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LA JUSTIFICACION DEL ESTADO

Por el Lic. H éctor GON ZALEZ


URI BE, Profesor de la Escuela
N aciana[ de Jurisprud encia.

SU M A R I O :
I. Planteamiento del problema. En qué consiste y necesidad de su estu-
dio por la Teoría General del Estado.
II. Posiciones típicas en torno del problema de la justificación del Es-
tado. 1) La teoría teológico-religiosa ; 2) la teoría de la fuerza ; 3) las
teorías jurídicas ; 4) las teorías morales ; 5) la teoría psicológica ; 6) la
teoría solidarista.
III. Ensayo de solución del problema.

PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA

En qué consiste y necesidad d e su estudio


por la Teoría General d el Estado

El problema de la justificación del Estado es uno de los más im-


portantes que se plantean en la investigación política, como lo revelan
los estudios que de él se han hecho desde la más remota antigüedad, y
la preocupación de los tratadistas contemporáneos -tanto en el campo
de la Teoría del Estado como de la Filosofía Jurídica y Política- por
examinarlo más a fondo y resolverlo. Puede decirse que junto con el tema
de la soberanía y el de los fines del Estado, con los que está íntimamente
ligado, constituye el núcleo o centro vital de todo estudio científico del
propio Estado. Nótase sin embargo, en muchas ocasiones, una gran de-
ficiencia en el p_Ianteamiento y elucidación de este problema, ya sea por

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no considerarlo en toda su amplitud, por no concederle sustantividad propia


y confundirlo con otros problemas afines, o por dejar viva la interrogan-
te que en él se contiene, por lo que las exposiciones de muchos autores
no son satisfactorias. Urge, pues, aunque sea brevemente, proponer con
la mayor claridad y precisión posibles los términos en que surge el pro-
blema, examinar las diversas posiciones desde las cuales se ha tratado
de resolverlo, y esbozar, después, la posible solución del mismo. Se conse-
guirá así, dentro de las limitaciones inevitables, su mejor conocimiento.
Para poder darse cuenta de por qué se impone al investigador la
cuestión de la justificación del Estado, ha de partirse de dos supuestos
fundamentales : la naturaleza del Estado y la del hombre mismo. El Es-
tado, agrupación política por excelencia, es, ante todo y sobre todo, un
hecho social, un fenómeno que se da en la convivencia humana y que se
realiza en el dominio de la cultura, esto es en el de los actos humanos
que se ordenan a un fin. El· error naturalista que concibe al Estado como
una formación puramente natural, como un organismo físico o biológico,
sujeto a las leyes que rigen el mundo de la naturaleza, está totalmente
descartado en la actualidad. Siendo, pues, un producto cultural, algo que
queda comprendido en la esfera del actuar del hombre en busca de un
fin, que es el de su perfección, el Estado no tiene tan sólo una realidad,
configurada por una serie de factores de diversa índole -materiales, como
el territorio y la población, inmateriales como el poder-, sino también
un sentido, un significado, y además, un valor. De aquí se desprende,
como consecuencia, que para conocer cabalmente al Estado no basta exa-
minar su realidad -hecho sociológic0- sino que es preciso, además,
comprender su sentido y precisar su contenido valorativo. Considerar al
Estado como un simple poder que se impone, como una mera dominación
de hecho, es ignorar y mutilar su verdadera naturaleza. Ahora bien, ¿ en
qué consisten ese sentido y ese valor del Estado? El sentido hace referen-
cia, fundamentalmente, a la función social de la agrupación política supre-
ma, a "su acción social objetiva" , función que consiste, como lo expresa
con su habitual concisión y maestría Hermann Heller, "en la organiza-
ción y activación autónomas de la cooperación social-territorial, fundada
en la necesidad histórica de un 'status vivendi' común que armonice_ todas
las oposiciones de intereses dentro de una zona geográfica, la cual, en
tanto no exista un Estado mundial, aparece delimitada por otros grupos
territoriales de dominación de naturaleza semejante". El valor del Esta-
do, a su vez, se refiere a la orientación específica del poder político, h
los criterios que señalan la posibilidad de enjuiciamiento de ese poder en
una instancia crítica superior a la de su mera realidad sociológica. Una

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vez aclarados estos conceptos, podemos decir, buscando una mayor pre-
cisión metódica, que el Estado se "explica" por su sentido propio, es de-
cir, a través de la función social que realiza, y se "justifica" en la medida
en que realiza el valor al que está orientado. La naturaleza misma del
Estado -no parcial y fragmentariamente considerada , sino en su inte-
gridad-, impone pues, el estudio de su justificación.
Por otra parte, la naturaleza del hombre, su peculiar modo de ser,
exige también ese estudio. El hombre, por sus constitutivos ontológicos
y psicológicos, es un ser lleno de imperfecciones que busca constantemen-
te superarse, perfeccionarse -euando no lo hace quebranta la ley de su
naturaleza racional- y siente, por ello, un deseo muy vivo de saber, de
conocer, que a menudo se transforma en inquietud y angustia. Pero su
ansia de verdad no se agota en el conocimiento de lo que las cosas "son",
sino que está insatisfecha hasta que sabe "cómo" y "por qué" son esas
mismas cosas. Traspasando la corteza exterior de los seres, busca siem-
pre las esencias, y no conforme con averiguar las causas inmediatas in-
quiere por las primeras y últimas. Por eso cabe decir que la vocación
filosófica es innata en el espíritu humano. Con ésta se aúna también, esa
actitud caracterí stica del hombre de inconformidad con lo que le rodea y
deseo de transformar, de acuerdo con sus fines, la realidad circundante.
Con cuánta razón se ha hablado de esa oposición irreductible en la con-
ciencia humana entre la realidad y el ideal, entre el ser y el deber ser,
y se ha dicho del hombre, utilizando bella expresión, que es "el asceta
de la vida", el eterno protestante, que sabe decir "no" a la realidad , mien-
tras el animal la teme y la rehuye. Bien ha dicho Heller, al considerar
la proyección de esta fundamental postura humana en la historia, que "si
existe una específica historia humana o historia de la cultura, se debe a
que el hombre, por naturaleza, es un ser utópico, esto es, capaz de oponer
al ser un deber ser y de medir el poder con el rasero del derecho". No es
de extrañar, por tanto, siendo ésta la naturaleza propia del hombre, que
al encontrarse frente al Estado, como sujeto de conocimiento, trate de
investigar no sólo lo que el Estado es, sino además cómo es y por qué
existe, y que yendo más a fondo, trate de averiguar -frente a la realidad
incontrastable de un poder de dominación que se impone por encima de
las voluntades individuales-, por qué debe existir el propio Estado, con
ese poder coactivo. Surge así, de inmediato, por una imperiosa exigencia
del espíritu, la cuestión de justificación a que nos venimos refiriendo .
Mas conviene ahora concretar los términos en que se plantea esa
cuestión. El Estado, decíamos, es un hecho social, una institución hu-
mana, y, por consiguiente, como todo aquello en que interviene la activi-

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dad finalista del hombre, no tiene los caracteres de regularidad de los


hechos naturales, que obedecen a leyes ineluctables, sino que en su forma-
ción y desarrollo influye decisivamente la voluntad, que se mueve, de ordi-
nario, iluminada por la razón, pero que, por la libertad de que es dotada,
puede escoger otros caminos que no son los que la propia razón le señala,
derivándose de aquí la posibilidad de cambios y variaciones en la orienta-
ción de la actividad estatal. Si las acciones humana5, pues, pueden ser
enjuiciadas por la conciencia, según que se conformen o no a la recta
razón, esa actividad del Estado --que no es, en el fondo, sino específica
actividad humana- naturalmente puede y debe ser enjuiciada ante crite-
rios superiores de valor, y justificada en la medida de su conformidad
con esos criterios. Es más, hasta tal punto es importante esta cuestión
para la existencia de la agrupación política, que puede decirse, con toda
verdad, que "el Estado vive de su justificación" , cosa que no es de ex-
trañar dada la vinculación íntima que existe entre la realidad del Estado
y su sentido y valor, como antes se ha visto.
El problema de la justificación puede concretarse, entonces, en las
siguientes interrogaciones fundamentales : ¿ por qué debe existir el Es-
tado? ¿cuáles son los principios, de orden superior, que imponen la exis-
tencia del Estado? O también, como dice Jellinek -aunque sin diferenciar
claramente las cuestiones del sentido y del valor del Estado--: "Toda
generación, por una necesidad psicológica, se formula ante el Estado esta'
pregunta: ¿ Por qué existe el Estado con un poder coactivo? ¿ Por qué
debe el individuo posponer su voluntad a la de otro? ¿ Por qué y en
qué medida ha de sacrificarse él por la comunidad ?" Y precisando más,
· todavía, podemos decir con Heller que "la cuestión que el problema de la
justifieación del Estado plantea no es, como se cree por casi todos : ¿ por
qué razón se debe soportar la coacción del Estado?" sino que "la cues-
tión que ocupa el primer plano es la siguiente : ¿ por qué tenemos que
ofrecer al Estado los mayores sacrificios en bienes y en sangre? Pues
mediante este sacrificio espontáneo y sólo en segundo término mediante
la coacción conllevada, nace y perdura el Estado".
Estos son los términos escuetos del problema de la justificación, pero
-al llegar a este punto se impone hacer dos aclaraciones fundamentales que
precisa conocer para entender en toda su amplitud la cuestión propuesta.
Es la primera la de que, cuando se habla de la justificación del Estado,
de lo que se trata es de justificar la autoridad o poder coactivo, puesto
que es precisamente este lemento el que exterioriza la acción estatal y
permite reconocer su existencia en el seno de la convivencia humana -ador-
nado, claro está de ciertas cualidades que lo distinguen de los demás

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poderes sociales- y es, además, el que, al ser puesto en ejercicio, señala


la posibilidad de que la voluntad del Estado se imponga sobre la de los
particulares y surja así la cuestión de si es justificada o no esa imposi-
ción coactiva, frente a criterios y principios superiores. Por esto muchos
teóricos del Estado, al tratar del problema de la justificación le llaman
justificación del poder o de la autoridad, haciendo especial hincapié en
el carácter filosófico-jurídico del mismo, por cuanto lo que trata de encon-
trarse es "la razón última de la obediencia a las leyes impuestas por la
comunidad" ( Posada) , o bien "el título en que apoyar la necesidad de
la obediencia" (Ruiz del Castillo). Y la segunda aclaración es la de que,
cuando se trata de buscar la justificación del Estado -llamémosle así
por mero convencionalismo, en la inteligencia de que lo que se justifica
es el poder del Estado o "imperium'', que no es más que uno de los ele-
mentos del mismo-, se considera al propio Estado como institución, en
sus caracteres más amplios y generales, desprendido de su concreción his-
tórica, en un lugar y en un momento determinados, con objeto de poder
encontrar los principios básicos que rigen la materia. La justificación
de los Estados particulares, no tiene interés para la teoría general del
Estado, como tal, ya que deriva de los principios generales y, en todo
caso, depende en gran parte de datos históricos. Por esa razón no en-
cuentra cabida en un estudio de la naturaleza del presente.
Hechas estas aclaraciones indispensables, hemos de decir, para tener
una visión más completa de los términos en que se plantea la cuestión
de la justificación, que el poder del Estado se impone en la vida social
como una necesidad natural, a fin de promover unidad en acciones diversas
y heterogéneas, y conducir a los hombres al cumplimiento de su destino
temporal, mediante la creación del clima moral colectivo propicio para
el desarrollo de todas sus facultades. El poder estatal persigue, pues,
una finalidad determinada, que es la de lograr un bien, que sobrepasa el
bien particular de los súbditos, y aun el de los grupos sociales como
la familia, el municipio, la provincia, la corporación profesional, las ins-
tituciones culturales y morales, y recibe el nombre de bien común tem-
poral o bien público temporal. Mas para poder obtener ese fin, necesita
establecer un orden, y ese orden, por regla general, debe imponerse coac-
tivamente, venciendo las resistencias de los hombres, porque éstos, guiados
por su interés personal y su egoísmo, buscan casi siempre la satisfacción
de sus propias necesidades y no miran por la de los demás. El poder
estatal se explica así, plenamente, por la función que desempeña, y no
es difícil comprender su necesidad sociológica. Sin embargo, la simple
referencia al orden no es título bastante para legitimar, ante la conciencia

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de los hombres, la existencia de ese poder coactivo, sino que es necesario


que ese orden reuna determinadas condiciones indispensables ; que sea,
fundamentalmente, un orden que se ajusta a los principios supremos de
la moral y de la justicia. "No es razón de que el Estado asegura un
orden social cualquiera -dice Hermann Heller- sino porque persigue
un orden justo se justifican sus enormes exigencias. Solamente refiriendo
la función del Estado a la función del derecho es posible la consagración
del Estado." He aquí aclaradas perfectamente, la función social de la
autoridad, que nos explica por qué existe el Estado como institución, y
la justificación moral de la misma, que nos dice por qué debe existir el
propio Estado y cuál es la razón de que sus exigencias sean legítimas.
No debe confundirse nunca esa función con la justificación. "La justifica-
ción moral de su pretensión -sigue diciendo el profesor de Francfort re-
firiéndose al poder estatal- el derecho a los mayores sacrificios y a la
coacción, no puede fundamentarse con la mera referencia a la necesidad
de su función social : organización y activación de la colaboración social
dentro de un territorio. Porque una función social podrá hacernos inte-
ligible, explicarnos por qué e:riste el Estado como institución, pero no
justificarnos por qué debe existir la institución Estado o, sencillamente,
este determinado Estado. Toda explicación se refiere al pasado; toda jus-
tificación, al futuro. Muchos autores, para hacer ver que se trata de una
necesidad humana universal, afirman que siempre ha habido Estado, y
algunos llegan a sostener que el Estado es más viejo que el género hu-
mano. Afirmación falsa, sin duda alguna ; pero, aun siendo verdadera, no
nos serviría para fundamentar que siempre ha de haber Estado y mucho
menos todavía para convencer a un anarquista o a un marxista de que
el Estado debe existir en el futuro. Engels reconoce expresamente que el
Estado es una necesidad socio-histórica de la sociedad dividida en clases,
pero ello no le impide negar la legitimidad de semejante instrumento de
explotac ión."
Ahora bien, precisados ya los términos del problema, debemos pre-
guntamos: ¿ puede una cuestión como la de la justificación del Estado
ser estudiada por una Teoría del Estado como la actual? Para contestar
esta pregunta, debemos primero hacer somera referencia al lugar que ha
ocupado esta cuestión en la evolución histórica de las especulaciones polí-
ticas y hacer después algunas consideraciones acerca de su importancia
para el conocimiento pleno del Estado.
El tema de la justificación, bajo diversos nombres y aspectos, ya
como origen del poder público ya como legitimación del mismo --en ge-
neral o bien en alguna forma determinada- ha sido preocupación cons-

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tante de los diversos escritores políticos. Desde la antigüedad más re-


mota hasta nuestros días -particularmente hasta el segundo tercio del
siglo diecinueve- puede decirse que no ha habido escritor de importan-
sia que no lo haya tratado, y los nombres ilustres de Platón, Aristóteles,
San Pablo, San Agustín, Santo Tomás, Suárez, Vitoria, Hobbes, Locke,
Rousseau, Bossuet, Kant y tantos más, marcan las piedras miliarias de
la ruta que en la sucesión de los tiempos va recorriendo el problema. Más
adelante hemos de ver con mayor amplitud la evolución histórica de las
teorías de la justificación y nos daremos mejor cuenta de cómo se han
preocupado los hombres por las cuestiones que se plantean en torno de
la legitimidad del poder político.
Llegó, empero, una época, que puede situarse más o menos en la
segunda mitad del siglo pasado, en que la teoría política, dominada por
el historicismo y positivismo reinantes, llena de horror por las cuestiones
que llamaba "metafísicas" --cuyo conocimiento trascendía el ámbito de
la experiencia sensible-, rehuyó tratar temas que, como el de la justifica-
ción del Estado, hundían profundamente sus raíces en el subsuelo filosó-
fico, y se contentó tan sólo con aquellos que podían ser conocidos con
ayuda de la historia y de los métodos propios de las ciencias experimen-
tales. Surgió entonces el grave error de confundir los problemas del senti-
do y del valor del Estado y de creer que la simple existencia histórica
del Estado -el hecho de haber perdurado a través de los siglos a pesar de
las vicisitudes y cambios de personas y sistemas- era motivo suficiente
de justificación de éste, y que la función social que realizaba bastaba para
legitimarlo. "Toda la época que sucede a la bancarrota del derecho natu-
ral -expresa Heller confirmando lo anterior-, se caracteriza por su
incapacidad fundamental para entender, tan siquiera, la cuestión de la
justificación del Estado, y no digamos nada de resolverla satisfactoriamen-
te. El problema de la validez moral del Estado se confunde casi siempre
con la cuestión referente a la razón sociológica de vigencia del poder
estatal, ya que, al buscar la justificación del Estado, se nos remite a su
reconocimiento por la democracia o por el espíritu del pueblo nacional, y
a las ideologías legitimadoras dominantes."
Esta actitud de los escritores políticos, que no es sino la consecuencia
natural de la influencia del positivismo e historicismo en todos los domi-
nios de la cultura, y que dió muy malos resultados para la Teoría del Es-
tado, puesto que cercenó de su esfera propia el estudio de muchos pro-
blemas que siempre le habían pertenecido, coincidió con otra que produjo
también resultados funestos para el progreso de dicha Teoría, y fué la
de absolutización de las formas y conceptos propios del Estado de dere-

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cho liberal-burgués, lo que trajo consigo un estancamiento en los estudios


debido a la creencia de que se había logrado tanto una forma política ideal
como un conocimiento científico que sólo cabía perfeccionar en los detalles,
pero no en el fondo, en el que se había llegado a una casi unanimidad de
opiniones. Esta era la situación en que se encontraba el pensamiento po-
lítico. Muy pronto, sin embargo, esa recia estructura, que se creía cons-
truida Sub specie aeternitatis, empezó a sufrir fuertes ataques de los
enemigos, a bambolearse, y a verse en grave peligro de un desplome total.
El optimismo reinante -producto de una ilimitada confianza en la cien-
cia- se cambió en angustia e inquietud y las creencias más sólidas se
debilitaron, sobreviniendo una aguda crisis en las ideas e instituciones. En
una palabra, en un terreno abonado por el dogmatismo científico, apareció
la duda, y las cuestiones todas de la Teoría del Estado -antes indiscu-
tidas- comenzaron a hacerse problemáticas.
¿ Cuál fué la causa de este fenómeno? Es evidente que no fué una
sola sino que fueron muchas las causas que influyeron en su aparición y
desenvolvimiento. Debe señalarse, empero, como factor predominante, sin
olvidarse de todos los demás que han configurado la llamada crisis del Es-
tado moderno, el advenimiento de las teorías socialista y anarquista, que
no conformes con criticar el orden de cosas creado por el liberalismo ca-
pitalista, llevaron su ataque hasta los fundamentos mismos de la sociedad
y el Estado, declarando que este último debía desaparecer por no ser más
que un instrumento de explotación en poder de las clases dominantes,
o por no ser, en todo caso, sino un medio inútil de coacción y de fuerza.
Negóse, pues, no ya la función social del Estado, sino su justificación
misma, y, por tanto, la necesidad de su existencia en el futuro. El Estado
había desempeñado un determinado papel en las relaciones sociales en
el pasado, pero no debía seguir existiendo cuando esas relaciones fuesen
distintas y permitiesen un mejor y más libre desarrollo de la actividad
humana.
Ante esta crítica tremenda -una de las peores que ha sufrido la ins-
titución del Estado a lo largg de su evolución histórica- la teoría polí-
tica reaccionó y trató de buscar con ahinco los fundamentos últimos del
Estado y los principios de su justificación moral, con objeto de demostrar,
ante los impugnadores, que no se trataba de una mera construcción con-
vencional y ficticia sino de una realidad que debía perdurar por estar
basada en un factor que tiene el valor de una "constante", en medio de
los cambios histórico-sociológicos, y es la naturaleza del hombre como per-
sona. Volvióse así, con la ayuda de la filosofía -que ya para fines del si-
glo pasado y principios del presente había recobrado su categoría de

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LA JUSTIFICACION DEL ESTADO 23

Scientia rectrix, mientras el positivismo caía en descrédito- al estudio


de los temas clásicos en la ciencia política y entre ellos, esencialmente,
al del poder del Estado en todos sus aspectos, incluyendo, de modo salien-
te, el de la justificación moral del mismo. Por ello se encuentra en las
obras de los más destacados teóricos del Estado de nuestros días, con
mayor o menor extensión y profundidad, un análisis del tema que nos
ha venido ocupando, lo que demuestra el interés indudable por el mismo
y la importancia que se le concede en la actualidad.
Por otra parte, el tema mismo de la justificación, independientemen-
te de la evolución que ha sufrido en el curso de la historia del pensamiento
político y del lugar que ahora ocupa en las preocupaciones de los trata-
distas y maestros de la Teoría del Estado, se impone al examen del inves-
tigador de las cuestiones estatales, que trata de obtener un conocimiento
lo más completo posible acerca de la agrupación política suprema, por
una necesidad lógica, surgida de la naturaleza del propio Estado y de la
de los hombres, como lo hemos visto en párrafos anteriores. En efecto,
el simple análisis de la realidad del Estado no nos entrega más que un
aspecto a faceta del mismo -soslayamos aquí, por no ser el lugar adecua-
do, el problema de si la comunidad estatal no tiene más que un solo as-
pecto, el sociológico o el jurídico, o bien varios- sin revelarnos su sentido
inteligible ni su valor. Nos proporciona una visión trunca. Además, aparte
de la cuestión del conocimiento teórico, hay un dato existencial que no
puede hacerse a un lado cuando se trata de un fenómeno tan importante
como el Estado, y es el de que éste, como ya lo apuntábamos en otro lugar,
''vive de su justificación" , lo que quiere decir que mantiene sus procesos
vitales no sólo por la adhesión espontánea y en cierto modo irreflexiva
de las grandes masas, por el consenso cotidiano de la mayoría de los súb-
ditos, sino también, y sobre todo, por la fe que en su legitimidad moral
conservan las minorías activas, que se encargan, generalmente, de los
puestos directivos ya sea del gobierno o de los órganos de la opinión
pública. Son esa adhesión y esa fe, constantemente renovadas, las que
hacen vivir al Estado. Cuando cesan, el Estado mismo, en un lugar de-
terminado o como institución en general, están en peligro de desaparecer.
Es por eso que cada generaciÓP, "con psicológica necesidad", como dice
Heller, tiene que plantearse y resolverse el problema de la justificación
del Estado, para darle aliento y vigor y ponerlo en condiciones de que
realice sus fines, y por eso también que una Teoría del Estado, que no
quiera ignorar la naturaleza misma de lo que es su objeto propio de co-
nocimiento, debe tratar ese problema.

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24 RECTOR GONZALEZ URIBE

Verdad es -y esto vaya de paso- que la cuestión de justificación


del Estado es de índole esencialmente filosófica, ya que mira a los valo-
res supremos que debe realizar la comunidad política, y rebasa las posi-
bilidades de los métodos empírico-causal, histórico-sociológico y jurídico,
propios de una ciencia como la Teoría del Estado, pero ello no quiere
decir que esa cuestión no deba ser estudiada por dicha teoría, pues aun-
que el propósito fundamental de ésta como ciencia política sea "exponer
todo lo que la experiencia política pueda descubrir por medios empíricos
y sin apelar a la especulación lógica y metafísica" (Heller), no puede
desconocerse que hay temas, indispensables para un conocimiento pleno
del Estado, para los cuales debe acudir a la filosofía, pues de otra manera
no podría solucionarlos. Debe hacer apelación así la Teoría del Estado a
la epistemología política, preguntándole cuáles son los modos de cono-
cimiento del Estado ; a la ontología política, cuáles son los fundamentos
últimos del ser de la agrupación política suprema ; a la axiología política,
cuál es el valor al que el Estado debe servir ; y a la ética política, cuáles
son los fines que el propio Estado debe realizar. Se justifica entonces el
pensamiento del maestro alemán, que nosotros acogemos: "Tan necesaria
como la Teoría del Estado para la Ciencia Política, lo es la Filosofía del
Estado para ambas. Es filosofía, toda actitud del pensar respecto al mun-
do considerado como unidad. Sin una inserción ideal de lo estatal en la
universal conexión de una concepción del mundo, aunque sólo sea como
algo sobreentendido, no es posible una ciencia política" (Heller.) Esto
significa, en suma, que el tema de la justificación no implica ninguna
intromisión indebida de la filosofía en el campo de la Teoría del Estado,
sino que goza de ciudadanía, por derecho propio, en el país de lo estatal,
ya que el Estado, a menos que se conforme con quedar reducido a un
mero poder de hecho, a un simple fenómeno de fuerza bruta, necesita
presentar ante el tribunal de la conciencia humana, individual o colectiva,
títulos de legitimidad muy claros, que demuestren que su existencia se
basa en algo valioso y, por tanto, merece seguir desarrollándose, y son
precisamente los criterios a la luz de los cuales va a ser enjuiciado el Es-
tado los que son suministrados por el estudio del tema de que se trata,
con lo que se pone de manifiesto su capital importancia y lo ineludible
de su examen si se quiere adquirir un conocimiento plenario de la máxi-
ma comunidad política.
En los anteriores términos, creemos haber expuesto, someramente, en
qué consiste el problema cuya elucidación es materia de este trabajo y
la necesidad de su estudio por parte de una Teoría del Estado que quiera

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LA JUSTIFICACION DEL ESTADO 25

comprender la integral naturaleza ele éste. La exposición ha siclo, forzosa-


mente, muy breve, porque dada la índole de nuestra investigación --que
se concreta al dominio de la teoría estatal- no hemos querido adentrar-
nos más en el análisis de un tema que, en su plenitud, corresponde a la
filosofía política, que es la encargada de desentrañar los supuestos funda-
mentales que condicionan y justifican la búsqueda de los criterios valora-
tivos a que debe someterse el Estado. Por eso hemos pasado por alto
muchos problemas que están íntimamente relacionados con el de la legi-
timidad del poder político, pero que exigen un especial tratamiento filosó-
fico, tales como el del contenido de los juicios de valor acerca de dicho
poder -cosa que requiere una investigación en torno del origen del co-
nocimiento-, y el de la determinación de otras cuestiones previas que
plantea toda teoría axiológica. En este punto, la Teoría del Estado se
contenta con aquellas soluciones a las que se ha llegado a un mayor acuer-
do en la filosofía y hace la aplicación que juzga más adecuada, de ellas,
a la materia política ; tal es la razón por la que no ahondamos más nues-
tra investigación en cuestiones estrictamente filosóficas. Para completar
esta parte del presente estudio --que no tiene más pretensión de origina-
lidad que la de buscar un mayor orden en la exposición de las cuestiones
que interesan a la justificación del Estado, y una mayor pulcritud en la
diferenciación conceptual de los problemas que alrededor de la misma
se suscitan-, no nos resta pues, sino distinguir entre dos cuestiones que
habitualmente son confundidas por los autores y que, sin embargo, son
distintas tanto por el aspecto del Estado a que se refieren como por el
punto de vista en que se sitúa el investigador para examinarlas. Esas
cuestiones son las del origen del Estado y de la justificación del mismo.
La primera de ellas se plantea, sustancialmente, en los siguientes
términos : siendo el Estado un fenómeno que se realiza en el seno de la
convivencia humana, es evidente que su creación y desenvolvimiento obe-
decen a una serie de factores que pudieran llamarse sociológicos y que
intervienen, de manera más o menos decisiva, en su existencia. ¿ Cuáles
son ellos? ¿ Necesidades puramente naturales, procesos de voluntad hu-
mana ? He allí un problema genético que requiere, en esencia, de la in-
vestigación sociológica. O bien : la historia nos enseña que no siempre ha
existido el Estado tal como lo conocemos en la actualidad, sino que hubo
épocas en la evolución de la humanidad en que la indiferenciación social
impedía la existencia de un poder único, centralizado, que se impusiera
sobre los demás poderes sociales y guiase al grupo al cumplimiento de
un fin superior al de cada uno de sus componentes. ¿ En qué momento
surgió el Estado ? ¿ Cómo surgió? ¿ Cuáles fueron las necesidades especí-

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ficas que en las primitivas fases del desarrollo de los hombres, le dieron
origen ? He allí un problema de carácter histórico que a la historia o a
la pre-historia toca resolver. O bien todavía : el Estado, como toda reali-
dad creada, obedece a causas, y se mantiene, precisamente, por el juego
de las mismas, pero el hombre no se conforma con conocer las causas
puramente externas, fenoménicas, inmediatas, que lo producen, sino que,
llevado de su afán de saber, inquiere por las causas primeras que han
originado la institución del Estado. ¿ Cuáles son esas causas? ¿ La volun-
tad de Dios? ¿ La de los hombres, que se ha manifestado mediante el ar-
tif icio de la convención ? ¿ La naturaleza de las cosas? He ahí, básicamen-
te, un problema de índole filosófica que toca resolver no a la sociología
ni a la historia, sino a la filosofía política y social. Estos tres problemas,
naturalmente se encuentran relacionados entre sí y es de la resolución
conjunta de ellos de donde puede derivarse un conocimiento cabal acercq-
del origen del Estado. Debe aclararse, sin embargo, que cuando se trata del
origen de la agrupación estatal, hay que distinguir el caso de la genésis
del Estado en general -"cuestión relativa a las formaciones primarias de
los Estados", como le llama Jellinek- y el de la formación de nuevos
Estados, particulares, en el curso de la historia, en un mundo en que,
generalmente, las características estatales se encuentran ya claramente de-
finidas. Es sólo la primera cuestión, que la mayoría de los tratadistas
encuentran muy difícil de resolver en su aspecto histórico, la que interesa
a la Teoría del Estado. La otra pertenece, exclusivamente, al dominio
de la historia política.
La segunda de las cuestiones propuestas, en cambio, difiere radical-
mente de la primera. En efecto, lo que interesa al investigador, tratándose
de la justificación del Estado, no es el origen sociológico, histórico o
aun filosófico de éste, sino los títulos de legitimidad que amparan al po-
der político para imponerse sobre los hombres y exigirles los mayores
sacrificios en bienes de la vida, patrimoniales y no patrimoniales . Cierto
es que, en ocasiones, la justificación del poder emana de su origen, par-
ticularmente cuando se considera al Estado "en abstracto", pero la mayo-
ría de las veces depende también de otros factores, que se refieren al
ejercicio del propio poder, como veremos más adelante, y entonces no
hay relación alguna de causalidad. Por otra parte, el punto de vista del
estudioso varía en ambas cuestiones. Tratándose del origen del Estado
se buscan datos reales, positivos, con el solo límite de la capacidad de la
historia y la sociología para proporcionarlos. El terreno en que se mueve
el investigador es el de la ciencia empírica. En cambio, cuando se trata
de la justificación, la cuestión se sitúa en un plano distinto. Se trata de

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LA JUSTIFICACION DEL ESTADO 27

enjuiciar al poder estatal en una instancia crítica superior a la de su po-


sitividad, y se buscan entonces criterios ideales que sirvan para confron-
tar la realidad del poder con lo que debe ser, y esos criterios no puede
suministrarlos la ciencia sino sólo la filosofía. Hay, desde luego, un as-
pecto de la cuestión del origen del Estado que, como hemos visto, requie-
re de la especulación filosófica y es la de la causa primera de la agrupa-
ción estatal, pero incluso en este aspecto el objeto de estudio es diverso,
pues cuando se trata de la justificación no se busca un juicio en el orden
del ser -lo que cae en el dominio de la ontología- sino un juicio de
valor --cosa que interesa a la axiología-, y por tanto, aunque en ambos
casos se echa mano de los métodos filosóficos, sin embargo la distinción
es clara e indiscutible.
En suma, los problemas acerca del origen del Estado y la justificación
del mismo aunque fuertemente enlazados tienen características peculiares
y deben ser tratados de distinta manera, no habiendo razón alguna para
identificarlos, o por lo menos, para entremezclar muchos de sus elemen-
tos. A este respecto, y para poner punto final a esta cuestión, nos adhe-
rimos a la opinión de Hermano Heller, sintetizada por Recaséns Siches
en los siguientes términos: "Pero la teoría del Estado así desarrollada y
fundamentada , debe completarse, según Heller, con una doble considera-
ción, el estudio del origen del Estado, de su por qué causal histórico,
esto es, del tipo de necesidades humanas que lo engendran, y el estudio
de su justifica ción ideal o estimativa. El primero de esos estudios busca
una explicación de por qué y cómo surgen los Estados. El segundo se
pregunta por el valor del Estado, se interroga acerca de si es algo legí-
timo, cuándo lo es y cómo debe ser para que se halle justificado . Estas dos
cuestiones se enlazan una con la otra en cierto modo, pues la justificación
se inicia en la explicación y ésta se prolonga en aquélla ; debido a que
toda realidad social es una unión dialéctica entre ser y deber ser, entre
acto y sentido, entre realidad y norma, es una peculiar textura entre am-
bos ingredientes".
Con la exposición hecha en los párrafos anteriores, hemos procurado
plantear en sus correctos términos el problema de la ju stificación del Es-
tado, señalando la necesidad de su estudio por parte de una Teoría del
Estado que quiera abarcar la totalidad del complejo fenómeno estatal y
precisando las semejanzas y diferencias que guarda con otros problemas
afines, singularmente con el del origen del propio Estado. Como una exi-
gencia metódica, hemos buscado, en la medida de lo posible, no exter-
nar ningún criterio de valor, sino apuntar, escuetamente, la necesidad de
una , indagación estimativa respecto del ·poder político. Hemos llegado,

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empero, a un punto, en que debemos esbozar una solución ; pero antes,


a guisa de ilustración conveniente, es menester que nos refiramos a las
diversas soluciones que se han intentado dar al problema en el curso de
la historia. Para ello, y ante la imposibilidad de hacer una enumeración
exhaustiva de las mismas -quizá no hay tema más explotado que el de
la justificación por la literatura política- vamos a procurar reducirlas a
unas cuantas, tomando, como criterio, la corriente del pensamiento que
representan. Serán, pues, materia de exposición, las posiciones típicas en
tomo del problema de la justificación del Estado, sin que se pretenda ago-
tar el catálogo de las teorías.
¿ Cuáles son esas posiciones? Los autores no se han puesto de acuer-
do para señalarlas. Se habla, con frecuencia, de doctrinas teocráticas y no
teocráticas, con la finalidad, oculta u ostensible, de contraponer una jus-
tificación religiosa o divina del poder a una justificación humana, preten-
diéndose que sólo la segunda es "democrática". Otras veces, con una más
aguda percepción de las cosas, se clasifican las doctrinas referentes a las
condiciones de legitimidad del poder político, en democráticas y autocrá-
ticas, según que funden la legitimidad en el consentimiento del pueblo o,
por el contrario, sostengan que esa legitimidad emana de los gobernantes
mismos. En oras ocasiones, se clasifican las teorías justificativas en tras-
cendentes e inmanentes, según que "establezcan la suprema razón de ser
del Estado en un conjunto de fuerzas y de leyes que están fuera de la so-
ciedad, o bien, en un conjunto de fuerzas y de leyes que operan en la misma
sociedad". (Groppali.) Así podríamos continuar la ejemplificación, que
sería interminable. De entre estas clasificaciones, que contienen gran par-
te de verdad, hemos de entresacar, sin embargo, ciertos elementos que
creemos bastantes para configurar las teorías que en el curso de los siglos
se han disputado la primacía. Esos elementos son los siguientes : la vo-
luntad de Dios, la fuerza, los principios jurídicos, las normas morales,
los impulsos psicológicos, las exigencias de la vida en sociedad. Cada uno
de ellos ha dado lugar a una determinada teoría, que pretende basarse
precisamente en esos elementos para justificar al Estado. Resultan, de ese
modo, seis las más importantes teorías o grupos de teorías que obedecen
a un determinado principio rector, es decir que responden a una cierta
corriente de pensamiento, y cobran realidad en derredor de un elemento
directivo : 1) la teoría teológico-religiosa ; 2) la teoría de la fuerza ; 3) las
teorías jurídicas ; 4) las teorías morales; 5) la teoría psicológica ; 6) la teo-
ría de la solidaridad. No son, desde luego -lo reiteramos-, las únicas,
pero sí las que señalan las más típicas actitudes del espíritu humano frente

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LA !USTIFICACION DEL ESTADO 29

al problema del valor del Estado, y por tal razón nos concretaremos al
estudio de ellas solas.
Para mayor claridad y orden en la exposición, haremos primero una
caracterización de las mismas ; expondremos después, brevemente, los
rasgos más salientes de su evolución histórica ; y, por último, intentaremos
hacer una apreciación crítica. Trataremos con algún detenimiento las teo-
rías teológico-religiosas y el grupo de las jur ídicas, por estimar que son
las más importantes. De las demás haremos tan sólo una indicación sus-
tancial.

!l. POSICIONES TIPICAS EN TORNO DEL PROBLEMA


DE LA JUSTIFICACION DEL ESTADO

l. La teoría teológico-religiosa.
Esta teoría, partiendo del principio de la existencia de un Dios creador
y providente, sostiene que todas las cosas han sido creadas por Dios y
en El encuentran su primer principio y su último fin, y que, como el Es-
tado, con su poder coactivo, es una realidad creada, tiene también su
origen en la divinidad y se justifica en la medida en que acata sus man-
damientos. Como se ve, esta teoría parte de un supuesto ontológico funda-
mental, como es el de la existencia de Dios y su acción providente en
las cosas humanas, que es demostrable con las solas luces de la razón
natural. Sin embargo, si con esto se contentara, sería una teoría filosófica
como cualquiera otra, basada en datos propios de la Teodicea, y no es
así. Por su nombre mismo -"teológico-religiosa"- nos está indicando
que, aun cuando se cimenta en el subsuelo filosófico, parte, al hacer sus
aseveraciones, del hecho histórico, positivo y concreto, de la revelación,
y que toma muy en cuenta las relaciones del hombre con Dios en que
consiste la religión (de "re-ligio'', "re-ligare": ligar y volver a ligar).
Pero es justo aclarar que no todas las religiones positivas han intervenido
de igual modo en la elaboración de esta teoría. Es el cristianismo, con sus
dogmas y su moral, sus textos escritos y su tradición, el que de una mane-
ra decisiva ha contribuído a darle un perfil especial en los pueblos de
occidente, que son los que han elaborado ese tipo característico de cultura
al que estamos existencialmente adscriptos. Por tal razón será la refe-
rencia al cristianismo la que hagamos casi exclusivamente en el curso de
nuestro estudio.
La justificación teológico-religiosa del Estado parte, pues, de bases
ontológicas, pero encuentra su culminación en. datos proporcionados por

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una determinada religión positiva. Responde a los dos más íntimos anhe-
los del espíritu humano : el afán de conocimiento y la tendencia a la unión
con Dios, el motus rationalis creaturae ad Deum, que diría el filósofo
medieval. Queda incluida, además, en una concepción total del mundo y
de la vida, que implica la existencia de un orden divino regido por leyes
que tienen vigencia tanto en el dominio de la naturaleza como en el de
los actos humanos, lo que da por resultado que el poder político, merced
al principio de causalidad, tenga su origen primario en Dios, y en aten-
ción al ordenamiento divino que rige al universo, esté sometido a las
leyes eternas promulgadas por el mismo Dios. Supone, en suma, tal tipo
de justificación, una explicación trascendente del Estado y de la vida
misma, independientemente de las contingencias históricas, aunque a veces
haya aspirado a legitimar situaciones concretas que se han presentado
en el curso de la evolución humana. Las formas que ha adoptado son muy
diversas y van desde la que pretende justificar una organización teocrá-
tica del Estado, en que los sacerdotes ejercen el poder político, hasta la
que simplemente considera que el Estado tiene su origen primero en Dios
y no puede sustraerse al orden moral, que es reflejo de la voluntad divi-
na, pero en la determinación de sus formas y en la organización de su
gobierno interviene decisivamente el derecho humano. Veremos esto con
más detenimiento al examinar, en los siguientes párrafos, el desarrollo
de la teoría en el transcurso del tiempo.
Puede decirse, sin temor a incurrir en exageraciones, que no ha habi-
do pueblo alguno en el mundo que haya carecido de ideas y prácticas re-
ligiosas, por primitivas que éstas y aquéllas hayan sido. Este es un dato
histórico y sociológico incontrovertible, que emana de la simple observación
objetiva de los hechos, y es ajeno a todo juicio de valor que se haga acerca
de esos fenómenos religiosos. No es de extrañar, por tanto, que desde la
más remota antigüedad el espíritu humano, acuciado por la preocupación
religiosa, haya tratado de encontrar un fundamento trascendente a esa
gran realidad, que se imponía coactivamente sobre las voluntades indivi-
duales, forzándolas a adoptar una determinada conducta, que era el poder
político. En Grecia y Roma encontramos así, al lado del hecho real de la
coincidencia de la comunidad política y la religiosa, atisbos muy impor-
tantes de justificación divina del Estado -como la frase de Demóstenes,
recogida en el Digesto, conforme a la cual "hay que prestar obediencia
a la ley por ser obra y don de Dios"-y sobre todo de la idea de la exis-
tencia de un derecho natural superior al positivo, a la luz del cual podía
enjuiciarse tanto la conducta de los gobernantes como de los súbditos que

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se rebelaban contra los mandatos que estimaban injustos.

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LA JUSTIFICACION DEL EST ADO 31

Con el advenimiento del Cristianismo, la teoría teológico-religiosa


recibió un fuerte y decidido impulso y tomó una orientación que muy poco
había <le alterarse en el transcurso de los siglos. Justo es consignar, sin
embargo, que muchas de las ideas cristianas acerca del origen divino de
la autoridad, se encontraban ya en germen en el pueblo de Israel, que
conforme a sus tradiciones había sido escogido por Dios para que de entre
sus hijos naciera el Mesías prometido, que en vida se llamó Jesús, que
quiere decir "Salvador". El Cristianismo, según palabras de su propio
Fundador, no vino a destruir la ley sino a darle cumplimiento, y la reve-
lación cristiana no vino a ser sino la continuación y el perfeccionamiento
de la revelación mosaica. Por eso hay que buscar el antecedente <le mu-
chos textos cristianos en los textos bíblicos del Antiguo Testamento, y es
interesante para nuestro propósito citar los siguientes, que más tarde se-
rían plenamente confirmados y aclarados por los escritores que produ je-
ron ya sus obras bajo el signo del Cristianismo : "Por mí reinan los reyes ;
y decretan los legisladores leyes justas. Por mí los príncipes mandan, y
los jueces administran justicia" ( Prov., VIII, 15-16) . "Dad oídos a mis
palabras, vosotros que tenéis el gobierno de los pueblos, y os gloriáis del
vasallaje de muchas naciones. Porque la potestad os la ha dado el Señor ;
del Altísimo tenéis esa fuerza, el cual examinará vuestras obras, y escu-
driñará hasta los pensamientos" ( Sab., VI, 3-4). "A todas las naciones
stñaló ( Dios) quien las gobernase" ( Eclesiástica, XVII, 14).
Reiterando estas ideas, el cristianismo, desde sus primeros momentos,
insistió con toda energía en la procedencia divina de la autoridad política,
y así, por labios de Jesucristo, en los momentos solemnes en que se en-
contraban frente a frente las dos potestades -la divina, del Hijo de Dios,
y la humana, del prefecto romano, símbolo del más alto poder en la tie-
rra- expresó categóricamente : "No tendrías poder alguno sobre mí, si
no te fuera dado de arriba" (Juan, XIX, 11). Esta misma idea es la que
anima el texto clásico de San Pablo, apóstol de las gentes, que en el siglo
primero de la era cristiana, difunde, con el ardor del neoconverso, la doc-
trina de su Maestro : "Toda persona esté sujeta a las potestades superio-
res : PORQUE NO HAY POTESTAD QUE NO PROVENGA DE DIOS ; y Dios es el
que ha establecido las que hay en el mundo. Por lo cual quien desobedece
a las potestades, a la ordenación o voluntad de Dios desobedece. De con-
siguiente los que tal hacen, ellos mismos se acarrean la condenación . . .
PORQUE EL PRINCIPE ES UN MINISTRO DE DIOS puesto para tu bien . .. " ( Ep.
a los Romanos, XIII, 1, 2 y 4).
No cabe duda, pues, que desde los más primitivos textos cristianos
se encuentra expresada con toda claridad la tesis del origen divino de la

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32 HECTOR GONZALEZ URIBE

autoridad, de donde habría de derivar la no menos importante del recono-


cimiento tácito de la sustantividad del poder político y de la esencial
función que desempeña en la vida de la humanidad. Y esta radical postu-
ra cristiana, que no era, evidentemente, fruto de las circunstancias, fué
sostenida y defendida brillantemente por los Doctores de la Iglesia, aun
después de que cambiaron las condiciones y el cristianismo --cruelmente
perseguido por los emperadores romanos durante los tres primeros siglos
de su establecimiento..- fué reconocido en forma oficial por Constantino
en el Edicto de Milán, promulgado en el siglo IV (año 313). Singular-
mente en las obras de tres grandes doctores -San Gregorio Magno, San
Juan Crisóstomo y San Agustín-, encontramos referencias inequívocas a
la doctrina del origen divino del poder estatal : "Confesamos que la po-
testad les viene del cielo a los emperadores y reyes" (S. Greg., Epist., x1,
51) . "Que haya principados, y que unos manden y otros sean súbditos,
no sucede al acaso y temerariamente . . . sino por divina sabiduría" (S. J.
Cris., Hom. 22 in Ep. ad Rom.) "Aprendamos lo que dijo -se ref iere
a Jesucristo- que es lo mismo que enseñó por el apóstol, a saber, que
no hay potestad sino de Dios" (S. Agustín., Tract. 116 in Jo., 5). "No
atribuyamos sino a Dios verdadero la potestad de dar el reino y el impe-
no" (S. August, De Civ., Dei, 1, 5, c. 21) .
Entre las obras de los escritores de esta época de transición, en que
de la oposición violenta entre la iglesia y el Estado pagano se pasa a una
situación conciliatoria, ningunas son tan interesantes para la mejor com-
prensión del pensamiento político, y en particular de las teorías teológico-
religiosas de justificación del Estado, como las de San Agustín, quien se
encuentra situado en la encrucijada de dos mundos : el antiguo, que mue-
re, y el cristiano, que nace a la vida pública con gran vigor, después de
múltiples persecuciones e intentos de destrucción. San Agustín (354-
430) , Obispo de Hipona, escribió un libro fundamental --que sus bió-
grafos colocan entre sus obras dogmático-apologéticas- intitulado De
Civitate Dei, empleando para ello trece años (del 413 al 426). En él
critica al paganismo y defiende a la religión cristiana del ataque que se
le hacía de haber atraído sobre Roma la calamidad del saqueo por los
godos, realizado en el año 410 ; por eso se le califica de obra apologética.
Expone, además, sus teorías políticas, haciendo especial hincapié en la
oposición entre la ciudad de Dios --que no es sólo el cielo, mansión de
los elegidos, sino también su reflejo en el mundo, que es la iglesia, socie-
dad de los verdaderos creyentes- y la ciudad de la tierra, que es la
agrupación política. Concede, desde luego, la primacía a la primera, pero
no desconoce lo derechos ni la función propia de la segunda, como mu-

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LA JUSTIFICACION DEL ESTADO 33

chos creen falsamente. San Agustín, fuertemente influenciado por Platón


-a quien seguramente estudió durante su formación científica y filosófica,
a través de las obras de Plotino, Porfirio y otros neoplatónicos- concibe
al Estado como una ciudad, a la manera griega. Cree que existe en los
hombres un impulso natural de sociabilidad, pero no cree que la autori-
dad sea un producto de la naturaleza, sino una consecuencia del pecado
de origen, por virtud del cual quedaron sometidos unos hombres a la auto-
ridad de otros, cosa que no sucedía en el estado de inocencia, en que todos
los hombres eran iguales y libres. Y así expresa, en el lib. XIX, c. xv de
su mencionada obra, que "Dios no quiso que fuese señor el hombre del
hombre". Señala, empero, el origen divino de la autoridad, a diferencia
de los Donatistas, "para quienes el Estado constituye -como dice Get-
tell- una institución diabólica, defendiendo la exención de las obligacio-
nes civiles". Por otra parte, el Obispo de Hipona estima que el gobernan-
te representa a Dios en la tierra y debe contar, por tanto, con la obediencia
de los súbditos, y que el Estado tiene una misión que cumplir y en la
medida en que la cumple, se justifica, y se inserta nuevamente en el orden
de los fines divinos: "El Estado es obra de Dios, al dar a los hombres la
paz temporal y todo lo que a ésta es necesario" ( De Civ. Dei, lib. xrx) .
Las doctrinas agustinianas acerca del poder político tuvieron una
gran influencia no sólo en su época, sino también en siglos posteriores,
sirviendo en muchas ocasiones como arma de combate en la lucha ideoló-
gica sostenida entre la potestad eclesiástica y la temporal y de inspiración
para formaciones políticas medievales. En la Edad Media la iglesia ca-
tólica gozó de una autoridad inmensa, mientras las agrupaciones políticas,
verdaderamente incipientes y embrionarias, iban creciendo y desarrollán-
dose a su lado. Mas cuando se sintieron suficientemente fuertes, se en-
frentaron a· la iglesia sosteniendo, entre otras cosas, la sustantividad del
poder político y su independencia del religioso en cuestiones temporales,
dando lugar, con ello, a una serie de querellas, tanto materiales como de
ideas, que se prolongaron varios siglos, y en las que se puso nuevamente
a discusión el problema del origen divino de la autoridad civil. En esas
querellas, tomaron parte muy importante pensadores destacados, tanto
de uno como de otro bando, pero las cuestiones debatidas no llegaron a
elucidarse suficientemente, porque la discusión se mantuvo siempre en
un terreno de mera interpretación de hechos históricos y textos bíblicos,
sin que los contendientes se preocuparan por aclarar los supuestos teó-
ricos de que partían, ni fijar un criterio objetivo de discriminación . Cabe
citar en esta época -fuertemente influenciada por la dualidad de princi-
pios, característica en el pensamiento medieval- teorías que como la de

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34 HECTOR GONZALEZ URIBE

las dos espadas, nacida de una interpretación mística de un pasaje del


Evangelio de San Lucas (Cap. xxn, v. 38), en que los apóstoles presen-
tan a Jesús dos armas de esa naturaleza, ante su requerimiento de que
vendan su túnica, si es necesario, y compren una, simbolizan las dos po-
testades en conflicto y se prestan a las más disímiles interpretaciones,
según que sean los partidarios del Papa o del emperador los que las
hagan, tipificando así las disputas políticas en un tiempo en que nada o
casi nada avanzaron las teorías relativas a la justificación teológico-re-
ligiosa del Estado.
Hubo, empero, varios hechos, todavía dentro de la Edad Media,
que hicieron cambiar de rumbo a las especulaciones políticas y suminis-
traron a la discusión de los puntos fundamentales, bases más racionales
y jurídicas. Entre ellos pueden señalarse, en esencia, la renovación de
los estudios del Derecho Romano en el siglo xu ; la divulgación de las
obras originales de Aristóteles, hacia principios del siglo xm ; y las reno-
vadas luchas de los poderes políticos, no sólo contra la iglesia, sino tam-
bién contra el imperio, en el exterior, y los señores feudales y corpora-
ciones, en el interior, que les disputaban la supremacía. Esta nueva época,
a diferencia de la anterior, es fecunda para el estudio de l_os problemas
del origen y justificación del poder público, al igual que el de la soberanía,
y en ella se empiezan a delinear, con toda claridad, diversas corrientes
de pensamiento que separan las cuestiones del poder, en sí mismo, y del
sujeto o titular del propio poder, y atribuyen, generalmente, al primero,
un origen trascendente, divino, en tanto que en la determinación del se-
gundo, dan cabida a la intervención de la voluntad humana. Es notable
también el papel que señalan a la naturaleza humana como fuente en
donde se origina la autoridad política. ,
De entre todos los escritores de este tiempo -teólogos en su mayor
parte- e1 más destacado es, sin duda alguna, Santo Tomás de Aquino
(1227-1274), y por tal motivo nos detendremos, brevemente, a explicar
su doctrina política, contenida, casi toda, en sus obras "De Regimine
Principum" -que investigaciones recientes han concluído que debe lla-
marse "De Regno"-, "Comentarios a la política de Aristóteles", y la
"Summa Theologica", síntesis monumental de los conocimientos filosó-
ficos y teológicos de la época.
Santo Tomás -"Doctor Angélico"- pretendió conciliar, en sus
obras, formando una síntesis orgánica e indisoluble, la revelación cristia-
na con la filosofía del paganismo, con la mira de conseguir aquella unidad
de pensamiento que fué el más vivo anhelo del hombre medieval. Siguiendo
fielmente a Aristóteles, a quien probablemente conoció y comentó mejor

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