Академический Документы
Профессиональный Документы
Культура Документы
En estos últimos tres autores el tema del indio queda supeditado a la aceptación o
no de la legítima intervención de la corona española sobre los indios. Tanto Vitoria
como Sepúlveda son de la opinión resuelta de que sí. En cambio, Las Casas piensa
que la relación de la corona con los indios se debe dar por el consentimiento libre de
estos últimos. Así lo desarrolla en su tratado de las doce dudas (1566.)
Abordemos ahora algunas apreciaciones que nos han quedado sobre la
antropofagia en el Brasil. Piagafetta arguyó haber visto caníbales en las costas del
Brasil por 1525. Pero fue la experiencia vivida, unas décadas ulteriores, por Hans
Staden la que instauró la representación de los indios caníbales en Brasil. Staden
sufrió un cautiverio entre los Tupinamba (que significa en lengua autóctona:
guerreros tíos o parientes del Tupí.) Staden describió la manera en que cayó en
cautiverio, las costumbres de los indios y algún ejemplar de la fauna encontrada.
Otro de los europeos que confrontó con los indios fue Américo Vespucio, marino
italiano que casualmente nos legó su nombre por sus escritos y cartografías sobre el
“nuevo mundo”, que describe las bellas mujeres Tupí. La imagen caníbal es otra:
ciertas figuras, particularmente desnudas mujeres, recuperan una bella forma. No
obstante, se llega a considerar esta belleza a través de parámetros neoclasicistas, o
sea, según los parámetros de bellezas fijados en la cultura grecolatina. Asimismo, el
calvinista Jean de Léry, en 1578, en su recorrido por el Brasil encuentra a los cuerpos
de las mujeres Tupí ciertamente bellos como asimismo sus actitudes morales. Sus
cuerpos, agrega, no despiden malos olores ya que se bañan a diario. En cuanto a la
antropofagia la entiende a través de un código de honor medieval [5].
Todas las opiniones vertidas en estos autores precedentes durante el transcurso del
siglo XV y XVI, exceptuando parte de la obra de Bartolomé de las Casas, muestran
una misma raíz ideológica: el etnocentrismo. Definamos, entonces, esta categoría,
recuperando una definición vertida por el ya citado
Sin embargo, se debe señalar que estas ideas no caen en el vacío. Son,
efectivamente, correlato de la conquista y el genocidio a las poblaciones originarias.
El desprecio al indio (principalmente en Colón y Sepúlveda) es consecuente con la
práctica militar del Imperio.
Para mediados del siglo XVI aparecen los primeros ingenios dedicados al
comercio de palo tintóreo (pau-brasil). Se trató de adscribir, entonces, al indio al
sistema de trabajo esclavo. Sin embargo este último intento fracasó. Se desarrolló una
nueva población constituida por mestizos- mamelucos- en la costas san vicentina,
bahiana, pernambucana y carioca. La matriz Tupí y europea, portuguesa, determinó a
esta nueva cultura. El mameluco heredó del indio, como aclaramos, los modos de
adaptación a la selva tropical. Así lo entiende Ribeiro:
Las palabras hechas para todos, que los pueblos tallan para dejar cuenta de su
experiencia, describieron el inusitado horror en su ancestral lengua. Una nueva
palabra: cofuro, la tos y el carraspero inusitados, surgió inmediatamente del contacto
directo con los brasileños y fue ocupando prevaleciente toda la lengua de
los Kaingáng . La gripe epidémica los despobló. Los Kaingáng que fueron
pacificados hacia 1912 eran hacia 1953 un pueblo casi desaparecido: sólo uno de sus
pobladores superaba los sesenta años.
Pero regresemos al indio que remite el Manifiesto Antropófago ¿Qué tan lejos
estaban de la ciudad de San Pablo, reducidos los Kaingáng, las tribus que mantenían
su independencia del Estado nacional? Dejémosle responder a Claude Lévi-Strauss:
“No se necesitaban más de veinticuatro horas de viaje para alcanzar,
más allá de la frontera del Estado de San Pablo marcada por el río Paraná,
la gran selva templada y húmeda (…) hasta 1930 más o menos había
permanecido prácticamente virgen; a excepción de las bandas indígenas
que aún erraban por allí y de algunos pioneros aislados…” (Lévi-Strauss,
1976: 105)
San Pablo fue una de las grandes urbes latinoamericanas donde se inscribieron,
además de las efímeras revistas de vanguardia, todo tipo de producción
vanguardista [9]. La producción cultural fue atiborrada por manifiestos, obras,
pinturas, salones y grupos que adherían a este fenómeno. En 1922, por ejemplo, se
había constituido la célebre Semana de Arte Moderno, de gran repercusión en todo el
Brasil.
Por una parte, la antropofagia, aparentemente, era parte de la historia del Brasil y
por otra, las culturas indígenas, tribales, se mantenían, aunque débilmente, aparte del
estado nacional. Frente a esta seguridad Oswald produjo algo muy distinto a lo hecho
por la vanguardia europea. Paulo Prado describe esta anagnorisis nacional en suelo
europeo:
No obstante Oswald de Andrade ya venía elaborando una nueva estética que iría
moldeando su incipiente “conciencia nacional” Este proceso puede darse inicio con
su manifiesto de la poesía “Pau-Brasil” de 1924:
La antropofagia fue, aparentemente, entre los indios Tupí una ceremonia guerrera
donde se inmolaba al enemigo valiente apresado en combate. Sin embargo, Oswald
recupera esta idea desde la misma tradición occidental, desde la obra de Sigmund
Freud, Totem y tabú. Freud elabora una hipótesis que explicaría el paso de un estado
natural a otro social, es decir, el paso de la Naturaleza a la Cultura. Este paso estaría
determinado por el parricidio del padre tiránico por sus hijos.
Esta revolución tendría su antecedente en la deglutación por los indios del Obispo
Sardinha. Oswald, atento a que toda gran revolución suele marcarse por una cambio
del calendario [15], tal si el nuevo tiempo de la urbe se plasmase en un nuevo tiempo
del orbe, anota un nuevo calendario para el Brasil. Éste comienza con un hecho
antropófago: la deglutación del obispo. Asimismo se vuelve a nombrar a los
territorios brasileños con sus denominaciones originarias. En Colón encontramos, en
cambio, el comienzo de una tradición colonizadora que también se plasma en la
toponimia: se ignora los nombres originarios de los lugares conquistados y se
bautizan los lugares supuestamente vírgenes con nuevos nombres. Oswald hace la
operación contraria: recupera
Antropofagia y Tropicalismo: dos
momentos
Investigadora del Conicet, profesora de la Universidad San Andrés,
ensayista y traductora de literatura brasileña, la autora de la siguiente
nota que se detiene en dos instancias en que el arte y el pensamiento del
país vecino se catapultó al mundo es una destacada especialista en la
cultura de Brasil.
POR FLORENCIA GARRAMUÑO
compartir
tamañoa+a-
enviar
imprimir
Imágenes
De izquierda a derecha, Gilberto Gil, Maria Bethania, Caetano Veloso y Gal Costa, en su espectáculo
tropicalista Doces Bárbaros, expresión de una estética brasileña.
Etiquetado como:
Antropofagia y Tropicalismo
Antropofagia y Tropicália: los nombres de los dos momentos culturales más
visibles e importantes de la cultura brasileña del siglo veinte, apelan de modos
diversos a un material autóctono y nacional. La Antropofagia (lanzada en 1928
con el "Manifiesto Antropófago", de Oswald de Andrade) recupera como grito de
guerra el rito caníbal de los indios tupis que horrorizó a los europeos al llegar al
Brasil. La antropofagia hace del mito del indio antropófago originario del Brasil
que ya había sido convertido en mito de origen positivo, entre otros por el poeta
romántico Gonçalves Dias en su poema épico sobre los indios, "I Juca Pirama"
el origen de una revolución cultural de consecuencias rotundas para la cultura
brasileña: en la literatura (Oswald y Mário de Andrade), las artes plásticas
(Tarsila do Amaral) y la música (Villalobos), la exploración de un material
auténticamente brasileño para la construcción de una obra que se busca colocar
en el "concierto de las naciones" resulta un dispositivo extendido entre los años
veinte y treinta del siglo veinte. Del mismo modo, Tropicália (cuyo inicio se data
en 1967, con la conjunción espectacular de varios eventos artísticos en la
música, las artes, el cine y la literatura), convoca imágenes tropicales
(papagayos, palmeras, arena) y tecnológicas, que en esos años de modernización
autoritaria comenzaban a mostrar uno de los contrastes más característicos del
Brasil de la época. En el filme Terra em transe de Glauber Rocha, en la poesía de
Torquato Neto o Waly Salomão, en el teatro de José Celso Martínez Corrêa, en
la música de Caetano Veloso y Gilberto Gil, y en el arte de Hélio Oiticica entre
muchos otros artistas de las más diversas extracciones, una misma aspiración
por inscribir conquistas experimentales brasileñas en pie de igualdad en el
debate internacional logra escapar de la exotización de lo brasileño.
A pesar de que esa apelación nacional haya sido referida una y otra vez como
marca de identidad de ambos momentos de la cultura brasileña, no es ella lo
que los define. Esa búsqueda de lo originalmente brasileño también se imprimió
en los árcades que acompañaron a Tiradentes en su rebelión ante la corona
portuguesa hacia fines del siglo XVIII, en el Indianismo romántico de mediados
de siglo XIX, o en el Realismo de fines del siglo XIX que buscó tipos y
costumbres de la sociedad brasileña para poblar sus novelas.
La apelación nacional tampoco basta, por otro lado, para explicar ni la fuerza de
la Antropofagia y del Tropicalismo, ni el modo en que ambos momentos de la
cultura brasileña se catapultaron a la arena internacional, ni el hecho de que
ambos hayan sido característicos no sólo de una de las artes, sino de la cultura
en su conjunto.
Como Torquato Neto, muchos de los tropicalistas morirían jóvenes gran número
de ellos, por suicidio o drogas, revelando en ese destino el contenido trágico
que, por el reverso de la alegría, siempre tuvo el tropicalismo.
El ritmo es el alma del verso, parece decirnos González Prada. Y allí emerge una
preocupación técnica por la estructura de los acentos y por la orquestación musical
del poema. González Prada afirma que “el ritmo castellano es la proporción de
tiempos marcado por el acento”[1] y que las sílabas, en nuestra lengua, son
isócronas, “es decir, iguales en cuanto al tiempo que se gasta en pronunciarlas”[2].
Ello implica el funcionamiento de un criterio contrastivo respecto del verso latino,
donde es posible distinguir sílabas largas y cortas.
La modernidad del pensamiento de González Prada radica en que éste, nacido en el
positivista siglo XIX, concebía que el lenguaje tenía su propia dinámica y estructura
interna, y, por lo tanto, no era un simple reflejo del pensamiento. Por eso, en
la Ortometría, se sostiene que “La vocal es no sólo un sonido, sino el alma de la
sílaba, el substratum más vital a medida de su mayor acentuación”.
González Prada habla del ritmo perfecto (que siempre golpea en la segunda o
tercera o cuarta sílaba, por ejemplo), del proporcional (el cual resulta de suprimir
algún acento del ritmo perfecto), del mixto (que resulta una combinación del
perfecto y del proporcional) y del ritmo con disonancia, que se observa en el
siguiente verso de Espronceda: “Y luego el estrépito crece”, donde se pasa
súbitamente de un ritmo binario a otro ternario.
Esta actitud de González Prada es parecida a la que asomaba, en Francia, en el
manifiesto simbolista de Jean Moréas, en 1886, y en Tratado del verbo (1885), de
René Ghil. En efecto, Moréas hablaba del “Ritmo: la antigua métrica brillante; un
desorden sabiamente ordenado; la rima refulgente y cincelada como un escudo de
oro y de bronce junto a la rima de las fluideces abstrusas”[3]. Por su parte, Ghil
afirmaba sin ambages: “Asimilación a los timbres instrumentales, con ayuda de los
valores armónicos, de los timbres vocales que agrupan alrededor de ellos los
diptongos y consonantes adecuadamente puestas en serie”[4]. Tanto González
Prada, Moréas como Ghil revelaban un interés por el estudio de la fluencia rítmica
de las estrofas como muestra de la especialización del poeta en el mundo moderno.
Además, González Prada (poeta, orador y político) nos recuerda el carácter
polifacético de Baudelaire, quien se interesó por aspectos estructurales del
poemario como unidad discursiva y, a la vez, asumió un punto de vista político en
sus ensayos donde elogiaba la figura de Edgar Allan Poe, víctima de la racionalidad
instrumental en la naciente sociedad capitalista de los Estados Unidos.
En la Ortometría, González Prada también traza el desarrollo del rondel como forma
estrófica francesa y pone de relieve cómo en la época del Romanticismo francés el
rondel tuvo sólo un modesto papel; en cambio, Théodore de Banville, poeta
parnasiano, sí se caracterizó por emplear esa forma estrófica.
González Prada distingue tres tipos de rondel. En primer lugar, el rondel-triolet, que
“se compone de ocho versos: los dos primeros forman un dístico de terminación
diferente; el tercero rima con el primero; el cuarto es el primer verso, que entra a
servir de glosa; el quinto i el sexto riman respectivamente con el cuarto i el
segundo; el sétimo i octavo los forman el primero i segundo”[5]. En segundo
término, el rondel simple que está constituido por dos redondillas que terminan en
una quintilla[6]. Y, por último, el rondel doble o rondó que, según González Parda,
es el rondel por antonomasia[7].
Esta teorización bastante rigurosa de las formas estróficas que realiza González
Prada funda, en el Perú, una nueva concepción del hacer poético. Para él, un poeta
debe ser consciente de los recursos estróficos, prosódicos y rítmicos que emplea.
Por eso, González Prada --de la misma manera que Rubén Darío[8]-- pone de
relieve la idea de que el poema es un conjunto de ritmos, metros y recursos
formales. A diferencia del Romanticismo y del Neoclasicismo que --en el Perú--
habían puesto énfasis en los aspectos temáticos del poema sin llegar a tener una
conciencia rigurosa de la necesidad de renovar las estructuras estróficas, González
Prada concibe que la orquestación formal es medular porque es el esqueleto a partir
del cual el poeta construye su mensaje.
II. MINÚSCULAS COMO PARADIGMA
En el texto de González Prada se concibe que el ave (aire) flota (agua) de manera
fugaz y recorre el cielo. La exhalación de un lamento de la que habla el poeta,
subraya el fin del ascenso y el inicio de la caída. La disipación en “veloz carrera”
implica el fin de la dicha y el comienzo de la muerte. Las generaciones “brillan”
(imagen que remite al fuego) y luego “descienden al ocaso” (presagio de muerte).
Es inútil ser un animal terrestre; las generaciones (la humanidad, en fin) son aves
de paso. Creo que este poema (el cual tiene un matiz sutil de oralidad) funciona por
la presencia de imágenes aéreas, acuáticas, de fuego y de tierra. La forma estrófica
no encadena el tema ni la cosmovisión que el escritor anhela transmitir. González
Prada ha pergeñado una obra donde la expresión y el contenido se fusionan de
modo armónico.
Veamos esta espenserina:
Bachelard sostiene que “[e]l árbol es un nido inmenso mecido por el viento. No se
siente su nostalgia como la de una vida cálida, se recuerda su elevación y
soledad”[11]. En el poema de González Prada, el árbol es un gran símbolo que se
asocia con el abrigo, el fruto y el aliento de vida. Además, posee una connotación
religiosa porque el caminante se acerca a él para pedir tributo; está en el centro del
mundo: constituye un Axis mundi[12], pues se halla en el centro del “oasis de la
vida humana”, y configura toda una cosmogonía (es decir, un sistema de formación
del universo). Alrededor del árbol se organiza espacialmente el mundo; sin
embargo, el fruto puede estar envenenado y el viajante ha de tener cuidado con el
anhelo de saciar su imperiosa sed: en el árbol parecen convivir la vida y la muerte.
Es una síntesis de todos los elementos del universo.
En esta espenserina vemos cómo la cosmovisión del poeta no termina en la prisión
de una determinada forma estrófica, sino que los temas y las estructuras formales
entran en un armónico diálogo. González Prada se asume como poeta en el más
estricto sentido de la palabra.
[9] Ferrari, Américo. La soledad sonora. Voces poéticas del Perú e Hispanoamérica.
Lima, Fondo Editorial de la PUCP, 2003, p. 30.
[10] Bachelard, Gastón. El aire y los sueños. México, Fondo de Cultura Económica,
1993, pp. 21-22.
[11] Ibídem, p. 263.
[12] Cf. Mircea Eliade. Lo sagrado y lo profano. Bogotá, Labor, 1996, p. 37 y ss.