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1

Desierto

Susana Lage
2

Por nacer en el desierto

Tengo sol en invierno


y de mi cama
se ven perfectamente las estrellas.
Tengo dos gatos tibios
y algún olvido,
el cuerpo ocioso y el escudo atento
que a veces los errores no dan tiempo.
Y tengo los recuerdos tan disciplinados
y la risa tan fácil
que soy tan feliz
como se debe.

Y a veces
(si estoy muy descuidada)
la soledad se me cuela en los papeles
y me escribe un poema por las noches.
Y a veces
(si no estoy muy apurada)
lloro muy bajito en los rincones
por no hacer ostentación,
que hay mucha envidia.

Y tengo sed congénita de viento


y un miedo colectivo.
Y sólo puedo amar sin que se note,
como el tiempo de siesta,
de puntillas,
como una piedra inmóvil del camino.
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Para calmar el dolor


(que a veces duele)
oyendo historias y cebando chismes
he aprendido a creer lo que no veo,
que los que hemos nacido en el desierto
conocemos a Dios sólo de oídas.

Vuelo final

Y entonces fijó la vista en el reloj


que decía las nueve,
y era en punto,
y le dio por mirar hacia la puerta
sentada en la cocina,
mirada fija,
a fantasear con las formas de la muerte,
que total quién va a morirse por ahora,
con este clima.

Y ya que el reloj y la puerta seguían fijos,


y las paredes se le volvían de espuma,
y los ojos se le hacían de mar
y su mirada tenía un no sé qué salado y caracolas,
y ya que nadie abría el picaporte,
y ya que las agujas se obcecaban
ángulo rectángulo y las nueve,
y el tiempo se había detenido
y hora tras hora se obstinaba en plantarse,
se resignó a la erosión de arena entre las ollas,
y al crepúsculo marino en la alacena
y a un mascarón de proa de naufragio
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rompiendo por detrás de sus cortinas.

Y ya que jamás sería otra hora que las nueve


y se embotarían para siempre los goznes de su puerta,
fue a dar a su colchón con todo y huesos
el cabello dibujando un hipocampo
que total ya nadie cree en las sirenas.
Y se durmió, la piel pringosa y asustada,
y se durmió, las algas estrellándose en las rocas,
y se durmió, una marea las sábanas de hilo,
y se durmió, en su cama infinita de besos infinitos,
y se durmió, las manos ajadas de trenzar corales,
y se durmió, sus pechos y su boca a la deriva,
las olas huyendo para siempre de la playa.

Y se durmió.
El cielo era de azul de la mañana,
inmenso el aire acre entre sus poros
y tibia el agua ondeándose y en calma.
Y cuando despertó,
ya era una gaviota.

Fantasmas

Tu fantasma, me decías,
es un elefante enorme
con trompa de mamut
que sólo aparece por las noches
por aquello del sistema parasimpático.

El mío, en cambio,
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es un conejo blanco con colmillos de tigre,


un malparido zarpazo de pantera
un grito repentino
y un chasquido.

En las noches, me decías,


el dolor es más dolor
la sangre es sangre
que las sombras exageran los colores.

En las mías,
la certeza me hace mutis por el foro
y un cortejo ritual de aparecidos
viene a recordarme el calendario,
las citas olvidadas
y el absurdo pendiente.

Las noches, me decías,


son para cuerpos que tiemblen al unísono
(de frío, hambre, miedo, pesadilla)
porque las sombras ensanchan las paredes
y no es bueno estar solo
en esos casos.

Pero en las noches, también,


un perfume de dulcísima conciencia
nos hiere la nariz y la garganta
y un vacío sordomudo
se abre a señas incomprensibles
a nuestros pies.
Y somos tan chiquitos
como nunca.
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He resuelto presentarles formalmente


mis fantasmas a los tuyos
y así dormir más tranquilos por las noches.

Medea

"Pero en el fondo Medea,


ella, la conocedora de los venenos"
Heiner Müller

Tengo el cuerpo de vidrio líquido


para soplarlo a tu antojo,
pero
¿podrás soportar mis náuseas nocturnas
y cierto estupor que tengo en las mañanas?
¿Recibirás mis telegramas y jugarás mis juegos
como quien se regodea en el vacío?

Y es que nada me pertenece.


Porque conozco sólo de pócimas
y de cocidos que resuman azufre
y de nubes de óxido amarillo
y de jugos de raíces
y de mandrágoras.

Y es que nada puedo darte


mientras tu cuerpo de raíces y jugos
delimita la luz y la sombra
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y establece el peso de las cosas


y decide la densidad del aire
y compara los silencios.

Muertos

Más allá de mí,


de mis contornos,
están mis muertos mirándome de frente.
Mi infancia de poemas y lombrices,
un amor de tus ojos,
mi abuelo casi pájaro
y mi perro.

Más allá de mí
están todos los fantasmas carceleros
que no me dejan volar,
y me aprisionan
en el furor de la impotencia.

Más allá, tan allá de mis contornos,


borrándose, inseguros,
ellos me tienden una mano fatal.
Volver al aire tibio y luminoso
de ser germen feliz
dentro del cuenco
de mi infancia
de tus ojos
de mi abuelo
de mi perro.
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Pelícano

Desde un peñasco solitario


un pelícano duerme
y la espuma del mar le lame las plumas.
No espera nada.
Apenas sueña su desayuno de almejas.

Pero no sabe que es dueño de mi sueño


y no me sospecha
en su eterna soledad de mareas.

Desde la orilla opuesta yo lo miro


y mi mirada se le pierde,
absorto en su tiempo circular
ritmado por el paso de las olas.

Desde algún punto del horizonte,


como un espejo que ignora lo que hace,
ha fundido su tiempo
con el mío.

Aquí abajo

Nunca pude haber sido una astronauta


por problemas congénitos de vértigo,
ni siquiera una alpinista de domingo,
que mis piernas no se adhieren casi a nada.
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Perdí también el puesto


de redentor del mundo
por no haber comprendido el catecismo,
y es que no puedo salvar ni la apariencia.

Y no supe ser buena trapecista


(el miedo me ata al mástil y a las redes)
ni entender de asuntos elevados
ni treparme a la alacena de los dulces.

Por eso estoy, en fin,


a ras del suelo
para entenderme con los gatos en las tardes
y dormir tranquila en las banquinas.
Que sólo nos queda el soliloquio
y las siestas de sol
por aquí abajo.

Cuando no existía la muerte

Ustedes eran hippies


y yo desconocía
la distancia sutil
del brasero aromoso y las estrellas
mientras por la ventana se asomaba mi perro
refundido en figuras de arcilla.

Ustedes hacían el amor en sillas de paja


y procreaban garabatos al óleo,
y yo me preguntaba
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si Marx era la causa de mis miedos nocturnos,


que no haber leído más que Losétodos
era más que suficiente
para entender el mundo.

Cuando no existía la muerte


soplaba en cambio el viento
de tormenta
y yo me sumergía entre las sábanas
rezando avemarías de prestado.
Qué color habrán tenido
tus ojos por entonces,
los de ustedes eran negros y felices.

Cuando odiaban, matándose de risa,


ustedes olían a mandarina
y a almuerzo de migas en aceite.
Era el tiempo de escuadrones de hormigas
y de inmensas libélulas guerreras
y del fuego sepulcral de un nibelungo.
Mi abuela cebaba
las canas brillantes de mi abuelo
y qué mano arrugada
te habrá mecido el sueño por entonces;
la de ustedes era un pez gelatinoso.

Cuando hablaban de la luna,


de Perón y de las cábalas
eran burdos chamanes propiciando la lluvia.
Ni ustedes ni yo comprenderíamos
el secreto hermanazgo
del potaje de Pascuas
con el tiempo.
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Cuando no existía la muerte


cómo habrá sabido tu saliva.
La mía derretía caramelos.

La casa

Mi casa que me espera en hoja en blanco,


virgen de historia,
de sopas y frazadas
todavía no sospecha qué es la muerte.

Mi casa que me espera en esqueleto


no ha soñado aún qué son las despedidas
y le falta una luna
enredada en las ventanas,
una hilera de abejas
y tus piernas arqueándome en las sombras
la cintura.

La casa que me diste


de la que aún no he vuelto,
inocente de fantasmas
y de almuerzos,
no sospecha los goznes amarillos
ni los años de cal en las paredes
ni el rumor de almidones y de moscas
cuando el sol le engruese el vientre
y los pasos la construyan.
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Ignora totalmente los inviernos


y las voces que roen los ladrillos,
el crujir de la madera
y las hormigas
bordando nuestra siesta en los cimientos.

Mi casa que me espera,


de la que aún no parto,
esperando que la preñen los relojes
no sabrá si alguien,
vos o yo,
un día de estos,
encenderá el fuego y se armará de arrugas
para fijar la mirada hacia la puerta
a ver si queda algún recuerdo en los dinteles.

Lo que queda

Quedan los jazmines de noviembre


y un trasiego de angustia en las ventanas,
queda el trajinar del embalaje
y un triste rumor de cerraduras.
Quedan los rituales vacíos
y los rituales llenos,
el rastro de los cuerpos
y todas sus sabidas implicancias,
las muecas del desamor
y los gestos fijos,
esos que los fantasmas multiplican.
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Quedan las buenas maneras


y los cuidados silencios,
los educados márgenes
y los modestos límites
donde van a morir todas las mareas.
Quedan los oficios del olvido
y el difícil arte del hacer memoria,
quedan los espejos asustados
y las paredes atónitas,
decidiendo entre el recuerdo y las arañas.

Pero quedan, también, las amapolas


y todas las mandarinas del otoño,
el viento fresco venciendo los postigos
y el obstinado rodar de las estrellas;
quedan presagios de días y de noches
en la certeza de los calendarios,
el indicio del invierno en las estufas
y un perfume de roble por la casa.
Y quedan, también, la piel, el aire,
las manos, las miradas, las esperas
como dos ojos fijos al final del camino,
como una palabra aguardando la boca
como badajos en péndulo
a punto de estallar en las campanas.
Y queda el corazón,
que es una abeja.
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Para viajar

Para tomar el ómnibus en una esquina


hay que dejar que nos crezcan las espuelas,
la coraza de piel de cocodrilo
y una espada de hierro y mucho óxido.

Entonces sí, montar en las butacas


domando el pasamanos con las riendas
y apearse en una esquina,
renovados.

Y así todos los días,


cada mes,
volar en los corceles de las ruedas
con la cabeza tras la ventanilla
y los ojos atentos al semáforo.
Que a veces aparecen los molinos
(los gigantes de aspas remolinos)
y hay que frenar de golpe
y acecharlos.

Para tomar el tren,


la misma cosa,
excepto por el ruido del silbato
cuando leva las anclas y navega
por las vías pringosas de sal fina.

Y hay que aferrarse bien a los vagones


sobre todo cuando sube la marea,
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que a veces aparece Moby Dick


revolcándose feroz en los andenes
y hay que saltar a la estación con los arpones
y soga resistente en los bolsillos.

Para viajar
hay que tener mucho cuidado.

Toda la historia

For I am every dead thing”


John Donne

Si querés escuchar
toda la historia,
vas a tener que aprender de otros lenguajes:
por ejemplo, el lenguaje de la espina,
el de los gatos que recortan la luna en la azotea
y el de los lobos,
aullido por aullido.

Entonces engolaré la voz para contarte


las magníficas hazañas de la muerte
y todas las peripecias del vacío.
Entonces sabrás
del verdadero sonido de las caracolas
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y de los estertores
de los árboles viejos;
sabrás del último aliento de los jazmines
y de la agonía de las mariposas;
oirás sobre el crujir de la madera
después de cien naufragios de algas y parásitos
y por fin conocerás
la última mirada
de los pájaros que se van para siempre.

Y así comprenderás
por qué a veces la gente está tan triste.

Cita

Si mal no recuerdo
el viernes por la tarde me dijiste
vamos a una cita que me calzo
unos lentes oscuros para amarte
en una intersección de gatos y de perros
de conejos y de peces
de azucenas y de lirios
de puertas y de goznes aceitados.

Así que no asistí,


y te dejé una nota aclaratoria
de mi poca memoria y mis largos olvidos
y mi falta absoluta de un sombrero blanco
y mi manía de perderme en las esquinas.

Pero insististe entonces


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emplazándome
a cercarte las sienes y calmar tus pesadillas,
a coser tu costado y secarte la frente,
a mecer tu cuna y alimentar tus manos,
a tentar tu pulso y pulsar tu sangre.

Así que nunca fui,


y guardé muy bien entre mis cosas
esos emplastos mágicos de abuela,
un par de secretos para abrillantar los ojos
y la receta para secar las lágrimas.
Y oculté la técnica para perfumar las manos
las mil esencias de la luna
y los conjuros de la piel y de los ojos.

En vista del estado de las cosas


espero, atentamente,
lo comprendas.

Farsa de espejos

Hay un lugar (en el que ya no estás)


adonde van a dar los terrores del amanecer.
Allí no hay más que unos cuantos murmullos
y a falta de sonido hay unos ojos
muriendo de tristeza.
Lo conocí tan casualmente
que se me hace difícil recordarlo
(en esa época vivía hilando lana
y bordando paños de lino
y cazando luciérnagas)

A ese lugar (donde nadie ya te nombra)


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llegué a los tumbos como quien se desliza


así, sin más, sin siquiera notarlo,
una gota bajando por la rama.
Allí no hay sino angustias del ocaso
y unas migas que no calman el hambre
así que poco entendí, si entendí algo
(por entonces yo amasaba bizcochos
y leía la luna
y coleccionaba jazmines y grillos)

En ese lugar sólo se abraza el humo


y a falta de cuerpos hay despedidas
y una farsa de espejos que devuelven recuerdos
y una trampa para pájaros.
Allí (de donde ya te has ido)
fui a estrellarme sin tenerlo muy claro
(en esos días yo me preguntaba
por el diámetro exacto del sol
y contaba las estrellas)

Allí me senté por dos otoños


a averiguar el oficio de las víboras
y cambiarme la piel por el olvido.
Y ahora somos dos los que no estamos.

Adiós

Adiós es sólo una palabra si se la ve de cerca,


pero hay que alejarse unos centímetros
para ver cómo se parece al sol y a las estrellas.
No hay que subestimarla.
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Ni gastarla como moneda de calderilla,


ni dejarla caer por su propio peso.

Porque al decir adiós,


la órbita del planeta se corrige unos centímetros hacia abajo,
y se sabe que hay un leve giro
en las migraciones de las golondrinas.
Se han detectado
cambios en el flujo y reflujo de las mareas
porque alguien dijo adiós, peor si es lunes.

Hay que andarse con cuidado.


Un velo se descorre
mientras cerramos una puerta,
y se nos cuela una paradoja
en un pliegue del atardecer.
Yo creo que el corazón cambia su rutina,
y la sangre circula al revés,
hasta puede que los jazmines florezcan a destiempo.

Porque al decir adiós


en realidad se dice,
y más vale no olvidarse del detalle.

Y dijiste

Y dijiste
tengo cicatrices como árboles añosos
y un murmullo en la piel que me vuelve insomne.
Y te dije
que tengo más de dos mil años
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y los ojos huecos


y ni una sola paloma en los bolsillos

Y dijiste
estar muy cansado de andar para llegar hasta mi puerta
y lo dijiste pisando el umbral de mis ojos
y lo dijiste arribando a mi cabello
y lo dijiste en la frontera esa
en donde nos da miedo por las noches.

Y te dije
que no sé más que pestañear en las cornisas
y arrimarme al centro del amor,
y merodearlo a veces
y otras veces comerme una naranja.
Y lo dije en el punto en que bebés mis lágrimas
y lo dije en el lugar en que apenas podemos mirarnos
y se te da por mofarte de la luna.

Y no dijiste más
y yo no dije
por miedo a despertar a las caléndulas
y desperezar todos los árboles
Y es que del otro lado del espejo
sólo podemos reír si nadie escucha

Fuera de escena
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Te veo dormido
tan dolorosamente bello,
y recorro tus ángulos y pienso
que si plisara las estrellas,
entonces se harían redondeces,
pero tenés los ojos muy cansados
y yo nunca tengo tiempo para nada.

Te veo tan turbadoramente quieto


recostado en el ventanal del piso doce,
(de espaldas se te estrella el pavimento),
y pienso
que si saltara para encontrarte abajo
la luna quizás se esfumaría
pero ya se sabe que eso nunca ocurre.
Tranquilos.
No va a moverse nada.
Pero pienso
que si cortara uno de tus rizos
al filo de la noche
y a escondidas
mientras te veo
tan dolorosamente bello
entonces puede que la luna titilara un poquito.

Camino de puntillas para que no notes


que todo lo inasible lo dejás a mano
dormido en el ventanal del piso doce,
tan desprevenido
y angustiosamente bello
que apago la vela de durazno, por las dudas.
Si supieras
no estaríamos corriendo tanto riesgo.
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Tranquilos.
El sol es muy puntual
y yo ya hice el mate y las tostadas.

Te gusta tanto que seamos


obscenos como la noche.

Responso mexicano

Es una crueldad inexplicable,


me digo,
soy odiosa
por haber dejado descuidados
mis muertos
y escondidos tres metros bajo tierra en el jardín.
Allí quedaron,
y en un pestañeo del destierro
llegan a pedirme cristiana sepultura
y entre ceja y ceja se me instalan
reclamando el legítimo derecho
a no ser olvidados.

En fin, confino al Purgatorio


(es esta piedad la que me puede)
a sus huesos sagrados
y les rezo un responso del Día de los Muertos
en Mixquic, en Pátzcuaro, en Janitzio
y como en Guanajuato
expongo en las vitrinas sus restos conservados
a ver si se desmayan los turistas.
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No tendré perdón de Dios,


me digo,
iré al Infierno,
pero es la distancia
la que me vuelve impía.
Andan hechos fantasmas
arrastrando cadenas
y yo qué puedo hacer, ni modo,
el Buen Señor suspendió solicitudes
hasta el año que viene.

En fin, me pongo de rodillas


hasta hinchar con sangre las baldosas
y agrieto mis labios con los avemarías
(me he lavado ya con el vinagre
y me he atado cilicios
pero mi carne se obstina en ser aérea
y flexible, y ligera se escabulle
de todos los tormentos).

Quiera que la Santa Inquisición,


me digo, vuelva,
para no verme de azul de Coyoacán
y de humo del Popo hasta las uñas,
para no verme de danzón en Ciudad Neza
ni de sueño de domingo en la Alameda
ni de juntacadáveres,
allá por Tlatelolco
ni cazando las chinches de Carlota
en el Chapultepec
(mientras mis ánimas,
mi hato de esqueletos
andan en procesión para vengarse
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derecho al norte).

Y yo qué puedo hacer,


si fue un descuido.

Carta

Amaneció mejor y no ha cesado


de llover en este mes.
Los sapos son felices
y yo he comprado
una pluma de ángel que te llevo.
La ciudad está de laberinto,
y ya estamos merodeando buganvillas
por el rumbo del Convento.

Sé de oídas que tienes mucho frío


y ha nevado en mis montañas.
Por el norte
la luna se ha quedado en Tepoztlán,
en el cielo de las otras estrellas.
Yo estoy un poco triste.
No me ha sentado bien la primavera
y no tengo noticias de la Patria,
mi madre dice
que zurce mi mirada por las noches
y remienda mi voz.
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Ahora alimento al gato de la puerta


ese de los ojos amarillos.
Mi río es pobre, le digo,
y este aire
no tiene moscas, ni arañas, ni perfume,
ni otoños, ni osamentas
bajando de los cerros,
ni el silencio de Dios
que allá no habla.
Pero él no me entiende, come un poco
y trepa el jacaranda,
pobrecito.

Guardé bien tus libros.


Si no demora,
el avión sale a las cuatro, rumbo al sur.
Llevo un abrazo en la punta de la lengua
y un repentino miedo a los inviernos.
Aquí se queda
demasiada nostalgia para ser tan pocos.

Historia

Así es como se escriben las historias.


La mirada furtiva a la desnudez oculta,
la vista en el cerrojo y en la contraseña,
el trasluz de una tela,
el borde de un dedo,
la cautela.

Y en tanta economía de recursos


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tanta reticencia,
se descorre un velo, suena una campana,
hay un exceso de piernas y palabras,
un estallido de ojos sin recaudos,
el olvido de la cueva y de la llave,
el descuido de candados,
la imprudencia.

Tu risa se abandona a toda costa


y la mía se olvida las fronteras.
El riesgo de habernos conocido
se hace un café, mira a lo lejos,
se consuela.

Plumas

Desde tu amor
no dejo prendida la luz por las noches
y ya no necesito vitaminas.
Y es que apenas me visita algún muerto.

Verás, ya no dejo la comida en el plato


ni preciso candados
ahora que hay muérdago en la puerta
y tu sexo me arrulla.

Ya ni siquiera
me tomo la temperatura
desde que se escucha un rumor de cucharas
y un vapor de sopa me humedece los pechos
y un aroma a mandarina en el brasero
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te tensa el arco de la espalda.

Desde tu amor,
que es una naranja partida a la siesta
y una hormiga incendiada de sol en las baldosas
y un pañuelo,
el mundo se ha cerrado
en un millón de plumas.

La pena

No te engañes.
En el centro de la pena está la pena
y también en cada uno de sus bordes.
No te sirve de nada recorrerla,
a ver si se abre o se desdobla,
no tendrás más conquista que saberla,
y es mejor no intimar con ciertas cosas.

No lo creas.
Más allá de la pena está la pena.
Y no tiene más frontera
que el círculo del pez
que siempre se expande
a lo profundo.
De modo que mejor es que la habites
como habita una ciudad un extranjero:
merodeando en un cuarto sin espejos.

No la mires a la cara.
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Tiene ese hechizo falso de Medusa


que convierte a los viajes en naufragios
y a las noches solitarias en poetas
y a las calles en postales de recuerdo.
Ni le sirvas una copa a tu salud
para que replique sin fin su propia réplica,
y un día la confundas con tu sombra.

Así que no la abraces.


Es peor cuando se entrega
temblando con la piel humedecida
de unas lágrimas secas.
Mejor será que dejes que envejezca
hasta que el ojo se rebele
a los adioses
y la pupila, cansada de imágenes finales,
se detenga.

No te engañes,
que no vale la pena.

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