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CARTA DEL Sr.

HERNÁNDEZ (á los editores de la octava edición)


Señores Editores:
Sin ningún interés egoísta, ni aun de amor proprio siquiera, deseo á Vds. un éxito feliz en su pequeña empresa.
¡Ojalá que el público compense con generosa protección, no el mérito de la obra que Vds, van á ofrecerle, que
es bien escaso ciertamente, sino sus esfuerzos y los sacrificios empleados para hacerse de ella una edición
abundante y esmerada.
Permítanme Vds. manifestarles ahora la confianza con que espero de su fina atención, que reserven á esta
carta un pequeño espacio entre las páginas del folleto, porque anhelo satisfacer en ella una deuda de gratitud que
tengo para con el público, para con la prensa Argentina y mucha parte de la Oriental; para con algunas publicaciones
no americanas, y para con los escritores que dignándose ocuparse de mi humilde trabajo, lo han ennoblecido con sus
juicios ofreciéndome á la vez, sin ellos procurarlo, la recompensa mas completa y la satisfacción mas íntima.
Hace apenas dos años que se hizo la primera edición de Martin Fierro en un pequeño número de ejemplares.
Su aparición fué humilde como el tipo puesto en escena, y como las pretensiones del autor.
Algunos diarios de Buenos Aires y de la Campaña, como «La República», «La Pampa», «La Voz del Saladillo» y
otros, dieron cuenta al público de la aparición de aquel gaucho, que se exhibía cantando en su guitarra las desgracias
y los dolores de su raza.
Las recomendaciones eran hechas en conceptos lisongeros y honrosos y los resultados fueron completamente
favorables.
Antes de dos meses estaba agotada la edición, tras de la que han venido otra y otras, hasta la 8° ó 9° que Vds.
preparan ahora.
Y ven Vds. cuán difícil me será satisfacer la deuda de agradecimiento que me impone la acogida dispensada á
ese harapiento cantor del desierto.
La prenda Argentina en general, ha honrado también con una benevolencia obligante las trovas del
desgraciado payador, y en una misma época, ó sucesivamente, los cantos de Martín Fierro han sido reproducidos
íntegros ó en extensos fragmentos por «La Prensa», «La República» de Buenos Aires, «La Prensa de Belgrano», «La
Época» y «El Mercurio» del Rosario, «El Noticiero» de Corrientes, «La Libertad» de Concordia, y otros periódicos
cuyos nombres no recuerdo, ó cuyos ejemplares no he logrado obtener.
Así al consignar aquí los nombres de esos obreros del pensamiento, en que se encuentran representados
todos los matices de la opinión, deseo significar con este recuerdo un legítimo agradecimiento, haciéndolo extensivo
á muchos órganos de la prensa Oriental, como «La Tribuna» y «La Democracia» de Montevideo, «La Constitución» y
«La Tribuna Oriental» de Paysandú, que, ó lo han reproducido íntegro ó en parte, ó lo han favorecido con sus juicios,
popularizando la obra, y honrando al autor.
La publicación ilustrada «El Correo de Ultramar» le brindó en sus columnas acojida que no podía ambicionar
jamás esa creación humilde, nacida para respirar las brisas de la Pampa, y cuyos ecos solo pueden escucharse,
sentirse y comprenderse en las llanuras que se extienden á las márgenes del Plata.
Por lo que respecta á los escritores cuyos fallos honrosos colocan Vds. al frente de la nueva edición, ellos
comprenderán los sentimientos que me animan, con solo manifestarles mi persuación íntima de que, el éxito que
pueda alcanzar en lo sucesivo, lo deberá casi en su totalidad á esos protectores, que han venido galante y
generosamente á abrirle al pobre gaucho las puertas de la opinión ilustrada.
Ellos son autores, y de producciones ciertamente de mayor mérito que la mía, aunque de diverso género, y
ellos saben por experiencia propia, cuan íntima satisfacción derrama en el espíritu de quien ve su pensamiento en
forma de libro, el ver ese mismo libro hojeado por los hombres de letras, honrado con su aprobación y prestigiado
con su aplauso.
Aquí podría, y hasta quizá debería poner término á esta carta, puesto que he cumplido los principales objetos
que he tenido en vista; pero sea el hábito que se forma todo el que se pone en frecuentes confidencia con el público,
ó sea cualquiera otra razón, lo cierto es, que siento la necesidad de dar expansión á mis ideas, y de dejar correr
libremente el pensamiento siquiera por algunos instantes.
Quizá tiene razón el Sr. Pelliza al suponer que mi trabajo responde á una tendencia dominante de mi espíritu,
preocupado por la mala suerte del gaucho.
Mas las ideas que tengo al respecto, las he formado en la meditación, y después de una observación constante
y detenida.
Para mí, la cuestión de mejorar la condición social de nuestros gauchos, no es solo una cuestión de detalles de
buena administración, sino que penetra algo mas profundamente en la organización definitiva y en los destinos
futuros de la sociedad, y con ella se enlazan íntimamente, estableciéndose entre sí una dependencia mútua,
cuestiones de política, de moralidad administrativa, de régimen gubernamental, de economía, de progreso y
civilización.
Mientras que la ganadería constituya las fuentes principales de nuestra riqueza pública, el hijo de los campos,
designado por la sociedad con el nombre de gaucho, será un elemento, un agente indispensable para la industria
rural, un motor sin el cual se entorpecería sensiblemente la marcha y el desarrollo de esa misma industria, que es la
base de un bienestar permanente y en que se cifran todas las esperanzas de riqueza para el porvenir.
Pero ese gaucho debe ser ciudadano y no paria; debe tener deberes y también derechos, y su cultura debe
mejorar su condición.
Las garantías de la ley deben alcanzar hasta él; debe hacérsele partícipe de las ventajas que el progreso
conquista diariamente: su rancho no debe hallarse situado mas allá del dominio y del límite de la Escuela.
Esto es lo que aconseja el patriotismo, lo que exije la justicia, lo que reclama el progreso y la prosperidad del
país.
No se cambia en un año, ni en un siglo á veces, la planta de la riqueza pública de una Nación.
Muchas falsas teorías, muchos principios erróneos, y que eran aceptados hasta hace pocos años como axiomas
á los cuales estaban obligadas á ajustarse todas los ideas, han venido á ser destruídos por los adelantos de la ciencia,
y por los fantásticos progresos que el genio del hombre realiza á cada instante.
Así ha sucedido en todas las ciencias, así sucede por lo tanto en las ciencias sociales.
Sus verdaderos principios, como todos los que forman el mas sólido fundamento del progreso humano, son
contemporáneos de la América, unos, de la libertad de América, los mas.
Antes no se admitía la idea de un pueblo civilizado, sino cuando había recorrido los tres grandes períodos de
pastor, agricultor y fabril.
La intransigente severidad de tales principios, exigía el tránsito de un pueblo por esas tres evoluciones de la
economía industrial, para discernirle el título de cultura, que de otra manera no lograba alcanzar jamás.
Un pueblo pastor, significaba una sociedad embrionaria, colocada en el primer periodo de su formación, y
elaborando lentamente en su seno los elementos que debían elevarlo en la escala de la civilazación, que el error y el
atraso habían graduado.
Pero tales errores no son de la época, y el progreso moderno en todas sus manifestaciones, se ha encargado
de disiparlos totalmente.
El vapor, dando seguridad y facilidades á la navegación, los ferro-carriles suprimiendo las distancias, el
telégrafo ligando entre sí á todas las sociedades civilizadas, han convertido al mundo en un vasto taller de
producción y de consumo.
La actividad de los cambios circula en las inmensas arterias de ese cuerpo formado por un planeta, con
facilidad y rapidez, y sus efectos se extienden en cada grupo social hasta el mas lejano de los miembros que lo
componen.
Los pueblos no viven ya en el aislamiento, que los condenaba á marchar paso á paso, realizando lentamente
las conquistas destinadas á asegurar su progreso y su perfeccionamiento.
Hoy, sus evoluciones son menos tardías, llevan impreso otro sello, y obedecen á otra tendencia.
En nuestra época, un país cuya riqueza tenga por base la ganadería, como la Provincia de Buenos Aires y las
demás del litoral Argentino y Oriental, puede no obstante ser tan respetable y tan civilizado, como el que es rico por
la agricultura, ó el que lo es por sus abundantes minas, ó por la perfección de sus fábricas.
La naturaleza, de la industria, no determina por sí sola los grados de riqueza de un país, ni es el barómetro de
su civilización.
La ganadería puede constituir la principal y mas abundante fuente de riqueza de una nación, y esa sociedad,
sin embargo, puede hallarse dotada de instituciones libres como las mas adelantadas del mundo; puede tener un
sistema rentístico debidamente organizado, y establecido sólida y ventajosamente su crédito exterior; puede poseer
Universidades, Colegios, un periodismo abundante é ilustrado; una legislación propia, círculos literarios y científicos;
pueden marchar formando parte de la inmensa falange de los civilizadores de la humanidad, sus publicistas, sus
oradores, sus juriconsultos, sus estadistas, sus médicos, sus poetas; y seguir de cerca las huellas de las escuelas mas
adelantadas sus ingenieros, arquitectos, pintores y músicos; cultivar finalmente, con igual éxito y con honroso afán,
todos los demás ramos de utilidad ú ornato, que forma la esfera recorrida por la actividad de la inteligencia humana
en su giro infatigable y luminoso.
De estas ideas, á darle á un libro la tendencia que se ha observado en el que nos ocupa, no hay distancia que
recorrer.
Sus límites se tocan visiblemente.
Terminaré en pocas palabras mas.
Para abogar por el alivio de los males que pesan sobre esa clase de la sociedad, que la agobian y la abaten por
consecuencia de un régimen defectuoso, existe la tribuna parlamentaria, la prensa periódica, los clubs, el libro, y por
último el folleto, que no es una degeneración del libro, sino mas bien uno de sus auxiliares, y no el menos
importante.
Me he servido de este último elemento, y en cuanto á la forma empleada, el juicio solo podría pertenecer á los
dominios de la literatura.
Pero en este terreno, Martín Fierro no sigue, ni podía seguir otra escuela, que la que es tradicional al inculto
payador.
Sus desgracias, que son las de toda la clase social á que pertenece, despiertan en los que participan de su
destino, un interés fácil de explicar; pues si la felicidad aleja, el infortunio aproxima.
¡Ojalá que Martín Fierro haga sentir á los que escuchen al calor del hogar la relación de sus padecimientos, el
deseo de poderlo leer!
A muchos les haría caer entonces la baraja de las manos.
A punto de terminar esta carta, recibo un periódico en que se registra una correspondencia del Dr. Ricardo
Gutiérrez, datada en Paris, en 12 de Julio último.
Interrumpí mi trabajo para leerla, aunque rápidamente, pero con el interés que me inspira cuanto sale de la
pluma de ese distinguido compatriota, que parece pertenecer á aquella civilización antigua que nos admira todavía, y
de la que se dijo: que todos los poetas eran sabios, y todos los sabios eran poetas.
Me permito trascribir algunos párrafos de esa correspondencia, y juzgue el lector de la oportunidad y motivo
de la reproducción.
Habla el Dr. Gutierrez:
Por todas partes donde caminamos en las capitales del mundo, nos seduce un espectáculo grandioso; cada
hombre del pueblo vive de un arte, de un oficio, de una profesión; la Francia es hecha por franceses y el Brasil por los
brasileros, y así cada nación culminante con todo lo que encierra y vale, desde el fonde de la alcantarilla hasta la cruz
de la torre.
«Educar el pueblo, quiere decir aqui darle medios de vida por la enseñanza de el trabajo, que es el título de su
significación social, el radio por el cual converge al círculo de las naciones civilizadas y su base de orden, de progreso,
de aspiración y de paz; y así los europeos creen sociedades primitivas á las naciones sud americanas, porque las ven
ausentes en los concursos de Exposición. El que mira sin pasion este criterio, lo encuentra ajustado á la verdad,
porque los arcos y flechas del Chaco y los trozos de materia bruta que hemos dado por muestra de nuestra existencia
en los certámenes de las artes y la industria universales, retrogradan lealmente hasta los tiempos de la conquista
nuestra significación social. Allí es donde á veces ha oprimido el corazón esta bárbara pregunta:
« — Y los gauchos de allá ¿son antropófagos?
— No señor, he respondido, — son cristianos, pastores, son agricultores y jornaleros; los famosos ginetes de la
tierra; son criaturas de un corazón noble y bravo, de una inteligencia sorprendente; son hospitalarios, sobrios y
generosos y habituados á tan enormes trabajos rurales, que son los únicos que no le sean disputados por el
incesante concurso de la inmigración.»Bien, pues, creo que las figuras colocadas en escena en el Martín Fierro, no
desmienten ni contradicen esos rasgos de la fisonomía moral y del carácter distintivo de nuestros gauchos, trazados
con rapidez, pero con exactitud, por el autor de los párrafos que acaban de leerse.
Termino esta, con la satisfacción de hallar de este modo robustecida y confirmada mi opinión, con la de un
observador prudente, á quien el espectáculo de la civilización Europea, no ha debilitado sus simpatías y su
admiración por la naturaleza Americana, con todas sus grandezas y con todos sus defectos.
Pido á Vds. humildemente disculpa por la demasiada extensión que he dado á esta carta, y me ofrezco.
A. S. S.
José Hernández.
Montevideo, Agosto 1874

La vuelta de Martín Fierro

Cuatro palabras de conversación con los lectores


Entrego a la benevolencia pública, con el título La vuelta de Martín Fierro, la segunda parte de una obra que ha
tenido una acogida tan generosa, que en seis años se han repetido once ediciones con un total de cuarenta y ocho
mil ejemplares.
Esto no es vanidad de autor, porque no rindo tributo a esa falsa diosa; ni bombo de Editor, porque no lo he
sido nunca de mis humildes producciones.
Es un recuerdo oportuno para explicar por qué el primer tiraje del presente libro consta de 20.000 ejemplares,
divididos en cinco secciones o ediciones de 4.000 números cada una, y agregaré que confío en que el acreditado
Establecimiento Tipográfico del señor Coni hará una impresión esmerada, como las que tienen todos los libros que
salen de sus talleres.
Lleva también diez ilustraciones incorporadas en el texto, y creo que en los dominios de la literatura es la
primera vez que una obra sale de las prensas nacionales con esta mejora.
Así se empieza.
Las láminas han sido dibujadas y calcadas en la piedra por don Carlos Clerice, artista compatriota que llegará a
ser notable en su ramo, porque es joven, tiene escuela, sentimiento artístico y amor al trabajo.
El grabado ha sido ejecutado por el señor Supot, que posee el arte, nuevo y poco generalizado todavía entre
nosotros, de fijar en láminas metálicas lo que la habilidad del litógrafo ha calcado en la piedra, creando o imaginando
posiciones que interpretan con claridad y sentimiento la escena descripta en el verso.
No se ha omitido, pues, ningún sacrificio a fin de hacer una publicación con las más aventajadas condiciones
artísticas.
En cuanto a su parte literaria, sólo diré que no se debe perder de vista al juzgar los defectos del libro, que es
copia fiel de un original que los tiene, y repetiré que muchos defectos están allí con el objeto de hacer más evidente
y clara la imitación de los que lo son en realidad.
Un libro destinado a despertar la inteligencia y el amor a la lectura en una población casi primitiva, a servir de
provechoso recreo, después de las fatigosas tareas, a millares de personas que jamás han leído, debe ajustarse
estrictamente a los usos y costumbres de esos mismos lectores, rendir sus ideas e interpretar sus sentimientos en su
mismo lenguaje, en sus frases más usuales, en su forma general, aunque sea incorrecta; con sus imágenes de mayor
relieve, y con sus giros más característicos, a fin de que el libro se identifique con ellos de una manera tan estrecha e
íntima, que su lectura no sea sino una continuación natural de su existencia.
Solo así pasan sin violencia del trabajo al libro; y solo así, esa lectura puede serles amena, interesante y útil.
Ojalá hubiera un libro que gozara del dichoso privilegio de circular de mano en mano en esa inmensa
población diseminada en nuestras vastas campañas, y que bajo una forma que lo hiciera agradable, que asegurara su
popularidad, sirviera de ameno pasatiempo a sus lectores, pero:
Enseñando que el trabajo honrado es la fuente principal de toda mejora y bienestar.
Enalteciendo las virtudes morales que nacen de la ley natural y que sirven de base a todas las virtudes sociales.
Inculcando en los hombres el sentimiento de veneración hacia su Creador, inclinándolos a obrar bien.
Afeando las supersticiones ridículas y generalizadas que nacen de una deplorable ignorancia.
Tendiendo a regularizar y dulcificar las costumbres, enseñando por medios hábilmente escondidos, la
moderación y el aprecio de sí mismo; el respeto a los demás; estimulando la fortaleza por el espectáculo del
infortunio acerbo, aconsejando la perseverancia en el bien y la resignación en los trabajos.
Recordando a los padres los deberes que la naturaleza les impone para con sus hijos, poniendo ante sus ojos
los males que produce su olvido, induciéndolos por ese medio a que mediten y calculen por sí mismos todos los
beneficios de su cumplimiento.
Enseñando a los hijos cómo deben respetar y honrar a los autores de sus días.
Fomentando en el esposo el amor a su esposa, recordando a ésta los santos deberes de su estado;
encareciendo la felicidad del hogar, enseñando a todos a tratarse con respeto recíproco, robusteciendo por todos
estos medios los vínculos de la familia y de la sociabilidad
Afirmando en los ciudadanos el amor a la libertad, sin apartarse del respeto que es debido a los superiores y
magistrados.
Enseñando a los hombres con escasas nociones morales, que deben ser humanos y clementes, caritativos con
el huérfano y con el desvalido; fieles a la amistad; gratos a los favores recibidos; enemigos de la holgazanería y del
vicio; conformes con los cambios de fortuna; amantes de la verdad, tolerantes, justos y prudentes siempre.
Un libro que todo esto, más que esto, o parte de esto enseñara sin decirlo, sin revelar su pretensión, sin
dejarla conocer siquiera, sería indudablemente un buen libro, y por cierto que levantaría el nivel moral e intelectual
de sus lectores aunque dijera naides por nadie, resertor por desertor, mesmo por mismo, u otros barbarismos
semejantes, cuya enmienda le está reservada a la escuela, llamada a llenar un vacío que el poema debe respetar, y a
corregir vicios y defectos de fraseología que son también elementos de que se debe apoderar el arte para combatir y
extirpar males morales más fundamentales y trascendentes, examinándolos bajo el punto de vista de una filosofía
más elevada y pura.
El progreso de la locución no es la base del progreso social, y un libro que se propusiera tan elevados fines
debería prescindir por completo de las delicadas formas de la cultura de la frase, subordinándose a las imperiosas
exigencias de sus propósitos moralizadores, que serían en tal caso el éxito buscado.
Los personajes colocados en escena deberían hablar en su lenguaje peculiar y propio, con su originalidad, su
gracia y sus defectos naturales, porque despojados de ese ropaje, lo serían igualmente de su carácter típico, que es
lo único que los hace simpáticos, conservando la imitación y la verosimilitud en el fondo y en la forma.
Entra también en esta parte la elección del prisma a través del cual le es permitido a cada uno estudiar sus
tiempos, y aceptando esos defectos como un elemento, se idealiza también, se piensa, se inclina a los demás a que
piensen igualmente y se agrupan, se preparan y conservan pequeños monumentos de arte, para los que han de
estudiarnos mañana y levantar el grande monumento de la historia de nuestra civilización.
El gaucho no conoce ni siquiera los elementos de su propio idioma, y sería una impropiedad cuando menos, y
una falta de verdad muy censurable, que quien no ha abierto jamás un libro siga las reglas de arte de Blair,
Hermosilla o la Academia.
El gaucho no aprende a cantar. Su único maestro es la espléndida naturaleza que en variados y majestuosos
panoramas se extiende delante de sus ojos.
Canta porque hay en él cierto impulso moral, algo de métrico, de rítmico que domina en su organización, y que
lo lleva hasta el extraordinario extremo de que todos sus refranes, sus dichos agudos, sus proverbios comunes, son
expresados en dos versos octosílabos perfectamente medidos, acentuados con inflexible regularidad, llenos de
armonía, de sentimiento y de profunda intención.
Eso mismo hace muy difícil, sino de todo punto imposible, distinguir y separar cuáles son los pensamientos
originales del autor, y cuáles los que son recogidos de las fuentes populares.
No tengo noticia que exista ni que haya existido una raza de hombre aproximado a la naturaleza, cuya
sabiduría proverbial llene todas las condiciones rítmicas de nuestros proverbios gauchos.
Qué singular es, y qué digno de observación, el oír a nuestros paisanos más incultos expresar en dos versos
claros y sencillos, máximas y pensamientos morales que las naciones más antiguas, la India y la Persia, conservaban
como el tesoro inestimable de su sabiduría proverbial; que los griegos escuchaban con veneración de boca de sus
sabios más profundos, de Sócrates, fundador de la moral, de Platón y de Aristóteles; que entre los latinos difundió
gloriosamente el afamado Séneca; que los hombres del Norte les dieron lugar preferente en su robusta y enérgica
literatura; que la civilización moderna repite por medio de sus moralistas más esclarecidos, y que se hallan
consagrados fundamentalmente en los códigos religiosos de todos los grandes reformadores de la humanidad.
Indudablemente, que hay cierta semejanza íntima, cierta identidad misteriosa entre todas las razas del globo
que sólo estudian en el gran libro de la naturaleza; pues de él deducen, y vienen deduciendo desde hace más de tres
mil años, la misma enseñanza, las mismas virtudes naturales, expresadas en prosa por todos los hombres del globo, y
en verso por los gauchos que habitan las vastas y fértiles comarcas que se extienden a las dos márgenes del Plata.
El corazón humano y la moral son los mismos en todos los siglos.
Las civilizaciones difieren esencialmente. “Jamás se hará, dice el doctor don V. F. López en su prólogo a Las
neurosis, un profesor o un catedrático europeo, de un Bracma”; así debe ser: pero no ofrecería la misma dificultad el
hacer de un gaucho un Bracma lleno de sabiduría; si es que los Bracmas hacen consistir toda su ciencia en su
sabiduría proverbial, según los pinta el sabio conservador de la Biblioteca Nacional de París, en “La sabiduría popular
de todas las naciones”, que difundió en el nuevo mundo el americano Pazos Kanki.
Saturados de ese espíritu gaucho hay entre nosotros algunos poetas de formas muy cultas y correctas, y no ha
de escasear el género porque es una producción legítima y espontánea del país, y que, en verdad, no se manifiesta
únicamente en el terreno florido de la literatura.
Concluyo aquí, dejando a la consideración de los benévolos lectores lo que yo no puedo decir sin extender
demasiado este prefacio, poco necesario en las humildes coplas de un hijo del desierto.
¡Sea el público indulgente con él! y acepte esta humilde producción, que le dedicamos, como que es nuestro
mejor y más antiguo amigo.
La originalidad de un libro debe empezar en el prólogo. Nadie se sorprenda, por lo tanto, ni de la forma ni de
los objetos que éste abraza; y debemos terminarlo haciendo público nuestro agradecimiento hacia los distinguidos
escritores que acaban de honrarnos con su fallo, como el señor d. José Tomás Guido, en una bellísima carta que
acogieron deferentes La Tribuna y La Prensa, y que reprodujeron en sus columnas varios periódicos de la República.
El doctor don Adolfo Saldías, en un meditado trabajo sobre el tipo histórico y social del gaucho. El doctor don Miguel
Navarro Viola, en la última entrega de la Biblioteca Popular estimulándonos, con honrosos términos, a continuar en
la tarea empezada.
Diversos periódicos de la ciudad y campaña, como El Heraldo, de Azul; La Patria, de Dolores; El Oeste, de
Mercedes, y otros, han adquirido también justos títulos a nuestra gratitud, que conservamos como una deuda
sagrada.
Terminamos esta breve reseña con La Capital, de Rosario, que ha anunciado La vuelta de Martín Fierro,
haciendo concebir esperanzas que Dios sabe si van a ser satisfechas.
Ciérrase este prólogo diciendo que se llama este libro La vuelta de Martín Fierro, porque este título le dio el
público antes, mucho antes de haber yo pensado en escribirlo; y allá va a correr tierras con mi bendición paternal

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