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PROCESOS DE INDEPENDENCIA DE GUATEMALA

El proceso de la emancipación del Reino de Guatemala ha de apreciarse en relación


con los acontecimientos que se suscitaban en Europa y el resto del continente
americano, y debe examinarse en toda su larga duración, tratando de captar su
evolución o `maduración', hasta culminar, más o menos simultáneamente que en otras
partes de Hispanoamérica, en el rompimiento de los vínculos de dependencia con
España.

El historiador Chester Zelaya ha dividido el proceso en tres etapas: la del Despotismo


Ilustrado (1794-1810), la Constitucionalista (1810-1820) y la Independentista (1820-
1823).

La primera escapa al presente artículo, ya que se trata en otras partes de esta misma
obra se refiere al clima ideológico y político que se creó paulatinamente por una
compleja serie de factores que de hecho venían desde tiempo atrás y entre los que ha
sido usual mencionar la Independencia de los Estados Unidos de América y la
Revolución Francesa. Por supuesto, es cierto que en historia resulta imposible trazar
mojones radicales, y si se habla de etapas es sólo como recurso de comprensión y
análisis, puesto que en la realidad no han existido esos rompimientos que se plantean
aquí para una explicación más clara de los hechos.

Al reducir el estudio a las otras dos etapas, es preferible, al menos para el caso
centroamericano, hacer otra división. El primer hito lo establecieron los súbitos y graves
acontecimientos peninsulares que se iniciaron en 1808 y que desembocaron en el
proceso constitucionalista de Cádiz, el cual se interrumpió abruptamente con la
derogatoria de la Constitución en 1814 y la vuelta al régimen absolutista.

Entre 1814 y 1820, mientras no estuvo vigente la Constitución, se produjo una


interrupción aparente, un interregno calmado, durante el cual pareció afirmarse el
dominio español, pero en el que, de manera encubierta, se produjo una definición de
las diversas posturas de los grupos urbanos que buscaban un cambio de la situación,
especialmente en la ciudad de Guatemala.

La última etapa (1820-1823), en coincidencia con Zelaya, puede dividirse en dos


subetapas: la comprendida de 1820 a la declaratoria de la Independencia el 15 de
septiembre de 1821, y la que se inició con la aplicación de lo decidido provisionalmente
en la capital. Este período estuvo dominado por la unión al Imperio mexicano, y se
cerró al caer el régimen y reanudarse el proceso de decisión interrumpido por la
anexión. Esta última etapa, desarrollada en el seno de la Asamblea Nacional
Constituyente, se trata en la cuarta parte de esta misma obra.
Antes de referirse a los acontecimientos españoles, sin embargo, es conveniente
describir cómo funcionaban en el Reino de Guatemala las relaciones de poder, tanto
políticas como económicas, ya que su comprensión permite apreciar mejor los cambios
que deseaban las élites criollas, que estaban inconformes con esa situación, aunque en
diferente forma, según se tratara de la élite de la ciudad de Guatemala o de las élites
de las principales ciudades provincianas, las cuales tenían aspiraciones diversas.

TODO LO RELACIONADO A LA INDEPENDENCIA

Las Relaciones de Poder en el Reino de Guatemala

Conviene resumir primero la situación de la distribución del poder político y económico


en el Reino de Guatemala, con el fin de comprender (a lo largo del proceso
emancipador y luego después de obtenida la Independencia), las aspiraciones de los
diversos grupos participantes y cómo evolucionó (y muchas veces se radicalizó) el
esfuerzo por lograr las reivindicaciones que se consideraban no sólo urgentes sino
justificadas.

El sistema político español había sido siempre altamente centralizado. Todos los hilos
del poder regional se concentraban en el Presidente, Gobernador y Capitán General, y,
a su lado, en la Audiencia. Estos funcionarios fueron mayoritariamente peninsulares, lo
mismo que las más altas autoridades de la Real Hacienda. Sin embargo, las decisiones
fundamentales debían consultarse a España, o bien venían desde allá nuevas
directrices. En la Península también existía centralización, originalmente en el monarca
y su Real y Supremo Consejo de Indias, y posteriormente en las Secretarías de Estado.

El establecimiento de las intendencias modificó un tanto la organización regional, pero


concentró en los intendentes una serie de facultades y funciones que antes tenían los
gobernadores, alcaldes mayores o corregidores, con el agravante, desde el punto de
vista de la élite criolla, de que estos funcionarios fueron en su mayoría peninsulares,
mientras que los alcaldes mayores y corregidores habían sido generalmente criollos.

El gobierno eclesiástico también estaba centralizado en los obispos y arzobispos, que


asimismo fueron mayoritariamente peninsulares, lo mismo que gran parte de los
miembros del Cabildo Eclesiástico. Sólo en los Ayuntamientos pudieron las élites
criollas expresar su control político, sobre todo por medio de la compra de cargos, si
bien compartían el poder con los peninsulares que también ocupaban puestos
capitulares.

El gobierno español de las Indias se caracterizaba por dos principios fundamentales y


complementarios:
a) la existencia de varias esferas de autoridad y de responsabilidades (gobierno,
guerra, hacienda, justicia, Iglesia), y

b) el recelo de la Corona hacia las iniciativas y actuaciones tanto de sus funcionarios


coloniales como de los grupos de poder locales, ya fueran criollos o peninsulares.

De ahí que todas las decisiones importantes tenían que consultarse a España, donde
culminaba la centralización gubernamental, que requería (y estimulaba) la
comunicación directa con el Rey. Los procedimientos resultaban a la vez lentos y
engorrosos, ambiguos y conflictivos. En el siglo XVIII y principios del XIX, tales
procedimientos no sólo no se habían vuelto más fluidos sino que incluso, más que
nunca, todo se debía decidir en la Península, aun cuestiones como el gusto artístico a
través de la imposición del nuevo estilo neoclásico.

El sistema generó contradicciones: si bien era rígido y autoritario, limitando la libertad y


la discreción de los funcionarios y de las corporaciones locales, tuvo que permitir cierta
flexibilidad, aunque ésta resultó siempre precaria ya que en cualquier momento la
autoridad peninsular podía revocar una resolución. Los funcionarios y corporaciones de
Hispanoamérica recurrieron a diversos métodos para adoptar alguna decisión que les
conviniera (a ellos y a los grupos que querían favorecer). Lo fundamental era informar a
España de tal manera que aquélla fuera ratificada. Las decisiones se tomaban y
fundamentaban como se esperaba que debía hacerse de acuerdo con los casos
previos.

Pero también sucedía que los precedentes fueran opuestos. Era usual encontrar
situaciones que habían sido resueltas en formas diferentes, sin que pudiera predecirse
qué sucedería en el nuevo caso. La legislación era casuística, copiosa y contradictoria.
El hecho es que el sistema, además de prolongado y costoso, generó frustraciones en
las élites locales, que cada vez con mayor convicción creían que estaban en mejor
capacidad de decidir lo más conveniente.

En consecuencia, el gobierno resultaba poco representativo. Por una parte, los más
altos funcionarios, civiles y eclesiásticos, centrales y regionales, llegaban desde
España, y había muy poca participación local y, por otra, las posiciones del gobierno
municipal (y algunos otros cargos vendibles) estaban en manos de los ricos, quienes
podían pagar los precios para adquirirlos. Finalmente, el poder político se centraba en
los Ayuntamientos de las grandes ciudades y en cuerpos como el Consulado de
Comercio, que tenían jurisdicciones e influencias en territorios que iban mucho más
lejos de sus límite citadinos.

El poder económico tenía una concentración que no coincidía con el poder político.
Como ya se expuso en la sección II de esta obra, los grandes comerciantes de
Santiago de Guatemala desempeñaron, desde el siglo XVI, un papel fundamental en la
economía del Reino y obtuvieron parte esencial del poder político citadino. Esta élite se
renovó constantemente por medio de la llegada de peninsulares que representaban
firmas sevillanas y luego gaditanas.

Al lado de la élite mercantil estaba la agropecuaria, dedicada a la producción de bienes


con valor comercial (fundamentalmente el añil como artículo de exportación, y el
azúcar, el trigo y el ganado vacuno para consumo local), con haciendas no lejos de las
grandes ciudades, ya que el único mercado realmente atractivo en cuanto a ganancias
era el urbano. En lo agropecuario tuvieron papel fundamental las órdenes religiosas,
propietarias de grandes haciendas e ingenios, así como de capitales que las
convirtieron en los principales prestamistas.

Sin embargo, la verdadera dirección del sistema económico la tenía la élite comercial
de la ciudad de Guatemala, que controlaba la exportación del añil, mediante la fijación
por ella misma de las calidades y de los precios y porque garantizaba la compra del
tinte a los grandes cosecheros por medio de adelantos o préstamos (habilitaciones).
También manejaba el lucrativo abasto de ganado vacuno para la capital, el cual llegaba
en su mayoría desde Nicaragua y Honduras, y que dicha élite o sus asociados
adquirían a bajo precio.

Ambos sistemas de comercialización generaron un gran resentimiento en las élites


provincianas en contra de la capital y sus comerciantes, a quienes consideraban sus
explotadores, especialmente en las dos primeras décadas del siglo XIX, que fueron de
crisis, tanto para el añil como para el ganado. Los principales comerciantes de finales
de la Colonia eran peninsulares recién llegados, que habían entroncado con antiguas
familias criollas, entre las que destacan las de Juan Fermín de Aycinena (1729-1796) y
Juan Bautista de Irisarri (1740-1805), aunque hubo otros.

Los criollos provincianos deseaban `liberarse' de la sujeción y `explotación' en que


consideraban que los tenían los mercaderes capitalinos. En cada provincia o
intendencia había, a su vez, comerciantes y agricultores que deseaban ejercer
directamente el poder que las firmas capitalinas tenían para todo el Reino. Aspiraban a
alcanzar el poder económico que les negaban los comerciantes de la ciudad de
Guatemala. Deseaban exportar e importar directamente, sin tener que pasar por la
capital, pues no era necesario.
ACTA DE INDEPENDENCIA
Nombres que firmaron el acta de independencia

1. Gabino Gaínza.

2. Mariano Beltranena y Llano.

3. José Mario Calderón.

4. José Matías Delgado.

5. Manuel Antonio de Molina.

6. Mariano Antonio de Larrave.

7. Antonio Rivera Cabezas.

8. José Antonio de Larrave.

9. Isidro del Valle y Castriciones.

10. Mariano de Aycinena y Piñol.

11. Pedro de Arroyave.

12. José Lorenzo de Romaña —secretario—.

13. José Domingo Diéguez —secretario—.

14. José Cecilio del Valle.

15. Pedro Molina Mazariegos, quien su esposa fue la famosa Guatemalteca María
Dolores Bedoya de Molina.

Quien fue el que grito la independencia

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