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"Hace más de dos mil años que Aristóteles nos advirtió que ninguno debería hablar de felicidad

hasta en el último día de su vida, cuando se puede hacer balance. Mil y pico de años después,
Voltaire nos dijo que buscamos la felicidad, pero sin saber dónde, como los borrachos buscan
su casa sabiendo que tienen una. Doscientos y pico de años después fue George Orwell quien
nos dijo que los seres humanos sólo pueden ser felices si aceptan que el objeto de la vida no es
la felicidad. Y poco tiempo después dijo Groucho Marx: "Hijo mío, la felicidad está hecha de
pequeñas cosas: un pequeño yate, una pequeña mansión, una pequeña fortuna."

No hay nada peor que esa gente que siempre está contenta en cualquier circunstancia; gente
que parece haberse pintado una mueca radiante en la cara, como si cumpliera una condena
perpetua de alegría. Somos las primeras sociedades de la historia que han hecho a la gente
infeliz por no ser feliz. Uno de los espectáculos más obscenos de la vida contemporánea es ver
a esas personas felices que están de acuerdo consigo mismas, triunfantes en su fracaso, o
fracasando, sin saberlo, en su triunfo. Sé bien qué significa retirarse a los templados clichés de
lo colectivo, parapetarse tras las corazas que nos defienden de las inevitables sacudidas de la
vida cotidiana. Estas crisis son el crisol donde se quema lo que es esencial, y nos revelan el
centro neurálgico del ser. En esta sociedad comienza a ser endémico cierto feliz embotamiento
del espíritu. Se ha promovido la sociedad de la felicidad absoluta en fabricar una cultura del
miedo, una sociedad que se escuda tras las falsas apariencias y el pensamiento positivo, una
felicidad de cuyo punto determinado es la inconsciencia. La felicidad es el silencio del dolor,
pero el alma se cansa de todo lo uniforme, incluso de la felicidad perfecta. Según cifras de la
OMS, cada día se suicidan 3.000 personas en el mundo occidental, lo que viene a ser una cada
treinta segundos. El otro día vi El placer (1952) de Max Ophüls, y decía uno de sus
protagonistas al final de la película: "Amigo mío, la felicidad no es alegre."

Basta que un amigo o un familiar te vea triste y salte a la defensiva lanzándote, como un
chorro de agua fría, innumerables consejos que ni ellos mismos creen. Hoy cualquier síntoma
de sensibilidad se denomina depresión. Ya nadie menciona la palabra tristeza o melancolía,
que nada tiene que ver con la depresión. La melancolía es tristeza que ha adquirido
luminosidad. En el antiguo budismo no desear nada era el estado más elevado del ser, hoy es
un síntoma de depresión que se arregla con ansiolíticos. Desear sólo la felicidad en un mundo
indudablemente trágico es dejar de ser auténtico, apostar por abstracciones irreales que
prescinden de la realidad concreta. La mayoría de la gente se oculta detrás de una sonrisa
porque teme enfrentarse a la complejidad del mundo, a su vaguedad, a su terrible belleza. Si
se quedan a salvo, tras su sonrisa pintada, no tendrán que hacer frente a las inseguridades que
conlleva habitar en la posibilidad, a esos momentos de inquietud en los que uno se convierte
casi en cualquier cosa. En realidad, sólo se puede experimentar la belleza cuando tenemos el
melancólico presentimiento de que todas las cosas del mundo acaban. Es la fugacidad de un
objeto la que confiere belleza, y esa fugacidad se manifiesta en sus grietas y fisuras, que son
manifestaciones de decrepitud. Caminar pensando en la muerte, por ejemplo, es abrir el
corazón a relámpagos de fuego que no tienen igual. Porque sólo experimentando nuestras
extraordinarias limitaciones somos conscientes de nuestras grandes posibilidades. La
excitación de no llegar a conocer nada del todo consiste en que permanentemente se pueden
imaginar sublimidades más allá de la razón.
Hace mucho tiempo que me di cuenta de que el temperamento melancólico no tenía por qué
ser anatema. Comprendí que la tristeza podía considerarse una virtud. Advertí que la
melancolía no es ni mucho menos una enfermedad. Resulta esencial para la salud mental del
pensador, en un indicio de gracia intelectual. Sin melancólicos, viviríamos en un mundo en el
que, sencillamente, todos aceptarían el orden preestablecido, en el que, sencillamente, todos
estarían satisfechos con los que les hayan tocado en suerte. Y eso supondría una distopía de
sonrisas plácidas y ubicuas. La seguridad y alegría en que viven los seres humanos no tienen su
fundamento en la fuerza del espíritu, sino que se explica fácilmente como una beatitud
irreflexiva.

En fin, que sigo estando del lado de la anónima y melancólica persona que tal vez no conoció el
amor, o quizá, lo conoció en su profundidad y se pierde en los meandros de las calles y de la
tarde, desapareciendo en la sombra como un día que se acaba. A los que deambulan hacia la
medianoche y son conscientes de que vendrá el amanecer, con las alarmas del día sonriente.
Ahora, sólo nos queda a nosotros evaluar cuál es la derrota y quiénes son los derrotados. Dijo
una vez el poeta surrealista Louis Aragon: "Quien habla de felicidad suele tener los ojos tristes."

“También la felicidad es inevitable”


Albert Camus

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