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Decíamos antes que la muerte es el fin del hombre entero. La inversión de sentido operada por
Cristo se patentiza sobre todo en este punto. Cristo ha muerto para resucitar; la resurrección
es la recuperada existencia del hombre entero que había sucumbido en al muerte enteramente.
Todo el hombre había cesado de ser; todo el hombre recobra el ser, más no ya en la vuelta a
un período transitorio96, de nuevo destinado a la muerte, sino en el estado definitivo de la
existencia eterna. El ser-para-la-muerte se retrotrae a su original vocación –según el Orden
querido por Dios en la Creación- de ser-para-la-vida. A partir de Cristo, cesa la cualificación
unilateral de la muerte por el pecado. La muerte cristiana por consiguiente, es (en sí misma, y
no sólo en lo que está detrás de ella) una muerte distinta de la muerte-pena del pecado. No es
fin, sino tránsito. Al igual que Cristo, el cristiano no muere para quedar muerto, sino para
resucitar.
De este modo, la presencia de la muerte en la vida –a que nos referimos antes- adquiere un
sentido peculiar para el creyente, quien vive sacramentalmente en la cotidiana anticipación de
la entrega completa. Así la muerte cristiana es, en verdad, la muerte-acción, la muerte
aceptada y querida libremente a lo largo de la existencia. Cuanto llegue el instante mortal, no
hará más que verificar sensiblemente un hecho de vida actuado desde el bautismo en la esfera
de lo sacramental.
Solamente la fe puede descubrir en lo que parece ser el fin un comienzo, sólo la esperanza
permite desplazar ante él al angustia para dar paso a la serena confianza y sólo la caridad da el
impulso preciso para la entrega total. Siendo evento de la fe, nada tiene de extraño que sea un
evento oscuro, lo que explica el remanente de angustia que el cristiano prueba cuando la
afronta. Realidad dialéctica, la muerte se presenta como enemiga y amiga, como fin y
comienzo, destrucción y consumación, pasión y acción. A la libertad personal, suscitada y
sostenida por la gracia, le atañe optar entre estas alternativas, escoger la propia muerte y
realizarla.
Esta muerte cristiana ¿se da únicamente en el cristiano explícito? Hemos dicho antes que la
acción de morir totaliza y consuma la vida. Tal acción, por tanto, no puede ser algo
religiosamente neutro; será siempre una acción teologal, puesto que decide a la postre sobre el
propio destino. Pues bien: allí donde la muerte es vivida como tránsito y no como término, con
confianza y no con desesperación (aunque bien podrá ser una esperanza obscura y asediada
por la angustia), allí está presente –sépase o no- la gracia.
Allí donde la muerte es vivida como cumplimiento de la existencia o como destino serena y
resignadamente aceptado, allí acontece la muerte cristiana, es decir, la muerte que es
confesión del Dios vivo. Dicha confesión tiene lugar: en el reconocimiento de que la vida tenía
un significado y en la sumisión obediente a los propios límites (esto es, en la aceptación del
propio ser como ser creatural).
96
Eso sería Reencarnación.
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Ya hablando de la muerte como realidad humana hemos detectado como una de sus notas, la
de conducir a la persona a su definitividad. La muerte-acción (entendida como venimos
haciéndolo) fija, en efecto, al hombre en su destino. Y por ello, por su misma naturaleza, no
por un decreto convencional de Dios. si la libertad es disposición de la persona sobre sí misma
en orden al fin; si en toda la historia personal el pasado no se pierde, sino que va configurando
el presente y el futuro, entonces, a medida que el tiempo transcurre, el hombre acumula en su
interior los frutos de sus opciones, que pasan así a ser realidad dada, medio en el que la
libertad se mueve hacia el porvenir. Y como esos frutos no son meros residuos estáticos, ni
posesión adyacente a la persona, sino su autodevenir, ésta llega, en ellos y por ellos, cada vez
más a sí misma. Cuando el futuro se agote (puesto que una auténtica historia importa un
auténtico término), el hombre se encontrará con el núcleo inmenso de sus realizaciones, de
todas sus realizaciones; esa suma impresionante no será otra cosa que la fiel imagen de lo que
el hombre ha querido ser: será el hombre llegado a sí mismo97.
El tránsito de lo cambiante a definitivo, que sucede en la muerte, no es, por tanto, efecto de un
acto puntual; en la estructura inmanente de la existencia humana se halla inscrita la
posibilidad de llegar algún día a la consumación. Si la vida tiene sentido, y no es el juego
absurdo que pensaba Sartre, la muerte debe dar al hombre el permanecer durante la eternidad
en lo que quiso ser durante el tiempo; y ello no en virtud de una nueva decisión, que evacuaría
irremediablemente la vida misma, sino en cuanto suma totalizante de las actitudes vividas y
acumulación sin futuro del entero pasado, convertido ya, de forma irreversible, en presente
eterno. Al ser la muerte anulación de toda posibilidad de devenir, es la facticidad
consumada, o lo que es lo mismo, “término del estado de prueba por su naturaleza”, según
decían los escolásticos.
La consideración de la muerte como una conclusión total banaliza la vida, la vacía de todo valor.
Gabriel Marcel escribe: “Si la muerte es una realidad última, el valor se anula en el escándalo
puro, la realidad se siente herida en su mismo corazón. Esto no podemos disimularlo a no ser
que nos encerremos en un sistema a nuestro gusto”. Por su parte Unamuno dice: “Si al
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El razonamiento, pues, supone, de una parte, una recta comprensión de la historicidad humana y,
además, la presencia de la muerte en la vida, con la consiguiente toma de postura ante ella (lo que
venimos llamando muerte-acción).
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morírseme el cuerpo que me sustenta y al que llamo mío para distinguirle de mí mismo, que
soy yo, vuelve mi conciencia a la absoluta inconsciencia de que brotara, y como a la mía, les
acaece a las de mis hermanos todos en humanidad, entonces no es nuestro trabajo linaje
humano más que una fatídica procesión de fantasmas que van de la nada a la nada”. Por el
contrario, la consideración de una vida ulterior, en la que sea restituida toda justicia, despierta
el gusto de la vida, potencia la acción humana y suscita la esperanza. Sin esperanza, no hay
vida humana, ni gusto de vivir.
A este pensamiento, se le ha acusado de ser un consuelo ficticio con el que nos tranquilizamos
para seguir viviendo y luchando pero, como hemos visto a lo largo de este tratado, tenemos
serios motivos racionales para poder afirmar que la vida humana no termina con la muerte. Se
ha dicho también que nos proponemos demostrar lo que previamente ya creemos. Es verdad
que los cristianos conocemos la pervivencia post mortem por la revelación de Jesucristo. Pero
esto no obstaculiza para que, con independencia de la afirmación cristiana, investiguemos si el
hecho de la supervivencia es o no conforme a lo que la razón puede alcanzar.
Efectivamente existe una paradoja, difícil de explicar desde la filosofía, entre la muerte real de
la persona y la pervivencia real del alma. Karl Rahner, por su parte, ha intentado una solución
a esta paradoja incómoda. Ha propuesto una hipótesis atrevida pero que ofrece cauces de
reflexión. La doctrina de Santo Tomás ya ve en la esencia del alma una relación trascendental a
la materia. Durante esta vida esa relación se efectúa a través del cuerpo; la persona, el yo está
en relación con todo el mundo material mediante el cuerpo. Esa relación ¿desaparece de
manera absoluta con la muerte?. Rahner piensa que con esta fórmula “separación del alma y
del cuerpo” sólo decimos que “el alma en la muerte toma una relación distinta con aquello que
acostumbramos a llamar el cuerpo, pero no se dice mucho más” . La fórmula por sí misma “no
dice nada acerca de la peculiaridad de la muerte en cuanto es un suceso precisamente del
hombre como un todo y como una persona espiritual y, por cierto, un sucesos esencial por el
que se engendra definitivamente como persona libre. Esta autogeneración definitiva no se
produce con ocasión o después de la muerte, sino que es momento interno de la muerte
misma”. Además “el concepto de separación queda obscuro... Si el alma está unida al cuerpo,
evidentemente tiene una relación con aquella totalidad (una de cuyas partes es el cuerpo) que
es la unidad del mundo material..., la separación del cuerpo y el alma en la muerte, no significa
la simple supresión de esa relación con el mundo de manera que el alma (como se piensa de
buen grado a la manera platónica) se hiciera sencillamente acósmica, trascendente al mundo...
Con la muerte, el alma humana entra precisamente en una mayor cercanía y relación interna
respecto del fundamento (difícilmente comprensible pero muy real) de la unidad del mundo en
el cual todas las cosas del mundo se comunican entre sí, previamente a su influjo mutuo; y esto
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Como se puede observar las correcciones del famoso pensador alemán a la fórmula clásica de
“separación de alma y cuerpo”, aclaran un poco, aunque no demasiado, el sentido filosófico de
la muerte. Son más que nada, sugerencias que hacen pensar. Sobre todo intentan eliminar, de
alguna manera, el excesivo dualismo platónico-cartesiano y afirmar la permanencia de una
cierta vinculación del alma con el mundo, que antes de la muerte, mantenía a través del
cuerpo. Según lo sugerido por Rahner, la muerte significaría, por un lado, perfeccionamiento
activo desde dentro, un acto por el cual la persona toma posesión plena de sí misma,
al entrar en comunión con el Fundamento, una plenitud de la realidad personal
libremente desarrollada. Por otro lado, no cabe duda que es una ruptura, una
destrucción. Sería “simultáneamente el acto de la más radical impotencia del
hombre, la más alta acción y el más alto padecimiento en un solo acto..., la
simultaneidad de la máxima voluntad y de la impotencia extrema, del destino
realizado y del impuesto, de plenitud y de vacío”.
Es también interrogante la tendencia incoercible que todos tenemos a vivir, a vivir siempre, no
a una vida sin término en la tierra que carecería de motivaciones y de sentido, sino a una vida
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Por la dificultad que presenta “la separación del alma y el cuerpo”, algunos han defendido en que en la
muerte muere todo el hombre, cuerpo y alma, y que luego Dios realiza una nueva creación de cuerpo y
alma que sería la resurrección. No se puede aceptar semejante interpretación, porque entonces el nuevo
ser resucitado sería otro ser, y no el que murió.
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distinta en la que alcancemos una plenitud y con ella una felicidad. Nuestro espíritu es
extraño. Tiene un sitio propio aquí en el mundo, pero su esencia está hecha de aspiraciones a
la trascendencia, de esfuerzos hacia un destino desconocido, de esperanza y atractivo por una
realidad que presiente. Blondel en “la acción” demostró que en todos sus actos de voluntad, el
hombre quiere ser siempre más; más verdad, más bien, más amor, más ser. Unamuno lo
llamaba “hambre de inmortalidad”. “¡ Ser, ser siempre, ser sin término! ¡Sed de ser, sed
de ser más! ¡Hambre de Dios! ¡Sed de amor eternizante y eterno! ¡Ser siempre! ¡Ser
Dios!”. Ese hecho, lleva consigo, el terror a dejar de ser, y ello nos está indicando que el ser es
mejor que el no ser. La muerte nos pone así, ante el misterio del bien y del mal. La muerte no
convierte la vida en nada, como quiere Heidegger 99, sino como acto supremo del hombre y su
libertad convierte la vida en la posibilidad de alcanzar la plenitud del ser a la que siempre
aspiramos, aunque se atisba también la posibilidad de una frustración total, no en la
aniquilación del no-ser, sino en la alienación total o pérdida total de sí mismo, por una mala
opción de la libertad.100 El apogeo de la libertad, es el apogeo de la persona. Tendría validez así
la fórmula de Platón, cuando dice que la vida es una preparación para el acto final de muerte,
porque compromete a fondo la posibilidad de realizar o no el sentido pleno de la existencia
humana.
Está claro que el sentido trascendente de la muerte de ninguna manera significa una
indiferencia o una pasividad ante los problemas humanos de la Historia. Precisamente porque
aceptamos que la vida tiene un sentido Trascendente y que se consuma en la inmortal plenitud
de la Verdad, del Bien y del Amor, entendemos que aquí en la tierra, hemos de
comprometernos seriamente por realizar cada vez más y mejor la verdad, el bien y el amor.
Evadirse de este inmanentismo para refugiarse en un trascendentalismo sería tan equivocado,
como sumergirse en un inmanentismo, sino mirar a la Trascendencia. No rechazamos, pues, el
compromiso por la construcción de una historia humana cada vez mejor, sino la absolutización
de la Historia. Sólo la Trascendencia da un valor absoluto a la acción y a la persona humana,
pero la persona sólo puede realizar su valor trascendente desarrollándolo ya en la inmanencia.
Cuando Feuerbach acusaba al cristianismo de arrastrar a la evasión y al desprecio de este
mundo por aspirar a otro, demostraba no haber entendido el verdadero sentido de la vida y de
la muerte en la perspectiva cristiana.
Citemos por último de nuevo a Gabriel Marcel que dice: “¿Se puede concebir una sobrevida
real de personas sin apelar a la Trascendencia? Me parece que mi respuesta sería la siguiente:
no hay amor humano digno de este nombre que no constituya a los ojos de aquel que lo
piensa, a la vez una prenda y una semilla de inmortalidad; pero por otra parte, no es posible,
sin duda, pensar este amor sin descubrir que no puede constituir un sistema cerrado, que se
sobrepasa en todos los sentidos, que exige en el fondo, para ser plenamente él mismo, una
comunión universal fuera de la cual no puede satisfacerse y está evocada, en fin de cuentas a
corromperse y a perderse; y esta comunión universal, ella misma no puede apoyarse más que
99
El hombre es un “ser para la muerte”.
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Lo que los cristianos llamamos “condenación eterna”, como posibilidad factible.
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en el Tú-absoluto”. Lo que se puede expresar, de otra manera, diciendo que una supervivencia
de personas es inexplicable sin un Ser último y plenificante que sea Amor.
Por fin digamos que la muerte nos muestra con elocuencia irrefutable, la igualdad de todos los
hombres. Ya Horacio escribía: “La pálida muerte, llama lo mismo a las chozas de los pobres,
que a los palacios de los reyes” . Nos despoja de todo a todos y nos pone de cara a la
Trascendencia a solas con nuestra responsabilidad personal. A todos por igual. Por todos estos
motivos, se ha dicho que, la muerte es maestra de la vida.
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Albert Camus (1913-1960), quien hace una descripción impresionante cuando habla del hombre
moderno preso entre los engranajes de la vida moderna y superracionalizada: levantarse, tranvía, trabajo,
comer, tranvía, trabajo, lunes, martes, miércoles...; de pronto todo se derrumba, se revela en toda su
crudeza el absurdo y el vacío de semejante existencia. Resulta que todos los decorados se vienen abajo.
Levantarse, tranvía, cuatro horas de oficina o de taller, comida, tranvía, cuatro horas de trabajo, descanso,
dormir, y el lunes-martes-miércoles-jueves-viernes-sábado siempre al mismo ritmo, siguiendo fácilmente
el mismo camino casi siempre. Pero un día surge el “¿por qué?” y todo vuelve a comenzar en medio de
ese cansancio teñido de admiración. “Comenzar”, eso es importante. El cansancio está al final de los actos
de una vida mecánica, pero inaugura al mismo tiempo el movimiento de la conciencia”.