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Psicopatología II Cursada de verano 2019

Ateneo Teórico – clínico: Autismo

Gastón Piazze

“Hoy, como de costumbre, detuvo los ojos en Raúl: el muchacho ovillaba

una madeja de lana dispuesta en el respaldo de dos sillas; podía aparentar

veinte años, a lo sumo, y tenía esa expresión atónita de las estatuas,

llena de dulzura y desapego.”

José Bianco, Sombras suele vestir, 1941

Introducción

Esta cita, correspondiente a los párrafos iniciales de una nouvelle


excepcional dentro de la literatura argentina, nos sorprende con una descripción
breve y evocadora del hermano de una de las protagonistas de la historia: la
índole de su actividad y la particularidad de su mirada suscitan rápidamente en el
lector de nuestra especialidad un interrogante diagnóstico: ¿estamos quizás ante
un joven “autista”?. Casi hacia el final de la historia, Bianco nos asombra una vez
más al plantear, a través de sus personajes, una discusión de dramática vigencia:
el comportamiento de Raúl, es la manifestación de una “tara”, o acaso éste “no
[sea] un enfermo, [sea] “distinto, nada más”? i

Semejante polémica obedece principalmente a un aspecto fenoménico que


se halla en primer plano en toda aproximación al cuadro: las habilidades
“cognitivas” del autista son extremadamente variables, pudiendo ir desde

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aptitudes excepcionales, utilizadas socialmente, hasta déficits mayores, que
vuelven necesario un apoyo constante.

Así lo asevera uno de los pioneros en este campo:

“(…) en el autismo se presentan diferentes grados de habilidad, desde los


genios originales, pasando por los extraños excéntricos que viven en su mundo
haciendo muy pocos logros, hasta los más severamente perturbados, individuos
retardados que parecen autómatas” (Asperger, 1944, 26)

Se trata entonces de un cuadro que agrupa presentaciones diversas


en una “suave transición” de un “polo” al otro. Desde un punto de vista
prospectivo, se advierte que en algunos casos las dificultades iniciales disminuyen
paulatinamente o incluso parecen casi desaparecer; en otros, las limitaciones
permanecen en el primer plano del cuadro clínico a lo largo de la vida. Por ello, es
inútil intentar aprehender al autismo por la mera suma de los síntomas o por los
aspectos “deficitarios” de esta constelación clínica: no nos encontramos ante
una enfermedad, sino ante una modalidad infrecuente de funcionamiento
subjetivo.

En tal sentido, lejos de una mera aproximación descriptiva, Hans Asperger


llega a intuir un elemento específico de orden cualitativo del funcionamiento
subjetivo del autista al subrayar que:

“El desorden fundamental da por resultado severas y características dificultades en la


integración social (…) afecta todas las expresiones de su personalidad, y puede explicar sus
dificultades y deficiencias así como también sus logros especiales” (Asperger, 1944, 2)

Por su parte, Leo Kanner define el trastorno “patognomónico” fundamental


como la "incapacidad para relacionarse de forma normal con las personas y
situaciones desde el comienzo de la vida" (Kanner, 1943, 20) Los elementos que
componen esta caracterización, marcada por los términos “incapacidad” y
“anormalidad”, anticiparon las dos perspectivas de abordaje que signarían la
posterior historia del cuadro, repercutiendo incluso en las derivas actuales sobre el

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tema. La primera, que interpretaba el autismo en términos de un déficit, abarca
una serie de desarrollos psiquiátricos que culminaron en la clasificación de este
síndrome como un trastorno generalizado del desarrollo. La segunda, que
destacaba los aspectos “no ordinarios” de los modos de vincularse de estos
sujetos con sus semejantes, mantuvo al autismo en el terreno de una
psicopatología encaminada hacia el establecimiento del alcance defensivo del
síntoma. Como veremos, Kanner mismo dio pasos firmes en este último sentido.

Efectivamente, la aproximación a la subjetividad del autista a partir de


algunos testimonios extraordinarios, tales como los de los contemporáneos de un
científico eminente del siglo XIX, Henry Cavendish, o de los propios sujetos, como
Temple Grandin, Donna Williams, Birger Sellin, o Daniel Tammet, conduce a cernir
una especificidad esencial del funcionamiento autístico en una estrategia
particular para regular lo que, desde una perspectiva psicoanalítica
lacaniana denominamos goce, exigencia de satisfacción pulsional, producto
de la perturbación de las necesidades del viviente al tener que pasar por los
desfiladeros de la palabra. En estos sujetos, la conexión del goce con el intelecto
presenta dificultades específicas, con pesadas consecuencias sobre la
percepción, el pensamiento, la relación con los otros y con el mundo.

Kanner y Asperger, los psiquiatras austríacos que nos brindaron las


caracterizaciones inaugurales de la clínica del autismo, coincidieron en la
delimitación de un síndrome que se distingue por las actitudes de retraimiento
respecto de sus semejantes, por una dificultad para tramitar los cambios en el
entorno, por una atracción inusitada por los objetos, por trastornos del lenguaje
persistentes y por una aparición precoz de estos fenómenos (antes de los 24 a 36
meses de edad). Sin embargo, más allá de esta delimitación sindrómica, propia de
la perspectiva descriptiva y categorial distintiva de la medicina, Kanner desplegará
intentos tempranos por situar una articulación “estructural” de estos cuadros,
partiendo de un análisis lingüístico de sus locuciones peculiares. Nos referimos a
“Irrelevant and metaphorical language in early infantile autism”, escrito en 1946, en
donde el psiquiatra de Baltimore se interesa en particular por el extraño uso del
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lenguaje de estos niños. Allí, encara las expresiones consideradas "irrelevantes"
de los pequeños autistas con el auxilio de dos tropos de la retórica: metáfora y
metonimia. Parte para ello de la descripción de locuciones en primera instancia
vistas como anormales o desprovistas de sentido, que parecen no tener ninguna
conexión significativa con las situaciones en las que se profieren. Concluye que
las expresiones de estos sujetos, lejos de carecer de valor, son ejemplos de
restricciones lingüísticas en las que se toma una parte por el todo, de
generalizaciones lingüísticas -el todo por la parte- y de analogías sustitutivas,
modos regulares de “transferencia de sentido” característicos del lenguaje autista.
El autor considera estas locuciones presuntamente irrelevantes y absurdas como
“expresiones metafóricas”, en el sentido de que representan “figuras del habla por
medio de las cuales una cosa es sustituida por otra a la que sólo se le parece”
(Kanner, 1946, 49). Dichas variadas formas de "transferencia de sentido"
constituyen, para Kanner, modalidades del llamado "lenguaje metafórico", que no
difieren esencialmente de las metáforas poéticas o de las que se utilizan en el
lenguaje común. En efecto, gran parte de nuestro lenguaje está hecho de
transferencias de sentido similares, por medio de sustituciones, generalizaciones y
restricciones. A pesar de ello, el fundador de la Psiquiatría infantil encuentra una
diferencia básica con el lenguaje autista, dada por la privacidad y la inédita
singularidad de sus transferencias, que sólo se vuelven inteligibles si se esclarece
su fuente situacional original.

Esta clave lingüística fue extrapolada luego por el autor para el análisis de
otros aspectos clínicos del síndrome. En el artículo “El concepto del todo y las
partes en el autismo infantil temprano” del año 1951, utiliza sus elaboraciones
sobre el lenguaje autista como piedra de toque para captar la especificidad de
conductas y comportamientos no verbales. Allí realiza un intento “por aprender de
qué modo ven el mundo estos pacientes, es decir, qué valor tiene para ellos y
cómo se integran a él” (Kanner, 1951, 63). El niño autista desea vivir en un mundo
estático, un mundo en el que ningún cambio es tolerado. El statu quo debe ser
mantenido a cualquier costo. Según Kanner, cualquier experiencia que le llega al

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niño desde el exterior debe ser reiterada en su totalidad, a menudo con todos sus
detalles constituyentes, en completa identidad fotográfica y fonográfica, de modo
que ninguna parte de dicha totalidad sea alterada en su forma, secuencia o
ubicación espacial.

Reencontramos aquí, a nivel de la conducta, la misma perturbación


del vínculo entre la parte y el todo ya verificada en los fenómenos autistas de
lenguaje. Respaldado por estos hallazgos es que Kanner arguye años más tarde
que el síndrome no puede ser considerado una simple "yuxtaposición
enumerativa" de síntomas, sino que es necesario encontrar su "interconexión
significativa" (Kanner, 1955, 77). Como hemos visto en el espacio de los trabajos
prácticos, fundamenta el diagnóstico en los criterios del auto-aislamiento extremo
(aloness) y de la obsesiva insistencia en la identidad (sameness), a la par que les
atribuye el papel de "fuente de la cual derivan todas las otras manifestaciones"
(Kanner, 1955, 77). El trabajo de Kanner en pos de establecer la urdimbre
lingüística a la base del heteróclito cortejo de síntomas que constituye el cuadro
clínico, anticipa el esfuerzo de algunos psicoanalistas contemporáneos por
despejar la articulación fenómeno-estructura con las herramientas de los
desarrollos teórico-clínicos de Jacques Lacan, que veremos a continuación.

A partir de las enseñanzas que brinda la lectura que Jacques-Alain Miller


hizo del caso Robert, el niño del lobo, publicado en 1988 por Rosine y Robert
Lefort, así como de las propuestas de Eric Laurent y de Jean-Claude Maleval
acerca de la particularidad de la defensa autista, puede delinearse una
aproximación psicoanalítica lacaniana del autismo. A continuación proponemos los
hitos centrales de la labor de estos autores, que permitirían aprehender la
especificidad del autismo a partir de dos aspectos principales:

por un lado, una perturbación de la enunciación, del decir,


dependiente de una carencia de la identificación primordial, correlativa
de la “forclusión del agujero” del Inconciente ii.
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Por otro, una defensa específica, el retorno de goce en un neo-
borde, que, eventualmente, toma apoyo sobre un objeto fuera-del cuerpo,
adecuado para constituir la matriz de un Otro de síntesis abierto, o borde
dinámico.

Hemos elegido servirnos de estas propuestas como punto de partida para


relanzar la interrogación acerca de la especificidad de la clínica del autismo, y de
su posible intervención en el campo de la transferencia. Pasemos entonces al
abordaje de lo que podríamos denominar los signos de estructura de esta posición
subjetiva.

El trastorno de la enunciación

La representación más extendida del niño autista lo presenta como un ser


mudo, aunque, a decir verdad, más de la mitad de los niños autistas hablan: sin
embargo, sus verbalizaciones son originales: las mismas le sugirieron a Kanner
las nociones de “lenguaje de loro” o de “ecolalia diferida” iii; en ocasiones, los
padres refieren que estos niños adquieren palabras nuevas con facilidad, pero sin
aprender a hablar, en el sentido de que la palabra testimonia una expresión de los
afectos del sujeto. Los progenitores señalan que el niño pronuncia las palabras,
pero que nunca las utiliza. Además, se sabe que el empleo correcto del “yo”
siempre es tardío y, en ocasiones, no se produce nunca. En el otro extremo del
espectro clínico, en los autistas de alto nivel de funcionamiento, se constata una
voz artificial, particular, sin expresividad. Además, las palabras “son más emitidas
que habladas”, provienen de un “repertorio mental memorizado”; aparentemente,
nada es más difícil para estos sujetos que una “expresión personal”. En la misma
dirección, y de manera general, los especialistas del síndrome de Asperger
subrayan que la dificultad para hablar de sí mismos y para comunicar sentimientos
íntimos es una de las características del cuadro, a la vez que aquellos que
presentan este síndrome exasperan a su entorno con conversaciones unilaterales
y con preguntas incesantes. Una autista de alto nivel, Temple Grandin, en su relato
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autobiográfico “Mi vida de autista”, refiere que presentó un retraso significativo en
la adquisición de la palabra, y que una vez que la hubo adquirido le pusieron el
sobrenombre de “molinete de palabras”: planteaba repetitivamente la misma
pregunta y esperaba con placer la misma respuesta, mantenía discursos sin fin
sobre temas que despertaban su curiosidad y se atrevía a realizar juegos de
asociación de palabras. Posteriormente, en la escuela, recibiría el mote de
“obsesión”, “magnetófono”iv. Por su parte, Donna Williams, en su obra “Si me
tocan, dejo de existir” describe otra forma de verbosidad y pone el acento en su
profunda inexpresividad: “las afirmaciones que no tenían relación conmigo y que
no tocaban mis preocupaciones me caían de la boca como las bromas de un
cómico de teatro de revistas”v.

A este respecto, los autores mencionados convergen en el planteo de una


primera consideración clínico-estructural: Podría afirmarse que, cuando el
sujeto autista busca comunicar, lo hace de modo tal que ponga en juego lo menos
posible su goce vocal, su presencia, o sus afectos. Si es que hay alguna
constante discernible en todos los niveles del espectro del autismo, la misma
reside en la dificultad del sujeto para tomar la posición de enunciador. Si habla, el
sujeto autista habla con facilidad, a condición de no decir.

A diferencia de los trabajos contemporáneos que se orientan sobre


supuestos trastornos precoces de la percepción de la voz materna, o de otros que
revelarían –diagnóstico por imágenes cerebrales mediante- una incapacidad para
activar las áreas de reconocimiento de la voz humana, los autores mencionados
exploran la especificidad del trauma en el autismo desde otra perspectiva.
Privilegian una línea de trabajo que se centra en la voz del sujeto autista, en
tanto que ella constituye un objeto de goce, cuya importancia decisiva en el
funcionamiento pulsional puso de relieve Jacques Lacan. Es menester subrayar
que, en relación a los otros tres objetos pulsionales, oral, anal y escópico, la voz
posee el privilegio de ser el objeto que comanda la investidura libidinal del
lenguaje, este “aparejo de goce” -ausente en el autista- que permite estructurar el
mundo de las imágenes y de las sensaciones del infans. Aún cuando ese
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“aparejo”, ese pertrecho que denominamos con Lacan objeto a, no se constituya
en el autismo, en su lugar el sujeto puede, en ocasiones, inventar un “arreo”
singularvi.

La verbosidad del autista no es esencialmente un goce solitario de la voz:


muy por el contrario, tal “locuacidad” trabaja para separar dicho goce del lenguaje
oral. En la infancia, a la vez que habla borrando la voz, el autista se tapa las
orejas. Cabe aclarar que la voz en tanto que objeto pulsional no es la sonoridad de
la palabra, sino lo que hace de soporte a la presencia del sujeto en su decir.
Según Maleval, es una constante mayor del funcionamiento autístico
protegerse de toda emergencia angustiante del objeto voz. De la propia
mediante la verbosidad o el mutismo, de la del Otro gracias a la evitación de la
interlocución. La verbosidad autística entonces es un ejercicio tranquilizador de la
palabra en el que la voz es borrada, no localizada en el lugar del Otro, de manera
tal que no divida al sujeto y que éste pueda conservar su control.

En su comentario sobre esta propuesta de Maleval, Eric Laurent vii coincide


en señalar que lo que el autista no soporta es el objeto voz como portador de la
marca de su singularidad como lo demuestra su rechazo de la interlocución, ya
sea la que a él se dirige o la que él dirigiría al Otro. La marca de goce no está
extraída de la palabra, hasta tal punto que el sujeto vive la emisión como una
verdadera mutilación. Entonces hablar es “vaciarse” o “vaciar tu cerebro”, como lo
testimonian algunos sujetos autistas.

Vaya como ejemplo de la diversidad y, a la vez clara unidad de la invención


autista en su esfuerzo por “no decir”, las modestas estrategias de dos muchachas
autistas de nuestra clínica particular. A., autista “kanneriana” en la que predomina
el aislamiento, ocupaba gran parte de las sesiones en formular incesantes
preguntas sobre sus propios parientes al analista, quien nada conoce de ellos y se
ve así imposibilitado de responder. Por su lado, María Celina, paciente con una
deriva tipo Asperger, de pequeña, según refiere su madre, cuando se le

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preguntaba algo, respondía, pero a una pregunta diferente que se le dirigiera días
antes, clausurando así la interlocución.

Podemos agregar un fenómeno llamativo señalado por muchos clínicos y


sólo en apariencia paradójico: a menudo ha sido constatado que los autistas que
no hablan abandonan en ocasiones su silencio y pronuncian una frase
perfectamente construida, adecuada desde el punto de vista del contexto, para
luego regresar a su retraimiento mudo. Ahora bien, es característico que esto se
produzca casi siempre en situaciones críticas que desbordan las estrategias
protectoras, haciéndole cejar por un instante en su renuencia a llamar al Otro y en
su resistencia a comprometer la voz en la palabra. Todas estas frases “inauditas”
poseen un denominador común: la presencia del sujeto de la enunciación se
encuentra allí claramente de manifiesto, se afirma la dirección al Otro; su carácter
afirmativo, incluso imperativo, testimonia el goce vocal que las soporta. Sin
embargo, dado que la voz no está falicizada, su irrupción es la experiencia más
desgarradora para el niño autista. Sólo abrumado por la angustia puede dejar
escapar un enunciado tal, él mismo supremamente angustiante, vivido como una
mutilación, dado que pone en juego no solamente la alteridad, sino una cesión del
objeto de goce vocal al goce del Otro. Lejos de reiterar esta experiencia
angustiante, el sujeto, muy por el contrario, busca protegerse amurallándose en un
silencio aún más profundo.

La posición del sujeto autista parece pues caracterizarse por no querer


ceder sobre el goce vocal. De ello resulta que la incorporación del Otro del
lenguaje no se opera. El autista no pone su voz en el vacío del Otro, lo que le
permitiría inscribirse bajo el significante unario de la identificación
primordial. Es necesario precisar, subraya Maleval, que la voz, en el sentido del
objeto pulsional, no es la entonación, no es del orden del registro sonoro y está
fuera del terreno del sentido. Al igual que la mirada soporta lo que falta en el
campo de la visión, la voz encarna la falta en el campo verbal. “La voz, precisa
Jacques-Alain Miller, es esta parte de la cadena significante inasumible por el
sujeto como “yo” y que, subjetivamente, es asignado al Otro.” viii. La castración,
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operación simbólica, borra la presencia de la voz en lo real, lo vuelve sordo al
sujeto respecto de ésta, a la vez que él adquiere la capacidad de conectarla al
decir.

La voz es entonces un objeto pulsional que presenta la especificidad de


comandar la identificación primordial, de manera tal que el rehusamiento a ceder
el goce vocal atenta contra la inscripción del sujeto en el campo del Otro. Cuando
este anudamiento no se produce, el significante no cifra el goce, de modo tal que
el significante unario necesario para representar al sujeto ante los otros
significantes no está en funcionamiento.

Sin embargo, los autistas sufren por su soledad, muchos intentan


comunicarse. Pero ¿cómo hacerlo sin poner en juego el goce vocal? Algunos
encuentran la solución en un lenguaje gestual, o de signos, incluso pasan por la
escritura o la comunicación facilitada. La mayoría de los autistas de alto nivel
hablan correctamente, pero sin decir. Con bastante frecuencia, demuestran ser
verbosos. Al respecto, Donna Williams, en su obra de 1992 Nobody Nowhere
merece ser citada por su sutileza para permitirnos entender este recurso: “la
persona que sufre de autismo no puede hablar con fluidez más que a condición de
engañar y atraer su mente haciéndole creer:

Que lo que la persona tiene para decir no tiene ninguna importancia


emocional;

Que aquel que la escucha no podrá alcanzar ni detectar sus intenciones a


través de las palabras que ella emplea -es decir, que le será necesario expresarse
a través de una jerga o del “lenguaje poético”;

Que su discurso no está destinado directamente al interlocutor -lo que


quiere decir que la persona autista hablará por intermedio de un objeto o bien a los
propios objetos (incluida la escritura, que es una manera de hablar por intermedio
del papel);

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Que no se trata verdaderamente de un discurso -la persona autista podrá
entonces cantar una canción apropiada;

Que, finalmente, la conversación no tiene ningún contenido afectivo -lo cual


quiere decir contentarse con aseverar simples hechos o con decir banalidades o
trivialidades”.ix

Podemos agregar dos posibilidades más: la primera, consistente en


argumentar todos los puntos de vista, sin adoptar nunca personalmente ninguno.
La segunda es quizás la más conocida: la reiteración de frases aprendidas de
memoria.

En síntesis, podemos afirmar que existen dos grandes maneras de tratar el


lenguaje para el sujeto autista: ya sea mediante una lengua del intelecto,
constituida por signos sin afectos, compartible con otros, pero desconectada de la
enunciación, ya sea mediante una lengua privada, acoplada a los sentimientos,
pero opaca a los demás ya que recurre a signos neológicos de su invención. Lo
esencial sigue siendo para él que conserve el dominio del goce vocal no cediendo
sobre su pérdida. Es por ello que el autista no responde a la definición del sujeto
dada por Lacan: no está representado por un significante para otro significante.
Los términos que utiliza, en cualquier caso, tienen un lazo estrecho con su
referente: a diferencia de los significantes, estos términos no borran la cosa
designada. Se emparentan así a los índices, en el sentido de Pierce, o a los
signos, en la acepción dada por Lacan a este término. No obstante, no hay dudas
de que el autista llega a construir lo que Lacan denomina “la forma más elemental
de la subjetividad”, a saber, alguien que es accesible al signo x, dado que Kanner
muy tempranamente señalaba que la mayoría de los autistas asimilan el lenguaje,
y que son capaces de comportamientos singulares de inmutabilidad. No solamente
el autista es accesible al signo, sino que su ser se estructura y sufre cortes a partir
de él, tal como lo atestigua el objeto autístico.

A continuación, comentaremos la segunda característica principal del


funcionamiento subjetivo del autista, la de una defensa específica que se sustenta
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en un objeto fuera-del cuerpo, propicio para fundar la matriz de un Otro de
síntesis.

El retorno de goce sobre el borde autístico

En tanto el goce del viviente no se cifra en el significante, las imágenes y


sensaciones carecen de elementos reguladores para el sujeto autista. Su
percepción del mundo resulta caótica. Durante muchos años los otros le parecen
imprevisibles e inquietantes, la realidad en la que se mueve es para él un laberinto
incomprensible. Es por ello que estos sujetos se refugian en un mundo asegurado,
poblado de objetos benévolos a los que les prestan vida, especie de animales
familiares, simpáticos y previsibles. En este mundo organizado mediante sus
propias reglas debe reinar lo que comúnmente se llama la inmutabilidad
(sameness), de allí su apego a la soledad (aloness) y el tenor peligroso y
fácilmente angustiante de las intrusiones. A fin de dominar este goce enloquecido,
no ligado, el autista se esfuerza por desviarlo del cuerpo para hacerlo servir a su
seguridad y a sus defensas. Para este fin, se consagra a la creación de un borde
que separa su mundo tranquilizador y controlado del mundo anárquico e
incomprensible. Desde 1992, refiriéndose a la metáfora insistente de la
“caparazón” defensiva utilizada por los clínicos anglosajones, Eric Laurent hacía
de este “retorno de goce sobre un borde” una de las características principales de
la estructura autísticaxi.

Recordemos una vez más que, aunque el autista sea un sujeto para quien
la mutación de lo real del lenguaje al significante no ha operado plenamente, no se
trata de un sujeto fuera del lenguaje. A pesar de que en el autismo dicho sistema
puede ser interrumpido a nivel de la palabra, aquel no ha dejado de imponer su
presencia al viviente. ¿Cuál es la prueba de que este baño verbal presente desde
el nacimiento lo afecta irremediablemente? Lo atestigua la producción de objetos
pulsionales, surgidos del corte que ejerce el lenguaje sobre el viviente. Aún
cuando permanecen en el registro de lo real, no integrados en el circuito pulsional,
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el sujeto autista debe hacerles frente. Sabemos hasta qué punto los autistas se
protegen de la voz, tapándose las orejas, y de la mirada, ocultándose, mientras
que sus trastornos alimentarios muestran las inquietudes relacionadas con el
objeto oral, y su difícil adquisición de la higiene revela los temores suscitados por
la cesión del objeto anal. Todos estos objetos reales le provocan angustia, su
presencia despierta el riesgo de una pérdida insoportable. Es por este motivo que
la construcción de una realidad compatible con la de los otros pasa por su
integración al borde autístico.

El borde del niño autista, en su versión más sencilla, puede ser una barrera
autosensual generada por estimulaciones corporales, tales como movimientos
rítmicos, balanceos, presiones sobre los ojos, que cortan su realidad perceptiva
del mundo exterior cuando éste se hace muy insistente. Esta variante del borde,
descripta bastante bien por la noción de desmantelamiento de Meltzer, sólo se
torna permanente si uno les impide a estos sujetos construir su mundo asegurado:
cuando se les quitan sus objetos, cuando no se autoriza la inmovilidad, cuando
uno se introduce a la fuerza en su campo. Cuando estas formaciones protectoras
contra el Otro real amenazante desfallecen, o están pobremente elaboradas o son
destruidas por el entorno, el sujeto tiene el sentimiento de ser objeto de un goce
maligno, que empuja a la automutilación, a la fragmentación y a los aullidos. Por el
contrario, cuando el niño autista se halla en condiciones que le permitan
desarrollar las potencialidades defensivas del borde autístico, dispone de tres
componentes esenciales para hacerlo evolucionar, más o menos
interdependientes: la imagen del doble, el islote de competencia y el objeto
autístico. He aquí los “pseudópodos” que los sujetos autistas van a extender con
precaución, como lo señalaba Kanner, y gracias a los cuales, en ocasiones
pueden llegar a elaborar “compromisos” que les permitan abrirse hacia un mundo
que inicialmente les era extraño.

3. a El doble

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A fin de evitar el compromiso que constituye un llamado, muchos niños
autistas, aún exponiéndose al riesgo de un rechazo, prefieren asir de la mano a un
adulto para conducirlo a efectuar una acción que ellos esperan. Esta conducta es
muy característica de la relación mantenida por el autista con un doble. La misma
se observa de manera más enigmática en la comunicación facilitada. Según el
autor, lo que en realidad necesitan en estas circunstancias consiste en un sostén
sobre el punto de inserción de su libido, allí donde la misma se encuentra
localizada, es decir, sobre su borde y no allí donde es caótica, en su cuerpo.
Cuando un terapeuta logra hacerse aceptar como un doble en el mundo de un
niño autista, aquel localiza sobre sí lo esencial del goce del sujeto. En efecto, el
doble se impone al autista como una estructura privilegiada para salir de su
soledad, tranquilizador por su conformidad con el propio niño y apto para recibir un
goce enmarcado, sobre el cual puede apoyarse. Tal como lo permite advertir la
viñeta clínica de Peter y su terapeuta Mira Rothemberg, gracias al tratamiento del
goce por el desvío del doble, el autista puede movilizar sin angustia el goce vuelto
disponible de esa manera.

A diferencia de lo que se observa en las psicosis esquizofrénicas y


paranoicas, el doble autístico no es fundamentalmente perseguidor, bien por el
contrario: el autista a menudo encuentra en él un elemento propicio para
apaciguar sus trastornos. En el autismo, el doble está en lo real, constatan los
Lefort, “pero puede hacer separación con el Otro” xii . Además, y conjuntamente, el
doble puede ser utilizado como soporte de una enunciación artificial, cuya
ganancia en expresividad puede ser apreciable, aunque la misma tenga un límite.
El artificio de la enunciación soportada por un doble se atenúa cuando éste, en
ciertos autistas de alto nivel, se integra en el yo del sujeto, aunque en tales
circunstancias la voz conserva a menudo rasgos de inautenticidad. Sin embargo,
este artificio es muy manifiesto en algunos niños autistas cuando el doble es un
objeto y no una persona o una imagen humana (ej., el televisor suscita un apego
frecuente dado que las palabras están acopladas a imágenes, por lo tanto,
desconectadas de la presencia concreta del enunciador, de manera tal que los

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enunciados que salen del aparato pueden ser fácilmente recibidos por los autistas.
Así, la televisión puede funcionar como un doble en el que un niño autista
encuentre el soporte de las ecolalias diferidas).

Otros autistas dan peso a su enunciación colgándola a un personaje


encontrado en la pantalla, o en un espectáculo. Se trata a menudo de un cantante,
se ponen entonces a imitar sus comportamientos, sus palabras y sus maneras de
vestirse por (ej., Olivier, un autista conocido por D. Williams, se había creado “una
personalidad de sustitución” llamada Bettina, “copiada originalmente de Boy
George”. Una de las funciones de este doble era darle consistencia a un yo ideal
facticio; otra, era la de proveer un soporte a una enunciación artificial (…) “Bettina
le aportaba una identidad y un conjunto de convicciones que llevaba como una
valija a la espera de que las propias aparezcan un día” xiii.

Hacer así de un doble el soporte de una enunciación artificial a través de un


objeto, de un compañero imaginario o de un semejante, constituye una de las
defensas características del autista. Se trata, una vez más, de un modo de hablar
ausentándose, que le permite al autista protegerse del deseo del Otro. Gracias al
doble, el sujeto logra, en ocasiones, expresar lo que él piensa por procuración. No
obstante, subsiste un límite: el doble no permite anudar el lenguaje al goce, de
manera tal que incluso a través de él el sujeto no tiene el sentimiento de lograr
conectarse a su propio sentimiento. Subsiste una vivencia de mutilación psíquica
en tanto el doble no está integrado en el yo.

b El Otro de síntesis

¿Cómo encontrar puntos de fijeza en lo simbólico? ¿Cómo luchar contra la


fuga del sentido? ¿Cómo mantener el mundo en un orden inmutable? Estas
preguntas no dejan de estar presentes para el sujeto autista.

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Hacerse creador de signos lingüísticos nuevos puede constituir una
manera de controlar su sentido: el recurso al neologismo a veces es utilizado para
este fin. No obstante, no tiene el peso de la certeza que pueden tener en la
paranoia. Mucho más característico del autismo parece ser la existencia de
curiosos centros de interés que, a menudo, conducen al sujeto al desarrollo de
islotes de competencia, o a la adquisición de saberes extraordinarios, incluso a la
creación de mundos imaginarios. Prolongación del trabajo de inmutabilidad, estos
métodos, a los que denominaremos Otro de síntesis, tienen el fin de bloquear lo
simbólico en un campo circunscrito a fin de volverlo perfectamente controlable.

El Otro de síntesis posee dos grandes modalidades. En una, estabilización


bastante frecuente del autismo, el sujeto dispone de un saber cerrado y fijo, que le
permite orientarse en un mundo rutinario, limitado y sin sorpresas. Se trata
esencialmente de una actividad solitaria, de escasa utilidad práctica, que no llama
a un partenaire, ni a un auditor. Con frecuencia, en estos casos es designado
como autista savant. En la otra, más rara, propia de los autistas de alto nivel, el
Otro de síntesis se torna abierto y evolutivo, adquiere cierta capacidad dinámica,
dado que, si bien contribuye a dar consistencia a la imagen del cuerpo,
protegiendo de la angustia, es menester subrayar que aporta a la animación
libidinal del sujeto, habilitándolo -aunque no sin esfuerzos- a adaptarse a
situaciones nuevas y a dar pruebas de su creatividad.

El Otro de síntesis cerrado posee afinidades con la lengua privada,


idiosincrásica o neológica, desconectada del Otro, pero colmada con el goce del
sujeto. Por el contrario, el Otro de síntesis abierto, se ancla en la lengua del
Otro, reducida a signos cortados del goce; permite comunicar sin afectos, ofrece
mejores perspectivas para la socialización.

El Otro de síntesis del autista, sea abierto o cerrado, está constituido por
signos aprendidos de memoria, o registrados de manera fotográfica, que
poseen un carácter objetal marcado, corolario de su difícil subjetivación. La
preferencia de estos sujetos por buscar apoyo en imágenes mentales para pensar,

16
a fin de mantener a distancia los signos sonoros verbales transmitidos por la
inquietante enunciación del Otro, otorga un lugar privilegiado a las encarnaciones
icónicas y escriturarias del signo y constituye una de las razones por las que su
adquisición de la comprensión del lenguaje se produce frecuentemente pasando
por lo escrito. Asimismo, ¿qué podemos decir de su excepcional interés por la
música? Si duda, el profundo atractivo de este lenguaje reside en que le permite al
sujeto un tratamiento del goce vocal, una regulación mediante el ordenamiento de
signos, pero también porque la música permite borrar el goce vocal, al estetizarlo.
El canto puede dar al autista la posibilidad de transmitir sus afectos, pero sólo de
manera alusiva, sin ceder en su renuencia a comprometerse en una enunciación
expresiva.

Los signos que forman el Otro de síntesis del autista no son las letras xiv que
constituyen el inconsciente freudiano. Una de las tesis más fuertes de Lacan es
hacer de aquellas “el análogo de un germen” xv. Al situarlas en el litoral entre el
goce y el saber, las concibe como una marca que permite acoger el goce. Las
letras sólo toman apoyo en una pérdida, la de la experiencia primordial de goce,
de modo tal que ellas se caracterizan por trazar “el borde del agujero en el
saber”xvi, y no tener función de representación xvii. Los signos, sean sonoros o
escritos, no poseen las mismas propiedades que la letra, la pérdida simbólica les
es extraña: quedan conectados al referente. No tienen la capacidad de cifrar el
goce, cuanto mucho, a veces llegan a encuadrarlo, lo que todos los autistas
subrayan al señalar hasta qué punto el lenguaje y la vida emocional permanecen
separados.

En suma, afirma Maleval, “la hipertrofia compensatoria” xviii de los autistas


de Asperger se desarrolla a partir del retorno del goce sobre el borde autístico,
apoyándose sobre tres formaciones que le son inherentes. Su interdependencia
no permite siempre distinguirlas con claridad: el objeto es un doble, que se
concretiza fácilmente; el objeto se desarrolla asociándose a islotes de
competencia; el Otro de síntesis tiene origen, por la ecolalia diferida, en las
palabras del doble. La salida del repliegue sobre sí mismo para orientarse hacia la
17
autonomía pasa necesariamente por una utilización de los elementos del borde
autístico, ya no para sellar una frontera entre el mundo asegurado y el caos
exterior, sino en un intento por ordenar y pacificar algunos campos de este último.

4. Apuntes preliminares para una dirección de la cura

En la “Conferencia en Ginebra sobre “El síntoma”, del 4 de octubre de 1975,


en la discusión posterior a su exposición, Lacan da una indicación valiosa en
cuanto a la dirección del tratamiento. Afirma que, si los autistas no llegan a
escuchar lo que uno tiene para decirles, es porque uno se ocupa de ello. No hay
dudas de que si nuestro querer (que nos escuche, que nos responda, que nos
mire, etc.) demasiado afirmado les concierne, entonces acentúan su repliegue
sobre sí. Al respecto, cabe recordar la observación de Asperger, quien aseveraba
que, para hacerse escuchar por los autistas, convenía no ocuparse demasiado de
ellos: él aconsejaba hablarles “sin dirigirse a ellos de modo personal”, con calma y
sin emoción, aparentando “una pasión apagada”. “El maestro debe mostrarse
siempre tranquilo y templado y retener el control. Debe dar las instrucciones de
manera fría y objetiva, sin resultar intrusivo” afirmaba en su trabajo más conocido.
Incluso llega a decir en su Heilpädagogik, texto inédito en castellano de 1953: “el
maestro tiene que volverse también un poco “autista”. Estas recomendaciones
tienen una utilidad indiscutible en el campo de la terapéutica. No obstante, es
indispensable plantearnos qué uso haremos de ella. Como premisa insoslayable
para encontrar una respuesta a esta pregunta, insistimos en que no consideramos
al autismo un hándicap o una enfermedad, un trastorno mental. En palabras de
Jim Sinclair, autista de alto nivel, “el autismo es una manera de ser. No es posible,
subraya, separar la persona del autismo. No es un apéndice” xix. En ese sentido,
debemos partir de sus propios tratamientos singulares del goce desregulado (el
objeto autístico, el doble y los islotes de competencia), sin dejar de tener en
cuenta que no hay nada reprimido en estos arreglos, dado que el autista no

18
dispone de la maquinaria de ciframiento de goce que constituye el significante y
debe encuadrarlo entonces recurriendo a los signos.

La vía del doble o de los objetos autísticos complejos es una ruta


privilegiada para que una transferencia se anude con un sujeto autista y, aunque
existe el riesgo de que aquella se deslice hacia una ambivalencia destructiva, la
experiencia muestra que esta deriva no tiene nada de ineluctable cuando el
analista sabe borrar su presencia a la vez que se presta a servir de objeto
dinamizante. Eric Laurent señala que, para poder aplicar el psicoanálisis al
autismo, “es imprescindible permitir que el sujeto se desprenda de su estado de
repliegue homeostático sobre el cuerpo encapsulado y así pasar a un modo de
subjetividad del orden del autismo de a dos. Se trata de volverse el nuevo
partenaire de este sujeto, fuera de toda reciprocidad imaginaria y sin la función de
la interlocución simbólica. ¿Cómo obtenerlo sin que el sujeto atraviese una crisis
imposible de tolerar? Es necesario el soporte de un objeto fuera de una dimensión
del juego para hacerlo partenaire del autista” xx.

Todo lo expuesto hasta aquí en relación a la dirección de la cura permite


vislumbrar que los métodos educativos de orientación cognitiva (TEACCH, ABA)
se encuentran en las antípodas de la orientación psicoanalítica lacaniana dado
que, podría decirse, aquellos “no confían de antemano” en el sujeto autista. Estos
métodos no parten de las invenciones del sujeto: consideran que se trata ante
todo de proveerle un saber del que carece. Sus “obsesiones” y sus “manías” son
aprehendidas entonces como parásitos que obstaculizan la tarea. Es oportuno
recordar que, ni la capacidad de elegir, ni la autonomía se enseñan
verdaderamente, y menos aún, por condicionamiento. Los logros en este terreno
sólo pueden ser obtenidos con un sujeto autista en el marco de un aprendizaje
consentido, con ciertas condiciones, siendo una de ellas el respeto al apoyo que el
sujeto pueda encontrar en un doble para apropiarse de un saber, un doble “no
deseante, portador de vacuidad” xxi. Si esto es así resulta posible para él, no salir
del autismo, sino de su mundo inmutable y asegurado, lo que le abre un acceso a
la vida social. Sólo entonces puede producirse una mutación que haga del autista
19
un sujeto responsable que asuma su futuro. Así parece haberlo captado Asperger,
quien, en plena auge del dogma de la “higiene racial”, en la primera conferencia
pública sobre el autismo de la historia, sustentaba el siguiente punto de vista sobre
dicho cuadro y otras “discapacidades cognitivas”:

“Lo bueno y lo malo en una persona, el potencial para el éxito y el fracaso, sus aptitudes y
déficits, son mutuamente condicionantes y emergen de la misma fuente –aseguró-. Nuestra meta
terapéutica debe ser enseñar a la persona a sobrellevar sus dificultades. No consiste en
eliminarlas, sino en enseñarle a afrontar sus desafíos especiales con estrategias especiales y a
hacer que cobre conciencia no de estar enferma, sino de que es responsable de su vida” xxii

El caso de Elaine C., una de las pacientes presentadas por Kanner en su


texto inaugural de 1943, brinda un material clínico precioso acerca de la
construcción progresiva de un borde autista, en su doble faz de defensa y punto
de conexión posible con el mundo circundante. Al respecto, los párrafos iniciales
que el autor le dedica resultan paradigmáticos: “A sus siete años de edad, Elaine
no se adapta. Vive abstraída. No entiende los juegos de otros niños: no mantiene
interés en las historias que se le leen. Deambula y camina en solitario. Le gustan
mucho los animales, ocasionalmente los imita, andando en cuatro patas y
emitiendo ruidos extraños” (Kanner, 1943, 20). Desde muy temprano, la tendencia
al aislamiento de esta niña alta y fuerte se acompaña de un interés absorbente por
los dibujos y fotografías de animales. Al igual que el trompo para John, el paciente
de Francois Tustin, las imágenes de animales le proveen a Elaine un objeto
autístico, con el que mantiene una relación transitivista. En efecto, este
comportamiento de la niña -andar en cuatro patas y emitir ruidos extraños-, ¿no
nos permite acaso atisbar la función primera de esta iconografía? Podría pensarse
que la misma constituye una matriz para la instauración de un doble del sujeto,
objeto que lo protege de la angustia a la vez que, tal como señala el autor de “El
autista y su voz”, le permite extraer al menos dos recursos: tratar la imagen del
cuerpo y contribuir a la animación pulsional.

Cabe subrayar que, durante el tiempo en que esta niña aún no hablaba, su
peculiar obsesión oficiaba de lo que Maleval denomina objeto autístico simple, en

20
la medida en que el elemento pacificador permanecía pegado al sujeto. Así, en los
momentos en que su constante “inquietud abstraída” se retiraba para dar paso a la
prolongada contemplación de las láminas zoológicas, la pulsión ciertamente
encontraba un marco, pero al costo de que prevaleciera su función de barrera al
Otro. De este modo, la búsqueda inaugural del objeto por el lado de lo inanimado
más que por el de los seres humanos, si bien evita el encuentro con un goce que
tiende a invadir el cuerpo y el campo de las percepciones, tiene un alto precio que
se refleja en lo estereotipado y restringido de su actividad ensimismada. Sin
embargo, tal como sucedió poco después con Elaine, consentir en el uso del
lenguaje oral puede acarrear transformaciones decisivas en el lazo objetal del
autista.

Aunque con un retraso significativo, Elaine finalmente empieza a hablar.


Desde el comienzo, sus locuciones evidencian las características distintivas del
cuadro clínico delimitado por Kanner: inversión pronominal, ecolalias diferidas,
prosodia extraña, y un interés casi excluyente en nombrar y más tarde clasificar
las fotos e imágenes de animales. Paulatinamente empieza a desplegarse el
germen de un Otro de síntesis, de la mano de este saber zoológico de Elaine. A la
vez que se muestra firme en su rehusamiento a los contactos sociales comunes,
realiza comentarios en los que insisten las preocupaciones sobre las mordeduras,
el llanto, la digestión de diversas especies animales. Estas elucubraciones revelan
su estatuto de inesperados esbozos de teorías sexuales infantiles cuando las
meras enumeraciones de animales son reemplazadas por la introducción de
aserciones que establecen una incipiente nexo entre los animales y los humanos:
“los dinosaurios no lloran”, “los cangrejos y los tenedores viven en las barriguitas
de los niños”, “las mariposas viven en los estómagos de los niños, y también en
sus calzoncillos”, “los peces tienen dientes afilados y muerden a los niños
pequeños”.

Más allá del inventario nominativo inicial, no nos pasa inadvertido el posible
esfuerzo de creación de la joven, en el que, por ejemplo, la común expresión
anglosajona “tener mariposas en el estómago” le permite extraer por vía
21
metonímica un humilde recurso simbólico en su intento por inscribir la vida de los
órganos y la pulsión oral en el campo del Otro. Aunque sin pasar por la referencia
fálica y con el estilo general y anónimo propio de las locuciones autistas, en esta
especie de mitemas asoma una singular inscripción inconsciente de las zonas
erógenas, premisa ineludible para que Elaine y “los niños” puedan tener un
cuerpo. He aquí los cimientos de un objeto autístico complejo que, cuando se
instituye, además de dar consistencia a la imagen del cuerpo y de proteger de la
angustia, se distingue por su aporte a la animación libidinal del sujeto. No
obstante, la instauración efectiva de dicho objeto (que ya no estaría pegado al
cuerpo -como la imitación de los animales-, sino alojado en el Otro pero con una
prevalencia de reparos imaginarios) requiere de la ductilidad de un partenaire que
se avenga a adoptar "una sumisión completa…a las posiciones propiamente
subjetivas del enfermo" (Lacan, 1958, 516) En tal sentido, la pregunta por la
ontología del autismo, vigente a partir del abanico de evoluciones tan diversas, no
deja de estar atravesada por el problema del deseo del analista, o, fuera del
dispositivo, del interlocutor con el que tiene que habérselas el sujeto autista. La
recomendación de Lacan dirigida en principio a quienes se aventuren a poner el
psicoanálisis al alcance del sujeto psicótico, muestra aquí toda su pertinencia.
Para conmover el extremo aislamiento autista y propiciar “un modo de subjetividad
del orden de un autismo de a dos” (Maleval, 2009, 170) es necesario un
partenaire dócil que, de manera advertida o no, intente vincularse con el sujeto
“fuera de toda reciprocidad imaginaria y sin la función de la interlocución
simbólica” (Maleval, 2009, 170). A este respecto, cabe señalar que, aunque de
modo general e intuitivo, Kanner advirtió las consecuencias de la posición
diferencial de quien tiene a su cargo la crianza de estos sujetos. Así, la
consideración de los determinantes ambientales del cuadro clínico lo condujo a
rastrear qué fue de los once casos iniciales.

En su estudio prospectivo de 1971, Kanner describe la evolución del


desarrollo de los niños del trabajo original. En cuanto a Elaine, a la sazón con 39
años de edad, la información recolectada hace presumir una extinción de aquellas

22
teorías zoológicas y un recrudecimiento de sus rabietas. “Distraída y agresiva;
hablaba en forma deshilvanada y desprovista de afectividad; corría desnuda por
los pasillos, dispersaba los muebles; se golpeaba la cabeza contra las paredes y
en ciertos episodios pegaba y gritaba” (Kanner, 1971, 214). Tal desarreglo
conductual parece hallarse en indudable relación con su traslado de una
institución asilar a otra. La ausencia de un semejante que intentase alojar el
tratamiento singular que Elaine daba a la pulsión pone de relieve de manera
trágica el peso decisivo del “ambiente” en la evolución de un joven autista. En
efecto, el rumbo tan distinto que siguió la vida de Donald Gray Triplett, caso
inaugural del texto de Kanner, echa luz sobre los posibles resortes del triste
destino de Elaine, cuyos primeros años denotaban un desarrollo muy similar al del
paciente “cero”. El itinerario por diferentes dispositivos de internación, con sus
cuidados anónimos, prescindentes de la alteridad fundamental de toda estrategia
subjetiva autista, dio paso al retorno de los más rudimentarios intentos de
negativización de la pulsión, como lo son los golpes en la cabeza.

Conclusión

Lo planteado anteriormente permite apresar el costado de intento de


solución inherente a las estereotipias autistas frente al goce intrusivo que implica
el no funcionamiento del significante. Los pseudo mitemas de Elaine requerían,
para su eficaz despliegue, de un acompañamiento sensible al relieve de la
envoltura formal que posibilitara, como nos enseña Lacan, una mudanza “en
efectos de creación” (Lacan, 1966, 60). Hacer oídos sordos a los autotratamientos
que encuentra un sujeto, psicótico o no, puede conducir, como en nuestro caso, a
una desarticulación de la estrategia que se traduce, por el contrario, “en efectos de
retroceso”.

23
i
Bianco, José (1946) Sombras suele vestir. Cuadernos de la quimera. Emecé Editores. Buenos Aires, p.
67.
ii
En el texto “¿Qué es un agujero?” (1914) Fabián Schejtman realiza un desarrollo enriquecedor en
torno al concepto propuesto por Eric Laurent “forclusión del agujero”, como mecanismo psíquico distintivo de la
posición subjetiva autista. A la luz de la noción lacaniana de la metáfora paterna, piensa entonces aquel
mecanismo como rechazo de inscripción de la metáfora primordial, primer momento lógico de la metáfora,
borde que procura, tanto en la neurosis como en la psicosis, la inscripción simbólica de la falta, el deseo
materno. Esta ausencia de una traza, de una cicatriz que marque la inconsistencia estructural del Otro, tendría
como correlato en el sujeto autista, la experiencia no de un agujero, sino de un vacío sin límites que se
positiviza en un goce angustiante que invade a un viviente sin cuerpo.
iii
Apenas tres años después de la publicación de su texto inaugural, Leo Kanner aborda estas
peculiaridades lingüísticas de los niños por él evaluados en el texto “Lenguaje irrelevante y metafórico en el
Autismo Infantil Temprano” (1946) poniendo el énfasis, a su modo, en el valor de “creación” que revisten estas
expresiones engañosamente “irrelevantes” para el interlocutor.
iv
Grandin, T. (1986) Ma vie d’autiste. Odile Jacob, Paris, 1994, p. 52 y p. 96.
v
Williams, D. (1992) Si on me touche, je n´existe plus. Robert Laffont, Paris, p. 252.
vi
Este otro sinónimo de aparejo, que evoca fácilmente el mundo del ganado, nos permite detenernos en
el dispositivo diseñado por Temple Grandin, la “máquina de los abrazos” (hug machine), construida a partir de
su fascinación por la manga que lleva al ganado al matadero (cattle chute), presencia cotidiana en la granja en
la que pasaba largas temporadas de su infancia. Cuando el sujeto autista se conecta a un objeto semejante, el
mismo, en casos como el de Temple Grandin, permite bordear, construir un límite, dar una forma, al modo de la
horma de los zapatos, a los objetos pulsionales desregulados, fuente de una excitación intrusiva.
vii
Laurent, Eric (1913) La batalla del autismo. De la clínica a la política. Navarin/Le champ freudien.
Grama Ediciones, 2013.
viii
Miller, J-A., (1989) “Jacques Lacan y la voz”, en Quarto, n° 54, junio de 1994, pp. 47-52.
ix
Williams, D. Si on me touche, je n´existe plus, op. cit., p. 298.
x
Lacan, J. El seminario, libro IX: La identificación, seminario inédito del 6 de diciembre de 1961.
xi
Laurent, E. “Discussion” en L´Autisme et la psychanalyse, Presses Universitaires du Mirail, Toulouse,
1992, p. 156.
xii
R. y R. Lefort, La Distinction de l´autisme, Seuil, Paris, 2003, p. 61
xiii
Williams, D. Quelqu ´un, quelque part, op. cit., p. 264.
xiv
Lacan aprehende la letra “como la estructura esencialmente localizada del significante”, lo que pone
el acento sobre la cara real de este último: una materialidad aislada, anclada en el cuerpo, cortada del Otro. La
letra es un elemento discreto no apto para representar al sujeto.
xv
“La función que yo doy a la letra, afirma, es lo que hace a la letra el análogo de un germen” (J. Lacan,
El seminario, libro XX: Aún, op. cit., p. 89).
xvi
Lacan, J., (1971) “Lituratierra”, en Otros Escritos, op. cit., p. 22.
xvii
El significante posee un valor diferencial, de modo tal que no puede ser idéntico a sí mismo.
Constituye el cuerpo de lo simbólico, su sentido surge de una combinatoria. Si se aísla, deviene letra real,
abierta a todos los sentidos.
xviii
Asperger, H.,(1944) Les Psychopathes autistiques pendant l´enfance, Les empecheurs de tourner en
rond/Synthélabo, Le Plessis-Robinson, 1998, p. 142.
xix
Sinclair, J. (1993) “Don´t mourn for us. Autism Network International”, Our voice. Newsletter of autism
Network International,1,3
xx
Laurent, E., (2007) Autisme et Psychose. Poursuite d´un dialogue avec Rosine et Robert Lefort”. La
Cause Freudienne. Nouvelle Revue de Psychanalyse, 66, p. 116
xxi
Perrin, M.,(2009) Construction d´une dynamique autistique. De l´autogire à la machine à laver” en
Maleval, J-C. (dir.) L´Autiste, son doublé et ses objets, Presses universitaires de Rennes, p. 100.
xxii
Asperger H (1938). "Das psychisch abnormale Kind". Wiener Klinische Wochenschrift 51: 1314–7. (In
English: "The psychically abnormal child". Vienna Clinical Weekly).
En la segunda parte de este ateneo, se ofrece al lector una formalización posible del
trabajo llevado a cabo con dos jóvenes sujetos autistas. El criterio de selección del material
se fundó en la necesidad de ilustrar la diversidad de las presentaciones de esta constelación
clínica que, por ende, conduce a estrategias de abordaje diferentes.
El primer caso intenta llevar a cabo una aproximación a las vertientes más deficitarias
del cuadro delimitado por Kanner. La coexistencia de una grave limitación cognitiva con
manifestaciones clínicas de indudable cariz orgánico y la renuencia del paciente al uso del
lenguaje oral, requirieron, entre otras, de intervenciones en las que el analista hubo de “poner
el cuerpo” a fin de propiciar la apertura de un singular diálogo sin palabras.
En cuanto al segundo recorte, cabe señalar que el mismo puntúa algunos momentos
decisivos de un recorrido junto a una paciente de nivel intelectual normal, cuya evolución
aproxima paulatinamente su presentación clínica al cuadro descripto por Hans Asperger en
1944. En este caso, las intervenciones se dan en el plano discursivo, pero ateniéndose a “las
líneas de fuerza” peculiares que impone la particular estrategia subjetiva desplegada por los
autistas que aceptan hablar.
Más allá del énfasis puesto en los aspectos particulares de estas dos presentaciones
características, en ambos ejemplos se intentó a su vez poner de relieve algo de la
singularidad de las respuestas subjetivas relevadas. Lejos de un saber hacer, de una técnica
reglada enseñable por la práctica, queremos destacar en ambos un punto que resiste a la
generalización. Nos referimos a un “saber arreglárselas” que insiste en toda respuesta
subjetiva a un padecimiento, y que, en cierta medida, resiste a la transmisión mediante
conceptos. Se trata entonces de delimitar lo más singular del síntoma de cada uno, neurótico
psicótico o autista, en tanto límite indomable de lo incurable, para que se abra la pregunta
por el uso posible de eso irreductible.

Entrevistas preliminares en un caso de autismo

Martín, niño de 10 años de edad, padece una discapacidad mental grave asociada a
múltiples hándicaps (síndrome de Down, crisis epilépticas complejas y una significativa
disminución visual). Su madre lo ha llevado a la consulta psiquiátrica en razón de sus
conductas auto-agresivas, manifestaciones que se destacan sobre un fondo de extremo
aislamiento, signado por la ausencia casi total de lenguaje y por sus intereses y actividades
restringidos y estereotipados.

Desde una perspectiva meramente empírica, acorde a las nosografías


contemporáneas, se arriba al diagnóstico de un Trastorno Generalizado del Desarrollo, de
tipo autista, de bajo nivel de funcionamiento. En el marco de esta categoría que obedece a la
lógica del inventario, es de orden sindrómico y resulta en su origen solidaria de una hipótesis
etiológica orgánica, se implementó inicialmente un esquema psicofarmacológico, a fin de
mitigar las autolesiones y el rígido aislamiento de Martín. Aunque los golpes de la cabeza en
el piso y los pellizcos en su cuero cabelludo fueron más esporádicos y menos graves, tales
manifestaciones continuaban apareciendo. Se imponía pensar en alguna estrategia
psicoterapéutica. No obstante, el dramatismo de los cabezazos que el paciente se propinaba
contra el piso así como su aislamiento y carencia de lenguaje dividieron al terapeuta quien,
por cierto tiempo, no fue más allá del apremiante tratamiento medicamentoso. La parálisis
que lo embargaba al momento de disponerse a jugar con Martín era directamente
proporcional al temor al golpe que podía irrumpir en cualquier instante. La indicación
medicamentosa, devenida monoterapéutica por la vacilación del profesional, instalaba, a su
pesar, los riesgos de una respuesta “especializada”; a saber, una respuesta que “fija
entonces el síntoma en una entidad clínica en sí, que corresponde en particular a una
etiología o a una estructura de personalidad, que lo refiere a una técnica terapéutica y a una
interpretación preestablecidas” (Zenoni 2004, 75).

Este atasco inicial, por el que la angustia no le permitía al profesional “dar un paso al
costado” y propiciar un espacio de elaboración en el que el síntoma se implique en la
economía pulsional del sujeto, requería una apuesta que, por un lado, apuntase a conjurar el
peligro de las lesiones y, por otro, alentase la instauración de un lazo transferencial.
Descartada la posibilidad de recurrir a cascos y guantes protectores, que iban en la línea de
la substancialización del problema, se vislumbró una posible salida a partir del recuerdo de
que su madre, en las entrevistas iniciales había manifestado que a Martín le gustaba mucho
el verde, que siempre se estaba yendo al jardín a mirar las plantas.

Se tomó entonces la decisión de atenderlo en un parque al aire libre -donde los golpes
súbitos que el paciente se infligía pudieran ser amortiguados por el césped- y donde se
desplegara su interés por la vegetación. Es en este nuevo espacio donde el analista,
finalmente, pudo animarse a invitar a Martín a jugar.
Resulta oportuno recordar aquí la advertencia preliminar de Donald Winnicot en torno
al valor del juego en el campo del psicoanálisis con niños. Al respecto, el autor señala que
“(…) si [el terapeuta] no sabe jugar, no está capacitado para la tarea. Si el que no sabe jugar
es el paciente, hay que hacer algo para que pueda lograrlo, después de lo cual comienza la
psicoterapia. El motivo de que el juego sea tan esencial es que, en él, subraya Winnicot, el
paciente se muestra creador”. Ahora bien, desde una perspectiva que abreva en las
enseñanzas de Jacques Lacan, debe recordarse que, para que en el espacio de juego se
relance una respuesta subjetiva coagulada en un punto de goce desbordante, es necesaria
la “sumisión completa [del analista] a las posiciones propiamente subjetivas del enfermo”
(Lacan, 1958, 516).

¿Cuáles eran los intereses de Martín en el jardín? Básicamente, tres actividades


solitarias: por un lado, en cuclillas, agitar incesantemente una hoja ante sus ojos; por otro,
arrojar repetidamente un objeto al aire y decir “vaaaa!” hasta que, eventualmente, lo veía
desaparecer en la fronda de algún árbol, o detrás del cerco del vecino. Por último, correr
hasta la pileta para, una vez en el borde, hacer remolinos en el agua con la mano.

Cabe señalar que los intentos de jugar con una pelota, en el sentido de arrojársela el
uno al otro, acompañado por locuciones verbales que lo interpelaban como semejante, no
prosperó dado que, cada vez que Martín la pedía haciendo aspavientos con las manos, luego
aquella era lanzada de modo de hacerla desaparecer. Cuando se lo interrumpía y se le
proponía oralmente alguna actividad nueva, comenzaban los golpes en la cabeza y los gritos,
silabeos repetitivos que acompañaba con el gesto de taparse la boca y las orejas.

Si es la fidelidad a la envoltura formal del síntoma la que nos lleva a ese límite en que
se invierte en efectos de creación (Lacan 1966, 60), entonces era conveniente partir del
relieve particular de estas “propuestas” del paciente. Como se desprende de lo antes
expuesto, el analista había experimentado el fracaso reiterado de “invitarlo a jugar” según
sus propias referencias imaginarias, movido por el anhelo de sacarlo de su encierro autista…
pero sin tener en cuenta las coordenadas de la estructura subjetiva del joven.

Hemos elegido como referencias teóricas particulares en relación con este capítulo de
la clínica, los desarrollos de Jean-Claude Maleval acerca del vínculo del sujeto autista con su
objeto libidinal. En el texto “El autista y su voz”, dicho autor parte de las elaboraciones de
Frances Tustin, sobre la naturaleza del objeto autístico. Según esta psicoanalista inglesa
discípula de Melanie Klein, el mismo –a la vez que es soporte de una relación transitivista-
está provisto de un valor defensivo contra una angustia arcaica de aniquilamiento.

Dejando de lado la perspectiva genética en la que la autora enmarca estas ideas


acerca de la estructura y función del objeto autístico, Maleval propone una nueva lectura que
pone el acento en un aspecto positivo inédito: la búsqueda de una animación libidinal
emprendida por el niño autista a través de tales objetos.

Es esta hipótesis la que, veremos a continuación, sirvió de “regla del juego” en los
posteriores intercambios con Martín.

La agitación de una hoja ante los ojos, en su calidad de objeto autístico simple, provee
entonces de cierta regulación al goce excesivo que invade el cuerpo del niño, en la medida
en que instaura una frontera, un borde entre el sujeto y el Otro. Si bien era menester respetar
la función de éste y de otros objetos autísticos simples, fueron las derivaciones del “juego del
remolino” las que dieron lugar a la instauración de un peculiar lazo transferencial.

En efecto, como fue mencionado anteriormente, el gusto de Martín por el agua se


expresaba en hacer remolinos incansablemente desde el borde de la pileta. Se decidió
imitarlo para luego introducir otras figuras repetitivas en el chapoteo. Al principio indiferente,
el paciente luego buscó la mano del analista para que éste la llevase al agua y continuase
con el juego. Semejante enganche inaugural con el cuerpo del analista anunciaba la probable
instauración de un objeto autístico complejo.

Esta categoría teórico-clínica, que permite pensar desde la máquina eléctrica de Joey,
el paciente de B. Bettelheim, hasta las vacas de Temple Grandin, se refiere a ciertos objetos
-animados o inanimados-, señala Maleval, que favorecen la salida del replegamiento sobre sí
y a la socialización del sujeto autista. En efecto, más allá de su contribución a dar
consistencia a la imagen del cuerpo y a morigerar la angustia, la función mayor de estos
síntomas desborda la de un doble protector: es evidente que los mismos favorecen la puesta
en marcha de una energética pulsional.

Luego del éxito de los juegos acuáticos, cada vez que podía, Martín corría hacia la
pileta. Dado el peligro que esto representaba, el analista lo corría a su vez, lo tomaba de la
mano y seguía corriendo, retornándolo al espacio seguro. Ante este gesto, Martín comenzó a
sonreírse, a dar signos de agrado respecto de este correr juntos, gesto de cuidado que fue
transformándose hasta convertirse en unas carreritas, ahora independientes de la pileta,
jalonadas por un apretón con las manos cada vez que Martín quería agacharse y descansar,
teniendo el analista que hacer lo mismo en cuclillas frente a él.

El juego de las carreras de la mano a posteriori dio lugar, por deriva metonímica, a
corridas en trencito que el joven propuso, ubicándolo al analista al frente y tomándolo de la
cintura desde atrás. Cabe insistir que todos estos juegos de desplazamientos se iniciaban y
cesaban siempre con un apretón con las manos como señal.

La carencia casi total de lenguaje mencionada inicialmente, puede ser repensada a


partir de esta sorprendente manera de comunicarse planteada por Martín. Dicha conducta,
propia de un “silencio obstinado”, nos permite introducir la posición distintiva del autista
respecto del orden del lenguaje oral, propuesta por Maleval: según el autor, los autistas
presentan un trastorno de la enunciación, dependiente de una carencia de la identificación
primordial, que acarrea la imposibilidad de ceder el goce vocal, de inscribirlo en el campo del
Otro. En relación con los otros tres objetos pulsionales, oral, anal y escópico, la voz posee el
privilegio de ser el que comanda el investimiento libidinal del lenguaje, este “aparato de goce”
que permite estructurar el mundo de las imágenes y de las sensaciones del infans. Tal como
en los casos de Virginia y Richard, pacientes descriptos por Leo Kanner en su trabajo
inaugural de 1943, Martín manifiesta un mutismo peculiar, susceptible de ser pensado como
una defensa frente a un goce que insiste más allá del principio del placer, sólo interrumpido
por locuciones esporádicas, o por gritos, causa de un sufrimiento manifiesto en el gesto de
taparse la boca y las orejas cuando intenta tomar la palabra.

El rehusamiento a ceder el goce vocálico, a pasar por el punto de enunciación,


“respuesta insondable del ser”, sin embargo, no deja al autista fuera del campo del lenguaje.
Otra actividad solitaria de Martín así lo atestigua: arroja objetos diversos fuera del campo
visual a la vez que dice “vaaaa!”. Esta vocalización aislada -a diferencia de la que acompaña
el juego del carretel del niño freudiano - responde a la lógica del signo y se limita a nombrar
un alejamiento, una puesta a distancia, en un intento por llevar a cabo la pérdida controlada
de un objeto demasiado presente. ¿Acaso nos encontramos aquí ante el mínimo esbozo de
un encuadre imaginario de un real no negativizado?
Si tal como afirma Eric Laurent, aplicar el psicoanálisis al autismo, consiste en
“permitirle al sujeto desprenderse de su estado de repliegue homeostático sobre el cuerpo
encapsulado y de pasar a un modo de “subjetividad del orden de un autismo de a dos”, es
necesario entonces hacerse el nuevo partenaire de este sujeto, fuera de toda reciprocidad
imaginaria y sin la función de interlocución simbólica. Eventualmente, desde el lugar de
objeto autístico complejo que el paciente nos ha asignado.

Volviendo a los juegos iniciales desplegados por Martín, puede decirse que los
mismos se complejizaron paulatinamente. Los descansos en cuclillas que escandían las
carreras dieron lugar al “empujón”: estando los dos agachados, Martín empezó a intentar
alejar el cuerpo del analista con las manos. Este eligió dejarse caer y rodar a cierta distancia,
a la vez que acompañaba el movimiento con un “uhhh!”. Una y otra vez, Martín retomó este
juego y, en un momento dado, para sorpresa del terapeuta, empezó a proferir un “vaaa!
mientras miraba con alegría alejarse el cuerpo del profesional por el pasto. Luego, la
decisión de introducir en este juego una réplica en espejo dio lugar…a la guerra de
empujones!

Esta “guerra” revestirá finalmente un valor decisivo en los encuentros con el paciente:
es a partir de dichos intercambios placenteros que Martín consiente en introducir el cabezazo
en el campo de la transferencia, pero ahora, podría decirse, con el valor de un gesto de
catch. Se sonríe, y le da un topetazo moderado al analista en el abdomen mientras éste
emite una queja, también fingida.

Las invenciones lúdicas singulares de nuestro joven autista consideramos sólo fueron
posibles a partir de que el partenaire intentara “hacerse a un lado”, tomando en cuenta las
posibilidades que brindan las “líneas de fuerza” impuestas por la particular economía
pulsional de la estructura subjetiva del paciente.

En su texto “Psicopatía autística en la infancia” Hans Asperger aconseja que, para


hacerse escuchar por un autista, es necesario hablarles “sin aproximarse a ellos de modo
personal”, con calma y sin emoción, afectando “una pasión apagada”. Si bien la
recomendación del clínico austríaco estaba destinada a los educadores, los analistas pueden
beneficiarse de esta observación. A diferencia de aquellos, éstos intentan poner en suspenso
toda posesión de un saber que pretenda procurar el bien del sujeto. Sin embargo las
locuciones en tercera persona, alusivas, acompañadas de una prosodia que oculte la voz del
partenaire, puede constituir un vehículo para la intervención por la palabra. No para conducir
al desciframiento de un saber no sabido, sino para favorecer la construcción de un saber. En
ese sentido, a modo de conclusión provisoria, cabe agregar una última viñeta clínica. En el
fragor de la guerra de los empujones, en una oportunidad, el analista se sorprendió a sí
mismo, gritando “¡Titanes en el ring!”. El surgimiento de la subjetividad del profesional,
signado por la irrupción de sus recuerdos infantiles, no obstante dio lugar a la reflexión sobre
el valor de introducir al comentarista de catch durante los episodios de lucha. Servirá tal vez
de puntapié inicial para la futura elaboración de un Otro de síntesis?. Lo cierto es que, bajo el
baño ocasional de la descripción estereotipada de algunas contiendas, moldeada por las
cadencias de los relatores de cien por ciento lucha, Martín propone gustoso comenzar a
jugar una y otra vez, sin taparse las orejas.

Winnicot, D. Realidad y juego [1980], Granica, Buenos Aires, 1980.


Tustin, F., Les états autistiques chez l´enfant [1981], Seuil, Paris, 1986, p. 14-15.
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Esta segunda formalización tiene por objeto establecer las coordenadas de la


perturbación y el restablecimiento de la relación especular en ocasión de un “mal encuentro”
con el objeto de la pulsión, en una paciente autista. Con el auxilio de herramientas
conceptuales del psicoanálisis de orientación estructural, se intentará discernir la posición de
este sujeto desde la perspectiva de la articulación del fenómeno a sus determinantes
causales.
A partir del supuesto lacaniano clásico que postula la heteronomía del registro
imaginario respecto del orden simbólico, a continuación intentaremos precisar en este caso la
fenomenología de la descompensación yoica para luego interrogar sus correspondientes
coordenadas estructurales.

“La tocada”

Atendiendo a que los autistas prescinden de la referencia fálica, pero con la convicción
de que cuentan no obstante con la posibilidad de establecer eventualmente un lazo
transferencial beneficioso con un analista, se decidió recibir a quien llamaremos María Celina
en un espacio semanal, al que concurre desde hace ya muchos años. Derivada por su
extremo aislamiento social y sus serias dificultades para tolerar el contacto físico con sus
semejantes, ya desde las primeras sesiones mostraba un claro interés por la escritura y el
dibujo. Advertido el valor de semejante tratamiento incipiente y singular del goce por este
“objeto autístico” (Maleval, 2010, 7), se alojaron en las sesiones estas actividades
absorbentes y estereotipadas de la paciente. A partir de esa ya distante primera etapa, y
como corolario de un recorrido singular, María Celina se ha dado una identidad de “chica” por
fuera del Edipo, entre cuyos objetos imaginarios de sumo interés se encuentran los novios.
La paciente ya cuenta con varias relaciones en su haber, de carácter esencialmente
platónico, aunque jalonadas por los besos y caricias furtivos que los sucesivos pretendientes
logran sustraer a la mirada vigilante de la chaperona que, por decisión de los padres de
María Celina, siempre la acompaña en ocasión de sus encuentros en los bailes. No obstante
despertar en la paciente ansiedad e incertidumbre, sus espaciadas citas amorosas
constituyen una fuente de indudable placer y alegría, sobre todo en relación con los
modestos acercamientos eróticos del partenaire de turno. Fuera de ello, tales noviazgos son
esencialmente “telefónicos”: es bajo esta modalidad que la paciente toma la iniciativa para
contactarse con su eventual compañero. Una y otra vez, María Celina puede llamar a su
novio con el único propósito de que éste le confirme y le repita la lista de regalos prometidos.
El marcado carácter estereotipado de estas llamadas “interesadas”, revela nítidamente la
persistencia del aloness y del sameness, síntomas primarios y patognomónicos del autismo
postulados por Kanner en 1956. No obstante la aparente estabilidad de la vida de la
paciente, en un momento dado esta existencia rutinaria se ve conmovida por la irrupción de
un malestar creciente. María Celina se muestra angustiada: inquieta, desasosegada, se baña
compulsivamente varias veces por día y presenta dificultades para dormir; a ello se agregan
quejas repetidas de “maltratos” por parte de uno de los asistentes del centro de día al que
concurre, al punto de no querer asistir a dicho establecimiento. En el transcurso de una
sesión, instada a que precise el relato vago y siempre cambiante de las mortificaciones de
las que sería objeto por parte de Juan (miradas burlonas, menor ración de comida en el
almuerzo, retos injustos), la paciente decide terminar la entrevista y se retira a esperar a su
madre en la sala de espera. Sin cerrar la puerta divisoria, la joven permanece en silencio
unos minutos hasta que, finalmente, formula una pregunta angustiosa desde el otro cuarto:
“¿Puede un hombre embarazar a una mujer si le toca los hombros? ¿Estaré embarazada?
Juan se apoyó en mis hombros varias veces esta semana.”

A partir de esta enunciación consternada, el desasosiego que la embargaba desde


hacía unos días revela su dramática coincidencia con el profundo malestar que, de niña, la
invadía cuando su madre eventualmente la tocaba en el transcurso de las actividades de la
vida cotidiana. Esta experiencia invariablemente conducía –y actualmente en ocasiones
conduce- al mismo ritual apaciguador: bañarse y cambiarse de ropa, incluso varias veces al
día. La paciente designa con un nombre neológico, adialéctico, “la tocada”, tanto la molestia
que invade su cuerpo en semejantes circunstancias como su estrategia defensiva frente a la
misma. Pero, ¿por qué ha reaparecido esta molestia únicamente con Juan y no con los
varios novios que ya la han “tocado”? La respuesta a este interrogante la encontraremos si,
más allá del extravío imaginario al que nos conduce una comprensión anticipada, intentamos
rastrear los resortes de la descompensación por el lado de lo real del lenguaje.

La ocasión de retorno de “la tocada”

Para fundamentar nuestra hipótesis acerca de los determinantes que prestaron su


eficacia patógena al acercamiento corporal de Juan a nuestra paciente, es necesario dar un
rodeo por los hitos principales de la invención autista de María Celina.

En ese sentido, cabe señalar en primer lugar que la indicación dada por Lacan en el
seminario de La angustia, según la cual en la psicosis el analista debe incorporar el objeto a,
el objeto que es efecto del decir de su paciente, se reveló fructífera en el encuentro inaugural
con la paciente: los dibujos iniciales de rostros anónimos de grandes ojos inexpresivos y
mirada penetrante, fueron reemplazados por la reproducción incesante de la imagen de las
“sailor moon”, grupo de amigas púberes cuyas aventuras contaba un animé japonés de la
época. La febril reproducción de estas imágenes se acompañaba de la enumeración repetida
de sus nombres, de sus trajes característicos y de la evocación -muchas veces ecolálica- de
fragmentos de diálogos de los personajes. Con firmeza, pero imprimiéndole a la intervención
una modalidad “objetiva e impersonal” (Asperger 1944, 9) se invitó a la paciente a que
relatara algo nuevo de la vida de estas chicas: “¿acaso las sailor no crecen, no se ponen de
novio, no estudian, viven, mueren?” En las sesiones siguientes, la paciente comenzó a
relatar historias en las que los personajes transitaban vidas diversas: algunas se ponían de
novio, una se casaba, otras estudiaban, una cuarta permanecía soltera. De manera
simultánea, empezó a producirse en la joven un modesto acercamiento a sus compañeros de
escuela. La homofonía existente entre las primeras sílabas del nombre compuesto de la
paciente y el del grupo de las heroínas del dibujo animado permite pensar estas
producciones como un pivote que posibilita la instalación de un doble de anclaje metonímico.
Tal como lo señala Jean –Claude Maleval, este recurso, “si bien no le permite al sujeto
[autista] alojar su goce en el campo del Otro, es un canal hacia el otro que vuelva posible la
construcción de un Otro de síntesis que franquea cierta entrada en el lazo social” (Maleval,
2010, 49). Intrincados con este doble imaginario, encontramos indicios de un objeto autístico
remozado, en la fascinación de la paciente por la ropa y los accesorios femeninos cuya
enumeración en listas de compras siempre renovadas jalonan su vida, sus proyectos a futuro
y las demandas que le dirige a sus semejantes, tal como lo atestiguan las llamadas
telefónicas “interesadas” a sus novios sucesivos. Es necesario señalar que dichos inventarios
tienen un estricto correlato escrito, y con el título de “preocupaciones” van acumulándose a
tal punto, que “no hay otro lugar donde ponerlos o a quién dárselos” más que al analista.

Cabe agregar que, durante varios años de su primera infancia, María Celina padeció
un intenso temor angustioso a “los bastones, a los palos”, descripción imprecisa y definitiva
de la niña, siempre refractaria a toda dialectización, de una experiencia compatible con el
retorno alucinatorio del lenguaje en lo real. Este antiguo elemento intrusivo, desregulado,
puede atisbarse atemperado en las actuales sucesoras de las “sailor moon”: las “chicas
palito”, jóvenes delgadas, vestidas con esmero, que ella ve por la calle cuando concurre al
centro de la ciudad, de paseo o para asistir a la sesión, de quienes sólo esporádicamente –
en tanto objeto-doble transitivista-, en el cruce de miradas, puede surgir un gesto
persecutorio. De esta manera, puede aseverarse que la paciente comenzó a vestir esos
restos no especularizables (mirada y voz) a partir de las invenciones referidas que llevan la
marca particular de la posición del sujeto en la estructura, recursos que, años después, son
puestos a prueba por el encuentro con Juan.

Días antes de la escena con el asistente del centro de día, la paciente se entera de
que éste ha dejado encinta a una compañera de trabajo del establecimiento en el marco de
una relación extramatrimonial; la empleada, de licencia a partir de enterarse de su estado, se
llama, podríamos decir, Mara Selva. Encontramos aquí, bajo la forma de un mal encuentro, el
retorno perturbador de su doble, matriz constituyente de su yo en la que la homofonía de los
fonemas iniciales de un nombre compuesto, embaraza por vía del transitivismo especular el
cuerpo de nuestra paciente de un goce no simbolizado.

Epílogo

Si la fidelidad a la envoltura formal del síntoma nos lleva a ese límite en que se invierte
en efectos de creación (Lacan 1966, 60), el trabajo del analizante sólo se torna posible a
partir de la “sumisión completa [del analista] a las posiciones propiamente subjetivas del
enfermo” (Lacan, 1958, 516). Esta perspectiva nos conduce a adoptar estrategias distintas
para el abordaje del malestar en las respectivas situaciones vitales de nuestros diversos
pacientes.

Así, en lo que atañe a la pregunta acuciante de María Celina, se optó por una locución
informativa, una vez más bajo una modalidad impersonal y objetiva que, siguiendo las
intuiciones de Asperger, haga de semblante de objeto autista: “las mujeres no quedan
embarazadas al ser tocadas por un hombre. Una mujer puede quedar embarazada sólo si
tiene relaciones sexuales con un hombre.”. A pesar de su carácter imaginario y su apariencia
banal, esta intervención se mostró eficaz en su función de propiciar, una vez más, la
reelaboración del Otro de síntesis, capaz de relanzar la dinámica subjetiva que aporte una
regulación al goce intrusivo.
Referencias bibliográficas

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