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SU M A R I O :
I. Planteamiento del problema. En qué consiste y necesidad de su estu-
dio por la Teoría General del Estado.
II. Posiciones típicas en torno del problema de la justificación del Es-
tado. 1) La teoría teológico-religiosa ; 2) la teoría de la fuerza ; 3) las
teorías jurídicas ; 4) las teorías morales ; 5) la teoría psicológica ; 6) la
teoría solidarista.
III. Ensayo de solución del problema.
vez aclarados estos conceptos, podemos decir, buscando una mayor pre-
cisión metódica, que el Estado se "explica" por su sentido propio, es de-
cir, a través de la función social que realiza, y se "justifica" en la medida
en que realiza el valor al que está orientado. La naturaleza misma del
Estado -no parcial y fragmentariamente considerada , sino en su inte-
gridad-, impone pues, el estudio de su justificación.
Por otra parte, la naturaleza del hombre, su peculiar modo de ser,
exige también ese estudio. El hombre, por sus constitutivos ontológicos
y psicológicos, es un ser lleno de imperfecciones que busca constantemen-
te superarse, perfeccionarse -euando no lo hace quebranta la ley de su
naturaleza racional- y siente, por ello, un deseo muy vivo de saber, de
conocer, que a menudo se transforma en inquietud y angustia. Pero su
ansia de verdad no se agota en el conocimiento de lo que las cosas "son",
sino que está insatisfecha hasta que sabe "cómo" y "por qué" son esas
mismas cosas. Traspasando la corteza exterior de los seres, busca siem-
pre las esencias, y no conforme con averiguar las causas inmediatas in-
quiere por las primeras y últimas. Por eso cabe decir que la vocación
filosófica es innata en el espíritu humano. Con ésta se aúna también, esa
actitud caracterí stica del hombre de inconformidad con lo que le rodea y
deseo de transformar, de acuerdo con sus fines, la realidad circundante.
Con cuánta razón se ha hablado de esa oposición irreductible en la con-
ciencia humana entre la realidad y el ideal, entre el ser y el deber ser,
y se ha dicho del hombre, utilizando bella expresión, que es "el asceta
de la vida", el eterno protestante, que sabe decir "no" a la realidad , mien-
tras el animal la teme y la rehuye. Bien ha dicho Heller, al considerar
la proyección de esta fundamental postura humana en la historia, que "si
existe una específica historia humana o historia de la cultura, se debe a
que el hombre, por naturaleza, es un ser utópico, esto es, capaz de oponer
al ser un deber ser y de medir el poder con el rasero del derecho". No es
de extrañar, por tanto, siendo ésta la naturaleza propia del hombre, que
al encontrarse frente al Estado, como sujeto de conocimiento, trate de
investigar no sólo lo que el Estado es, sino además cómo es y por qué
existe, y que yendo más a fondo, trate de averiguar -frente a la realidad
incontrastable de un poder de dominación que se impone por encima de
las voluntades individuales-, por qué debe existir el propio Estado, con
ese poder coactivo. Surge así, de inmediato, por una imperiosa exigencia
del espíritu, la cuestión de justificación a que nos venimos refiriendo .
Mas conviene ahora concretar los términos en que se plantea esa
cuestión. El Estado, decíamos, es un hecho social, una institución hu-
mana, y, por consiguiente, como todo aquello en que interviene la activi-
ficas que en las primitivas fases del desarrollo de los hombres, le dieron
origen ? He allí un problema de carácter histórico que a la historia o a
la pre-historia toca resolver. O bien todavía : el Estado, como toda reali-
dad creada, obedece a causas, y se mantiene, precisamente, por el juego
de las mismas, pero el hombre no se conforma con conocer las causas
puramente externas, fenoménicas, inmediatas, que lo producen, sino que,
llevado de su afán de saber, inquiere por las causas primeras que han
originado la institución del Estado. ¿ Cuáles son esas causas? ¿ La volun-
tad de Dios? ¿ La de los hombres, que se ha manifestado mediante el ar-
tif icio de la convención ? ¿ La naturaleza de las cosas? He ahí, básicamen-
te, un problema de índole filosófica que toca resolver no a la sociología
ni a la historia, sino a la filosofía política y social. Estos tres problemas,
naturalmente se encuentran relacionados entre sí y es de la resolución
conjunta de ellos de donde puede derivarse un conocimiento cabal acercq-
del origen del Estado. Debe aclararse, sin embargo, que cuando se trata del
origen de la agrupación estatal, hay que distinguir el caso de la genésis
del Estado en general -"cuestión relativa a las formaciones primarias de
los Estados", como le llama Jellinek- y el de la formación de nuevos
Estados, particulares, en el curso de la historia, en un mundo en que,
generalmente, las características estatales se encuentran ya claramente de-
finidas. Es sólo la primera cuestión, que la mayoría de los tratadistas
encuentran muy difícil de resolver en su aspecto histórico, la que interesa
a la Teoría del Estado. La otra pertenece, exclusivamente, al dominio
de la historia política.
La segunda de las cuestiones propuestas, en cambio, difiere radical-
mente de la primera. En efecto, lo que interesa al investigador, tratándose
de la justificación del Estado, no es el origen sociológico, histórico o
aun filosófico de éste, sino los títulos de legitimidad que amparan al po-
der político para imponerse sobre los hombres y exigirles los mayores
sacrificios en bienes de la vida, patrimoniales y no patrimoniales . Cierto
es que, en ocasiones, la justificación del poder emana de su origen, par-
ticularmente cuando se considera al Estado "en abstracto", pero la mayo-
ría de las veces depende también de otros factores, que se refieren al
ejercicio del propio poder, como veremos más adelante, y entonces no
hay relación alguna de causalidad. Por otra parte, el punto de vista del
estudioso varía en ambas cuestiones. Tratándose del origen del Estado
se buscan datos reales, positivos, con el solo límite de la capacidad de la
historia y la sociología para proporcionarlos. El terreno en que se mueve
el investigador es el de la ciencia empírica. En cambio, cuando se trata
de la justificación, la cuestión se sitúa en un plano distinto. Se trata de
al problema del valor del Estado, y por tal razón nos concretaremos al
estudio de ellas solas.
Para mayor claridad y orden en la exposición, haremos primero una
caracterización de las mismas ; expondremos después, brevemente, los
rasgos más salientes de su evolución histórica ; y, por último, intentaremos
hacer una apreciación crítica. Trataremos con algún detenimiento las teo-
rías teológico-religiosas y el grupo de las jur ídicas, por estimar que son
las más importantes. De las demás haremos tan sólo una indicación sus-
tancial.
l. La teoría teológico-religiosa.
Esta teoría, partiendo del principio de la existencia de un Dios creador
y providente, sostiene que todas las cosas han sido creadas por Dios y
en El encuentran su primer principio y su último fin, y que, como el Es-
tado, con su poder coactivo, es una realidad creada, tiene también su
origen en la divinidad y se justifica en la medida en que acata sus man-
damientos. Como se ve, esta teoría parte de un supuesto ontológico funda-
mental, como es el de la existencia de Dios y su acción providente en
las cosas humanas, que es demostrable con las solas luces de la razón
natural. Sin embargo, si con esto se contentara, sería una teoría filosófica
como cualquiera otra, basada en datos propios de la Teodicea, y no es
así. Por su nombre mismo -"teológico-religiosa"- nos está indicando
que, aun cuando se cimenta en el subsuelo filosófico, parte, al hacer sus
aseveraciones, del hecho histórico, positivo y concreto, de la revelación,
y que toma muy en cuenta las relaciones del hombre con Dios en que
consiste la religión (de "re-ligio'', "re-ligare": ligar y volver a ligar).
Pero es justo aclarar que no todas las religiones positivas han intervenido
de igual modo en la elaboración de esta teoría. Es el cristianismo, con sus
dogmas y su moral, sus textos escritos y su tradición, el que de una mane-
ra decisiva ha contribuído a darle un perfil especial en los pueblos de
occidente, que son los que han elaborado ese tipo característico de cultura
al que estamos existencialmente adscriptos. Por tal razón será la refe-
rencia al cristianismo la que hagamos casi exclusivamente en el curso de
nuestro estudio.
La justificación teológico-religiosa del Estado parte, pues, de bases
ontológicas, pero encuentra su culminación en. datos proporcionados por
una determinada religión positiva. Responde a los dos más íntimos anhe-
los del espíritu humano : el afán de conocimiento y la tendencia a la unión
con Dios, el motus rationalis creaturae ad Deum, que diría el filósofo
medieval. Queda incluida, además, en una concepción total del mundo y
de la vida, que implica la existencia de un orden divino regido por leyes
que tienen vigencia tanto en el dominio de la naturaleza como en el de
los actos humanos, lo que da por resultado que el poder político, merced
al principio de causalidad, tenga su origen primario en Dios, y en aten-
ción al ordenamiento divino que rige al universo, esté sometido a las
leyes eternas promulgadas por el mismo Dios. Supone, en suma, tal tipo
de justificación, una explicación trascendente del Estado y de la vida
misma, independientemente de las contingencias históricas, aunque a veces
haya aspirado a legitimar situaciones concretas que se han presentado
en el curso de la evolución humana. Las formas que ha adoptado son muy
diversas y van desde la que pretende justificar una organización teocrá-
tica del Estado, en que los sacerdotes ejercen el poder político, hasta la
que simplemente considera que el Estado tiene su origen primero en Dios
y no puede sustraerse al orden moral, que es reflejo de la voluntad divi-
na, pero en la determinación de sus formas y en la organización de su
gobierno interviene decisivamente el derecho humano. Veremos esto con
más detenimiento al examinar, en los siguientes párrafos, el desarrollo
de la teoría en el transcurso del tiempo.
Puede decirse, sin temor a incurrir en exageraciones, que no ha habi-
do pueblo alguno en el mundo que haya carecido de ideas y prácticas re-
ligiosas, por primitivas que éstas y aquéllas hayan sido. Este es un dato
histórico y sociológico incontrovertible, que emana de la simple observación
objetiva de los hechos, y es ajeno a todo juicio de valor que se haga acerca
de esos fenómenos religiosos. No es de extrañar, por tanto, que desde la
más remota antigüedad el espíritu humano, acuciado por la preocupación
religiosa, haya tratado de encontrar un fundamento trascendente a esa
gran realidad, que se imponía coactivamente sobre las voluntades indivi-
duales, forzándolas a adoptar una determinada conducta, que era el poder
político. En Grecia y Roma encontramos así, al lado del hecho real de la
coincidencia de la comunidad política y la religiosa, atisbos muy impor-
tantes de justificación divina del Estado -como la frase de Demóstenes,
recogida en el Digesto, conforme a la cual "hay que prestar obediencia
a la ley por ser obra y don de Dios"-y sobre todo de la idea de la exis-
tencia de un derecho natural superior al positivo, a la luz del cual podía
enjuiciarse tanto la conducta de los gobernantes como de los súbditos que
.
se rebelaban contra los mandatos que estimaban injustos.