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De ahí en adelante no tuvo otro nombre que ése ni otra ocupación que la de
trabajar en la casa sin descanso. Nunca más pudo andar a caballo, tocar el piano,
juntar margaritas, mirar la tele.
Una tarde llegó a la estancia una invitación para un baile. Según parece, la había
mandado con el veterinario el Príncipe de La Blanqueada, que andaba buscando
novia y quería elegirla entre las chicas de las estancias .Sus padres, los reyes,
conocían a todos los vecinos de la zona y mandaron tarjetas para cada una de las
muchachas casaderas. La madrastra no sólo escondió la que venía a nombre de
Cenicienta en la troja del maíz, sino que inmediatamente le ordenó a ella que les
cosiera los vestidos para la fiesta.
Se hizo traer las mejores telas de Buenos Aires, además de plumas, flecos,
lentejuelas y tres abanicos grandes como la cola de un pavo. También una
damajuana del perfume más caro, una revista de peinados, dos de modas y tres
sobre dietas para adelgazar.(Tanto asado las había puesto como elefantas a ella y
a sus hijas).
A la tardecita salieron para La Blanqueada, a la estancia del príncipe. Iban las tres
tan arregladas, que parecían tres paquetes de regalos, llenas de brillos y moños.
Cuando llegaron a la tranquera no lo podían creer. Toda la entrada tenía
guirnaldas con luces de colores colgadas de los eucaliptos.
Había al fondo, junto a la casa, una carpa enorme. A un costado los asadores
repletos de carne y unas mocitas muy simpáticas que convidaban con choripanes.
Sobre un palco estaba la orquesta, todos los músicos usaban pantalón negro con
camisa dorada y zapatos blancos, el colmo del refinamiento. Tocaban con
entusiasmo valses vieneses y chamamés mientras un montón de parejas le daban
al baile, levantando polvareda con las alpargatas.
La madrastra de Cenicienta y sus hijas se acomodaron en un banco de madera, a
esperar que el príncipe de La Blanqueada apareciera y eligiera novia…