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CURSO:
Arte y Arquitectura Republicano
PROFESOR:
Iván La Riva Vegazzo.
ALUMNOS:
Galarreta Obando, Leydi.
Pretel Medina, Yair
Quintana Chota, Diana.
Reyes Hernandez, Liz.
TEMA:
La Representación del País.
CICLO:
IV
AÑO:
2017
UNIVERSIDAD NACIONAL DE TRUJILLO
FACULTAD DE CIENCIAS SOCIALES
ESCUELA ACADÉMICO PROFESIONAL DE TURISMO
PRESENTACIÓN
GRACIAS.
INTRODUCCIÓN
En este informe daremos a conocer todo lo que nos representa como país. Como el
Costumbrismo y el paisaje tuvo un lugar muy importante en la historia. Y como artistas
peruanos influenciaron en el dibujo y como otros autores de varios países plasmaron
en el dibujo y pintura todo lo que observaban.
La pintura colonial casi no dejó testimonios visuales de sus costumbres o del paisaje local. Su estrecha
vinculación con la Iglesia y con la devoción religiosa favoreció más bien la representación de un
mundo de figuras ideales y escenas imaginarias. Pero hacia fines del siglo XVII cuando el pensamiento
empirista de la Ilustración se difundió en la región andina, se consolidó rápidamente un creciente
interés por fijar en imágenes el entorno inmediato. El Mercurio Peruano (1791-1795) fue el principal
portavoz de las nuevas ideas y en sus páginas aparecieron recuentos de las distintas regiones del país.
A través de la escritura, de listados y de cuadros estadísticos, se dejaba un registro minucioso de la
naturaleza de la sociedad regional: de la geografía, la flora, la fauna y las costumbres de un
departamento, una provincia o una ciudad. Las expediciones botánicas promovidas en la misma época
por la Corona española también contribuyeron decisivamente a forjar esta vocación descriptiva.
Equipos de dibujantes e ilustradores realizaron en ese contexto, algunos de los primeros registros
sistemáticos de la naturaleza americana y al hacerlo otorgaron nuevo protagonismo a la visualidad.
Uno de los repertorios de imágenes más ambiciosos de esta época es sin duda la serie de acuarelas
comisionadas por el obispo Baltasar Jaime Martínez de Compañón durante su visita a la diócesis de
Trujillo entre 1780 y 1785. El conjunto abarcaba casi todos los aspectos de la región, sus monumentos
arquitectónicos, su flora y su fauna, los trajes y danzas de sus habitantes, e incluso sus vestigios
arqueológicos. Los anónimos dibujantes locales, cuya escasa formación en el dibujo se revela
claramente en la ingenuidad de mucha de las imágenes, lograron sin embargo construir un vasto
catálogo visual que casi no tiene paralelo en la tradición peruana.
El simple acto de dibujar cuidadosamente una planta, un pez, o el traje de una mujer, implicaba un
cambio dramático en la forma de pensar y de representar el mundo. Esta nueva mirada iría mirando
aquella otra, que había buscado por siglos dar forma visual aquello que no podía ser visto o registrado
directamente por el conocimiento humano. Así, en tomo a las ciencias ilustradas, se fue construyendo
un nuevo modelo de representación visual que, a partir del siglo XIX, llegaría a desplazar
gradualmente el prestigio de la pintura de tema religioso. El lenguaje simbólico y alegórico del arte
colonial cedía paso lentamente una visión secular del mundo.
El caso del pintor Francisco Javier Cortés (Quito 1775-Lims 1839) ilustra bien esta transformación.
Iniciado como dibujante al servicio de la Real Expedición al Nuevo Reino de Granada (1890-1798) y
luego de la expedición encargada de descubrir la flora de Guayaquil (1799-1807), Cortés pasó a Lima
para asumir la cátedra de dibujo botánico que se había abierto en la Escuela de San Fernando.
Vinculado a los principios pensadores peruanos de la ilustración, empezó a desarrollar hacia 1818 las
imágenes iniciales del costumbrismo peruano. Las obras atribuibles a Cortés recuerdan la precisión
técnica y el obsesivo detallismo que caracterizó a la Ilustración científica, pero a la vez anuncian, en su
repertorio de vendedores ambulantes y mujeres limeñas corregimiento de la tradición costumbrista
local.
La representación sistemática de las costumbres del país se consolida recién a fines de la década de
1830, cuando Ignacio Merino (1817- 1876) y Francisco Fierro (1807- 1879) se unen para producir una
serie de litografías de tipos y escenas de Lima. Aunque Merino era un joven aristocrático piurano,
recién llegado de realizar estudios en Europa con Raymond Quinsac Monvoisin, y Fierro, en cambio,
un joven mulato de origen humilde, ambos tuvieron un papel igualmente decisivo en la definición del
costumbrismo local. La serie litográfica que desarrollaron entonces, así como otras imágenes que
cada cual emprendería después independientemente, definen el tránsito hacia una nueva función de
los tipos locales, que dejan atrás el ámbito científico para internarse en los espacios públicos de la
ciudad.
La mayor parte de estas imágenes fueron creadas a través de la acuarela y la litografía, medios que
señalan el carácter popular del costumbrismo, un género que, significativamente, no tuvo
manifestaciones mayores en la pintura al óleo. La excepción es La jarana de Merino, un gran lienzo
que representa a un grupo de damas limeñas y personajes populares reunidos en torno a la guitarra y
el cajón. Creado en un momento en que se empezaba a profundizar la modernización de las
costumbres de la capital, el lienzo se constituye en la primera celebración visual del criollismo, que no
es más que la defensa nostálgica de un pasado colonial reconocido como propio. Se manifiesta asi el
sutil proceso que irá definiendo los contornos de una cultura criolla centrada en la capital. El lienzo de
Merino podría perfectamente ilustrar la descripción de Lima que hiciera el viajero francés Auguste
Borget, quien la describió como una “ciudad que todavía es una ciudad extraña, no semejante a
ninguna otra. Una ciudad de las fiestas, placeres, del lujo y del misterio”.
Los viajeros europeos que recorrieron la región a partir de la Independencia coincidían en exaltar el
carácter exótico de Lima. Las descripciones detalladas que inundan la literatura de viajes encontraron
entonces un paralelo en la obra de algunos artistas viajeros, quienes otorgaron a la imagen visual un
lugar privilegiado.
En el caso de Léonce Angrand, diplomático y dibujante francés que estuvo en el Perú como cónsul de
su país entre 1836 y 1838, y del pintor romántico Juan Mauricio Rugendas (Augsburgo, 1802- 1858).
Ambos dejaron un amplio registro visual de diferentes ciudades del país, pero sobre todo de Lima,
donde entablaron relación con Merino y Fierro. Las miradas de los artistas locales y sus contrapartes
extranjeras no parecen diferenciarse del todo. Ambas buscaron en el paisaje y las costumbres del país
las señas que pudieran definir una identidad local.
Merino dejaría el país para establecerse en Francia en 1850. A partir de ese momento abandona
también la temática limeña y desaparece del registro local. Fierro, en cambio, permanece como el
principal representante del costumbrismo peruano hasta su muerte en 1879. Por cerca de cinco
décadas, las acuarelas de Fierro crearon un vasto repertorio de tipos populares limeños, de
pregoneros, frailes, monjas, tapadas y vendedores ambulantes. Si bien Fierro recogió algunos de los
tipos desarrollados inicialmente por Cortés, los transformo significativamente a través de su estilo
característico, que captaba la impresión del movimiento a través de trazos fluidos y certeros. Como
las postales modernas, sus acuarelas se vendían en tiendas y librerías, donde eran adquiridas por
científicos, diplomáticos y comerciantes que pasaban por Lima o residían en la ciudad, y que
compraban estas obras como recuerdo de su estadía en el Perú. Todo ello ayuda a explicar que hoy
una buena parte de su producción se encuentra en colecciones extranjeras.
Pero las imágenes de Fierro igualmente a la “invención” de una tradición local, en el momento preciso
en que la apertura internacional y la modernización iban desplazando las antiguas costumbres, trajes
y tradiciones representadas en las acuarelas. El criollismo costumbrista permitió a las élites limeñas
diferenciarse del pasado, abrazar las modas europeas y, al mismo tiempo, preservar una cultura
criolla en textos e imágenes.
La reiteración de los tipos a través del tiempo contribuyó a forjar esta memoria colectiva. De hecho, el
repertorio de imágenes creado en la década de 1830 se mantuvo durante todo el siglo XIX sin
mayores cambios o transformaciones. La inmovilidad del género permitió fijar una imagen
estereotípica de la ciudad, crear elementos reconocibles y puntos de identificación. El comercio de
imágenes durante la segunda mitad del siglo siguió de cerca este repertorio, sin renovar o
transformar significativamente la representación de los tipos. Los fotógrafos limeños también
posaron a sus modelos en actitudes y trajes que recordaban las imágenes creadas por Fierro. Los
editores aprovecharon estas imágenes para preparar ediciones propias, basadas en sus obras, pero
redefiniendo su estilo A.A. Bonnaffé, francés radicado en Lima, editó entre 1856 y 1857 dos series
comercialmente exitosas, dibujadas por él pero siguiendo de cerca los modelos de Fierro. Los mismos
tipos, tanto a través de las acuarelas de Fierro como de las versiones reconfiguradas de las estampas
de Bonnaffé, fueron retomados por el editor Manuel Atanasio Fuentes para ilustrar la edición de su
célebre Lima en 1866, y estas, a su vez, por Carlos Prince para acompañar sus fascículos sobre la Lima
antigua, publicados en 1890.
Para fines del siglo las imágenes costumbristas eran ya documentos de un pasado perdido.
Apropiadas por tradicionistas como José Antonio Lavalle y Ricardo Palma, dos de los más importantes
coleccionistas de la obra de Fierro, o por autores como Ismael Portal y José Gálvez, sirvieron para
ilustrar la consolidación de un discurso conservador y nostálgico. Las últimas acuarelas de Fierro
empiezan a cobrar entonces una mayor expansión narrativa. En las últimas décadas del siglo, en la
obra de pintores como José Effio y Carlos Jiménez, surge también un corto auge de escenas
costumbristas en la pintura al óleo. Para entonces, el costumbrismo se había asociado casi
exclusivamente a Lima, la única ciudad que logró desarrollar una tradición sostenida de imágenes de
este tipo. Casi como reflejo de la separación creciente entre la capital y el resto del país, este
costumbrismo también terminó por definir una identidad excluyente y parcial.
“La Voluptuosa Saya, que cae en mis simétricos pliegues desde la cintura hasta el empeine de un pie
pulido y ricamente calzado, el vistoso chal de seda que asoma por delante, dejando descubierta unos
lindos brazos desnudos y adornados con pulseras más o menos preciosas, y por fin, ese estrecho
manto ajustado a la espalda y a la cabeza y prendido con la mano sobre la cara de modo que no deja
descubierto sino un ojo negro esplendido y radiante, dan a estas mujeres un misterioso, lascivo,
encantador , que fascina y deslumbra” (José Victorino Lastarria, Lima en 1850). Esta descripción de la
tapada revela la gama de lugares comunes tejidos en torno a la imagen idealizada y exótica de la
mujer limeña, convertida en el principal símbolo de la ciudad a partir del siglo XIX. El traje había sido
utilizado por mujeres de distintas ciudades, pero hacia mediados de siglo se identificaba
exclusivamente con las de la capital.
Pero para esa fecha, precisamente, este traje había empezado a desaparecer de las calles de Lima,
desplazado por las modas francesas. Empezó a ser utilizado solo en ocasiones especiales, como
procesiones y otras celebraciones públicas. El propio Lastarria reclamaba una figura como la como la
de Bolívar o San Martin, que pudiera revertir esta tendencia, y que “espada en mano, dé el grito de
alarma contra el coloniaje de la moda a la que con tanta humillación se somete a la clase elevada de
Lima”.
Es significativo que la profusión de imágenes y textos sobre la tapada limeña haya llegado a su punto
culminante en el momento preciso en que el traje iba desapareciendo de la ciudad. Las acuarelas y
estampas costumbristas compensaban así por la pérdida de las costumbres tradicionales y las señas
de una identidad local. Al intentar preservar estas tradiciones, el costumbrismo fue forjando la
imagen de la tapada limeña como símbolo de una originalidad local, en tránsito de desaparición.
La fotografía se convirtió a partir de la década de 1850, en uno de los principales medios para la
representación del paisaje. Al igual que en los Estados Unidos, la fotografía recibió un gran impulso de
los grandes proyectos de expansión industrial y económica que se desarrollaron por esos años. Pero
mientras en el norte de la geografía aparecía como un espacio abierto por designio divino de la
expansión, en la región andina se presentaba como un obstáculo que debía ser superado para salvar
el camino hacia el progreso.
El colapso del orden colonial había traído consigo el desmembramiento de las redes comerciales y
políticas que vinculaban a las principales ciudades del área andina, proceso que se agudizo con los
trastornos políticos de los primeros años republicanos y la consiguiente centralización del poder en la
capital. La imagen de los andes como un macizo infranqueable y un impedimento a la cohesión
nacional quedo plasmada en la literatura de la época como el principal freno para el desarrollo del
país.
Las clases dirigentes vieron en la construcción de modernas vías de comunicación una solución que
permitiría franquear la disgregación social del país a través del comercio interno y de sus nexos con
una economía de exportación. Por todo ello, el reconocimiento del territorio guiado principalmente
por la búsqueda de materias primas para la exportación, se relacionó de manera estrecha con el
desarrollo de la minería y del comercio, preocupaciones que animaron también los estudios de
científicos como Mariano Eduardo de Rivero o Antonio Raimondi. Esta mirada instrumental y utilitaria
hacia la geografía local determino también el surgimiento de la fotografía paisajista entre 1860 y
1880, que acompaño el esfuerzo de empresarios, exploradores, viajeros y científicos, en su intento
por definir una nueva cartografía de la región. La fotografía fue la gran aliada de las nuevas empresas
constructivas; registro el trabajo minero, el ascenso a los Andes y la apertura de nuevas vías. El motor
del crecimiento económico en esos años fue el guano. Los fotógrafos norteamericanos Villroy
Richardson y Henry de Witt Moulton realizaron hacia 1863 un registro impactante de los tajos que
sistemáticamente iban minando las enormes montañas guaneras en las islas de Chincha. Pero pocos
centraron su interés en registrar esta extracción, resultaba más interesante representar aquellas
grandes obras de infraestructura que los recursos generados por el fertilizante iban haciendo
posibles.
Ricardo Villaalba – Ferrocarril del sur, Ruinas del templo de las vírgenes
En 1875, el estudio de Eugenio Courret fue contratado para registrar el nuevo ferrocarril central, una
de las obras más ambiciosas y costosas del periodo. Las vistas de Courret muestran las dificultades del
ascenso a los Andes centrales, los obstáculos encontrados y los medios empleados para superarlos:
túneles, puentes y vías en zigzag forman así el centro de esta importante serie fotográfica. Son vistas
neutrales y desapasionadas, que centran su interés en los caminos abiertos entre las montañas por
los rieles, omiten detalles menores, y rara vez registran el paisaje natural. Por su espíritu objetivo y
directo, parecen trazar una equivalencia entre el ferrocarril como proeza tecnológica y la fotografía
como medio moderno de representación.
El registro del ferrocarril del sur, encargado por las mismas fechas a Ricardo Villaalba, fotógrafo
boliviano radicado en Arequipa, forma una contraparte significativa a las imágenes de Courret. Al
registrar esta vía, que unía al puerto de Mollendo con la altiplanicie de Puno, Villaalba propone una
visión distinta, en composiciones complejas que denotan una refinada mirada fotográfica. El fotógrafo
logra imponer un cierto dramatismo a sus escenas del ferrocarril, pero también dirige su mirada al
entorno inmediato, a los monumentos de la zona y a sus sitios arqueológicos. En sus fotografías
aparecen ocasionalmente figuras indígenas, emplazadas siempre ante el escenario de ruinas
precolombinas. En el contexto del proyecto que las hace posibles, estas imágenes revelan cómo las
poblaciones andinas se van incorporando precariamente a las ideologías de los sectores dirigentes del
país: la colonización de la sierra por la tecnología moderna pretendía integrar al indio a la nación, una
misión “civilizadora” que lo rescataría de la postergación y el estancamiento en los que
supuestamente se encontraba. De hecho, ambas líneas ferroviarias partían de la costa para ascender
a las regiones altas de los Andes. Su trayectoria parecía materializar así las aspiraciones de los grupos
indígenas por “conquistar” la sierra para incorporarla a las estructuras de Estado civilizador.
En su interés por el paisaje histórico, las vistas de Villaalba inauguran otra forma de encarar el
entorno, lo que empezará a cobrar mayor importancia en los años posteriores a la guerra con Chile.
Esta mirada se forjó inicialmente en la década de 1860, en las imágenes sobre diversas regiones del
país realizadas por fotógrafos pioneros como Emilio Garreaud y otros que han permanecido en el
anonimato, pero que han dejado también registros notables de varias ciudades andinas. Estas visitas
iniciales, de pueblos y sitios alejados, definen un periodo heroico de la fotografía, que debe superar
las dificultades técnicas del traslado de pesados equipos a través de caminos escarpados y difíciles.
Ellas también dejan traslucir los inicios de una mirada topográfica que se define en la búsqueda de
una imagen nítida, neutral y abarcadora, que perfila registros antes que contemplaciones poéticas,
que elabora cartografías antes que paisajes.
emprendió una expedición al Chanchamayo para estudiar formas de penetrar la selva a través del
comercio y de la industria. Lo acompañó en su recorrido el fotógrafo Bernardo Puente de la Vega,
quien realizó las que probablemente sean las primeras vistas de la región amazónica. Lo seguiría en
este intento Luis Alviña, otro fotógrafo establecido en el Cusco, quién acompañó a la trágica
expedición organizada en 1873 por el Prefecto La Torre hacia el oriente cusqueño. Será solo hacia
finales del siglo del siglo - cuando se abre la colonización de la selva por inmigrantes alemanes, en que
surgirá un repertorio amplio de imágenes de la región, creadas por fotógrafos como George Huebner,
Carlos Meyer y Charles Kroehle. De esta manera, la fotografía comenzó a jugar un papel cada vez más
importante dentro de lo que podríamos llamar, parafraseando a Raúl Porras, una renovada
“conciencia territorial”.
De todos los intentos por representar visualmente el país, ninguno tuvo la ambición totalizante del
proyecto iniciado por Fernando Garreaud en 1898. Los cientos de vistas que produjo como resultado
de su extenso recorrido por todo el país, sirvieron para perfilar una representación sistemática a
través de cerca de 500 vistas que compiló en el álbum titulado República peruana, y que presentó
luego con éxito en la Exposición Universal de París en 1900. Su esfuerzo, solo comparable con el Atlas
del Perú de Mariano Felipe Paz Soldán, realizado tres décadas antes, refleja el surgimiento de una
nueva mirada hacia el paisaje cultural e histórico del país, que ahora privilegia por primera vez los
monumentos arqueológicos y coloniales, las vistas de ciudades y de paisajes rurales.
Las imágenes de Garreaud sirvieron también como base para las primeras tarjetas postales ilustradas
con fotografías que, a partir de 1899, empezaron a inundar el mercado gracias al rápido progreso de
los procesos fotomecánicos de impresión. El formato postal sirvió para la reproducción masiva de
vistas de monumentos, tipos etnográficos y sitios precolombinos de todo el Perú. Se abría así una
etapa en la representación visual de país, que ahora tendría una nueva función: satisfacer las
demandas crecientes de una emergente industria turística.
Hermanos Courret, Tipos indígenas, página de álbum Recuerdos, Perú ca. 1863 – 1873, col.
Privada, Lima. Los clientes de Courret podían escoger imágenes del vasto archivo del estudio
a través de álbumes-muestrarios como este.
Luis Alviña, Jefes y una mujer huachapaeris, 1873, col. Augusta Alfageme, legado del Dr. Leonardo
Villar, Lima. Una realidad desconocida se reveló a los ojos de muchos peruanos a través de la
fotografía, que contribuyó al registro de algunas de las más tempranas expediciones de la selva.
Arce Naveda, Fiesta, óleo sobre lienzo, 1870 – 1890, Museo Nacional de la Cultura Peruana, Lima. En el norte
del país, sobre todo en Cajamarca, se desarrolló una pintura de costumbres de carácter regional, fuertemente
influida por la tradición ecuatoriana.
En 1859 el fotógrafo francés Félix Carbillet introdujo en Lima el nuevo formato fotográfico difundido
bajo el nombre de “tarjeta de visita” (6 x 9 cm), que habría de producir una verdadera revolución en
la historia de la fotografía. Desarrollado inicialmente por el estudio parisino de Disdéri, logró
constituirse, por sus dimensiones y su precio, en un verdadero objeto de consumo, y abrió un nuevo
de auge para los estudios fotográficos.
Cuando en 1861 Eugenio Maunoury funda su estudio en asociación con Eugenio Courret en Lima,
entra a competir con los norteamericanos Benjamín Franklin Pease y Villroy Richardson, con el francés
Pedro Emilio Garreaud, y con el peruano Félix Salazar. Lima se convertía así en uno de los centros más
importantes para el desarrollo de la fotografía en la región. Al poco tiempo se establecen también
estudios en ciudades como Cusco y Arequipa, donde operan con éxito fotógrafos como Miguel Alviña,
Ramón Muñiz y Ricardo Villaalba. En los, pueblos pequeños persistiría la figura del fotógrafo
itinerante. Cipriano Clavijo en el norte y Jorge Bucliu en el sur, lograron satisfacer el reducido
mercado de diversos centros provincianos.
El contrato fue el tema principal de la tarjeta visita. Pero, como objeto de colección y de intercambio,
ésta se convirtió también en medio para diseminar un universo más amplio de imágenes: caricatura,
Pero insistió una pintura de costumbres y un paisajismo paralelos, creados desde enclaves regionales,
que fueron en gran parte ignorados por los círculos oficiales, y cuya historia resulta difícil reconstruir
aun hoy. Fue una producción diversa, creada muchas veces sobre soportes poco convencionales,
como los mates burilados o la talla en piedra de Huamanga. Algunas de estas producciones fueron
creadas a pedido, por autoridades locales, pequeños comerciantes y hacendados rurales pero otras
fueron elaboradas libremente para ferias y mercados regionales. Su historia es así tan diversa y
compleja como las tradiciones artísticas de las que surgieron o las propiedades sociedades que las
crearon.
Imágenes de la vida campesina empezaron a aparecer en la pintura del sur andino y especialmente
del cuzco desde fines del periodo colonial .no se trataba de representaciones autosuficientes ,sino
más bien de escenas accesorias, aparecidas generalmente en los márgenes de pinturas de devociones
populares, como la virgen de o san isidro labrador. Este tipo de pintura devocional, originalmente
desarrollada para las clases medias del sur andino, es pronto transformada para el uso campesino en
los pueblos más apartados.es el caso de dos tradiciones estrechamente relacionadas entre sí, la
pintura sobre yeso y el cajón sanmarcos, donde se desarrolla un austero repertorio de escenas de la
vida campesina que pronto empiezan a rivalizar en protagonismo con los tradicionales santos
patronos del ciclo agrícola. Aunque en ellas se perfilan aspectos de la siembra y del pastoreo, la
representación del entorno no tiene aquí un sentido equivalente al de otras imágenes de
costumbres. Como ha señalado Francisco Stany, evaden la mera función descriptiva o devocional y
adquieren un carácter mágico-religioso, como elementos propiciatorios relacionados con los ciclos
agrícolas y ganaderos.
Algo marcadamente distinto opera en la pintura vinculada a los centros urbanos, donde se desarrollan
varias tradiciones costumbristas, todas aun pocos estudiadas .En el sur, en la zona de Tacna y el
circuito que vincula a esa ciudad con Bolivia, estuvo activo Encarnación Mirones, un artista del que se
conocen algunas grandes pinturas realizadas en un estilo que parece derivar de otras tradiciones
artísticas regionales .el carnaval de Tacna, pintado hacia 1850,revela una composición en que los
patrones visuales se imponen sobre la descripción verista ,en formas que proceden claramente de
cierto muralismo surandino, como también de también de los dibujos incisos en vasos de cuerno y en
mates.
Lo mismo parece ser cierto respecto a los murales costumbristas que decoraron casas, haciendas,
restaurantes y chicherías populares en todo el país a lo largo del siglo XIX. Por su carácter popular y
por haber sido realizados muchas veces para ocasiones específicas, pocos han sobrevivido, y con ellos
se han perdido testimonios singulares de una tradición probablemente mucho más amplia de lo que
hoy podamos suponer.
Pero la pintura no fue el medio exclusivo para el desarrollo de este costumbrismo regional. La talla en
piedra de Huamanga fue probablemente uno de los géneros que más tempranamente incorporo
escenas costumbristas a su amplio repertorio de figuras decorativas. Algunas aparecieron como
piezas accesorias para acompañar los pesebres, mientras otras sirvieron como objetos de decoración
en los interiores de las clases medias urbanas.
El impulso para la creación de este tipo de imágenes derivo de las figuras cortesanas difundidas a
través de la porcelana y de los grabados europeos. Hacia mediados del siglo XIX, personajes galantes
vestidos según la moda francesa del XVIII aparecen masivamente en las huamangas y en los dibujos
incisos sobre los vasos de cuerno y los mates de la sierra central. Estas figuras gradualmente van
cediendo paso a otras derivadas del entorno local. Los mates burilados, por ejemplo, abandonan
progresivamente las decoraciones ornamentales para pasar a representaciones narrativas, de gran
detallismo descriptivo que muestran escenas de festividades religiosas, procesiones y fiestas
comunales incorporadas a la cotidianidad a través de la función utilitaria de los mates-usados como
tazones o azucareros –estas imágenes expresan otras formas de relación con la naturaleza y otros
usos para la imagen costumbrista.
A diferencia de los tipos producidos en Lima, derivados de formas cosmopolitas ,estas imágenes
surgen de una manera más libre frente a convenciones establecidas de representación .muchas veces
muestran escenas que expresan una relación directa con las realidades concretas de la vida cotidiana.
En obras relacionadas con las capas altas de las sociedades provincianas, como la pintura y los mates,
aparecen escenas como la de un hombre golpeando a una mujer o la de un maestro reprimiendo a un
escolar. En el ámbito rural, el robo de rebaños es un tema recurrente en los sanmarcos y en la pintura
campesina.es un tipo de imagen ausente de la iconografía limeña que suele establecer una mirada
más distante frente a las escenas que describe. Este costumbrismo alternativo confirma así la
autonomía de la producción regional frente a las formas artísticas desarrolladas en la capital, pero
también nos habla de ciertos procesos comunes, como una secularización que gana terreno en todos
los sectores sociales y en todas las regiones.
Quizá sea hoy difícil reconstruir las formas en que estas imágenes se integraron a las sociedades que
las crearon, o la manera en que pudieron afectar las identidades comunales o regionales. Pero es
evidente que permanecieron en gran medida relegadas del poder central; desde las márgenes no era
posible forjar formas de representación que pudieran trascender el ámbito local para imponerse en
un escenario nacional. Fueron finalmente las imágenes producidas desde la capital las que
inevitablemente terminaron por definir una representación oficial del país. La imagen de la nación se
fue construyendo así gradual y parcialmente, desde una mirada centralizada en Lima.
Anónimo, Cuerno.