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El rechazo incondicional del mal

ACEPRENSA | 19 ENERO 1994

En un comentario a la encíclica Veritatis splendor, el filósofo alemán Robert Spaemann hace notar que las prohibiciones
morales absolutas son una defensa de la dignidad humana (L'Osservatore Romano, edición en español, 17-XII-93).

En 1952 el Tribunal federal alemán condenó a algunos médicos que, bajo el régimen nacionalsocialista, habían
participado en la selección de deficientes mentales para aplicarles la eutanasia. Los médicos habían dicho en su favor
que, a pesar de ello, habían salvado la vida de muchos enfermos, enviándolos a instituciones religiosas. Esos enfermos
hubieran muerto aunque los acusados se hubieran negado a colaborar y hubieran dejado su lugar a compañeros más
severos. El tribunal rechazó esa justificación. Refiriéndose a la moral cristiana común en Europa, dicho tribunal declaró
que impedir males peores no podía justificar el asesinato intencional de hombres inocentes. Ese asesinato siempre es
un crimen. Incluso el mejor de los fines es incapaz de justificar cualquier medio.

(...) Lo que la Iglesia recuerda en esta encíclica es que la posibilidad de que el martirio se convierta en realidad forma
parte de toda vida cristiana. Y defiende el honor y el ejemplo de los santos mártires, que no fueron consecuencialistas.
Cuando rehusaban ofrecer sacrificios a la estatua del emperador, no se preguntaban si seguir viviendo era más
importante para el futuro de la Iglesia que su integridad física. Simplemente obedecían a Dios y dejaban en sus manos
el futuro de la Iglesia. Y en Dios el futuro se encontraba en buenas manos. Era Él quien transformaba la sangre de los
mártires en semillas de un gran cristianismo. Los mártires, al actuar así, no creían llevar a cabo algo extraordinario, sino
algo ante lo que no tenían alternativa. Es mejor morir que hacer el mal. Algunas obras más recientes de teología moral
han criticado expresamente el rechazo incondicional de los mártires a hacer, en cualquier circunstancia, algo que
pudiera ser interpretado como culto al emperador. La Iglesia de Cristo, con todo, es la Iglesia de los mártires, de los
testigos, y no la Iglesia de los profesores, aunque éstos últimos deben desempeñar en ella una tarea importante al
servicio de ese testimonio.

(...) Lo que [Juan Pablo II] expresa aquí no es una enseñanza católica particular, sino algo que forma parte de la
dignidad y de la libertad del hombre en cuanto hombre. (...) La enseñanza de la Veritatis splendor podría parecer al
inicio una exigencia excesiva a quien ha llegado a determinados hábitos de pensamiento. En realidad, se trata de una
liberación de las consecuencias negativas a que se ve inevitablemente expuesto, si todo le está permitido. En efecto,
entonces, todo se le puede exigir.

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