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Publicado en: Nikolas Rose, Inventing our Selves, Cambridge University Press, 1996,
Capítulo 1. Traducción: Ángeles López
Fuente: http://www.elseminario.com.ar/biblioteca.htm
Problematizaciones
Cabe preguntarse dónde, cómo y quiénes problematizan los aspectos del ser humano, en
virtud de cuál sistema de juicio y en relación con qué intereses lo hacen. Para tomar algunos
ejemplos pertinentes, se podrían considerar los modos en que el lenguaje de la constitución
y el carácter llegan a operar en la temática de la caída y degeneración urbana articulada
por psiquiatras, reformistas urbanos y políticos en las últimas décadas del siglo XIX, o bien
los modos en que el vocabulario de la adaptación y la inadaptación llegan a utilizarse para
problematizar la conducta en ámbitos tan diversos como el lugar de trabajo, el tribunal y la
escuela en las décadas de 1920 y 1930. Plantear el tema de esta forma significa poner
énfasis en la primacía de lo patológico sobre lo normal en la genealogía de la subjetivación:
nuestros vocabularios y técnicas de la persona en general no han surgido de un campo de
reflexión sobre el individuo normal, el carácter normal, la personalidad normal, la
inteligencia normal, sino que la noción misma de normalidad surgió a partir del interés por
las formas de conducta, pensamiento y expresión consideradas problemáticas o peligrosas.
(Véase Rose, 1985a). Este es un punto a la vez metodológico y epistemológico: en la
genealogía de la subjetivación, el sitio de honor no lo ocupan los filósofos y sus reflexiones
acerca de la naturaleza de la persona, la voluntad, la conciencia, la moralidad y temas por
el estilo, sino más bien las prácticas cotidianas donde la conducta se volvió problemática
para los demás y para uno mismo, junto con los textos y programas mundanos (sobre
administración del hospicio, tratamiento médico de la mujer, regímenes aconsejables para
la crianza de los niños, nuevas ideas en la administración del lugar de trabajo, mejoramiento
de la autoestima) que buscan tornar estos problemas intelegibles y, al mismo tiempo,
manejables.(4)
Tecnologías
Preguntémonos qué medios se inventaron para gobernar al ser humano, para moldear o
adaptar su conducta en las direcciones deseadas y cómo hubo programas que buscaron
concretar esto en determinadas formas técnicas. La noción de tecnología puede parecer
antitética a la esfera de lo humano, en la medida que más de una crítica se funda en el
argumento de la indebida tecnologización de la humanidad. Sin embargo, el hecho de que
nos experimentemos a nosotros mismos como un cierto tipo de persona (criaturas de la
libertad, de las faculdades personales, de la autorrealización) es el resultado de una
variedad de tecnologías del hombre; tecnologías que toman como objeto los modos de ser
humano.(5) Al decir tecnología nos referimos a todo montaje estructurado por una
racionalidad práctica gobernada por una meta más o menos consciente. Las tecnologías
humanas son ensamblamientos híbridos de conocimientos, instrumentos, personas,
sistemas de juicio, construcciones y espacios sustentados a nivel programático por ciertos
presupuestos y objetivos respecto de los seres humanos. Se puede considerar la escuela,
la prisión, el asilo como ejemplos de un tipo de tecnologías, que Foucault denomina
disciplinarias, y que operan en términos de una detallada estructuración del espacio, del
tiempo y de las relaciones entre los individuos mediante procedimientos de vigilancia
jerárquica y sanción normalizadora, mediante intentos de plegar estos juicios a los
procedimientos y juicios que utiliza el individuo para la conducción de su propia conducta
(Foucault, 1977; véase Markus, 1993, para un examen de la forma espacial de tales
ensamblamientos). Un segundo ejemplo de una tecnología móvil y multivalente es la de la
relación pastoral, una relación de guía espiritual entre una figura de autoridad y un miembro
de su grey, que comprenden técnicas como la confesión y el develamiento de sí, la
ejemplaridad y el disciplinamiento inculcados en la persona a través de una cantidad de
esquemas de autoexamen, autosospecha, autodevelamiento, autodesciframiento y
autocuidado. Al igual que la disciplina, la tecnología pastoral puede articularse en
numerosas formas distintas: en la relación clérigo-feligrés, terapeuta-paciente, trabajador
social-consultante, así como en la relación del sujeto “educado” consigo mismo. No se
deberían considerar las relaciones de subjetivación disciplinaria y pastoral como histórica o
éticamente opuestas: los regímenes establecidos en la escuela, el asilo y la prisión abarcan
a ambas. Quizás la insistencia en una analítica de las tecnologías de lo humano sea la
característica más distintiva del abordaje que estoy propugnando. Este análisis no parte de
la consideración de que la tecnologización de la conducta humana sea maligna. Las
tecnologías humanas producen y enmarcan a los seres humanos como un determinado tipo
de ser cuya existencia es a la vez posibilitada y gobernada por su organización en un campo
tecnológico.
Autoridades
Preguntémonos ahora a quién se le confiere o quién reclama la capacidad de decir la verdad
del hombre, su naturaleza y problemas y qué caracteriza las verdades sobre las personas
a las que se les confiere tal autoridad. ¿Mediante qué aparatos se autorizan estas
autoridades: universidades, aparato legal, iglesias, política? ¿Hasta qué punto la autoridad
de la autoridad descansa en una apelación al saber positivo, a la sabiduría y la virtud, a la
experiencia y el juicio práctico, a la capacidad de resolver conflictos? ¿Cómo se gobiernan
las autoridades mismas: por los códigos legales, el mercado, los protocolos de la
burocracia, la ética profesional? Interroguemos cuál es la relación entre las autoridades y
los que están sujetos a ellas: el clérigo y el feligrés, el doctor y el paciente, el gerente y el
empleado, el terapeuta y el cliente. En mi opinión, este hincapié en la heterogeneidad de
las autoridades, más que en la singularidad del “poder”, es el rasgo distintivo de este tipo
de genealogías. Estas genealogías intentan diferenciar las distintas personas, cosas,
dispositivos, asociaciones, modalidades de pensamiento, tipos de juicio que buscan,
reclaman o adquieren autoridad o a los que ésta les es conferida. Relevan las diferentes
configuraciones de autoridad y subjetividad, así como los distintos vectores de fuerza y
contrafuerza que se instalaron y devinieron posibles. Buscan asimismo explorar la variedad
de formas en las que se ha autorizado a la autoridad, sin reducirlas a una intervención
encubierta del estado o a procesos de iniciativa moral y estudiando particularmente, en
cambio, las relaciones entre las capacidades de las autoridades y los regímenes de verdad.
Teleologías
Cabe preguntarse por las formas de vida que constituyen las metas, los ideales o los
modelos de las distintas prácticas de trabajo sobre las personas: el profesional que ejerce
su vocación con sabiduría y desapasionamiento; el viril guerrero que persigue una vida de
honor arriesgando calculadamente su cuerpo; el padre responsable que lleva una vida de
prudencia y moderación; el trabajador que acepta su parte con una docilidad fundada en la
creencia en la inviolabilidad de la autoridad o en una recompensa en otra vida; la buena
esposa que cumple con sus quehaceres domésticos con callada y modesta eficiencia; el
empresario que se esfuerza por obtener mejoras a largo plazo en su “calidad de vida”; el
amante apasionado y diestro en las artes del placer. ¿Cuáles son los códigos de
conocimiento que fundan estos ideales y a qué valoraciones éticas están ligados? Contra
quienes sugieren que en cada cultura se privilegia un modelo único de persona, es
importante enfatizar la heterogeneidad y la especificidad de los ideales o modelos de ser
persona, desplegados en las distintas prácticas, y las formas en que se articulan en relación
con problemas y soluciones específicos de la conducta humana. En mi opinión, sólo desde
esta perspectiva se puede identificar la peculiaridad de los intentos programáticos de
instalar un modelo único de individuo como ideal ético para ámbitos y prácticas distintos.
Por ejemplo, las sectas puritanas estudiadas por Weber hacían intentos originales por
asegurar un modelo de comportamiento individual en términos del yo, de sobriedad, deber
y modestia aplicado a prácticas tan diversas como entretenimientos populares y labores
dentro del hogar (ver Weber, [1905] 1976). En nuestra propia época, la economía, en la
forma de un modelo de racionalidad económica y elección racional, y la psicología, en la
forma de un modelo de individuo psicológico, han sentado las bases para similares intentos
de unificación de la conducta de vida en torno a un modelo único de subjetividad correcta.
Pero se debe concebir la unificación de la subjetivación como el objetivo de programas
específicos o el presupuesto de formas de pensar específicas y no como una característica
de las culturas humanas.
Estrategias
Ahora pasemos a inquirir sobre cómo los procedimientos que regulan las capacidades de
las personas se vinculan a objetivos morales, sociales o políticos más amplios respecto de
las características deseables y no deseables para la población, la mano de obra, la familia
y la sociedad. Resultan de especial importancia en este estudio las divisiones y relaciones
que se establecen entre las modalidades del gobierno de la conducta que se consideran
políticas y aquellas que se ejercen por medio de formas de autoridad y de aparatos que se
consideran no políticas, ya sea el conocimiento técnico de expertos, el conocimiento jurídico
de los tribunales, el conocimiento organizacional de los ejecutivos o el conocimiento
“natural” de la madre y la familia. Un rasgo típico de las racionalidades de gobierno que se
consideran “liberales” es la simultánea delimitación de la esfera de lo político por referencia
al derecho de otros ámbitos (siendo el mercado, la sociedad civil y la familia los tres más
comunmente desplegados) y la invención de una variedad de técnicas que intentarían
actuar sobre los sucesos de estos ámbitos sin quebrar su autonomía. Es por esta razón
que los conocimientos y formas de pericia sobre las características internas de los ámbitos
a gobernar, asumen una especial importancia en las estrategias y programas normativos
liberales, ya que estos ámbitos no se deben “dominar” por medio de la norma, sino que se
deben conocer, comprender y relacionar de tal modo que los sucesos en el interior de los
mismos (productividad y condiciones de contratación, asociaciones civiles, formas de
crianza de los niños y de organización de las relaciones conyugales y las finanzas del hogar)
apoyen y no se contrapongan a los objetivos políticos.(6) En el caso que estudiamos aquí,
las características de las personas, como esos “individuos libres” sobre quienes descansa
el liberalismo para lograr legitimidad y funcionalidad políticas, revisten una importancia
especial. Bien se podría decir que el campo estratégico general de todos los programas de
gobierno que se consideran liberales se ha definido por el problema de cómo poder
gobernar individuos libres de modo tal que ejerzan correctamente su libertad.
La primera surge en relación con la ética misma. En obras posteriores, Foucault utilizó la
noción de “ética” como una designación genérica de sus investigaciones respecto de la
genealogía de las formas actuales de “cuidado” de sí (Foucault, 1979b, 1986a, 1986n;
véase Minson, 1993). Foucault distingue las prácticas éticas del campo de la moral, en tanto
los sistemas morales son generalmente sistemas universales de mandato e interdicción
(haz esto o no hagas lo otro) y frecuentemente articulados en relación con algún código
relativamente formalizado. La ética, por otro lado, se refiere al ámbito de tipos específicos
de consejos prácticos acerca de cómo cuidar de sí, prestarse atención solícita y conducirse
en varios aspectos de la existencia cotidiana. Los distintos períodos culturales,
argumentaba Foucault, se distinguieron por la importancia dada en las prácticas de
regulación de la conducta a los mandatos morales y a los repertorios prácticos de consejos
éticos. No obstante, se podría emprender una genealogía de nuestro sistema moral
contemporáneo que, sugería Foucault, alentaba a los seres humanos a relacionarse
consigo como sujetos de una “sexualidad” y a “conocerse” a través de una hermenéutica
del yo, a explorar, descubrir, revelar y vivir a la luz de los deseos que conforman su verdad.
Esta genealogía alteraría la apariencia de esclarecimiento que revistió este sistema,
explorando la forma en que ciertas formas de prácticas espirituales ubicables en la ética de
griegos, romanos y primeros cristianos se incorporaron al poder pastoral y, posteriormente,
a las prácticas de tipo educativo, médico y psicológico (Foucault, 1986b, pág. 11).
El abordaje que vengo delineando claramente deriva, en gran medida, de la forma en que
Foucault pensó estas cuestiones. No obstante, me gustaría desarrollar sus argumentos en
varios sentidos. En primera instancia, como ya ha sido señalado, la noción de “tecnologías
del yo” puede prestarse a confusión. El yo no constituye el objeto transhistórico de las
técnicas de ser humano sino sólo una forma en que los hombres se han propuesto
comprenderse y relacionarse consigo mismos (Hadot, 1992). Estas relaciones se postulan,
en las distintas prácticas, en términos de individualidad, carácter, constitución, reputación,
personalidad y nociones similares, que ni son meramente diferentes versiones de un yo, ni
se suman para constituir un yo. Además, debe quedar abierto como un tema de
investigación histórica en qué medida nuestra relación contemporánea con nosotros
mismos (interioridad, autoexploración, autorrealización y demás) toma de hecho el tema de
la sexualidad y el deseo como su punto de anclaje. En otra parte sugerí que el yo, en sí
mismo, devino objeto de valoración, un régimen de subjetivación en que el deseo se ha
liberado de su dependencia a la ley de una sexualidad interna y se ha transformado en una
variedad de pasiones a través de las cuales descubrir y realizar la identidad del yo (Rose,
1990).
Sugeriría asimismo que es necesario extender el análisis de las relaciones entre gobierno
y subjetivación más allá del campo de la ética, si por tal entendemos todos los estilos de
relacionarse consigo que se estructuran por la división entre lo verdadero y lo falso, y lo
permitido y lo prohibido. Es necesario estudiar el gobierno de esta relación también desde
otros ejes.
Uno de estos ejes tiene que ver con el intento de inculcar una determinada relación consigo
a través de las transformaciones de las “mentalidades” o de lo que uno podría llamar
“técnicas intelectuales” (lectura, memoria, escritura, habilidad numérica, y demás) (Véanse
algunos importantes ejemplos en Eisenstein, 1979 y Goody y Watt, 1963). Por ejemplo,
especialmente en el curso del siglo XIX en Europa y los Estados Unidos, se ve el desarrollo
de una cantidad de proyectos para la transformación del intelecto al servicio de ciertos
objetivos, buscando en cada caso imponer una determinada relación consigo mismo a
través de la implantación de ciertas capacidades de lectura, escritura y cálculo. Podríamos
citar a modo de ejemplo la forma en que en las últimas décadas del siglo XIX, educadores
republicanos en los Estados Unidos promovían las aptitudes para el cálculo numérico, en
especial las habilidades numéricas que se verían facilitadas por la decimalización, con
miras a generar un tipo determinado de relación con sí mismo y con el mundo en aquellos
que contaran con estas aptitudes. Un yo numérico sería un yo calculador que establecería
una relación prudente con el futuro, la formulación de presupuestos, el comercio, la política
y la conducta en la vida en general (Cline-Cohen, 1982, págs. 148-9; véase Rose, 1991).
Un segundo eje estaría relacionado con la corporalidad o las técnicas del cuerpo. Por
supuesto, investigadores provenientes de la antropología y de otras disciplinas han
investigado en detalle el moldeamiento cultural de los cuerpos (comportamiento, expresión
de las emociones y demás) en tanto difieren de una cultura a otra y dentro cada cultura,
entre géneros, edades, status, grupos, etc. Marcel Mauss proporciona el relato clásico de
las formas en que el cuerpo como instrumento técnico se organiza de modos diferentes en
culturas distintas: formas diferentes de caminar, sentarse, cavar, marchar. (Mauss, 1979a;
véase Bourdieu, 1977). Sin embargo, una genealogía de la subjetivación no está interesada
en la relatividad cultural de las aptitudes corporales en sí misma; se interesa, en cambio,
por las formas en que se han diseñado e implantado los distintos regímenes del cuerpo en
intentos racionalizados de producir una determinada relación consigo mismo y con los
demás. Norbert Elias ha dado muchos ejemplos importantes de las formas en que códigos
explícitos de conducta corporal (modales, etiqueta y autoobservación de las funciones y
actos corporales) se imponían a los individuos según la posición ocupada en el aparato de
la corte de Luis XIV a mediados del siglo XVIII (Elias, 1983; véase también Elias, 1978;
Osborne 1996). El disciplinamiento del cuerpo del individuo patológico en la prisión y el asilo
del siglo XIX no sólo implicaba su organización dentro de un régimen externo de vigilancia
jerárquica y sanción normalizadora, y su montaje a través de regímenes moleculares que
regían la movilidad en el tiempo y en el espacio: también se buscaba imponer una relación
interna entre el individuo patológico y su cuerpo, en que el comportamiento corporal al
mismo tiempo manifestase y mantuviese un cierto dominio disciplinado ejercido por la
persona sobre sí misma (Foucault, 1967, 1977; véase también en Smith, 1992, una historia
de la noción de “inhibición” y su relación con la preocupación victoriana respecto de la
manifestación externa de determinación y dominio de sí a través del ejercicio del control
sobre el cuerpo). Una relación análoga, aunque significativamente distinta, con el cuerpo
fue un elemento clave en el cultivo de sí de cierta imagen estética en la Europa del siglo
XIX, encarnada en estilos de vestidos así como en la práctica de determinadas técnicas
corporales, como la natación, que producirían y mostrarían una determinada relación con
lo natural (Sprawson, 1992). Los teóricos del género han comenzado a analizar los modos
en que la exteriorización apropiada de la identidad sexual estuvo históricamente vinculada
con inculcar ciertas técnicas del cuerpo (Brown, 1989; Butler, 1990; Bordo, 1993). Ciertas
formas de comportarse, caminar, correr, sostener la cabeza y colocar brazos y piernas no
son sólo culturalmente relativas o adquiridas en la socialización de género, sino que
constituyen regímenes del cuerpo que buscan subjetivar en términos de una cierta verdad
de género, inscribiendo una determinada relación consigo mismo en un régimen corporal;
régimen que se prescribe, racionaliza y enseña en manuales de consejos, etiqueta y
modales, y se impone tanto por la sanción como por la seducción. (Ver los estudios
recopilados por Bremer y Roodemburg, 1991).
Estos comentarios deberían dar una idea de la heterogeneidad de los vínculos entre el
gobierno de los demás y el gobierno de sí. Es importante enfatizar otros dos aspectos de
esta heterogeneidad. El primero está relacionado con la diversidad de los modos en que se
impone cierta relación consigo. Existe la tentación de concentrarse en los elementos del
autodominio y las restricciones sobre los propios deseos e instintos implicados en varios
regímenes de subjetivación, prohibiciones destinadas a controlar o civilizar una naturaleza
interna que resulta desmesurada. Ciertamente se puede observar esta temática en muchos
de los debates del siglo XIX sobre ética y carácter tanto para las clases dominantes como
para las clases obreras respetables, un paradójico “despotismo del yo” en el corazón de las
doctrinas liberales de la libertad individual. (Derivo esta formulación de Valverde, 1996;
véase Valverde, 1991). Sin embargo, existen muchas otras formas en que se puede
establecer la relación consigo mismo y aún dentro del ejercicio del dominio, existe una
variedad de configuraciones mediante las cuales se puede alentar el dominio de sí (Véase
Sedgwick, 1993). Dominar la propia voluntad al servicio del carácter inculcando hábitos y
rituales de autonegación, prudencia y previsión, por ejemplo, es distinto de dominar el
propio deseo trayendo las raíces del mismo a la conciencia a través de una hermenéutica
reflexiva con el fin de liberarse de las consecuencias autodestructivas de la represión,
proyeccción e identificación.
Más aún, la forma misma de la relación puede variar. Puede ser una relación de
conocimiento, como el mandato de conocerse del que Foucault hace el recorrido desde la
confesión cristiana hasta las técnicas psicoterapéuticas contemporáneas: en este caso los
códigos del conocimiento son inevitablemente provistos no por la introspección pura sino
por una instrospección signada en un vocabulario particular de sentimientos, creencias,
pasiones, deseos, valores y de acuerdo con un determinado código explicativo, derivado
de alguna fuente de autoridad. Puede ser también una relación de preocupación y solicitud,
como en los proyectos del cuidado de sí en los que se actúa sobre el cuerpo, que debe ser
nutrido, protegido y salvaguardado con regímenes dietarios, reducción del estrés al mínimo
y autoestima. Análogamente, también varía la relación con la autoridad. Considérese, por
ejemplo, algunas de las cambiantes configuraciones de autoridad en el gobierno de la
locura y la salud mental: la relación de dominio que se ejerció entre el doctor del asilo y el
loco en la medicina moral de finales del siglo XVIII; la relación de disciplina y autoridad
institucional que se estableció entre el médico y el interno en el asilo del siglo XIX; la relación
pedagógica que se estableció, en la primera mitad del siglo XX, entre los higienistas
mentales y los niños, padres, alumnos y maestros, trabajadores y gerentes, generales y
soldados, sobre quienes buscaban actuar; la relación de seducción, conversión y
ejemplariedad que se establece entre el psicoterapeuta y el paciente en la actualidad.
A pesar de que las relaciones consigo mismo impuestas en un momento histórico dado
puedan ser similares en numerosos sentidos (por ejemplo, la noción victoriana de carácter
se trasladó ampliamente a muchas prácticas distintas), resultará evidente, a partir de la
exposición precedente, que cartografiar la topografía de la subjetivación queda pendiente
como una tarea de investigación empírica. Por ende, no se trata de narrar una historia
general de la idea de persona o de yo, sino de rastrear las formas técnicas aplicadas a la
relación consigo mismo en distintas prácticas, legal, militar, industrial, familiar, económica.
Y aún dentro de cualquier práctica, se debe suponer que la heterogeneidad es más común
que la homogeneidad; considérese, por ejemplo, las muy distintas configuraciones del ser
persona en el aparato legal en un momento dado, la diferencia entre la noción de estátus y
reputación tal como funcionó en los procesos civiles en el siglo XIX y la elaboración
simultánea de una nueva relación con el criminal como una personalidad patológica en los
tribunales penales y en el sistema carcelario (Ver Pasquino, 1991).
Nuestra propia actualidad ciertamente aparece marcada por cierto nivelamiento de esas
diferencias, de forma tal que los presupuestos de diversas prácticas sobre los seres
humanos comparten un cierto aire de familia: los seres humanos como yoes con autonomía,
elección y responsabilidad sobre sí, dotados de una aspiración psicológica de
autorrealización, que llevan su vida, real o potencialmente, como una especie de empresa
de sí. Pero es justamente éste el punto de partida de una investigación genealógica. Nos
preguntaremos: ¿de qué modos se montó este régimen del yo, en qué condiciones y en
relación con cuáles demandas y formas de autoridad? Sin duda en los últimos cien años
hemos presenciado una proliferación de saberes expertos sobre la conducta humana:
economistas, administradores, contadores, abogados, orientadores, terapeutas, médicos,
antropólogos, profesionales de ciencias políticas, expertos en política social y disciplinas
afines. Pero argumentaría que la “unificación” de los regímenes de subjetivación en
términos del yo tiene mucho que ver con el ascenso de una forma particular de saber
experto positivo acerca del ser humano: el de las disciplinas psi y su “generosidad”. Por
generosidad me refiero, contrariamente a las opiniones tradicionales sobre la exclusividad
del conocimiento profesional, a que la psicología estuvo feliz y de hecho ansiosa por
“ofrecerse”: prestar sus vocabularios, explicaciones y tipos de juicio a otros grupos
profesionales y a implantarlos en los pacientes. (Véase Rose, 1992b; ver Capítulo 4 de este
volumen). Las disciplinas psi, en parte como consecuencia de su heterogeneidad y falta de
paradigma único, han adquirido una particular capacidad de penetración en relación con las
prácticas para la conducción de la conducta. No sólo pudieron proveer toda una variedad
de modelos de ser un yo [selfhood], sino también recetas para el gobierno de las personas
que pueden ser puestas en práctica por profesionales de distintos ámbitos. Su potencia se
vió incrementada aún más por la capacidad de complementar esas cualidades practicables
con una legitimidad que derivaba de su reinvindicación de decir la verdad sobre los seres
humanos. Rápidamente, se diseminaron por su posibilidad de ser traducidos a programas
destinados a reconfiguar los mecanismos de autoconducción de los individuos, ya sea en
la clínica, el aula, el consultorio, la columna de consejos de alguna revista o los programas
donde la gente se confiesa por televisión. Ciertamente, es verdad que las disciplinas psi no
gozan de la alta estima del público y que muchas veces sus profesionales son blanco de
bromas. Pero no habría que dejarse llevar por este dato, lo psi se ha vuelto imprescindible
para poder concebir el ser persona, experimentarse uno mismo y a los demás como
personas, como también gobernarse a sí mismo o a los demás.
Permítaseme volver sobre el tema de la diversidad de regímenes de subjetivación. Otra
dimensión de la heterogeneidad surge de que las formas de gobernar a los demás están
vinculadas no sólo a la subjetivación del gobernado, sino también a la subjetivación de
aquellos que gobernarán la conducta. Así Foucault argumenta que la problematización del
sexo entre los hombres, para los griegos, estaba vinculada a la demanda de que aquel que
iba a ejercer autoridad sobre los demás debía ser capaz primero de ejercer el dominio sobre
sus propias pasiones y apetitos, ya que sólo no siendo esclavo de sí se era competente
para ejercer la autoridad sobre los demás. (Véase Foucault, 1988; Mineson, 1993, págs.
20-1). Peter Brown señala el trabajo requerido de un joven de las clases privilegiadas en el
Imperio Romano del siglo II a quien se le aconsejaba deshacerse de sus aspectos “suaves”
o “femeninos” (en su andar, en el ritmo de su hablar, su autocontrol) a fin de mostrarse
capaz de ejercer autoridad sobre los demás (Brown, 1989, pág. 11). Gerhard Oestreich
sugiere que el retorno a la ética estóica en los siglos XVII y XVIII en Europa surgió como
respuesta a las críticas de osificación y corrupción lanzadas a la autoridad: las virtudes del
amor, la confianza, la reputación, la amabilidad, las facultades espirituales, el respeto por
la justicia y otras por el estilo iban a convertirse en los medios utilizados por las autoridades
para renovarse (Oestreich, 1982, pág. 87). Stephan Collini describió nuevos modos en que
las clases intelectuales victorianas se problematizaban en términos de cualidades como
determinación y altruismo: se interrogaban, con permanente ansiedad, sobre la debilidad
de la voluntad y encontraban en ciertas formas de labor social y filantrópica, un antídoto
para la duda de sí (Collini, 1991, comentado en Osborne, 1996). Al tiempo que estos
mismos intelectuales victorianos problematizaban todo los aspectos de la vida social en
términos de carácter moral, amenazas al carácter, debilidad de carácter y necesidad de
promover el buen carácter, y argumentaban que las virtudes del carácter (autoconfianza,
sobriedad, independencia, autoconstricción, respetabilidad, mejora de sí) se debían
inculcar en los demás mediante actos positivos del estado y de los hombres de estado,
estaban haciendo sobre sí mismos, como sujetos, un trabajo ético correlativo pero diferente
(Collini, 1979, págs. 29-32). Análogamente, a lo largo de todo el siglo XIX, se ve el
surgimiento de programas bastante nuevos de reforma de la autoridad secular dentro del
servicio estatal, el aparato del gobierno colonial y la organizaciones de la industria y la
política, en los que el rol de empleado del estado, burócrata y gobernador colonial
constituirán el blanco de todo un nuevo régimen ético de desinterés, justicia, respeto por
las normas, distinción entre el desempeño de un cargo y las pasiones privadas, y mucho
más (Weber, 1978; véase Hunter, 1993a, b, c; Minson, 1993; du Gay,1995; Osborne, 1994).
Y por supuesto, muchos de los que estaban sujetos al gobierno de estas autoridades
(oficiales autóctonos en las colonias, esposas de las clases respetables, padres, maestros,
trabajadores, institutrices) fueron a su vez convocados a cumplir su papel en el
moldeamiento de las personas así como en inculcarles cierta relación consigo mismos.
Desde esta perspectiva, ya no resulta sorprendente que los seres humanos a menudo se
encuentren resistiendo las formas de ser persona que se les exigió que adoptaran. La
resistencia (si por tal entendemos la oposición a un régimen particular de conducir la propia
conducta) no requiere de una teoría de la agencia. No necesitan ser explicadas las fuerzas
inherentes que, dentro de cada ser humano, aman la libertad, buscan ampliar facultades y
capacidades o luchan por la emancipación, y que son anteriores a las demandas de la
civilización y la disciplina y entran en conflicto con ellas. No se necesita una teoría de la
agencia para dar cuenta de la resistencia más de lo que se podría necesitar de una
epistemología para dar cuenta de la producción de efectos de verdad. Los seres humanos
no son los sujetos unificados de algún régimen coherente de gobierno que produce
personas tal como las sueña. Por el contrario, los hombres viven sus vidas moviéndose
constantemente en distintas prácticas que los subjetivan de modos distintos. Dentro de
estas distintas prácticas, las personas se relacionan entre sí como tipos de seres humanos
distintos, presuponen ser clases de personas distintas y actúan como si lo fueran. Las
técnicas de relacionarse consigo, como un sujeto con capacidades únicas, merecedor de
respeto, chocaron con las prácticas de relacionarse consigo como blanco de disciplina,
deber y docilidad. La demanda humanista que reclama descifrarnos en términos de la
autenticidad de los propios actos choca con la demanda política o institucional de que nos
gobernemos por la responsabilidad colectiva en una toma de decisión organizada, aún
cuando se esté personalmente en contra. La demanda ética de sufrir nuestras penas en
silencio y encontrar la manera de continuar resulta problemática desde la perspectiva de
una ética pasional que nos obliga a revelarnos haciendo uso de un particular vocabulario
de emociones y sentimientos.
La existencia de la contestación, el conflicto y la oposición, en prácticas que conducen la
conducta de las personas, no sorprende ni requiere apelar a las cualidades particulares de
la agencia humana, salvo, en el sentido mínimo de que el ser humano (como todo) supera
todo intento de pensarlo; si bien el ser humano es necesariamente pensado, no existe en
la forma del pensamiento.(7) Es de este modo que en cualquier ámbito o campo dado, los
seres humanos utilizan programas concebidos para un fin al servicio de otros fines. Por
ejemplo, psicólogos, reformadores administrativos, sindicatos y trabajadores han recurrido
al vocabulario de la psicología humanística para criticar las prácticas de administración
basadas en el estudio psicofisiológico o disciplinario de las personas. Durante las últimas
dos décadas, reformadores de las prácticas en bienestar social y en medicina se han
inclinado por la noción de los seres humanos como sujetos de derechos en contra de las
prácticas que presuponen que los seres humanos son sujetos de asistencia. De este
complejo y discutido campo de oposiciones, alianzas y disparidades de regímenes de
subjetivación provienen acusaciones de falta de humanidad, críticas, reclamos de reformas,
programas alternativos y la invención de nuevos regímenes de subjetivación.
Si optamos por llamar resistencia a algunas dimensiones de estos conflictos, esto es en sí
una cuestión de perspectiva: requiere que emitamos un juicio. Vana es la queja de que
semejante perspectiva no deja un lugar desde donde hacer una crítica ética y evaluar
posturas éticas. La historia de todos los intentos de fundamentar la ética sin apelar a algún
garante trascendental es suficientemente clara: no puede terminar con los conflictos sobre
los regímenes de la persona, sino simplemente ocupar un lugar más dentro del campo de
disputa. (Ver MacIntyre, 1981).
Conclusión
Nuestro régimen del yo actual se caracteriza por reflexionar y actuar en la totalidad de
dominios, prácticas y ensamblamientos diversos en función de una “personalidad”
unificada, una “identidad” a revelar, descubrir o trabajar en cada uno. Esta “maquinación”
del yo en términos de identidad debe ser reconocida como un régimen de subjetivación de
origen reciente. En los ensayos que siguen, sostengo que las disciplinas psi han tenido un
papel central en nuestro régimen de subjetivación contemporáneo y su unificación bajo el
signo del yo. Así es que una historia crítica de lo psi tomaría como objeto nuestro régimen
contemporáneo del yo y de la identidad, junto con todos los juicios y jueces que lo han
poblado. Esta historia describiría el rol que tuvieron las ciencias psicológicas en la
genealogía de dicho régimen y las relaciones que éste construye entre lo uno y lo múltiple,
lo interno y lo externo, el todo y la parte, en las clasificaciones delineadas en esta obra. Una
genealogía de la contribución de la psicología a nuestro régimen del yo se conecta
lateralmente con todos los movimientos políticos contemporáneos que han desafiado la
categoría de identidad: la identidad de la mujer, la identidad de raza, la identidad de clase.
(Véase especialmente Haraway, 1991 y Riley, 1988). Si se dejan de lado las banales
celebraciones “posmodernas” de la alegría de la “diferencia”, esos desafíos están
motivados en parte por la creencia de que los valores del yo y de la identidad funcionan
más como obstáculos que como recursos del pensamiento crítico. La política de la identidad
aún cuando no esté asociada a proyectos bárbaros para “limpiar” las diferencias, está
minada por fragmentaciones internas en las que los sujetos que se suponen unificados (en
tanto mujeres, negros, discapacitados, locos) se rehúsan a reconocerse con el nombre que
se les da. En esta fragmentación y en estos rechazos, nos vimos forzados a reconocer que
las identidades, nacional, racial, sexual, de género o de clase, típicamente fueron creada
históricamente por aquellos que iban a identificarnos con el fin de problematizar, regular,
vigilar, reformar, mejorar, desarrollar o aún eliminar a los identificados de ese modo. Cierto
es que con frecuencia estas identidades fueron abrazadas por los que fueron identificados
por esa vía para después volverlas contra los regímenes que las crearon. Pero declarar “yo
soy tal nombre”: mujer, homosexual, proletario, afroamericano (o inclusive hombre, blanco,
civilizado, responsable, masculino) no es una representación externa de un estado interno
y espiritual sino una respuesta a la historia de esa identificación y sus ambiguos dones y
legados.
Es verdad que no podemos analizar el presente en función de los pecados que puedan
yacer en su genealogía. Los vocabularios que utilizamos para pensarnos surgen de nuestra
historia pero no siempre conservan las marcas de su nacimiento: la historicidad de los
conceptos es demasiado contingente, demasiado móvil, oportunista e innovadora para ello.
Las estrategias políticas motivadas por los ideales de la identidad sin duda fueron imbuidas
tan frecuentemente por los nobles valores del humanismo y su compromiso con la libertad
individual como lo fueron por la voluntad de dominar o purificar en nombre de la identidad.
Pero con el fin de siglo quizás sea momento de intentar contabilizar los costos y no sólo las
bendiciones de nuestros proyectos de identidad. A la hora de contabilizar esos costos, un
elemento pequeño pero significativo será identificar las contribuciones que la psicología
hizo al régimen de la subjetivación, en tanto discurso que por aproximadamente ciento
cincuenta años nos ha dicho (a veces con mandatos brutales, a veces con disquisiciones
desapasionadas, otras con murmullos seductores y reconfortantes) la verdad sobre
nosotros mismos.
Notas
1.- Para evitar confusiones permítaseme señalar que al término subjetivación no se lo utiliza
aquí para implicar dominación por parte de otros ni subordinación a un régimen de poder
extraño. Funciona aquí no como un término al servicio de la “crítica” sino como un
dispositivo de pensamiento crítico: simplemente para designar procesos de configuración
de cierto tipo de sujeto. A lo largo de este capítulo se tornará evidente que mi argumentación
se apoya en el análisis de la subjetivación que hace Michel Foucault.
2.- Aquí hago alusión a la frase de Michel Maffesoli: “en el corazón de lo real existe entonces
un “irreal” que es irreductible y cuya acción lejos está de ser desdeñable” (Maffesoli, 1991,
p.12).
3.- Es importante comprender esta referencia en su forma reflexiva antes que sustantiva.
En lo que sigue, la frase designa en todo momento esta relación y no implica ningún “yo”
sustantivo como objeto de la relación.
4.- Se trata desde ya de una sobreargumentación. Por otra parte, sería necesario estudiar
los modos en que la reflexión filosófica se organizó alrededor de los problemas de la
patología (recuérdese el funcionamiento de la imagen de la estatua con las entradas
sensoriales escotomizadas en un filósofo sensualista como Condillac) así como los modos
en que la filosofía se inspira y se articula con los problemas del gobierno de la conducta (en
Condillac, ver Rose, 1985a; en Locke, ver Tully, 1993; en Kant, ver Hunter, 1994).
5.- Recientemente se han esgrimido, en diversos ámbitos, argumentos similares respecto
de la necesidad de analizar al “yo” como tecnológico. Ver especialmente la discusión en el
libro de aparición reciente de Elspeth Probyn (1993). Justamente, lo que se quiere significar
por “tecnológico” a menudo resulta poco claro. Más adelante en el Capítulo 8, sugiero que
es necesario que el análisis de las formas tecnológicas del gobierno de la subjetividad se
desarrolle en términos de la relación entre las tecnologías del gobierno de la conducta y las
técnicas intelectuales, corporales y éticas que estructuran la relación del ser consigo mismo
en distintos momentos y lugares.
6.- Por supuesto que esto no significa sugerir que el conocimiento y la pericia no tengan un
papel central en los regímenes no liberales de gobierno de la conducta: basta pensar en el
rol de doctores y administradores en la organización de los programas de exterminio masivo
de la Alemania nazi, o el rol de los trabajadores del partido en las relaciones pastorales de
los estados de Europa Oriental antes de su “democratización”, o bien el papel de la pericia
planificadora en los regímenes de planificación centralizada como el GOSPLAN en la
URSS. Sin embargo, las relaciones entre formas de conocimiento y de práctica
consideradas políticas y las que reinvindican el cuño no político de sus objetos fueron, en
cada caso, diferentes.
7.- No es éste el lugar para argumentar este punto, así que se me permitirá únicamente
aseverar que sólo los racionalistas o los creyentes en dios, imaginan que la “realidad” existe
en las formas discursivas disponibles al pensamiento. No es una cuestión que deba ser
abordada reavivando los viejos debates sobre la distinción entre el conocimiento del mundo
natural y del mundo social, se trata simplemente de aceptar que esto debe ser así a menos
que se crea en algún poder trascendental que ha moldeado el pensamiento humano de tal
modo que es homólogo a aquello que piensa. Tampoco cabe volver sobre el viejo problema
de la epistemología que postula una inefable división entre el pensamiento y su objeto para
luego desconcertarse con cómo uno puede “representar” al otro. Más bien se podría decir,
quizás, que el pensamiento configura lo real, pero no como una “realización” del
pensamiento.