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Un placer ya marchito y distante, seco por el pasar de los años que me brindaba cierta
sensación de costumbre y normalidad, me daba la sensación de estar en casa, pero que nunca
lo fue…

Me levanto automáticamente, como si mi cuerpo fuera un muelle que ha sido estirado toda la
noche y ese retumbante sonido que hace cosquillas en los tímpanos me hubiese liberado de lo
que me sostenía ahí. Gracias al movimiento brusco, estuve mareado un momento antes de
reaccionar, seguía vivo. Tallé mis irritados ojos para limpiarlos de las lagañas y las lágrimas
que me producía la acción de bostezar, después intenté tragar un poco de saliva sin ningún
éxito. Siempre me levantaba con la garganta excesivamente seca, y la boca con un sabor rancio.
Nunca fui alguien que gozara de la mejor salud y no me quejaba de ello, al hacer reflexión
sobre mis hábitos, encontraba al menos 3 posibles causas de mi muerte en los próximos años,
aunque la verdad no me preocupaba mucho de ello, pues ¿Para qué vivir una vida con las más
excéntricas y absurdas limitaciones autoimpuestas? ¿Cuál era el placer de vivir que tenía un
adicto al tabaco cuando a este se le negaba un cigarrillo por la mañana? ¿Cuál era el goce de
vivir de un mórbido obeso cuando se le niega la más obscena muestra de grasa y sal mezcladas
en algo que a él le apetece devorar? ¿Cuál es nuestro consuelo cuando uno se niega a sí mismo
sus propios vicios? Al final del día siempre concluía que todas esas personas que se negaban a
esos tremendos placeres no viven para sí mismos. Tal vez algún día dejaré de vivir para mí y
empezaré a disfrutar del otro, peor por el momento se me antojaba un cigarrillo y un vaso de
ron con cerveza.
¡Mierda! Después de terminar mi desayuno me doy cuenta de que se me estaba haciendo tarde,
tarde para seguir mi rutina, la puntualidad es algo que me mantenía ocupado todo el tiempo,
me daba ansiedad el hecho de perder el tiempo que ni siquiera tenía.
Llegue a su casa antes de lo previsto, al parecer todos los holgazanes de la ciudad decidieron
descansar hoy, eso aligero mi camino, ojalá a ella no se le ocurra descansar. Me senté a esperar
su salida habitual en el quiosco en frente de su casa, era una mañana bastante fresca, había
llovido durante la madrugada y todo seguía húmedo y frío. Saque un paquete de cigarrillos de
la bolsa izquierda de mi abrigo, cuando estaba buscando mi encendedor me fijaba en un niño
que paseaba a un montón de perros por el parque, entre jaloneos y gritos ese niño se estaba
ganando su propio dinero, siguiendo un patrón, aprendiendo a reemplazar a sus viejos y ser una
máquina desechable más. Un viejo se sentó en la banca frente a la mía, llevaba con él una bolsa
de pan con el cual pretendía alimentar a las palomas que se acercaron enseguida al viejo. Era
un hombre desagradable a la vista, estaba sucio, arrugado y por lo visto no le importo sentarse
en la banca mojada, llevaba unos guantes de cuero con los cuales quería cubrir la falta de dos
dedos de su mano izquierda, me percate de esto mientras desmoronaba el pan para las palomas,
las cuales fueron ahuyentadas por los perros del niño, que tomaron ventaja y empezaron a
comer el pan, el anciano les escupía encima mientras les gritaba un montón de maldiciones que
no terminaba de comprender, gracias a su mala dicción provocada por la falta de varios dientes,
mientras que el niño forcejeaba llorando para quitar a los perros del alcance del anciano. Tal
vez por el instinto o por los nervios provocados por el hambre y la furia del viejo, uno de los
perros se giró bruscamente hacia el niño, mordiéndolo en la pierna, tratando de tumbarlo
mientras el charco mugriento de agua bajo el niño se tornaba de un rojo intenso, la emoción
colectiva no tardó en hacer presencia y más perros empezaron a morder al niño ya en el suelo,
uno de ellos lo hizo en la misma pierna que el primero, otro en el torso y otro más entre el ojo
derecho y la oreja. Lo arrastraron varios metros mientras el viejo reía a carcajadas, entre una
tos muy brusca se levantó de su asiento aun riendo para pasarse a la banca en donde yo estaba
sentado, chapoteo en el charco lleno de sangre y después se sentó al lado mío, lo
suficientemente cerca para incomodarme, seguía riendo el maldito, de la bolsa de su pantalón
sacó a la par, un pañuelo con el cual limpió su cara de la saliva y el sudor que le había provocado
reír tanto y un encendedor, al momento de ofrecer el fuego para encender mi cigarrillo me
pregunto
- ¿Quieres saber cómo perdí mis dedos? - Mostrándome su mano desnuda, volvió a reír, limpio
sus zapatos del fango ensangrentado pegado a su suela, se levantó y se fue.
¿El niño? las acciones del anciano me había distraído lo suficiente como para no darme cuenta
del escándalo del niño, decidí no estorbar, no era mi responsabilidad y a decir verdad no me
interesaba lo que le pasase al niño, de todos modos no tenía ningún futuro que desear y tarde o
temprano se daría cuenta de ello, podría hacerlo como yo lo hice, bastante joven, o como lo
hace la mayoría de la gente en su lecho de muerte. El deber moral de todo hombre es el de ser
espectador.
Los gritos cesaron cuando los perros lo terminaron de arrastrar a la calle que estaba a mis
espaldas. Terminé mi cigarrillo y saqué el libro que siempre llevaba conmigo, no me dio tiempo
de leer más de dos oraciones, cuando ella, asomándose a ambos lados de la calle desde el borde
de la puerta, se preguntaba la razón de tanto escándalo por la mañana, al no tener éxito en su
búsqueda, por fin salió de su edificio, fingí seguir leyendo hasta que avanzó un par de metros.
Siempre la acompañaba al trabajo y de regreso a su casa. Ese día llevaba su abrigo gris que le
había visto por un par de años, labial rojo y un broche que evitaba que el pelo le cubriera el
rostro.
En ese camino siempre teníamos la desgracia de encontrarnos con el búho, un vagabundo sucio
que siempre nos pedía dinero, y como siempre, ella le daba un billete en la mano, en vez de
ponerlo en la asquerosa gorra con olor a orines que estiraba para que le depositaran el dinero.
A pesar de lo asqueroso y repugnante que era ese hombre, después de darle el dinero, se
quedaba un rato estrechando su mano, diciéndole que ocupara el dinero en comida o
medicamentos, que fuese con alguien que lo ayudara, le sonreía amablemente y se despedía
para seguir su camino al trabajo. El asqueroso pusilánime se levantaba y caminaba al lado
contrario, por donde por supuesto venía yo, que siempre lo recibía con un golpe en el estómago
¿Por qué? Pues porque si le pegara en otro sitio el gritaría de dolor o tendría la oportunidad de
regresar el golpe, en cambio ese golpe en el estómago lo mantendrá callado y a mí me daría la
violencia que necesitaba.
A la larga me percate que este idiota parecía no recordar que cada vez que paso le propició un
buen golpe, eso me desconcertaba bastante pues o era un idiota o en verdad había algo mal en
él. Las dudas que tenía sobre este vagabundo se me aclararon al visitar un bar local, del cual
me gustaba el alcohol que me servían, nunca supe ciertamente de que se trataba, tenía el aspecto
de los primeros orines de la mañana de un alcohólico, cuando lo hueles te lloran los ojos y un
escalofrío te recorre toda la espalda, en fin, se vende, en su mayoría a mí, tiene todo lo necesario
para que me guste, es fuerte y barato. En una ocasión escuchando pláticas ajenas en este lugar,
me percate que se hablaba de él, decían que tenía una memoria deficiente, que, para él, recordar
lo que paso ayer era casi imposible, por ello que se le veía repitiendo entre balbuceos cosas que
tal vez tenían algún sentido y quería recordar, pero que terminaban convirtiéndose en lloriqueos
sin sentido. Otros decían que había enloquecido desde muy joven, que siempre fue un
inadaptado, que varias veces de niño lo encontraron llorando al lado de animales atropellados
en la calle.
Supongo que nadie sabe exactamente lo que lo hizo terminar llorando en posición fetal todas
las noches sobre la acera de esa calle, lo único que yo sé, es que es un inútil y que, en efecto,
usa el dinero de mi dama para comprar drogas.
Yo no sentía ninguna pena por esa escoria, sea lo que le haya pasado, lo tenía bien merecido.
Volviendo a nuestro recorrido, me percate que ella había acelerado el paso, dio una vuelta
inusual en una calle que conducía al bar que me gustaba frecuentar. A esta calle se le conocía
con muy mala fama, pura mierda, era una calle bastante normal, con la peculiaridad de que en
ninguna época del año, ningún rayo de sol tocaba las aceras de esta calle, gracias a esto en
épocas de lluvia, todas las superficies de los edificios se ponían musgosas, verdes y con un
aroma a humedad bastante peculiar, era curioso pasar por allí, ese aroma a humedad y ver tanto
verde entre tanto gris me hacía pensar en lo podrido de esta ciudad, en lo podrida que estaba la
gente, los simios sobre evolucionados reemplazables destinados a realizar tareas monótonas
durante intervalos mínimos de 8 horas, gente gris y plana que pocas veces valían la pena,
siempre veo en el autobús, hombres sucios que regresan a casa, con la mirada cansada,
acariciando sus dedos mugrientos mientras tienen la mirada perdida en el suelo, estáticos hasta
que por fin bajan, y caminan en automático, como si una voluntad mayor a la de ellos los
obligase a seguir.
Había historias que, más que leyendas urbanas, eran rumores y chismes de los vecinos que no
tenían otra mejor ocupación, idiotas supersticiosos que le asignaban la culpa de todo lo bueno
y lo malo a fuerzas superiores que nadie comprendía, no se dan cuenta que lo hacen para
evadirse a sí mismos, para olvidar la culpa y el precio de sus actos.
Una de esas historias, la que origino todo según varias personas, es la de un niño que vivía en
esa calle, antes de que cualquiera de los vecinos viviese allí. El niño vivía con su abuelo, el
hombre que crio a su madre, ella murió al tenerlo y nunca se supo de su padre, el anciano al ser
un hombre a la antigua, siempre se reprochaba el tener que criar al muchacho a su ya tan
avanzada edad, era un hombre delgado, la piel le colgaba de todos lados y meneaba de un lado
a otro siempre que se movía, tenía siempre el ceño fruncido y la calvicie dejaba ver las manchas
y verrugas en la piel de su cabeza. Su apariencia delgada y su andar lento solo ocultaba su
verdadera naturaleza, él era un sirviente de dios, como él solía decirlo, solamente cumplía con
la voluntad de El Supremo y claro El Humillador siempre le hablaba cuando estaba ebrio,
cuando golpeaba al niño. Cada dos o tres días el anciano azotaba al muchacho por alguna u otra
razón, siempre era cumpliendo la voluntad del oculto, del bondadoso, del vengador y absoluto.
Las palizas por lo regular acababan con dos o tres marcas del primer objeto que se le cruzaba
enfrente al anciano, en varias de estas ocasiones terminaba siendo este objeto, un vaso de cristal
o una jarra, a veces acabando el niño con la apariencia no de un niño, si no de otra cosa, a la
cual ya no se le podía tratar como a un niño. En las fechas cercanas al aniversario de la muerte
de la madre, el anciano se ponía más violento de lo habitual, reprochado al niño la muerte de
la mujer mientras este le azotaba con un flagelo con el centésimo nombre de dios escrito en la
vara con la que se empuñaba. Se cuenta que en varias ocasiones tenían que separar al anciano
del niño pues cuando los gritos desesperados de este saciaban era cuando los vecinos
empezaban a preocuparse por la vida del niño, hasta que una de las vecinas se empezó a hacer
cargo de él. Ella le ofreció al niño mudarse con ella, a lo cual él aceptó. Pasados dos meses sin
señal del servidor del siempre vivo, entraron a la fuerza a ver al anciano. Muerto, lo encontraron
ahorcado con el mismo flagelo, marcado en la espalda.
“Nadie se había dado cuenta de ello, nadie escuchó nada durante todo ese tiempo, nadie pudo
entrar más que el muchacho”. Los vecinos concluyeron que fue el muchacho, que el anciano
estaba en lo correcto y que necesitaban de una intervención divina más. Llamaron al cura de
ese entonces, trataron de practicar un exorcismo al muchacho, con lo cual murió en un
sofocamiento misterioso.
Muchos dicen que, desde ese entonces, el humillador se olvidó de ese lugar y que, varios han
escuchado al niño gritando de dolor y rabia en las noches frías y húmedas que se viven
especialmente ahí.
Para mi todo eso es pura mierda, la religión es como un hongo, como el moho de estas paredes
que va creciendo cada vez más gracias a la humedad y a la oscuridad, gracias a la estupidez de
las personas gracias a su persistencia de estar constantemente bajo el mando de un amo, felices
con su moral de esclavos, alabando y enalteciendo la humildad, la sumisión y la pobreza.
Mi mujer salió a prisas de ahí dando la vuelta hacia la derecha, cruzando la calle ella dirigió su
mirada hacia un ventanal de un café local, desacelero el paso y medito durante unos pocos
segundos si valía la pena entrar, regreso hasta la entrada de aquel establecimiento y un hombre
con camisa blanca percudida y planchada muy meticulosamente, con un mandil rojo bastante
sucio le recibió con una sonrisa, él puso su mano derecha en su espalda y con un gesto de
cortesía le mostro una mesa circular vacía, ella se sentó en esa mesa frente a una silla vacía,
todo esto mientras yo me sentaba en la barra, dándole la espalda ordene una taza de café, no
me había percatado que estaba golpeando fuertemente el suelo con mi bota y con mis dedos
estaba siguiendo el mismo ritmo que mi pie, estaba nervioso, si, no podía verla y ella podría
salir de ahí en cualquier momento mientras yo no la veía, pero dadas las circunstancias tenía
que seguir este juego hasta que ella quisiera, siempre a su merced, siempre su perro. “Maldita
sea, maldita sea, maldita sea” se repetía constantemente esa oración en mi cabeza hasta el punto
en el que empecé a decirla entre dientes, apretaba la caliente taza de café entre mi mano. La
maldita silla estaba ahí, solo tenía que ir y sentarme, saludar como lo hace la gente normal,
hablar de cualquier estupidez como la gente normal y despedirme como lo hacen las personas
normales. Gire la cabeza para ver si seguía ahí, atisbe con mi ojo izquierdo y concluí que esa
figura femenina era ella. Gire la cabeza de nuevo al notar que alguien puso su mano encima de
la mía, era una mujer que atendía el lugar, tenía un tatuaje como los que les hacen a los perros
cuando los castran en el dorso de su mano, acaricio mi mano un momento, me sonrió y ella
sabía exactamente lo que estaba pensando, me sentí intimidado por aquella mujer robusta y
creo que por primera vez en bastante tiempo hice un gesto de amabilidad con un desconocido,
trate de sonreírle como muestra de gentileza y cuando hicimos contacto visual ella solo me dijo
-Si no lo haces ahora, no lo harás nunca.
Al decir esto la mujer me palmeo la mano y se fue, conmocionado, mi cuerpo se movió por sí
solo, me senté en aquella silla amarilla vacía, estaba fría, me acomodé y le sonreí mientras
tomaba mi taza de café con ambas manos, me la llevaba a la boca para poder pensar.
Mientras miraba por el ventanal, una sirena estrepitosa llamo la atención de todos mientras
pasaba, seguida de una risa que me parecía conocida, cuando vi esos guantes ya no había nada
que hacer, el asqueroso anciano miro por el ventanal y a través de mí, me sonrió mostrándome
sus rojizas encías, se sostuvo un momento en el cristal empañado y volvió a soltar una carcajada
aún más alta que la anterior. Se fue.
Al devolverme ella la mirada sentí todo en el estómago, caliente y tornándose a la vida por sí
mismo, sentía repudio por nosotros y solté a llorar, sollozaba al principio con las manos
cubriéndome la cara, hasta que con los brazos cruzados solté a llorar aún más en la mesa, a
decir verdad no me importaba nada, sentí la caricia de unos dedos delgados y delicados en el
hombro, al sentir su aroma supe que era ella, paré de llorar y exploté, la odiaba, no quería su
puta lastima, no quería esa puta mirada y esa puta mano extendida como lo hacía con ese
maldito vagabundo de calles atrás, no quería ser tratado como esa escoria, yo era más que un
estúpido religioso o un estúpido adicto, había elegido más que eso y por ello se me debía de
tratar con algo más que simple lastima, la puta lastima es para esos perros miserables que la
necesitan, esa puta lástima que veía en su cara me hacía enfurecer, me ponía triste, pero no
negaba la belleza de sus facciones y ese verde de sus ojos. Ese verde difuminado con un ligero
toque amarillo que se hacía gradualmente más notorio al contrastar con el rojo que se iba
inyectando más y más a la vez que le escurrían escasas lagrimas por sus mejillas que al igual
después de un rato se tornaron del rosa de un principio en un rojo, que termino siendo un
morado con tintes verdosos que yo no terminaba de contemplar y, a la vez esa piel que siempre
miraba por las mañanas y me encantaba al erizarse con el frio, ahora se sentía tan inerte y me
di cuenta de su antigua palidez, que ayudaba a dar contraste a lo colorido del momento, si,
ahora lo aprecio mejor, esa palidez era la que hacía notorias esas pequeñas venas que recorrían
sus mejillas para calentarlas en las mañanas húmedas en las que yo la acompañaba, mañanas
tan distantes y efímeras pero que particularmente se parecían tanto a la de hoy, sin embargo,
en esas mañanas por un momento ella y yo no estábamos tan tristes si no que nuestra compañía
nos alegraba y me reconfortaba saber que llegaba sana y salva al portón verde que se abría
frente a nosotros, el cual solo la dejaba entrar a ella, ese era un mundo prohibido ya para mí.
Ahora todo eso se había esfumado y solo quedaba una difusa sombra roja que me cosquillea de
la nuca hasta la espalda baja y el calor del estómago.
Cuando me quito su mano del brazo y cayó al suelo junto con el resto de su cuerpo, solté su
cuello, me levanté y limpié las lágrimas, la saliva espumosa y el sudor frio de mi frente, las
manos me temblaban. No me había percatado que la radio estaba sonando probablemente desde
que entramos, mientras escuchaba a Sinatra, sonaban disonantemente los murmullos de una
mujer pasmada, simplemente espectadora como todos los demás miserables, al ver sus caras
de angustia y dolor supe que la empatía ya no sirve de nada, no es más que un castigo
autoimpuesto por nuestro absurdo sistema moral. Las manos rojizas me seguían temblando.
Sali de ahí a prisas mientras no podía sacarme esa maldita risa asquerosa de la cabeza, que se
mezclaba con la extraña satisfacción de hace un momento, me hace sentir extraño, siento que
el calor del estómago terminara por fundirme todas las tripas en una masa gris que expulsare
de a poco por el ombligo hasta el punto de estar tan vacío como mi pecho, vacío que se
manifiesta con los jadeos que no había percatado que llevo dando hace un par de cuadras. No
soporte más, las piernas me ardían y temblaban y en el suelo musgoso la orina caliente que bajo
por mi pierna empezó a evaporarse notándose fácilmente gracias al frio de la eterna mañana.
Era un festín de fluidos, el sudor seguía escurriendo de mi frente mientras las lágrimas y la
mucosa combinada con saliva brotaban respectivamente de donde debían, la orina se había
llevado el semen de tal excitación que me provoco lo de hace unos momentos.
- ¡Dios! ¿Que había hecho? ¿Porque me sentía así por ello? -eran gritos que sin voz daba, tal
vez en mi mente, tal vez entre murmullos, la verdad ya no me importaba, cada grito le
correspondía a un azote en la cabeza, uno a la pared y otro con mis puños.
Cerré los ojos y comencé a rezar, buscar consuelo en el creador era lo único que me quedaba,
ella ya no estaba y nunca más iba a estarlo, la pureza, la delicadeza, lo pulcro y sublime
simplemente se habían ido, ya no tras ese portón verde que sabía que por la noche se iba a abrir
para regresármela, si no que ahora estaba la materia inerte, ¿era ella? no lo sé, le ruego al señor
que me la devuelva.
Siento un cambio, mis manos frías y sucias ahora se sienten tibias, alzo la mirada y al limpiarme
las lágrimas la vista se me aclara, por un instante pensé que era ella para decirme que estaba
bien y que regresáramos a la cafetería para terminar nuestro café, nos sonreiríamos y
caminaríamos ahora con ella sostenida de mi brazo, nada de eso, las manos eran de una figura
que yo desconocía, era una mujer ya de edad avanzada, cabello blanco y escaso y una mirada
penetrante, sonrió entre sus arrugas y pliegues que parecían pesarle y al soltarme la mano note
las monedas que había dejado sobre mi mano. Tal suceso me había causado gracia, era como
aquel chiste de aquel niño y el perro, no recuerdo bien, pero en esencia recuerdo que me había
causado la misma risa y había soltado una carcajada tremenda que me dejo sin aliento y por
una vez, fui feliz por la mañana.
Seguí mendigando monedas por ahí, tal vez me costearía otra cajetilla de cigarrillos y un café,
en una de esas me alcanzaba para otra vida.

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