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EL EJE NARCISISTA DE LAS DEPRESIONES 1

Guy Rosolato

Las depresiones son lo suficientemente variadas y complejas como para que el examen de
su organización merezca ser propuesto una vez más, pero en una perspectiva en la que
domine el eje, que resulta fundamental, del narcisismo.

Tendremos en cuenta, a todo lo largo de este trabajo, las relaciones entre la culpa y la
depresión; se admite corrientemente que son significativas en su correspondencia evolutiva,
pero conviene anotar que pueden igualmente ser relaciones de exclusión. Nos
preocuparemos por observar sus modalidades.

Los otros ejes elegidos como registros (regerere: llevar atrás) descubrirán las figuras
fantaseadas ligadas al trauma inicial – con la condición de precisar el sentido que éste
asume -, luego los tipos de reacción con respecto a la madre, objeto central de las
depresiones.

Pero, toda nuestra investigación convergirá hacia la elucidación del narcisismo infantil,
centrado en el yo ideal, el doble, y la imagen del “niño muerto”.

El interés de un tal estudio se refuerza cuando se comprueba que, en la nosología actual, las
depresiones parecen haber llegado a ser más frecuentes. Las exigencias y los ideales de
nuestro tiempo indudablemente confieren al sentimiento inconsciente de culpa, del que
hablaba Freud, pero quizá por otras razones que vienen a agregarse a los efectos de las
restricciones pulsionales, una fuerza latente constantemente renovada.

DISTINCIONES CLINICAS A PARTIR DE LA CULPA

Hablar de la culpa es obligatoriamente hacer recurso a una evaluación ética como categoría
a la que el sujeto se atiene. Esto supone un ideal determinado con respecto al cual toda
falta, toda transgresión, hacen autorizar la puesta en marcha de una compensación moral.
Es preciso subrayar el hecho de que la culpa se apoya en una tríada de reacciones cuyos
elementos se organizan diversamente según los casos, y es importante no considerarlos
aisladamente quedándose con sólo uno de ellos en detrimento de los demás.

Primero, hay la posibilidad de un castigo que, en el plano de la moral personal, se vuelve


una necesidad de expiación, una obligación de enmendarse y de cambiar. En la relación con
el otro, se impone la reparación, al precio de un esfuerzo, de un trabajo de anulación del

1
 Tomado de Nouvelle revue de psychanalyse, Figures du vide, Numéro 11, printemps 1974, París,
Gallimard. Traducción: Anthony Sampson. El traductor agradece la colaboración de Pierre Angelo Gonzáles
y de Gabriel Patiño Lakatos sin cuyo empeño e insistencia esta traducción nunca se habría terminado.

-1-
mal cometido. En fin, el perdón, especialmente con la confesión de las faltas que permite la
reconciliación, es el tercer medio de apaciguamiento de la culpa. Se olvida demasiado
fácilmente a dos de estos aspectos para no conservar, en el contexto psicoanalítico
corriente, más que la reparación. Empero, debajo de la cobertura de ésta, los otros se
encuentran reprimidos, pero permanecen inconscientemente en actividad.

El poder de la culpa depende del de un ideal, de una ley que, por la importancia que se le
atribuye, cualquiera que sea su contenido, constituye una forma en la que lo sagrado es
investido, es decir, en la que un proyecto no puede sufrir ningún revés, y, así, justifica todos
los sacrificios, hasta el de la vida misma. Sobra decir que esta ley no podría resumirse en el
mero respeto ante el dictado de la fuerza, colectiva o individual. Ella sólo adquiere su
sentido en el reconocimiento o esperanza de una verdad.

La extensión de esta ley es variable en cuanto al grupo que rige. La responsabilidad de que
se trata puede valer para todo individuo colocado en las mismas circunstancias; pero
también puede no concernir sino al único círculo de iguales que poseen un ideal en común
y que encuentran en él su fundamento; en fin, en algunos produce la ilusión de ser
completamente individual, cuando no se reconoce ningún punto en común con el otro
(aunque la relación entre la víctima y el verdugo jamás sea vivida de un modo tan sencillo).

La culpa puede, igualmente, definirse por rasgos negativos; así, el sentimiento de displacer
moral, remordimientos, pesar o desvalorización que rubrica el juicio del superyó, para
poder aparecer plenamente, no debe ser reprimido por las tan frecuentes defensas maníacas.
En cuanto a la culpa inconsciente, sabiendo la importancia de los contenidos a los cuales se
adhiere, su represión global puede ser perfectamente concebible. La cuestión, que a
menudo permanece mal precisada, consiste en llegar a revelar el retorno, o las
transformaciones afectivas que acompañan esta represión, hasta asumir la figura de la
depresión. Se debe, pues, interrogarse con respecto a esta oscilación.

Las alteraciones de la culpa, por ausencia o por exceso, a menudo han llamado la atención
de los autores. En el delincuente, después de que se había incriminado su ausencia de
sentido moral, frecuentemente se ha revelado una culpa inconsciente que arrastraría a
conductas autopunitivas que, al mismo tiempo, preservan la fantasía que la alimenta. A
veces sólo se trata de una tentativa desesperada por sentir esta culpa 2.

Igualmente interesantes, y sobre todo ejemplares para nuestra finalidad, son las maniobras
obsesivas. Desde las confesiones escrupulosas, hasta los rituales compensatorios en los que
la culpa aparece a la luz del día, excesiva, sutil e intransigente, o experimentando sucesivos
desplazamientos para disfrazar su origen, a menudo haciéndose caricaturesco por sus
sobrecargas, ridiculizando la ley a la cual se somete; toda la organización obsesiva, al
menos en sus formas más fijadas por defensas específicas, se presenta como antitética a la
depresión. Pero el parentesco y la diferencia, establecidos por Abraham, entre la neurosis
obsesiva y la melancolía, a partir de los dos estadios sádico-anales, tienen igualmente su
contraparte en el plano de la culpa.

2
D. W. Winnicott, “La psychanalyse et le sentiment de la culpabilité » (1958), en De la pédiatrie à la
psychanalyse, Payot, 1969.

-2-
La neurosis obsesiva busca, con ocasión de una culpa relativa a las prohibiciones sexuales,
el dominio sobre el mal en general y sobre la muerte, como ejercicio supremo de la
omnipotencia de los pensamientos. Su esquema para ello consiste en postular una falta
original que habría ocasionado la muerte en cuanto virtualidad humana adquirida. Este
pecado original – el asesinato del padre - tiene la virtud de someter la muerte misma a las
decisiones del hombre, aunque fueran estas originalmente condenables, y, por tanto, de
plantear el poder exaltante de semejante responsabilidad. Mediante la cual toda reparación,
toda expiación, todo sacrificio individual, en la ingeniosidad de su labor, en su ritual o rito
social, dan la ilusión, y la fuerza utilizable, de un poder tanto más potente cuanto que se
ejerce sobre la muerte. Las consecuencias que de esto se desprenden consisten, sobre todo,
en alimentar una invencible esperanza que caracteriza a la estructura obsesiva. Se puede,
entonces, grosso modo, oponer tal estructura a los afectos depresivos, sabiendo que ella
también produce una ventaja suplementaria en la dominación de las pulsiones y en el
sacrificio, pudiendo desembocar en inversiones, en excesos masoquistas y en el ascetismo.

La culpa obsesiva, en su forma acusada, surge efectivamente de las tres causas indicadas
por Freud – la prematuración inicial, la represión pulsional (aunque una educación
permisiva puede tener los mismos efectos), y las fantasías edípicas del asesinato del padre.
Enseguida tendremos que volver al examen del desamparo infantil.

Se observará que muchas teorías psicoanalíticas de la depresión son llevadas, en sus


pretensiones anagógicas, a adoptar la organización “cultural” propia de la neurosis
obsesiva, al menos en la valoración mesurada de una culpa que conlleva, como hemos
visto, la apertura de una esperanza. Pero no se debe descartar demasiado rápidamente la
eventualidad de un retorno, en la teoría, de una concepción del rescate propio de las
religiones de la salvación. Esto no debe hacer olvidar cómo era Freud de ajeno a este tipo
de procedimiento intelectual.

Cuando nos dirigimos a los aspectos clínicos de las depresiones, dos formas mayores,
independientes en cuanto a las demás estructuras, frecuentemente se oponen: la depresión
(simple) (neurótica) y la melancolía psicótica 3. Esta distinción merece ser mantenida por
cuanto se apoya en una sintomatología fácilmente verificable.

La primera será caracterizada por afectos que, como se sabe, son inseparables de un
contenido de pensamiento 4. Al lado del desinterés, del pesimismo, de la falta de esperanza,
de la tristeza, destacaremos, ante todo, los síntomas dominantes de astenia, de inhibición,
de disminución vital (Winnicott), de inferioridad. En breve, el término de depresión da
cuenta perfectamente del conjunto de estas caídas. Si, además hay una inquietud con
respecto a la salud física, hipocondría larvada, sólo es un medio para intentar localizar un
déficit en una parte del cuerpo, para controlarlo mejor.

Pero, el hecho de que se insista en el aspecto “afectivo” muestra que sólo puede figurar en
primer plano el displacer, fuera de cualquier otra representación (o significante), si no es

3
Cf. E. Jacobson, Depression, Intern. Univ. Press, 1971.
4
M. Schur, Affects and Cognition, Intern. J. Psychoanal., 1969, 4, p. 647-653

-3-
bajo una forma imprecisa e inaprehensible. Sin duda, existen casos con angustia, temor y
culpa. Pero lo más a menudo, sobre todo actualmente, en una forma que parece bastarse,
tanto que puede considerarse como esencial, la depresión no conlleva idea consciente de
culpa 5. En efecto, es importante que el displacer venga en oposición a una culpa
identificable, es decir, ligada a un contenido preciso, de tal suerte que el malestar sentido no
pueda atenuarse al ser referido a su causa, o a un origen, a fin de que persista una distancia
para restituir lo más vivamente un dolor de separación. El tributo pagado a la culpa debe
hacerse ciegamente: no se trata de una punición patente, que por las vías del masoquismo
hasta podría conducir a una satisfacción, o en la neurosis obsesiva como una amenaza
permanente, sino de un displacer sufrido, o que parece tal, y que aparentemente no debe
dejar ningún lugar a la actividad del sujeto, enteramente a merced de su suerte deplorable.

Esta depresión, sin otros síntomas, sin que la culpa se una a la comprobación de la
incapacidad, tiene autonomía suficiente como para ser opuesta a la melancolía. Esta última
organización psicótica no se caracteriza solamente por la intensidad de los afectos
depresivos anteriores, o por su acentuación monoideica. Ya el exceso de agotamiento de la
actividad supera un primer nivel con respecto a las reacciones banales y, a fin de cuentas,
explicables, de descorazonamiento, de fatiga, de repliegue, o de duelo, que no pueden dejar
de afectar a cualquiera ante las vicisitudes de la existencia. Pero, aquí, la organización
delirante evalúa catástrofes sin relación con la realidad presente, la hipocondría afirma un
estado somático gravísimo o fantástico, y el deseo de muerte pasa al primer plano.

Comprobamos igualmente, y esto es importante para nuestra argumentación, una culpa


insistente y feroz en la que la indignidad y la vergüenza son relacionadas con crímenes
inexistentes pero de los que el sujeto se acusa incansablemente.

Cuando se sabe el parentesco sintomatológico entre la depresión y la melancolía, se puede


comprender la función de la culpa en el cuadro general de las oposiciones entre neurosis y
psicosis. En la neurosis, la infraestructura inconsciente, constituida por los deseos edípicos,
permanece reprimida, mientras que en la psicosis, tales deseos son puestos en escena clara
y directamente en el delirio. Una correspondencia idéntica puede ser descrita en el caso de
la culpa: no inexistente en la neurosis sino inconsciente y directora de la evidente
sintomatología, se vuelve “hablante” en la versión psicótica que es la melancolía. Esto
confirmaría, si fuera necesario, la función inconsciente de la culpa en las depresiones.

Así, la melancolía no puede resumirse en la fórmula de “neurosis narcisista”. Porque el


retiro libidinal va paralelamente a la tendencia invasora a asirse, aunque sea de un modo
indirecto, del mundo objetal: su introyección conserva un facsímil maléfico suyo que
parece ya no poder escapar. El narcisismo absoluto se hallaría más bien en las formas más
graves de esquizofrenia, hebefrénicas o catatónicas, que no se preocupan por ningún objeto,
ni siquiera corporal, y llevan la destrucción hasta lo que podría, en última instancia, ocupar
su lugar, o permitir su aprehensión “objetiva”, a saber, el funcionamiento psíquico mismo.
Las depresiones son marcadas, sobre todo, por una aplicación del proyecto de muerte a un
objeto interno, muerte lenta de desolación e inanición (con las formas hipocondríacas y la
anorexia mental), o muerte violenta de la melancolía, pero bajo un control mental riguroso.

5
F. Pasche “De la depresión” en A partir de Freud, Payot,1969.

-4-
Esta relación entre depresión y melancolía, a la cual vuelven tanto los autores, no solamente
para afianzar en ella un pronóstico (a veces con la prudencia maliciosa de prever lo peor al
sospechar que toda depresión puede ser una forma larvada de melancolía), se sitúa, en el
abanico de las articulaciones evolutivas entre los estados mentales, en el punto de unión
donde el peso de la estructura nuclear narcisista de la paranoia puede aún hacerse sentir. La
imposibilidad de salir de una relación dual, de elaborar un duelo y la castración, la
sensibilidad a las causas desencadenantes de la depresión, y el viraje de ésta hacia la
melancolía, provienen de la organización “paranoide” persistente.

No toda culpa es signo de una evolución favorable; la neurosis obsesiva está encadenada a
ella. La melancolía, otra tentativa de curación a través del delirio, para lograrlo, se apodera
de lo que hubiera sido su vía en una estructura no psicótica. De ese modo hace manifiesto el
inconsciente correspondiente. Esta fijación a la estructura paranoica, por lo tanto, puede
permitir considerar a la melancolía como una paranoia interiorizada: el objeto introyectado
y el superyó se convierten en los polos de lucha entre perseguidor y perseguido. Lo que se
juega en este combate ya no será la relación con el objeto externo, sino con el sector de
realidad psíquica interna alienada en el objeto introyectado. Convendría, pues, que
pudiéramos seguir las variaciones narcisistas entre la paranoia y la culpa para poder
apreciar bien las posibles salidas de una depresión, y esto principalmente con respecto a los
efectos del doble narcisista.

Una cuestión que a menudo se suscita, a propósito de las depresiones, es la de saber si un


tal diagnóstico corresponde a una estructura suficientemente coherente, que posee una
determinación, según una perspectiva psicoanalítica, una causalidad inconsciente específica
que permite no atenerse a la simple comprobación de un síntoma polivalente: por ejemplo,
una fiebre, para retomar una comparación clásica. Obsérvese la persistente incidencia
médica en esta reflexión.

De todas maneras, habría que observar que esta duda podría aplicarse a toda sintomatología
mental. La causalidad psíquica nunca es la de una etiología médica y, además, la
sobredeterminación se impone aquí hasta en la dirección misma de la cura. En efecto, no
atenerse sino a una sola “explicación” de las perturbaciones más patentes (como las que
rápidamente hemos esbozado) conduce a interpretaciones sistemáticas, si no a proyecciones
teóricas, cuyos efectos de sugestión obedecen, sobre todo, a la complicidad establecida
entre el paciente y el terapeuta, y que al ser percibida, ella misma, unilateralmente por el
primero, puede llevar a bloquear la elaboración interpretativa. Es pues, un problema
general: una concentración demasiado directa y precoz de las interpretaciones en el
mecanismo que parece más evidente corre el riesgo de no seguir los diferentes hitos que
permitirán, en cada caso, trazar la red de la sobredeterminación. No es menos cierto que
esta discusión se abre efectivamente respecto a la depresión. No es un azar. La depresión es
un pivote en torno al cual se despliegan el potencial evolutivo de la neurosis y la psicosis, y
la irreductibilidad del masoquismo.

-5-
De suerte que, si se insiste, a justo título, en la infraestructura pregenital – oral sobre todo -
también es preciso tener en cuenta la incidencia edípica y fálico-genital en la depresión 6.
No es por satisfacer un afán de descripción exhaustiva por lo que adoptamos, y con mayor
razón en este caso, una perspectiva múltiple. La estructura misma de la depresión nos invita
a ello: su desinterés generalizado, su repliegue con respecto a todas las “razones” para vivir,
así como a la inversa en la defensa maníaca una curiosidad que se dispersa sobre todo lo
que se presenta, llevan a destacar la importancia de la red interpretativa. En lugar de un
sistema y de un esquema abstracto, a los cuales conduce irresistiblemente el declive
depresivo mismo, debe prevalecer una particularización de lo que ha sido la vivencia del
sujeto en una multitud de detalles relativos a los hechos del pasado. En esta remontada, y
cualesquiera que sean las teorías, es difícil no ver aparecer la eventualidad de un trauma
inicial, que confiere su fuerza a la inercia de la depresión, aun cuando ésta se presente en su
determinación edípica.

Pero, antes de abordar esta cuestión, planteemos algunos puntos útiles para la comprensión
de la culpa en la conducción de la cura.

Podemos postular que la depresión es un sufrimiento en relación con la culpa, en la medida


en que las reacciones (de defensa), que son propias a ésta última, o bien ya no pueden
funcionar, o bien se hallan desequilibradas a favor de una de ellas que se vuelve repetitiva
debido a la prevalencia de una falta fantaseada remanente. Así, de la tríada, principalmente
la expiación o la reparación, o la demanda de perdón, puede predominar inconscientemente
y determinar la presentación del malestar depresivo.

Pero, si la falta fantaseada sostiene la depresión, sólo se puede desprenderse de ella


mediante una justa evaluación de la realidad y del objeto total.

Así, vemos a la culpa trabajar para establecer la verdad en una estrecha convergencia entre
el bien moral y lo verdadero del intelecto. Esto es tan cierto que esta elaboración, con todas
sus implicaciones morales, se convierte en el ejercicio progresivo de una constitución de la
realidad en su dependencia de la verdad.

La evaluación evolutiva de la depresión se hará, pues, en función de la culpa, sea ella


camuflada, es decir, reprimida o forcluída, o manifiesta, fijada a la falta ideal del
narcisismo.

Tampoco es raro comprobar beneficios secundarios en una crisis depresiva, que a veces
sólo se instala para anticipar un proyecto inconfesable, y pagar por adelantado una falta
futura. En fin, a menudo el deprimido tiene el objetivo inconsciente de provocar en el otro
una culpa que no parece, en cuanto a él, afectarlo. E. Jakobson mostró esta tendencia en la
pareja 7.

6
Cf. C. Brenner, “Depression, anxiety and affect theory”, Int. J. Psycho-Anal., 1974, 1, p. 25-32.
7
Cf. “Transference problems in the psychoanalytic treatment of severely depressive patients”, op. cit.

-6-
EL TRAUMA. LA HERIDA NARCISISTA.

El examen de las causas aparentes, cercanas o alegadas, frecuentemente encuentra hechos


reales: duelos, separaciones, abandonos. Por lo demás, pueden ser el origen de reacciones
aparentemente paradójicas, sea que la pérdida, recibida en la indiferencia, satisfaga
tendencias masoquistas, sea que una reacción maníaca responda a una recrudescencia
libidinal 8 que testimonia de la satisfacción de sobrevivir mientras que el otro desaparece,
sea aun que el duelo se haga por desplazamiento sobre otro objeto que sí será amargamente
llorado (por ejemplo, una mujer tenía un gato cuyo nombre recordaba el de un hijo que
había abandonado el hogar; ella perdió, casi al mismo tiempo, a su madre y al animal; se
concentró sobre éste toda la lamentación, mientras que el duelo por la madre ni siquiera se
manifestó). Es preciso subrayar la importancia y la frecuencia desencadenante de aquello
que hace alusión al niño: hermano o hermana, descendiente o “animalitos”. En un gran
número de casos publicados aparece este factor, a menudo incidentalmente, sin ser
destacado como conviene. Con esto llegamos a todo lo que gira en torno al niño en una
amenaza posible a su vida: fantasías relativos al embarazo, abortos, partos difíciles.

Pero, de una manera más general, es una falla a nivel de los ideales lo que se impone. Una
relación de objeto, idealmente privilegiada, se encuentra rota, o ya no puede proseguirse. A
este título, toda decadencia física, las huellas de la edad, la vejez, una enfermedad crónica
grave, alteran seriamente la imagen narcisista de un cuerpo sin debilidades. Una distinción
se impone: es el desajuste entre el yo ideal y la realidad, el ideal del yo, o el yo, lo que
provoca el sufrimiento específico de la depresión. Una exigencia persiste en la demanda
inflexible dictada por los rigores del yo ideal narcisista; mientras las imágenes de la
realidad que corresponden a un ideal del yo dejan esperar un posible acuerdo, la depresión
será frenada. Pero la distancia, sea por exacerbación del yo ideal, sea por una falla real o
imaginada, ante el objeto o el ideal del yo, da curso libre a las acusaciones del superyó.
Veremos más adelante cómo se organiza esta primacía del yo ideal narcisista.

Se puede interpretar el comportamiento del depresivo, en una perspectiva espacial, como


un encogimiento de su territorio 9. Pero, claro está, lo que prima en esta noción es, ante
todo, el poder de los ideales y de las satisfacciones que de ellos dependen. La imagen se
concreta cuando la depresión, o el suicidio, resulta de un debacle militar que efectivamente
ha reducido un territorio geográfico. Habría que comprender del mismo modo a ciertas
descompensaciones, consecutivas a trasteos, en las que el ambiente abandonado había
tomado un valor protector independiente, por lo demás, de las cualidades del marco.

De la misma manera como un animal despliega su máximo de combatividad para defender


su territorio, y se comporta de una manera totalmente diferente en una zona ajena con
reacciones de perturbación, o mediante una desaparición de la agresividad, lo que tiene por
fin conferirle una apariencia inofensiva, en la depresión vemos conjugarse tres tipos de

8
Cf. sobre este tema: M. Torok, “Maladie du deuil et fantasme du cadaavre exquis”, Revue française de
psychanaalyse, 1968, 4, p. 715-734.
9
A. De Maret, “La psychose maniaco-dépressive envisagée dans une perspective éthologique », Acta
Psychiatric Belg., 1971, 71, p.p. 429-228.

-7-
reacciones: el enloquecimiento, a veces con ataques de ansiedad, así como ruptura de los
puntos de referencia; el retiro, que no es otra cosa que la depresión misma; y la búsqueda
de un espacio reducido, como una protección uterina, pero con la particularidad de que
como todo se transforma en territorio ajeno, cualquier lugar puede convertirse en una
ocasión para “anidarse”. De nuevo, la inversión consiste en hacer del afuera, porque
recuerda nostálgicamente un adentro inaccesible, una prisión “exterior” de la que no se
sale, un adentro intolerable. Esta perspectiva de inversión está en el meollo de ciertos
sufrimientos en los que la imagen dinámica del cuerpo figura en primer plano (por ejemplo,
Antonin Artaud).

Pero, estas determinaciones inmediatas, actuales, no bastan: ellas mismas parecen estar
sometidas al efecto anterior de traumas iniciales. La posibilidad de identificar estos traumas
en la historia de los depresivos no debe hacer olvidar el sentido ulterior que adquieren. Su
realidad, es verdad, a menudo puede ser confirmada siguiendo tres órdenes de hechos
recogidos. Primero, el más conocido, es la carencia alimenticia, por falta de madre, por
sumisión a principios de educación rígida, o destete demasiado precoz. Pero la privación
afectiva vale tanto también: citemos el caso de la madre viuda, ella misma deprimida, o de
una enfermedad que exige un alejamiento por razones climáticas. En fin, no es infrecuente
descubrir en la primera infancia una verdadera enfermedad, un defecto congénito, o un
trauma somático que ha adquirido un alcance legendario en la familia (por ejemplo, el caso
en que una venda con tintura de yodo sobre el ombligo del lactante ha provocado
quemaduras y perturbaciones persistentes del dormir).

Se observará la convergencia de esta comprobación con la que hacía P. Greenacre con


respecto a los traumas reales sufridos por los perversos en su primera infancia. Es probable
que la depresión y la perversión sean dos modos de reacción ante traumas somáticos
sufridos realmente, pero reelaborados y reforzados por fantasías correspondientes. La
diferencia consistiría en la posibilidad que tiene el perverso de encontrar, en el ejercicio de
sus pulsiones parciales, satisfacciones inicialmente alucinatorias que, por este hecho, no
dejan aparecer a la reacción depresiva. Ya se ha notado, en la literatura psicoanalítica, la
existencia de un fondo depresivo en el perverso. Pero, lo que queda planteado es la
confrontación de la fantasía con una realidad (o con una leyenda) antigua, y lo que el sujeto
puede construir a partir de allí para hacer la inercia del pasado depender de ello.

La cuestión, pues, que una vez más se encuentra planteada y cuya discusión no se puede
eludir, es la del primer trauma - a saber, el nacimiento - muy especialmente en lo que
respecta a la depresión. En efecto, la regresión que es propia de ésta postula una
dependencia absoluta, una aspiración a ser protegido y un retorno al origen que no puede
ser mejor expresado que como el retorno al vientre materno: todo lo que constituye un
obstáculo a ello adquiere una fuerza de displacer que define al trauma. En las formas
melancólicas, el vínculo no puede establecerse con el simbolismo de la castración (el
término de castración primaria, sería, por tanto, abusivo).

Pero, lo que este trauma tiene de particular es que su intensidad y precocidad no permiten
ninguna asimilación vivida, ninguna “experiencia”, ni, con mayor razón, representación

-8-
consecutiva alguna. Las reflexiones de un artículo póstumo de Winnicott 10 pueden
ayudarnos a comprender este estado inicial llamado, en términos más acusados que el de
angustia, agonía primitiva. Este estado de desamparo ha tenido lugar pero no ha podido ser
integrado por las fallas del medio ambiente y de la madre. Diremos, además, que en los
casos de depresión grave hay razón para invocar una tal “agonía”, más o menos presumida,
en la madre misma. Como lo hace observar Winnicott, en la psicosis (digamos, la
melancolía) este estado es impensable. La psicosis se organiza como una defensa con
respecto a este punto de huida, que no permite ningún asidero y permanece como un peligro
de aniquilación. Y, de nuevo según Winnicott, esta falta de integración inicial deja una
especie de forma imperfecta que tiende a completarse, una compulsión a vivir plenamente
en el futuro una tal prueba. Es verdad que en este campo las palabras parecen insuficientes
y deben traicionar a esta experiencia. Así, el término de trauma parece evocar demasiado
una acción exterior generadora de displacer.

El vacío, como concepto, desprovisto de todo recuerdo, convendría mejor para designar
aquello que no acontece, cuando lo que se esperaba era un evento incalificable, a menos de
que sólo resultara benéfico. Se podría argumentar, con respecto a esta espera decepcionada,
que se trata, de todos modos, de un trauma, puesto que el displacer deja una huella, aunque
confusa.

Se ve claramente que con esta agonía primitiva, el dominio de la muerte, el vacío o, más
exactamente, la no-existencia, giramos en torno a una carencia que debe ser experimentada
para que la integración representativa pueda tener lugar, desmontando de este modo la
compulsión de repetición que mantiene a los síntomas. Es preciso, también, que la
experiencia vivida sea distinguida de las palabras que dan cuenta de ella (las palabras
aprendidas no son la cosa, aunque ésta, una vez aprehendida, se construya gracias a su
apoyo: se teje con ellas) - y que entre las diferentes “experiencias” que pueden ser vividas,
se separen aquellas que remiten a una carencia. Entre esta carencia y una relación con lo
desconocido, es decir, la posibilidad de aprehender un hiato o una dirección inagotable en
un sistema, un objeto, adoptado o comprobado, se introduce una distancia: una carencia
puede, en efecto, concernir no solamente a lo que ya ha sido experimentado sino
también a aquello que no lo ha sido. Por esta vía volvemos a encontrar la relación
fundamental entre el deseo y el ideal.

La carencia y la relación con lo desconocido, y en una terminología más habitual, el


sufrimiento, el trauma, son el punto de partida de construcciones (organizaciones
defensivas) psicopatológicas que, igualmente, incluyen a las de las psicosis cuyo aspecto
positivo como intento de cura es conocido.

En las depresiones no dejan de impactar los afectos de displacer, de vacío, y de su


reiteración - como si fuera necesario experimentar una vez más, y de un modo completo,
esta carencia. Aquí el afecto es devastador: intenta colmar el vacío del trauma inicial, no
integrado, ni reductible a una conceptualización o a representaciones que, en otra
organización, delirante u obsesiva, habrían servido de algún modo como relleno. La
proliferación de la superestructura es esencialmente afectiva. Así, conserva el déficit de

10
“Fear of Breakdown”, The International Review of Psychoanalysis, 1974, 1-2, p. 103-107.

-9-
comprensión y de integración que la relación analítica se propone corregir. Pero, al mismo
tiempo, testimonia de la imposibilidad de recurrir a las soluciones superadas de las
construcciones ideales de la paranoia, y sus proyecciones mediante un exceso de
comprensión.

En este contexto, la muerte adquiere un valor muy diferente, pero imposible de representar
con respecto a la relación con lo desconocido. En la depresión simple, la muerte evoca lo
ineluctable, experimentado en un movimiento inevitable hacia una disminución de las
facultades y de las fuerzas vitales, sin que necesariamente haya un intento de pensar en ella,
y sin el esfuerzo posible de realizar la experiencia activa de una decisión fatal.

En la psicosis melancólica, la forclusión, que recae sobre los significantes que


proporcionarían los medios para elaborar y superar la “agonía primitiva”, no deja ningún
lugar a esta carencia motriz, aquí demasiado intensa para ser utilizada. La culpa reprimida
de la depresión simple, se convierte en el núcleo del delirio y pasa a lo real. La muerte se
convierte en la exigencia activa y la terminación de esta agonía inicial, como aprehensión y
revelación definitiva de la relación con lo desconocido.

En fin, en la neurosis obsesiva el dominio intelectual sobre la muerte alimenta una reflexión
y soluciones religiosas en sistemas de separaciones y compartimientos con respecto a las
comunicaciones imposibles, pero, de todos modos, realizadas: principalmente con el más
allá.

La relación con lo desconocido es explotada, más bien que descartada, de cierta suerte por
exceso, sirviendo abundantemente, por desplazamiento, para no tener que manifestarse en
otro determinado punto minuciosamente preservado (el sexo en este caso). La muerte basta
para invadir el plano de las ideas permaneciendo confinado en él.

Pero puede preguntarse si semejante concepción de un trauma inicial, utilizada


técnicamente por el psicoanalista, no corre el riesgo de establecer de nuevo una
complicidad con la fantasía del paciente, complicidad que Winnicott denuncia, justamente,
en los modos de interpretación tradicionales. En efecto, a menudo el depresivo tiene el
empeño de demostrar la gran antigüedad de sus sufrimientos, empeño que, sin duda, no es
ajena a la necesidad de acusar a un origen, el hecho de haber nacido, por ejemplo, es decir,
incriminar a los padres, y más precisamente a la madre.

De la misma manera, semejante modo de enfocar la atención sobre un pasado inaccesible -


como para señalar que la catástrofe ya se ha producido y que, por lo tanto, no tendrá que
temerse en el futuro - puede aparecer como una maniobra de desviación atribuible a la
sugestión. En fin, ¿no habría en esto una especie de mística de lo indefinible de lo
experimentado, que desempeñaría en el plano teórico un papel de escondrijo con respecto a
la relación con lo desconocido? Pero, sobre todo, no se puede evitar plantear la cuestión de
la realidad de este trauma, o de esta agonía primitiva, al recordar que una tal realidad,
cualquiera que sea su peso, por plausible que parezca, permanece en el análisis sujeta a
reelaboraciones simbólicas, y que al atribuirle el lugar decisivo nada puede venir a
contrarrestarlo: precisamente es esto lo que el depresivo considera como una evidencia
irrefutable.

- 10 -
Se responderá a estos argumentos postulando que la relación con lo desconocido no puede
influir en el análisis sino con la condición de ser percibida allí y elaborada en la relación
transferencial, gracias a lo simbólico paterno y en el marco de los ideales que están vigentes
en cada uno.

Este trauma original, por la posibilidad inicial de fantasear el sufrimiento, conllevando de


este modo una excitación auto-erótica, por la efracción que produce, hace del dolor
psíquico ocasión de un retorno sobre sí, para un masoquismo reflexivo 11. Esta reacción
ante la carencia que todo lactante sufre está ligada, pues, a la fantasía cuya figuración oral
se aplica a su propio funcionamiento: de la misma manera como la fantasía de
incorporación supone una absorción del objeto posterior a su desaparición, o por su
destrucción, la fantasía actúa igualmente en la realidad psíquica, en la psique, aun si resulta
indiscernible; su “contenido” no podría surgir en la conciencia. Se puede decir, entonces, en
el sentido de la observación de Freud en Duelo y Melancolía, que la fantasía es la sombra
del objeto cuya luz es la pulsión. En cuanto sombra, sólo traza su silueta oscura y la
indicación de la relación con lo desconocido que le queda adherida. Pero, en la depresión
esta “sombra” parece ser preservada, permanece invisible en su retiro críptico. (Mientras
que en las reacciones maníacas se encuentra “animada”, como por un principio volátil e
inaprensible). El sufrimiento ocupa el lugar tanto de la fantasía como del trauma por
compensar.

En resumen, la depresión es un retorno, una regresión hacia el desamparo primitivo, hacia


su pasividad, que, reproducida, repetida en tanto que afectividad pasiva, no por ello deja de
ser un medio variable de dominio. Pero, a la inversa del masoquismo que busca una
satisfacción libidinal (como por ejemplo en las perversiones sexuales activas), la depresión
aparta con gran rigor todo placer susceptible de hacer aparición. Se comprende igualmente
que la culpa, que tiene sus modos activos de reacción con su tríada, pueda ser reprimida al
mismo título que la fantasía y, como ella, conservada en una reserva secreta. La depresión
(neurótica), sin embargo, a pesar de su aridez, de su renunciación a las medidas defensivas
– proyección paranoica o defensa maníaca - no deja de ser una crítica, un agotamiento, una
superación, una desmixtificación de estos mecanismos vueltos caducos.

LA MADRE. CONTINENTE Y CONTENIDO

La carencia y el estado de desamparo tienen el efecto de fijar la atención del niño en el


objeto que asegura sus satisfacciones: el pecho, la madre. Pero, esta consideración puede
hacerse por diversas vías que emplean diferentes fantasías relativas a la madre, sea para
dominarla o destruirla, sea para mantener una relación privilegiada con su cuerpo, sea en
una reacción narcisista y la puesta en juego del doble (y del yo ideal).

11
Cf. J. Laplanche, Vie et mort en psychanalyse, Flammarion, 1970, p.162-173 [Vida y muerte en
psicoanálisis, Buenos Aires, Amorrortu, 1973].

- 11 -
Abraham fue quien subrayó el hecho de que “la vida psíquica del melancólico se mueve,
sobre todo, en torno a la madre”12. Esta observación vale para ambos sexos.

Se sabe, después de M. Klein, cómo la madre puede ser tomada por el niño como un objeto
perseguidor, causa de aniquilación, de destrucción por inanición o devoración. Para E.
Bergler, es el paradigma del crimen mayor, que se encuentra en el origen de todo repliegue
masoquista. Es verdad que las tentativas, o las fantasías, de retaliación y de proyección
paranoicas tienen efectos temibles, puesto que suponen la desaparición de un objeto vital
sin que el desamparo por ello sea atenuado.

En la etapa depresiva, también vemos anudarse una relación fantaseada más matizada y
conservadora con respecto a la madre, que se centra en el cuerpo, en una relación que usa
lo imaginario, y de la que describiremos tres aspectos importantes para su comprensión.
Cada uno de ellos, la incorporación oral, el refugio en el útero y la relación somato-
psíquica, pertenece a una relación más general del continente con el contenido que, por
tanto, pasa al primer plano de nuestra investigación.

Primero, es preciso recordar que Abraham había llevado la descripción en detalle de la


incorporación hasta distinguir una serie de cuatro operaciones 13.

Cuando decimos incorporación, nos referimos a la fantasía que adopta como solución a una
tensión, a un conflicto, la intervención corporal, oral, digestiva, destructiva y sádica. Esta
reacción primitiva remonta, pues, hasta la más antigua relación con la madre, y se centra en
ella, más bien que verse obligada a apartarse. Va de suyo que la entrada corporal puede ser
anal, genital, por los órganos de los sentidos, al mismo tiempo que sigue siendo una
representación oral destructora.

Concebida así, la incorporación se distingue, pues, de la introyección y de la identificación.


En la introyección, la óptica es diferente, la operación oral y digestiva es superada, se trata
sobre todo de un proceso14 o, más generalmente, de una entrada en el campo psíquico, de
un ensanchamiento, por vía perceptiva, de las informaciones y, por tanto, del acervo
mnémico y del territorio. Así, el objeto es recibido, recompuesto, conservado, mediante un
conjunto de significantes (analógicos o digitales) que, al mismo tiempo que se remiten a él,
se diferencian. Lo propio de la introyección es permitir la diferenciación de un (o varios)
objeto(s) dentro del conjunto tópico donde guarda su independencia y participa en los
conflictos del sistema. El animal introyecta igualmente significantes analógicos; su “culpa”
es burda y construida sobre el temor directo, adquirida por la repetición, la pérdida del
objeto o por el castigo que resulta de una simple relación de fuerzas. La introyección es,
pues, un modelo de relación con un objeto privilegiado, que puede ser exclusivo,
restringido y que orienta las relaciones objetales ulteriores. Adquiere un sentido en función
de una tópica.

12
“Los estados maníaco-depresivos y los niveles pregenitales de la libido” (1924), en Psicoanálisis Clínico,
Buenos Aires, Hormé, 1959, p. 319-362.
13
Cf. op.cit.
14
De acuerdo con N. Abraham y M. Torok, “Introjecter-incorporer. Deuil ou mélancolie”, en Destins du
cannibalisme, Nouvelle revue de psychanalyse, 6, 1972, p.111-122.

- 12 -
Al movimiento centrípeto de la introyección, que es una adquisición de poder, se opone el
movimiento centrífugo de la proyección, que rechaza una parte del territorio sobre el
objeto, del cual, de allí en adelante, sólo se podrá ser víctima.

Con la identificación, lo que domina es la similitud de rasgos, tanto psíquicos como físicos,
que liga el yo al objeto que conserva su autonomía externa; aquí es el “ser como” el que
reemplaza al “tener”. La carencia del objeto es compensada por esta unificación a partir de
un rasgo común de reemplazo. En la identificación hay un efecto de transformación,
mientras que en la introyección opera la adjunción, la acumulación, el aumento, mediante la
agregación de elementos que conservan sus particularidades propias de objetos, como
cuando al imán se adhiere la limadura. En la identificación se trata, sobre todo, de una
identidad que se desarrolla y se constituye de otro modo. Si la relación de continente-
contenido conviene tanto para la incorporación como para la introyección (una distinción
mayor es que la introyección excluye el vínculo fantaseado con el cuerpo), para la
identificación el término de asimilación parece ser más conveniente, sabiendo que ella es
mutable, y reproductiva, en el sentido de una similitud que revela la comunidad de objeto
(identidad de la especie, que se afirma en las identificaciones especulares en el animal;
identificación sexual en el hombre, como ser reproducido y reproductible; transmisor
común de la sumisión de la necesidad al deseo en el animal que obedece al hombre;
relación humana general de identificación, en el uso específico del lenguaje, por intermedio
de las fantasías inconscientes que sirven de campo común).

En la depresión prevalece la relación de continente-contenido: ella le da su signo distintivo


a la regresión que hace recurrir especialmente a la incorporación fantaseada y que, en el
orden de la introyección, da al objeto un valor (bueno o malo) así como una autonomía, si
no una delimitación del tipo de un enquistamiento, o de inclusión, en la dinámica
intrapsíquica.

Este predominio de la incorporación oral, siguiendo un ciclo digestivo descrito


magistralmente por Karl Abraham, con un desenvolvimiento repetitivo en cuatro etapas, es
revelado por los sueños, las fantasías reconstituidas, y los resultantes fisiológicos del
depresivo. Importa descubrir sus signos para no entregarse a la sistematización de
interpretaciones demasiado proyectivas.

Se conocen sus cuatro etapas 15:

1. La pérdida del objeto desencadena el primer tiempo de expulsión. Lo que es malo es


rechazado: el esfuerzo corporal fantaseado intenta eliminar el objeto.

2. Pero la reincorporación prosigue la fantasía de reencontrar el objeto, de dominar el


objeto malo, al mismo tiempo que lo destruye oralmente. La bulimia de ciertas
depresiones que absorben “cualquier cosa”, sin distinción, corresponde a esa
coprofagia descrita por Abraham. (Inversamente, las anorexias se explican por el
temor a destruir el objeto bueno, o por la imposibilidad de encontrarlo en el

15
Cf., Abraham, op.cit.

- 13 -
alimento que sea, reactivando de este modo el suplicio de una carencia inicial). Las
fluctuaciones alimenticias, en lo real, son frecuentes y bien conocidas en las
depresiones: tienen un valor de evaluación clínica segura.

3. La incorporación destructiva debe, a su turno, ser compensada por una conservación


intracorporal del objeto: ese enquistamiento corresponde al período más doloroso de
la depresión. Se manifiesta fisiológicamente en un verdadero estreñimiento. Es el
período de los conflictos y de los reproches superyoicos, tal y como fueron descritos
por Freud en Duelo y Melancolía. La relación paranoica es entonces interiorizada.
El suspenso consiste en mantener vivo al objeto (aunque sea malo) y, al mismo
tiempo, tener que destruirlo. Aquí tendría lugar la partición entre la restitución
narcisista del objeto, su animación maníaca, o su reparación (en cuanto objeto total
bueno, según la terminología generalmente adoptada).

4. En fin, una segunda expulsión, liberadora, que puede evocar una procreación (y la
identificación con la madre en el alumbramiento), y que permitiría salir del ciclo
digestivo. Pero – sobra decirlo - si todo un conjunto de condiciones relativas a las
identificaciones, a la relación transferencial no fantaseada, a la calidad del objeto no
se encuentra, el ciclo se inicia de nuevo.

Este esquema tiene, pues, la particularidad de remitir toda la dinámica mental a una fantasía
de incorporación digestiva, de predominio oral. Toda teoría centrada en el objeto, en su
escisión en bueno y malo, en la relación oral, por este hecho mismo, sería conducida a
destacar el fenómeno depresivo.

Digamos, también, que esta problemática es un continuo vaivén entre la expulsión y la


incorporación digestiva.

Por otra parte, lo volvemos a hallar en el segundo tipo de relación de continente-contenido:


el refugio uterino. Se sabe que el recurso a una potencia protectora, apoyo o sostén
(holding), o toda pertenencia (sobre todo pasiva) a un grupo, evocan el refugio o la
anidación de una vida intrauterina. En esta mitología, se suele considerar esa estancia como
protectora, reparadora, dotada de un inmenso bienestar comparable a aquel que se
encuentra en el sueño. Esta fantasía sólo existe y se valora en función de una perspectiva
dolorosa y pesimista que desvaloriza la vida despierta, considerada como incapaz de
cumplir las exigencias de una felicidad ideal. Es probable que la necesidad de adornar de
cualidades positivas a ese período, que también podría ser pensado como una etapa larvada
y amodorrada, o como una calma neutra que no recuerda sino la extinción atribuida al
nirvana, satisface la intención de glorificar la muerte, comparada con esta anterioridad viva
sin recuerdo.

En la depresión domina, pues, la aspiración a retirarse a la matriz protectora, tanto mediante


el aislamiento, por la ruptura de las relaciones sociales, como por la exigencia de vínculos
privilegiados de dependencia y de mimo materno con respecto a una sola persona, pariente
o psicoterapeuta, llevada a desempeñar el papel de continente. Así, la cura se pliega hacia
esta relación en la misma medida en que se acentúa el repliegue con respecto al mundo
exterior.

- 14 -
Pero tal posición es amenazada por el peligro fantaseado de ser destruido por, o de destruir
la cavidad uterina. Las imágenes angustiantes de estar en un callejón sin salida, en un
hueco, en un abismo, tan corrientes en los depresivos, a menudo deben entenderse en un
doble sentido: la salida del orificio, opuesta al límite de la superficie protectora que
envuelve, siempre tiene como eje un territorio hostil, sea externo, sea interno. Aquí la
relación con lo desconocido es obstruida por la angustia relativa a la representación del
hueco: es decir, por el paso que actualiza la inversión a la que son tan sensibles estos
pacientes. B. Lewin ha subrayado, justamente, este aspecto contradictorio de la depresión:
entre la aspiración a una regresión narcisista hasta la relación con el pecho materno, y la
orden del superyó de abandonar este refugio 16.

Observamos, en el tercer aspecto de la relación continente-contenido, una oposición


idéntica entre el cuerpo y la realidad interna, la psique y sus instancias tópicas.

En la depresión, la concentración dolorosa llega a ser el núcleo que se retrae en el cuerpo.


Toda la realidad psíquica se reduce a este sufrimiento. La mayor parte de las relaciones
exteriores se borran en este repliegue. El cuerpo adquiere el valor de continente que debe
llevar toda la carga. Su materia, incluso, debe reaccionar contra los puntos de focalización
hipocondríaca que la conquistan, como partes que pueden invadir el conjunto.

Se puede decir, entonces, que la problemática depresiva tiene como eje la relación
continente-contenido en la medida en que es tributaria de la incorporación. De una manera
más general, se sitúa como la inversión de la realización paranoica; en la melancolía, la
persecución es interiorizada, pero no por ello conserva menos sus efectos destructores.

La operación depresiva consiste en la delimitación y concentración de un contenido que no


puede sostenerse ni definirse sino en relación con un continente, que no solamente le da sus
fronteras, sino que lo protege, lo mantiene y lo conserva. Sin embargo, es preciso
comprobar que esta relación continente-contenido tiene la propiedad de invertirse: el
contenido tiende a volverse continente para aquello que le era un continente. La relación de
incorporación oral implica que el devorador pueda ser devorado, que el tegumento uterino
protector sea a su turno englobado por su contenido y atacado o protegido a su vez, que el
cuerpo sea también amenazado o sostenido por la realidad psíquica que le sobrepasa y le
somete. Esta inversión no debe entenderse solamente como viraje de la depresión a la
manía, sino que también está presente en el paso al punto límite de la melancolía, en el que
la extrema violencia de la incorporación vacía, de cierta suerte, al mundo externo, aspira
el continente exterior en el contenido, para arrastrar el cuerpo mismo fuera de las
dimensiones de la vida, como mediante una intususcepción 17 en la muerte.

Pero, la relación más especiosa de la depresión, en esta distribución entre continente y


contenido, en este proceso centrípeto-centrífugo, es la de presentarse como una caída
infinita en el plano de la realidad psíquica misma. El punto importante es que, en esta

16
“Reflections on depression” (1961), en Selected Writings of B. D. Lewin, The Psych. Quart. Inc. P., 1973,
p.147-157.
17
Sic: una invaginación.

- 15 -
búsqueda del continente, la fantasía misma aparece, así, como lo que fundamentalmente es:
a saber, uterina. Se da como refugio, aislado y libre de contenido cualquiera. En efecto, lo
que impacta en esta eventualidad clínica es el monoideismo, la pobreza mental, la rumia de
la miseria, la uniformidad del reflujo vital y sexual, la inaccesibilidad a una diversificación
del pensamiento ante la disminución de las asociaciones y de las fantasías.

Lo que llamamos depresión es, precisamente, la fantasía tal como se manifiesta, desprovista
de un contenido particular, en cuanto matriz. La fantasía toma el relevo de, y se convierte
en, el esquema de esta aspiración irresistible hacia el refugio del vientre materno, su
protección, y la pasividad que debe responder a ella. Se comprende, entonces, que la “caída
infinita” del proceso depresivo tenga un valor esclarecedor en cuanto al funcionamiento
psíquico. Apartándose de las proyecciones narcisistas y paranoicas, así como de las fugas
maníacas, con la condición, asimismo, de no hundirse en las pruebas de Sísifo de la
reparación siempre recomenzada, o en la oscilación melancólica, la etapa depresiva puede
ser un paso hacia las identificaciones simbólicas, así como hacia las relaciones de objeto
correspondientes. La fantasía aparece, o más bien tiene las mejores posibilidades de
aparecer, como el vínculo entre el sujeto, su deseo y la relación con lo desconocido.

Pero, si se reduce al continente, nos es preciso poder designar el contenido que se articula
con él, y que se encuentra eludido.

Propondremos, por tanto, que el contenido es la organización original (cuya construcción


tenemos que hacer) que daría la mejor cuenta de la fantasía misma: es decir, ante la más
total dependencia del pecho, o de la madre (objeto total), la posibilidad no solamente de
volverse dueño de ellos, sino también de poderlos destruir o reconstituir a voluntad,
mediante lo cual poder tener una plena disposición sobre el objeto. Dependencia o
dominio, tal es la alternativa que no deja lugar, o que traza su ausencia, a la
responsabilidad y a la culpabilidad. Por el hecho mismo de que es fantasía, por el retorno
sobre sí, constituye un tomar en consideración la carencia, y obtura su incidencia: la
incorporación es la fantasía misma en su evocación del primer objeto. Lo que permanece
excluido - suprimido, reprimido o forcluido - es la fuerza opositora que bloquea la pulsión,
fuerza que aparecerá como una prohibición: la de la reglamentación de los
amamantamientos, la del rechazo de la madre a dejarse morder el pecho, el aprendizaje del
control de los esfínteres. Relaciones en el curso de las cuales la madre puede manifestar su
fatiga, su irritación y su cólera, su locura o su rechazo. Para que una introyección de esta
dinámica pulsional pueda hacerse sin traba, se ha hablado de la importancia de una madre
que ama. Pero no puede pasarse en silencio la función paterna, tanto en el equilibrio
libidinal de la madre que encuentra en el padre un objeto fálico de amor, como en la
transmisión de la palabra prohibitiva que facilita en retorno la relación con la madre. Las
identificaciones simbólicas se fundan en ello. Pero, si la madre aparece, en su sufrimiento y
exasperación reprimida, depresiva o, más a menudo, defendiéndose de serlo, el niño
introyectará esta imagen antipulsional. La identificación con una madre “sufriente”
desempeña un papel importante en el mecanismo de las depresiones. El niño intenta
compensar ese desfallecimiento mediante su propia depresión.

Resulta, pues, que el contenido del continente que es la fantasía se resume en todo el
proceso correctivo que se esfuerza por anular - de un modo arcaico, oral y de dependencia,

- 16 -
de relación continente-contenido, simbiótico o parasitario - una carencia. El núcleo de la
fantasía sería, pues, un sufrimiento, fuente de una culpa originaria, en la medida en que
funciona el poder alucinatorio que parte, sobre todo, de datos irreales: por ejemplo, el de
devorar el pecho y la madre, hacerlos desaparecer y reaparecer de un modo fantaseado.
Pero, para que este efecto pueda operar, importa que el sufrimiento moral se dé al máximo,
sin razón, sin que otro mecanismo de compensación entre en juego: esta “culpa”
embrionaria no debe ser más que sufrimiento. No aparece tal como es, sino caricaturesco y
delirante, salvo en la melancolía, en la que justamente no son posibles una apreciación, un
recurso exactos a la verdad.

Porque todas las distorsiones de la culpa, por defecto o por exceso, son igualmente
tributarias de un juicio moral simplificador que promulga, de una vez por todas, su decreto.
Considerarse como total y definitivamente bueno puede ser una seguridad narcisista, si no
paranoica, que ya no padece examen de conciencia. A la inversa, decirse totalmente malo
lleva a las mismas reducciones. Los absolutos se remiten el uno al otro. De ese modo,
evitan la confrontación con la realidad, el tiempo de espera, la relación con lo desconocido,
y una evaluación moral más fina. Es verdad que el obsesivo, a su vez, arregla estas
dificultades mediante su casuística y su interminable duda.

Sin embargo, no hay que considerar la depresión como una imposibilidad de apoyarse en
un juicio moral consecuente. Puede sobrevenir después de una acción realmente efectuada
y condenada por el código moral en vigor.

Si admitimos que la demanda explícita del depresivo - porque él sólo puede ser tomado a
cargo - aspira a volver a hallar una relación con un continente materno, teniendo que
preservarlo, al mismo tiempo que protegerlo del peligro de una carencia permanente, el
estudio clínico debe dar cuenta de esta estructura continente-contenido según las
configuraciones que se organizan entre la incorporación y la expulsión digestivas, entre el
refugio uterino y su ausencia, la relación del cuerpo y la realidad psíquica, a tiempo que
anota sus inversiones características en la evolución clínica. Esta difícil relación con la
madre, que raya con la persecución paranoica, sólo puede superarse si la madre ha sido lo
suficientemente buena, si ha podido ser percibida como un objeto total, si las frustraciones
no han sido insuperables, si la culpa se ha liberado de una fantasía demasiado invasora, en
fin, si la introyección de un objeto bueno ha podido lograrse. Además, la búsqueda del
objeto primario sin posibilidad de reemplazo, de sustitución significante, debe ceder el
lugar a un duelo que desencadene los intercambios simbólicos. Pero, si no se quiere
simplificar este proceso, conviene observar que la noción de “objeto bueno” no podría
reducirse a la simple aceptación masiva, oral, tal como ella se impone en el origen del
desarrollo libidinal. El juicio, como lo subraya Freud en su artículo sobre “La Negación”,
sólo se hace posible por la creación del símbolo de la negación, haciendo al pensamiento
independiente en cuanto a los resultados de la represión y en cuanto al principio de placer.
Esta negación, puesta al lado de la pulsión de muerte, contribuye a la constitución de los
ideales (del ideal del yo) con respecto a los cuales se evaluará la calidad del objeto. Sería
igualmente demasiado simple ignorar el aporte del narcisismo en una buena relación de
objeto.

- 17 -
Prácticamente, en la cura, estas relaciones iniciales entre continente y contenido, que
conciernen al pecho y a la madre, se encuentran en la sesión, en el entorno y sus constantes
materiales, en la transferencia.

Así, la fantasía podría transmutarse, de simple sufrimiento bruto, en representaciones


diversificadas y respecto a los cuales se modificará la culpa.

EL EJE NARCISISTA: EL DOBLE Y EL NIÑO MUERTO

Ahora podemos examinar una pieza maestra del sistema depresivo: es el doble narcisista,
como representación del yo ideal.

En la relación predominante con la madre (y con el pecho), en la aspiración a volverla a


encontrar y a huir de ella, conjuntamente, se percibe el peligro vital que, si amenaza a la
madre amenaza al niño, y el anhelo de librarse de ella mediante una separación equivalente
a una destrucción del uno o del otro y, por tanto, de ambos. Una solución mediana a este
tipo de callejón sin salida es encontrada por el niño gracias al doble narcisista. Planteamos,
entonces, que son la carencia y la relación de dependencia con la madre las que suscitan
la vía narcisista y, principalmente, el desdoblamiento proyectivo. Se sabe, después de O.
Rank, la importancia de la solución imaginaria del doble, de su supervivencia, para resolver
la inquietud de la muerte. Tiene la ventaja, en el niño, de perpetuar la relación con la
madre, pero de una manera desviada: la agresión se dirige al doble más bien que a ella, y
también la madre hallaría un blanco para su sevicia; además el niño mismo está a salvo,
gracias a esta figura apotropaica liberadora. Este movimiento narcisista se desarrolla a la
vez, observémoslo, como un retiro libidinal en cuanto al objeto (este es, pues, secundario) y
como un poder de animar otro objeto, escogido por algunas de sus cualidades, muy
especialmente valorado por una proyección masiva, idealizante y positiva. El objeto real,
distinto de los otros debido a esta elección, vuelto el sostén de la carga libidinal, es un
objeto de proyección narcisista. A este título, si corresponde al yo en lo real, por ciertos
rasgos de similitud, concretiza en lo imaginario al doble, que no es nada más que el yo
ideal, en tanto que aprehendido como instancia mental propia e individualizada.

La imagen primera, patente, de este doble existe en el niño. Se manifiesta en los fenómenos
de transitivismo, pero también de una manera más elaborada y consciente, en el camarada
imaginario, en su aparición y desaparición 18. Posee un papel compensatorio, puesto que se
opone en lo imaginario a la pérdida del objeto. No es más que la sombra proyectada por el
objeto.

18
Cf. R. M. Benson y D. B. Prior, “’When Friends Fall Out’: Developmental Interference with the Function
of some Imaginary Companions”, Journ. Amer. Psychoan. Assoc. 1973, 3, p. 457-473.

- 18 -
En él veremos una imagen narcisista mayor, construida mentalmente por todo el mundo,
que conserva el recuerdo, no solamente de lo que se ha sido, sino de lo que se hubiera
querido ser, idealmente, y en un pasado magnificado, sea como un tiempo paradisíaco, sea
como el de las promesas y de todas las esperanzas. El niño, en general, se convierte en el
símbolo, tanto en las mitologías como en el folclor, de la fuerza montante. Esta virtualidad
fálica que contiene es también el poder de las pulsiones en su diversidad, su estallido no
gobernado, y su polimorfismo original. Así, sigue siendo para el adulto, como Freud lo dice
en Introducción al Narcisismo, una imagen narcisista que tendería a compensar en la
generación venidera las insatisfacciones parentales. Corresponde al yo ideal.

Que el doble infantil sea una imagen benéfica, concebida como una prolongación vital, o
como una sucesión fálica, no debe dejar en la sombra un aspecto totalmente diferente.
Cuando el niño se convierte en una presentificación predominante del doble, en el lugar de
la imagen idéntica especular actual abierta sobre el porvenir, es para intentar recuperar una
experiencia pasada, en la que se ha constituido el desdoblamiento narcisista, y que remite,
por tanto, a lo que lo engendró y que fue su desencadenamiento: la relación originaria con
la madre. Este aspecto del niño como doble tiene la ventaja de promover una imago
positiva, benéfica, que puede llegar a ser un símbolo sagrado, sometida a un tabú que la
mantiene a salvo de toda violencia y de toda agresión sexual, y en la cual su cara negativa,
maléfica, es estrictamente reprimida porque remite a deseos inconfesables.

Para el adulto, el niño no es solamente una manera de prolongar la vida y de sostener la


ilusión de la inmortalidad, sino también un medio para pagar una deuda simbólica con
respecto a los padres, al reproducir a los difuntos según una contabilidad inconsciente a
menudo compleja.

Todo ataque contra el niño se vuelve el delito mayor. En Los Hermanos Karamazov sirve
para poner de acusado a Dios mismo. Bergler había descrito, con el término de “gran
crimen”, el deseo pasivo y masoquista que tiene el niño de ser aniquilado por su madre pre-
edípica, según sus terrores orales fantaseados. Por tanto, hay que buscar, detrás de la
fachada de idealización que se constituye en el niño mismo, las fantasías de destrucción y
de agresión sexual. En consecuencia, es preciso considerar conjuntamente las fantasías de
la madre y del niño concernientes a una víctima cuya debilidad, dependencia original,
hacen de los malos tratos que recibe una ocasión de culpa extrema y ejemplar. “Matan a un
niño” resume el conjunto de las fantasías que se anudan en torno al niño muerto. W. Reich
ha descrito su fascinación al segundo grado, es decir, a través de su propio pensamiento, en
su libro El Asesinato de Cristo.

El deseo de muerte frente al niño, tal como surge en el ánimo del adulto, obedece a la
rivalidad insoportable que representa un organismo joven, vigoroso y lleno de promesas,
volviendo más agudo el sentido de la decrepitud cuando se acerca la muerte. Un pasado
revive, tanto más dolorosamente cuanto se revela definitivamente acabado. El niño real
puede también contradecir amargamente la fantasía de autoengendramiento y de creación
narcisista o transexual.

¿Puede esta hostilidad ir hasta hacer confrontarse las clases de edad y, como lo ha sostenido
G. Bouthoul, hasta desempeñar inconscientemente un papel en el proceso de las guerras?

- 19 -
Es probable que muchas de las llamadas melancolías de involución se alimenten de esta
diferencia percibida entre el resultado del envejecimiento y el ideal narcisista centrado en la
infancia y la juventud, ideal reactivado por esta misma diferencia.

En la mujer, el niño es rechazado a partir de fantasías que vuelven temibles el acto sexual,
la desfloración o el embarazo, por el peligro que representa el feto como “cuerpo extraño”
que amenaza la integridad somática.

Ahora bien, el niño, por su lado, abriga deseos de muerte hacia sus hermanos por celos
respecto a la madre; él pretende destruir el resultado del acoplamiento paterno, los rivales
potenciales, y, por consiguiente, el deseo que lo ha sostenido, golpeando una parte interna
de la madre, el origen de su existencia intrauterina. Daremos toda su importancia a la
observación de J. Arlow 19 sobre la constancia, en el hijo único, de este tipo de fantasías
que producen la ilusión de que es capaz de controlar la fecundidad materna y de ser dueño
de su propia soledad. Una confirmación por la realidad también puede hallarse, al menos
por un tiempo, en todo hermano mayor, hijo inicialmente único o en el último que se
imagina haber cerrado la fratría. En fin, no hay que ignorar tampoco que el hijo único
puede ser considerado por los demás como un privilegiado en cuanto a la posesión del
afecto materno, lo que acarrea una relación de envidia y de rechazo convirtiéndolo en un
chivo expiatorio. J. Arlow expone muy objetivamente esta cuestión y sus incidencias en la
descripción del perfil psicológico de estos individuos que constituyen, a fin de cuentas, la
quinta parte de la población occidental 20. También habría lugar para interpretar las
estadísticas de los suicidios en función de la fratría. Si es verdad 21 que son los hijos
segundos, luego los hijos últimos, quienes más se suicidan, en tanto que el hijo único ofrece
el porcentaje más bajo, se puede preguntar si la posición del segundo no inclina a ataques
depresivos y al resentimiento, debido a la confrontación con el mayor y, para el menor,
debido a la imposible venganza sobre un niño menor.

El niño muerto concentra, entonces, deseos condenados que persisten en todas las edades.
La coincidencia y la intensidad de tales fantasías en la madre y su hijo no pueden tener por
consecuencia más que el reforzamiento de la patología correspondiente.

La culpa que se asocia con el asesinato del niño permanece, de modo latente, aún en el
adulto, y este será tanto más sensible a sus reactivaciones cuanto más haya debido
funcionar activamente en sus primeros años el sistema de desdoblamiento narcisista.

Ahora bien, el paradigma del niño muerto tiene una función central en las depresiones,
puesto que funciona como primera desviación pulsional respecto a la madre, sirviendo de
representación virtual de los peligros, y como lugar de convergencia de la agresividad,
soportada o proyectada, gracias al desdoblamiento narcisista inicial.

19
“The Only Child”, The Psychoan. Quart., 1972, 4, p. 507-536.
20
Op. cit. Véanse también las consideraciones más convencionales de D. Winnicott, The Child, the Family
and the Outside World, London, Tavistock, 1957, cap. 20 “The Only Child”.
21
Cf. Moullembé, F, Tiano, G. Y C. Anavi, J-M. Pericón, “Les conduites suicidaires, approché théorique et
clinique », Bulletin de Psycho. 1973 – 1974, 313, 15-18, p. 901, (918), 928.

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No nos asombraremos, pues, al hallar sus huellas clínicas en el curso del desarrollo de las
depresiones. Sin embargo, es preciso prestarle atención. La comprensión de los casos gana
al descubrir este dato.

Como primer ejemplo escogeremos el análisis de una tentativa de suicidio lo


suficientemente excepcional en la obra de Freud como para ser destacado 22.

Se sabe que el nacimiento de un hermano, cuando la joven en cuestión tenía dieciséis años,
es indicado por Freud como el punto de partida de la crisis homosexual. Diremos que el
hermano se convirtió en objeto de proyección narcisista, respondiendo a un ideal masculino
calcado, como doble, sobre el hermano mayor y objeto de deseos de muerte anteriormente
elaborados. Cuando la joven, en compañía de su amiga de dudosa reputación, se encuentra
con su padre, ella se siente doblemente rechazada. Freud hace que la situación gire en torno
a una palabra (niederkommen), el verbo “caer”, en la que se condensan los sentidos de
desplomarse, parir, junto con la connotación de dejarse seducir o tumbar. Se trata, para la
joven, no sólo de castigarse, arrojándose sobre la carrilera, al significar el parto de un hijo
engendrado por el padre, de evocar la muerte de la madre al dar a luz, sino también,
agregaremos, de destruir el niño naciente con el cual ella igualmente se identifica, doble
sobre el cual se repliega ante el desfallecimiento de las imágenes narcisistas actuales, su
madre y la amiga, de este modo, volviendo a encontrar la precariedad infantil puesta en
escena en este nacimiento simbólico.

La obra de Abraham muestra una particular atención a la cuestión del niño muerto en el
cuadro de las depresiones. En su estudio sobre Segantini, considerado como un caso de
depresión con suicidio inconsciente, él hace constar que el artista había hecho sus primeros
ensayos de dibujo tomando por modelo el cadáver de una niñita; él destaca “el impulso
sádico [que] halla satisfacción en la contemplación del cadáver de la niña” 23. Su primer
cuadro será una Níobe. En un proyecto de drama musical, Segantini pone en escena una
mujer cuyo hijo perece en un incendio. Ahora bien, el primogénito de unos parientes del
pintor murió así. La muerte de un niño es representada en algunos cuadros de sus últimas
realizaciones (Regreso al Hogar, La Consolación de la Fe, La Cuna Vacía). En fin,
Abraham descifra en la evolución del artista una identificación significativa con Cristo.

En sus dos grandes textos sobre la depresión, Notas sobre la investigación y tratamiento
psicoanalítico de la locura maníaco-depresiva y condiciones asociadas (1912) y Estudio de
la evolución de la libido, considerada a la luz de los trastornos mentales (1924), los
ejemplos clínicos de Abraham relatan, en su anamnesis, los deseos de muerte, en estos
casos, de hermanos menores.

El estudio de mis casos ejemplares permite encontrar el doble narcisista y la imago del niño
muerto tanto en el desencadenamiento de la depresión como en las razones de la culpa, y
aun a través de las construcciones fantaseadas o delirantes.

22
“Sobre la psicogénesis de un caso de homosexualidad femenina” (1920), Obras Completas, vol. 18, p. 137-
164. Buenos Aires, Amorrortu, 1976.
23
Psicoanálisis y Psiquiatría, Buenos Aires, Hormé, 1961. p. 208.

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A veces el punto de partida es un nacimiento. De allí puede resultar una psicosis
melancólica puerperal 24. (Y el hombre también responde de este modo, tanto como la
mujer: piénsese en el padre de Marcia en La fortaleza vacía de B. Bethelheim 25). El
acontecimiento no hace más que despertar fantasías anteriores desarrolladas en función de
niños posibles, virtuales, de la madre, luego con ocasión del nacimiento de un hermano o
una hermana.

De la misma manera, los conflictos conyugales, el abandono, atizan un sufrimiento de


soledad que remonta a la primera infancia, y del cual permanece un recuerdo muy vivo.
Esta soledad, para la cual el único recurso era la madre, se acompañaba, en uno de los
casos, de fantasías respecto a una estrecha intimidad con ella, excluyendo todo otro niño.

Claro está, una depresión puede ser provocada por la muerte de un pariente o un ser
querido; pero allí, de nuevo, es preciso estar atento a la imagen narcisista infantil
subyacente; por lo demás, es claramente descifrable cuando se trata de un deceso en la
fratría.

La culpa ligada a la fantasía del asesinato infantil se revela en el sueño, pero, sobre todo, a
propósito de acontecimientos familiares. (Citaré, por ejemplo, un hermano muerto en
circunstancias trágicas; un aborto espontáneo de la madre; una hermana débil mental; una
hermana muerta y visitas frecuentes al cementerio para depositar, sobre la tumba, piedritas
blancas; en fin, en una joven, con tentativas de suicidio, el recuerdo de haber imaginado
que su madre enferma había tenido que ir al hospital para dar a luz, lo que acarreó,
entonces, hacia los 17 años, ante la ausencia del recién nacido, la creación imaginaria de
una hermana, luego el odio hacia los niños, seguido, algún tiempo después, por una
atracción irresistible por las niñitas de unos doce años).

En fin, la culpa delirante se apodera de esta serie de fantasías con una pretensión
compensatoria; sólo daremos el ejemplo, presentado por Abraham, del melancólico que se
acusaba de haber infestado de piojos un hospital, ilustración del simbolismo de los
animalitos, recordado por el mismo Abraham 26.

Es preciso, pues, darle un lugar justo en las depresiones al yo ideal, al doble infantil y a los
deseos de muerte dirigidos contra un objeto de proyección narcisista que de él se
desprenden.

Al destacar el tema del “niño muerto”, no hacemos más que precisar una etapa importante
del desprendimiento con respecto a la madre pregenital. Sabemos que la confrontación con

24
Véase sobre este tema el estudio clínico de J. P. Sichel y R. Chepfor, “Des liens possibles entre les suites
de couches normales et la psychose puerpérale“, en L’évolution psychiatrique, 1974, 3, p.643-662, donde se
indican los hechos desencadenantes (un accidente en la calle que evoca la muerte de niños) y las intenciones
homicidas de la madre. También se observará en dicho estudio la identificación de la madre con el niño en la
separación sangrienta.
25
Barcelona, Laia, 1975.
26
Psicoanálisis clínico, Buenos Aires, Hormé, 1959, p. 352.

- 22 -
el doble refuerza la integridad narcisista, pero también prepara una vía para tomar distancia
con respecto a la oposición especular letal.

Este mecanismo, atribuible al niño, que deja sus huellas en el adulto, no adquiere su fuerza
coactiva sino retrospectivamente, mediante una reconstitución imaginaria del desamparo
inicial y la solución narcisista así encontrada. De este modo, se intenta producir un retorno
(una regresión) hacia el pasado para reanudar el lazo con el objeto primario: de donde la
pesantez, o inercia de la depresión.

Lo que de este modo persiste en la madre alcanza a crear un fondo depresivo. Para
protegerse de ello, proyectándolo, pero también para darse un poder de dominio sobre su
hijo, a fin de tener que ir en ayuda de él, tal como hubiese querido que se hiciera por ella,
tenderá inconscientemente a proseguir una acción depresora sobre él. Esta especie de
contagio de la depresión - por otra parte, de pretensión reparadora - desempeña un papel
primordial en las relaciones humanas. Diremos que si existe, con respecto a los psicóticos,
como lo sostiene H. Searles, un acuerdo y procedimientos del entorno para volverlos locos,
un deseo de provocar depresiones existe aún más frecuentemente, sobre todo en nuestras
sociedades urbanas, en las que la violencia puede tomar ese rodeo, llegando a ser un medio
de dominación sobre los individuos susceptibles de abdicar por el descorazonamiento, y
que se prestan de buen grado como víctimas acusadoras. De este modo, se mata por
suicidio inducido a aquellos que se presten a ello.

Así, llegamos al corazón de la relación entre la depresión y el sentimiento de culpa. El


desdoblamiento narcisista ofrece la ventaja, no obstante desastrosa en esta patología, de
proteger a la madre. La culpa puesta en juego de este modo concierne a un objeto
imaginario: el mal en cuestión es él mismo imaginario; para que pueda ser remitido a la
intención, es preciso que comparaciones y distinciones sean posibles entre un objeto
reducido a la relación de necesidad (el pecho–objeto parcial) y un objeto total que responde
a una relación que supera esta necesidad, que es construido, pues, sobre una comunicación,
que es afectada por una demanda, y se sitúa en el deseo. La posibilidad de aprehender lo
imaginario como realidad psíquica y, por tanto, de poder reconocer el mecanismo de la
proyección, establece la realidad como tal (como resultante ella misma de un rechazo). En
este movimiento, el doble narcisista, es decir, la representación mental del yo ideal, es
captado, soportado, por la imagen especular del semejante, mediante todo ser humano, la
madre inicialmente, pero más especialmente el hermano o un niño de edad cercana. En esta
confrontación, se toma distancia con respecto al simple rechazo y al mal correlativo, en la
medida en que éste puede ser atribuido por el juicio a la madre, al doble (o al objeto de
proyección narcisista), lo que conduce a poder remitirlo a sí mismo como responsabilidad
cuando la proyección es reconocida como tal. Pero, el vaivén narcisista vuelve precaria esta
localización. La ventaja de la posición narcisista es que, al desviarse de la madre, conduce a
una autonomía que permite la introyección de ella. El asesinato del niño se vuelve el
contenido de la fantasía que parece venir de ella: así, tiene lugar la identificación desastrosa
con la madre mala. Ella siempre está implicada en los casos de realización criminal o en
los finales con suicidio. Es su triunfo. No obstante, la operación de proyección, resultado
del desdoblamiento, hace que la maniobra sea menos fatal cuando el doble es sacrificado,
de modo fantaseado, en lugar del sujeto. Así, la madre, debido a que el doble es

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apotropaico, y a que la intención podrá distinguirse de la realización, perderá su masiva
potencia amenazante.

Es preciso agregar que este desarrollo no puede perfeccionarse más que si la función
paterna (o lo que ocupa su lugar: la sociedad o un ideal, cuyas características no tienen
porqué enunciarse aquí) se hace cargo de la intención homicida. El niño muerto, que
pertenece a un pasado periclitado, pero a la vez accesible mediante el recuerdo, y que entra
como elemento en la construcción simbólica de lenguaje y alianza, debe remitir al padre.
Toda civilización, hasta hoy, por el hecho mismo de que tiene en cuenta la función de un
tercero en posición de autoridad, conlleva una focalización de las pulsiones agresivas en el
padre. Esto permite la mejor separación de la madre, cuya imago se desprende libre de
retaliaciones agresivas. Los mitos de las tres grandes religiones monoteístas siempre ponen
en evidencia, de una manera patente, la problemática narcisista del niño muerto pero
referida al padre, término decisivo que ordena, de una manera implícita, como Freud y Reik
lo han demostrado, la culminación de esta dialéctica con el padre muerto como la transición
del último “perseguidor secreto y misterioso” 27 a su revelación colectiva y mítica que
permite reafirmar “la confianza en el ser querido muerto” 28. Se sabe que en toda esta
mitología simbólica la madre permanece siempre por fuera del dogma, fuera de relación
con la muerte violenta, y sólo llegando a ser figurada en las corrientes gnósticas (La
Virgen, Sofía, Shejiná). Ella subsiste, siempre como potencia benéfica y tutelar, al margen
del conflicto. No hay necesidad de advertir que esta estructura puede ocultar el
desconocimiento de las pulsiones agresivas con respecto a la madre, en una idolatría que no
ve en ella sino “bondad”: es ésta la perspectiva obsesiva.

En el movimiento que va de la madre hacia el padre, que Freud ha descrito en el desarrollo


edípico, pero que es preciso presentir en las etapas pregenitales, interviene, paralelamente,
la constitución narcisista. En efecto, el desdoblamiento es el eje especular, etapa que lleva a
conferir a la madre su estatuto de objeto total, y al padre su localización simbólica con
respecto a las prohibiciones concernientes al objeto primordial en el conflicto en el que el
riesgo principal llega a ser la castración. Este posicionamiento del padre alivia la
confrontación letal y, por lo mismo, orienta y libera el potencial de investidura propiamente
narcisista, homosexual, que entra en la composición dinámica de los ideales: Freud ya lo
había destacado al final de Introducción del narcisismo.

En la depresión, no se podría desconocer el encerramiento dentro de este tiempo narcisista.


La herida afecta al yo ideal, en su representación como doble, en todo objeto de proyección
narcisista. Toda falla a este nivel reactiva la más arcaica de las imágenes correspondientes:
la del niño muerto. La depresión patológica se manifiesta cuando esta válvula ya no puede
funcionar: el hundimiento del doble (o del yo ideal) es una amenaza de tal magnitud para el
yo que el único recurso que queda consiste en acusarse virtualmente de esta carencia,
tomarla sobre sí, como asesinato del doble, en su forma arcaica del niño que se vuelve a
hallar en sí. Toda relación, de agresión y destrucción, vale más que el vacío de aniquilación
y de lo desconocido. En esto consiste el bloqueo del sistema narcisista: la culpa no puede

27
M. Klein, “Una contribución a la psicogénesis de los estados maníaco-depresivos” (1934), en
Contribuciones al psicoanálisis, Buenos Aires, Hormé, 1964.
28
M. Klein, “El duelo y su relación con los estados maníaco-depresivos” (1940), op. cit.

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elaborarse ni respect a un objeto total (la madre o el padre), ni matizarse mediante un juicio
que dé cuenta de la realidad interna, de la fantasía. La culpa, pues, respondería, en la
depresión, a la imagen del niño muerto. Pero esta razón, tan ideal como es, traducida en
palabras se resumiría en el mayor de los crímenes, aquel que amenaza al más alto punto la
integridad narcisista. Ahora bien, toda tentativa de culpa, con su tríada de expiación /
reparación / perdón, se encuentra invalidada, aunque se haya esbozado, porque es aplastada
por la relación narcisista que hace desparecer al objeto por el peso del yo ideal y por sus
fallas. En esta situación, la culpa, que corresponde a un objeto tan exorbitante, es indecible.
En la depresión a menudo también es ausente; y, a la inversa, sólo aparece en el delirio
melancólico. En cuanto a la autodestrucción, ésta sólo resulta del fracaso, tanto de las
correcciones inconscientes que han debido asegurar la tríada de la culpa, como de la
imposibilidad de fijar el doble sobre un objeto o un ideal, de donde, como consecuencia, la
identificación progresiva o brutal con el niño muerto, caído bajo los golpes de la madre
mala.

Pero la ventaja ya señalada de la etapa depresiva, volvámoslo a decir, es la de interiorizar


los conflictos y, de este modo, ponerlos en la vía de una relación de objeto exenta de
proyecciones masivas.

En definitiva, estamos en condiciones de ordenar los hilos conductores que hemos


identificado para comprender la depresión.

1. Una culpa imaginaria, narcisista, virtual, inexpresable, debe ser destacada. Centrada
en la figura del niño muerto, en cuanto cataclismo narcisista, intenta superar
activamente un rechazo primordial, al cual remite toda regresión de tipo depresivo.
2. Esta actividad, con respecto al trauma inicial, se confunde con la única posibilidad
de fantasear el displacer, concentrado, mantenido, vuelto sobre sí, en un tiempo
original del niño amenazado, sin que otro contenido pueda venir a distraer de la
depresión y su sufrimiento.
3. De este modo, se encuentra reproducida la relación esencial con la madre, sostenida
en la relación entre continente y contenido, proseguida en los tres planos, oral y
digestivo, uterino y somato-psíquico. La imagen del niño muerto representa, en
estas tres direcciones, el resultado del fracaso de esta relación con la devoración, la
abolición del nacimiento y de la vida, y la acción destructora del aparato psíquico
sobre el cuerpo. Pero, el desdoblamiento narcisista es equívoco porque también
ayuda a superar esta salida, para conducir al objeto total y al Otro, en un proyecto de
reparación. Se puede decir, entonces, que la depresión, en la alternativa continente-
contenido, está ligada al tiempo de la interiorización, y que su sufrimiento, o su
patología, dependen de los fracasos, inversiones y repeticiones cíclicas, de esta
relación.

Puede preguntarse si semejante organización, que se apoya en el trauma y su fantasía, la


culpa virtual, la relación con la madre de continente con el contenido, y la muerte narcisista
del niño, puede abarcar todas las variedades clínicas, desde la depresión de inferioridad, las
formas reactivas, histéricas o perversas, las crisis, las depresiones de involución, o las
descompensaciones psicóticas sobre un fondo esquizofrénico.

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Es verdad que la secuencia que hemos descrito permanece muy próxima a la organización
narcisista, que hunde sus raíces en la confrontación de la paranoia. Precisamente, se trata de
aprehender la articulación, cuya importancia es conocida, entre la vertiente paranoica y la
vertiente depresiva, y tanto más cuanto que consideramos a la melancolía como una
paranoia “retornada”. Y, ciertamente, el tipo clínico que mejor corresponde a esta
descripción es la crisis depresiva.

Partiendo de ahí, es interesante poder descubrir en toda depresión este núcleo, con la
salvedad de que, a veces, no se hallan más que sus huellas. De todos modos, será
suficientemente perceptible en muchos casos, entre los más diversos, para ser aislado como
la infraestructura narcisista de las depresiones en general.

Es evidente que otras configuraciones pueden dar cuenta del detalle clínico - como lo ha
recordado acertadamente C. Brenner, principalmente las de la dinámica edípica. Pero, ellas
no deben hacer desconocer la estructura narcisista subyacente.

En cuanto a la cuestión de la culpa, ésta no podría cancelarse simplemente mediante la


alternancia repetitiva entre proyección e introyección, ni en la posición inmóvil de un alma
bella, ni en el rechazo de toda alienación, ni en la sumisión a un mal imaginario, ni tampoco
con la seguridad de una “bondad” incuestionable, que conlleva la más peligrosa de las
ilusiones. Un retorno a la concepción moralizante, después de su exclusión por la
psiquiatría médica, ha desembocado, en nuestros días, en la equivalencia que subtiende un
cierto sector del psicoanálisis: lo bueno y el bien aseguran la salud y el equilibrio mental, y,
así, conducen al paraíso social; el mal y la maldad, en cambio, conducirían al infierno de la
locura y de la segregación. Se encuentra la imposible elección, doble freno, entre maldad y
locura. Freud nos recuerda que “gran parte del sentimiento de culpa tiene que ser
normalmente inconsciente”, “que el hombre normal no sólo es mucho más inmoral de lo
que cree, sino mucho más moral de lo que sabe” y “que la naturaleza del ser humano rebasa
en mucho, tanto en el bien como en el mal, lo que él cree de sí” 29.

En el plano práctico de la cura, se perciben las correspondencias que pueden establecerse


cuando la fantasía plantea el trabajo analítico y sus beneficios, o al analizante mismo, como
un niño imaginario. La reacción terapéutica negativa se entenderá, entonces, como una
manera de destrucción en la que el asesinato del niño, según la perspectiva depresiva
descrita, viene al primer plano. Será, en la articulación entre el narcisismo y el Edipo donde
se presentará esta evolución.

En fin, toda perspectiva evolutiva debe ser pasada por la criba de la crítica. Si damos al
tiempo depresivo el valor de un eje (especialmente en la articulación entre la muerte y la
castración), en el que la referencia al niño muerto debe ser contemplada, aun es preciso
indicar el sentido de esta prueba del duelo.

Freud mismo sigue este hilo en su propio análisis a través de la Interpretación de los
Sueños. ¿Se ha caído en cuenta de que dicho hilo se extiende desde el rechazo del niño, el
deseo de muerte - totalmente disfrazado, es cierto - en la Inyección de Irma, primer sueño

29
“El yo y el ello”, Obras Completas, vol. XIX, op.cit., p. 53.

- 26 -
introductorio, hasta el otro sueño inicial, del séptimo y último capítulo, del niño que arde,
que se anuda en una sutil ambivalencia con respecto al mismo deseo, el cual, al fin, se
declara sin disimulo alguno en uno de los últimos sueños del libro, el del hijo oficial? El
duelo por el padre, tantas veces justamente subrayado, no se realiza completamente en la
materia de esta obra fundamental sino mediante la elucidación de esta relación imaginaria
con el niño muerto, asumida, en cuanto padre, por ese mismo movimiento 30 instaurado.

La prueba depresiva tiene, sin embargo, una singular semejanza con los ritos de iniciación.
El des-ser (désêtre), la muerte y la resurrección, se realizan bajo la égida de una autoridad
que da acceso a otro grupo de edad, a otro estatuto social. El poder, por el hecho mismo de
que se funda en una jerarquía, hace una exhibición de sus insignias a través de estas
ceremonias. Mientras más potente sea, más brillo adquieren. Si se siente amenazado o
tambaleante, buscará, según cierta propensión, en el espíritu de contrición depresiva, el
medio de someter mejor sus súbditos. Existe una mística de la depresión: procura la ilusión
de vencer las ansias de la muerte como si se tratara de la muerte misma.

En la mitología china, según el Liezi, “cuando el Caos, después de dar pruebas de buena
educación, mereció ser recibido entre los hombres, dos amigos (eran los genios del rayo)
[veríamos en ellos la representación del desdoblamiento narcisista] gastaron toda una
semana haciéndole todos los días una apertura, para darle el semblante humano que
merecía. Al séptimo día de la operación, el Caos murió, dice Tchuan Tse. Es decir, que toda
iniciación, o todo nacimiento, se parece a una muerte. La muerte verdadera es acompañada,
al contrario (para los chinos), por la obturación de todos los orificios del cuerpo. Se les
cierran los ojos a los difuntos, se les cierra la boca 31”.

¿No es preciso ver toda la evolución humana (¿pero no se diría también la animal?) para
ambos sexos, como la separación de la madre? Operación que no es posible si la madre
misma no facilita su realización en el tiempo debido, es decir, sin rechazo ni fijación, y si la
acogida simbólica de llegada no se convierte en una manera siniestra de “aprender a vivir”.

Pero, una sociedad narcisista puede llegar a hacer del goce un deber. Este imperativo
laborioso, al cual, desde entonces, no se podrá faltar sin ser desconsiderado, que subvierte
la transgresión, no tolera prácticamente las imágenes que perturban sus ideales de
perfección, de fuerza y de juventud. El sufrimiento, la vejez y la muerte se vuelven
insoportables. Al tiempo marcado por la iniciación, la transición y el sacrifico, se sustituye
el del simple catabolismo, de la reducción de los desechos, de la incineración. Lo
irrecuperable, lo que se aparta del patrón, o lo minoritario, sirven siempre, pero ignorado
por el sistema, de chivo expiatorio.

Así, sin duda, hoy en día la depresión ofrece, por defecto simbólico, el rostro esfumado,
inconfesable, que la muerte aún presta a los reflejos del espejo que es nuestro semejante.

30
El movimiento mismo que El Rey de los Alisos reproduce. [El Rey de los Alisos, poema de Goethe
convertido en Lied por Schubert, n. del t].
31
Cf. M. Granet, La pensée chinoise, A. Michel, p. 320.

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