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La primera escapa al presente artículo, ya que se trata en otras partes de esta misma
obra se refiere al clima ideológico y político que se creó paulatinamente por una
compleja serie de factores que de hecho venían desde tiempo atrás y entre los que ha
sido usual mencionar la Independencia de los Estados Unidos de América y la
Revolución Francesa. Por supuesto, es cierto que en historia resulta imposible trazar
mojones radicales, y si se habla de etapas es sólo como recurso de comprensión y
análisis, puesto que en la realidad no han existido esos rompimientos que se plantean
aquí para una explicación más clara de los hechos.
Al reducir el estudio a las otras dos etapas, es preferible, al menos para el caso
centroamericano, hacer otra división. El primer hito lo establecieron los súbitos y graves
acontecimientos peninsulares que se iniciaron en 1808 y que desembocaron en el
proceso constitucionalista de Cádiz, el cual se interrumpió abruptamente con la
derogatoria de la Constitución en 1814 y la vuelta al régimen absolutista.
El sistema político español había sido siempre altamente centralizado. Todos los hilos
del poder regional se concentraban en el Presidente, Gobernador y Capitán General, y,
a su lado, en la Audiencia. Estos funcionarios fueron mayoritariamente peninsulares, lo
mismo que las más altas autoridades de la Real Hacienda. Sin embargo, las decisiones
fundamentales debían consultarse a España, o bien venían desde allá nuevas
directrices. En la Península también existía centralización, originalmente en el monarca
y su Real y Supremo Consejo de Indias, y posteriormente en las Secretarías de Estado.
De ahí que todas las decisiones importantes tenían que consultarse a España, donde
culminaba la centralización gubernamental, que requería (y estimulaba) la
comunicación directa con el Rey. Los procedimientos resultaban a la vez lentos y
engorrosos, ambiguos y conflictivos. En el siglo XVIII y principios del XIX, tales
procedimientos no sólo no se habían vuelto más fluidos sino que incluso, más que
nunca, todo se debía decidir en la Península, aun cuestiones como el gusto artístico a
través de la imposición del nuevo estilo neoclásico.
Pero también sucedía que los precedentes fueran opuestos. Era usual encontrar
situaciones que habían sido resueltas en formas diferentes, sin que pudiera predecirse
qué sucedería en el nuevo caso. La legislación era casuística, copiosa y contradictoria.
El hecho es que el sistema, además de prolongado y costoso, generó frustraciones en
las élites locales, que cada vez con mayor convicción creían que estaban en mejor
capacidad de decidir lo más conveniente.
En consecuencia, el gobierno resultaba poco representativo. Por una parte, los más
altos funcionarios, civiles y eclesiásticos, centrales y regionales, llegaban desde
España, y había muy poca participación local y, por otra, las posiciones del gobierno
municipal (y algunos otros cargos vendibles) estaban en manos de los ricos, quienes
podían pagar los precios para adquirirlos. Finalmente, el poder político se centraba en
los Ayuntamientos de las grandes ciudades y en cuerpos como el Consulado de
Comercio, que tenían jurisdicciones e influencias en territorios que iban mucho más
lejos de sus límite citadinos.
El poder económico tenía una concentración que no coincidía con el poder político.
Como ya se expuso en la sección II de esta obra, los grandes comerciantes de
Santiago de Guatemala desempeñaron, desde el siglo XVI, un papel fundamental en la
economía del Reino y obtuvieron parte esencial del poder político citadino. Esta élite se
renovó constantemente por medio de la llegada de peninsulares que representaban
firmas sevillanas y luego gaditanas.
Sin embargo, la verdadera dirección del sistema económico la tenía la élite comercial
de la ciudad de Guatemala, que controlaba la exportación del añil, mediante la fijación
por ella misma de las calidades y de los precios y porque garantizaba la compra del
tinte a los grandes cosecheros por medio de adelantos o préstamos (habilitaciones).
También manejaba el lucrativo abasto de ganado vacuno para la capital, el cual llegaba
en su mayoría desde Nicaragua y Honduras, y que dicha élite o sus asociados
adquirían a bajo precio.
1. Gabino Gaínza.
15. Pedro Molina Mazariegos, quien su esposa fue la famosa Guatemalteca María
Dolores Bedoya de Molina.