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El primer aspecto de esta crisis: el poder es mas lejano. La guerra con Gran
Bretaña domina el atlántico y separa a España de sus Indias. Ante esta situación se
toman medidas de emergencia que autorizan la progresiva apertura del comercio
colonial con otras regiones; a la vez se conceden autorizaciones a los colones para
participar en la navegación de rutas internas del Imperio. La libertad que derivaría de
una política comercial elaborada por las colonias mismas pasa a ser una aspiración cada
vez mas viva.
Todo el frente atlántico del imperio español aprecia las ventajas de las políticas y
espera conservarlas en el futuro. Las colonias se sienten con posibilidades inesperadas
alejadas de la presión de la metrópoli política y económica. En lo administrativo el
agotamiento de los vínculos entre metrópoli y colonias comenzará a darse más
tardíamente que en lo comercial, pero con un ritmo más rápido. En uno y otro campo
los quince años que van desde 1795 a 1810 borran los resultados de la lenta reconquista
que la España borbónica había conseguido en las colonias.
Este anticipo de futuro es seguido por una crisis más general, que comienza en la
Península. Su punto de partida es las abdicaciones de Bayona donde Carlos IV y su hijo,
Fernando VII, renunciaron al trono de España en favor de Napoleón Bonaparte, que los
cedería a su hermano José Bonaparte. Pero las consecuencias que esta secuencia tiene
en España son incomprensibles fuera de un marco histórico más vasto: la guerra de
Independencia española es parte de un conflicto mundial sin el cual no hubiera sido
posible. La guerra de Independencia significa que nuevamente la metrópoli -ahora
aliada de Inglaterra- puede entrar en contacto con sus Indias. Significa también que, de
un modo o de otro, esa poderosa aliada se abre el acceso al Mercado indiano.
La metrópoli (la España anti napoleónica) tiene recursos cada vez menores para
influir en sus Indias. En las colonias estallan las tensiones acumuladas en las etapas
anteriores, las élites urbanas españolas y criollas desconfían unas de otras, ambas
proclaman ser las únicas leales a la metrópoli; para los peninsulares, los americanos sólo
esperan la ruina militar de la España anti napoleónica para conquistar la independencia;
para los americanos, los peninsulares se anticipan a esa ruina preparándose para entregar
las Indias a una futura España integrada en el sistema francés.
Pero de esos dos puntos de disidencia -relaciones con la metrópoli, lugar de los
metropolitanos en las colonias- todo llevaba a cargar el acento sobre el segundo. En
efecto, la metrópoli misma estaba siendo conquistada por los franceses; si era notorio
que el dominio naval británico impediría que esa conquista se extendiera a las Indias, no
parecía, en 1809 o 1810, que la incorporación de España al dominio napoleónico fuese
un proceso reversible. Por otra parte, esta España resistente parecía dispuesta a revisar
el sistema de gobierno de sus Indias, y transformarlas en provincias ultramarinas de un
reino renovado por la introducción de instituciones representativas, listo en cuanto al
futuro político de las Indias; en cuanto a la economía, la alianza británica, de la que
dependía para su supervivencia la España anti napoleónica, aseguraba que el viejo
monopolio estaba muerto.
Sin embargo, los cambios ocurridos son impresionantes: no hay sector de la vida
hispanoamericana que no haya sido tocado por la revolución. La más visible de las
novedades es la violencia. Esa violencia llega a dominar la vida cotidiana, y los que
recuerdan los tiempos coloniales en que era posible recorrer sin peligro una
Hispanoamérica casi vacía de hombres armados, tienden a tributar a los gobernantes
españoles una admiración que renuncia de antemano a entender el secreto de su sabio
régimen. El hecho es que eso no es ya posible: luego de la guerra es necesario difundir
las armas por todas partes para mantener un orden interno tolerable; así la militarización
sobrevive a la lucha.
Los nuevos estados suelen entonces gastar más de lo que sus recursos permiten,
y ello sobre todo porque es excepcional que el ejército consuma menos de la mitad de
esos gastos. La imagen de una Hispanoamérica prisionera de los guardianes del orden (y
a menudo causantes del desorden) comienza a difundirse. Sólo en parte puede
explicarse la hegemonía militar como un proceso que se alimenta a sí mismo. La
gravitación de los cuerpos armados, surgida en el momento mismo en que se da una
democratización, sin duda limitada pero real, de la vida política y social
hispanoamericana, comienza sin duda por ser un aspecto de esa democratización, pero
bien pronto se transforma en una garantía contra una extensión excesiva de ese proceso:
por eso aun quienes deploran algunas de las modalidades de la militarización hacen a
veces poco por ponerle fin.