IMPRESO EN LA ARGENTINA
Queda hecho el depésito que previene
Th ley. Copyright 1948, Editorial
Sudemericans, Sociedad Andnima,
calle Alsina $00, Buenos Airer
EL LUGAR DEL DIABLO
No deis lugar ai diablo.
ErEsi0s, 27, 1.
En el vestibulo de la vieja casa no se veia mas mue~
bles que una pesada mesa de jacarandé, y nada inte-
rrumpia, bajo la curva del techo abovedado, Ia desnu-
dez de las paredes conventuales. Pero a uno y otro lado
de la entrada, tocados de oro, enhiestos sobre pedestales
de marmol, dos negros venecianos de madera policroma
alzaban parejos candelabros de velas encendidas. Tem-
blaba el fulgor de las lamas sobre los muros de cal
y las caras de ébano, se movia sobre las ttinicas orien-
tales y destacaba el verde y el azul de los collares, rea-
lizando esa armonia, a la vez delicada y ambigua, con
que habian sofiado los ojos distantes de Isabel Ituarte.
Al pie de uno de los negros un sirviente de librea
abria y cerraba automiticamente cada dos o tres mic
nutos la puerta de calle. Un cuchillo de sire helado
—era una noche de Julio— cortaba, cuando la puerta
se abria, la atmésfera tibia del hall. Junto al pedestal
que sostenia al otro negro, otro sitviente idéntico
tomaba de manos de los invitados gruesos gabanes y
capas perfumadas.
‘A las nueve los negros quedaron solos bajo sus can-
delabros rutilantes. El comedor y Ia sala estaban col-8 CARMEN GANDARA
mados de gente. No faltaba nadie. ¢Quién faleaba
nunca a un cocktail de Isabel Ituarte?
Contra la chimenea de la sala en la que se estiraban
altas Iamaradas pilidas, de pie, erecta, con el cucllo
exguido y la espalda rigida, Ia duefia de casa sonreia,
saludaba, contestaba apenas y vigilaba de tanto en
tanto con Ia mirada las bandejas que iban y venian
por entre los grupos de parlantes hombres y mujeres.
Sobre su cabeza de lacio pelo rubio un cuadro, un
interior nacarado de Berthe Morisot repetia, bajo el
rayo de un foco invisible, los tonos y reflejos, como
de rocio, de su piel.
Vigilaba con la mirada? ¢Cémo podia vigilar algo,
cémo podia registrar lo que percibia esa mirada, esa
mirada hecha de objetos perdidos, de viajes imposibles
¥ nombres olvidados, hecha de ausencias y llena de
vacio, esa mirada cuyo color era el color mismo de
Ia distancia? Sin embargo, los ojos, continuamente
ajenos a Ia realidad, de Isabel Ituarte habian visto ya
que estaba todo el mundo, que las bandejas circula-
ban correctamente, que el old-fashioned estaba en los
vasos adecuados y que la facha y el frac del mucamo
extra eran satisfactorios,
Mientras respondia dos palabras a Ja rubicunda mus
Jer de un ministro escandinavo sus ojos vieron, en un
grupo situado en Ia otra panta del cuarto, al francés
ese, recién Megado, tan fino, que le habjan presentado
Ia vispera. EI francés la buscaba para saludarla, Fn
ese instante dos brasilefios Ilegaron hasta ella. A los
brasilefios se agregé un inglés. Luego, irrumpieron en
el grupo dos argentinos jévenes,
EL LUGAR DEL DIABLO 9
—Madame,
E] francés habia logrado alcanzarla, Se inclind, le
bes6 la mano.
—Hola, Isabel —dijo un argentino joven, de cuello
blando, sin esperar que el extranjero pudiera ni ter
minar su saludo ni agtegar palabra. El francés se sintié.
empujado por Ia presencia irrefutable del argentino
¥ por Ia corriente. Resistié durante unos minutos. Lue.
80, divisé con alivio, bajo un sombrero leno de pla-
mas claras, el rostro conocido de Aurora Oromi-
—Este francés que acaba de saludarte es duque de
algo, eno?
i —contesté Isabel; y pronuncié el nombre his-
térico con acento impecable mientras sonrefa a un
norteamericano que la miraba desde la puerta del
vestibulo,
EI grupo en cuyo centro se encontraba la ducia de
casa iba complicindose cada vez mas a medida que la
conversacién se animaba. Isabel atendia durante una
feaccién de segundo a cada persona. Pero poco im-
portaba. Ninguna frase esperaba respuesta, Nadie con
testaba a nadie, Y si alguno incurria en la intensatez
de exigir contestacién se veia sometido a Ia penitencia
de presenciar cémo las palabras con que habia formu.
Tado su pregunta quedaban en el aire sueltas, inmira-
das, peregrinas, sin més razén de ser que ellas mismas,
Rovado por alguien el tema politico, el ardor de Ia
charla se fué acentuando y cada uno, abandonindo
el francés inicial, encontrése hablando —con vehe-
mencia— su propio idioma: los brasileios hablaban
Portugués; los argentinos, espafiol. Brotadas de idén-10 CARMEN GANDARA
tica temperatura pasional las exclamaciones y opinio-
nes se entrecruzaban; los nombres de los dictadores
volaban por entre el humo de los cigarrillos.
El inglés, con un vaso de “whisky” en la mano, mi-
eaba los didlogos desde su enorme estatura y dejaba
caer de rato en rato sobre el desorden ruidoso un ce-
trado monosilabo briténizo. Isabel Ituarte presenciaba
Ja confusion, impasible; con Ia cabeza en alto, los
hombros dignos y los ojos absolutamente vacios es-
cuchaba todo y no escuchaba nada. Ninguna palabra
Ia alcanzaba, jamés; estaba en todas partes como si no
estuviera: incorpérea, imaginaria. En diversos idiomas
fas afirmaciones se entrechocaban a su alrededor; todo
era movimiento, efervescencia, ligereza, desencuentro.
Si, desencuentro; esa eri la causa, por eso se sentia
tan bien en las fiestas Isabel Ttuartes porque el
desencuentro era su clima, La légica le producia una
gran fatiga y aunque ella no percibiera, naturalmente,
Gul era Ja razén de su bienestar, hallaba en esos mo-
mentos de extremado absurdo un misterioso descanso.
Laboriosamente, el francés iba Ilegando al sombrero
leno de plumas y cintas pilidas de Aurora Oromi.
Nadie lo saludaba, Nadie le hacia caso. Y, sin embar-
0, le habian presentado ya a muchas personas. “Quel
pays!”, se iba diciendo.
En el comedor, de pie junto a la mesa reluciente,
€l viejo conde Strozzi, ex ministro de relaciones ex-
teriores del Reino, collar de la Annunziata, ilustre
desterrado del fascismo y actual embajador de 1a fla
mante repiblica italiani, miraba a su alrededor con
melancélica perplejidad, Estaba muy cansado el conde.
EL LUGAR DEL DIABLO a
‘Tantas cosas le habian pasado, a él y a su tierra, Tan-
tas y tan atroces. Poco, muy poco le importaba ya lo
que hiciera o dijera un mundo enloquecido, Su nuca,
su ancha nuca taurina, comenzaba a traducir una de-
clinacién, un descenso; como si la antigua linen her-
ailea estuviera paulatinamente transfurmindose en ef
dibujo de una derrota.
—"Comte! Comte! Est-ce-possible? On me dit
que les ponts, les merveilleux ponts de Florence ont
Gé déteuits...” —La mujer levanté su rostro hacia
Ja fuerte cabeza del anciano. Al no obtener res-
puesta, insistié: —“Ah, ces ponts...” Pero el viejo
conde no dijo nada. La mujer estipida prosiguié:
—"Crest épouvantable, On aurait da... —En si
Iencio, suavemente, el viejo conde, insinuando una
sonrisa helada, gird hacia otro grupo volviendo sus
anchas espaldas a la mujer. Los adornos del sombrero
de la mujer estéipida quedaron un instante inméviles;
pero solo un instante, Pocos minutos después volvie-
ron a moverse al compas de nuevas exclamaciones di-
rigidas a una nueva victima ocasional.
Mientras el francés saludaba a Aurora Oromt, el
joven argentino de cucllo blando Ie decia a Ia chica
argentina que estaba a su lado:
—Che.
—2Qué?
—Creo que me parece bonito el sombrero de Au-
rora Oromi.
—A mi esas plumas enjauladas me dan asco. O mie-
do. No sé.
Y ella, gqué te parece?