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Con una tímida sonrisa, que oculta una conocida sensación de desespero, recuerdo

a la señorita Scott cada vez que cierro los ojos. No me siento avergonzado ni culpable, pues ella
fue la mujer que dio sentido a mi vida la primera vez que la vi. Ocurrió el 17 de marzo de 1.982,
en el pequeño pueblo de pescadores donde yo vivía, en la costa occidental de Irlanda, la «Isla
Esmeralda», la tierra de la magia, de la sabiduría celta, de la cerveza negra, un pequeño rincón en
el océano Atlántico que enmudeció los gritos de los vikingos siempre trataron de invadir la isla.
A pesar de que la contratación de la nueva maestra había sido muy comentada durante las
últimas semanas, Ellen Scott llegó sin hacer ruido poco antes de ponerse el sol, casi de puntillas.
Fue recibida en casa del alcalde por su esposa, por el cura y por la señora Murray, la posadera, una
mujer de cuarenta y tantos, corpulenta y rolliza, casi sin cuello, y con fama de chismosa.
Yo, que no formaba parte del reducido comité de bienvenida, pasaba por allí en el momento en
que el coche del alcalde se detuvo en la puerta. Entonces, igual que un ángel bajando las escaleras
del cielo, la señorita Scott descendió del vehículo, cegando con su belleza mis jóvenes ojos.
Recuerdo que, a mis doce años, me pareció la mujer más hermosa que había visto en mi vida, y a
día de hoy sigo sin haber conocido a otra como ella.
Mientras tanto, un buen número de vecinos celebraban el día de San Patricio en la posada de la
«Media Milla», propiedad de la señora Murray.
―¡Ha llegado, ha llegado! ―la señora Murray entró en la posada con un golpe de efecto y
anunció a la concurrencia la noticia que todos esperaban―. Ha llegado hace unos minutos con el
alcalde, en su flamante coche rojo.
―Estas no son horas de llegar ―masculló John Bradley, el veterinario del pueblo, un hombre
de sesenta años, aspecto distinguido y con las cejas muy pobladas―. Las mujeres decentes llegan
por la mañana, cuando las murmuraciones quedan en nada a plena luz del día ―sentenció.
Compartiendo mesa con el veterinario, estaba el doctor Jim Kerrigan, cercano a los cincuenta,
alto y de mirada penetrante.
―¡Tú y tu moralidad, John Bradley! ―gruñó el doctor―. Deja que la señora Murray prosiga,
porque si tú no tienes interés, los demás sí.
Un murmullo general confirmó el interés de los que allí estaban, menos el del veterinario, que
prendió el tabaco de su pipa con total indiferencia.
―Ahora están en casa del alcalde donde, según las malas lenguas, pasará la noche ―prosiguió la
posadera―. Su esposa no ha puesto un solo pero, a pesar de la tierna edad de su retoño, que ya es
todo un hombre con diecisiete años. En este aspecto estoy preocupada, porque el decoro exige
que dos jóvenes, de distinto sexo, no compartan el mismo techo salvo que sean hermanos o
matrimonio, claro está.
―¿Es hermosa? ―preguntó Brad, el mayor de los Daly.
―Eso no es de tu incumbencia, jovencito ―respondió la señora Murray―. Lo mejor será que
tú, al igual que los muchachos del pueblo, te mantengas bien alejado de ella; una señorita tan
refinada está muy por encima de tus posibilidades… ¡Y de tu entrepierna!
Todos los presentes rieron, animados por el alcohol y el comentario jocoso de la posadera. Brad
escondió la cabeza.
―Pero díganos cómo es, señora Murray. ¿Usted la ha visto? ―quiso saber una de tantas voces.
―¿Cómo es…? ―la posadera trató de ordenar la información en su cerebro―. Pues no sabría
precisarlo, porque tampoco he visto u oído mucho, pero me consta que es una señorita
distinguida, de origen escocés, que tiene veintisiete años y es soltera, ni alta ni baja, normalita, pero
su cuerpo es delgado y tiene cuello de cisne. También es hermosa, joven Daly, con un gracioso
lunar junto a la boca, y sus cabellos son dorados y largos, con tirabuzones y dos caracolillos muy
simpáticos en la frente.
―¡Pues menos mal que «no sabría precisarlo», señora Murray! ―exclamó el veterinario antes de
soltar un par de carcajadas―. Como testigo de un crimen no tendría precio porque… solo le ha
faltado decirnos si se peina a la derecha, a la izquierda, con la raya al medio o si tiene cera en los
oídos.
Una lluvia de trozos de pan y restos de comida impactó contra el rostro de Bradley, que se
protegía con el brazo derecho al tiempo que lanzaba maldiciones.
Tan solo un hombre entre los presentes parecía ajeno a cuanto se hablaba. Se trataba de Donald,
el encargado del faro durante los últimos sesenta años. Este conservaba la vista como la de un
águila, a pesar de su avanzada edad, pero su oído había conocido tiempos mejores.
―Entonces… ¿Quién es el que ha muerto? ―preguntó muy convencido―. Creo que tengo para
el entierro un traje que todavía no se han comido los ratones. ¡Ya vamos quedando menos…!
A pesar del evidente despiste del viejo farero, ninguno de los clientes osó reírse, por respeto, ya
que todos tenían algo que agradecerle a lo largo de los años; unos, algún que otro préstamo de
dinero no devuelto; otros, sabios consejos regalados en el momento preciso; y los que menos, la
bondad que atesoraba en su corazón.
―Y… ¿Cuándo empezará con las clases? ―preguntó, con voz grave, un hombre barbado―. Yo
paso muchos días al año en el mar, pescando los peces que muchos coméis, y no puedo hacerme
cargo de la prole. Además, todos sabéis que mi esposa está enferma y tampoco puede… ¡Maldito
reuma del demonio!... Y es mi cuñada quien nos echa una mano siempre que puede ―añadió con
un hilo de amargura en la voz.
La posadera, conmovida por el triste pescador, se acercó a su mesa y le sirvió un vaso de ron
que llenó hasta rebosar.
―Este va por mi cuenta ―le dijo la señora Murray―. Haces bien en preocuparte por tus hijos,
pero harías mejor en vigilar a tu cuñada, porque cuida más de sus cerdos que de esos angelitos
que Dios te ha dado. A él deberías dar gracias todos los días: tu esposa enfermiza vale más que
esa cochina.
El ambiente festivo quedó empañado por la amarga historia del pescador, ya que todos, unos
más y otros menos, compartían la misma preocupación. Nueve meses sin maestra en el pueblo
eran excesivos, y los niños precisaban alguien que les educase durante cinco o seis horas al día,
por las mañanas, mientras los padres trabajaban y las madres cuidaban del hogar. Durante esos
nueve meses, tres personas poco capacitadas ejercieron la docencia; el primero fue el propio
alcalde quien, entre sus negocios y la gestión del pueblo, no aguantó más de dos semanas; a este
le siguió la esposa del jefe de policía, mujer de fuerte carácter que terminó desquiciando a los niños
en un mes; y por último, con un record de dos meses, el notario, la persona más culta del pueblo,
que solo disponía de tres o cuatro horas por las tardes, cuando los niños podían estar con sus
madres o jugando en la calle.
La señora Murray, viendo a sus clientes preocupados y sin consumir, salió a la calle con la
promesa de no volver hasta conocer todos los detalles, que compartiría con ellos sin obviar uno
solo.
Regresó corriendo media hora más tarde, con una extraña mueca en el rostro. El local
enmudeció en el preciso momento en que la posadera entraba. La expectación era máxima.
―Bien, queridos amigos ―dijo al tiempo que recuperaba el aliento―. Sin ser oficial, porque lo
he sabido por medios poco fiables, parece ser que la nueva maestra comienza las clases el lunes, y
no habrá vacaciones en verano para que nuestros hijos recuperen el tiempo perdido. ―Los gritos,
vítores y abrazos surgieron espontáneamente por doquier. Cesaron tras unos segundos y volvió a
reinar el silencio―. Lo que me preocupa… es que vivirá en el viejo molino.
Los presentes intercambiaron miradas sombrías. Luego murmuraron.
―¿El viejo molino? ¡Imposible! ―exclamó horrorizada, al tiempo que se santiguaba, una mujer
de mediana edad que estaba apoyada en la barra.
―¡Ese lugar es siniestro! ―añadió otro―. ¡Desde que ocurrió aquello, nadie quiere vivir allí!
En el pueblo, todos coincidían en que el viejo molino hidráulico era siniestro. Había sido
levantado, casi un silgo atrás, junto al arroyo que bajaba de la colina, a la entrada del bosque y a
dos millas del pueblo. Se llegaba a él a través de un estrecho camino de tierra y comprendía, unidas
por una pasarela, dos construcciones de piedra bien diferenciadas: el molino, propiamente dicho,
en el margen derecho, y una vivienda de dos plantas en el izquierdo. A la muerte del molinero,
viudo desde hacía cinco años, su único hijo decidió vender la propiedad y marchar a Dublín.
Los nuevos propietarios, una pareja de recién casados venidos de fuera, se establecieron allí con
intención de formar una familia. En menos de un año la mujer quedó en cinta, y el joven
matrimonio no podía ser más feliz. Pero un buen día ocurrió una tragedia que conmocionó a
todos los habitantes del pueblo. Se cumplía el séptimo mes de embarazo, y ambos se disponían a
cenar cuando la muchacha se puso de parto. Él, muy nervioso, cogió la motocicleta y fue a buscar
al médico, dejando a su esposa sola.
―¡No es posible, doctor, aún faltan dos meses! ―dijo el marido, asustado―. ¡Corra, corra,
porque está postrada en la cama con fuertes dolores!
Cuando el médico llegó al molino, el recién nacido estaba muerto entre los brazos de su madre,
que lloraba desconsolada mientras lo acunaba. Ella también falleció debido a las complicaciones
del parto. El esposo quedó desolado porque se culpaba de lo sucedido. Casi se volvió loco de
pena, y solían verle vagando con la mirada perdida. Finalmente, no pudo soportar la angustia y se
arrojó al vacío desde lo alto del acantilado.
―¡Satanás lo sedujo! ―murmuró la posadera al tiempo que caminaba muy despacio entre los
presentes, con el tronco encorvado y los brazos extendidos hacía los lados, imitando a una bestia
alada. Todos abrieron mucho los ojos, espantados―. Tuvimos que esperar a que bajara la marea
para llegar a él desde la playa. Algunos de vosotros lo visteis: estaba destrozado sobre una gran
roca, con la columna hecha añicos y múltiples fracturas, con el cráneo partido como un melón y
los sesos esparcidos sobre el lecho pétreo. Pero, sorprendentemente, tenía los ojos abiertos y una
macabra sonrisa en el rostro, como si se riera de nosotros. Todos dijimos que había sido obra del
diablo, que aquello era imposible tras caer desde ochenta metros de altura. El doctor Kerrigan
puede confirmarlo, él había llegado al pueblo a sustituir al viejo médico, y certificó la muerte del
suicida, aunque, dadas las circunstancias, poco había que certificar. ¡Satanás lo sedujo, lo repito,
porque Dios no quiere a los suicidas!
―¡Tonterías! ―exclamó el veterinario en voz alta―. Cuentos de viejas para asustar a los niños,
y delirios de borrachos cuando no saben de qué discutir. Solo los niños y los idiotas pueden creer
algo así. ―Hizo una breve pausa y miró en todas direcciones―. ¡Y no veo a ningún niño entre los
presentes! ―añadió.
―Tenga cuidado con lo que dice, John Bradley, que nadie le ha faltado ―le respondió un
hombre de mediana edad, robusto y feo, que tenía una gran cicatriz cruzándole el rostro ―.
Guárdese su arrogancia donde le quepa.
Nadie, salvo aquel hombre, osó contestar a Bradley.
―¡Perdón, perdón, perdón! ―repitió el veterinario con cierto retintín―. Pido disculpas a los
ofendidos y rectifico «idiotas» por «necios».
―¡Le voy a dar a usted…! ―gritó el de la cicatriz en el momento en que se abalanzaba sobre él
con intención de estrangularlo.
Varios clientes tuvieron que retenerlo.
El veterinario, todavía con restos de comida en el pelo, se levantó de la silla y caminó con
desgana entre la gente hasta la barra.
―Dame otra pinta, Tom Murray ―ordenó al posadero. Luego, con la cerveza en la mano,
levantó la jarra ante quienes le observaban―. ¡Sois todos unos cobardes! ―les gritó visiblemente
ebrio―. Me apuesto una pinta diaria, todos los días del año, a que la maestra aguanta más de seis
meses en el molino. Todo lo que se dice son tonterías y no hay fantasmas ni espectros, o como
los queráis llamar. Tampoco ocurre nada fuera de lo normal: los muertos, muertos están y
enterrados en el cementerio, de donde no tienen motivos para salir… ¡Ni ganas de ver a ninguno
de vosotros!
Contrariamente a lo que pensaba el veterinario, muchos afirmaban haber visto u oído en el
molino fenómenos extraños que ponían los pelos de punta: sonidos y gritos aterradores, el llanto
de un niño pequeño, misteriosas luces que se encendían y apagaban, siniestras sombras en noches
de luna llena… Incluso, alguien juró y perjuró haber visto al suicida en la ventana del dormitorio,
tras el cristal, mientras le miraba con aquella extraña sonrisa que tanta conmoción había causado.
―¡John Bradley, deja de hacer el payaso y compórtate como una persona cabal! ―le gritó el
doctor cuando se levantó de su asiento, avergonzado por el comportamiento de su amigo―. Deja
que la gente crea lo que quiera; no eres nadie para juzgar a los demás.
―¡Jim, Jim, Jim! ―repitió el veterinario mientras se tambaleaba de un lado a otro―. Mi buen
amigo Jim Murray. Tú eres el más cobarde de todos, porque tienes cerebro y no lo utilizas.
El doctor, que no tenía intención de discutir con su amigo, hizo un gesto despectivo con la
mano y volvió a sentarse.
―¡Basta, señor Bradley! ―le dijo la posadera mientras intentaba quitarle la jarra de cerveza―.
¡Váyase a su casa! ¡Se lo pido por favor! Aquí ya no le servimos más bebida por hoy ―añadió al
tiempo que hacía un gesto con los ojos a su marido.
―Ya me voy, señora Murray, pero, antes de irme, quiero saber si alguno de estos cobardes
acepta mi apuesta.
Todos callaron, y por un momento reinó una tensa calma. Entonces, sin que nadie lo esperase,
se alzó la voz del doctor.
―¡Yo acepto tu apuesta, John Bradley! ―Jim Kerrigan solo pronunciaba el nombre y apellido
de su amigo cuando estaba molesto con él―. Pero cerveza gratis todo el año es poco por frenar
tu insolencia… ¡Eres mal pagador a largo plazo!
El veterinario quedó muy sorprendido al escuchar la voz de su amigo predominando entre los
murmullos.
―¿He oído bien, Jim Kerrigan? No sabía que tú creías en esas bobadas. Te tenía por un hombre
sensato. Pero levanta para que pueda verte la cara y saber si pretendes tomarme el pelo.
El doctor se puso en pie y dirigió sus pasos hacia el veterinario.
―No, no creo en esas cosas. ¡Faltaría más! ―la respuesta del doctor fue tajante―. Pero sí creo
en el poder de persuasión de esos chiquillos insoportables; ellos son más capaces que «los
fantasmas».
―Entonces… ¿Qué sugieres, estimado Jim, en lugar de cerveza gratis? ―preguntó Bradley.
―Apuesto mi coche contra 20.000 libras tuyas. Con eso me conformo con tal de frenar tu
arrogancia.
John Bradley no podía creer lo que la fortuna le servía en bandeja de plata. Durante un par de
años había insistido en comprar al doctor su clásico descapotable de los años cuarenta, pero este
siempre se había negado a pesar de que, en los últimos meses, le había hecho ofertas que superaban
aquella cantidad.
―Creo que merece la pena correr el riesgo, estimado Jim, y todos son testigos de tu imprudencia
―dijo el veterinario señalando a los asistentes. Luego miró el interior de su jarra, y bebió de un
solo trago el contenido―. Sea como quieres: tu coche contra 20.000 libras mías. ¡No hay más que
hablar!
Jim Kerrigan y John Bradley se estrecharon la mano, y así terminó la velada en la posada de la
«Media Milla».

En aquellos días , el viejo molino pertenecía al ayuntamiento ya que nadie había


reclamado la propiedad. Su estado era lamentable, de total abandono tras dos años deshabitado,
y hubo que adecentarlo para la nueva maestra. Esta se enteró de la leyenda negra del molino y de
la apuesta través de la señora Murray, una de tantas tardes que tomaba el té con ella y con la señora
Collins, la esposa del acalde. Pero la señorita Scott afirmaba ser una mujer de ciencia y no creía en
mitos y leyendas, muy comunes en el folclore de su tierra natal. Asimismo, opinaba que la puesta
tan solo era una chiquillada propia de personas mayores en estado de embriaguez, y no le daba
mayor importancia.
Muchos le cuestionaron que viviera en aquel lugar aterrador, y ella les respondía que allí se sentía
abrazada por la naturaleza y sosegada por el rumor del arroyo antes de dormir. No obstante, le
incomodaba sentirse observada, vigilada por curiosos que acudían al molino con intención de
verla correr espantada.
Pero la señorita Scott era una mujer decidida, y durante un par de meses luchó contra el clima
y los inconvenientes del camino, sin desanimarse, pensando que su sacrificio merecía la pena.
Incluso, dos o tres niños solían acompañarla al salir de la escuela, hasta que sus padres se enteraron
y no lo hicieron más. Pese a ello, la señorita Scott siempre veía el lado positivo de las personas y
estaba muy satisfecha porque los alumnos ponían interés en aprender.
Así llegó el verano, y el viento templado del atlántico espantó a las nubes grises. Entonces todo
cobró vida, y surgieron por doquier océanos de flores aromáticas, legiones de insectos
disciplinados y nebulosas de aves cubriendo el cielo.
En el pueblo también se notaron los efectos del buen tiempo, y decenas de turistas llegaron de
todas partes. La señora Murray, como consecuencia de la invasión, colocó el cartel de «completo»
en la puerta de su posada, y los que no encontraron allí alojamiento tuvieron que conformarse con
alquilar habitaciones en casas particulares.
Todo era perfecto hasta que una madrugada, poco antes del alba, alguien irrumpió en el pueblo,
corriendo y gritando por la calle principal y despertando a todos los que había podido.
Ajeno a cuanto ocurría en la calle, el jefe de policía, Adam Brooks, había dado una cabezadita
sobre su escritorio. Esa noche estaba de guardia en el edificio de la Garda ―la policía de la
República de Irlanda― y el sueño le venció redactando unos informes, que poco tenían que ver
con sus funciones, para el alcalde. Varias veces llamaron al timbre de la puerta, insistentemente, y
el buen hombre ni abría los ojos ni levantaba la cabeza de la mesa. Tuvo que ser el Alcalde quien
le despertara con una llamada de teléfono, que no sentó nada bien al policía, ya que lo tenía cerca
de su oreja y, sobresaltado, cayó de espaldas al suelo.
―¿Cuál es la urgencia? ―preguntó el agente Brooks, visiblemente desorientado, al tiempo que
se ponía la gorra y la chaqueta del uniforme en mitad de la calle. Alguien tuvo que ayudarle porque
el pobre, gordo y bajito como un tonel de vino, no era capaz por sí solo.
Todos los presentes le miraron con cara de circunstancia.
―Brooks ―le dijo el alcalde ―, no sabemos lo que ocurre, porque la maestra está fuera de sí.
―No hay problema, Señor alcalde ―dijo el policía―. Aparte y deje el asunto en mis manos. ¡Y
esto va por todos! Dejen a la pobre mujer que respire, porque entre todos le roban el aire.
El policía trató de averiguar qué le había ocurrido a la maestra, pero esta, descalza y vestida tan
solo con un camisón blanco, balbuceaba cosas sin sentido.
―¡Vamos, señores, que alguien llame al médico! ―ordenó el agente levantando mucho la voz―.
El resto váyanse a sus casas.
Dentro de la comisaría, llevaron a la señorita Scott a un pequeño cuarto donde los agentes
acostumbraban a dormir por las noches, cuando estaban de guardia. La sentaron sobre la litera, y
el jefe de policía echó a todos los que no habían obedecido su orden. Tan solo quedaron él, el
alcalde, la esposa de este y el doctor, que llegó pocos minutos después.
―Dígame, señorita. ¿Qué es lo que ha pasado? ―quiso saber el policía, que sostenía en la mano
un pequeño cuaderno donde anotar lo que la maestra declarase.
―¡Mire que es usted insensible, Brooks ―le recriminó la señora Collins―. ¿No ve que la pobre
sigue angustiada?
―No, señora Collins, no se preocupe, que ya estoy mucho mejor ―aseguró la maestra―. ¿Antes
de explícales, podrían darme un vaso de agua?... Tengo la boca muy seca.
―¡Cómo no la va a tener seca después de los gritos que ha dado! ―dijo la señora Collins,
mostrándose comprensiva.
Con el vaso de agua entre las manos, la maestra se disponía a beber cuando el doctor intervino.
―Aguarde, Ellen ―le dijo con un tono de voz muy suave y llamándola por su nombre de pila,
como acostumbraba a tratar a sus pacientes―. Espere, que le voy a dar un calmante para que se
lo tome con el agua. Le vendrá muy bien.
La señorita Scott tragó la píldora y dio un buen trago de agua, luego se dispuso a narrar, sin
prisas, lo que le había sucedido.
―Yo estaba acostada en la cama, profundamente dormida, cuando, de repente, unos gritos de
mujer me han sobresaltado. A estos ha seguido el llanto de un niño pequeño. Recuerdo que no
podía moverme por mucho que lo intentaba. Tampoco veía nada porque estaba muy oscuro mi
dormitorio. Luego he oído ruido en la cocina, en el piso de abajo, como si alguien removiese
objetos, después unos pasos, seis o siete, no sabría precisarlo. Intentaba con todas mis fuerzas
incorporarme de la cama, a pesar de que estaba aterrada, pero mis esfuerzos eran inútiles, porque
mi espalda no se despegaba del colchón, y las piernas tampoco respondían: era como si hubiese
quedado impedida.
»Pocos minutos más tarde, la puerta del dormitorio ha chirriado, nunca me acuerdo de poner
un poco de aceite en las bisagras, y alguien se ha acercado a mí. Mi cuerpo no respondía, y mis
ojos no veían nada, la oscuridad era total. Entonces, un par de manos, o eso me han parecido, se
han posado sobre mis pechos y los han acariciado por encima del camisón. Yo quería gritar, quería
pedir ayuda, pero mis labios no se movían y tampoco emitían sonido alguno. Luego, las manos se
han deslizado por el vientre hasta llegar a mí…
―¡Pare, pare, por Dios! ―exclamó la señora Collins levantando la voz―. Ya nos hacemos una
idea de adonde llegaron las manos. Ahórrese ese tipo de detalles, que hay caballeros delante.
La reacción de la esposa del acalde no pasó desapercibida a ninguno de los presentes, pues era
una mujer católica hasta la médula; posiblemente la más católica del pueblo, después del cura, con
quien solía pasar muchas horas al día. Tanto era el apego que tenía al viejo párroco, que las malas
lenguas, en tono jocoso, decían que eran amantes.
―La que gritaba es la parturienta, que parió a su hijo sola ―murmuró la tabernera desde la
puerta, con voz solemne y sorprendiendo a todos―. Y el niño es el que nació muerto; llora ahora
porque al venir al mundo no pudo hacerlo. Las manos, sin embargo, eran las del padre, el suicida,
que pretende engendrar otro hijo desde el más allá, porque…
―¡Calle, por Dios! ―gritó el doctor Kerrigan a la señora Murray―. Deje de decir tonterías.
―Sí, señora mía ―añadió el agente Brooks al tiempo que cogía del antebrazo a la posadera―,
deje de decir bobadas y váyase a su casa, que nadie le ha dado vela en este entierro.
―Luego, pasado un buen rato ―prosiguió la maestra sin que nadie le diera pie―, he recobrado
la movilidad y he salido corriendo al exterior. Ni tiempo he tenido de ponerme las zapatillas de
andar por casa. Finalmente he bajado por el camino en la bicicleta, sin ver muy bien por donde
iba, porque su débil luz apenas alumbraba un par de metros por delante de mí. A la entrada del
pueblo, he caído al suelo por culpa de un bache; tengo magulladuras por todo el cuerpo. Luego
he corrido por la calle tan rápido como me lo permitían las piernas, hasta que, agotada, he llegado
hasta aquí.
El final del relato sembró más dudas entre quienes escucharon a la señorita Scott. Todos
coincidían en que resultaba muy extraño que hubiese pasado de no mover un solo músculo a
correr como una posesa.
―Ese cambio repentino me preocupa, Ellen ―aseguró el doctor Murray―. Hace unos años,
realicé un estudio sobre las drogas de diseño, y algunos individuos, generalmente jóvenes,
manifestaron problemas de movilidad, aunque no tan acusados como los suyos. Resultó que
habían consumido una dosis de LSD, que luego mezclaron con altas dosis de alcohol. Dicho esto,
me veo en la obligación de preguntarle algo que…
―¡No, doctor! ―La maestra se apresuró a responder antes de que el médico formulase la
pregunta; estaba muy segura de cuál sería―. Puedo asegurarle que jamás he consumido drogas. Y
tampoco he tomado licor alguno esta noche. Lo único que he tomado, después de cenar y antes
de dormir, ha sido mi acostumbrado vaso de leche caliente.
―Me alegra saber eso y espero que no se haya molestado conmigo por pensarlo. ―Dijo el
médico y ella negó con la cabeza―. Siendo así, no me queda más remedio que determinar que solo
ha sido un mal sueño. Posiblemente se deba a una cena demasiado pesada o a que la leche estuviera
en mal estado.
―No descartemos un posible delito, doctor ―matizó el jefe de policía.
―Hombre de Dios ―respondió el doctor―. La señorita ha dejado caer que en ningún momento
ha estado atada ni nada por el estilo. Simplemente ha dicho que no podía moverse. Este hecho
indica que todo ha ocurrido en su mente. Eso sí, vivido de una forma muy realista.
―Puede que tenga razón, señor Kerrigan ―dijo la señorita Scott―. Yo misma empiezo a dudar
que haya sido real.
―¡Bueno, bueno, tampoco nos precipitemos sacando conclusiones! ―insistió el agente
Brooks―. No está demás que abra una pequeña investigación. Yo mismo acompañaré a la señorita
hasta el molino y echaré un vistazo por si veo algo sospechoso.
―Como quiera, jefe. ―El doctor Kerrigan se dio por vencido―. Pero antes, deme unos minutos
para que cure las heridas de la señorita Scott. Así que, si no les importa, déjennos solos para que
pueda examinarla.
Había amanecido cuando el doctor y la maestra salieron a la calle, donde el agente Brooks
esperaba, pacientemente, para llevarla de vuelta al molino.
En él, el jefe policía no encontró nada que le hiciera sospechar, salvo algunos objetos cambiados
de sitio, que la señorita Scott no recordaba haber movido. Luego, inspeccionó los alrededores,
pero, aparte de basura que la gente había dejado a su paso, nada más le llamó la atención.
Finalmente, se marchó con el deber cumplido.

Tras dos semanas , la señorita Scott estaba casi convencida de que todo había sido
una pesadilla, y el doctor Kerrigan, que la visitaba los sábados por la mañana, ayudó a que esta
idea tomara cuerpo. No obstante, ella no bajaba la guardia y se pasaba las noches en vela, mirando
por la ventana de su dormitorio, pendiente de cualquier ruido o sombra que se moviese entre los
árboles del bosque. También adquirió la costumbre de observar las cosas de la casa, y comprobar
si estaban en el mismo lugar a la mañana siguiente. Los resultados fueron negativos, en ambos
casos, y poco a poco volvió a la rutina habitual anterior al incidente, recobrando la sonrisa y el
buen humor.
Pero seguía molesta con los curiosos que, animados por las múltiples interpretaciones,
generalmente fantásticas, sobre lo que le había ocurrido la noche que irrumpió en el pueblo,
seguían molestándola. Se quejó al alcalde, primero, y luego al jefe de policía, pero ambos afirmaron
que nada podían hacer puesto que el bosque era un lugar de libre acceso.
Esto no desanimó a la señorita Scott, cuya voluntad era más fuerte que la resistencia de los
fisgones, a quienes despistaba con largos paseos a través del bosque. De este modo descubrió, un
buen día, un manantial que brotaba del vientre de la colina y que vertía sus aguas cristalinas en
una gran poza. Se sintió muy feliz por el hallazgo y dos tardes por semana, generalmente los
sábados y domingos, visitaba el lugar. Una vez allí, extendía una gran toalla en el suelo arenoso,
se desnudaba y tomaba baños de sol, cuando las nubes lo permitían, antes de darse un chapuzón.
En estos ratos de soledad, pensaba en que su actitud provocaría, si alguien del pueblo la viese,
multitud de comentarios que pondrían en tela de juicio su intachable moral. Pero allí se sentía libre
cuando, al despojarse de sus ropas, la señorita Scott se convertía en Ellen, una mujer urbana y
liberal, moderna y desinhibida.
El calor era sofocante el primer sábado de julio, mucho más que cualquier otro día del verano,
y Ellen disfrutaba de un refrescante baño en su pequeño jardín del Edén. Flotaba en la superficie
mirando hacia el cielo, con los pechos emergiendo del agua como dos pequeñas islas volcánicas
con cimas rosáceas, y con los ojos cerrados, totalmente relajada. No obstante, presentía que no
estaba sola y que alguien la observaba a poca distancia.
―¿Quién está ahí? ―preguntó sin levantar mucho la voz.
Nadie respondió, y todo a su alrededor estaba quieto y en silencio.
―¿Por qué no te muestras, quien quiera que seas? ―insistió―. Eres muy torpe pisando las ramas
secas.
Un muchacho joven surgió entre las rocas con la segunda llamada y se acercó, lentamente, hasta
llegar a la orilla.
―Siento haberte molestado ―dijo él con cierta timidez.
―¿Era tu intención molestarme? ―preguntó Ellen sin inmutarse.
―Yo diría que no, pues tan solo pasaba por aquí.
―Pasabas, tú lo has dicho, hasta que te has detenido a espiarme.
El muchacho desvió los ojos, intimidado por el modo en que Ellen le observaba.
―Sí, en parte tienes razón, pero ha sido sin mala intención; no vayas a pensar que soy un mirón
o algo por el estilo. Solo me he detenido por si eras alguien conocido.
Ellen le miró detenidamente, tratando de recordar si le había visto antes, pero su rostro no le
sonaba. Entonces quiso saber más.
―Creo que no te conozco de nada. ¿Vives en el pueblo? ¿Cómo te llamas?
―Me llamo Liam, y no vivo en el pueblo; es la primera vez que vengo por aquí.
Ellen sonrió maliciosamente.
―Entonces, te contradices, porque afirmas que mirabas por si yo era alguien conocido, y resulta
que no tienes motivos para conocer a nadie. Al menos dime, sin mentir, si eres de fiar, porque
estoy desnuda, aunque eso ya lo sabes, y tengo que salir del agua, no sea que me convierta en
sirena.
―¡Claro que soy de fiar! ―respondió Liam, ligeramente malhumorado mientras la miraba a los
ojos―. Hasta la fecha, nadie me ha dicho lo contrario.
Ellen, satisfecha con la respuesta del intruso, salió del agua y tuvo, mientras pasaba junto a él,
una de las más completas sensaciones de libertad de toda su vida. Porque no estaba haciendo esto
por ninguna razón. Lo hacía porque la desnudez era la única manera de mostrar lo libre que estaba
su alma en aquel momento. Y no le importaba que otra persona estuviera presente, vestida y
mirando, solo quería que él sintiese por su cuerpo lo que ella estaba sintiendo por el suyo. Cada
átomo de su cuerpo estaba tocando el aire, y el aire era generoso, traía desde muy lejos secretos y
perfumes, para que la tocasen de la cabeza a los pies.
―Veo que no te alteras fácilmente, aunque pareces inquieto ―dijo Ellen mientras se secaba con
la toalla―. Sin embargo, presiento que estás acostumbrado a que las mujeres pasen desnudas por
delante de tus ojos.
Dicen que la tensión sexual suele pasar inadvertida, pero ella tenía un buen radar para detectarla.
Era como si alguien hubiera girado el botón de la radio un milímetro y, de repente, todo se oyera
tan alto y tan claro que, aunque no quisieras, te informabas.
―Eres bastante optimista con tus apreciaciones ―afirmó Liam―, y siento decirte que están muy
lejos de la realidad.
―¡No puede ser! ―rebatió Ellen―. Todos los canallas decís lo mismo, y entiéndase por «canalla»
alquilen atractivo, con buen físico y un don innato para atraer a las mujeres.
Liam soltó una sonora carcajada.
―¿Así es como me ves, como a un Casanova moderno?
―Como a un pícaro, más bien ―puntualizó Ellen―. Casanova siempre iba de frente y seducía
a las mujeres, eso sí, adulando con engaños sus débiles oídos; sin embrago, tú eres más tímido
porque me miras de reojo, a hurtadillas, como un pícaro, y esa actitud me desconcierta.
Liam no respondió y contempló como Ellen se vestía dándole la espalda, prestando especial
atención por su espléndido trasero.
―¿Ves cómo eres un pícaro? ―añadió Ellen tras sentarse en el suelo―. A pesar de estar vestida,
me miras como si no lo estuviera. Al menos, así es como me siento cuando lo haces.
―Puede que tengas razón ―respondió Liam, con cierta indiferencia―, pero la culpa no es del
observador cuando contempla, admirado, algo hermoso. Y, ahora, sintiéndolo mucho, he de
marcharme porque se me hace tarde.
Liam se despidió de Ellen con un inexpresivo «nos vemos», que acompañó levantando el dedo
pulgar. Ella quedó pensativa, mientras lo veía marchar entre los árboles, colina abajo.
―¡Ellen, me llamo Ellen Scott! ―gritó cuando ya era demasiado tarde para que él lo escuchara.
Durante el camino de vuelta al viejo molino, la señorita Scott se preguntaba, una y otra vez,
cómo había sido tan tonta de dejarlo escapar sin siquiera decirle su nombre, o sin preguntarle de
dónde era, a qué se dedicaba, cuándo volvería a verle o, simplemente, su número de teléfono.
Después de una cena más copiosa de lo habitual, aquellas preguntas volvieron a surgir,
atormentando su mente hasta que no pudo más. Decidida, se arregló el cabello, coloreó
discretamente sus ojos, se puso un vestido informal y bajó al pueblo, a toda prisa, en su vieja
bicicleta. Nada más llegar, entró en la posada de la «Media Milla» y buscó con la mirada entre la
gente que allí estaba.
―¿Busca a alguien, señorita Scott? ―le preguntó la posadera.
―A decir verdad, señora Murray ―respondió la maestra―, busco a un joven que no es del
pueblo. Puede que usted lo tenga alojado en la posada.
La posadera se encogió de hombros y vaciló un instante.
―Lo cierto es que tengo ocupadas todas las habitaciones, y no son muchos clientes, pero si no
me da más datos, creo que no podré ayudarla.
La señorita Scott, como todos en el pueblo, desconfiaba de la posadera debido a su reconocida
fama de chismosa. Por este motivo, improvisó un embuste que ocultara sus verdaderas
intenciones.
―No le recuerdo muy bien, señora Murray, porque tan solo nos cruzamos en el bosque, pero
creo que era atractivo, de cabello castaño claro, alto y de más o menos veinticuatro años.
―No, señorita Scott ―aseguró la posadera―, no me suena haber visto a ningún forastero que
responda a esa descripción. Pero, dígame, querida… ¿Le ha hecho algo malo?... ¿Quiere que llame
a la policía para que…?
―¡No, no, por Dios, no hay por qué llegar a esos extremos, señora Murray! Ese joven no me
ha hecho nada. Es solo que, como ya le he dicho, nos hemos cruzado en el bosque y poco después
he hallado, tirado en el suelo, un reloj de pulsera que parece de caballero. Entonces he pensado
que puede ser de él y quería devolvérselo. Eso es todo.
Viendo que la posadera no era de gran ayuda, la señorita Scott pidió una cerveza y se acercó a
un grupo de muchachos que jugaban a los dardos en un rincón. También les preguntó a ellos,
argumentado lo mismo que había contado a la posadera, y las respuestas no fueron mejores.

Por la mañana , a eso de las ocho, se despertó con una extraña sensación, como si
algo le faltara. Le dolía la cabeza y tenía frío, y no era normal que lo tuviera, porque la ventana
estaba cerrada y los primeros rayos de sol atravesaban el cristal, incidiendo en el suelo de madera.
Además, estaba tapada con la sábana, hasta el cuello, y con el cuerpo encogido. Se quitó las legañas
con la mano y retiró la sábana con intención de levantarse. Entonces, le llamó la atención que
estaba completamente desnuda. ¿Cómo era posible si no tenía costumbre de dormir así?
Repentinamente, acudieron a su mente sensaciones que creía olvidadas, recuerdos que había
aparcado en su cerebro, junto a las pesadillas; no era posible que le hubiese sucedido una segunda
vez. Se sentó en el lateral de la cama, con intención de vestirse, y la ropa estaba tirada en el suelo.
Esto sí resultaba más llamativo, porque siempre la dejaba bien doblada sobre la silla, y no
desperdigada como en un mercadillo.
Ya vestida, bajó las escaleras que conducían a la vieja cocina. Allí, los objetos estaban
desordenados, algunos sembraban el suelo de pizarra, y varios libros, que deberían permanecer en
su lugar habitual, se amontonaban sobre la mesa. «¿Me estoy volviendo loca o alguien quiere jugar
conmigo?». Esta cuestión turbaba su entendimiento; debía hablar con el doctor Kerrigan y
escuchar una opinión profesional.
Con esa idea, bajó al pueblo en su bicicleta, esquivando los baches del camino y sin armar
escándalo como la vez anterior. Finalmente, dejó aparcado su rudimentario medio de transporte
delante de la consulta y llamó, insistentemente, a la puerta.
―¿Qué ocurre, señorita Scott? ―preguntó el doctor después de abrir, visiblemente
sobresaltado―. ¿A qué viene tanta urgencia?
La maestra entró sin dar explicaciones y se sentó en una silla, sofocada, sin saber por dónde
empezar.
―No me asuste, Ellen ―insistió el doctor― Tiene mala cara y la expresión de sus ojos no
presagia nada bueno.
―Tiene razón, doctor: se ha vuelto a repetir ―respondió la maestra, añadiendo más suspense.
―¿Repetir, qué?
―El sueño, la pesadilla… o lo que sea.
―Se refiere a…
―Sí, doctor, lo mismo que aquel día.
―¡Bueno, bueno, déjese de incógnitas y vaya directa al grano! ―El doctor comenzaba a
impacientarse―. Ya que me ha sacado de la cama, lo mejor será que…
―Lo siento, doctor ―le interrumpió la maestra―. Sé que es muy temprano y le pido disculpas
por irrumpir de este modo.
―No se preocupe, Ellen, pero hable de una vez.
La señorita Scott se recostó sobre el respaldo y cruzó las piernas, buscando una postura más
cómoda.
―Antes que nada, le suplico máxima reserva, porque, lo que voy a contarle, si llega a saberse,
me dejaría en muy mal lugar.
―Ellen Scott ―dijo el doctor con tono grave, disgustado―, ha de saber, aunque no es necesario
aclararlo, que siempre guardo la máxima discreción en lo que a mi pacientes se refiere, porque
imagino que acude a mí como profesional…
―Y como amigo, señor Kerrigan, como amigo también ―matizó la maestra.
―Mayor motivo, entonces, para confiar en mi discreción.
―Discúlpeme, doctor, pero no sé lo que me digo.
El doctor Kerrigan se sentó en su butaca, al otro lado de la mesa, dispuesto a escuchar lo que
ella tenía que contarle.
―Anoche, después de cenar ―comenzó diciendo la señorita Scott―, fui a la posada por razones
que no vienen al caso. Tomé unas cervezas, mientras jugaba a los dardos con unos jóvenes que
conocí y que se alojaban allí. Sus edades eran similares a la mía, y con ellos recordé que yo también
soy joven y que merezco divertirme de vez en cuando.
»A la una de la madrugada, cuando cerraron el local, fuimos al pequeño parque que hay detrás
de la iglesia, donde seguimos bebiendo de unas botellas de ginebra que no sé de donde salieron.
Debí perder la cabeza, porque se pusieron tontos, bastante pesados, empeñados en jugar a un
juego en el que yo era un títere en sus manos. De ese modo, dos de ellos me acorralaron contra el
muro de la iglesia. Manosearon mi cuerpo y, aunque ahora me avergüenza reconocerlo, me sentí
deseada y no opuse resistencia, a pesar de que palparon mis zonas íntimas hasta que, en un
arranque de cordura, me los quité de encima como pude. Y he de confesar que se portaron como
personas juiciosas y no insistieron; no obstante, uno de ellos, el más simpático, se ofreció a
acompañarme al molino cuando decidí marcharme.
»A partir de ese momento, todo es más confuso, porque no recuerdo que llegara conmigo al
molino. Ni siquiera recuerdo haber llegado yo o lo que hice una vez allí, aunque supongo que me
tomé el acostumbrado vaso de leche, porque estaba vacío en la mesita de noche cuando he
despertado. Lo curioso, es que estoy segura de haber escuchado los mismos gritos de la primera
vez, y el llanto del niño, y también he tenido la sensación de que unas manos me acariciaban
mientras dormía, sin que pudiera evitarlo o moverme.
La señorita Scott hizo una breve pausa, antes de describir al doctor el modo en que había
despertado y cómo encontró la ropa y la cocina.
―Es curioso lo que me cuenta, Ellen ―apuntó el doctor―, porque todo parece indicar que
anoche se divirtió, como cualquier mujer de su edad, y luego mantuvo, en estado de embriaguez,
relaciones consentidas con un muchacho de su agrado. Esto, sin entrar a juzgar cómo debe vivir
su vida, no me parece grave, sino lo más natural del mundo.
»No obstante, es significativo que se hayan repetido, en circunstancias distintas, los gritos, el
llanto, la sensación de inmovilidad mientras era acariciada por esas misteriosas manos y el
desorden en la cocina, porque, la primera vez, usted aseguró que no había bebido.
―Así es, doctor. Asumo que se me fue la mano con el alcohol, y que, posiblemente, perdiera la
cabeza acostándome con un desconocido, pero el resto es un patrón que se repite en
circunstancias muy dispares.
―Es muy cierto lo que dice, Ellen, pero creo que debería preocuparle más el asunto del joven,
porque, si son ciertas sus suposiciones, ha de pensar en las posibles consecuencias si no se
tomaron las debidas precauciones.
―¿Se refiere a…? No me atrevo ni a decirlo.
―Eso es, Ellen. Entiendo que usted no toma anticonceptivos; al menos, a mí nunca me los ha
pedido, y soy el único en el pueblo que dispone de ellos.
―También, puede ser que él tuviese preservativo, porque yo no tengo ninguno.
―Es una posibilidad; no obstante, creo que sería mejor asegurarnos. ¿No cree?
La señorita Scott aceptó el consejo del Doctor Kerrigan y dejó que este la examinase por si
hallaba en ella restos de semen. El resultado de la exploración fue negativo.
―Entonces… ¿Qué se puede hacer en mi caso, doctor? ―preguntó la maestra, aliviada por la
buena noticia.
―Yo soy un simple médico de pueblo, Ellen, y los trastornos de la mente no son mi especialidad.
Yo, como médico y amigo, le recomiendo que se tome unas vacaciones, que vuelva a su casa y
pase una temporada con los suyos, porque es muy posible que todo sea fruto del estrés.
―No, no, doctor Kerrigan, por nada del mundo faltaría a mis obligaciones como maestra. Yo
me debo a los niños y cumpliré con ellos hasta que termine mi contrato a primeros de año. Ahora
me marcho, porque tengo muchas cosas que hacer e imagino que usted también. Buenos días y
gracias por todo.

A lo largo de la mañana, la señorita Scott pensó seriamente en cómo se había


comportado la noche anterior. En otro tiempo, le habría parecido algo normal, pero no desde el
momento en que puso los pies por primera vez en aquel aburrido pueblo, en el que ningún joven
era de su agrado. No obstante, tenía presente en su retina la imagen de Liam, y recordó la
excitación que recorrió todo su cuerpo cuando este la contempló desnuda.
«Seguramente, él sea el responsable ―se dijo a sí misma a modo de justificación―. Hacía mucho
tiempo que nadie me gustaba como él; el mismo que ha pasado desde que no me miran con los
ojos encendidos».
Volvió aquella tarde al lugar donde le había conocido, alentada por la posibilidad de que
apareciera de nuevo. Allí le esperó hasta que el sol se ocultó tras la colina, desnuda y pendiente de
cualquier indicio que anunciase su presencia. Finalmente regresó al molino, cabizbaja y
maldiciendo su mala suerte.
Pero, a pesar del desengaño, trató de mostrarse natural durante toda la semana, evitando, de ese
modo, que alguien notara su frustración, especialmente los niños en la escuela.
Así llegó el sábado, y seguía sin noticias de Liam, a pesar de que preguntó en el pueblo,
discretamente, a todos los que pudo. Sin embargo, no todo estaba perdido, y fue consciente de
ello cuando, al regresar de su baño, encontró al mayor de los hijos de la posadera esperándola en
la puerta del molino.
―Tenga, señorita ―dijo el chiquillo con todo respeto y le entregó un papel―. Mi madre me ha
mandado que le dé esta nota, y dice que es importante. Ahora tengo que marcharme, porque yo
soy el portero y no quiero ni pensar en los goles que nos meterán si falto.
―¡Ve con Dios, angelito, y el lunes me cuentas quién ha ganado el partido y cuántos goles has
evitado! ―gritó la maestra mientras el muchacho se alejaba corriendo por el camino.
Sin tiempo que perder, la señorita Scott leyó la nota y acto seguido se acercó a la posada.
―Buenas tardes, señora Murray ―le dijo a la posadera―. Según la nota que me ha entregado su
hijo, usted tiene noticias de la persona que busco desde el sábado pasado.
―Es mejor no adelantar acontecimientos, señorita Scott ―puntualizó la posadera―. En la nota
no afirmo nada, pues tan solo es una sospecha.
―Entonces… ¿Le ha visto o no?
―Le he visto, y concuerda con la descripción que usted me dio, pero no puedo asegurar que
sea el mismo.
―¿Y…? ―La señorita Scott estaba impaciente.
―Ah, sí. Le he visto entrar en la casa del doctor hace media hora, por el callejón que lleva a la
parte trasera...
La señorita Scott no dijo nada y salió corriendo de la posada, dejando a la señora Murray con la
palabra en la boca. Llegó a la casa del doctor en apenas dos minutos, bajó por el callejón a la parte
trasera y encontró la puerta del jardín entornada. Apenas entró en él, escuchó dos voces
masculinas que parecían discutir en el piso superior, pero no era capaz de reconocerlas ni entender
lo que decían.
Le pareció extraño que el doctor discutiera con alguien, no era propio de él, e intentó abrir la
puerta de la casa para averiguar qué ocurría, pero estaba cerrada, y probó empujando los cristales
de las ventanas bajas. Uno de ellos cedió con facilidad, subió de un brinco, se coló dentro de la
casa y dejó los zapatos en el suelo. Comenzó a subir la escalera, aguzando el oído para captar
cualquier sonido de pasos o de voces que viniera de arriba, dando gracias a la moqueta que cubría
los escalones porque amortiguaba el ruido de los pies descalzos.
En el piso superior, al final del pasillo había una puerta entornada, y una luz brillaba a través de
la rendija, proyectando sobre el suelo una línea luminosa. La señorita Scott se acercó pegada a la
pared. Cuando se hallaba a un metro de la entrada, las voces llegaban limpias a sus oídos.
―Te lo he dicho varias veces, Liam ―protestó una voz grave que parecía la del doctor―, pero
estas sordo o eres tonto; ya no sé cómo repetirlo para que lo entiendas.
―Ese es tu problema ―dijo la otra voz, más suave. La señorita Scott sabía que era la de Liam:
el doctor le había llamado así―, que repites las cosas y siempre dices lo mismo, sin aportar nada
nuevo.
―¿Nada nuevo? Diría algo nuevo si no repitieras los mismos errores. El plan era sencillo hasta
que tú lo has complicado. Se trata de que esa estúpida escocesa se vaya del molino, nada más.
«¿Estúpida escocesa?». La señorita Scott no daba crédito a sus oídos, porque sin duda hablaban
de ella, en un tono que la desconcertaba.
―Tan solo hice lo mismo que tú la primera noche: poner la grabación con los gritos y el llanto,
remover las cosas y luego tocarla, nada más.
―No, Liam, no mientas ―dijo el doctor, levantando la voz―, porque nos jugamos mucho. El
domingo pasado, a primera hora de la mañana, vino a verme como había previsto. Cuando me
dijo que sospechaba que se había acostado con el chico que la acompañó hasta el molino, imagina
la cara que se me quedó, porque yo mismo vi que volvía pocos minutos después, y era del todo
imposible que le hubiese dado tiempo a bajarse siquiera los pantalones. Y me consta que alguien
mantuvo relaciones sexuales con ella, porque la examiné y lo vi claro, aunque a ella le dije que no.
Solo pudiste ser tú. Nadie más.
La señorita Scott escuchaba con la boca abierta, perpleja porque ni torturando al doctor
conseguiría tanta información. Era como si quisiera descargarse sobre Liam.
―Lo siento, papá, pero no pude evitarlo ―se lamentó Liam, y la señorita Scott, conmocionada
con el repentino parentesco entre los dos, se mordió la lengua para no gritar.
Siguió una ligera pausa, y luego habló el doctor. Las palabras se le amontonaron por la prisa,
como si quisiera acabar de decir las frases antes de que la ira se lo impidiera:
―Tus disculpas no sirven de nada cuando tenemos que dedicarnos a nuestros asuntos en otro
lugar, menos discreto y arriesgándonos a que nos metan en la cárcel. Además, en poco más de un
mes, la señorita estúpida cumplirá seis en el molino, y no estoy dispuesto a perder la apuesta con
el veterinario; por nada del mundo pienso regalar mi coche a ese cretino.
Hubo otra pausa, ahora más prolongada, y luego se escuchó musitar a Liam:
―Ahí se te fue la mano, papá: echar a las personas de sus viviendas no es una ciencia exacta, no
es algo que pueda conseguirse en un plazo concreto, salvo que recurramos a medidas extremas.
Esto ya te lo dije al principio.
―Todo está previsto, Liam. La visito los sábados por la mañana y le llevo la leche, evitando un
buen paseo al lechero. Por supuesto que no lo hago por este motivo, ni mucho menos, sino para
echarle la droga cuando me interesa, sabiendo que solo la toma por la noche, antes de dormir. La
dosis es la adecuada, suficiente para que piense que lo que escucha y siente es más o menos real.
―Entonces… ¿Esta noche repetimos? ―preguntó Liam, indeciso.
―Sí, hijo mío, para eso te he hecho venir.― El tono del doctor se había vuelto paternal, más
razonable―. Tienes que hacer lo mismo de siempre: ahora, cuando anochezca, te vas y regresas
de madrugada, accediendo al molino por el otro sendero, de ese modo evitas pasar por el pueblo.
La copia de la llave está en el lugar de siempre.
»Por mi parte, estaré en la posada, por si se le ocurre bajar como el sábado pasado, y luego iré
a jugar una partida de ajedrez con el jefe de policía, que esta noche está de guardia, y, así, tengo
una coartada perfecta.
«Un plan para echarme del molino, estúpida escocesa, relaciones sexuales no consentidas, el
doctor y Liam padre e hijo, asuntos turbios, medidas extremas, una droga en la leche, volverán de
nuevo esta noche, una copia de mi llave». La señorita Scott había escuchado suficiente y se fue de
la casa con el mismo sigilo con que había entrado.
Antes de volver al viejo molino, se detuvo en la cabina telefónica que había junto al
ayuntamiento e hizo una misteriosa llamada de varios minutos…

****************
Permíteme, apreciado lector, un pequeño inciso antes de seguir.
Tal y como he dicho al principio, yo era muy joven cuando sucedieron los hechos aquí
narrados. Han pasado tres décadas desde entonces, demasiados años para mi frágil
memoria, por lo que he tenido que recurrir a varias fuentes para relatar, a mi modo, esta
historia.
Por un lado están mis propias experiencias, ya que mantuve una estrecha relación de
amistad con la señorita Scott, ―aunque hasta el momento me he mantenido al margen―,
y en los largos ratos que pasamos juntos, supe de sus propios labios lo que pensaba, cómo
se sentía y determinadas anécdotas que ella quiso compartir conmigo.
Por otra parte, conocí otros hechos a través de la gente del pueblo, por los comentarios
emitidos cuando esto sucedió y en los años posteriores.
Finalmente, y como fuente principal, está su diario, que ella misma me envió cuando
cumplí dieciocho años, mucho tiempo después de que desapareciese para siempre. En él,
incluía una inquietante dedicatoria que me trajo muchas noches de insomnio y que decía
así:

«Mi dulce y apreciado amigo:


Fuiste mi inspiración y mi apoyo en el pasado, en un tiempo que prefiero olvidar. Sé que
eras muy joven entonces, pero mi cariño por ti fue sincero, casi maternal, y a día de hoy, tras
muchos años, no ha decaído. Puede que lo que leas en las siguientes páginas cambie tu forma
de retenerme en la memoria, pero los buenos amigos son aquellos en los que cofias
plenamente y saben perdonar los errores: espero y deseo que seas uno de estos.
Fui muy feliz durante los pocos meses que viví en el viejo molino, y allí dejé otra parte de
mí, oculta, esperando a que alguien la descubra. ¡Quién sabe si ese alguien serás tú; deseo
fervientemente que así sea!
Sonríe siempre que me recuerdes, del mismo modo que yo lo hago cuando acudes a mis
pensamientos.
Tuya por siempre… Ellen Scott».

Si bien puede parecer una dedicatoria normal y corriente entre viejos amigos, la parte que
había dejado de sí misma, oculta y esperando a que alguien la descubriera, es lo que me
tuvo intrigado durante mucho tiempo. Con los años dejó de obsesionarme hasta que, hace
cinco, recibí la visita del notario y me dijo, sin más explicaciones, que alguien había
comprado el molino y que las escrituras de propiedad estaban a mi nombre. Esta persona
altruista no podía ser otra que la Señorita Scott.
Yo vivía entonces en la casa que fue de mis padres, con mi esposa y mis dos hijos, y nos
fuimos a vivir al molino sin pensarlo dos veces. Pero este necesitaba ciertos arreglos y,
reformando la vetusta pared de ladrillos de la cocina, hallé, detrás de uno concreto, un
pequeño cuadernillo lleno de polvo. El nombre de la maestra figuraba en la cubierta, y no
tenía demasiadas páginas, pero contenía lo suficiente para completar este relato.
Lo he leído muchas veces durante este tiempo y, cada vez que lo hago, me sorprendo,
escandalizo y excito como la primera vez. Ahora entiendo que ocultara esa parte de su vida,
que no me hiciera partícipe de ella junto al resto, pensando, posiblemente, que debía
madurar y convertirme un hombre capaz de entender ciertas cosas. Pero he pasado de los
cuarenta, apenas un par de años, y sigo sin verme capaz de interpretar o juzgar lo escrito.
Es por este motivo que lo trascribo tal y como ella lo plasmó en el cuaderno y, así, completo
esta historia que continúa del siguiente modo:
****************

17 de julio de 1.982.
Ha pasado una semana desde que escuché al doctor y a su hijo hablando en casa
del primero, y siento la extraña necesidad de comenzar un nuevo diario, aunque presumo que solo
será para contar lo que ocurrió aquella noche.
Pues bien. Después de cenar, ya tenía planeado lo que haría cuando llegase Liam. Tan solo me
faltaba organizar la cocina, dejar un vaso vacío, con restos de leche que no había tomado, sobre
la mesita del dormitorio y esperar allí a que llegase, con la luz apagada y pendiente de cualquier
ruido extraño.
Apareció de madrugada, a eso de las tres, golpeó la puerta un par de veces, no demasiado fuerte,
y esperó a que yo abriera. Obvio que no lo hice, y debió pensar que ya estaba en la cama, drogada
y a su merced. No tardó en abrir la puerta con la llave, subió al dormitorio y se aseguró,
alumbrando con una linterna, de que el vaso estaba vacío sobre la mesita y de que yo dormía.
Confiado en que todo estaba en orden, bajó a la cocina y puso en marcha un reproductor de
cintas de cassette. De él salieron, a un volumen muy alto, desgarradores gritos de mujer, seguidos
del llanto desconsolado de un niño. Luego, removió los objetos, tirando algunos por el suelo.
Finalmente, subió al dormitorio para completar la puesta en escena, tomando la precaución de
dejar encendida la luz del pasillo para, de ese modo, evitar tropezar con algo.
Se sentó en el borde de la cama, retiró la sábana y le sorprendió ver mi cuerpo desnudo entre la
penumbra que nos envolvía. Inseguro y desconfiado por si sus ojos le estaban jugando una mala
pasada, prendió la linterna y se aseguró. Yo tenía los míos entornados y los cerré para que no me
sorprendiera, conteniendo la risa que me provocaba aquella situación tan cómica.
Debió pensar que yo se lo había puesto demasiado fácil, porque no tardó en oprimir mis pechos
y jugar con los pezones, aprovechando que estaban duros y erguidos debido a la excitación que
atenazaba mi cuerpo. Solté un leve suspiro y ladeé la cabeza sobre la almohada, sin poder evitarlo
y provocando que él se sobresaltase. Quedó pensativo durante unos segundos, valorando si aquel
gesto había sido involuntario. Imagino que pensó que sí, porque no tardó en acariciar, de nuevo,
mis pechos, con más suavidad y sin excederse con los pellizcos que me propinaba en los pezones.
Luego los lamió y succionó de un modo muy peculiar, como si fuesen los de una madre. «¡Dios,
qué bien lo hace el cabrón!», me dije a mi misma en el momento que lanzaba otro suspiro y abría
ligeramente la pierna derecha, la que estaba más cerca de él.
En esta ocasión, mi gesto le pareció menos llamativo, pero no colocaba la mano donde yo
quería, y esto me desesperaba. Abrí un poco más la pierna, tratando de despertar su interés. Supe
que lo había conseguido cuando sentí la mano en mi sexo, que se ofrecía a él como una flor con
los pétalos abiertos.
―Sí, Paul, sigue así ―musité entre suspiros―. Ya sabes lo mucho que me gusta que me toques
ahí.
Liam frenó en seco, cariacontecido, dudando de si era cierto lo que había escuchado. Pero yo
debía jugarme el todo por el todo, aunque no tenía muy claro cómo se comporta una persona
cuando tiene un sueño húmedo.
―No, Paul, no pares en lo mejor ―susurré nuevamente, más mimosa que antes―. Sabes que
soy muy cariñosa cuando juegas con la perlita.
Debió preguntarse quién sería el tal «Paul» al que yo evocaba, pero supo interpretar, con acierto,
que «la perlita» era el clítoris, porque puso mayor empeño en estimular ese órgano, confiando en
que mis palabras y gestos se debían a los efectos secundarios provocados por la droga. Entonces
ya no me contuve, guardando las formas, eso sí, y dejé escapar pequeños gemidos acompañados
de leves movimientos de cabeza.
Todo fue más fácil para mí a partir de ese momento, pues Liam ponía empeño en darme, sin
saberlo, el placer que yo quería. No obstante, era insuficiente, y sentirme penetrada colmaría mis
aspiraciones. Volví a entornar los ojos, y le vi desnudarse de cintura para abajo, de pie y convertido
en una mancha oscura entre la luz del corredor y yo.
―¡No me lo puedo creer! ―murmuró Liam, aparentemente contrariado, mientras registraba los
bolsillos de su pantalón.
Quedó inmóvil durante unos segundos, vacilante.
―¡Hoy, precisamente tenía que ser hoy! ―repitió del mismo modo al tiempo que se golpeaba la
frente con la mano―. Siempre llevo uno en el bolsillo, menos hoy… ¡Maldita sea mi suerte!
Yo me temí lo peor, pues este imprevisto podría arruinarme la noche. Me armé de paciencia y
esperé unos minutos, pendiente de lo que haría. Pero Liam parecía un tipo de recursos, alguien
que sabía mantener la cabeza fría en momentos de apuro, y este lo era. Pero, a pesar de ello, me
sentí decepcionada porque todo lo que se le ocurrió fue rebuscar, en vano y ayudado de su linterna,
en los cajones de la cómoda y de la mesita de noche.
―¡A la mierda! ―masculló―. El próximo día vengo preparado.
Estas palabras confirmaban mis temores, ya que se vistió a toda prisa y salió del dormitorio, sin
mirar atrás para no caer en la tentación de follarme sin preservativo, temeroso de que su padre lo
descubriera al examinarme por la mañana, cuando acudiese a él, asustada, como las veces
anteriores.
―¡Si mueves un solo músculo, te vuelo la tapa de los sesos! ―le dijo una voz grave, a su espalda,
tan pronto como pisó el suelo de la cocina.
Liam, desobedeciendo la orden, giró la cabeza, inconscientemente, y contempló atónito a un
hombre vestido de negro, grueso y con cara de bruto, que le encañonaba la cabeza con una pistola.
―¿Qui… qui… quién eres? ―preguntó Liam con dificultad y aterrado.
El hombre no respondió y solo se limitaba a mirarle con ojos intimidatorios, sin bajar el arma.
―¡Liam… Liam… Liam…! ―repetí, con musicalidad y haciendo coincidir su nombre con cada
peldaño, a medida que bajaba la escalera, vestida con una bata de seda de color negro.
―No… no entiendo nada, Ellen ―dijo él cuando estuve a su lado.
―Realmente me gustas, Liam, y es una pena que todo termine así. Por cierto, el que te tiene
acojonado con la pistola, es Paul, pero no te preocupes, porque es el primer nombre que me ha
venido a la mente cuando pensabas que deliraba.
Con un gesto de la mano, ordené a Paul algo que él ya sabía. Así, agarró a Liam del cuello de la
camisa, por la nuca, y le condujo hasta una silla, donde le sentó bruscamente y luego le ató las
manos al respaldo.
Yo tomé otra y la coloqué a su lado, luego me senté y le dije lo siguiente:
―Imagino que estas desconcertado, y no me extraña, porque has pasado de cazador a presa, así
―chasqueé los dedos―, en un instante.
―No entiendo nad…
―No, Liam, no digas nada. Ya tendrás tiempo de hablar… y de entender. Antes necesito que
termines lo que has empezado.
Liam, viendo que no tenía otra opción, pensó que sería mejor obedecer, cerrar la boca y esperar
acontecimientos.
―¡Paul! ―Llamé su atención, enérgicamente―. Dile a Kara que entre y luego te vas con tu
hermano a buscar al doctor. Pero no volváis con él antes de dos horas. No me importa lo que
hagáis, pero traedlo de una pieza.
―Pero, Anya, tu padre ha ordenado que…
―¿Mi padre? ¿Tú ves a mi padre por aquí? ―Paul negó con la cabeza―. Ya me parecía a mí. En
su ausencia, yo soy quien manda… ¡Qué sea la última vez que cuestionas mis órdenes!
Paul, acongojado por el modo en que le había hablado, abrió la puerta y llamó a Kara. Esta
entró al instante, también vestida de negro y portando una pistola, tal y como a mí me gusta.
―Hola, Anya ―dijo Kara―. Hace meses que no nos vemos.
―Desde que vine a este pueblo de mala muerte. Pero te he echado de menos… ¡todos los días!
Por cierto, querida, te presento a Liam, un chico muy malo que conocí hace una semana.
Kara saludó a Liam con la mano, y este respondió tragando saliva, sin mover ningún otro
músculo de su cuerpo.
―Bueno, Liam, supongo que mereces respuestas, y te las voy a dar ―le dije con tono ceremonial.
Él no respondió; todavía tenía el miedo en el cuerpo.
―Verás, Liam. A estas alturas de la película, imagino que te has dado cuenta de que no me llamo
Ellen Scott, sino Anya. ―Liam asintió con la cabeza, como un alumno aplicado―. Ellen Scott, la
verdadera maestra, renunció al cargo, seducida por una suculenta cantidad de dinero, y yo asumí
su identidad porque tenía que pasar desapercibida. Lo cómico del caso es que nadie comprobó mi
identidad, y tampoco notaron que mi acento no es escocés. ¡Pobres paletos! Y te preguntarás por
qué debía ser de ese modo. La respuesta es sencilla, Liam, y se resume en que mi hermano pequeño
vino con su esposa a vivir a este pueblo, a este mismo molino, alejándose de los asuntos familiares.
Por si no te has dado cuenta, pertenecemos al Ejército Republicano Irlandés, aunque este asunto
es personal. Mi padre es uno de sus líderes, y quería a mi hermano tanto como yo. Su trágica
muerte nos sumió en una profunda tristeza y sabíamos que no se había suicidado, sino que alguien
lo había matado por motivos desconocidos que yo debía averiguar. Jamás hubiese sospechado que
tu padre estaba detrás de su muerte, y tengo serias dudas sobre tu implicación, porque no te creo
capaz de algo así.
»Lo he tenido claro como el agua esta tarde, cuando hablabas con tu padre en su casa. Sí, no
pongas cara de asombro, porque yo estaba allí, escuchando tras la puerta. Luego he llamado a mi
padre, le he contado todo y me ha enviado un equipo de apoyo para darte una buena sorpresa.
Ahora, quiero que me expliques por qué ese empeño en echarme del molino y qué le ocurrió a mi
hermano. Y te recomiendo que no mientras, porque Kara es de gatillo fácil y te meterá una bala
entre las cejas con un simple chasquido de mis dedos.
Las palabras se amontonaban en el cerebro de Liam, y varias veces intentó soltarlas sin atinar a
ordenarlas correctamente. Yo dejé que se tomará su tiempo, no demasiado, hasta que el pobre
muchacho se calmó lo suficiente para responder con cierta lógica.
―Yo no sé nada de tu hermano, y te lo juro por lo más sagrado. Lo único que puedo decirte es
que mi padre practica abortos ilegales desde hace unos años, y por eso le abandonó mi madre,
después de que la policía le detuviera y le soltaran por falta de pruebas. Luego vino a este pueblo,
huyendo del escándalo y aprovechando que el medico anterior se había jubilado. Entonces se
enteró de la existencia de este molino y le pareció un lugar muy apropiado para no levantar
sospechas. El problema era que estaba habitado, ahora sé que por tu hermano, y trató de
comprarlo, ofreciendo un precio alto que no sedujo a su propietario.
»Pasado un tiempo, me llamó y me dijo que este había muerto arrojándose desde un acantilado,
y que, aunque no podía adquirirlo por temas legales, había quedado abandonado. Viendo que la
gente de este pueblo era muy supersticiosa, grabó los gritos de una parturienta, a la que atendió
cierto día, y el posterior llanto del niño recién nacido. De ese modo mantuvimos alejados a los
curiosos, y digo mantuvimos, porque yo le ayudaba. Sé que está mal lo que hice, pero estudió
medicina y siempre he pensado que las mujeres tienen derecho a decidir lo que hacen con su vida.
Luego viniste tú, a estropearlo todo, y la ridícula apuesta de mi padre con el veterinario,
convencido de que podríamos espantarte y matar dos pájaros de un tiro. Por eso apostó,
convencido de que no tenía nada que perder porque, en caso de hacerlo, el veterinario no podría
ganar un coche que ya no pertenece a mi padre, sino a mi madre, que lo ganó tras un reciente
acuerdo de separación.
Escuché el relato de Liam, sobrecogida, pero yo también tengo mis ideales, aunque muy
distintos, y no me atreví a juzgarle porque no me considero mejor que él.
―Bien, Liam, te has portado muy bien y me consta que no has mentido. Ahora solo me queda
averiguar qué le pasó a mi hermano, porque no quiero pensar que las muertes de su esposa y de
su hijo fueran premeditadas, aunque no lo descarto, y tu padre me lo dirá de un modo u otro. La
guinda del pastel es que ni siquiera pudimos asistir a sus entierros por dos motivos: primero,
porque alguien podría reconocernos; segundo, porque mi hermano descansa en paz con un
nombre falso, sin que nadie pueda perturbarlo si le relacionan con nosotros.
―¿Qué vais a hacer con nosotros? ―preguntó Liam, aterrado.
―En lo que a ti respecta ―le dije―, depende de cómo te portes conmigo en las próximas dos
horas, y lo que le ocurra a tu padre, dependerá de las ganas que tenga de colaborar. Ahora, basta
de charla, porque tienes que terminar lo que has empezado en mi dormitorio.
―¡No lo puedo creer! ―exclamó Kara―. No me digas que vas a…
―Sí, Kara. Desde que conocí a Liam, no pienso en otra cosa; es el hombre perfecto para mis
propósitos. No será la primera vez que me ves follar con alguien, pero, si lo deseas, puedes esperar
afuera.
―No, Anya, prefiero quedarme y ver como mancha los pantalones antes de correrse: el pobre
está cagado de miedo.
Kara tenía razón. Yo conocía muy bien el aroma pestilente que despide el miedo, lo había
percibido en otras personas, en otras circunstancias, y el de Liam era muy peculiar, casi infantil,
mezclado con un desodorante que me sedujo la primera vez que estuve a su lado. Pero Liam no
me servía en ese estado de nervios; debía tranquilizarle para que cumpliera mis deseos.
Sin demorarme, pues el tiempo apremiaba, abrí la bata y dejé que cayera al suelo. De ese modo
quedé desnuda ante sus ojos, que me miraban empañados, a borde del llanto. No le dije nada que
pudiera calmarle, convencida de que lo conseguiría con mis actos.
Me arrodillé entre sus piernas, le abrí el pantalón y mi sonrisa se desvaneció al contemplar su
miembro flácido, sin vida.
Dispuesta a revertir la situación, lo acaricié con ambas manos, deslizando la derecha por toda la
superficie fálica, subiendo y bajando sin precipitarme, procurando ser eficiente con cada caricia.
Le miré a la cara y la tenía vuelta hacia la pared, en un acto de rebeldía que no me importó, pues
confiaba plenamente en mis habilidades para reducir su estúpida resistencia, para doblegar una
voluntad que yo estimaba quebradiza.
En cierto modo, lo logré cuando le escuché suspirar, mientras mi lengua vibraba en el glande,
hinchado, sonrosado como el culito de un bebé. De vez en cuando lo abrazaba con los labios,
succionando al tiempo que restregaba la lengua contra él. Liam se mantenía firme, insumiso, pero
el amargo sabor de su falo turbaba mi mente y un repentino calor se apoderó de mi sexo. Llevé la
mano hasta él, la izquierda, la más inexperta, y estimulé el clítoris con las yemas de los dedos. Mis
propias caricias me animaron a tragar la verga hasta donde pude, aunque su tamaño no era
excesivo, y, de este modo, logré que alcanzara unas proporciones aceptables. No obstante, yo
deseaba una total erección, y lo conseguí tras varios lengüetazos a lo largo de la superficie inferior,
desde los testículos hasta la punta.
Satisfecha con mi hazaña, teniendo en cuenta la situación, me coloqué a horcajadas sobre Liam,
de frente, llevé el falo a mi coño y me senté. Así, comencé a cabalgar con intención de alcanzar,
lo antes posible, un primer orgasmo que premiara mi esfuerzo y dedicación. Pero Liam no
colaboraba, empeñado en amargarme la noche con su pasividad, y yo comenzaba a desesperarme
tras varios minutos sin resultados aceptables.
―Esto no está bien, Liam ―le dije, tratando de mantener la calma para no empeorar la situación,
aunque tampoco debía ser demasiado blanda y que pensase que él era quien tenía el control―,
tienes que relajarte y darme lo que quiero, solo así saldrás de esta.
―Para ti es fácil decirlo porque no estás en mi situación, sentado de mala manera y con las
manos atadas.
Su respuesta me pareció lógica, no exenta de razón, y ordené a Kara que cortase sus ligaduras.
Esta obedeció de mala gana, pues no veía con buenos ojos que tratara a Liam con tanta
condescendencia. Así me lo hizo saber.
―Anya, me parece que estás siendo demasiado blanda, porque en otro tiempo le habrías
colocado el cuchillo en el cuello para que supiera a qué atenerse.
―No hables así, querida amiga, porque se trata de relajarle, no de acojonarle más. Acojonado
no me sirve de nada.
Kara volvió a donde estaba, junto a la ventana, y Liam dijo algo que nos dejó boquiabiertas.
―¿No podrías darte la vuelta? De ese modo puedo cogerte los pechos mientras lo hacemos; no
te imaginas cómo me pone hacerlo así.
Su descaro resultaba conmovedor, y no pude negarle el capricho.
―¡Como quieras, mi rey, pero basta de excusas!
Él afirmó con los ojos y me puse como había solicitado.
Ya estaba empalada sobre él cuando, de repente, se levantó como un resorte, abrazándome con
fuerza de la cintura y sin salir de mí, cogió un tenedor que había sobre la encimera y me lo puso
en el lateral del cuello. Entonces sentí un ligero pinchazo en la carne y una especie de cosquilleo:
era un pequeño hilo de sangre que, brotando de mi cuello, se precipitaba hacía la clavícula derecha.
La situación resultaba embarazosa, porque, además de amenazarme con el tenedor y presionarme
la garganta con el brazo izquierdo, habíamos quedado con el cuerpo encorvado hacia adelante y
la verga en mi interior. Lejos de temer por mi vida, mi mayor preocupación, en ese momento, era
que aquello llegara a saberse, pues arrastraría mi reputación por el lodo.
―Nunca he matado a nadie ―dijo Liam a Kara, que le apuntaba con la pistola a la cabeza―,
pero, si no la sueltas, te juro que le clavo el tenedor en la yugular, y no creo que tu jefa dure más
de dos minutos antes de morir desangrada.
―No creo que tengas lo que hay que tener ―le respondió ella, con voz firme, sin dejar de
apuntarle―. Si haces el más mínimo movimiento, te juro que te vuelo la rapa de los sesos.
―No tengo la menor duda de que lo harás, Kara, pero pregunta a tu jefa si quiere venirse
conmigo al otro mundo, porque nos iremos juntos en cuanto presiones el gatillo.
―Tranquila, Kara ―añadí mientras la miraba fijamente a los ojos―, haz lo que te dice y todo
saldrá bien.
Kara, con el ceño fruncido, dejó el arma en la mesa.
―El cuchillo también ―puntualizó Liam―. Déjalo sobre la mesa y luego retírate.
Tan pronto como Kara hizo lo que Liam le había mandado, este se aproximó a la mesa y se
libró de mí con un empujón antes de coger la pistola. Luego nos encañonó con ella y se guardó el
cuchillo.
―Parece que las tornas han cambiado ―Liam se sentía seguro con el arma entre las manos― y
todavía dispongo de tiempo suficiente para pasar un buen rato.
―Ten mucho cuidado, Liam ―dijo Kara―, porque el gatillo es demasiado sensible y...
―Deja de darme sermones y haz lo que te diga. ―La voz de Liam había ganado firmeza, aunque
se le notaba nervioso.
Arrancó, de un tirón, la cuerda que yo solía usar para tender la ropa, que cruzaba la cocina de
pared a pared, y luego cortó tres trozos con el cuchillo. Con ellos, y bajo su supervisión, Kara me
ató las manos a la espalda y los tobillos a las patas del lado corto de la mesa, mirando hacia esta.
Luego, extremando las precauciones porque no se fiaba de Kara, hizo lo mismo con ella en el
extremo opuesto. Ambas quedamos inmovilizadas de este modo, frente a frente, y Liam pudo
soltar la pistola que tanto respeto le inspiraba.
―Bueno, Ellen, Anya, o como quiera que te llames ―me dijo, situándose a mi espalda―, porque
ya no estoy seguro de nada. Creo que al final vas a conseguir lo que querías, aunque de un modo
diferente al que habías pensado. Mira cómo se me ha puesto con la emoción de veros así.
Se situó a mi derecha y pude ver, con los ojos abiertos como platos, que tenía el falo en su
máximo apogeo.
―¿Qué piensas hacer con nosotras? ―quise saber.
―¿Con vosotras? De momento solo contigo. Luego pensaré lo que hago con Kara, pero te
anticipo que, sea lo que sea, le va a gustar.
No dijo más.
Volvió a colocarse detrás de mí, reclinó mi cuerpo sobre el tablero, apuntó la verga a mi coño
y me atravesó de un empujón que me hizo ver las estrellas. Grité, sobrecogida por la brusquedad
de su gesto y, al mismo tiempo, por el placer regalado. En esta posición tan forzada, reconozco
que me relamí de gusto cuando empezó a follarme mientras me manoseaba los pechos, con un
ritmo no demasiado rápido, pero suficiente para mí.
―Calculo que el gorila y su hermano llegarán en hora y media ―dijo Liam entre jadeos―, tiempo
más que suficiente para tomármelo con calma y disfrutar todo lo que pueda. Luego me plantearé
el modo canjearos por mi padre.
―Sabes tan bien como yo, Liam, que no saldrás de esta así como así ―le advertí―. Te va a costar
sudor y lágrimas. ¡Te lo garantizo!
―Tienes lo que hay que tener, querida, y me pone a cien que sigas manteniendo esa prepotencia,
esa arrogancia que te hace única… y deseable al mismo tiempo.
Y realmente se había puesto a cien, porque el ritmo de sus acometidas arrancaba alaridos de
placer de mi garganta. Por un momento olvidé mi lamentable situación, mientras regalaba miradas
gozosas a Kara, que me las devolvía cariacontecida, sin emitir sonido alguno y expectante.
―Deberías probarlo, Kara ―le dije―, porque no veas como folla este semental. No quiero ni
pensar en cómo me voy a poner cuando se corra dentro de mí, porque imagino que lo harás,
¿verdad, Liam?
Mi pregunta no obtuvo respuesta, porque Liam estaba empeñado en metérmela el mayor
número de veces posible y con toda la crueldad que era capaz. De ese modo obtuve un glorioso
orgasmo que anegó mis entrañas, y pequeños calambres recorrieron mis piernas al tiempo que le
suplicaba, agradecida, que no desfalleciera, que siguiera follándome hasta matarme de placer.
Sorprendentemente, salió de mí, caminó hasta el refrigerador y sacó una botella de cerveza.
Luego se sentó en una silla, desde donde nos tenía a la misma distancia, y bebió de la botella.
―¡Eres un cabrón, Liam! ―le grité indignada por haberme dejado a medias―. ¡Vuelve de una
puta vez donde estabas y termina lo que has empezado! Tienes que correrte dentro de mí. ¡Te
exijo que te corras dentro de mí, cabrón de mierda!
―Debe haber una mosca por aquí, porque se escucha un ligero zumbido ―dijo Liam con tono
irónico. Luego me miró con desprecio: no puedo olvidar el modo en que lo hizo―. Sigue, sigue
hablando, querida, porque Kara pagará tu insolencia.
Yo seguí lanzando por la boca todo lo que se me ocurrió, y él tan solo sonreía entre trago y
trago de cerveza, desafiante, muy seguro de sí mismo. Y ese fue mi mayor error, porque Kara
pagó las consecuencias, tal y como él había anunciado, cuando, cuchillo en mano, se situó a su
espalda. Entonces sentí un gran alivio porque, lejos de cometer una locura, se limitó a cortarle,
desde atrás, la parte delantera del jersey. Ella no pudo evitarlo, por mucho que se revolvió con
intención de soltarse, pero era imposible, a no ser que tuviera fuerza en las piernas para quebrar
las patas de la mesa que tendrían, al menos, el grosor de un puño cerrado. Y es que aquella mesa
era de las antiguas, de cuando las cosas se hacían a conciencia. Los gritos y amenazas de Kara
tampoco obtuvieron resultados, y sus voluminosos pechos quedaron libres cuando Liam se
deshizo del sujetador, cortando, aquí y allá, con el cuchillo.
―No te resistas, Kara ―le pedí―, porque, cuanto más grites y le provoques, más cachondo se
pondrá y será peor.
―Juro que le mataré cuando le ponga la mano encima ―amenazó ella.
―¡Bla, bla, bla! ―se burló Liam―. Mucho ruido y pocas nueces. Creo que deberías hacer caso a
tu jefa, porque realmente me has puesto muy caliente y creo que mi pequeño descanso ha
terminado.
Valorando que el pantalón de Kara no bajaría demasiado, porque tenía las piernas muy abiertas,
Liam lo rajó por detrás hasta que el culo quedó expuesto. Librarse de la braga le resultó más fácil.
―Parece, Kara, que tu agujerito no es virgen ―aseguró Liam tras introducir un par de dedos en
el ano.
Ella se estremeció al sentirlos dentro, pero no protestó, tal y como yo le había pedido.
―Sin temor a equivocarme, Kara ―añadió Liam―, juraría que, por la dilatación que alcanza, te
lo han debido taladrar en no pocas ocasiones.
Sin saberlo, Liam tenía toda la razón respeto a su apreciación. Y es que la primera vez que Kara
fue sodomizada, sucedió durante un enfrentamiento con la policía, varios años atrás, en el que fue
detenida y llevada a una comisaría donde, entre varios agentes, la forzaron repetidamente por
detrás. Entonces tenían costumbre de hacerlo porque suponía mayor humillación que violarte por
el coño. El caso es que, tras varias semanas de abusos, Kara terminó por cogerle gusto y ya no era
capaz de mantener relaciones sexuales sin que faltase la sodomía.
Por este motivo no protestó cuando recibió a Liam por el ano, con la misma dureza con que
me había penetrado a mí, confiada en que obtendría algo de placer.
―Luego vas tú, Anya ―me dijo clavando los ojos en los míos, mientras daba por el culo a Kara
y le arrancaba alaridos de placer―, porque Kara está disfrutando y esto no me pone. Creo que tú
tienes menos tablas que ella y que tus gritos me animarán a partirte en dos. Porque no olvido
fácilmente el miedo que me has hecho pasar hace un rato. Eso tiene un precio que debes pagar.
―Como le hagas eso, te juro que…
Kara trataba de disuadirle con amenazas, que Liam acallaba aplastando su cabeza contra el
tablero al tiempo que incrementaba la potencia de las acometidas. Y así estuvo diez minutos más,
hasta que ella, totalmente exhausta, dejó de chillar y las fuerzas le abandonaron, quedando rendida
con el torso sobre la mesa.
Acto seguido, y tras beber otra cerveza de un solo trago, Liam vino hasta mí. Nuevamente se
situó a mi espalda y me introdujo el cuello de la botella en el ano, varias veces y pasando por alto
mis protestas.
―Creo que tú tampoco eres virgen por ahí ―me susurró al oído―, y creo que lo voy a pasar
muy bien. Espero que tú no.
―No lo hagas, Liam ―le supliqué―. Fóllame por el coño todo lo que quieras, pero por ahí no.
―No puede ser todo lo que quiera, porque calculo que dispongo de unos cincuenta minutos, y
es una lástima que el tiempo apremie, porque me gustaría follarte por ambos sitios durante toda
la noche.
―Entonces llévame contigo adonde quieras, en tu coche, y te juro que seré muy complaciente,
pero solo por el coño o por la boca, donde prefieras y las veces que te dé la gana.
―Tu propuesta resulta tentadora, preciosa, pero no tengo adonde llevarte.
―Podemos ir al manantial ―improvisé―. Está demasiado escondido y mis amigos no saben
cómo llegar allí.
―No me parece mala idea ―respondió Liam, que había vuelto a introducirme el cuello de la
botella―, pero tendría que llevarme también a Kara, porque es la primera vez que he probado un
culito y me ha gustado. Pero mira cómo está la pobre, no puede más y en ese estado no me sirve,
porque no podría gritar como a mí me gusta. Prefiero conformarme con el tuyo y que grites para
ponerme más cachondo, aunque sea por poco tiempo.
―¿No hay nada que te pueda hacer cambiar de opinión?
―No, pequeña, no hay nada.
―Entonces… Si prometes correrte en mi coño, me dejo sodomizar, pero te pido por favor que
al menos lo embardunes con un poco de aceite; tengo una botella en uno de los estantes que tienes
a tu derecha.
―¿Si te dejas? No creo que puedas hacer nada por evitarlo. Pero, está bien, si eso te hace feliz,
te daré el gusto. Ahora, ve relajando el agujero porque no puedo entretenerme más.
Con estas palabras, Liam dio por concluido el debate y vertió un chorrito de aceite limpio en
mi ano. Luego colocó su miembro y fue profundizando hasta que entró del todo. Mis alaridos
resonaron por toda la casa durante un par de minutos, tiempo suficiente para que el ano se
habituase a tenerlo en mis entrañas. Entonces reduje el volumen, lo justo para no contrariar a
Liam y quedarme sin el premio final. De ese modo me estuvo sodomizando durante al menos
quince minutos, tirando con fuerza de mis brazos hacia él para que las penetraciones fueran más
profundas y violentas.
Así llegó al momento justo de correrse y, tal y como había asegurado, salió del recto y terminó
en el coño, justo en el momento en que yo alcanzaba mi segundo orgasmo. Fue una delicia que
concediéramos, porque el éxtasis fue brutal y los fuertes gemidos casi me dejan sin voz.
―Gracias, Liam, te agradezco que hayas cumplido mi deseo, pero no la saques todavía, porque
me gusta sentirte en mi interior y notar como el esperma se esparce.
―Realmente me sorprendes, Anya, y no entiendo esa manía tuya porque me corra dentro de ti.
―Bueno, es sencillo entenderlo si te digo que, desde el día que te conocí, he tenido este capricho
porque me gustaste más que cualquier otro chico que haya conocido.
―No importa. Ahora ya no tiene sentido discutir eso. He de prepararme porque tus esbirros, si
son puntuales, no tardarán en llegar con mi padre. Pero, antes, tengo que darme un último
capricho, porque no mentía cuando he afirmado que el culo de Kara me encanta.
Dejando claras sus intenciones, Liam volvió a sodomizarla durante un par de minutos sin que
ella discutiese.
―Ahora desátanos, Liam, no dejes que nos encuentren así, porque sería mucho más humillante
que lo que nos has hecho.
―Eso ni lo sueñes…
―Sí, Liam, es mejor que me hagas caso, porque van a pensar que nos has violado y eso les
enfurecerá. Se trata de que todos salgamos bien parados: nosotras con la dignidad intacta, al menos
ante ellos, y tú libre con tu padre. Pero date prisa, porque apenas faltan diez minutos para que
lleguen.
Liam estimó que mi propuesta era más que razonable y nos liberó mientras nos apuntaba con
la pistola.
―Ya está bien, Kara ―dije a mi compañera―, este cretino ha cumplido con su cometido.
―Ya era hora ―añadió Kara―. Estaba a punto de dormirme.
Liam observó, con los ojos muy abiertos, como ella cogía una silla y la levantaba en alto,
amenazando con partirle la cabeza.
―¡Quietas! ¡No os mováis, o no respondo! ―ordenó Liam acariciando el gatillo del arma.
Kara soltó un par de carcajadas que desconcertaron a Liam.
―Todos reaccionan del mismo modo. ¿Te has dado cuenta, Anya?
―Sí, Kara ―respondí sonriendo―. Nunca falla a la hora de conseguir un polvo en condiciones,
y Liam se ha portado. Ahora, dame la pistola y no empeores las cosas ―añadí caminando hacia él.
Este, viéndose acorralado, apretó el gatillo sin que nada sucediera.
―Me debes cincuenta libras ―le dije a Kara―, porque estaba segura de que terminaría
disparando. Menos mal que no has olvidado ninguna bala en la recámara.
Liam terminó rodando por el suelo, con la boca sangrando, al sentir la furia de mi puño.
―Resultas patético, Liam ―le dije con el rostro muy serio. Luego le quité el cuchillo, que seguía
estando en su bolsillo trasero, y se lo puse en el cuello mientras Kara recargaba la pistola―. Ni
siquiera has reparado en que el cargador estaba vacío. ¡Patético, Liam, patético, no puedo estar
más decepcionada.
―No entiendo nada ―farfulló Liam.
―Hijo, además de patético eres tonto ―le reprochó Kara―. ¿No entiendes que te hemos
tomado el pelo todo el rato? Ha sido una forma eficiente de ponértela dura y conseguir que te
pusieras a cien, pensando que tenías el poder y que no nosotras éramos títeres en tus manos. Los
hombres sois más efectivos en este tipo de condiciones. Sobre todo si no tenéis cerebro para salir
corriendo a la primera oportunidad.
Miré mi reloj y vi que el tiempo apremiaba.
―Bueno, Kara, déjate de charla y átale bien para que podamos ir a vestirnos. No sé si tengo
ropa de tu talla, pero deberás apañarte como buenamente puedas, porque no estaba previsto que
te desnudara de ese modo.

Paul entró por la puerta pasadas dos horas, con absoluta puntualidad, sofocado
porque habían tenido que caminar un buen trecho y su forma física no era la más idónea. No
obstante, le llamó la atención el modelito que Kara había elegido entre todos los que yo guardaba
en mi armario, pero no dijo nada por temor a incomodarla.
―¿Dónde habéis dejado al doctor? ―pregunté a Paul.
―Está en el molino, con mi hermano.
―Entonces… imagino que no ha soltado la lengua.
―Ni una palabra, Anya, y eso que le hemos dado una buena somanta de palos en el bosque.
―¡Vaya! Esto pone las cosas más interesantes ―añadí frotándome las manos―. Kara, vigila a
Liam mientras yo hablo con mi querido doctor.
―¡OK, Anya! ―respondió ella―. Pero no tardéis porque falta poco para que amanezca.
―¡Será coser y cantar, querida!
Yo sabía que el doctor Kerrigan no hablaría fácilmente, y por eso había dispuesto que le llevaran
al molino, porque su enorme muela, con la que antaño se molía el cereal, era un modo muy
efectivo de vencer la resistencia de cualquiera.
Apenas estuve delante de él, tras cruzar la pasarela que unía la casa con el molino, suplicó como
un cobarde que le dejara marchar.
―Es usted ridículo, doctor Kerrigan ―le dije con tono severo―. Pero no quiero perder más
tiempo con este asunto. Solo le haré una pregunta y le recomiendo que diga la verdad.
―Yo no le maté, señorita Scott, se lo juro ―dijo lloriqueando.
―¡Todavía no le he preguntado, cretino! ―añadí después de darle una bofetada que me dejó la
mano dolorida―. Liam me ha contado todo lo relacionado con su negocio de abortos ilegales y
sus planes para echarme del molino. Ahora quiero saber qué le ocurrió a mi hermano, a ese al que
llaman, con pésimo gusto, «el suicida» y que vivió en este mismo molino.
―Ya les he dicho a los hombres que me han traído que no se nada, y que solo certifiqué su
muerte.
―Lo lamento, doctor, pero su forma de colaborar no es la correcta, y me obliga a tomar otras
medidas.
Visiblemente contrariada, ordené a Paul que desbloqueara la rueda que movía la muela. Tan
pronto como lo hizo, el agua cumplió su cometido y la gran piedra comenzó a moverse.
―Lo preguntaré por última vez, doctor. ¿Mató usted a mi hermano?
―No, señorita Scott, se lo juro.
―Está bien, ha agotado mi paciencia. Paul, colocadle el pie delante de la piedra.
El infeliz gimoteaba como una nenaza, suplicando que le dejáramos marchar y jurando por toda
su familia, como si le importara, que él no sabía nada. Se derrumbó pocos centímetros antes de
quedarse sin pie. Entonces confesó que había empujado a mi hermano desde el acantilado, durante
una discusión, por negarse a venderle el molino. Luego, mediante el mismo método, añadió que
también había provocado el parto prematuro de mi cuñada y, por lo tanto, era responsable de su
muerte y de la del inocente que había parido.
No puedo ocultar la rabia que sentí en ese momento, aunque me reconfortaba que Liam no
había tenido nada que ver, porque, en el fondo, él también era víctima de su ambicioso y mezquino
padre. Pero no podía matar al doctor, aunque me quemaba la pistola en la mano, porque antes
necesitaba una confesión de su puño y letra.
La plasmó en un trozo de papel, con absoluta pulcritud, a medida que yo le iba dictando lo que
debía escribir. Obviamente, la nota se limitó a reconocer las muertes, sin mencionar sus intentos
de echarme del molino o el tema de los abortos practicados de forma ilegal. Luego le ordené que
firmara dejando varias líneas en blanco
―Ahora, solo queda la despedida, doctor Kerrigan, y quiero que escriba, en el hueco que ha
dejado, lo siguiente: «me he cansado de vivir así, profundamente arrepentido, y me voy para
siempre lejos de aquí, adonde nadie me encuentre».
Le quité el bolígrafo de la mano, impidiendo que terminara, cuando había escrito hasta la palabra
«siempre». El muy imbécil cayó en la trampa y, de este modo, parecía la despedida de un suicida y
no la marcha de un hombre atormentado. Tuve que recurrir a este pequeño engaño segura de que
no lo escribiría intuyendo el final que le esperaba. Luego, tan solo añadí el punto final antes de
dejarle sin sentido de un fuerte golpe en la nuca, con mi pistola y con toda la rabia que fui capaz
de soltar.
―Bien, muchachos ―les dije a mis hombres―. Ahora le lleváis al acantilado donde murió mi
hermano y le arrojáis. Luego, y sin tiempo que perder, porque no tardará en clarear, dejáis la nota
en su casa, en un lugar bien visible, que tarde o temprano alguien la encontrará.
De este modo terminaron los días del doctor Jim Kerrigan sobre la tierra: en el fondo del
acantilado y muy cerca de la roca contra la que se había estrellado el cuerpo de mí amado hermano.
A su entierro tan solo acudieron doce personas, entre las que estaba yo misma, y su despedida fue
tan triste como su miserable vida.

14 de septiembre de 1.982
Mi padre se enteró de la notica varios días más tarde, cuando le llamé por teléfono para
contárselo. Era la hora del desayuno, y me aseguraron, quienes estaban con él en aquel momento,
que su rostro dibujó una siniestra sonrisa.
Han pasado dos meses desde entonces, y, durante todo este tiempo, he seguido haciendo una
vida normal salvo por un detalle importante: Liam y Kara han estado conmigo. Sé que ha sido
una crueldad retener a Liam, pero le perdoné la vida por una razón de peso que puede parecer
confusa, pero para mí tiene sentido y se resume en lo siguiente: su padre privó al mío de tener un
nieto, y yo pretendía que Liam lo compensara, en cierta medida, fecundándome porque me había
convertido, muy a mi pesar, en la única persona que podría dar un nieto a mi padre. Por este
motivo puse tanto empeño en que Liam eyaculase dentro de mí.
Pero que lo hiciera una vez no me aseguraba nada, y debía insistir tantas veces como fuera
posible. Por ello lo tuve encerrado en la bodega del sótano, vigilado por Kara durante mis
ausencias. De este modo, y tras prometerle que le liberaría sin un solo rasguño cuando lo
consiguiera, manteníamos relaciones sexuales tres días por semana, sin contar las veces que
permitía, no demasiadas, que Kara se diera una alegría con él.
Felizmente, hoy he sabido que estoy en cinta y no puedo ocultar mi alegría. Por este motivo, he
presentado mi renuncia al alcalde y mañana me voy del pueblo, dos días antes de cumplir los seis
meses. Esto supone que el veterinario no gana la apuesta, pero igual se sentirá ganador porque la
persona a quien debería pagar esas 20.000 libras está bajo tierra y no puede cobrarlas.

14 de septiembre de 2.007
Hoy se cumple el vigésimo quinto aniversario de mi último día en el viejo molino y las cosas
han cambiado mucho. Ahora soy una mujer madura de cincuenta y dos años, con un hijo adorable
de veinticuatro al que he dedicado mi vida desde que nació, y por el que dejé la lucha y los ideales.
De Liam no he vuelto a saber nada desde que le liberé dos días después de mi marcha, pero deseo,
donde quiera que esté, que sea tan feliz como lo soy yo y que me perdone por todo el mal que le
hice.
Pongo el punto final diciéndote que he comprado el molino para ti, para que seas feliz en él con
tu bella esposa y tus adorables hijos, aunque estos pronto abandonarán el nido.
Por cierto, el mío se llama Alan, como tú.
****************

La señorita Scott nunca ha dejado mi memoria durante estos años apacibles, que me han
conducido dulcemente a la madurez, y tengo que apresurarme porque su historia llega a su
fin, y yo, Alan O'Connell, soy sin duda el único en conocer toda la verdad.
Jamás volví a saber de ella, pero quiero pensar que ha vivido feliz lejos de aquí.

... Fin ...

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