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Universidad de Buenos Aires

Facultad de Ciencias Económicas


Escuela de Estudios de Posgrado

HISTORIA DE LOS PAÍSES DEL MERCOSUR


TRABAJO 2
DOCENTE A CARGO: CARLOS G. A. BULCOURF

La crisis independentista; La larga espera.


Halperin Donghi, T. Historia Contemporánea de América
Latina.

ALUMNO: NAHUEL ALVAREDO

POSGRADO: MAESTRÍA EN PROCESOS DE INTEGRACIÓN REGIONAL


Capítulo 2: La crisis independentista

El sistema colonial entró en disolución a principios del siglo XIX. ¿Cuáles


fueron las causas? Se han encontrado causas remotas (algunas latentes desde el
comienzo de la conquista) y otras que comenzaron a generarse en el siglo XVIII.

En el caso de la América Española se señala que el pacto colonial hacia sentir


duramente el peso de la metrópolis en las economías coloniales reservándose altos
lucros con un papel de intermediaria. La lucha por la independencia sería una lucha por
un nuevo pacto colonial que conceda a los productores mayores accesos a los mercados
y un mejor precio pagado por sus frutos. Esto provocó que un enjambre de mercaderes
metropolitanas avanzase sobre los puertos y nudos comerciales de las indias,
cosechando una parte importante de los frutos de la activación económica.

Junto a la reforma económica estaba la reforma política – administrativa. No


había solucionado el problema de reclutar funcionarios dispuestos a defender con
honradez los intereses de la Corona frente a los poderosos interese locales pero la
reforma creó una administración más eficiente. Esta eficiencia era causa de
impopularidad por parte de los colonos que preferían una organización ineficaz y menos
temible, por tanto. Las protestas también se dirigían a la preferencia dada al peninsular
en la carrera administrativa ya que la corona los prefería para no dar poder a figuras
cercanas a fuerzas locales poderosas.

Estas tensiones no advertían un desenlace tan rápido; mas bien señalaba un


conflicto que hubiese podido madurar en un futuro remoto.

¿Es la renovación ideológica que atravesaba Iberoamérica a lo largo del siglo


XVIII una causa del fin colonial? Esta renovación ilustrada no tenía necesariamente
contenido revolucionario. Avanzó inicialmente con fidelidad a la Corona (sustentado en
que era la fuerza renovadora más poderosa en Hispanoamérica).

Existe también una fuerte relación entre la revolución y los signos de


descontento manifestados en estrechos círculos dentro de algunas ciudades desde 1790.
Signos magnificados primero por sus represores y luego por los historiadores. El
avance del republicanismo es consecuencia de un proceso mas amplio: lo nuevo después
de 1776 y sobre todo de 1789 no son las ideas, es la existencia misma de una América
republicana y una Francia revolucionaria. El curso de los hechos a partir de entonces
hace que esa novedad interese cada vez más a Latinoamérica: Portugal, encerrado en
una difícil neutralidad; España, que pasa, a partir de 1875, a aliada de Francia
revolucionaria y napoleónica, mostrando su debilidad en las luchas gigantesca que el
ciclo revolucionario comenzó.

El primer aspecto de esta crisis: el poder es mas lejano. La guerra con Gran
Bretaña domina el atlántico y separa a España de sus Indias. Ante esta situación se
toman medidas de emergencia que autorizan la progresiva apertura del comercio
colonial con otras regiones; a la vez se conceden autorizaciones a los colones para
participar en la navegación de rutas internas del Imperio. La libertad que derivaría de
una política comercial elaborada por las colonias mismas pasa a ser una aspiración cada
vez mas viva.

Todo el frente atlántico del imperio español aprecia las ventajas de las políticas y
espera conservarlas en el futuro. Las colonias se sienten con posibilidades inesperadas
alejadas de la presión de la metrópoli política y económica. En lo administrativo el
agotamiento de los vínculos entre metrópoli y colonias comenzará a darse más
tardíamente que en lo comercial, pero con un ritmo más rápido. En uno y otro campo
los quince años que van desde 1795 a 1810 borran los resultados de la lenta reconquista
que la España borbónica había conseguido en las colonias.

En 1806, en el marco de la guerra europea, el dominio español en las Indias


recibe su primer golpe grave. La capital de virreinato del Río de la Plata es conquistada
por una fuerza británica; la guarnición local fracasa en su tímida defensa. Capturan un
rico botín que pasean en Londres y encuentra mas adhesiones de las previstas. Liniers,
un oficial naval francés, al servicio del rey de España conquista Buenos Aires con
tropas organizadas desde Montevideo. Al año siguiente una expedición más numerosa
de ingleses conquista Montevideo, pero fracasa en conquistar Buenos Aires. El virrey
que había huido frente al invasor es declarado incapaz e interinamente lo reemplaza
Liniers. La legalidad no se ha roto pero el régimen colonial está deshecho en Buenos
Aires.

Este anticipo de futuro es seguido por una crisis más general, que comienza en la
Península. Su punto de partida es las abdicaciones de Bayona donde Carlos IV y su hijo,
Fernando VII, renunciaron al trono de España en favor de Napoleón Bonaparte, que los
cedería a su hermano José Bonaparte. Pero las consecuencias que esta secuencia tiene
en España son incomprensibles fuera de un marco histórico más vasto: la guerra de
Independencia española es parte de un conflicto mundial sin el cual no hubiera sido
posible. La guerra de Independencia significa que nuevamente la metrópoli -ahora
aliada de Inglaterra- puede entrar en contacto con sus Indias. Significa también que, de
un modo o de otro, esa poderosa aliada se abre el acceso al Mercado indiano.

La metrópoli (la España anti napoleónica) tiene recursos cada vez menores para
influir en sus Indias. En las colonias estallan las tensiones acumuladas en las etapas
anteriores, las élites urbanas españolas y criollas desconfían unas de otras, ambas
proclaman ser las únicas leales a la metrópoli; para los peninsulares, los americanos sólo
esperan la ruina militar de la España anti napoleónica para conquistar la independencia;
para los americanos, los peninsulares se anticipan a esa ruina preparándose para entregar
las Indias a una futura España integrada en el sistema francés.

Comienzan a surgir distintos episodios en la América colonial que mostraban, en


primer término, el agotamiento de la organización colonial: en más de una región ésta
había entrado en crisis abierta; en otras, las autoridades anteriores a la crisis revelaban, a
través de sus vacilaciones, hasta qué punto habían sido debilitadas por ella. En el
naufragio del orden colonial, los puntos reales de disidencia eran las relaciones futuras
entre la metrópoli y las Indias y el lugar de los peninsulares en éstas, ya que aun quienes
deseaban mantener el predominio de la España europea y el de sus hijos estaban tan
dispuestos como sus adversarios a colocarse fuera de un marco político-administrativo
cuya ruina era cada vez menos ocultable. En estas condiciones las fuerzas cohesivas,
que en la Península eran tan fuerte, contaban en Hispanoamérica bastante poco; ni la
veneración por el rey ni la fe en un nuevo orden español surgido de las cortes
constituyentes, podían aglutinar a este subcontinente entregado a tensiones cada vez
más insoportables.

Pero de esos dos puntos de disidencia -relaciones con la metrópoli, lugar de los
metropolitanos en las colonias- todo llevaba a cargar el acento sobre el segundo. En
efecto, la metrópoli misma estaba siendo conquistada por los franceses; si era notorio
que el dominio naval británico impediría que esa conquista se extendiera a las Indias, no
parecía, en 1809 o 1810, que la incorporación de España al dominio napoleónico fuese
un proceso reversible. Por otra parte, esta España resistente parecía dispuesta a revisar
el sistema de gobierno de sus Indias, y transformarlas en provincias ultramarinas de un
reino renovado por la introducción de instituciones representativas, listo en cuanto al
futuro político de las Indias; en cuanto a la economía, la alianza británica, de la que
dependía para su supervivencia la España anti napoleónica, aseguraba que el viejo
monopolio estaba muerto.

En 1810 se dio otra etapa en el que parecía ser irrefrenable derrumbe de la


España anti napoleónica: la pérdida de Andalucía reducía el territorio leal a Cádiz y
alguna isla de su bahía; en medio de la derrota, la Junta Suprema sevillana, depositaría
de la soberanía, era disuelta sangrientamente por la violencia popular, en busca de
responsables del desastre: el cuerpo que surgía en Cádiz para reemplazarla se había
designado a sí mismo; era titular extremadamente discutible de una soberanía ella
misma algo problemática.

Este episodio proporcionaba a la América española la oportunidad de definirse


nuevamente frente a la crisis del poder metropolitano: en 1808, una sola oleada de
lealtad dinástica y patriotismo español había atravesado las Indias; en todas partes había
sido jurado Fernando VII y quienes en su nombre gobernaban. La caída de Sevilla es
seguida en casi todas partes por la revolución colonial; una revolución que ha aprendido
ya a presentarse como pacífica y apoyada en la legitimidad.

En 1810, ante lo que parece ser la ruina inevitable de la metrópoli, la revolución


estalla desde México hasta Buenos Aires.

Capítulo 3: La larga espera: 1825-1850

En 1825 terminaba la guerra de Independencia dejando un fuerte legado: ruptura


de la estructura colonial. De las ruinas se esperaba que surgiera un orden nuevo, pero se
demoraba en nacer.

La explicación más optimista buscaba en la herencia de la guerra la causa de la


demora: concluida la lucha, no desaparecía la gravitación del poder militar. La
explicación era sin duda insuficiente, y además tendía a dar una imagen engañosa del
problema: puesto que no se habían producido los cambios esperados, suponía que la
guerra de Independencia había cambiado demasiado poco que no había provocado una
ruptura suficientemente honda con el antiguo orden.

Sin embargo, los cambios ocurridos son impresionantes: no hay sector de la vida
hispanoamericana que no haya sido tocado por la revolución. La más visible de las
novedades es la violencia. Esa violencia llega a dominar la vida cotidiana, y los que
recuerdan los tiempos coloniales en que era posible recorrer sin peligro una
Hispanoamérica casi vacía de hombres armados, tienden a tributar a los gobernantes
españoles una admiración que renuncia de antemano a entender el secreto de su sabio
régimen. El hecho es que eso no es ya posible: luego de la guerra es necesario difundir
las armas por todas partes para mantener un orden interno tolerable; así la militarización
sobrevive a la lucha.

Pero la militarización es un remedio a la vez costoso e inseguro: los jefes de


grupos armados se independizan bien pronto de quienes los han invocado y organizado.
Para conservar su favor, deben tenerlos satisfechos: esto significa gastar en armas lo
mejor de las rentas del Estado.

Las nuevas repúblicas llegan a la independencia con nutridos cuerpos de


oficiales y no siempre se atreven a deshacerse de ellos. Pero para pagarlos tienen que
recurrir a más violencia, como medio de obtener recursos de países a menudo
arruinados, y con ello dependen cada vez más del exigente apoyo militar. Al lado de ese
ejército, en los países que han hecho la guerra fuera de sus fronteras pesan más las
milicias rústicas movilizadas para guardar el orden local.

Los nuevos estados suelen entonces gastar más de lo que sus recursos permiten,
y ello sobre todo porque es excepcional que el ejército consuma menos de la mitad de
esos gastos. La imagen de una Hispanoamérica prisionera de los guardianes del orden (y
a menudo causantes del desorden) comienza a difundirse. Sólo en parte puede
explicarse la hegemonía militar como un proceso que se alimenta a sí mismo. La
gravitación de los cuerpos armados, surgida en el momento mismo en que se da una
democratización, sin duda limitada pero real, de la vida política y social
hispanoamericana, comienza sin duda por ser un aspecto de esa democratización, pero
bien pronto se transforma en una garantía contra una extensión excesiva de ese proceso:
por eso aun quienes deploran algunas de las modalidades de la militarización hacen a
veces poco por ponerle fin.

Esa democratización es otro de los cambios que la revolución ha traído consigo.


Ha cambiado la significación de la esclavitud: si bien los nuevos estados se muestran
remisos a aboliría, la guerra los obliga a manumisiones cada vez más amplias; las
guerras civiles serán luego ocasión de otras. La esclavitud doméstica pierde
importancia, la agrícola se defiende mejor en las zonas de plantaciones que dependen de
ella lo mismo ocurre en las zonas mineras. Sin duda, los negros emancipa-dos no serán
reconocidos como iguales por la población blanca, ni aun por la mezclada, pero tienen
un lugar profundamente cambiado en una sociedad que, si no es igualitaria, organiza sus
desigualdades de manera diferente que la colonial.

La revolución ha cambiado también el sentido de la división en castas. Frente al


mantenimiento del estatuto real (y a menudo también del legal) de la población
indígena, son los mestizos, los mulatos libres, en general los legalmente postergados en
las sociedades urbanas o en las rurales de trabajo libre los que aprovechan mejor la
transformación revolucionaria: aun cuando los censos de la primera etapa independiente
siguen registrando la división en castas, la disminución a veces vertiginosa de los
registrados como de sangre mezclada nos muestra de qué modo se reordena en este
aspecto la sociedad postrevolucionaria.

Simultáneamente se ha dado otro cambio, facilitado por el debilitamiento del


sistema de castas, pero no identificable con éste: ha variado la relación entre las élites
urbanas prerrevolucionarias y los sectores, no sólo de castas (mulatos o mestizos
urbanos) sino también de blancos pobres, desde los cuales había sido muy difícil el
acceso a ellas. Ya la guerra, como se ha visto, creaba posibilidades nuevas, en las filas
realistas aún más que en las revolucionarias: Iturbide, nacido en una familia de élite
provinciana en México, y en Perú Santa Cruz, Cas-tilla o Gamarra pudieron así alcanzar
situaciones que antes les hubieran sido inaccesibles.

La revolución, porque armaba vastas masas humanas, introducía un nuevo


equilibrio de poder en que la fuerza del número contaba más que antes: necesariamente
éste debía favorecer (antes que a la muy reducida población urbana) a la rural, en casi
todas partes abrumadoramente mayoritarias. Y como consecuencia de ello, a los
dirigentes prerrevolucionarios de la sociedad rural: al respecto, la atención concedida a
los episodios revolucionarios más radicales puede llamar a error en la medida en que
haga suponer que en el campo ocurrieron en esta etapa cambios radicales y duraderos
del ordenamiento social. Por el contrario, en casi todas partes no había habido
movimientos rurales espontáneos, y la jefatura seguía, por tanto, correspondiendo a los
propietarios o a sus agentes instala-dos al frente de las explotaciones; unos y otros
solían dominar las milicias organizadas para asegurar el orden rural.
Sin duda, la revolución no había pasado por esas tierras sin provocar bajas y
nuevos ingresos en el grupo terrateniente; al que el orden colonial había mantenido en
posición subordinada, el que asciende en la sociedad postrevolucionaria. Frente a él las
élites urbanas no sólo deben adaptarse a las consecuencias de ese ascenso: el curso del
proceso revolucionario las ha perjudica-do de modo más directo al hacerles sufrir los
primeros embates de la represión revolucionaria o realista. Además, la ha empobrecido:
la guerra devora en primer término las fortunas muebles, tanto las privadas como las de
las instituciones cuya riqueza, en principio colectiva, es gozada sobre todo por los hijos
de la élite urbana: la Iglesia, los conventos, las corporaciones de comerciantes o
mineros, donde las hay. Sin duda, la guerra consume desenfrenada-mente los ganados y
frutos de las tierras que cruza; cuando se instala en una comarca puede dejar reducidos a
sus habitantes al hambre crónica, que en algunos casos dura por años luego de la
pacificación. Pero aun así deja intacta la semilla de una riqueza que podrá ser
reconstituida: es la tierra, a partir de la cual las clases terratenientes podrán rehacer su
fortuna tanto más fácilmente porque su peso político se ha hecho mayor.

La victoria criolla tiene aquí un resultado paradójico: la lucha ha destruido lo


que debía ser el premio de los vence-dores. Los poderes revolucionarios no sólo han
debido reemplazar el personal de las altas magistraturas, colocando en ellas a quienes
les son leales; las ha privado de modo más permanente de poder y prestigio,
transformándolas en agentes escasamente autónomos del centro de poder político. En
las vacancias de éste, luego de 1825 no se verá ya a magistraturas municipales o
judiciales llenar el primer plano como en el período 1808-10; la revolución ha traído
para ellas una decadencia irremediable.

Debilitadas las bases económicas de su poder por el coste de la guerra (y por la


rivalidad triunfante de los comerciantes extranjeros), despojados de las bases
institucionales de su prestigio social, las élites urbanas deben aceptar ser integra-das en
posición muy subordinada en un nuevo orden político, cuyo núcleo es militar. Los más
pobres dentro de esas élites hallan en esa adhesión rencorosa un camino para la
supervivencia, poniendo las técnicas administrativas a menudo sumarias que son su
único patrimonio supérstite al servicio del nuevo poder político; los que han salvado
parte importante de su riqueza aprecian en la hegemonía militar su capacidad para
mantener el orden interno, que aunque limitada y costosa es por el momento
insustituible; se unen entonces en apoyo del orden establecido a los que han sabido
prosperar en medio del cambio revolucionario: comerciantes extranjeros, genera-les
transformados en terratenientes... La impopularidad que las nuevas modalidades
políticas encuentran en la élite urbana, haya sido esta realista o patriota, no impiden una
cierta división de funciones en la que ésta acepta resignadamente la suya.

La relación entre el poder político y los económicamente poderosos ha variado:


el poderío social, expresable en términos de poder militar, de algunos hacendados, la
relativa superioridad económica de los agiotistas los coloca en posición nueva frente a
un estado al que no solicitan favores, sino imponen concesiones.

Esos cambios derivan, en parte, de que en Hispanoamérica hubo un ciclo de


quince años de guerra revolucionaria. No fue el único hecho importante de esos tres
lustros: desde 1810 toda Hispanoamérica se abrió plenamente al comercio
extranjero; la guerra se acompaña entonces de una brutal transformación de las
estructuras mercantiles, que se da tanto en las zonas realistas como en las dominadas
por los patriotas.

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