PAZ, Octavio. El arco y la lira. México: FCE, 1956.
QUILIS, Antonio. Fonética acústica de la lengua española. Madrid: Gredos, 1981
VIÑAS Piquer, David. Historia de la crítica literaria. Madrid: Ariel, 2002.
BOJÓRQUEZ, Mario. ‘‘Lizalde o la poesía del resentimiento’’. La jornada. 897 (2012).
Abril 2013.
ALONSO, Daniel. ‘‘Claroscuro del tigre’’. Círculo de poesía. Poesía en México (2009).
Abril (2013).
BONIFAZ NUÑO

Elogiado por su dominio técnico, el poeta Rubén Bonifaz Nuño (1923-2013), traductor
de grandes autores latinos y griegos, ha sido visto como un ejemplo extemporáneo de
un neoclasicismo poco afín con las vanguardias del siglo XX. Sin embargo, se trata de un
autor con una obra lírica viva, de gran valía por su incursión en la épica mínima de la
vida cotidiana.

Es probable que la poesía mexicana del siglo XX no haya conocido una composición más
virtuosa que la de Rubén Bonifaz Nuño (1923-2013). Pero este hecho, en lugar de
vencerlos, consiguió instituir prejuicios tristemente canónicos en torno de su obra, toda
vez que el arte occidental del siglo pasado adoptó como filosofía de trabajo el famoso
verso de Yves Bonnefoy: “La imperfección es la cima”. Según el parecer de no pocos
poetas y críticos recientes, siervos voluntarios de su escaso tiempo, el proyecto de
Bonifaz Nuño despide un tufo a contrarreforma estética o a simple y llana ingeniería
verbal. Cuando Carlos Monsiváis lo calificó de “impecable técnico” o los antologadores
de Poesía en movimiento (1966) lo definieron como “Dueño de [una] excepcional
sabiduría técnica”, ambos elogios, sospechosamente parecidos en su formulación,
pronto se desdoblaron en reparos y tabúes. ¿Por qué alguien, a la mitad de un siglo que
dio a luz las vanguardias, que promovió el verso libre y que, en palabras de Rimbaud,
exhortó al poeta a un “largo, inmenso y racional desarreglo de los sentidos”; por qué
alguien, digo, querría cubrir la retaguardia, mantener una estrecha comunicación con
los clásicos grecolatinos y las culturas prehispánicas? En la pregunta, creo, asoman
argumentos que bastarían para escribir una historia no autorizada de la poesía
nacional.

Si José Emilio Pacheco propuso en la “Introducción” a su Antología del modernismo


(1970) que dicho movimiento había conformado nuestro auténtico romanticismo —
sucedáneo al inglés, francés o alemán—, las vanguardias mexicanas, sobre todo el
“grupo sin grupo” de Contemporáneos, en realidad constituirían un modernismo
extemporáneo. (Subrayo, como coincidencias, la nocturnidad fantasmagórica de
Villaurrutia y el spleen crepuscular de los simbolistas; las geografías exóticas del primer
Carlos Pellicer y las Lascas tropicales de Salvador Díaz Mirón; la pena capital de la
inteligencia y el desconsuelo metafísico en Muerte sin fin de Gorostiza y el “Idilio
salvaje” de Manuel José Othón; o el tono menor y cosmopolita de los XX Poemas de
Salvador Novo y “La Duquesa Job” de Manuel Gutiérrez Nájera). Todo lo cual, según esta
propuesta, haría que las vanguardias surgiesen con Octavio Paz y Efraín Huerta,
surrealistas y concretistas de tiempo incompleto, diseñadores de corrientes propias
como el cocodrilismo y el nalgaísmo, así como creadores de poemas visuales (los
Topoemas del primero) y hasta documentales (Amor, patria mía del segundo). La
generación inmediatamente posterior —es decir, la de Medio Siglo— sería la
encargada, entonces, de formular disensos y cortes de caja a aquellos vanguardismos
apócrifos: la recuperación de esquemas poéticos tradicionales (el romance por parte de
Jaime Sabines, la terza rima o la octava real por parte de Jaime García Terrés); la
readaptación de mitos y autores de la Grecia y Roma clásicas (“Lamentación de Dido”
de Rosario Castellanos o “Discurso que se estaba formando en la cabeza de Cicerón” de
Jorge Hernández Campos); la coexistencia irónica de tonos grandilocuentes y
atmósferas populares (tal y como ocurre con García Terrés y Eduardo Lizalde)…
Ni qué hablar de Bonifaz Nuño. Sin el ánimo prescriptivo de Boileau o Racine ni la
civilidad almidonada de Andrés Quintana Roo —antes bien, cercano a la fase apolínea
del segundo Stravinsky y al renacentismo retro de Carlos Germán Belli—, Bonifaz Nuño
desarrolló un “neoclasicismo de autor” basado en una incesante exploración métrica,
acentual e incluso estrófica. El objetivo, por un lado, era paliar cierta retórica adquirida
por el uso de formas, metros y acentos prestigiados; por otro, y como fruto de lo
anterior, generar nuevas convenciones: variantes acentuales del endecasílabo
ortodoxo, domesticación de metros poco socorridos como el eneasílabo, el decasílabo o
el dodecasílabo... Lo cual, aunado al empleo sistemático del encabalgamiento (fraseo a
caballo entre dos versos) y quirúrgico del hipérbaton (o inversión de la sintaxis para
fines rítmicos determinados); a la preferencia de origen grecolatino por la aliteración y
las asonancias internas en lugar de la rima, da la impresión, para oídos acostumbrados
a la métrica italianizante, de que Bonifaz Nuño es un sólido versolibrista. El siguiente
poema, tomado de Los demonios y los días (1956), es un ejemplo de ello. Su fondo
coloquial resulta menos una poética que un manifiesto a favor de la urbanidad de los
solitarios, y se apoya en tales audacias constructivas para hacer de la consigna pública
una meditación privada:

Para los que llegan a las fiestas


ávidos de tiernas compañías,
y encuentran parejas impenetrables
y hermosas muchachas solas que dan miedo
—pues uno no sabe bailar, y es triste—;
los que se arrinconan con un vaso
de aguardiente oscuro y melancólico,
y odian hasta el fondo su miseria,
la envidia que sienten, los deseos;

para los que saben con amargura


que de la mujer que quieren les queda
nada más que un clavo fijo en la espalda
y algo tenue y acre, como el aroma
que guarda el revés de un guante olvidado;

para los que fueron invitados


una vez; aquellos que se pusieron
el menos gastado de sus dos trajes
y fueron puntuales; y en una puerta,
ya mucho después de entrados todos,
supieron que no se cumpliría
la cita, y volvieron despreciándose;

para los que miran desde afuera,


de noche, las casas iluminadas,
y a veces quisieran estar adentro:
compartir con alguien mesa y cobijas
o vivir con hijos dichosos;
y luego comprenden que es necesario
hacer otras cosas, y que vale
mucho más sufrir que ser vencido;

para los que quieren mover el mundo


con su corazón solitario,
los que por las calles se fatigan
caminando, claros de pensamientos;
para los que pisan sus fracasos y siguen;
para los que sufren a conciencia
porque no serán consolados,
los que no tendrán, los que pueden escucharme;
para los que están armados, escribo.

La técnica, sí, pero al servicio de una patria chica: no la del terruño lopezvelardiano sino
la del departamento, el escritorio, la mesa de un café o el rincón de una cantina, desde
donde un ciudadano anónimo y soltero descubre, en compañía de nadie, “el secreto más
íntimo y humilde / de la fraternidad”. A partir de Imágenes (1953), su segundo
volumen, Bonifaz Nuño eludió los mesianismos y trastabilleos que suelen contraer los
emprendedores de cualquier tradición literaria. (Véanse, si no, los casos del Marqués
de Santillana y de Juan Boscán, cuyas adaptaciones de la lírica petrarquista debieron
esperar a Garcilaso de la Vega para cumplirse memorablemente). Dueños de un habla
que recuerda tanto a Catulo, Anacreonte y César Vallejo como a José Alfredo Jiménez y
Alfonso Esparza Oteo, los poemas de Bonifaz Nuño son serenatas de un mariachi
culterano, conjuros vernáculos y, a la vez, sones y boleros alquímicos; las estridentes
piedras del campo de Cuco Sánchez y los montes parturientos de Esopo.

Sin embargo, como Rubén Darío en su madurez, nuestro homenajeado no se conformó


con abrir y cerrar un abanico de posibilidades expresivas. No bastaba con poner un
“vaso providente” en la mesa, de acuerdo con la expresión de José Gorostiza. Dicho vaso
debía contener una sustancia categórica pero inflamable, elemental por sanguínea, que
amenaza con desbordarlo o hacerlo estallar. (De ahí el efecto calculado del
versolibrismo: para que los lectores de a pie no se extraviaran en la transparencia
laberíntica del vaso sin antes apurar aquella bilis engañosamente cristalina). Así como
Bonifaz Nuño pidió en Tristeza de amor en Carlos Pellicer (2001) que este fuera leído
como un poeta grave y nocturno, y no sólo como el optimista y matutino que reza el
lugar común, nuestro artífice pide ser leído como un historiador telúrico de la vida
cotidiana —uno que, pese a títulos como El manto y la corona (1958),Fuego de pobres
(1961) y Albur de amor (1987), nunca gozó de la popularidad de Sabines—. Y si bien
divulgó con bronca nitidez sus propias pasiones y penurias, también fue el cultor de
versos “iniciáticos” (Siete de espadas, 1966; El ala del tigre, 1969; La flama en el espejo,
1971; Del templo de su cuerpo, 1992), escritos con tan impura sofisticación que bien
podrían acompañar a los de Gerardo Deniz en su palco de moda, reservado a los autores
difíciles y tardíamente estimulantes.

Acaso falte una lectura menos apoltronada de Bonifaz Nuño para hacerle plena justicia
poética. “Acaso sea punto de lenguaje —como parece diagnosticar él mismo—; / de
ponerse de acuerdo sobre el tipo / de cambio de las voces, / y en la señal para soltar la
marcha”. Pero en el mercado de valores de la poesía mexicana, el gesto sustituye a la
voz. Apenas advertiríamos la discreta señal de nuestro homenajeado entre el manoteo.
No podría ser de otra manera: su virtuosismo, celebrado con engolada neutralidad,
descansa en algo que observaba en Pellicer: “la técnica poética como la facultad de hacer
transmisible con palabras un conjunto de estados interiores”. Estados interiores que
colindan con la “república mundial de las letras” (Pascale Casanova) y el zoológico
político, pero que se fundan y desaparecen en “presencia de un hombre desasosegado,
solitario, nostálgico de bienes nunca obtenidos, confiado en las endebles armas del
poema, sufriente y dolorosamente resignado a padecer para siempre un amor sin
correspondencia, que en sus términos últimos considera el espejo y el cuerpo de la
muerte misma, sin remedio y sin extinción”. También ese hombre es el lector al que
apela Bonifaz Nuño, quien recita con poderosa conformidad, llevando su propio
cadáver a cuestas, las calaveras de arte mayor en que termina toda épica humana:

Y repetir ardiendo hasta el descanso


que no es para llorar, que no es decente.
Y porque, a la verdad, no es para tanto.

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