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INTRODUCCIÓN
SIGNIFICADO DE LA FAMILIA
Funciones
La diversidad de tipologías familiares con que nos encontramos en el mapa de la
familia occidental actual también hace difícil concretar sus funciones. Tal y como
apunta Vila (1998), la familia en Europa, tradicionalmente la familia extensa,
cumplía funciones tan diversas como la reproducción de la especie, el cuidado de
todos sus integrantes (niños, ancianos...) o la producción y consumo de bienes y
servicios con un claro papel económico. Hoy en día, sin embargo, las sociedades
industriales avanzadas son sociedades de servicios en las que algunas de las
funciones que cumplía la familia extensa como, por ejemplo, el cuidado de los
ancianos y enfermos, han sido asumidas por el Estado o la iniciativa privada a
través de instituciones especializadas (Del Campo, 2004). También la función de
educación formal y religiosa se ha delegado a instituciones fuera de la familia
como los colegios e institutos, y hasta la función reproductiva ha perdido
importancia, puesto que los matrimonios cada vez tienen menos hijos, algunos se
tienen fuera del matrimonio e incluso ciertas formas familiares no tienen
intención de reproducirse. Sin embargo, es indudable que la familia conserva hoy
funciones sumamente relevantes para el bienestar de la persona, algunas de las
cuales ya fueron señaladas por Nye en la década de los 70 y que recogemos en la
Tabla 7.
Tabla 1
Función de cuidado de los hijos y promoción de su salud tanto física como psicológica.
Función terapéutica de asistencia y afecto cuando algún miembro de la familia tiene algún
problema.
Más recientemente, Montoro (2004) afirma que la familia sigue siendo la única
institución que cumple simultáneamente varias funciones claves para la vida de
la persona y también para la vida en sociedad. Se trata de funciones ‘sociales’
pero que ninguna institución social, aparte de la familia, es capaz de aglutinar y
hacer funcionar simultáneamente. La familia es, por tanto, una institución que
economiza muchos medios y recursos, y que ordena y regula:
(1) la conducta sexual, a través de una serie de normas y reglas de
comportamiento, como la ‘prohibición’ del incesto o del adulterio.
(2) la reproducción de la especie con eficacia y funcionalidad.
(3) los comportamientos económicos básicos y más elementales, desde la
alimentación hasta la producción y el consumo.
(4) la educación de los hijos, sobre todo en las edades más tempranas y difíciles.
(5) los afectos y los sentimientos, a través de la expresión íntima y
auténtica de los mismos.
Esta última función de socialización es sin lugar a dudas una de las funciones
más ampliamente reconocidas de la familia. La socialización suele definirse
como el proceso mediante el cual las personas adquirimos los valores, creencias,
normas y formas de conducta apropiados en la sociedad a la que pertenecemos
(Musitu y Cava, 2001). A través de ella las personas aprendemos los códigos de
conducta de una sociedad determinada, nos adaptamos a ellos y los cumplimos
para el buen funcionamiento social (Paterna, Martínez y Vera, 2003). La meta
final de este proceso es, por tanto, que la persona asuma como principios-guía de
su conducta personal los objetivos socialmente valorados, es decir, que llegue a
adoptar como propio un sistema de valores internamente coherente que se
convierta en un ‘filtro’ para evaluar la aceptabilidad o incorrección de su
comportamiento (Molpeceres, Musitu y Lila, 1994).
Por otra parte, es probable que algunos de estos padres poco implicados utilicen
técnicas coercitivas con sus hijos cuando estos se comportan de modo incorrecto.
De hecho, la segunda dimensión considerada, coerción/imposición, es
independiente del grado de implicación de los padres. Esto es, un padre puede
mostrar implicación y aceptación hacia su hijo y, al mismo tiempo, ser coercitivo
o no con él. De este modo, los padres con altos niveles de coerción/imposición,
cuando el hijo no se comporta como ellos desean e independientemente de que
razonen o no con él, tratan de coaccionarle para que no vuelva a realizar esa
conducta. La coacción puede ser física, verbal o puede consistir en privarle de
alguna cosa de la que normalmente disponga. A partir de estas dos dimensiones,
implicación/aceptación y coerción/imposición, Musitu y García (2004)
desarrollan el siguiente modelo bidimensional que da lugar a cuatro estilos
parentales.
Figura 1
Como ya hemos visto, la familia constituye el primer marco educativo del niño y
por ello los padres van a crear un clima favorable o desfavorable hacia el
aprendizaje que constituye para los hijos un marco interpretativo de la educación
en la escuela. Es decir, más allá de la educación formal, la educación informal
desempeña un papel relevante en el proceso de formación de la persona y, en este
sentido, los valores transmitidos en la familia condicionan el aprendizaje escolar,
en la medida en que suponen una continuidad o una discontinuidad entre la
cultura familiar y la escolar (Oliva y Palacios, 1998; Vilas-Boas, 2001). La
familia comparte la responsabilidad de la educación con la institución escolar,
por lo que ambos contextos -familia y escuela- están relacionados y se
complementan (Aparicio, 2004). Conjuntamente con las prácticas familiares, la
participación activa de los padres en el centro escolar constituye un mecanismo
de influencia positiva en las actitudes de los hijos hacia la educación formal, en
su satisfacción con la escuela, y en las relaciones con sus profesores y
compañeros (Martínez, 1996).
Tabla 2
FAMILIA ESCUELA
Relaciones interpersonales
Valores específicos
Actitudes
Motivaciones
Objetivos, metas
Lengua escrita
Otras lenguas
Resolución de problemas
cognitivo
Toma de decisiones
Conocimientos prácticos
Conocimientos teóricos
escuela-familia
positivas de paternidad.
VIOLENCIA ESCOLAR
Cuando hablamos de violencia escolar nos referimos al acoso constante al
que muchos estudiantes adolescentes se ven sometidos a manos de sus
compañeros. Los ataques pueden ser directos o indirectos y, también, muy
sutiles. La victimización directa incluye los ataques físicos y verbales, así como
actos violentos contra las propiedades de la víctima. La victimización indirecta
toma a menudo la forma de aislamiento de un estudiante particular en el sentido
de que puede ser ignorado deliberadamente en clase y excluido de las actividades
escolares y de ocio en grupo. Un rasgo característico de la víctima es que no
puede defenderse ni escapar de su situación de acoso, puesto que normalmente
carece del apoyo de un grupo de amigos. Además, los profesores se encuentran
desprevenidos ante esta problemática en creciente aumento en nuestros centros
de enseñanza, por lo que en la mayoría de ocasiones, bien por desconocimiento,
bien porque prefieren ignorar este tipo de problemas entre el alumnado,
contribuyen de alguna manera a que el acoso se perpetúe. Para poder prevenir
este tipo de comportamientos y reconocer situaciones de riesgo con el objeto de
evitar problemas de desajuste psicosocial en aquellos alumnos agresores y
víctimas, es imprescindible conocer aquellos antecedentes o factores
relacionados en el ámbito familiar y escolar que la investigación científica más
reciente ha señalado como los fundamentales.
Desde el ámbito de la etiología, los investigadores que estudian este grave patrón
de conductas en adolescentes, coinciden en resaltar la idea de que los problemas
de conducta no pueden atribuirse únicamente a factores personales (por ejemplo,
influencias genéticas o temperamentales), sino que deben considerarse como el
producto de la interacción entre la persona y su entorno, y señalan que la familia
continúa siendo en la edad adolescente el contexto social más inmediato e
importante del desarrollo, desde el cual se traducen e interpretan las experiencias
acaecidas en otros contextos como la escuela y la comunidad más amplia
(Bronfenbrenner, 1979).
En efecto, los estudios que han adoptado esta perspectiva socioecológica, han
considerado a la familia como uno de los contextos fundamentales donde se
observan una amplia variedad de factores de riesgo y protección en relación con
las conductas violentas. Es decir, como ya comentábamos al inicio de este
capítulo, la familia es un arma de doble filo que, o bien puede ayudar a los hijos
adolescentes a afrontar de modo adaptativo los numerosos cambios y demandas
característicos de esta etapa, o bien puede verse envuelta en situaciones
estresantes asociadas a estos frecuentes cambios y desde las que se desarrollan
conductas parentales inapropiadas que dificultan el ajuste psicosocial de los
hijos. De entre la amplia variedad de factores que caracterizan a las familias,
numerosos investigadores han destacado el papel fundamental de las pautas de
socialización familiar y las dinámicas comunicativas entre padres e hijos ya que
han sido factores consistentemente asociados a los problemas de conducta
violenta de los hijos (Kerr y Stattin, 2000; Loeber y cols., 2000; Musitu y cols.,
2001).
Según lo que se ha comentado con anterioridad, los padres socializan a sus hijos
con un estilo parental determinado, que se crea en cada familia a partir de las
actitudes de los padres hacia sus hijos y hacia su propio papel como padres. Los
estilos parentales de socialización y las conductas específicas en que éstos se
traducen (disciplina familiar) son tan significativas para el ajuste conductual de
los hijos que constituyen las variables más importantes para predecir el primer
delito. Por tanto, en numerosas ocasiones se han estudiado las asociaciones entre
las características de un determinado estilo parental y las consecuencias
psicológicas y conductuales observadas en los hijos. Por ejemplo, en los estudios
clásicos llevados a cabo por Baumrind (1971, 1977, 1978), se concluye que hay
ciertas características generales en los hijos que correlacionan con los tres tipos
de estilo parental que la autora propone. Así, unos progenitores autoritarios se
corresponderían con unos hijos conflictivos, irritables, descontentos y
desconfiados; los permisivos, con unos hijos impulsivos y agresivos; y los
democráticos, con unos hijos enérgicos, amistosos, con gran confianza en sí
mismos, alta autoestima y gran capacidad de autocontrol. La idea fundamental
que se desprende de estos estudios es que tanto el autoritarismo total como la
permisividad total se relacionan con características no deseables en los hijos.
Por un lado, parece que los chicos y chicas que viven en hogares autoritarios
presentan problemas de autoestima, baja competencia interpersonal, estrategias
poco adecuadas para resolver conflictos, pobres resultados académicos y escasa
interiorización de normas sociales, unos problemas que están en la base de la
implicación en conductas delictivas y violentas. Además, en estos hogares se
utiliza con frecuencia el castigo físico como medida disciplinaria, lo que se
relaciona directamente con mayores comportamientos delictivos en los hijos
(Loeber y cols., 2000). Por otro lado, los chicos y chicas que viven en hogares
negligentes son también menos competentes socialmente y tienen problemas de
autoestima, a lo que se añaden problemas de ansiedad y depresión y falta de
empatía. Estas experiencias de negligencia y maltrato (físico y/o psicológico) en
edad infantil se han asociado con posteriores comportamientos violentos y
delictivos. En este sentido, una proporción importante de delincuentes,
especialmente los más violentos, han sido objeto de negligencia y maltrato en su
infancia y adolescencia, aunque también es cierto que no todos los niños que
sufren estos problemas se convierten en delincuentes (Garrido y López, 1995)
Además, estudios más recientes han indicado que el padre y la madre pueden
tener roles diferentes: se ha observado que los problemas de comunicación con la
madre influyen negativamente en la relación de apoyo entre el padre y el hijo,
incrementándose de este modo los niveles de riesgo para el desarrollo de
conductas violentas y delictivas. También se ha observado una relación
bidireccional entre los problemas de conducta y el clima familiar negativo, de
modo que los problemas de comunicación predicen el desarrollo de conductas
delictivas y violentas en los hijos y, a su vez, estos problemas de conducta se
convierten en un estresor, ante el cual los padres reaccionan negativamente y se
empeoran los problemas de comunicación entre padres e hijos (Estévez, Musitu y
Herrero, 2005; Jimenez, Musitu y Murgui, 2005).
Estrategias para facilitar la comunicación familiar Estrategias para mejorar la resolución de conflictos familiares
Al igual que ocurría con el ámbito familiar, los diferentes estudios que han
adoptado una perspectiva socioecológica, han considerado a la escuela como un
contexto donde analizar diferentes factores de riesgo y protección en relación con
las conductas violentas. Entre los factores escolares más estudiados en la
literatura científica se encuentran la organización e ideología del centro, la
relación del adolescente con el profesor, las estrategias disciplinares del aula, el
trato desigual de los profesores en relación con el logro académico de los
alumnos, la formación de grupos en el aula en función del rendimiento escolar, la
intolerancia hacia los alumnos diferentes (por su etnia, su orientación sexual…) y
la afiliación con iguales desviados en la escuela.
Estas medidas podrían acortar la distancia que existe actualmente entre las
demandas y necesidades de los adolescentes y las condiciones escolares de
nuestros centros educativos: en este sentido, sería fundamental redefinir el papel
de la escuela, de los profesores y los alumnos, y dotar a éstos de mayor
protagonismo en el proceso de enseñanza y aprendizaje (Díaz-Aguado, 2005).
Además de la adopción de medidas que implican al centro educativo en su
conjunto, existen otros aspectos más específicos de la organización del aula que
también se han relacionado con los problemas de conducta en los alumnos. Cava
y Musitu (2000) señalan los siguientes: (1) la realización de actividades
altamente competitivas entre los estudiantes, (2) el aislamiento y rechazo social
que sufren algunos alumnos, (3) la tolerancia y naturalidad con la que se perciben
las situaciones de violencia y maltrato entre compañeros, (4) la poca importancia
que se concede al aprendizaje de habilidades interpersonales y (5) el
desconocimiento de formas pacíficas de resolución de conflictos. Como
contrapartida, dos importantes medidas que deberían aplicarse en la vida diaria
del aula para prevenir los problemas de conducta serían la transmisión de
actitudes y valores de democracia y ciudadanía por el profesorado (Jares, 2001) y
la creación de momentos de reflexión con los alumnos sobre los problemas de
comportamiento en el aula (Rué, 1997).
Figura 3
destacado que las valoraciones positivas o negativas que realiza el profesor sobre su
relación con un alumno se relacionan, por un lado, con la conducta más o menos violenta
que ese alumno tiene en el aula y, por otro lado, con el estatus de ese alumno en el aula. Por
tanto, es aquí donde el profesor desempeña un rol fundamental en el ajuste social en el aula
(Hamre y Pianta, 2001; Murray y Greenberg, 2001; Zettergren, 2003). Los alumnos
rechazados tienen una peor relación con los profesores y obtienen menos apoyo de éstos,
académicas, psicológicas, sociales y físicas del alumnado (Guil, 1997) que, indirectamente,
Jacobson, 1980), y contribuyen así, a la mayor o menor aceptación social del alumno/a. El
grado de coincidencia entre la percepción de los alumnos y la del profesor suele ser
Tabla 3
victimización
Proactiva: para controlar Finalidad de la agresión Reactiva: a partir de
frustración
grupo de iguales
predominante