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TUTELA PENAL DE LA FAMILIA

El preámbulo de la Constitución Política de la República de Guatemala reconoce a la familia


como génesis primario y fundamental de los valores espirituales y morales de la sociedad,
estatuyendo la protección de la misma en el Artículo 1 y dividiendo dicha protección en tres
aspectos: social, económica y jurídica, según el Artículo 47.
La protección jurídica de la familia se encuentra diseminada en varios cuerpos normativos
que conforman la legislación guatemalteca. Abarca desde el Código Civil hasta otras leyes
que tienden hacia una protección especial, verbigracia, la Ley para Prevenir, Sancionar y
Erradicar la Violencia lntrafamiliar.
El Estado interviene a través de las normas jurídicas para fortalecer los vínculos parentales,
esto para garantizar la seguridad de las relaciones familiares, para disciplinar mejor el
organismo familiar y dirigirle rectamente para la consecución de sus fines (el ánimo de los
cónyuges de permanencia y vivir juntos, procrear, alimentar y educar a sus hijos y auxiliarse
entre sí), por lo que el Código Penal guatemalteco tampoco es la excepción en cuanto a la
protección jurídica de la familia, teniendo como objetivo principal, el estudio de los ilícitos
penales cometidos por sus miembros dentro del seno familiar unidos por vínculos de
parentesco consanguíneo, afín o civil, ó de los ilícitos penales cometidos en contra de esos
miembros.
Al existir un capítulo específico en el Código Penal que protege el orden jurídico familiar, se
podría estar hablando entonces de un derecho penal familiar, cuya definición podría ser el
conjunto de normas jurídicas que protegen esencialmente a la familia cuando sus miembros
realizan actividades ilícitas punibles o cuando esas actividades ilícitas punibles atacan a
miembros de la familia alterando los vínculos familiares, poniéndola en riesgo o dañando a
la célula básica social que por excelencia es la familia.
El derecho penal sustantivo contiene normas prohibitivas, en las que se advierte a las
personas que al violentarlas se harán acreedoras a una sanción previamente establecida en
esas mismas normas; sin embargo, si el sujeto activo o trasgresor de la norma, está vinculado
a la familia, dicha sanción puede ser: a) que se aplique la sanción descrita en el tipo penal, b)
que se atenúe o se agrave la pena y c) se le exima de responsabilidad penal. Además, en
determinadas circunstancias se decretará la pérdida de derechos de familia, como por
ejemplo, la incapacidad de ejercer la patria potestad y de ser tutor o protutor, como lo regula
el Artículo 56 numeral 5 del Código Penal.
Para el estudio del tema derecho penal familiar, se divide del mismo modo que está dividido
el Código Penal. La familia en el derecho penal, parte general; la familia en el derecho penal,
parte especial y la familia en el derecho penal, de las faltas.

TUTELA PENAL DE LOS INTERESES COLECTIVOS


Como hemos adelantado, las últimas décadas han venido marcadas por la aparición y
expansión de los intereses que exceden lo individual y que se han clasificado en colectivos o
difusos, según la concreción subjetiva de las personas afectadas.

Por lo que respecta a los primeros, nos basaremos en la definición ofrecida por MONTERO
AROCA, según la cual los intereses colectivos “corresponden a una serie de personas, más
o menos numerosa, que están o pueden ser determinadas, entre las cuales existe un vínculo
jurídico”4. Este nexo podrá existir entre las mismas personas afectadas o con un tercero, se
trata, en definitiva, de una condición que les une y presupone cierta permanencia en la
existencia del interés o, en el ámbito medioambiental, el de los residentes en una localidad
que hayan resultado afectados por las emisiones contaminantes producidas por una actividad
industrial. Pero, en este mismo ejemplo, ¿qué ocurriría si, además, se produce un perjuicio
en la capa de ozono como consecuencia de tales emisiones tóxicas? En este caso, dejaríamos
el ámbito de lo colectivo para adentrarnos en los intereses difusos, pues la afectación ya no
recae sobre un grupo determinado o determinable de personas, sino sobre la humanidad en
conjunto.

La última categoría de intereses que podemos encontrar son los llamados intereses difusos y
su rasgo principal es que no existe un titular determinado, sino que todos los miembros de un
grupo son los titulares de ellos. Esta clase de intereses se ven lesionados, por ejemplo, en los
casos de publicidad engañosa, o también cuando estamos ante daños más generales al medio
ambiente y es que, tal y como señalaba CAPPELLETTI, “¿a quién pertenece el aire que
respiro?”. En cualquier caso, el daño a un interés difuso también puede acarrear la lesión de
intereses individuales y colectivos, tal y como hemos visto, por lo que se ha afirmado que
son “intereses privados de dimensión colectiva” o, en un sentido similar, derechos humanos
que deben tutelarse a todos los niveles, en los que el individuo es el valor supremo. Uno de
los elementos a partir de los cuales la doctrina mayoritaria establece la diferencia entre interés
colectivo y difuso es la determinación de los sujetos, en palabras de MONTERO AROCA,
el interés difuso corresponde a “una serie de personas que están absolutamente
indeterminadas, entre las que no existe ningún vínculo jurídico, de modo que la afectación a
todas ellas deriva sólo de razones de hecho contingentes”. Por lo tanto, un interés será difuso
siempre que afecte a una pluralidad indeterminada de personas, con independencia de que
sea un interés individual idéntico o un interés de uso y disfrute colectivo o indivisible.
Debemos señalar que la existencia de una entidad jurídica que tenga atribuida la tutela de tal
interés (como pueda ser una organización de consumidores y usuarios), no puede servir como
elemento para trazar la diferencia entre lo colectivo y lo difuso. Sin embargo, no toda la
doctrina comparte la misma opinión y algunos autores entienden que el elemento que define
los intereses difusos es la presencia de un interés general, abstracto u homogéneo y no tanto
la indeterminación de los afectados, ya que en ocasiones podrán determinarse después los
afectados.
Por último, algunos autores han vinculado los intereses difusos al territorio, de manera que
tendrían como objetivo lograr la satisfacción de las necesidades de las personas ubicadas en
un concreto ámbito territorial, lo que, además, justificaría la intervención de las
Administraciones Públicas en la protección de dicho interés en un territorio dado.

Sin embargo, entendemos que, en determinados ámbitos, como ocurre con el medio
ambiente, el elemento territorial se puede desdibujar y es que prácticamente cualquier daño
ambiental va a tener una repercusión en el conjunto del ecosistema, máxime si estamos ante
emisiones de gases nocivos para la capa de ozono, en cuyo caso el ámbito territorial abarcaría
a todo el planeta. Es por este motivo que podemos afirmar que el medio ambiente es uno de
los intereses más difusos que existen.
La problemática que surge a la hora de tutelar los intereses difusos en el proceso penal,
obedece principalmente al hecho de que en los delitos que los protegen no pueden
identificarse víctimas concretas, sino que sujeto pasivo lo es toda la sociedad. Esto ocurre,
como decimos, en el caso de los delitos contra el medio ambiente, lo que lleva a que se afirme
que la víctima de los mismos es la sociedad. Es por ello que, en estos casos, se habla de
“víctima difusa” por la imposibilidad de identificar un sujeto concreto perjudicado4, en
contraposición a la denominada “víctima colectiva”, que se refiere a aquellos casos en que el
delito ofende a una pluralidad de personas más o menos determinadas5. Esta condición es lo
que va a obstaculizar su tutela procesal, ya que delimitará qué sujetos pueden actuar en el
proceso penal y qué pretensiones podrá sostener cada uno de ellos, respecto del delito que
haya lesionado un interés difuso, todo lo cual veremos seguidamente.

DERECHO PENAL Y POLITICO


Determinar dónde está la frontera entre lo político y el Derecho Penal no es tarea fácil, pero
tampoco tan compleja como para no poder evitar que jueces y fiscales se conviertan en algo
diferente a lo que son entrando a conocer, bajo la apariencia de unos hechos que se califiquen
de delictivos, en materias ajenas al Derecho Penal y más cercanas a otros ámbitos de la vida.
A este fin, se debe huir de todo aquello que, siendo legal, no es ético o, simplemente, se
integra en el campo de la responsabilidad política, concepto éste tampoco claramente
delimitado, pero único cuando los hechos analizados no son ilícitos.

El Derecho Penal es excepcional y, en un Estado democrático, debe circunscribirse a las


conductas típicamente establecidas y siempre interpretadas restrictivamente. Ni jueces, ni
fiscales pueden ampliar su conocimiento confundiendo Derecho con moral. Muchas veces lo
ha afirmado así el Tribunal Supremo. Todo exceso afecta o puede afectar a la imparcialidad
y toda confusión entre derecho y moral, ética o postulado político, atentar contra la posición
neutral del Poder Judicial. El cuidado que deben tener los órganos jurisdiccionales ha de ser
extremo, ya que desde los partidos se tiende a inmiscuirlos en cuitas que no deberían
trascender el campo de juego de la política. Y es el Poder Judicial el más interesado en
mantener su neutralidad evitando el riesgo de politización tan favorable a los intereses de
quienes le llevan a un terreno que no le compete. Y el más interesado en no permitirlo cuando
alguno de sus miembros sucumba a este tipo de tentaciones.

En nuestra ciudad, esa inquietante costumbre de la clase política de acudir desde el


Ayuntamiento al edificio de enfrente, a la Fiscalía, a demandar a los fiscales protección en
sus frecuentes enfrentamientos, exige cierta moderación por parte de los visitados y una
posición clara ante la formulación de denuncias que no permita excesos y debilite la imagen
del Poder Judicial. Toda actuación que pueda confundir ámbitos es perjudicial para esta
última, máxime si la costumbre de judicialización de los conflictos supera aquí con creces a
la de otros lugares. Seguramente, el rechazo inmediato y «ad limine» de muchas pretensiones
evitaría o pondría freno a tan criticable práctica.

Me refiero en esta ocasión a la investigación abierta con ocasión de la investidura del alcalde
como tal y las denuncias formuladas contra PSOE y PP en su pugna por conseguir el voto o
la abstención de Nerea Belmonte para el caso, obviamente, de haber existido. Es evidente
que la compra de un voto puede ser delito. Pero, la compra de un voto no es tal si la
contraprestación es legal, entra en el juego mismo de la política, siendo, por otro lado, una
práctica común aquí y en todo gobierno.

De considerar que es compra de voto la concesión de contraprestaciones, habría que


querellarse contra la inmensa mayoría de corporaciones, gobiernos autonómicos y el central,
los cuales, a cambio de los apoyos, no solo dan lo que beneficia a la sociedad, sino que
contratan asesores, nombran funcionarios, cambian presidentes de empresas públicas,
etcétera. Nada es gratis en política. Y basta ver el reparto de asesores entre los diferentes
grupos para comprobarlo. O, como ejemplo más cercano, las cesiones del Gobierno a
Podemos en RTVE a cambio de su apoyo en el techo de gasto. Incluso, sin ir más lejos, los
nombramientos que se producen en el propio Consejo Fiscal o en General del Poder Judicial
dependientes de las mayorías parlamentarias. Decisiones todas ellas discrecionales, lícitas,
legales y, por tanto, propias de la política y ajenas al Derecho Penal y a lo que debe entenderse
por la compra de un voto, que solo sería tal si lo concedido fuera ilícito y estuviera fuera del
ámbito discrecional de la política.

Un Ayuntamiento puede modificar sus reglamentos para conceder una dedicación exclusiva,
contratar un asesor si quiere y no hay norma alguna que prohíba que tales decisiones tengan
como base el voto de un concejal o acuerdos entre los diversos grupos para conformar
mayorías.
La ley no prohíbe este tipo de convenios, que forman parte de la política y no hay norma
alguna que los impida, siendo ajeno al Poder Judicial valorar el contenido ético de tales
comportamientos, que convertirían a jueces y fiscales en lo que no son. Pues, qué norma o
criterio habría que aplicar en orden a apreciar el carácter delictivo de los mismos. No pueden
los tribunales establecer las condiciones, los requisitos o las razones del nombramiento de
asesores si los mismos se acomodan a la ley. Pretender hacerlo por la vía de considerar delitos
los acuerdos políticos, significa entrar de lleno en el campo de la política, pues el criterio que
se utilizaría sería político, no jurídico.
De seguir adelante con estas investigaciones, habría de extenderlas a todos los ámbitos de la
Administración, convirtiendo al Poder Judicial en un órgano que valorara la «justicia» de las
decisiones de los representantes de la ciudadanía, sin legitimación alguna para ello.
No conviene, ni es posible convertir al Poder Judicial en árbitro de la política extendiendo
los tipos penales más allá de su sentido y finalidad. El riesgo de politización de la Justicia,
que fomentan los partidos, debe ser evitado por los tribunales por la propia dignidad de su
función.

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