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Nikolas Rose

¿Cómo se debería hacer una historia del yo?

Publicado en: Nikolas Rose, Inventing our Selves, Cambridge University Press, 1996,
Capítulo 1. Traducción: Ángeles López
Fuente: http://www.elseminario.com.ar/biblioteca.htm

El ser humano no es la base eterna de la historia y la cultura humanas sino un artefacto


histórico y cultural. Este es el mensaje de una cantidad de disciplinas que, de modos
diferentes, señalaron la especificidad de nuestra concepción moderna occidental de la
persona. En estas sociedades, se sugiere, la persona es construida a la manera de un yo,
una entidad naturalmente única y discreta, en la que los límites del cuerpo, como por
definición, encierran la vida interior de la psiquis donde se inscriben las experiencias de la
biografía individual. Pero las sociedades occidentales presentan la originalidad de construir
la persona como un locus natural de creencias y deseos, con capacidades inherentes, como
el origen incontrastable de acciones y decisiones, como un fenómeno estable que muestra
consistencia en distintos contextos y momentos. Estas sociedades tienen también la
originalidad de fundamentar y justificar en dicha concepción de la persona, los aparatos
utilizados para la regulación de la conducta. Por ejemplo, es en base a esta idea del yo que
opera gran parte del sistema legal penal con sus nociones de responsabilidad e
intencionalidad. Nuestros sistemas morales son análogamente originales, desde una
perspectiva histórica, en su valoración de la autenticidad y la emotividad. Históricamente,
no es menos original que la política en nuestras sociedades le otorgue tanta preponderancia
a los derechos individuales, elecciones individuales y libertades individuales. Es en estas
sociedades que la psicología nació como disciplina científica, como conocimiento positivo
del individuo y como una manera particular de decir la verdad acerca del hombre y actuar
sobre él. Más aún, o al menos así parecería, en estas sociedades, los seres humanos han
llegado a comprenderse y relacionarse como seres “psicológicos”, a interrogarse y narrarse
en términos de una “vida interior” psicológica que alberga los secretos de su identidad, que
deben ser descubiertos y realizados, siendo ésta la vara con la que se ha de juzgar lo que
es vivir una vida “auténtica”.
¿Cómo se debería escribir la historia de este “régimen del yo” contemporáneo? Quisiera
proponer un abordaje particular a esta temática, un abordaje que llamo una “genealogía de
la subjetivación”.(1) Esta denominación puede no ser la más feliz pero la creo importante.
Su importancia radica, en parte, en indicar lo que esta empresa no es. Por un lado, no es
un intento de escribir una historia de los cambios en la concepción de persona, la forma en
que se la ha pensado desde la filosofía, la cultura y demás. Los historiadores y los filósofos
por largo tiempo se han dedicado a escribir ese tipo de narrativa que es indudablemente
significativa e instructiva (ejemplo de ello es Taylor 1989, véase el enfoque diferente de
Tully, 1993). Lo que me interesa no son las “nociones de persona” sino las prácticas con
las que se entiende y se actúa sobre las personas, en relación con la criminalidad, la salud
y enfermedad, las relaciones familiares, la productividad, el rol militar, etc. No es acertado
suponer que a partir de un recorrido por las nociones de hombre en cosmología, filosofía,
estética o literatura, se puedan derivar pruebas acerca de los presupuestos que moldean la
conducta de los seres humanos en esos terrenos y prácticas mundanos (véase Dean,
1994). Si bien una genealogía de la subjetivación se interesa por cómo se concibe al
hombre, no es, sin embargo, una historia de las ideas: su campo de investigación es el de
las prácticas y las técnicas, y el del pensamiento en tanto busca hacerse técnico.
Asimismo, se debe diferenciar mi abordaje de los intentos de escribir una historia de la
persona como una entidad psicológica y de estudiar cómo los distintos momentos históricos
producen hombres con distintas características psicológicas y emociones, con creencias y
patologías diferentes. Semejante proyecto de una historia de la persona es ciertamente
imaginable y algo parecido a esta aspiración moldea una cantidad de recientes estudios
psicológicos, algunos de los cuales comentaré aquí. También ha inspirado a varias
investigaciones sociológicas recientes. Pero estos análisis presuponen un modo de pensar
que es en sí mismo un resultado de la historia y que no surge sino hasta el siglo XIX. Ya
que es sólo en ese momento histórico, y en un espacio geográfico específico y limitado,
que se entendió a los seres humanos en términos de individuos con un yo, dotados de una
interioridad, de una “psicología” estructurada por la interacción entre una experiencia de
vida particular y ciertas leyes o procesos generales del animal humano.
Una genealogía de la subjetivación toma esta comprensión individualizada, interiorizada,
totalizada y psicologizada de lo que es ser humano como el lugar de un problema histórico
y no como la base de una narrativa histórica. Esta genealogía emprende un recorrido por
los modos en que surge el régimen moderno del yo, no como el resultado de algún proceso
gradual de esclarecimiento, en que los seres humanos con la ayuda de los esfuerzos
científicos llegan por fin a reconocer su verdadera naturaleza, sino a partir de una cantidad
de prácticas y procesos contingentes, en todo caso, menos refinados y dignificados. Escribir
esta genealogía busca desmontar los modos en que el yo, que funciona como un ideal
regulatorio en tantos aspectos de nuestro estilo de vida contemporáneo (no meramente en
nuestras relaciones pasionales con el otro, sino en los proyectos de planificación de vida,
la forma en que administramos organizaciones industriales y otros tipos de organizaciones,
nuestros sistemas de consumo, muchos de nuestros géneros literarios y de produccción
estética), es una suerte de plano de proyección “irreal”,(2) constituido de un modo que algo
contingente y desordenado, en el cruce de un espectro de historias distintas: de las formas
de pensamiento, de las técnicas de regulación, de los problemas de organización, etc.

Dimensiones de la relación consigo mismo

Una genealogía de la subjetivación es una genealogía de lo que se podría denominar,


siguiendo a Michel Foucault, la ‘relación con nosotros mismos” (Foucault, 1986b).(3) Su
campo de investigación abarca la forma en que los seres humanos han prestado interés a
sí mismos y a los demás en distintos lugares, ámbitos y momentos. Para exponerlo de un
modo más elegante, podríamos decir que es una genealogía de la “relación del ser consigo
mismo” y de las formas técnicas que asumió esta relación. Es decir que el ser humano es
aquel tipo de criatura cuya ontología es histórica, y la historia de los seres humanos
requiere, por lo tanto, una investigación de las técnicas intelectuales y prácticas que
involucraron los instrumentos con los que se ha constituido históricamente: se trata de
analizar “las problematizaciones a través de las cuales el ser se ofrece a ser
necesariamente pensado – y las prácticas en base a las cuales se configuran tales
problematizaciones” (Foucault, 1985, p. 11; véase Jambet, 1992). Por lo tanto, esta
genealogía no se centra en la “historia de la persona” sino en la genealogía de las relaciones
que los seres humanos han establecido con sí mismos, en las que han llegado a
relacionarse consigo en tanto yoes. Estas relaciones son construidas e históricas, pero no
se las debe comprender ubicándolas en algún dominio amorfo de la cultura. Por el contrario,
se las debe abordar desde la perspectiva del “gobierno” (Foucault, 1991; véase Burchell,
Gordon y Miller, 1991). Digamos que la relación con nosotros mismos ha adoptado la forma
que tiene porque ha sido objeto de toda una variedad de regímenes más o menos
racionalizados que han pretendido moldear la forma en que entendemos y conducimos
nuestra existencia como seres humanos, en nombre de ciertos objetivos (masculinidad,
feminidad, honor, decoro, civilidad, disciplina, distinción, eficiencia, armonía, realización,
virtud, placer) cuya lista es tan diversa y heterogénea como interminable.
Uno de los motivos para hacer hincapié en este punto es diferenciar mi abordaje de una
serie de análisis recientes que, de modo explícito o implícito, conciben las formas
cambiantes de subjetividad o identidad como consecuencias de transformaciones sociales
y culturales más amplias: modernidad, modernidad tardía, la sociedad del riesgo (Bauman,
1991; Beck, 1992; Giddens, 1991, Lash y Friedman, 1992). Estos trabajos continúan una
larga tradición de narrativas que se pueden remontar por lo menos a Jacob Burckhardt,
historias del ascenso del individuo como consecuencia de la transformación social general:
de la tradición a la modernidad, del feudalismo al capitalismo, de la Gemeinschaft a la
Gesellschaft, de la solidaridad mecánica a la orgánica, etc. (Burckhardt, [1860] 1990). Este
tipo de análisis concibe los cambios en el modo en que los seres humanos se entienden y
actúan sobre sí mismos como el resultado de acontecimientos históricos “más
fundamentales”, localizados en otros ámbitos: en los regímenes de producción, en el
cambio tecnológico, en las transformaciones demográficas o de las formas de familia, en la
“cultura”. No cabe duda de que los acontecimientos en estos ámbitos tienen importancia en
relación con el problema de la subjetivación, pero independientemente de cuán
significativos puedan ser, lo importante es insistir en que tales cambios no transforman los
modos de ser humano en virtud de alguna “experiencia” generada por ellos. Querría
argumentar que las cambiantes relaciones de la subjetivación no pueden establecerse
mediante derivación o interpretación de otras formas culturales o sociales. Asumir explícita
o implícitamente que esto es posible es suponer la continuidad de los seres humanos como
sujetos de la historia, esencialmente dotados de la capacidad de dar sentido (Véase Dean
1994). Sin embargo, los modos en que los hombres “dan sentido a su experiencia” tienen
su propia historia. Los dispositivos de “producción de sentido” (grillas de visualización,
vocabularios, normas y sistemas de juicio) producen experiencia; y no son en sí productos
de la experiencia (Véase Joyce, 1994). Estas técnicas intelectuales no vienen listas para
usar, sino que deben ser inventadas, refinadas y estabilizadas para que se las disemine e
implante de modos distintos en diferentes prácticas (en las escuelas, las familias, en las
calles, los ámbitos de trabajo y los tribunales). Si utilizamos el término “subjetivación” para
designar todos esos procesos y prácticas heterogéneas por medio de las cuales los seres
humanos llegan a relacionarse consigo mismos y con los demás como sujetos con ciertas
características, es porque la subjetivación tiene su propia historia. Y la historia de la
subjetivación es más práctica, más técnica y menos unificada de lo que los relatos
sociológicos permiten entrever.
De este modo, una genealogía de la subjetivación se centra directamente en las prácticas
que ubican a los seres humanos en determinados “regímenes de la persona”. No escribe
una historia continua del yo, sino que recorre más bien la diversidad de las versiones del
“ser persona” (carácter, personalidad, identidad, reputación, honor, ser ciudadano,
individuo, normal, loco, paciente, cliente, marido, madre, hija) así como las normas, técnicas
y relaciones de autoridad dentro de las que éstas han circulado en las prácticas legales,
domésticas, industriales y otras para actuar sobre la conducta de las personas. Una
investigación de este tipo puede avanzar por varios caminos que se conectan entre sí.

Problematizaciones
Cabe preguntarse dónde, cómo y quiénes problematizan los aspectos del ser humano, en
virtud de cuál sistema de juicio y en relación con qué intereses lo hacen. Para tomar algunos
ejemplos pertinentes, se podrían considerar los modos en que el lenguaje de la constitución
y el carácter llegan a operar en la temática de la caída y degeneración urbana articulada
por psiquiatras, reformistas urbanos y políticos en las últimas décadas del siglo XIX, o bien
los modos en que el vocabulario de la adaptación y la inadaptación llegan a utilizarse para
problematizar la conducta en ámbitos tan diversos como el lugar de trabajo, el tribunal y la
escuela en las décadas de 1920 y 1930. Plantear el tema de esta forma significa poner
énfasis en la primacía de lo patológico sobre lo normal en la genealogía de la subjetivación:
nuestros vocabularios y técnicas de la persona en general no han surgido de un campo de
reflexión sobre el individuo normal, el carácter normal, la personalidad normal, la
inteligencia normal, sino que la noción misma de normalidad surgió a partir del interés por
las formas de conducta, pensamiento y expresión consideradas problemáticas o peligrosas.
(Véase Rose, 1985a). Este es un punto a la vez metodológico y epistemológico: en la
genealogía de la subjetivación, el sitio de honor no lo ocupan los filósofos y sus reflexiones
acerca de la naturaleza de la persona, la voluntad, la conciencia, la moralidad y temas por
el estilo, sino más bien las prácticas cotidianas donde la conducta se volvió problemática
para los demás y para uno mismo, junto con los textos y programas mundanos (sobre
administración del hospicio, tratamiento médico de la mujer, regímenes aconsejables para
la crianza de los niños, nuevas ideas en la administración del lugar de trabajo, mejoramiento
de la autoestima) que buscan tornar estos problemas intelegibles y, al mismo tiempo,
manejables.(4)

Tecnologías
Preguntémonos qué medios se inventaron para gobernar al ser humano, para moldear o
adaptar su conducta en las direcciones deseadas y cómo hubo programas que buscaron
concretar esto en determinadas formas técnicas. La noción de tecnología puede parecer
antitética a la esfera de lo humano, en la medida que más de una crítica se funda en el
argumento de la indebida tecnologización de la humanidad. Sin embargo, el hecho de que
nos experimentemos a nosotros mismos como un cierto tipo de persona (criaturas de la
libertad, de las faculdades personales, de la autorrealización) es el resultado de una
variedad de tecnologías del hombre; tecnologías que toman como objeto los modos de ser
humano.(5) Al decir tecnología nos referimos a todo montaje estructurado por una
racionalidad práctica gobernada por una meta más o menos consciente. Las tecnologías
humanas son ensamblamientos híbridos de conocimientos, instrumentos, personas,
sistemas de juicio, construcciones y espacios sustentados a nivel programático por ciertos
presupuestos y objetivos respecto de los seres humanos. Se puede considerar la escuela,
la prisión, el asilo como ejemplos de un tipo de tecnologías, que Foucault denomina
disciplinarias, y que operan en términos de una detallada estructuración del espacio, del
tiempo y de las relaciones entre los individuos mediante procedimientos de vigilancia
jerárquica y sanción normalizadora, mediante intentos de plegar estos juicios a los
procedimientos y juicios que utiliza el individuo para la conducción de su propia conducta
(Foucault, 1977; véase Markus, 1993, para un examen de la forma espacial de tales
ensamblamientos). Un segundo ejemplo de una tecnología móvil y multivalente es la de la
relación pastoral, una relación de guía espiritual entre una figura de autoridad y un miembro
de su grey, que comprenden técnicas como la confesión y el develamiento de sí, la
ejemplaridad y el disciplinamiento inculcados en la persona a través de una cantidad de
esquemas de autoexamen, autosospecha, autodevelamiento, autodesciframiento y
autocuidado. Al igual que la disciplina, la tecnología pastoral puede articularse en
numerosas formas distintas: en la relación clérigo-feligrés, terapeuta-paciente, trabajador
social-consultante, así como en la relación del sujeto “educado” consigo mismo. No se
deberían considerar las relaciones de subjetivación disciplinaria y pastoral como histórica o
éticamente opuestas: los regímenes establecidos en la escuela, el asilo y la prisión abarcan
a ambas. Quizás la insistencia en una analítica de las tecnologías de lo humano sea la
característica más distintiva del abordaje que estoy propugnando. Este análisis no parte de
la consideración de que la tecnologización de la conducta humana sea maligna. Las
tecnologías humanas producen y enmarcan a los seres humanos como un determinado tipo
de ser cuya existencia es a la vez posibilitada y gobernada por su organización en un campo
tecnológico.

Autoridades
Preguntémonos ahora a quién se le confiere o quién reclama la capacidad de decir la verdad
del hombre, su naturaleza y problemas y qué caracteriza las verdades sobre las personas
a las que se les confiere tal autoridad. ¿Mediante qué aparatos se autorizan estas
autoridades: universidades, aparato legal, iglesias, política? ¿Hasta qué punto la autoridad
de la autoridad descansa en una apelación al saber positivo, a la sabiduría y la virtud, a la
experiencia y el juicio práctico, a la capacidad de resolver conflictos? ¿Cómo se gobiernan
las autoridades mismas: por los códigos legales, el mercado, los protocolos de la
burocracia, la ética profesional? Interroguemos cuál es la relación entre las autoridades y
los que están sujetos a ellas: el clérigo y el feligrés, el doctor y el paciente, el gerente y el
empleado, el terapeuta y el cliente. En mi opinión, este hincapié en la heterogeneidad de
las autoridades, más que en la singularidad del “poder”, es el rasgo distintivo de este tipo
de genealogías. Estas genealogías intentan diferenciar las distintas personas, cosas,
dispositivos, asociaciones, modalidades de pensamiento, tipos de juicio que buscan,
reclaman o adquieren autoridad o a los que ésta les es conferida. Relevan las diferentes
configuraciones de autoridad y subjetividad, así como los distintos vectores de fuerza y
contrafuerza que se instalaron y devinieron posibles. Buscan asimismo explorar la variedad
de formas en las que se ha autorizado a la autoridad, sin reducirlas a una intervención
encubierta del estado o a procesos de iniciativa moral y estudiando particularmente, en
cambio, las relaciones entre las capacidades de las autoridades y los regímenes de verdad.

Teleologías
Cabe preguntarse por las formas de vida que constituyen las metas, los ideales o los
modelos de las distintas prácticas de trabajo sobre las personas: el profesional que ejerce
su vocación con sabiduría y desapasionamiento; el viril guerrero que persigue una vida de
honor arriesgando calculadamente su cuerpo; el padre responsable que lleva una vida de
prudencia y moderación; el trabajador que acepta su parte con una docilidad fundada en la
creencia en la inviolabilidad de la autoridad o en una recompensa en otra vida; la buena
esposa que cumple con sus quehaceres domésticos con callada y modesta eficiencia; el
empresario que se esfuerza por obtener mejoras a largo plazo en su “calidad de vida”; el
amante apasionado y diestro en las artes del placer. ¿Cuáles son los códigos de
conocimiento que fundan estos ideales y a qué valoraciones éticas están ligados? Contra
quienes sugieren que en cada cultura se privilegia un modelo único de persona, es
importante enfatizar la heterogeneidad y la especificidad de los ideales o modelos de ser
persona, desplegados en las distintas prácticas, y las formas en que se articulan en relación
con problemas y soluciones específicos de la conducta humana. En mi opinión, sólo desde
esta perspectiva se puede identificar la peculiaridad de los intentos programáticos de
instalar un modelo único de individuo como ideal ético para ámbitos y prácticas distintos.
Por ejemplo, las sectas puritanas estudiadas por Weber hacían intentos originales por
asegurar un modelo de comportamiento individual en términos del yo, de sobriedad, deber
y modestia aplicado a prácticas tan diversas como entretenimientos populares y labores
dentro del hogar (ver Weber, [1905] 1976). En nuestra propia época, la economía, en la
forma de un modelo de racionalidad económica y elección racional, y la psicología, en la
forma de un modelo de individuo psicológico, han sentado las bases para similares intentos
de unificación de la conducta de vida en torno a un modelo único de subjetividad correcta.
Pero se debe concebir la unificación de la subjetivación como el objetivo de programas
específicos o el presupuesto de formas de pensar específicas y no como una característica
de las culturas humanas.

Estrategias
Ahora pasemos a inquirir sobre cómo los procedimientos que regulan las capacidades de
las personas se vinculan a objetivos morales, sociales o políticos más amplios respecto de
las características deseables y no deseables para la población, la mano de obra, la familia
y la sociedad. Resultan de especial importancia en este estudio las divisiones y relaciones
que se establecen entre las modalidades del gobierno de la conducta que se consideran
políticas y aquellas que se ejercen por medio de formas de autoridad y de aparatos que se
consideran no políticas, ya sea el conocimiento técnico de expertos, el conocimiento jurídico
de los tribunales, el conocimiento organizacional de los ejecutivos o el conocimiento
“natural” de la madre y la familia. Un rasgo típico de las racionalidades de gobierno que se
consideran “liberales” es la simultánea delimitación de la esfera de lo político por referencia
al derecho de otros ámbitos (siendo el mercado, la sociedad civil y la familia los tres más
comunmente desplegados) y la invención de una variedad de técnicas que intentarían
actuar sobre los sucesos de estos ámbitos sin quebrar su autonomía. Es por esta razón
que los conocimientos y formas de pericia sobre las características internas de los ámbitos
a gobernar, asumen una especial importancia en las estrategias y programas normativos
liberales, ya que estos ámbitos no se deben “dominar” por medio de la norma, sino que se
deben conocer, comprender y relacionar de tal modo que los sucesos en el interior de los
mismos (productividad y condiciones de contratación, asociaciones civiles, formas de
crianza de los niños y de organización de las relaciones conyugales y las finanzas del hogar)
apoyen y no se contrapongan a los objetivos políticos.(6) En el caso que estudiamos aquí,
las características de las personas, como esos “individuos libres” sobre quienes descansa
el liberalismo para lograr legitimidad y funcionalidad políticas, revisten una importancia
especial. Bien se podría decir que el campo estratégico general de todos los programas de
gobierno que se consideran liberales se ha definido por el problema de cómo poder
gobernar individuos libres de modo tal que ejerzan correctamente su libertad.

El gobierno de los otros y el gobierno de sí


Cada una de estas líneas de investigación está inspirada en gran medida en la obra de
Michel Foucault. Surgen especialmente a partir de las sugeriencias foucaultianas en
relación con una genealogía del arte de gobierno (donde se concibe al gobierno, de un
modo general, abarcando todos esos programas y estrategias más o menos racionalizadas
para la “conducción de la conducta”) y su concepción de la gubernamentalidad que se
refiere al surgimiento de racionalidades políticas o mentalidades normativas, en las que la
norma se vuelve un asunto de calculada gestión de los asuntos de todos y cada uno para
lograr determinados objetivos deseables (Foucault, 1991; ver la discusión de la noción de
gobierno en Gordon, 1991). Gobierno no indica aquí una teoría sino cierta perspectiva a
partir de la cual se puede hacer inteligible la diversidad de intentos de las autoridades de
distinto tipo de actuar sobre las acciones de los otros, en relación con objetivos de
prosperidad nacional, armonía, virtud, productividad, orden social, disciplina, emancipación,
autorrealización, etc. Esta perspectiva también dirige nuestra atención a los modos en que
las estrategias de conducción de la conducta tan frecuentemente operan mediante intentos
de moldear lo que Foucault llama las “tecnologías del yo” (“mecanismos de autogobierno”),
o los modos en que los individuos se experimentan, entienden, juzgan y conducen
(Foucault, 1986a,1986b, 1988). Las tecnologías del yo adoptan la forma de la elaboración
de ciertas técnicas para la conducción de la relación consigo mismo, por ejemplo, requieren
que uno se relacione consigo epistemológicamente (conócete a tí mismo), despóticamente
(domínate) o de otros modos (cuídate). Se concretan en ciertas prácticas técnicas:
confesión, escritura de un diario, discusión en grupos, el programa de los doce pasos de
Alcohólicos Anónimos. Las mismas siempre se practican bajo la autoridad real o imaginada
de algunos regímenes de verdad y de algún individuo con autoridad, ya sea teológica y
pastoral, piscológica y terapeútica, o bien disciplinaria y tutelar.

A partir de estas consideraciones surgen varias cuestiones.

La primera surge en relación con la ética misma. En obras posteriores, Foucault utilizó la
noción de “ética” como una designación genérica de sus investigaciones respecto de la
genealogía de las formas actuales de “cuidado” de sí (Foucault, 1979b, 1986a, 1986n;
véase Minson, 1993). Foucault distingue las prácticas éticas del campo de la moral, en tanto
los sistemas morales son generalmente sistemas universales de mandato e interdicción
(haz esto o no hagas lo otro) y frecuentemente articulados en relación con algún código
relativamente formalizado. La ética, por otro lado, se refiere al ámbito de tipos específicos
de consejos prácticos acerca de cómo cuidar de sí, prestarse atención solícita y conducirse
en varios aspectos de la existencia cotidiana. Los distintos períodos culturales,
argumentaba Foucault, se distinguieron por la importancia dada en las prácticas de
regulación de la conducta a los mandatos morales y a los repertorios prácticos de consejos
éticos. No obstante, se podría emprender una genealogía de nuestro sistema moral
contemporáneo que, sugería Foucault, alentaba a los seres humanos a relacionarse
consigo como sujetos de una “sexualidad” y a “conocerse” a través de una hermenéutica
del yo, a explorar, descubrir, revelar y vivir a la luz de los deseos que conforman su verdad.
Esta genealogía alteraría la apariencia de esclarecimiento que revistió este sistema,
explorando la forma en que ciertas formas de prácticas espirituales ubicables en la ética de
griegos, romanos y primeros cristianos se incorporaron al poder pastoral y, posteriormente,
a las prácticas de tipo educativo, médico y psicológico (Foucault, 1986b, pág. 11).
El abordaje que vengo delineando claramente deriva, en gran medida, de la forma en que
Foucault pensó estas cuestiones. No obstante, me gustaría desarrollar sus argumentos en
varios sentidos. En primera instancia, como ya ha sido señalado, la noción de “tecnologías
del yo” puede prestarse a confusión. El yo no constituye el objeto transhistórico de las
técnicas de ser humano sino sólo una forma en que los hombres se han propuesto
comprenderse y relacionarse consigo mismos (Hadot, 1992). Estas relaciones se postulan,
en las distintas prácticas, en términos de individualidad, carácter, constitución, reputación,
personalidad y nociones similares, que ni son meramente diferentes versiones de un yo, ni
se suman para constituir un yo. Además, debe quedar abierto como un tema de
investigación histórica en qué medida nuestra relación contemporánea con nosotros
mismos (interioridad, autoexploración, autorrealización y demás) toma de hecho el tema de
la sexualidad y el deseo como su punto de anclaje. En otra parte sugerí que el yo, en sí
mismo, devino objeto de valoración, un régimen de subjetivación en que el deseo se ha
liberado de su dependencia a la ley de una sexualidad interna y se ha transformado en una
variedad de pasiones a través de las cuales descubrir y realizar la identidad del yo (Rose,
1990).
Sugeriría asimismo que es necesario extender el análisis de las relaciones entre gobierno
y subjetivación más allá del campo de la ética, si por tal entendemos todos los estilos de
relacionarse consigo que se estructuran por la división entre lo verdadero y lo falso, y lo
permitido y lo prohibido. Es necesario estudiar el gobierno de esta relación también desde
otros ejes.
Uno de estos ejes tiene que ver con el intento de inculcar una determinada relación consigo
a través de las transformaciones de las “mentalidades” o de lo que uno podría llamar
“técnicas intelectuales” (lectura, memoria, escritura, habilidad numérica, y demás) (Véanse
algunos importantes ejemplos en Eisenstein, 1979 y Goody y Watt, 1963). Por ejemplo,
especialmente en el curso del siglo XIX en Europa y los Estados Unidos, se ve el desarrollo
de una cantidad de proyectos para la transformación del intelecto al servicio de ciertos
objetivos, buscando en cada caso imponer una determinada relación consigo mismo a
través de la implantación de ciertas capacidades de lectura, escritura y cálculo. Podríamos
citar a modo de ejemplo la forma en que en las últimas décadas del siglo XIX, educadores
republicanos en los Estados Unidos promovían las aptitudes para el cálculo numérico, en
especial las habilidades numéricas que se verían facilitadas por la decimalización, con
miras a generar un tipo determinado de relación con sí mismo y con el mundo en aquellos
que contaran con estas aptitudes. Un yo numérico sería un yo calculador que establecería
una relación prudente con el futuro, la formulación de presupuestos, el comercio, la política
y la conducta en la vida en general (Cline-Cohen, 1982, págs. 148-9; véase Rose, 1991).
Un segundo eje estaría relacionado con la corporalidad o las técnicas del cuerpo. Por
supuesto, investigadores provenientes de la antropología y de otras disciplinas han
investigado en detalle el moldeamiento cultural de los cuerpos (comportamiento, expresión
de las emociones y demás) en tanto difieren de una cultura a otra y dentro cada cultura,
entre géneros, edades, status, grupos, etc. Marcel Mauss proporciona el relato clásico de
las formas en que el cuerpo como instrumento técnico se organiza de modos diferentes en
culturas distintas: formas diferentes de caminar, sentarse, cavar, marchar. (Mauss, 1979a;
véase Bourdieu, 1977). Sin embargo, una genealogía de la subjetivación no está interesada
en la relatividad cultural de las aptitudes corporales en sí misma; se interesa, en cambio,
por las formas en que se han diseñado e implantado los distintos regímenes del cuerpo en
intentos racionalizados de producir una determinada relación consigo mismo y con los
demás. Norbert Elias ha dado muchos ejemplos importantes de las formas en que códigos
explícitos de conducta corporal (modales, etiqueta y autoobservación de las funciones y
actos corporales) se imponían a los individuos según la posición ocupada en el aparato de
la corte de Luis XIV a mediados del siglo XVIII (Elias, 1983; véase también Elias, 1978;
Osborne 1996). El disciplinamiento del cuerpo del individuo patológico en la prisión y el asilo
del siglo XIX no sólo implicaba su organización dentro de un régimen externo de vigilancia
jerárquica y sanción normalizadora, y su montaje a través de regímenes moleculares que
regían la movilidad en el tiempo y en el espacio: también se buscaba imponer una relación
interna entre el individuo patológico y su cuerpo, en que el comportamiento corporal al
mismo tiempo manifestase y mantuviese un cierto dominio disciplinado ejercido por la
persona sobre sí misma (Foucault, 1967, 1977; véase también en Smith, 1992, una historia
de la noción de “inhibición” y su relación con la preocupación victoriana respecto de la
manifestación externa de determinación y dominio de sí a través del ejercicio del control
sobre el cuerpo). Una relación análoga, aunque significativamente distinta, con el cuerpo
fue un elemento clave en el cultivo de sí de cierta imagen estética en la Europa del siglo
XIX, encarnada en estilos de vestidos así como en la práctica de determinadas técnicas
corporales, como la natación, que producirían y mostrarían una determinada relación con
lo natural (Sprawson, 1992). Los teóricos del género han comenzado a analizar los modos
en que la exteriorización apropiada de la identidad sexual estuvo históricamente vinculada
con inculcar ciertas técnicas del cuerpo (Brown, 1989; Butler, 1990; Bordo, 1993). Ciertas
formas de comportarse, caminar, correr, sostener la cabeza y colocar brazos y piernas no
son sólo culturalmente relativas o adquiridas en la socialización de género, sino que
constituyen regímenes del cuerpo que buscan subjetivar en términos de una cierta verdad
de género, inscribiendo una determinada relación consigo mismo en un régimen corporal;
régimen que se prescribe, racionaliza y enseña en manuales de consejos, etiqueta y
modales, y se impone tanto por la sanción como por la seducción. (Ver los estudios
recopilados por Bremer y Roodemburg, 1991).
Estos comentarios deberían dar una idea de la heterogeneidad de los vínculos entre el
gobierno de los demás y el gobierno de sí. Es importante enfatizar otros dos aspectos de
esta heterogeneidad. El primero está relacionado con la diversidad de los modos en que se
impone cierta relación consigo. Existe la tentación de concentrarse en los elementos del
autodominio y las restricciones sobre los propios deseos e instintos implicados en varios
regímenes de subjetivación, prohibiciones destinadas a controlar o civilizar una naturaleza
interna que resulta desmesurada. Ciertamente se puede observar esta temática en muchos
de los debates del siglo XIX sobre ética y carácter tanto para las clases dominantes como
para las clases obreras respetables, un paradójico “despotismo del yo” en el corazón de las
doctrinas liberales de la libertad individual. (Derivo esta formulación de Valverde, 1996;
véase Valverde, 1991). Sin embargo, existen muchas otras formas en que se puede
establecer la relación consigo mismo y aún dentro del ejercicio del dominio, existe una
variedad de configuraciones mediante las cuales se puede alentar el dominio de sí (Véase
Sedgwick, 1993). Dominar la propia voluntad al servicio del carácter inculcando hábitos y
rituales de autonegación, prudencia y previsión, por ejemplo, es distinto de dominar el
propio deseo trayendo las raíces del mismo a la conciencia a través de una hermenéutica
reflexiva con el fin de liberarse de las consecuencias autodestructivas de la represión,
proyeccción e identificación.
Más aún, la forma misma de la relación puede variar. Puede ser una relación de
conocimiento, como el mandato de conocerse del que Foucault hace el recorrido desde la
confesión cristiana hasta las técnicas psicoterapéuticas contemporáneas: en este caso los
códigos del conocimiento son inevitablemente provistos no por la introspección pura sino
por una instrospección signada en un vocabulario particular de sentimientos, creencias,
pasiones, deseos, valores y de acuerdo con un determinado código explicativo, derivado
de alguna fuente de autoridad. Puede ser también una relación de preocupación y solicitud,
como en los proyectos del cuidado de sí en los que se actúa sobre el cuerpo, que debe ser
nutrido, protegido y salvaguardado con regímenes dietarios, reducción del estrés al mínimo
y autoestima. Análogamente, también varía la relación con la autoridad. Considérese, por
ejemplo, algunas de las cambiantes configuraciones de autoridad en el gobierno de la
locura y la salud mental: la relación de dominio que se ejerció entre el doctor del asilo y el
loco en la medicina moral de finales del siglo XVIII; la relación de disciplina y autoridad
institucional que se estableció entre el médico y el interno en el asilo del siglo XIX; la relación
pedagógica que se estableció, en la primera mitad del siglo XX, entre los higienistas
mentales y los niños, padres, alumnos y maestros, trabajadores y gerentes, generales y
soldados, sobre quienes buscaban actuar; la relación de seducción, conversión y
ejemplariedad que se establece entre el psicoterapeuta y el paciente en la actualidad.
A pesar de que las relaciones consigo mismo impuestas en un momento histórico dado
puedan ser similares en numerosos sentidos (por ejemplo, la noción victoriana de carácter
se trasladó ampliamente a muchas prácticas distintas), resultará evidente, a partir de la
exposición precedente, que cartografiar la topografía de la subjetivación queda pendiente
como una tarea de investigación empírica. Por ende, no se trata de narrar una historia
general de la idea de persona o de yo, sino de rastrear las formas técnicas aplicadas a la
relación consigo mismo en distintas prácticas, legal, militar, industrial, familiar, económica.
Y aún dentro de cualquier práctica, se debe suponer que la heterogeneidad es más común
que la homogeneidad; considérese, por ejemplo, las muy distintas configuraciones del ser
persona en el aparato legal en un momento dado, la diferencia entre la noción de estátus y
reputación tal como funcionó en los procesos civiles en el siglo XIX y la elaboración
simultánea de una nueva relación con el criminal como una personalidad patológica en los
tribunales penales y en el sistema carcelario (Ver Pasquino, 1991).
Nuestra propia actualidad ciertamente aparece marcada por cierto nivelamiento de esas
diferencias, de forma tal que los presupuestos de diversas prácticas sobre los seres
humanos comparten un cierto aire de familia: los seres humanos como yoes con autonomía,
elección y responsabilidad sobre sí, dotados de una aspiración psicológica de
autorrealización, que llevan su vida, real o potencialmente, como una especie de empresa
de sí. Pero es justamente éste el punto de partida de una investigación genealógica. Nos
preguntaremos: ¿de qué modos se montó este régimen del yo, en qué condiciones y en
relación con cuáles demandas y formas de autoridad? Sin duda en los últimos cien años
hemos presenciado una proliferación de saberes expertos sobre la conducta humana:
economistas, administradores, contadores, abogados, orientadores, terapeutas, médicos,
antropólogos, profesionales de ciencias políticas, expertos en política social y disciplinas
afines. Pero argumentaría que la “unificación” de los regímenes de subjetivación en
términos del yo tiene mucho que ver con el ascenso de una forma particular de saber
experto positivo acerca del ser humano: el de las disciplinas psi y su “generosidad”. Por
generosidad me refiero, contrariamente a las opiniones tradicionales sobre la exclusividad
del conocimiento profesional, a que la psicología estuvo feliz y de hecho ansiosa por
“ofrecerse”: prestar sus vocabularios, explicaciones y tipos de juicio a otros grupos
profesionales y a implantarlos en los pacientes. (Véase Rose, 1992b; ver Capítulo 4 de este
volumen). Las disciplinas psi, en parte como consecuencia de su heterogeneidad y falta de
paradigma único, han adquirido una particular capacidad de penetración en relación con las
prácticas para la conducción de la conducta. No sólo pudieron proveer toda una variedad
de modelos de ser un yo [selfhood], sino también recetas para el gobierno de las personas
que pueden ser puestas en práctica por profesionales de distintos ámbitos. Su potencia se
vió incrementada aún más por la capacidad de complementar esas cualidades practicables
con una legitimidad que derivaba de su reinvindicación de decir la verdad sobre los seres
humanos. Rápidamente, se diseminaron por su posibilidad de ser traducidos a programas
destinados a reconfiguar los mecanismos de autoconducción de los individuos, ya sea en
la clínica, el aula, el consultorio, la columna de consejos de alguna revista o los programas
donde la gente se confiesa por televisión. Ciertamente, es verdad que las disciplinas psi no
gozan de la alta estima del público y que muchas veces sus profesionales son blanco de
bromas. Pero no habría que dejarse llevar por este dato, lo psi se ha vuelto imprescindible
para poder concebir el ser persona, experimentarse uno mismo y a los demás como
personas, como también gobernarse a sí mismo o a los demás.
Permítaseme volver sobre el tema de la diversidad de regímenes de subjetivación. Otra
dimensión de la heterogeneidad surge de que las formas de gobernar a los demás están
vinculadas no sólo a la subjetivación del gobernado, sino también a la subjetivación de
aquellos que gobernarán la conducta. Así Foucault argumenta que la problematización del
sexo entre los hombres, para los griegos, estaba vinculada a la demanda de que aquel que
iba a ejercer autoridad sobre los demás debía ser capaz primero de ejercer el dominio sobre
sus propias pasiones y apetitos, ya que sólo no siendo esclavo de sí se era competente
para ejercer la autoridad sobre los demás. (Véase Foucault, 1988; Mineson, 1993, págs.
20-1). Peter Brown señala el trabajo requerido de un joven de las clases privilegiadas en el
Imperio Romano del siglo II a quien se le aconsejaba deshacerse de sus aspectos “suaves”
o “femeninos” (en su andar, en el ritmo de su hablar, su autocontrol) a fin de mostrarse
capaz de ejercer autoridad sobre los demás (Brown, 1989, pág. 11). Gerhard Oestreich
sugiere que el retorno a la ética estóica en los siglos XVII y XVIII en Europa surgió como
respuesta a las críticas de osificación y corrupción lanzadas a la autoridad: las virtudes del
amor, la confianza, la reputación, la amabilidad, las facultades espirituales, el respeto por
la justicia y otras por el estilo iban a convertirse en los medios utilizados por las autoridades
para renovarse (Oestreich, 1982, pág. 87). Stephan Collini describió nuevos modos en que
las clases intelectuales victorianas se problematizaban en términos de cualidades como
determinación y altruismo: se interrogaban, con permanente ansiedad, sobre la debilidad
de la voluntad y encontraban en ciertas formas de labor social y filantrópica, un antídoto
para la duda de sí (Collini, 1991, comentado en Osborne, 1996). Al tiempo que estos
mismos intelectuales victorianos problematizaban todo los aspectos de la vida social en
términos de carácter moral, amenazas al carácter, debilidad de carácter y necesidad de
promover el buen carácter, y argumentaban que las virtudes del carácter (autoconfianza,
sobriedad, independencia, autoconstricción, respetabilidad, mejora de sí) se debían
inculcar en los demás mediante actos positivos del estado y de los hombres de estado,
estaban haciendo sobre sí mismos, como sujetos, un trabajo ético correlativo pero diferente
(Collini, 1979, págs. 29-32). Análogamente, a lo largo de todo el siglo XIX, se ve el
surgimiento de programas bastante nuevos de reforma de la autoridad secular dentro del
servicio estatal, el aparato del gobierno colonial y la organizaciones de la industria y la
política, en los que el rol de empleado del estado, burócrata y gobernador colonial
constituirán el blanco de todo un nuevo régimen ético de desinterés, justicia, respeto por
las normas, distinción entre el desempeño de un cargo y las pasiones privadas, y mucho
más (Weber, 1978; véase Hunter, 1993a, b, c; Minson, 1993; du Gay,1995; Osborne, 1994).
Y por supuesto, muchos de los que estaban sujetos al gobierno de estas autoridades
(oficiales autóctonos en las colonias, esposas de las clases respetables, padres, maestros,
trabajadores, institutrices) fueron a su vez convocados a cumplir su papel en el
moldeamiento de las personas así como en inculcarles cierta relación consigo mismos.
Desde esta perspectiva, ya no resulta sorprendente que los seres humanos a menudo se
encuentren resistiendo las formas de ser persona que se les exigió que adoptaran. La
resistencia (si por tal entendemos la oposición a un régimen particular de conducir la propia
conducta) no requiere de una teoría de la agencia. No necesitan ser explicadas las fuerzas
inherentes que, dentro de cada ser humano, aman la libertad, buscan ampliar facultades y
capacidades o luchan por la emancipación, y que son anteriores a las demandas de la
civilización y la disciplina y entran en conflicto con ellas. No se necesita una teoría de la
agencia para dar cuenta de la resistencia más de lo que se podría necesitar de una
epistemología para dar cuenta de la producción de efectos de verdad. Los seres humanos
no son los sujetos unificados de algún régimen coherente de gobierno que produce
personas tal como las sueña. Por el contrario, los hombres viven sus vidas moviéndose
constantemente en distintas prácticas que los subjetivan de modos distintos. Dentro de
estas distintas prácticas, las personas se relacionan entre sí como tipos de seres humanos
distintos, presuponen ser clases de personas distintas y actúan como si lo fueran. Las
técnicas de relacionarse consigo, como un sujeto con capacidades únicas, merecedor de
respeto, chocaron con las prácticas de relacionarse consigo como blanco de disciplina,
deber y docilidad. La demanda humanista que reclama descifrarnos en términos de la
autenticidad de los propios actos choca con la demanda política o institucional de que nos
gobernemos por la responsabilidad colectiva en una toma de decisión organizada, aún
cuando se esté personalmente en contra. La demanda ética de sufrir nuestras penas en
silencio y encontrar la manera de continuar resulta problemática desde la perspectiva de
una ética pasional que nos obliga a revelarnos haciendo uso de un particular vocabulario
de emociones y sentimientos.
La existencia de la contestación, el conflicto y la oposición, en prácticas que conducen la
conducta de las personas, no sorprende ni requiere apelar a las cualidades particulares de
la agencia humana, salvo, en el sentido mínimo de que el ser humano (como todo) supera
todo intento de pensarlo; si bien el ser humano es necesariamente pensado, no existe en
la forma del pensamiento.(7) Es de este modo que en cualquier ámbito o campo dado, los
seres humanos utilizan programas concebidos para un fin al servicio de otros fines. Por
ejemplo, psicólogos, reformadores administrativos, sindicatos y trabajadores han recurrido
al vocabulario de la psicología humanística para criticar las prácticas de administración
basadas en el estudio psicofisiológico o disciplinario de las personas. Durante las últimas
dos décadas, reformadores de las prácticas en bienestar social y en medicina se han
inclinado por la noción de los seres humanos como sujetos de derechos en contra de las
prácticas que presuponen que los seres humanos son sujetos de asistencia. De este
complejo y discutido campo de oposiciones, alianzas y disparidades de regímenes de
subjetivación provienen acusaciones de falta de humanidad, críticas, reclamos de reformas,
programas alternativos y la invención de nuevos regímenes de subjetivación.
Si optamos por llamar resistencia a algunas dimensiones de estos conflictos, esto es en sí
una cuestión de perspectiva: requiere que emitamos un juicio. Vana es la queja de que
semejante perspectiva no deja un lugar desde donde hacer una crítica ética y evaluar
posturas éticas. La historia de todos los intentos de fundamentar la ética sin apelar a algún
garante trascendental es suficientemente clara: no puede terminar con los conflictos sobre
los regímenes de la persona, sino simplemente ocupar un lugar más dentro del campo de
disputa. (Ver MacIntyre, 1981).

Los pliegues del alma


Pero, ¿no es que el tipo de fenómenos que he venido comentando resultan de interés
precisamente debido a que nos producen como seres humanos con un determinado tipo de
subjetividad? Ciertamente ésta es la opinión de muchos investigadores, de Norbert Elias a
las teóricas feministas contemporáneas que se apoyan en el psicoanálisis para
fundamentar un relato de los modos en que ciertas prácticas del yo se inscribieron en el
cuerpo y en el alma del sujeto definido por el género (por ejemplo: Butler, 1993; Probyn,
1993). Para algunos este camino parece libre de problemas. Elias, por ejemplo, no dudaba
que los seres humanos fueran criaturas habitadas por una psicodinámica psicoanalítica y
que era ésta la que proveía la base material para la inscripción de la civilidad en el alma del
sujeto social (Elias, 1978). Por mi parte, ya he sugerido que semejante opinión resulta
paradójica porque requiere que adoptemos una verdad histórica reciente acerca de los
seres humanos (concebida en las postrimerías del siglo XIX) como la base universal para
investigar la historicidad del ser humano. Para otros, es necesario hacer una elección de
este tipo si se quiere evitar representar al ser humano como un mero objeto pasivo, siempre
maleable por procesos históricos, y si lo que se busca es tener un relato de la agencia y la
resistencia y ubicar además un punto desde donde evaluar un régimen del ser persona
respecto de otro (véase un ejemplo de esta argumentación en Fraser, 1989). Ya he
expresado mi opinión en el sentido de que no se necesita este tipo de teoría para dar cuenta
del conflicto y la contestación y que la base ética aparentemente estable provista por
cualquier teoría dada del ser humano resulta ilusoria. No hay otra opción que entrar en un
debate que no se puede definir apelando a la naturaleza esencial y universal del ser humano
como sujeto de derechos, de libertad, de autonomía o de lo que sea. Cabe preguntarse
entonces si es posible escribir una genealogía de la subjetivación sin una metapsicología.
Mi opinión es que sí es posible.
Una genealogía de este tipo, sugiero, requiere sólo una noción mínima o débil del material
humano sobre el que se escribe la historia (Véase Patton, 1994). No nos interesa la
construcción social o histórica de la persona o la narración del nacimiento de la identidad
del yo moderno. Nuestro interés recae en cambio en la diversidad de estrategias y tácticas
de subjetivación operadas y desplegadas en distintas prácticas, en momentos diferentes y
en relación con distintas clasificaciones y diferenciaciones de las personas. El ser humano
no es una entidad con una historia sino más bien el blanco de una multiplicidad de tipos de
trabajo, pensable más como una latitud o una longitud donde se intersectan distintos
vectores a velocidades diferentes. La “interioridad” que tantos se sienten obligados a
diagnosticar no es la del sistema psicológico sino la de una superficie discontinua, una
especie de plegamiento de la exterioridad.
Esta noción de plegamiento, la tomo un tanto libremente de la obra de Gilles Deleuze
(Deleuze, 1988, 1990a, 1992a; ver también Probyn, 1993, págs. 128-34). El concepto de
pliegue o de doblez sugiere un modo de poder concebir el comienzo de la existencia de una
internalidad en el ser humano sin postular una interioridad previa y sin tener que adoptar
una versión particular de la ley de esta interioridad, cuya historia buscamos diagnosticar y
poner en cuestión. El pliegue indica una relación sin un interior esencial, donde lo que está
“dentro” es simplemente un pliegue del exterior. Estamos familiarizados con la idea de que
regiones del cuerpo que comúnmente nos representamos como parte de nuestra
interioridad (el tracto digestivo, los pulmones) no son sino invaginaciones de un afuera. Esto
no hace que dejemos de investirlos de afectos personales y culturales y de valores en
términos de una imagen corporal aparentemente inmutable que es tomada como la norma
de nuestra percepción de los contornos y los límites de nuestra corporalidad. Quizás
podamos pensar el poder que los modos de subjetivación tienen sobre los seres humanos
en función de este plegamiento. Los pliegues incorporan sin totalizar, internalizan sin
unificar, reúnen discontínuamente en forma de dobleces que configuran superficies,
espacios, flujos y relaciones.
Dentro de una genealogía de la subjetivación, lo que se puede plegar sería cualquier cosa
que pueda adquirir autoridad: mandamientos, consejos, técnicas, pequeños hábitos de
pensamiento y emoción, una variedad de rutinas y normas para ser humano: los
instrumentos a través de los cuales un ser humano se constituye en distintas prácticas y
relaciones. Estos plegamientos se estabilizan parcialmente, a tal punto que los seres
humanos han llegado a imaginarse como sujetos de una biografía, a utilizar ciertas “artes
de la memoria” para dotar de estabilidad a estas biografías, a emplear cierto vocabulario y
explicaciones para que les resulten inteligibles. Esto es indicativo de la necesidad de
ampliar los límites de la metáfora del pliegue, en tanto las líneas de estos pliegues no
atraviesan un dominio colindante con los límites carnales de la epidermis humana. Los
seres humanos son puestos en lugar y en acto a través de un régimen de dispositivos,
miradas y técnicas que se extienden más allá de los límites de la carne. La memoria de la
propia biografía no es una simple capacidad psicológica sino que está organizada por
rituales de narración de historias, apoyada en artefactos como los álbumes de fotografías y
demás. Los regímenes de la burocracia no son simplemente procedimientos éticos
plegados en el alma, sino que ocupan una matriz de oficinas, archivos, máquinas de
escribir, hábitos de cálculo del tiempo, repertorios conversacionales, técnicas de notación.
Los regímenes de la pasión no son simplemente pliegues afectivos en el alma, sino que se
ejercen en ciertos espacios recluidos o valorizados, mediante un equipamiento
sensualizado de camas, telas y sedas, rutinas de vestirse y desvestirse, dispositivos
estetizados para brindar música y luz, formas de repartir el tiempo y demás (Véase Ranum,
1989). El ser como plegamiento no es asunto de cuerpos sino de ámbitos ensamblados.
Podemos contraponer este tipo de espacialización del ser humano a la narrativización
emprendida por sociólogos y filósofos de la modernidad y la posmodernidad. Con ello
queremos decir que necesitamos hacer que el ser humano resulte inteligible en términos
de ensamblamientos. (Este argumento se encuentra desarrollado en el Capítulo 8). Con
ensamblamiento me refiero a la localización e interconexión de rutinas, hábitos y técnicas
dentro de dominios de acción y de valor específicos: bibliotecas y estudios, dormitorios y
saunas, tribunales y aulas, consultorios y galerías de museos, mercados y secciones en las
tiendas. Los cinco tomos de la Historia de la vida Privada compilados bajo la dirección
general de Phillipe Ariès y George Duby dan múltiples ejemplos de la forma en que nuevas
capacidades humanas, como estilos de escritura o de sexualidad, dependen de ciertas
formas de organización espacial del hábitat humano a las que también hacen surgir (Veyne,
1987; Duby, 1988; Chartier, 1989; Perrot, 1990; Prost y Vincent, 1991). Sin embargo, no
hay nada privilegiado en lo que se ha dado en llamar “vida privada” respecto de la ubicación
espacial de los regímenes de subjetivación, ya que al sujeto moderno se le ha requerido
que identifique su subjetividad tanto en la fábrica como en la cocina, en el ámbito militar
como en el estudio, en la oficina tanto como en el dormitorio. A la aparente linealidad,
unidireccionalidad e irreversibilidad del tiempo podemos contraponer la multiplicidad de
lugares, planos y prácticas. En cada uno de estos ensamblamientos, se activan repertorios
de conductas que no se encuentran limitadas por la envoltura de la piel humana ni
mantenidas en forma estable en el interior del individuo: constituyen más bien redes de
tensión que atraviesan un espacio y que les confieren a los seres humanos capacidades y
facultades en la medida en que éstos las capturen en ensamblamientos híbridos de
conocimientos, instrumentos, vocabularios, sistemas de juicio y dispositivos técnicos. En
este sentido, una genealogía de la subjetivación necesita pensar al ser humano como un
tipo de “maquinación”, un híbrido de carne, artefacto, conocimiento, pasión y técnica.

Conclusión
Nuestro régimen del yo actual se caracteriza por reflexionar y actuar en la totalidad de
dominios, prácticas y ensamblamientos diversos en función de una “personalidad”
unificada, una “identidad” a revelar, descubrir o trabajar en cada uno. Esta “maquinación”
del yo en términos de identidad debe ser reconocida como un régimen de subjetivación de
origen reciente. En los ensayos que siguen, sostengo que las disciplinas psi han tenido un
papel central en nuestro régimen de subjetivación contemporáneo y su unificación bajo el
signo del yo. Así es que una historia crítica de lo psi tomaría como objeto nuestro régimen
contemporáneo del yo y de la identidad, junto con todos los juicios y jueces que lo han
poblado. Esta historia describiría el rol que tuvieron las ciencias psicológicas en la
genealogía de dicho régimen y las relaciones que éste construye entre lo uno y lo múltiple,
lo interno y lo externo, el todo y la parte, en las clasificaciones delineadas en esta obra. Una
genealogía de la contribución de la psicología a nuestro régimen del yo se conecta
lateralmente con todos los movimientos políticos contemporáneos que han desafiado la
categoría de identidad: la identidad de la mujer, la identidad de raza, la identidad de clase.
(Véase especialmente Haraway, 1991 y Riley, 1988). Si se dejan de lado las banales
celebraciones “posmodernas” de la alegría de la “diferencia”, esos desafíos están
motivados en parte por la creencia de que los valores del yo y de la identidad funcionan
más como obstáculos que como recursos del pensamiento crítico. La política de la identidad
aún cuando no esté asociada a proyectos bárbaros para “limpiar” las diferencias, está
minada por fragmentaciones internas en las que los sujetos que se suponen unificados (en
tanto mujeres, negros, discapacitados, locos) se rehúsan a reconocerse con el nombre que
se les da. En esta fragmentación y en estos rechazos, nos vimos forzados a reconocer que
las identidades, nacional, racial, sexual, de género o de clase, típicamente fueron creada
históricamente por aquellos que iban a identificarnos con el fin de problematizar, regular,
vigilar, reformar, mejorar, desarrollar o aún eliminar a los identificados de ese modo. Cierto
es que con frecuencia estas identidades fueron abrazadas por los que fueron identificados
por esa vía para después volverlas contra los regímenes que las crearon. Pero declarar “yo
soy tal nombre”: mujer, homosexual, proletario, afroamericano (o inclusive hombre, blanco,
civilizado, responsable, masculino) no es una representación externa de un estado interno
y espiritual sino una respuesta a la historia de esa identificación y sus ambiguos dones y
legados.
Es verdad que no podemos analizar el presente en función de los pecados que puedan
yacer en su genealogía. Los vocabularios que utilizamos para pensarnos surgen de nuestra
historia pero no siempre conservan las marcas de su nacimiento: la historicidad de los
conceptos es demasiado contingente, demasiado móvil, oportunista e innovadora para ello.
Las estrategias políticas motivadas por los ideales de la identidad sin duda fueron imbuidas
tan frecuentemente por los nobles valores del humanismo y su compromiso con la libertad
individual como lo fueron por la voluntad de dominar o purificar en nombre de la identidad.
Pero con el fin de siglo quizás sea momento de intentar contabilizar los costos y no sólo las
bendiciones de nuestros proyectos de identidad. A la hora de contabilizar esos costos, un
elemento pequeño pero significativo será identificar las contribuciones que la psicología
hizo al régimen de la subjetivación, en tanto discurso que por aproximadamente ciento
cincuenta años nos ha dicho (a veces con mandatos brutales, a veces con disquisiciones
desapasionadas, otras con murmullos seductores y reconfortantes) la verdad sobre
nosotros mismos.

Notas
1.- Para evitar confusiones permítaseme señalar que al término subjetivación no se lo utiliza
aquí para implicar dominación por parte de otros ni subordinación a un régimen de poder
extraño. Funciona aquí no como un término al servicio de la “crítica” sino como un
dispositivo de pensamiento crítico: simplemente para designar procesos de configuración
de cierto tipo de sujeto. A lo largo de este capítulo se tornará evidente que mi argumentación
se apoya en el análisis de la subjetivación que hace Michel Foucault.
2.- Aquí hago alusión a la frase de Michel Maffesoli: “en el corazón de lo real existe entonces
un “irreal” que es irreductible y cuya acción lejos está de ser desdeñable” (Maffesoli, 1991,
p.12).
3.- Es importante comprender esta referencia en su forma reflexiva antes que sustantiva.
En lo que sigue, la frase designa en todo momento esta relación y no implica ningún “yo”
sustantivo como objeto de la relación.
4.- Se trata desde ya de una sobreargumentación. Por otra parte, sería necesario estudiar
los modos en que la reflexión filosófica se organizó alrededor de los problemas de la
patología (recuérdese el funcionamiento de la imagen de la estatua con las entradas
sensoriales escotomizadas en un filósofo sensualista como Condillac) así como los modos
en que la filosofía se inspira y se articula con los problemas del gobierno de la conducta (en
Condillac, ver Rose, 1985a; en Locke, ver Tully, 1993; en Kant, ver Hunter, 1994).
5.- Recientemente se han esgrimido, en diversos ámbitos, argumentos similares respecto
de la necesidad de analizar al “yo” como tecnológico. Ver especialmente la discusión en el
libro de aparición reciente de Elspeth Probyn (1993). Justamente, lo que se quiere significar
por “tecnológico” a menudo resulta poco claro. Más adelante en el Capítulo 8, sugiero que
es necesario que el análisis de las formas tecnológicas del gobierno de la subjetividad se
desarrolle en términos de la relación entre las tecnologías del gobierno de la conducta y las
técnicas intelectuales, corporales y éticas que estructuran la relación del ser consigo mismo
en distintos momentos y lugares.
6.- Por supuesto que esto no significa sugerir que el conocimiento y la pericia no tengan un
papel central en los regímenes no liberales de gobierno de la conducta: basta pensar en el
rol de doctores y administradores en la organización de los programas de exterminio masivo
de la Alemania nazi, o el rol de los trabajadores del partido en las relaciones pastorales de
los estados de Europa Oriental antes de su “democratización”, o bien el papel de la pericia
planificadora en los regímenes de planificación centralizada como el GOSPLAN en la
URSS. Sin embargo, las relaciones entre formas de conocimiento y de práctica
consideradas políticas y las que reinvindican el cuño no político de sus objetos fueron, en
cada caso, diferentes.
7.- No es éste el lugar para argumentar este punto, así que se me permitirá únicamente
aseverar que sólo los racionalistas o los creyentes en dios, imaginan que la “realidad” existe
en las formas discursivas disponibles al pensamiento. No es una cuestión que deba ser
abordada reavivando los viejos debates sobre la distinción entre el conocimiento del mundo
natural y del mundo social, se trata simplemente de aceptar que esto debe ser así a menos
que se crea en algún poder trascendental que ha moldeado el pensamiento humano de tal
modo que es homólogo a aquello que piensa. Tampoco cabe volver sobre el viejo problema
de la epistemología que postula una inefable división entre el pensamiento y su objeto para
luego desconcertarse con cómo uno puede “representar” al otro. Más bien se podría decir,
quizás, que el pensamiento configura lo real, pero no como una “realización” del
pensamiento.

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