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Aun cuando la traducción sea una de las tareas habituales de quienes nos
dedicamos al pensamiento medieval, ella es quizá la actividad menos apreciada
pues, en definitiva, se espera que un especialista lea la fuente en su lengua original.
Y aunque estamos de acuerdo con este requisito, también creemos que una buena
traducción es fundamental tanto para la enseñanza de una obra, como para su
difusión, de modo que también puedan familiarizarse con las fuentes aquellas
personas que, aun sin ser medievalistas ni tener conocimiento de lenguas clásicas,
desean o incluso, por sus propias investigaciones, necesitan acercarse a ellas. Y
aunque no cabe aquí preguntarnos si es la traducción lo que hace que se estudie una
obra, o si es la importancia de la obra la que hace que se la traduzca, sí debemos
remarcar que no es casual que las grandes luminarias de la Edad Media –en realidad,
las de todas las épocas– estén traducidas prácticamente a todos los idiomas
modernos. ¿Quién se atrevería, pues, a señalar de fútiles las traducciones de los
autores más estudiados, tales como Platón, Tomás de Aquino, Immanuel Kant,
Georg Wilhelm Hegel, por citar tan solo algunos?
Sin embargo, los autores más “pequeños” –esto es, aquellos cuya producción,
por diferentes motivos, no ha logrado interesar en demasía a los estudiosos– no han
tenido la misma suerte y, en consecuencia, el acceso a ellos queda vedado a quienes
sean capaces de leer latín, o griego, o árabe... Más aun, si gran parte de los
manuscritos medievales que poseemos en la actualidad se encuentran todavía sin
haber siquiera sido revisados, no es difícil deducir que las traducciones de obras que,
como dice A. de Libera en Pensar la Edad Media, no se beneficiaron del “azar de
los aniversarios, de las celebraciones y de los centenarios, del patriotismo local y las
idiosincrasias eruditas” (p. 20, ed. Anthropos), son una deuda todavía pendiente.
editoriales europeas especializadas. De allí que siempre sea una buena noticia la
aparición de alguna traducción de esos autores “pequeños”, de esos que escasean por
estas latitudes.
Gilberto Crispino (o Crispín), fue un monje en Bec en los años en que Anselmo
impartía clases allí, capellán de Lanfranco y abad de Westminster entre 1085-1117.
Según nos enteramos por el breve pero esencial prólogo que incluye la publicación
que estamos reseñando, la disputa con el gentil –que, vale notarlo, es el primer
personaje ficcional de estas características de la alta Edad Media– fue escrita circa
1094, esto es, casi una década después de la toma de Toledo y apenas unos años
antes de la primera Cruzada, dos eventos que sin dudas signarán no solo las
relaciones del cristianismo occidental con otras culturas y religiones sino también, y
de modo general, la centuria del XII.
que, a la vez, respeta “con la mayor fidelidad posible el vocabulario técnico” (p. 8).
Tanto el prólogo al que ya nos hemos referido, como la traducción propiamente
dicha cuentan con notas que ayudan a mejor comprender el contexto y el
pensamiento de Crispino. Lamentamos, sin embargo, que la publicación no sea
bilingüe. Con todo, ello seguramente se deba menos a un descuido de la autora que a
las exigencias editoriales de la colección a la que pertenece, Excursus del Centro de
Investigaciones Filosóficas (CIF), cuyo principal propósito, según señala la página
web, es, además de presentar textos hasta el momento inéditos en castellano,
“otorgar al lector la más cuidada edición, a cargo de investigadores especializados, y
una impresión que recupere la antigua tradición de hacer libros bellos”. Creemos,
entonces, que la Disputa de un cristiano con un gentil sobre la fe cristiana ha
cumplido cabalmente estos objetivos.
Marcela Borelli
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MEDIAEVALIA AMERICANA
REVISTA DE LA RED LATINOAMERICANA DE FILOSOFÍA MEDIEVAL
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