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Masculinidad y Conductas Sexuales de Riesgo

La construcción social de la masculinidad

Solemos pensar que la masculinidad es un atributo o carácter con el que


nacen los hombres. Lo cual corresponde a una concepción de lo femenino y
masculino, que los presenta como características naturales tanto de hombres como
de mujeres, de modo que la masculinidad es vista como producto de elementos
biológicos y no como el resultado de diversos factores sociales, culturales y
subjetivos que contribuyen a la construcción de esa masculinidad.
En este sentido, ser hombre o mujer implica un conjunto de factores de
carácter ideológico, simbólico y socio-cultural, que determinan la forma de
relacionarse los unos con los otros. Estas relaciones, responden a una construcción
social de los cuerpos de la mujer y del hombre (Bourdieu, 2000), que se ha
encargado de establecer diferencias y divisiones entre ellos, convirtiéndose esto en
un factor importante para la asignación de funciones tanto individuales como
sociales.
En este punto, es importante el género como categoría analítica para la
compresión de la masculinidad. Esto, nos permite develar el carácter cultural y
subjetivo de esa construcción que es en esencia social, y de la cual se ha generado
una división entre la figura femenina y masculina que le atribuye ciertos rasgos a
cada uno, definiendo esquemas y prácticas que sirven tanto para moldear
comportamientos, como para la reproducción de valores y la creación de
identidades.
Por otro lado, el sexo es la base sobre la que se sustenta esa construcción
social del género, de forma que la masculinidad viene dada, en primer instancia, por
la tenencia o no de del miembro masculino. Nacer con una anatomía específica,
determina las funciones, esquemas de conducta y formas de pensar que los sujetos
irán adoptando en el transcurso de sus vidas por medio de los diversos procesos de
socialización.

¨La diferencia sexual anatómica tiene un fin circunscrito a la reproducción, el género


atraviesa todos los aspectos de la vida humana, se sustenta en relaciones,
prácticas, imágenes y lenguaje. Es normativo, dicta lo que está bien o mal, lo
permitido o prohibido, lo bello y lo feo, lo normal o anormal. Feminidad y
masculinidad se construyen dentro de relaciones de poder cuyo ejercicio involucra
desigualdad y subordinación a una hegemonía patriarcal” (Pignatiello.2014. p130)

Estas relaciones dotan a los hombres de ciertas cualidades que las mujeres
no poseen, imponiéndose la visión androcéntrica que en particular está asociada a
argumentos biologicistas, que proporcionan un fundamento aparentemente natural a
la visión patriarcal de la actividad sexual y de la división sexual del trabajo.
En este particular, la sexualidad se presenta como uno de los tantos
elementos necesario para el análisis de la masculinidad, debido a que los roles y
estereotipos masculinos, tienen un importante vínculo con el ejercicio de la
sexualidad por parte de los hombres, el cual dista mucho de lo que se espera del
comportamiento femenino.
De este modo, se considera importante comprender cómo la construcción
social de la masculinidad tiene su impacto en el cómo se vive la sexualidad desde el
mundo masculino, de forma que se cuestione la naturalización, legitimación e
invisibilización de prácticas que demuestran cómo los privilegios que los hombres
gozan dentro del sistema patriarcal tienen un alto precio, ya que al ser sometidos a
roles estrictos, estos se exponen significativamente a situaciones de riesgo.
Social y culturalmente al varón se le atribuyen aspectos relacionados al
poder, fuerza, virilidad y dominio, los cuales se han concebido como características
propias de esa masculinidad que detentan. En este sentido, el poder masculino se
expresa en diversos ámbitos de la vida social bien sea la familia, el trabajo, en lo
económico, lo sexual, etc., en los que las mujeres se ven en posición de
subordinación a esa hegemonía masculina en los diversos espacios sociales. Se
trata de un orden socio-cultural en el que se sustenta un conjunto de relaciones
intersubjetivas y prácticas sociales que se generan en la cotidianidad y que
reproducen una forma determinada de ver y vivir la hegemonía masculina.
En este sentido, encontramos que el varón debe pasar ciertas pruebas en
medio de ese tránsito para convertirse en hombre, de modo que tiene la obligación
de cumplir con lo que la sociedad concibe debe ser y hacer un hombre, esto le dará
una posición de poder y supremacía entre sus pares, por lo que la masculinidad se
encuentra condicionada por la capacidad del varón en demostrar su virilidad, de lo
contrario, debe enfrentarse a la pérdida de ese estatus. Todo este conjunto de
simbologías y relaciones de poder que giran en torno a la masculinidad, se ve
acompañado de una concepción falocéntrica en la que simplemente poseer un
miembro masculino le permite a los hombres entrar en la competencia y dar a
conocer su poderío. De esta manera, la masculinidad se presenta como un trofeo
por el que se compite y se atesora, cuya pérdida significa para el hombre una
especie de castración y humillación.
Todo ello responde a una concepción de lo masculino basado en un modelo
social hegemónico que configura lo que Bonino (2003) llama la Masculinidad
Hegemónica, que impone una manera de vivir la subjetividad, la existencia y la
corporalidad.
La Masculinidad Hegemónica crea una organización de significados y normas
que sintetizan un discurso social que pretende definir qué es el hombre. En este
proceso, su definición es producto de la naturalización histórica de la superioridad
masculina y de la heterosexualidad.
La masculinidad tiene un carácter normativizante que anula cualquier
comportamiento que no se adecue a sus estándares, teniendo la dicotomía como
fuente primaria, donde se es hombre o en definitiva, no se es. Su carácter
excluyente configura toda una forma de posicionamiento ante la realidad,
configurando la identidad del varón, quien se ve legitimado a tomar acciones para
apropiarse, dominar y controlar el mundo que lo rodea.
En este sentido, se crea un ideal machista de la identidad masculina, el cual
se presenta como “un ideal masculino que hace hincapié en la dominación sobre las
mujeres, la competencia entre los hombres, la exhibición de la agresividad, la
sexualidad depredadora y el doble juego” (Castañeda. M. 2007, citando a Connell.
R). Ser hombre significa tener la facultad de existir en lo público, de ser y hacer de
forma activa y violenta, por ello la masculinidad necesariamente se construye en
medio de relaciones de poder entre géneros.
El carácter excluyente de la masculinidad es una imposición que designa una
serie de valores y anti-valores para la pertenencia o no al colectivo de hombre, un
ideal que muchas veces dista de la realidad que los hombres viven. El no cumplir
con lo que se espera de los sujetos masculinos, puede significar para los hombres
un conjunto de frustraciones pudiendo tener graves consecuencias en el desarrollo
de su vida, de la misma forma que, al intentar cumplir con lo socialmente impuesto,
muchos de ellos se exponen a situaciones dañinas para su integridad física y
emocional.
Pese a la carga física y emocional que pueda sentir el varón, los estándares
de masculinidad se convierte en un formato altamente deseada por los hombre, ya
que de no hacerlo, se queda desterrado de la vida social ‘’aceptable’’, un proceso
sumamente doloroso.
En este sentido, encontramos que el elemento clave del mantenimiento de la
la cultura patriarcal y sexista, deriva de la naturalización de los mitos acerca de los
géneros, desde la legitimación del dominio masculino y la desigual distribución del
poder.
Esta naturalización permite mostrar como verdades una serie de falacias
sociales sobre el deber ser de los hombres, logrando invisibilizar los patrones
sexistas detrás de las actitudes cotidianas. La masculinidad es entonces una
estructura simbólica compuesta por creencias, mitos y significados sobre cómo debe
comportarse el hombre, por lo que no hay “esencia” alguna en la idea de
masculinidad o el hombre masculino. Su existencia es más bien producto de un
consenso social que actúa de forma impositiva.

Conductas sexuales de riesgo asociadas al SER masculino


Cuando nos concentramos en el campo de la sexualidad, encontramos
relaciones de poder entre géneros que determinan cómo se experimenta la vida
sexual desde el espacio masculino y femenino. La permisividad del hombre para
encaminarse hacia la vida sexual, está asociado a esa construcción social de los
géneros de la que hemos hecho mención.
Desde un punto de vista biologicista, se naturaliza el comportamiento sexual
masculino, reduciéndolo a puros a instintos. En este sentido, se le atribuye al
hombre un innato deseo sexual que justifica la amplia y variada cantidad de parejas
sexuales. Así mismo, como la masculinidad se asocia a la fortaleza, emociones
como el amor no son considerados dentro de ese “catálogo machista de las
emociones” que le impone a los hombres qué y cómo sentir, lo que generaliza la
idea de que el acto sexual nada tiene que ver con sentimientos, y lo reduce a
simples necesidades biológicas que además son consideradas propias de la
naturaleza masculina.
Los comportamientos sexuales de hombres y mujeres se encuentran
permeados por estereotipos dicotómicos, que definen la manera en que se vive la
sexualidad. En una sociedad patriarcal en la que el hombre tiene la posibilidad
socialmente aceptada de ejercer activamente el poder en lo privado y lo público, la
mujer queda relegada a la pasividad, lo cual se traduce en la vida sexual en que los
hombres son considerados por lo general como personas hipersexuadas y más
agresivos sexualmente, mientras a las mujeres se le caracteriza como sexualmente
pasivas y se les asigna el rol de complacer y serle fiel a su pareja.
Estos estereotipos son comúnmente asociados a prácticas que pueden poner
en riesgo la salud y seguridad. los estereotipos de género dificultan los esfuerzos
dirigidos a la prevención de prácticas sexuales riesgosas.
Al hombre se le exige constantemente que pruebe su masculinidad de
múltiples formas. Tal como se mencionó, una de ellas es la disponibilidad de los
hombres a tener varias parejas sexuales, anudado al hecho a que se le demanda
que para probar su masculinidad debe tomar riesgos, colocar el placer sexual antes
que las medidas preventivas como el uso del condón, y el no admitir que necesita
de orientación sexual.
En este papel, la mujer se encuentra igualmente limitada por estas reglas,
debido a que en el mundo social se coacciona su empoderamiento para tomar
decisiones en lo que respecta a su sexualidad, por lo que termina por aceptar las
condiciones que dispone los patrones culturales.
Así, encontramos que dentro de los roles de género, los roles sexuales
terminan siendo un problema de salud pública, debido a que los estereotipos
sexuales influyen para que hombres y mujeres incursionen en comportamientos de
alto riesgo para su salud y bienestar, dificultando igualmente los esfuerzos dirigidos
hacia la prevención de prácticas sexuales riesgosas.

Conductas sexuales de riesgo en Venezuela


En Venezuela, la masculinidad hegemónica ha echado raíces fuertes, sin ser
algo que sorprenda. La naturalización de patrones y creencias que se desprenden
de ahí, ha calado en las subjetividades que cada hombre venezolano y de c
ada mujer venezolana; una masculinidad que ha llegado a trastocar y
condicionar algo tan natural como lo es la sexualidad. No somos la excepción,
podríamos pensar luego de consultar lo que la teoría nos dice y constatarlo con las
experiencias cotidianas que cada una tiene; sí estamos bajo la tela –quizás hoy un
poco menos explícita- de una única forma de concebir lo masculino y lo sexual, de
todo ese orden simbólico patriarcal que condiciona y afecta la vida de mujeres y de
hombres.
La idea de sexualidad que se desprende de esa masculinidad tradicional ha
traído como consecuencia la búsqueda de una virilidad que se mide según las
experiencias sexuales que se ha tenido. No es una sorpresa, entonces, que de ahí
se desprendan conductas sexuales de riesgos que se ven cada vez más reforzadas
y que para el contexto venezolano haya significado tantos casos de infecciones de
transmisión sexual y de embarazos adolescentes.
La incidencia de las infecciones de transmisión sexual, específicamente el
VIH, ha ido empeorando marcadamente. El número de casos de personas con dicha
infección ha ido en aumento, en donde para el año 2012 se estimaron que 110.000
personas de todas las edades vivían con VIH y que para el 2015 se proyecta que
esa cifra llegaría a 172.000. Esta situación no se ha podido contrarrestar y el
número de nuevos casos de infecciones por VIH ha crecido progresivamente al
pasar los años: para el 2008, se estimaron 7.315 casos nuevos reportados, mientras
que para el 2012, la estimación fue de 11.489 casos. (Aliadas en Cadenas, 2015b)
Esta situación ha sido mucho más prominente en el caso de los hombres que
en el de las mujeres, pues para el 2011 la tasa de infección de hombres fue de
61,18 hombres por cada 100.000 habitantes, mientras que para las mujeres fue de
17,21. A pesar de esto, es importante recalcar que el número de mujeres infectadas
con VIH también ha sido alarmante estimándose para el 2012 un total de 38.000
mujeres adultas infectadas por el virus y un 0,3% de mujeres jóvenes de 15 a 24
años que viven con el VIH (ONUSIDA, 2013, en Aliadas en Cadena, 2015b)
Ya para el 2012, de acuerdo al informe Global de ONUSIDA, Venezuela
ocupa el 4to lugar con mayor número de nuevas infecciones por VIH en América
Latina, después de Brasil, México y Colombia, y también el 4to lugar con mayor
número de muertes por SIDA en Latinoamérica. (Ídem), estando entre las 25 causas
de muertes con más frecuencia en el país.
El escenario de la mortalidad venezolana asociada al virus también se ha ido
tornando cada vez más grave en los últimos años: en el 2008, se registraron 1.632
muertes (1,22%) por VIH, de las cuales 1.223 muertes fueron de hombres y 409
fueron de mujeres (Anuario de Mortalidad, 2008); ya para el 2013, esta situación se
había incrementado, registrándose 2.054 muertes (1.37%), de las cuales 1.536
fueron de hombres y 518 fueron de mujeres (Anuario de Mortalidad, 2013). En este
caso, también vemos que son los hombres los que suelen morir más a causa del
virus, en donde una gran cantidad de ellos mueren por enfermedades infecciosas y
parasitarias que no resultan del VIH, lo cual puede mostrar que en la mayoría de los
casos la enfermedad no es tratada.
Por si no fuera poco, las personas que mueren a causa de este virus o de
afecciones resultantes de él, cada vez son más jóvenes. Si bien es cierto que el
mayor número de muertes se encuentra en el rango de edad de 25 a 44 años, la
muerte de jóvenes de 15 a 24 años a causa del VIH ha aumentado al pasar los
años. Tal como lo expresa Aliadas en Cadena (2015b), la población adolescente y
jóvenes son el segundo grupo más afectado por la epidemia del VIH/SIDA en
Venezuela, pero el país sigue careciendo de datos de incidencia y prevalencia del
VIH, sífilis y otras ITS vinculados con esta población, que impiden visibilizar y
abordar dicha problemática.
El embarazo adolescente es también una realidad alarmante en nuestro país
y otra de las enormes consecuencias que trae la ratificación de la masculinidad
hegemónica. Venezuela posee la tasa más alta de embarazo adolescente de
América del Sur, con 101 nacimientos por cada 1.000 mujeres de 15 a 19 años de
edad y según las estimaciones del Instituto Nacional de Estadística (INE) para el
2011 la tasa de fecundidad para dicho grupo de edad ya se ubica en 88,40 por cada
1.000 mujeres. Tal como lo expresa Aliadas en Cadena (2015a), de cada 10 mujeres
que tienen un hijo o hija, dos son adolescentes.
En Venezuela hay un gran número de adolescentes que es madre antes de
llegar a los 20. Según el INE, el 23% de los nacimientos registrados en el 2011
fueron de madres menores de 20 años, un número que ha ido en aumento en las
últimas décadas. Esto constituye una situación preocupante, sobre todo para esas
adolescentes que al tener un embarazo no solo están arriesgando su salud, su vida
y la de su hijo o hija, sino que también termina limitando sus oportunidades en el
ámbito educativo y en el mercado laboral. (Ídem)
Quizás, la alta tasa de embarazos adolescentes y el alarmante número –que
va en aumento- de personas con VIH y que mueren debido a ello, se vea como algo
aislado. Nos hablan de infecciones de transmisión sexual, de tener una sexualidad
responsable, de usar preservativos, pero lo cierto es que hay algo más allá, hay algo
que está invisibilizado y es justamente la relación que existe entre las conductas
sexuales de riesgo y la masculinidad hegemónica. Es de ahí, desde donde se
desprenden problemáticas tan alarmantes como las ya mencionadas y que
constituyen un problema de salud pública. De aquí la importancia que tiene incluir la
perspectiva de género, de ponerse los lentes de género para analizar dicha realidad.
Existe un orden simbólico patriarcal del que se desprende una determinada
construcción de la sexualidad, que no solo encierra a las mujeres a vivir sexualidad
sumisa y resguardada sino que también condiciona la sexualidad de los hombres,
una sexualidad genitalizada (Camacaro y Orm Saab, 2012). La masculinidad está
íntimamente relacionada con dicha sexualidad, es ahí donde se prueba sí sé es
hombre o no. Así, no es una sorpresa que se naturalice el hecho de tener múltiples
parejas sexuales, de buscar iniciarse sexualmente a edades tempranas o de evitar
usar medidas preventivas como el condón.
La creencia de que existe un instinto sexual en ellos junto con la necesidad
de tener más placer sexual para posicionarse como un “gran hombre”, les lleva a
estar expuestos a grandes riesgos sociales y de salud, que inevitablemente también
afectan a las mujeres. No es algo extraño, entonces, que el número de mujeres con
VIH/SIDA esté creciendo imparablemente al igual que el número de mujeres
adolescentes embarazadas.
Tal como lo expresa Barrios (2014), no solo basta con campañas de
prevención de infecciones sexuales y de embarazos no deseados, pues estos se
orientan a la reducción de riesgos y justamente los hombres están socializados para
correr riesgos como demostración de su masculinidad. Así, muchos hombres evitan
el uso del condón por una falsa creencia de que disminuye el placer sexual o evitan
buscar orientación y asistencia médica para no verse en posición de vulnerabilidad o
debilidad. Esto puede llevarlos a contraer VIH y ni siquiera saberlo, no solo
infectando a sus parejas sexuales, sino que puede terminar produciéndoles la
muerte.
Se hace evidente, entonces, la necesidad de reflexionar en torno a esa
masculinidad hegemónica, comenzar a hablar de ello, de visibilizar que hasta un
campo tan íntimo como lo es la propia sexualidad, es manipulado por el orden
patriarcal. De esa forma, se podrá empezar a ver como necesaria una nueva forma
de concebir lo masculino, en base a valores como el respeto, la responsabilidad y la
empatía, para comenzar a reconocernos a nosotros mismos y al otro como un sujeto
con derechos y poder así romper con una de las grandes bases del patriarcado.
Bibliografía

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