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Estas relaciones dotan a los hombres de ciertas cualidades que las mujeres
no poseen, imponiéndose la visión androcéntrica que en particular está asociada a
argumentos biologicistas, que proporcionan un fundamento aparentemente natural a
la visión patriarcal de la actividad sexual y de la división sexual del trabajo.
En este particular, la sexualidad se presenta como uno de los tantos
elementos necesario para el análisis de la masculinidad, debido a que los roles y
estereotipos masculinos, tienen un importante vínculo con el ejercicio de la
sexualidad por parte de los hombres, el cual dista mucho de lo que se espera del
comportamiento femenino.
De este modo, se considera importante comprender cómo la construcción
social de la masculinidad tiene su impacto en el cómo se vive la sexualidad desde el
mundo masculino, de forma que se cuestione la naturalización, legitimación e
invisibilización de prácticas que demuestran cómo los privilegios que los hombres
gozan dentro del sistema patriarcal tienen un alto precio, ya que al ser sometidos a
roles estrictos, estos se exponen significativamente a situaciones de riesgo.
Social y culturalmente al varón se le atribuyen aspectos relacionados al
poder, fuerza, virilidad y dominio, los cuales se han concebido como características
propias de esa masculinidad que detentan. En este sentido, el poder masculino se
expresa en diversos ámbitos de la vida social bien sea la familia, el trabajo, en lo
económico, lo sexual, etc., en los que las mujeres se ven en posición de
subordinación a esa hegemonía masculina en los diversos espacios sociales. Se
trata de un orden socio-cultural en el que se sustenta un conjunto de relaciones
intersubjetivas y prácticas sociales que se generan en la cotidianidad y que
reproducen una forma determinada de ver y vivir la hegemonía masculina.
En este sentido, encontramos que el varón debe pasar ciertas pruebas en
medio de ese tránsito para convertirse en hombre, de modo que tiene la obligación
de cumplir con lo que la sociedad concibe debe ser y hacer un hombre, esto le dará
una posición de poder y supremacía entre sus pares, por lo que la masculinidad se
encuentra condicionada por la capacidad del varón en demostrar su virilidad, de lo
contrario, debe enfrentarse a la pérdida de ese estatus. Todo este conjunto de
simbologías y relaciones de poder que giran en torno a la masculinidad, se ve
acompañado de una concepción falocéntrica en la que simplemente poseer un
miembro masculino le permite a los hombres entrar en la competencia y dar a
conocer su poderío. De esta manera, la masculinidad se presenta como un trofeo
por el que se compite y se atesora, cuya pérdida significa para el hombre una
especie de castración y humillación.
Todo ello responde a una concepción de lo masculino basado en un modelo
social hegemónico que configura lo que Bonino (2003) llama la Masculinidad
Hegemónica, que impone una manera de vivir la subjetividad, la existencia y la
corporalidad.
La Masculinidad Hegemónica crea una organización de significados y normas
que sintetizan un discurso social que pretende definir qué es el hombre. En este
proceso, su definición es producto de la naturalización histórica de la superioridad
masculina y de la heterosexualidad.
La masculinidad tiene un carácter normativizante que anula cualquier
comportamiento que no se adecue a sus estándares, teniendo la dicotomía como
fuente primaria, donde se es hombre o en definitiva, no se es. Su carácter
excluyente configura toda una forma de posicionamiento ante la realidad,
configurando la identidad del varón, quien se ve legitimado a tomar acciones para
apropiarse, dominar y controlar el mundo que lo rodea.
En este sentido, se crea un ideal machista de la identidad masculina, el cual
se presenta como “un ideal masculino que hace hincapié en la dominación sobre las
mujeres, la competencia entre los hombres, la exhibición de la agresividad, la
sexualidad depredadora y el doble juego” (Castañeda. M. 2007, citando a Connell.
R). Ser hombre significa tener la facultad de existir en lo público, de ser y hacer de
forma activa y violenta, por ello la masculinidad necesariamente se construye en
medio de relaciones de poder entre géneros.
El carácter excluyente de la masculinidad es una imposición que designa una
serie de valores y anti-valores para la pertenencia o no al colectivo de hombre, un
ideal que muchas veces dista de la realidad que los hombres viven. El no cumplir
con lo que se espera de los sujetos masculinos, puede significar para los hombres
un conjunto de frustraciones pudiendo tener graves consecuencias en el desarrollo
de su vida, de la misma forma que, al intentar cumplir con lo socialmente impuesto,
muchos de ellos se exponen a situaciones dañinas para su integridad física y
emocional.
Pese a la carga física y emocional que pueda sentir el varón, los estándares
de masculinidad se convierte en un formato altamente deseada por los hombre, ya
que de no hacerlo, se queda desterrado de la vida social ‘’aceptable’’, un proceso
sumamente doloroso.
En este sentido, encontramos que el elemento clave del mantenimiento de la
la cultura patriarcal y sexista, deriva de la naturalización de los mitos acerca de los
géneros, desde la legitimación del dominio masculino y la desigual distribución del
poder.
Esta naturalización permite mostrar como verdades una serie de falacias
sociales sobre el deber ser de los hombres, logrando invisibilizar los patrones
sexistas detrás de las actitudes cotidianas. La masculinidad es entonces una
estructura simbólica compuesta por creencias, mitos y significados sobre cómo debe
comportarse el hombre, por lo que no hay “esencia” alguna en la idea de
masculinidad o el hombre masculino. Su existencia es más bien producto de un
consenso social que actúa de forma impositiva.