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EL LIBRO Y SUS MUNDOS

Selección y notas
Elkin Obregón S.
Primera edición
5.000 ejemplares
Medellín, junio de 2014
Edita:
Fundación C ONFI A R
Calle 52 N.º 49-40
Tel: 448 7500 Ext. 4201. Medellín
fundacionconfiar@confiar.com.co
www.confiar.coop
ISBN volumen: 978-958-57673-7-9
ISBN obra completa: 958-4702-7
Portada:
Jansel Figueroa
Diseño e Impresión:
Pregón S.A.S.

Este libro no tiene valor comercial


y es de distribución gratuita
Contenido

Felicidad clandestina............................ 7
Clarice Lispector
Continuidad de los parques................. 15
Julio Cortázar
La historia interminable...................... 21
(Capítulo primero)
Michael Ende
La Tertulia del Negro Cano.................. 45
Ciro Mendía
Epístola sobre los libros y los viajes.... 57
Luis Tejada
La Biblioteca de Babel.......................... 67
Jorge Luis Borges
Pitol y el misterio
que viaja con nosotros......................... 83
Enrique Vila-Matas

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En mi biblioteca................................... 91
E. M. Forster
Dos textos............................................ 103
Luis Alberto Arango
Buchmendel.......................................... 109
Stefan Sweig
A la cama con Shakespeare.................. 145
Juan Gabriel Vásquez
Amor en la biblioteca........................... 163
Liliana Cinetto

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Intento tratar a los libros como ellos me tratan a mí, es
decir, de hombre a hombre. Los libros son personas, o no
son nada.
Claude Roy, El amante de las librerías
Felicidad clandestina
Clarice Lispector
CLARICE LISPECTOR (1920, Ucrania - 1977,
Río de Janeiro)
Novelista, cuentista, cronista. De padres rusos,
vivió desde muy niña en Brasil. Dueña de una
visión tan singular como reveladora de las
cosas, ocupa un lugar de suma importancia
en la literatura brasilera. Algunas obras: Cerca
del corazón salvaje, La pasión según G.H., Un
aprendizaje (novelas), Felicidad clandestina,
Legión extranjera (volúmenes de cuentos).
Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo
excesivamente crespo, medio amarillento.
Tenía un busto enorme, mientras que
todas nosotras todavía éramos chatas.
Como si no fuese suficiente, por encima
del pecho se llenaba de caramelos los dos
bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a
cualquier niña devoradora de historias le
habría gustado tener: un padre dueño de
una librería.
No lo aprovechaba mucho. Y nosotras
todavía menos: incluso para los cumpleaños,
en vez de un librito barato por lo menos,
nos entregaba una postal de la tienda del
padre. Encima, siempre era algún paisaje de
Recife, la ciudad donde vivíamos, con sus
puentes más que vistos. Detrás escribía con
letra elaboradísima palabras como “fecha
natalicia” y “recuerdos”.

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Pero qué talento tenía para la crueldad.
Mientras haciendo barullo chupaba
caramelos, toda ella era pura venganza.
Cómo nos debía odiar esa niña a nosotras,
que éramos imperdonablemente monas,
delgadas, altas, de cabello libre. Conmigo
ejerció su sadismo con una serena ferocidad.
En mi ansiedad por leer, yo no me daba
cuenta de las humillaciones que me imponía:
seguía pidiéndole prestados los libros que a
ella no le interesaban.
Hasta que le llegó el día magno de
empezar a infligirme una tortura china.
Como al pasar, me informó que tenía Las
travesuras de Naricita, de Monteiro Lobato.
Era un libro gordo, válgame Dios, era un
libro para quedarse a vivir con él, para comer,
para dormir con él. Y totalmente por encima
de mis posibilidades. Me dijo que si al día
siguiente pasaba por la casa de ella me lo
prestaría.
Hasta el día siguiente, de la alegría, yo
estuve transformada en la misma esperanza:
no vivía, flotaba lentamente en un mar suave,
las olas me transportaban de un lado a otro.
Literalmente corriendo, al día siguiente
fui a su casa. No vivía en un apartamento,
como yo, sino en una casa. No me hizo
pasar. Con la mirada fija en la mía, me dijo

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que le había prestado el libro a otra niña
y que volviera a buscarlo al día siguiente.
Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco
rato la esperanza había vuelto a apoderarse
de mí por completo y ya caminaba por la
calle a saltos, que era mi manera extraña
de caminar por las calles de Recife. Esa vez
no me caí: me guiaba la promesa del libro,
llegaría el día siguiente, los siguientes serían
después mi vida entera, me esperaba el amor
por el mundo, y no me caí una sola vez.
Pero las cosas no fueron tan sencillas. El
plan secreto de la hija del dueño de la librería
era sereno y diabólico. Al día siguiente allí
estaba yo en la puerta de su casa, con una
sonrisa y el corazón palpitante. Todo para
oír la tranquila respuesta: que el libro no
se hallaba aún en su poder, que volviese al
día siguiente. Poco me imaginaba yo que
más tarde, en el curso de mi vida, el drama
del “día siguiente” iba a repetirse para mi
corazón palpitante otras veces como aquélla.
Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? No
lo sé. Ella sabía que, mientras la hiel no
se escurriese por completo de su cuerpo
gordo, sería un tiempo indefinido. Yo había
empezado a sospechar, es algo que sospecho
a veces, que me había elegido para que
sufriera. Pero incluso sospechándolo, a veces

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lo acepto, como si el que me quiere hacer
sufrir necesitara desesperadamente que yo
sufra.
¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos
los días, sin faltar ni uno. A veces ella decía:
Pues el libro estuvo conmigo ayer por la
tarde, pero como tú no has venido hasta
esta mañana se lo presté a otra niña. Y yo,
que no era propensa a las ojeras, sentía
cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos
sorprendidos.
Hasta que un día, cuando yo estaba en
la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa,
humildemente, su negativa, apareció la
madre. Debía de extrañarle la presencia
muda y cotidiana de esa niña en la puerta
de su casa. Nos pidió explicaciones a las dos.
Hubo una confusión silenciosa, entrecortada
de palabras poco aclaratorias. A la señora le
resultaba cada vez más extraño el hecho
de no entender. Hasta que, madre buena,
entendió al fin. Se volvió hacia la hija y con
enorme sorpresa exclamó: ¡Pero si ese libro
no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera
querías leerlo!
Y lo peor para la mujer no era el
descubrimiento de lo que pasaba. Debía de
ser el horrorizado descubrimiento de la hija
que tenía. Nos espiaba en silencio: la potencia

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de perversidad de su hija desconocida, la
niña rubia de pie ante la puerta, exhausta, al
viento de las calles de Recife. Fue entonces
cuando, recobrándose al fin, firme y serena le
ordenó a su hija: “Vas a prestar ahora mismo
ese libro”. Y a mí: “Y tú te quedas con el libro
todo el tiempo que quieras. ¿Entendido?”.
Eso era más valioso que si me hubiesen
regalado el libro: “el tiempo que quieras” es
todo lo que una persona, grande o pequeña,
puede tener la osadía de querer.
¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba
atontada y fue así como recibí el libro en la
mano. Creo que no dije nada. Cogí el libro.
No, no partí saltando como siempre. Me fui
caminando muy despacio. Sé que sostenía el
grueso libro con las dos manos, apretándolo
contra el pecho. Poco importa también
cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el pecho
caliente, el corazón pensativo.
Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba
que no lo tenía, únicamente para sentir
después el sobresalto de tenerlo. Horas más
tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas,
volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa,
lo postergué más aún yendo a comer pan
con mantequilla, fingí no saber dónde había
guardado el libro, lo encontraba, lo abría
por unos instantes. Creaba los obstáculos

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más falsos para esa cosa clandestina que
era la felicidad. Para mí la felicidad siempre
habría de ser clandestina. Era como si ya lo
presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el
aire… Había en mí orgullo y pudor. Yo era
una reina delicada.
A veces me sentaba en la hamaca para
balancearme con el libro abierto en el regazo,
sin tocarlo, en un éxtasis purísimo.
Ya no era una niña con un libro: era una
mujer con su amante.

Del sitio web Material de lectura, Universidad


Nacional Autónoma de México, 2011. Traducción
de Cristina Peri Rossi.

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Continuidad de los parques
Julio Cortázar
JULIO CORTÁZAR (1914, Bruselas - 1984,
París)
Novelista, cuentista, ensayista, poeta. Su
célebre novela Rayuela es casi la primera muestra
del llamado Boom latinoamericano. Escribió
otras (Los premios, Libro de Manuel), pero su
mayor producción se centra en el cuento, con
volúmenes como Bestiario, Las armas secretas,
Ceremonias, etc. Algunos de sus libros son
difícilmente clasificables: Historias de cronopios
y de famas, La vuelta al día en 80 mundos, Último
round, etc.
Había empezado a leer la novela unos días
antes. La abandonó por negocios urgentes,
volvió a abrirla cuando regresaba en tren a
la finca; se dejaba interesar lentamente por
la trama, por el dibujo de los personajes.
Esa tarde, después de escribir una carta a su
apoderado y discutir con el mayordomo una
cuestión de aparcerías, volvió al libro en la
tranquilidad del estudio que miraba hacia el
parque de los robles. Arrellanado en su sillón
favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera
molestado como una irritante posibilidad
de intrusiones, dejó que su mano izquierda
acariciara una y otra vez el terciopelo verde
y se puso a leer los últimos capítulos. Su
memoria retenía sin esfuerzo los nombres y
las imágenes de los protagonistas; la ilusión
novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del
placer casi perverso de irse desgajando línea

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a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez
que su cabeza descansaba cómodamente
en el terciopelo del alto respaldo, que los
cigarrillos seguían al alcance de la mano, que
más allá de los ventanales danzaba el aire del
atardecer bajo los robles. Palabra a palabra,
absorbido por la sórdida disyuntiva de los
personajes, dejándose ir hacia las imágenes
que se concertaban y adquirían color y
movimiento, fue testigo del último encuentro
en la cabaña del monte. Primero entraba la
mujer, recelosa; ahora llegaba el amante,
lastimada la cara por el chicotazo de una rama.
Admirablemente restañaba ella la sangre con
sus besos, pero él rechazaba sus caricias, no
había venido para repetir las ceremonias de
una pasión secreta, protegida por un mundo
de hojas secas y senderos furtivos. Un puñal
se entibiaba contra su pecho, y debajo latía
la libertad agazapada. Un diálogo anhelante
corría por las páginas como un arroyo de
serpientes, y se sentía que todo estaba
decidido desde siempre. Hasta esas caricias
que enredaban el cuerpo del amante como
queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban
abominablemente la figura de otro cuerpo
que era necesario destruir: Nada había sido
olvidado: coartadas, azares, posibles errores.
A partir de esa hora cada instante tenía su

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empleo minuciosamente atribuido. El doble
repaso despiadado se interrumpía apenas
para que una mano acariciara una mejilla.
Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la
tarea que los esperaba, se separaron en la
puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la
senda que iba al norte. Desde la senda opuesta
él se volvió un instante para verla correr con
el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose
en los árboles y los setos, hasta distinguir en
la bruma malva del crepúsculo la alameda que
llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar,
y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa
hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del
porche y entró. Desde la sangre galopando
en sus oídos le llegaban las palabras de la
mujer: primero una sala azul, después una
galería, una escalera alfombrada. En lo alto,
dos puertas. Nadie en la primera habitación,
nadie en la segunda. La puerta del salón, y
entonces el puñal en la mano, la luz de los
ventanales, el alto respaldo de un sillón de
terciopelo verde, la cabeza del hombre en el
sillón leyendo una novela.

De Ceremonias, Seix Barral, Nueva Narrativa


Hispánica, 1977.

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La historia interminable
(Capítulo primero)
Michael Ende
MICHAEL ENDE (1929, Garmisch, Alemania
- 1995, Baden Würtemberg, Alemania).
En su juventud fue actor de teatro, guionista y
crítico de cine, actividades que cambió luego por
la literatura, orientándose muy pronto por la de
índole infantil y juvenil. Obtuvo un gran éxito
con Jim botón y Lucas el maquinista, refrendado
después con todos sus títulos. Varios de sus
libros (Momo, La historia interminable) han sido
llevados al cine, con mayor o menor fortuna.
Esta era la inscripción que había en la
puerta de cristal de una tiendecita, pero
naturalmente sólo se veía así cuando se
miraba a la calle, a través del cristal, desde el
interior en penumbra.
Fuera hacía una mañana fría y gris de
noviembre, y llovía a cántaros. Las gotas
correteaban por el cristal y sobre las adornadas
letras. Lo único que podía verse por la puerta
era una pared manchada de lluvia, al otro
lado de la calle. La puerta se abrió de pronto
con tal violencia que un pequeño racimo de
campanillas de latón que colgaba sobre ella,
asustado, se puso a repiquetear, sin poder
tranquilizarse en un buen rato.
El causante del alboroto era un muchacho
pequeño y francamente gordo, de unos diez
u once años. Su pelo, castaño oscuro, le caía
chorreando sobre la cara, tenía el abrigo

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empapado de lluvia y, colgada de una correa,
llevaba a la espalda una cartera de colegial.
Estaba un poco pálido y sin aliento pero, en
contraste con la prisa que acababa de darse,
se quedó en la puerta abierta como clavado
en el suelo.
Ante él tenía una habitación larga y
estrecha, que se perdía al fondo en penumbra.
En las paredes había estantes que llegaban
hasta el techo, abarrotados de libros de
todo tipo y tamaño. En el suelo se apilaban
montones de mamotretos y en algunas
mesitas había montañas de libros más
pequeños, encuadernados en cuero, cuyos
cantos brillaban como el oro. Detrás de una
pared de libros tan alta como un hombre, que
se alzaba al otro extremo de la habitación,
se veía el resplandor de una lámpara. De esa
zona iluminada se elevaba de vez en cuando
un anillo de humo, que iba aumentando de
tamaño y se desvanecía luego más arriba, en
la oscuridad. Era como esas señales con que
los indios se comunican noticias de colina en
colina. Evidentemente, allí había alguien y,
en efecto, el muchacho oyó una voz bastante
brusca que, desde detrás de la pared de libros,
decía:
—Quédese pasmado dentro o fuera, pero
cierre la puerta. Hay corriente.

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El muchacho obedeció, cerrando con
suavidad la puerta. Luego se acercó a la pared
de libros y miró con precaución al otro lado.
Allí estaba sentado, en un sillón de orejas
de cuero desgastado, un hombre grueso y
rechoncho. Llevaba un traje negro arrugado,
que parecía muy usado y como polvoriento.
Un chaleco floreado le sujetaba el vientre.
El hombre era calvo y sólo por encima de
las orejas le brotaban mechones de pelos
blancos. Tenía una cara roja que recordaba
la de un buldog de esos que muerden. Sobre
las narices, llenas de bultos, llevaba unas
gafas pequeñas y doradas, y fumaba en una
pipa curva, que le colgaba de la comisura
de los labios torciéndole toda la boca.
Sobre las rodillas tenía un libro en el que,
evidentemente, había estado leyendo, porque
al cerrarlo había dejado entre sus páginas el
gordo dedo índice de la mano izquierda...
como señal de lectura, por decirlo así.
El hombre se quitó las gafas con la mano
derecha, contempló al muchacho pequeño
y gordo que estaba ante él chorreando,
frunciendo al hacerlo los ojos, lo que aumentó
la impresión de que iba a morder, y se limitó
a musitar:
—¡Vaya por Dios!
Luego volvió a abrir su libro y siguió
leyendo.

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El muchacho no sabía muy bien qué
hacer, y por eso se quedó simplemente allí,
mirando al hombre con los ojos muy abiertos.
Finalmente, el hombre cerró el libro otra vez
—dejando el dedo, como antes, entre sus
páginas— y gruñó:
—Mira, chico, yo no puedo soportar
a los niños. Ya sé que está de moda hacer
muchos aspavientos cuando se trata de
vosotros…, ¡pero eso no reza conmigo! No
me gustan los niños en absoluto. Para mí no
son más que unos estúpidos llorones y unos
pesados que lo destrozan todo, manchan
los libros de mermelada y les rasgan las
páginas, y a los que les importa un pimiento
que los mayores tengan también sus
preocupaciones y sus problemas. Te lo digo
sólo para que sepas a qué atenerte. Además,
no tengo libros para niños y los otros no te
los vendo. ¿Está claro?
Todo eso lo había dicho sin quitarse la
pipa de la boca. Luego abrió el libro otra vez
y continuó leyendo.
El muchacho asintió en silencio y se dio
la vuelta para marcharse, pero de algún modo
le pareció que no debía aceptar sin protesta
aquel sermón, y por eso se volvió otra vez y
dijo en voz baja:

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—No todos son así.
El hombre levantó despacio la vista y se
quitó de nuevo las gafas.
—¿Aún estás ahí? ¿Qué hay que hacer
para librarse de ti, me lo quieres decir? ¿Qué
era eso tan importantísimo que has dicho?
—No era importante —respondió el
muchacho en voz más baja todavía—. Sólo
que… no todos los niños son como usted
dice.
—¡Vaya! —El hombre enarcó las cejas
fingiendo asombro—. Entonces, tú eres sin
duda una excepción, ¿no?
El muchacho gordo no supo qué
responder. Sólo se encogió ligeramente de
hombros y se volvió otra vez para irse.
—¡Vaya educación! —oyó decir a sus
espaldas a aquella voz refunfuñona—. Desde
luego no te sobra, porque, si no, te hubieras
presentado por lo menos.
—Me llamo Bastián —dijo el
muchacho—. Bastián Baltasar Bux.
—Un nombre bastante raro —gruñó el
hombre—, con esas tres bes. Bueno, de eso
no tienes la culpa porque no te bautizaste tú.
Yo me llamo Karl Konrad Koreander.
—Tres kas —dijo el muchacho
seriamente.

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—Mmm —refunfuñó el viejo—. ¡Es
verdad!
Lanzó unas nubecillas de humo.
—Bueno, da igual cómo nos llamemos
porque no nos vamos a ver más. Ahora sólo
quisiera saber una cosa y es por qué has
entrado en mi tienda con tanta prisa. Daba
la impresión de que huías de algo. ¿Es cierto?
Bastián asintió. Su cara redonda se puso
de pronto un poco más pálida y sus ojos se
hicieron aún mayores.
—Probablemente habrás asaltado un
banco —sugirió el señor Koreander—, o
matado a alguna vieja o alguna de esas cosas
que hacéis ahora. ¿Te persigue la policía,
hijo?
Bastián negó con la cabeza.
—Vamos, habla —dijo el señor
Koreander—. ¿De quién huyes?
—De los otros.
—¿De qué otros?
—Los niños de mi clase.
—¿Por qué?
—Porque… no me dejan en paz.
—¿Qué te hacen?
—Me esperan delante del colegio.
—¿Y qué?

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—Me llaman cosas. Me dan empujones
y se ríen de mí.
—¿Y tú te dejas?
El señor Koreander miró al muchacho
un momento con desaprobación y preguntó
luego:
—¿Y por qué no les partes la boca?
Bastián lo miró asombrado.
—No… no quiero. Además… no soy
muy bueno boxeando.
—¿Y qué tal la lucha? —quiso saber el
señor Koreander—. Correr, nadar, fútbol,
gimnasia… ¿No se te da bien nada de eso?
El muchacho dijo que no con la cabeza.
—En otras palabras —dijo el señor
Koreander—, que eres un flojucho, ¿no?
Bastián se encogió de hombros.
—Pero hablar sí que sabes —dijo el señor
Koreander—. ¿Por qué no les contestas
cuando se meten contigo?
—Ya lo hice una vez…
—¿Y qué pasó?
—Me metieron en un cacharro de basura
y ataron la tapa. Estuve dos horas llamando
hasta que me oyó alguien.
—Mmm —refunfuñó el señor
Koreander—, y ahora ya no te atreves.

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Bastián asintió.
—O sea —dedujo el señor Koreander—,
que además eres un gallina.
Bastián bajó la cabeza.
—Y seguramente un pelota también, ¿no?
El mejor de la clase con todo sobresalientes, y
enchufado con todos los profesores, ¿verdad?
—No —dijo Bastián conservando la vista
baja—. El año pasado se me cargaron.
—¡Santo cielo! —exclamó el señor
Koreander—. Una nulidad en toda la línea.
Bastián no dijo nada. Sólo siguió allí. Con
los brazos colgantes y el abrigo chorreando.
—¿Qué te llaman para burlarse de ti?
—No sé… Todo lo que se les ocurre.
—¿Por ejemplo?
—¡Gordo! ¡Gordote! ¡Sentado en un
bote! Si el bote se hunde, el Gordo se funde.
¡Bueno está que abunde!
—No es muy ingenioso —opinó el señor
Koreander—. ¿Y qué más?
Bastián titubeó antes de hacer una
enumeración.
—Chiflado, bólido, cuentista, bolero…
—¿Chiflado? ¿Por qué?
—Porque a veces hablo solo.

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—¿De qué, por ejemplo?
—Me imagino historias, invento
nombres y palabras que no existen, y cosas
así.
—¿Y te lo cuentas a ti mismo? ¿Por qué?
—Bueno, porque no le interesa a nadie.
El señor Koreander se quedó un rato en
silencio, pensativo.
—¿Qué dicen a eso tus padres?
Bastián no respondió enseguida. Sólo al
cabo de un rato musitó:
—Mi padre no dice nada. Nunca dice
nada. Le da todo igual.
—¿Y tu madre?
—No tengo.
—¿Están separados tus padres?
—No —dijo Bastián—. Mi madre está
muerta.
En aquel momento sonó el teléfono.
El señor Koreander se levantó con cierto
esfuerzo de su sillón y entró arrastrando los
pies en una pequeña habitación que había
en la parte de atrás de la tienda. Descolgó el
teléfono y Bastián oyó confusamente cómo
el señor Koreander pronunciaba su nombre.
Luego la puerta del despacho se cerró y sólo
pudo oír un murmullo apagado.

31
Bastián se puso en pie sin saber muy
bien lo que le había pasado ni por qué
había contado y confesado todo aquello.
Le molestaba que le hicieran preguntas. De
repente se dio cuenta con horror de que iba a
llegar tarde al colegio; era verdad, tenía que
darse prisa, correr… pero se quedó donde
estaba, sin poder decidirse. Algo lo detenía,
no sabía qué.
En el despacho seguía oyéndose la
voz apagada. Fue una larga conversación
telefónica.
Bastián se dio cuenta de que, durante
todo el tiempo, había estado mirando
fijamente el libro que el señor Koreander
había tenido en las manos y ahora estaba en
el sillón de cuero. Era como si el libro tuviera
una especie de magnetismo que lo atrajera
irresistiblemente.
Cogió el libro y lo miró por todos lados.
Las tapas eran de color cobre y brillaban al
mover el libro. Al hojearlo por encima, vio
que el texto estaba impreso en dos colores. No
parecía tener ilustraciones, pero sí unas letras
iniciales de capítulo grandes y hermosas.
Mirando con más atención la portada,
descubrió en ella dos serpientes, una clara y
otra oscura, que se mordían mutuamente la
cola formando un óvalo. Y en ese óvalo, en

32
letras caprichosamente entrelazadas, estaba
el título:

Las pasiones humanas son un misterio,


y a los niños les pasa lo mismo que a los
mayores. Los que se dejan llevar por ellas
no pueden explicárselas, y los que no las
han vivido no pueden comprenderlas. Hay
hombres que se juegan la vida para subir a
una montaña. Nadie, ni siquiera ellos, puede
explicar realmente por qué. Otros se arruinan
para conquistar el corazón de una persona
que no quiere saber nada de ellos. Otros se
destruyen a sí mismos por no saber resistir los
placeres de la mesa… o de la botella. Algunos
pierden cuanto tienen para ganar en un
juego de azar, o lo sacrifican todo a una idea
fija que jamás podrá realizarse. Unos cuantos
creen que sólo serán felices en algún lugar
distinto, y recorren el mundo durante toda
su vida. Y unos pocos no descansan hasta
que consiguen ser poderosos. En resumen:
hay tantas pasiones distintas como hombres
distintos hay.
La pasión de Bastián Baltasar Bux eran
los libros. Quien no haya pasado nunca
tardes enteras delante de un libro, con las

33
orejas ardiéndole y el pelo caído por la cara,
leyendo y leyendo, olvidado del mundo y sin
darse cuenta de que tenía hambre o se estaba
quedando helado…
Quien nunca haya leído en secreto a la
luz de una linterna, bajo la manta, porque
Papá o Mamá o alguna otra persona solícita
le ha apagado la luz con el argumento bien
intencionado de que tiene que dormir, porque
mañana hay que levantarse tempranito…
Quien nunca haya llorado abierta o
disimuladamente lágrimas amargas, porque
una historia maravillosa acababa y había que
decir adiós a personajes con los que había
corrido tantas aventuras, a los que quería y
admiraba, por los que había temido y rezado,
y sin cuya compañía la vida le parecería vacía
y sin sentido…
Quien no conozca todo eso por
propia experiencia, no podrá comprender
probablemente lo que Bastián hizo entonces.
Miró fijamente el título del libro y sintió
frío y calor a un tiempo. Eso era, exactamente,
lo que había soñado tan a menudo y lo que,
desde que se había entregado a su pasión,
venía deseando: ¡Una historia que no acabase
nunca! ¡El libro de todos los libros!
¡Tenía que conseguirlo, costase lo que
costase!

34
¿Costase lo que costase? ¡Eso era muy
fácil de decir! Aunque hubiera podido
ofrecerle más de los tres marcos y cincuenta
pfennig que le quedaban de su paga…, aquel
antipático señor Koreander le había dado a
entender con toda claridad que no le vendería
ningún libro. Y, desde luego, no se lo iba a
regalar. La cosa no tenía solución…
Y, sin embargo, Bastián sabía que no
podría marcharse sin el libro. Ahora se daba
cuenta de que precisamente por aquel libro
había entrado allí, de que el libro lo había
llamado de una forma misteriosa porque
quería ser suyo, porque, en realidad, ¡le había
pertenecido siempre!
Bastián escuchó atentamente el
murmullo que, lo mismo que antes, venía
del despacho.
Antes de darse cuenta de lo que hacía,
se había metido muy deprisa el libro bajo
el abrigo y lo sujetaba contra el cuerpo con
ambos brazos. Sin hacer ningún ruido, se
dirigió a la puerta de la tienda andando hacia
atrás y mirando entretanto temerosamente
a la otra puerta, la del despacho. Levantó
el picaporte con cautela. Quería evitar
que las campanillas de latón sonaran y
abrió la puerta de cristal sólo lo suficiente
para poder deslizarse por ella. Silenciosa y
cuidadosamente, cerró la puerta por fuera.

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Y sólo entonces comenzó a correr.
Los cuadernos, los libros del colegio y la
caja de lápices saltaban y tableteaban en su
cartera al ritmo de sus piernas. Le dio una
punzada en el costado, pero siguió corriendo.
La lluvia le resbalaba por la cara,
metiéndosele por el cuello. El frío y la
humedad le calaban el abrigo, pero Bastián
no lo notaba. Sentía calor, y no era sólo de
correr.
Su conciencia, que antes, en la tienda,
no había dicho esta boca es mía, se había
despertado de repente. Todas las razones que
habían sido tan convincentes le parecieron de
pronto totalmente increíbles, y se fundieron
como monigotes de nieve bajo el aliento de
un dragón.
Había robado. ¡Era un ladrón!
Lo que había hecho era peor incluso que un
robo corriente. Aquel libro era seguramente
un ejemplar único e insustituible. Sin duda
había sido el mayor de los tesoros del señor
Koreander. Quitarle a un violinista el violín
o a un rey su corona era peor que llevarse
el dinero de un banco. Mientras corría,
apretaba contra su cuerpo el libro, por debajo
del abrigo. No quería perderlo por muy caro
que le costara. Era todo lo que le quedaba en
el mundo.

36
Porque a casa, naturalmente, no podía
volver. Intentó imaginarse a su padre,
sentado en la amplia habitación arreglada
como laboratorio y trabajando. A su alrededor
había docenas de vaciados en escayola de
dentaduras humanas, porque era protésico
dental. Bastián no había pensado nunca si a
su padre le gustaba realmente aquel trabajo.
Ahora se le ocurrió por primera vez, pero ya
no podría preguntárselo nunca.
Si volviera a casa ahora, su padre saldría
del taller con su bata blanca y, quizá, con
una dentadura de escayola en la mano, y le
preguntaría:
—¿Ya de vuelta?
—Sí —diría Bastián—.
—¿No hay colegio hoy? —Bastián vio
ante sí la cara tranquila y triste de su padre
y se dio cuenta de que le sería imposible
mentir. Pero tampoco podía decirle la verdad.
No, lo único que podía hacer era marcharse;
a cualquier parte, muy lejos. Su padre
no debía saber nunca que su hijo se había
vuelto ladrón. Y quizá ni se diera cuenta de
que Bastián no estaba ya. La idea resultaba
incluso un tanto consoladora.
Bastián había dejado de correr. Ahora
andaba despacio y, al final de la calle, vio el
edificio del colegio. Sin darse cuenta, había

37
tomado su camino habitual. La calle le
pareció vacía, aunque había personas aquí
y allá. Pero, a quien llega tarde al colegio,
el mundo que lo rodea le parece siempre
muerto. De todas formas, le daba miedo el
colegio, escenario de sus fracasos diarios; le
daban miedo los profesores, que le reñían
amablemente o descargaban sobre él sus iras;
miedo los otros niños, que se reían de él y no
perdían oportunidad de demostrarle lo torpe
y lo débil que era. El colegio le había parecido
siempre como una pena de prisión larguísima,
que duraría hasta que creciera y que él tenía
que cumplir con muda resignación.
Pero cuando iba ahora por sus pasillos
llenos de ecos, que olían a cera de pisos y a
abrigo mojado, cuando el siniestro silencio
de la casa le taponó de pronto los oídos como
un trozo de algodón y cuando, finalmente,
estuvo delante de la puerta de su clase,
pintada del mismo color espinaca seca que
las paredes, comprendió que tampoco allí se
le había perdido nada. Tenía que irse. Y lo
mejor era hacerlo ya.
¿Pero a dónde?
Bastián había leído en los libros historias
de muchachos que se enrolan en un buque
y se van a correr mundo para hacer fortuna.
Algunos se hacían también piratas o héroes,

38
y otros volvían ricos a su patria, unos años
más tarde, sin que nadie sospechase quiénes
eran.
Pero una cosa así no se atrevía a hacerla
Bastián. Ni siquiera podía imaginarse que lo
aceptaran como grumete. Además, no tenía
la menor idea de cómo llegar a un puerto
donde hubiera buques apropiados para esas
arriesgadas empresas.
Entonces, ¿a dónde?
Y de pronto se le ocurrió el lugar adecuado,
el único en donde —por lo menos, de
momento— no lo buscarían y encontrarían.
El desván era grande y oscuro. Olía a
polvo y naftalina. No se oía ningún ruido,
salvo el suave tamborileo de la lluvia sobre
las planchas de cobre del gigantesco tejado.
Fuertes vigas, ennegrecidas por el tiempo,
salían a intervalos regulares del entarimado,
uniéndose más arriba a otras vigas del
armazón del tejado y perdiéndose en algún
lado en la oscuridad. Aquí y allá colgaban
telas de araña, grandes como hamacas, que
se columpiaban suave y fantasmalmente en
el aire. De lo alto, donde había un tragaluz,
bajaba un resplandor lechoso.
La única cosa viva en aquel entorno, en
donde el tiempo parecía detenerse, era un
ratoncito que saltaba sobre el entarimado,

39
dejando en el polvo huellas diminutas.
Allí donde la colita le arrastraba, quedaba
entre las impresiones de sus patas una raya
delgada. De pronto se enderezó y escuchó. Y
luego —¡hush!— desapareció en un agujero
de las tablas.
Se oyó el ruido de una llave en la gran
cerradura. La puerta del desván se abrió
despacio y rechinando y, por un instante, una
larga franja de luz atravesó el cuarto. Bastián
se metió dentro y cerró luego empujando la
puerta, que rechinó otra vez. Metió una gran
llave en la cerradura y la hizo girar. Luego
echó además el cerrojo y dio un suspiro de
alivio. Ahora sí que no podrían encontrarlo.
Nadie lo buscaría allí. Sólo muy raras veces
venía alguien —¡de eso estaba bastante
seguro!— e, incluso si la casualidad quería que
precisamente hoy o mañana alguien tuviera
algo que hacer allí, quien fuera se encontraría
con la puerta cerrada. Y la llave no estaría.
En el caso de que, a pesar de todo, abrieran
la puerta, Bastián tendría tiempo suficiente
para esconderse entre los cachivaches.
Poco a poco, sus ojos se iban
acostumbrando a la penumbra. Conocía el
lugar. Seis meses antes, el portero del colegio
le había pedido que lo ayudase a transportar
un gran cesto de ropa lleno de viejos

40
formularios y papeles que había que dejar
en el desván. Entonces Bastián había visto
dónde se guardaba la llave de la puerta: en
un armarito que había en la pared, junto al
tramo superior de la escalera. Desde entonces
no había vuelto a pensar en ello. Pero ahora
se había acordado otra vez.
Bastián comenzó a tiritar, porque tenía
el abrigo empapado y allí arriba hacía mucho
frío. Por de pronto, tenía que buscar un lugar
en donde ponerse un poco más cómodo. Al
fin y al cabo, tendría que estar allí mucho
tiempo. Cuánto… En eso no quería pensar
de momento, ni tampoco en que pronto
tendría hambre y sed.
Anduvo un poco por allí.
Había toda clase de trastos, tumbados o
de pie; estantes llenos de archivadores y de
legajos no utilizados hacía tiempo, pupitres
manchados de tinta y amontonados, un
bastidor del que colgaba una docena de mapas
antiguos, varias pizarras con la capa negra
desconchada, estufas de hierro oxidadas,
aparatos gimnásticos inservibles, balones
medicinales pinchados y un montón de
colchonetas de gimnasia viejas y manchadas,
amén de algunos animales disecados, medio
comidos por la polilla, entre ellos una gran
lechuza, un águila real y un zorro, toda clase

41
de retortas y probetas rajadas, una máquina
electrostática, un esqueleto humano que
colgaba de una especie de armario de ropa,
y muchas cajas y cajones llenos de viejos
cuadernos y libros escolares.
Bastián se decidió finalmente a hacer
habitable el montón de colchonetas viejas.
Cuando uno se echaba encima, se sentía casi
como en un sofá. Las arrastró hasta debajo
del tragaluz, donde la claridad era mayor.
Cerca había, apiladas, unas mantas militares
de color gris, desde luego muy polvorientas
y rotas, pero plenamente aprovechables.
Bastián las cogió. Se quitó el abrigo mojado
y lo colgó junto al esqueleto en el ropero.
El esqueleto se columpió un poco, pero a
Bastián no le daba miedo. Quizá porque
estaba acostumbrado a ver en su casa
cosas parecidas. Se quitó también las botas
empapadas. En calcetines, se sentó al estilo
árabe sobre las colchonetas y, como un indio,
se echó las mantas grises por los hombros.
Junto a él tenía su cartera… y el libro de color
cobre.
Pensó que los otros, en la clase de abajo,
debían de estar dando precisamente Lengua.
Quizá tuvieran que escribir una redacción
sobre algún tema aburridísimo.
Bastián miró el libro.

42
“Me gustaría saber —se dijo—, qué pasa
realmente en un libro cuando está cerrado.
Naturalmente, dentro hay sólo letras
impresas sobre el papel, sin embargo… Algo
debe de pasar, porque cuando lo abro aparece
de pronto una historia entera. Dentro hay
personas que no conozco todavía, y todas las
aventuras, hazañas y peleas posibles… y a
veces se producen tormentas en el mar o se
llega a países o ciudades exóticos. Todo eso
está en el libro de algún modo. Para vivirlo
hay que leerlo, eso está claro. Pero está dentro
ya antes. Me gustaría saber de qué modo”.
Y de pronto sintió que el momento era
casi solemne. Se sentó derecho, cogió el libro,
lo abrió por la primera página y comenzó a
leer

De La historia interminable, traducción de Miguel


Sáenz, Editorial Círculo de Lectores, 1979.

43
La Tertulia del Negro Cano
Ciro Mendía
Ciro Mendía (1892, Caldas, Antioquia - 1879,
Medellín)
Seudónimo de Carlos Mejía Ángel. Poeta y
dramaturgo, autor de unas memorias que nunca
llegó a completar. Obras poéticas: Escuadrilla
de Poemas, Naipe nuevo, Farol sin Calle, etc.
Teatro: El papá de Trina, El traje azul, Prometea
desencadenada. El poema que aquí se transcribe
alude a la tertulia que, a comienzos del s. XX,
reunía en la librería de Antonio J. Cano a
personajes de nuestro mundo literario.
¡La Tertulia del Negro! Rincón con cuatro sillas
que se disputan todos. En los viejos estantes
libros y libros. Libros de maravillas,
mamotretos espeluznantes,
emocionantes y abracadabrantes,
de esos que gustan tanto las modistillas
y los penitentes petulantes.
Al lado de Don Quijote, se ven, en lomo de
cuero,
Bolívar y Napoleón I.
Junto a la Doctora de Ávila, se adivina
guiñando los ojos pícaros la señá Celestina.
Bocaccio, Casanova, Aretino, Marcial, en
compañía
están Atala, de Mireya y de María.
Shakespeare, Molière y Lope, Racine y
Calderón,
e Ibsen, codeándose están con el guasón
de Muñoz Seca. Perdón.

47
Y con una distancia desde la tierra al cielo,
pero en el mismo plúteo, se confunden ¡qué
horror!
La vida industrial de Henry Ford
y las “Florecillas” del Poverello.
Y dentro, en la “nevera”, con bostezos
glaciales,
esperando lectores se aburren mil libros
nacionales…

¡La Tertulia del Negro! Hasta su librería


se acercan grandes talentos y talentos chicos,
a airearse en los abanicos
de su amistad y de su hidalguía.
Allí el criollo y el extranjero
encuentran de la bondad el alero,
porque este Negro Cano
—poeta y caballero—
tiene el alma en la mano.

Menudo y agradable, aparece, de repente,


Carlos E. Restrepo, poeta, ganadero y
expresidente.
Su aparición allí es rara y fugaz:
entra en el olímpico vericueto
a contarle a Cano cosas del “Partido
diminuto y
locuaz”…
(Tal vez por eso el Negro es al único a quien
recibe con respeto).

48
Ya afiló Toro Villa
la terrible cuchilla
de un concepto científico o literario;
Jiménez,
manoteando acusa lleno de desdenes,
cierto tranvía aéreo y cierta carretera
abstrusa,
ilusa
y confusa.
Clodomiro Ramírez, rebosando talento,
suelta de cuando en vez la avispa de algún
cuento
o una anécdota política. Eastman, poligloto
temerario
y erudito, discute de fonética y abomina
del Club Rotario.
Betancourt, a la fuerza, pregunta cualquier
cosa,
porque este pedagogo, a quien yo
reverencio,
tiene la gracia deliciosa
de ser más callado que el silencio.
Restrepo Olarte,
uno que se fugó del Arte,
por no sentir el terciopelo del ocio,
habla de obras públicas o de cualquier
negocio.
El trueno de la Historia nos larga Joaquín G.,
mientras Samuel Moreno echa una
aventura

49
que casi siempre así empieza: “Alguna vez
entré
a un Café
de la Rue de la Paix…”

¡La Tertulia del Negro! Emilio Jaramillo,


el crítico admirado,
sabihondo y asaz apasionado,
llega con ese andar nervioso y repicado.
Trae bajo del brazo los diarios, sin leer
y se da a conversar,
con ese su saber
y ese modo de nunca acabar.
Tres vueltas al pitillo le da, por buen agüero
(Queiroz era agüerista también. Buen
compañero).
—Mulatos —dice entrando Alfonso Castro.
Y da
al negro, un abrazo tan fuerte,
que el pobre Cano un rato va
a madrigalizar a las puertas de la Muerte.
Porque ese Castro ostenta
a más de la espiritual,
una fuerza tan violenta
que para boxeador no estaría mal.
Pero a pesar de todo, el célebre autor
de “El Señor Doctor”
es lo que se llama un gran señor
y un magnífico escritor.
Peinando canas llega

50
Efe Gómez, con esa su figura de neto
provinciano,
y a seguida despliega
la loma de su risa. (Cano,
en su libro de cuentas
no le importa que llegue este cuentista
hermano
—prosador de los buenos—, y prosigue
feliz,
así gordo, redondo, con sus líneas violentas,
tal que un Buda diligente y probo
—tallado en caobo—,
Como diría un día
Federico García
Sanchíz).

Pálido, descarnado, pero ebrio de alegría


saluda al estilizado
Pepe Mexía.
Arquitecto y poeta retirado
y dibujante moderno, en grado sumo,
sus geniales monigotes
que siempre están echando humo,
los aplauden tartufos, sanchos y quijotes.

Rosado y melenudo
y de patillas rubias, bajo el sombrero aludo,
León de Greiff, sonríe, mientras en un
saludo
seguido de una mueca

51
a las claras nos dice su procedencia sueca.
Es el poeta hermético de las cosas
extrañas, wagnerianas: en sus versos hay
pingüinos y rosas,
búhos y mariposas.
Como es de costumbre trae la americana
repleta de sus
últimos libros nuevos. Y defiende, en buena
lid,
las extravagancias de Proust
y las obras perversas de André Gide.

Apoyado en su báculo, tembloroso, glorioso


—terno negro—, aprestigia el cotarro
armonioso
la testa monda
y lironda,
aristocrática
y también socrática
de Tomás Carrasquilla, nuestro
prestigioso Maestro.
—¿Qué tal, chicos? —rezonga mientras
ocupa una silla
que le brinda cualquiera: para algo es
Carrasquilla.
Tras el Maestro entra, alto, sonriente,
Alejo Vásquez, médico, poeta, dramaturgo
y creyente:
más bueno que el cielo azul
o que su venerado San Vicente de Paul.

52
Con él llegó mostrando su “triangular
silueta”
Quico Villa, contador y poeta
sentimental,
cordial,
feo y tal.
(Estos dos camaradas
esclavos de la amistad,
por hermandad y bondad
llevan las almas enlazadas).
Con un chiste colonial en los labios
morados
aparece Pacho Díaz Granados
a contestar a lista.
Pacho es el viejo humorista
de los epigramas celebrados,
largo en los cuentos verdes, azules y
rosados,
y corto de vista.
Marco Tobón Mejía, nuestro gran escultor,
ya de melena casi gris,
se presenta a hablar con amor y fervor
de Rodin y París.

¡La Tertulia del Negro! Hablar de poesía,


de novela y teatro y de filosofía,
de escultura y pintura y hasta de anatomía.
Allí en cuestión de Arte hay altar y
patíbulo,
agitan unos el turíbulo y otros lanzan sus

53
perdigones
de literarias pasiones.
Con una frase derrumban, entre risas
joviales,
el palacio de cristales
de cualquier escritor de genio y fama
municipales.
Allí sí se le “retuerce el cuello a la
elocuencia”,
y corta bien la hoz
en la maleza de tal o cual inteligencia,
más o menos remota,
o con forma y naturaleza de pelota
como la del poeta idiota,
aquel Dámaso, el héroe de Queiroz.

Y cuando se ha agotado la charla y el café,


dice el Negro hambreado, y siempre
inoportuno:
—Vayan saliendo uno a uno
para que nadie diga que los eché…
Cano —más burgués, más ecuánime—
se encamina a yantar,
¡Oh, su escandalosa gastronomía!
Los otros, por aplastante mayoría,
nos trasladamos al Café de Siempre, a
murmurar,
a leer,
a mentir,
a beber,

54
a reír,
y a vivir
la vida más profunda, más intensa, más
segura,
o la menos dura,
que es esta vida amable de la literatura.

Y luego en el Café… Corren, vuelan


las horas
—las horas soñadoras, las horas
más sonoras—,
porque en el cristal de
nuestros vasos,
¡hemos visto morir muchos ocasos
y hemos visto nacer muchas auroras!

Medellín (Antioquia)
MCMXXVII

55
Epístola sobre los libros
y los viajes
Luis Tejada
LUIS TEJADA (1898, Barbosa, Antioquia -
1924, Girardot, Cundinamarca).
Periodista y cronista. Su escaso tiempo de vida
le bastó para renovar por completo en Colombia
el género periodístico de la crónica, tanto en la
forma como en el contenido. Hoy lo vemos y
admiramos como a un clásico de ese género.
Libros: Libro de crónicas (1924), Gotas de tinta, y
Mesa de redacción (ediciones póstumas).
A Luis Bernal, en Medellín
Amigo mío:
El relato de tu primera excursión, que
alcanzó afortunadamente hasta La Quiebra
y Cisneros, me llenó de grata esperanza:
abandonas al fin los libros y te conviertes a la
vida “viva”, real e innumerable de los viajes,
a la vida fecunda del ver y del oír.
Cuando discutíamos hace tiempo sobre
la mayor o menor influencia del libro o del
viaje en la cultura y en la felicidad, yo sabía
que tú, ¡Oh, sedentario!, no tenías razón al
defender, ante todo, la prioridad del libro;
porque no pueden ser más abundantes los
resultados espirituales ni más intensas las
emociones cuando se percibe la realidad de
manera imaginativa, al través de extrañas
personalidades intermedias, que cuando se
percibe directamente con los ojos y los oídos
propios.

59
Leer una excursión al África es delicioso
y hasta conveniente; pero sería más delicioso
y más benéfico todavía, realizar en persona
la excursión. Para ti no es igual que el león
se vaya a comer a Tartarín, que el que esté a
punto de comerte a ti mismo; porque además
de que, sin duda, la emoción sería mucho más
viva, puede suceder que tú, de una raza y de
una mentalidad distintas a las de Tartarín,
experimentes ante el hecho reacciones que
él no experimentó. Y entonces tu acervo de
ideas y de sensaciones se acrecentaría con
aspectos nuevos que no hubieras obtenido
leyendo simplemente la historia.
Y es natural que al choque directo de
la realidad nazcan las ideas nuevas más
fácilmente que en otra forma cualquiera,
puesto que la mente independiente de influjos
extraños, libre para emprender trayectorias
inesperadas, se encuentra de pronto ante el
fenómeno real que la hiere y la fecunda; pero
aun suponiendo que las ideas no sean nuevas,
basta que las hayamos extraído por nuestra
cuenta para gozar ya la voluptuosidad
inefable de una creación virtual. En cambio,
en el libro, el autor, a pesar muchas veces
de nosotros mismos, nos impone sus
consecuencias y su visión personal de los
hechos; el pensamiento propio en potencia,
que pugna por verificarse, se deja sustituir

60
lentamente por el pensamiento ajeno, ya
realizado y perfecto. Y sin embargo, la vida,
múltiple hasta lo infinito, tiene siempre un
aspecto diverso para cada pupila que la observe
con cuidado; observándola a través de otras
pupilas, no sólo la empobrecemos nosotros,
sino que empobrecemos virtualmente a la
vida misma, dejando de evidenciarle algún
modesto secreto, de encontrarle alguna
escondida belleza o alguna nueva fealdad
que, por el solo hecho de ser nosotros los
descubridores, nos llena de sincera alegría.
Pero yo no quiero decir que no se lean
los libros; hasta creo que todos los libros se
deben leer; divido simplemente los lectores
en dos clases generales: los que leen para
aprender y los que leen para olvidar.
Los que leen para aprender, van al
libro con un terrible afán utilitario, con
el propósito en cierto modo criminal de
apropiarse las investigaciones, los puntos de
vista y hasta las conclusiones personales del
autor, transportándolo todo bonitamente
a su cabeza, sin mayor esfuerzo propio;
por este aspecto, aprender en los libros es,
sencillamente, robar. El espíritu pundonoroso
y creador va directamente a la vida, a la
naturaleza; si aprende algo leyendo los
libros, no lo exhibe como concepto director,
sino que lo amalgama, como elemento

61
secundario, dentro del concepto personal
que se ha formado de las cosas. Molière,
el pobre y grande Molière, comprendió
primero que todos la superioridad, en cuanto
a enseñanzas fecundas, de la vida sobre
el libro; por eso, después del éxito de Las
preciosas ridículas exclamaba con júbilo: “Ya
no leo a Terencio ni a Plauto ni tengo que
descifrar los fragmentos de Menandro; me
basta estudiar el mundo”.
Además, los que leen para aprender
corren el peligro de caer en el curioso vicio de
la erudición. Yo me figuro la erudición como
el culto a un menudo genio desgreñado y
polvoriento —quizá un gnomo barbudo—
que vela siempre en el ambiente callado de
las bibliotecas. Quién sabe qué sortilegio
misterioso o qué encanto sutil tendrá en los
ojos de opio y la boca sabia ese geniecillo de
los anaqueles, compañero, pastor o tal vez
príncipe de las cucarachas, la polilla y el
comején; quién sabe qué mágicos secretos o
qué filtros letales dirá o dará a los elegidos en
las horas de augusto recogimiento. Lo cierto
es que si se le ha visto una vez, se pierde para
siempre el sabor de la vida fecunda, poliforme
y penetrante de los sentidos; ya los campos
en flor y las dulces armonías de las montañas
no existirán para nosotros; ni el cielo, ni el río,
ni el calmo paseo de los árboles; ni la visión

62
de ese barco que parte cargado de sueños, o
de ese caminillo de hormigas trastabillantes
que se hunden en la selva; la calle numerosa
y tumultuosa no sería un espectáculo grato,
con su explosión de colores, con sus músicas
de voces, con su variedad infinita de formas;
no tendremos ojos ni oídos para lo que pasa,
vive o permanece en derredor; no sentiremos
el influjo de la luz, que es alegría, ni el de la
noche, que es inquietud vital; el invierno y
el verano nos serán indiferentes con sus mil
matices sucesivos; será nula en nosotros la
atracción alucinante de las ciudades lejanas,
de las perspectivas desconocidas, de los
paisajes exóticos, de los caminos misteriosos
que cruzan en todas las direcciones de la
tierra y el mar. No; nada queremos ver,
nada queremos tocar ni oír que no sean las
páginas amarillas del mamotreto y la voz
envejecida y extraña que surge del fondo
de ellas. Que todo se agite en torno, que la
vida se renueve y se transforme, que el amor
calcine las almas, y haya quienes lloren y
quienes rían, que sucedan mañanas de sol y
dulces tardes de invierno, y que el mundo sea
aquí y allá y en todas partes un espectáculo
supremo lleno de latentes enseñanzas y
de bellezas escondidas; al erudito no le
importará un comino nada de eso; pasará
en medio de todo y de todos contemplando

63
lo que ha almacenado cuidadosamente en
su cabeza, con la fruición del comerciante
judío que mira y remira con ternura sus
escaparates atestados; sólo sentirá alegría
ante la probabilidad de encontrar un libro
raro, de reconstruir un texto olvidado, de
cazar una fecha, o el nombre de un sitio, o el
apellido verdadero de alguien que ha muerto
hace mucho tiempo y que todos creían que
se llamaba de otra manera; entonces se
apodera de él el júbilo unilateral y enfermizo
del maníaco, del cazador de mariposas,
del recolector de estampillas o de platos
históricos; va y viene, busca y rebusca,
revuelve bibliotecas, sacude manuscritos,
revisa impresos, exhuma vetusteces con
la febril impaciencia de los conquistadores
aurívoros que levantaban los sepulcros y
exhibían al sol las momias veneradas para
encontrar al fin la menuda ajorca o el anillo
oxidado, perdidos entre el polvo milenario.
La erudición es un vicio exquisito y
horripilante, una morfina imaginaria que
destruye el bello instinto de la voracidad
sensual, el ardiente deseo de vivirlo todo
prácticamente con ímpetu, con divina
alegría; mata el prurito de la acción inmediata
y paraliza el maravilloso ejercicio de los
sentidos; enseña, quizá, muchas cosas, pero
no permite saborear realmente ninguna.

64
La sabiduría no está en la erudición,
porque la sabiduría no es un fenómeno de
acumulación de cosas externas, sino más
bien una capacidad interior para distinguir lo
bueno, lo bello, lo justo; por eso no se debería
ir a los libros con un criterio intelectualmente
utilitario, sino con un criterio simplemente
deportivo; se debiera leer para olvidar; para
olvidar lo que nos rodea, cuando es demasiado
triste o tedioso, y para olvidar, sobre todo, lo
que leemos.
Así hubiera querido que leyeras siempre
tú; por eso me inquietaba tu afición
desmedida y preocupada por los libros; creía
que estabas perdido, porque buscabas sólo
en ellos la sabiduría y la emoción; pero veo
que al fin los abandonas un poco y reconoces
la superioridad de los viajes en la cultura
personal, y hasta te decides a ejecutarlos.
En realidad, estándose quieto en su casa
también se puede vivir la vida profunda
y provechosamente; pero apenas se vive,
como si dijéramos, “a lo largo”; viajando se
vive simultáneamente a lo largo y a lo ancho,
como el que camina a la vez por los dos lados
de un ángulo recto; viajar es “atravesar” la
vida, sin dejar de adelantar en ella.

Tomado de Leer y Releer, N.° 55, Universidad de


Antioquia.

65
La Biblioteca de Babel
Jorge Luis Borges
JORGE LUIS BORGES (1899, Buenos Aires -
1986, Ginebra, Suiza).
Poco o nada puede añadirse a lo ya dicho sobre
este clásico de las letras del siglo XX. Sus
poemas, cuentos y ensayos remiten siempre
al asombro. Escribió además varios textos
en colaboración, algunos de ellos, con Adolfo
Bioy Casares, a quien por cierto debemos un
inapreciable diario, escrito a lo largo de muchos
años, llamado simplemente Borges.
By this art you may contemplate
the variation of the 23 letters…
The Anathomy of Melancholy, part 2,
sect. II, mem. IV.
El universo (que otros llaman Biblioteca)
se compone de un número indefinido, y
tal vez infinito, de galerías hexagonales,
con vastos pozos de ventilación en el
medio, cercado por barandas bajísimas.
Desde cualquier hexágono, se ven los pisos
inferiores y superiores: interminablemente.
La distribución de las galerías es invariable.
Veinte anaqueles, a cinco largos anaqueles
por lado, cubren todos los lados menos
dos; su altura, que es la de los pisos, excede
apenas la de un bibliotecario normal. Una
de las caras libres da a un angosto zaguán,
que desemboca en otra galería, idéntica a la
primera y a todas. A izquierda y a derecha del
zaguán hay dos gabinetes minúsculos. Uno
permite dormir de pie; otro, satisfacer las
necesidades fecales. Por ahí pasa la escalera
espiral, que se abisma y se eleva hacia lo

69
remoto. En el zaguán hay un espejo, que
fielmente duplica las apariencias. Los hombres
suelen inferir de ese espejo que la Biblioteca
no es infinita (si lo fuera realmente ¿a qué esa
duplicación ilusoria?); yo prefiero soñar que
las superficies bruñidas figuran y prometen
el infinito… La luz procede de unas frutas
esféricas que llevan el nombre de lámparas.
Hay dos en cada hexágono: transversales. La
luz que emiten es insuficiente, incesante.
Como todos los hombres de la Biblioteca,
he viajado en mi juventud; he peregrinado
en busca de un libro, acaso del catálogo de
catálogos; ahora que mis ojos casi no pueden
descifrar lo que escribo, me preparo a morir a
unas pocas leguas del hexágono en que nací.
Muerto, no faltarán manos piadosas que me
tiren por la baranda; mi sepultura será el aire
insondable: mi cuerpo se hundirá largamente
y se corromperá y disolverá en el viento
engendrado por la caída, que es infinita. Yo
afirmo que la Biblioteca es interminable. Los
idealistas arguyen que las salas hexagonales
son una forma necesaria del espacio absoluto
o, por lo menos, de nuestra intuición del
espacio. Razonan que es inconcebible una
sala triangular o pentagonal. (Los místicos
pretenden que el éxtasis les revela una
cámara circular con un gran libro circular de
lomo continuo, que da toda la vuelta de las

70
paredes; pero su testimonio es sospechoso;
sus palabras, oscuras. Ese libro cíclico es
Dios.) Básteme, por ahora, repetir el dictamen
clásico: La Biblioteca es una esfera cuyo centro
cabal es cualquier hexágono, cuya circunferencia
es inaccesible.
A cada uno de los muros de cada hexágono
corresponden cinco anaqueles; cada anaquel
encierra treinta y dos libros de formato
uniforme; cada libro es de cuatrocientas diez
páginas; cada página, de cuarenta renglones,
cada renglón, de unas ochenta letras de color
negro. También hay letras en el dorso de cada
libro; esas letras no indican o prefiguran lo
que dirán las páginas. Sé que esa inconexión,
alguna vez, pareció misteriosa. Antes de
resumir la solución (cuyo descubrimiento,
a pesar de sus trágicas proyecciones es
quizá el hecho capital de la historia) quiero
rememorar algunos axiomas.
El primero: La Biblioteca existe ab
aeterno. De esa verdad cuyo corolario
inmediato es la eternidad futura del
mundo, ninguna mente razonable
puede dudar. El hombre, el imperfecto
bibliotecario, puede ser obra del azar o de
los demiurgos malévolos; el universo, con
su elegante dotación de anaqueles, de tonos
enigmáticos, de infatigables escaleras para

71
el viajero y de letrina para el bibliotecario
sentado, sólo puede ser la obra de un dios.
Para percibir la distancia que hay entre lo
divino y lo humano, basta comparar estos
rudos símbolos trémulos que mi falible
mano garabatea en la tapa de un libro, con
las letras orgánicas del interior: puntuales,
delicadas, negrísimas, inimitablemente
simétricas.
El segundo: El número de símbolos
ortográficos es veinticinco. Esa comprobación
permitió, hace trescientos años, formular
una teoría general de la Biblioteca y resolver
satisfactoriamente el problema que ninguna
conjetura había descifrado: la naturaleza
informe y caótica de casi todos los libros.
Uno, que mi padre vio en un hexágono del
circuito quince noventa y cuatro, constaba
de las letras M C V, perversamente repetidas
desde el renglón primero hasta el último. Otro
(muy consultado en esta zona) es un mero
laberinto de letras, pero la página penúltima
dice Oh tiempo tus pirámides. Ya se sabe: por
una línea razonable o una recta noticia hay
leguas de insensatas cacofonías, de fárragos
verbales y de incoherencias. (Yo sé de una
región cerril cuyos bibliotecarios repudian
la supersticiosa y vana costumbre de buscar
sentido en los libros y la equiparan a la de

72
buscarlo en los sueños o en las líneas caóticas
de la mano… Admiten que los inventores de
la escritura imitaron los veinticinco símbolos
naturales, pero sostienen que esa aplicación
es casual y que los libros nada significan en
sí. Ese dictamen, ya veremos no es del todo
falaz.)
Durante mucho tiempo se creyó que
esos libros impenetrables correspondían a
lenguas pretéritas o remotas. Es verdad que
los hombres más antiguos, los primeros
bibliotecarios, usaban un lenguaje asaz
diferente del que hablamos ahora; es
verdad que unas millas a la derecha la
lengua es dialectal y que noventa pisos
más arriba, es incomprensible. Todo eso,
lo repito, es verdad, pero cuatrocientas
diez páginas de inalterable M C V no
pueden corresponder a ningún idioma, por
dialectal o rudimentario que sea. Algunos
insinuaron que cada letra podía influir en
la subsiguiente y que el valor de M C V en
la tercera línea de la página 71 no era el que
puede tener la misma serie en otra posición
de otra página, pero esa vaga tesis no
prosperó. Otros pensaron en criptografías;
universalmente esa conjetura ha sido
aceptada, aunque no en el sentido en que
la formularon sus inventores.

73
Hace quinientos años, el jefe de un
hexágono superior1 dio con un libro tan
confuso como los otros, pero que tenía casi
dos hojas de líneas homogéneas. Mostró su
hallazgo a un descifrador ambulante, que le
dijo que estaban redactadas en portugués;
otros le dijeron que en yiddish. Antes de
un siglo pudo establecerse el idioma: un
dialecto samoyedo-lituano del guaraní, con
inflexiones de árabe clásico. También se
descifró el contenido: nociones de análisis
combinatorio, ilustradas por ejemplos de
variaciones con repetición ilimitada. Esos
ejemplos permitieron que un bibliotecario
de genio descubriera la ley fundamental
de la Biblioteca. Este pensador observó
que todos los libros, por diversos que sean,
constan de elementos iguales: el espacio,
el punto, la coma, las veintidós letras del
alfabeto. También alegó un hecho que
todos los viajeros han confirmado: No hay,
en la vasta Biblioteca, dos libros idénticos. De
esas premisas incontrovertibles dedujo que
la Biblioteca es total y que sus anaqueles
registran todas las posibles combinaciones

1 Antes, por cada tres hexágonos había un hombre. El


suicidio y las enfermedades pulmonares han destruido
esa proporción. Memoria de indecible melancolía:
a veces he viajado muchas noches por corredores y
escaleras pulidas sin hallar un solo bibliotecario.

74
de los veintitantos símbolos ortográficos
(número, aunque vastísimo, no infinito) o
sea todo lo que es dable expresar: en todos
los idiomas. Todo: la historia minuciosa del
porvenir, las autobiografías de los arcángeles,
el catálogo fiel de la Biblioteca, miles y miles
de catálogos falsos, la demostración de la
falacia de esos catálogos, la demostración de
la falacia del catálogo verdadero, el evangelio
gnóstico de Basílides, el comentario de ese
evangelio, el comentario del comentario
de ese evangelio, la relación verídica de tu
muerte, la versión de cada libro a todas las
lenguas, las interpolaciones de cada libro en
todos los libros.
Cuando se proclamó que la Biblioteca
abarcaba todos los libros, la primera
impresión fue de extravagante felicidad.
Todos los hombres se sintieron señores de un
tesoro intacto y secreto. No había problema
personal o mundial cuya elocuente solución
no existiera: en algún hexágono. El universo
estaba justificado, el universo bruscamente
usurpó las dimensiones ilimitadas de la
esperanza. En aquel tiempo se habló mucho
de las Vindicaciones: libros de apología y de
profecía, que para siempre vindicaban los
actos de cada hombre del universo y guardaban
arcanos prodigiosos para su porvenir. Miles
de codiciosos abandonaron el dulce hexágono

75
natal y se lanzaron escaleras arriba, urgidos
por el vano propósito de encontrar su
Vindicación. Esos peregrinos disputaban en
los corredores estrechos, proferían oscuras
maldiciones, se estrangulaban en las escaleras
divinas, arrojaban los libros engañosos al
fondo de los túneles, morían despeñados por
los hombres de regiones remotas. Otros se
enloquecieron… Las Vindicaciones existen
(yo he visto dos que se refieren a personas del
porvenir, a personas acaso no imaginarias)
pero los buscadores no recordaban que la
posibilidad de que un hombre encuentre la
suya, o alguna pérfida variación de la suya,
es computable en cero.
También se esperó entonces la aclaración
de los misterios básicos de la humanidad:
el origen de la Biblioteca y del tiempo. Es
verosímil que esos graves misterios puedan
explicarse en palabras: si no basta el lenguaje
de los filósofos, la multiforme Biblioteca
habrá producido el idioma inaudito que se
requiere y los vocabularios y gramáticas
de ese idioma. Hace ya cuatro siglos que
los hombres fatigan los hexágonos… Hay
buscadores oficiales, inquisidores. Yo los he
visto en el desempeño de su función: llegan
siempre rendidos; hablan de una escalera sin
peldaños que casi los mató; hablan de galerías
y de escaleras con el bibliotecario; alguna

76
vez, toman el libro más cercano y lo hojean,
en busca de palabras infames. Visiblemente,
nadie espera descubrir nada.
A la desaforada esperanza, sucedió,
como es natural, una depresión excesiva. La
certidumbre de que algún anaquel en algún
hexágono encerraba libros preciosos y de
que esos libros preciosos eran inaccesibles,
pareció casi intolerable. Una secta blasfema
sugirió que cesaran las buscas y que todos los
hombres barajaran letras y símbolos, hasta
construir, mediante un improbable don del
azar, esos libros canónicos. Las autoridades
se vieron obligadas a promulgar órdenes
severas. La secta desapareció, pero en mi niñez
he visto hombres viejos que largamente se
ocultaban en las letrinas, con unos discos de
metal en un cubilete prohibido, y débilmente
remedaban el divino desorden.
Otros, inversamente, creyeron que lo
primordial era eliminar las obras inútiles.
Invadían los hexágonos, exhibían credenciales
no siempre falsas, hojeaban con fastidio un
volumen y condenaban anaqueles enteros:
a su furor higiénico, ascético, se debe la
insensata perdición de millones de libros. Su
nombre es execrado, pero quienes deploran
los “tesoros” que su frenesí destruyó, negligen
dos hechos notorios. Uno: la Biblioteca es
tan enorme que toda reducción de origen

77
humano resulta infinitesimal. Otro: cada
ejemplar es único, irreemplazable, pero
(como la Biblioteca es total) hay siempre
varios centenares de miles de facsímiles
imperfectos: de obras que no difieren sino
por una letra o por una coma. Contra la
opinión general, me atrevo a suponer que las
consecuencias de las depredaciones cometidas
por los Purificadores, han sido exageradas
por el horror que esos fanáticos provocaron.
Los urgía el delirio de conquistar los libros del
Hexágono Carmesí: libros de formato menor
que los naturales; omnipotentes, ilustrados
y mágicos.
También sabemos de otra superstición
de aquel tiempo: la del Hombre del Libro. En
algún anaquel de algún hexágono (razonaron
los hombres) debe existir un libro que sea
la cifra y el compendio perfecto de todos los
demás: algún bibliotecario lo ha recorrido y
es análogo a un dios. En el lenguaje de esta
zona persisten aún vestigios del culto de ese
funcionario remoto. Muchos peregrinaron
en busca de Él. Durante un siglo fatigaron
en vano los más diversos rumbos. ¿Cómo
localizar el venerado hexágono secreto
que lo hospedaba? Alguien propuso un
método regresivo: Para localizar el libro
A, consultar previamente un libro B que
indique el sitio de A; para localizar el libro

78
B, consultar previamente un libro C, y así
hasta lo infinito… En aventuras de ésas, he
prodigado y consumado mis años. No me
parece inverosímil que en algún anaquel
del universo haya un libro total2; ruego a
los dioses ignorados que un hombre —¡uno
solo, aunque sea, hace miles de años!— lo
haya examinado y leído. Si el honor y la
sabiduría y la felicidad no son para mí, que
sean para otros. Que el cielo exista, aunque
mi lugar sea el infierno. Que yo sea ultrajado
y aniquilado, pero que en un instante, en un
ser, Tu enorme Biblioteca se justifique.
Afirman los impíos que el disparate es
normal en la Biblioteca y que lo razonable (y
aun la humilde y pura coherencia) es una casi
milagrosa excepción. Hablan (lo sé) de “la
Biblioteca febril, cuyos azarosos volúmenes
corren el incesante albur de cambiarse en
otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo
confunden como una divinidad que delira”.
Esas palabras, que no sólo denuncian el
desorden sino que lo ejemplifican también,
notoriamente prueban su gusto pésimo

2 Lo repito: basta que un libro sea posible para que


exista. Sólo está excluido lo imposible. Por ejemplo:
ningún libro es también una escalera, aunque sin duda
hay libros que discuten y niegan y demuestran esa
posibilidad y otros cuya estructura corresponde a la
de una escalera.

79
y su desesperada ignorancia. En efecto, la
Biblioteca incluye todas las estructuras
verbales, todas las variaciones que permiten
los veinticinco símbolos ortográficos, pero no
un solo disparate absoluto. Inútil observar
que el mejor volumen de los muchos
hexágonos que administro se titula Trueno
peinado, y otro El calambre de yeso y otro
Axaxaxas mlö. Esas proposiciones, a primera
vista incoherentes, sin duda son capaces de
una justificación criptográfica o alegórica;
esa justificación es verbal y, ex hypothesi, ya
figura en la Biblioteca. No puedo combinar
unos caracteres
dhcmrlchtdj
que la divina Biblioteca no haya previsto
y que en alguna de sus lenguas secretas no
encierren un terrible sentido. Nadie puede
articular una sílaba que no esté llena de
ternuras y de temores; que no sea en alguno
de esos lenguajes el nombre poderoso de un
dios. Hablar es incurrir en tautologías. Esta
epístola inútil y palabrera ya existe en uno de
los treinta volúmenes de los cinco anaqueles
de uno de los incontables hexágonos, y
también su refutación. (Un número n de
lenguajes posibles usa el mismo vocabulario;
en algunos, el símbolo biblioteca admite la
correcta definición ubicuo y perdurable sistema

80
de galerías hexagonales, pero biblioteca es pan
o pirámide o cualquier otra cosa, y las siete
palabras que la definen tienen otro valor.
Tú, que me lees, ¿estás seguro de entender
mi lenguaje?)
La escritura metódica me distrae de
la presente condición de los hombres.
La certidumbre de que todo está escrito
nos anula o nos afantasma. Yo conozco
distritos en que los jóvenes se prosternan
ante los libros y besan con barbarie las
páginas, pero no saben descifrar una sola
letra. Las epidemias, las discordias heréticas,
las peregrinaciones que inevitablemente
degeneran en bandolerismo, han diezmado
la población. Creo haber mencionado los
suicidios, cada año más frecuentes. Quizá me
engañen la vejez y el temor, pero sospecho
que la especie humana —la única— está por
extinguirse y que la Biblioteca perdurará:
iluminada, solitaria, infinita, perfectamente
inmóvil, armada de volúmenes preciosos,
inútil, incorruptible, secreta.
Acabo de escribir infinita. No he
interpolado ese adjetivo por una costumbre
retórica; digo que no es ilógico pensar que
el mundo es infinito. Quienes lo juzgan
limitado, postulan que en lugares remotos
los corredores y escaleras y hexágonos

81
pueden inconcebiblemente cesar —lo cual es
absurdo—. Quienes la imaginan sin límites,
olvidan que los tiene el número posible de
libros. Yo me atrevo a insinuar esta solución
del antiguo problema: La Biblioteca es ilimitada
y periódica. Si un eterno viajero la atravesara
en cualquier dirección, comprobaría al cabo
de los siglos que los mismos volúmenes se
repiten en el mismo desorden (que, repetido,
sería un orden: el Orden). Mi soledad se
alegra con esa elegante esperanza3.

1941, Mar del Plata.


Tomado de Ficciones, Alianza MC, 1971.

3 Letizia Álvarez de Toledo ha observado que la vasta


Biblioteca es inútil; en rigor, bastaría un solo volumen, de
formato común, impreso en cuerpo nueve o en cuerpo
diez, que constara de un número infinito de hojas
infinitamente delgadas. (Cavalieri a principios del siglo
XVII, dijo que todo cuerpo sólido es la superposición
de un número infinito de planos.) El manejo de ese
vademecum sedoso no sería cómodo: cada hoja aparente
se desdoblaría en otras análogas; la inconcebible hoja
central no tendría revés.

82
Pitol y el misterio que viaja
con nosotros
Enrique Vila-Matas
ENRIQUE VILA-MATAS (1948, Barcelona)
Novelista, cuentista, ensayista, periodista. Su
libro Bartleby y compañía ha recibido importantes
premios, así como El mal de Montano (novela)
y otras obras. Otros títulos: Historia abreviada
de la literatura portátil, El viaje vertical, Lejos de
Veracruz.
En París, en agosto del año pasado, cada
día al regresar al hotel pasábamos por delante
del edificio de la rue Littré, en cuya segunda
planta hubo a mediados de los años setenta
—cuando yo vivía en esa ciudad— una librería
clandestina llamada Zékiam. El porqué en
un París libre existía una librería secreta
siempre me pareció un misterio notable.
Ni mi mujer ni yo, este agosto pasado, nos
decidíamos a entrar en ese inmueble para
tratar de averiguar qué había en el piso donde
antaño estuvo la librería Zékiam. ¿Estaría tal
vez todavía ahí la librería y encima seguiría
siendo clandestina?
Recordaba perfectamente y de manera
casi obsesiva la escalera pintada de un
fuerte color rojo que conducía a la segunda
planta, donde había una puerta blanca y en
ella, pintada en negro, encima de la mirilla,

85
una minúscula pero orientadora letra Z.
Aunque sentía constantemente la tentación
de recuperar para mí mismo el espacio en
el que un día vi en una reunión secreta al
legendario Borges hablando de sus recuerdos
de juventud, no acababa de decidirme a dar el
primer paso, a entrar en el edificio e indagar
la verdad sobre aquella librería clandestina.
Pero precisamente esa indecisión, que
compartía con mi mujer, iba en realidad
agigantando mi curiosidad por saber en qué
se habría convertido la enigmática Zékiam.
¿Era tal vez ahora la vivienda de una apacible
familia burguesa que ignoraba el pasado de
la casa y a la que dejaría muy turbada saber
que un día, en el comedor de su dulce hogar,
Borges confesó que le entristecía pensar que
tal vez no tengamos recuerdos verdaderos de
nuestra juventud?
¿Qué habría detrás de la puerta blanca?
Pasaban los días y no nos decidíamos a entrar
en el inmueble de la rue Littré. Hasta que una
tarde, en el café de Flore, nos encontramos de
pronto —no sabíamos que andaba por París y
fue para nosotros una alegría— con el amigo
Sergio Pitol, que se convirtió de inmediato
en el jefe de la expedición al inmueble de la
rue Littré. Fue él quien prácticamente nos
arrastró hacia ese lugar. En cuanto aflojara
la lluvia, averiguaríamos, dijo, todo lo que

86
tuviéramos que averiguar y no nos iríamos
del edificio de la calle Littré hasta que no
supiéramos qué había detrás de la puerta
blanca, qué clase de persona o mueble —dijo
sonriendo— ocupaba el lugar exacto donde
un día Borges dijo que era triste no tener
recuerdos verdaderos de nuestra juventud.
Me sorprendió, ya en el edificio de la
calle Littré, ver que en la segunda planta
había, una frente a la otra, dos viviendas
con sus correspondientes puertas, ninguna
de ellas pintada de blanco. Seguía allí, tal
como la recordaba, la escalera (aunque
el color rojo no era tan intenso como lo
recordaba), de modo que no nos habíamos
equivocado de inmueble, pero sin duda me
habría traicionado la memoria en lo que
se refería a la puerta única en el rellano
de la segunda planta. De pronto, toda la
investigación en torno al misterio de la
Zékiam pasó a girar en torno a cuál de las
dos era la antaño puerta blanca. Miramos
bien y no quedaba ni rastro de dónde, un
día, encima de la mirilla, podía verse una
minúscula pero orientadora letra Z.
A pesar de mis esfuerzos, me resultó
imposible saber cuál de las dos puertas era
la que yo, casi treinta años antes, había
atravesado en cierta ocasión para escuchar
clandestinamente a Borges. Decidimos

87
llamar a la puerta de la izquierda, que era
la que más me parecía que podía ser. Nadie
contestó. Insistimos, hubo varios timbrazos.
Nada. “Está tan claro que ésta fue la puerta de
la librería como que no hay nadie ahí dentro.
Eran tan secretos sus habitantes que, ya veis,
se han hecho invisibles”, dijo Pitol, que no
ocultaba lo mucho que le divertía aquella
investigación. De pronto, me pareció que él
se estaba moviendo como si estuviera dentro
de un relato. Y me acordé de que sus cuentos
serían cuentos perfectamente cerrados si nos
revelaran algo que jamás nos revelarán: el
misterio que viaja con cada uno de nosotros.
El estilo cuentístico de Pitol consiste en
contarlo todo pero no resolver el misterio.
De pronto, mi mujer y yo nos miramos
y, sin mediar palabra nos entendimos de
inmediato: Estábamos dentro de un cuento
de Pitol.
Tanto se divertía él con la investigación
que acabó aporreando la puerta, se moría
de risa. Entonces oímos que alguien, en la
puerta de enfrente, hacía girar la mirilla y
pasaba a espiarnos. Llamamos poco después
al timbre de esa puerta de enfrente. Una
mujer de avanzada edad, una vieja dama,
la entreabrió con precauciones, dejando
puesta la cadena de seguridad. “¿Buscan
a alguien?”, preguntó pausadamente, con

88
cierta serenidad. Y entonces Pitol tuvo una
salida ocurrente y preguntó en su francés
impecable: “¿Monsieur Jorge Luis Borges?
¿Vive ahí enfrente?”. Tras un breve silencio
muy reflexivo, la mujer nos dijo: “Viven ahí,
pero nunca están”.
A Pitol se le iluminó la mirada. Ahora ya
sabíamos dónde había estado y dónde podía
seguir estando la librería Zékiam. ¿Dónde?
Pues estaba bien claro y hasta parecía una
metáfora del lugar de la literatura en el
mundo actual: “Donde viven los Borges
que nunca están”. Abandonamos el lugar
entre risas, con la impresión de haber hecho
todo lo que estaba a nuestro alcance para
resolver el enigma de la librería secreta y, en
definitiva, del mundo. Nos fuimos de allí con
la impresión de haber estado más cerca que
nunca de la invisible verdad y que el cuento
había terminado. Fue asombroso y no me lo
esperaba. Cuando salimos a la calle, noté que
seguíamos dentro del cuento de Pitol.

De El viento ligero en Parma, Sexto Piso Editorial,


México, 2004.

89
En mi biblioteca
E. M. Forster
EDWARD MORGAN FORSTER (1879,
Londres - 1970, Coventry)
Cuentista, novelista y ensayista inglés, de vasta
obra. Cítense apenas tres de sus novelas: Howards
End, Habitación con vista, Pasaje a la India. Esta
última significó su definitiva consagración, y
fue llevada al cine, años después y con gran
éxito, por el director David Lean.
En mi biblioteca se entra y se sale en
un instante, pues la mayoría de los libros
se encuentran en una misma habitación.
Tengo algunos más en la alcoba, una salita
de estar y un armarito del cuarto de baño,
pero la mayoría está en lo que por cortesía
llamaremos biblioteca. Se trata de un estudio
muy acogedor y espacioso, de ocho metros
por seis. El techo es alto y está pintado en
blanco; el papel de la pared, ribeteado de
filigranas blancas, y el sol, cuando luce,
lo hace a través de grandes ventanas del
primitivo gótico victoriano. Incluso cuando
no hay sol, el estudio se conserva abrigado
y lleno de claridad, pues está orientado al
mediodía. Pegadas a las paredes hay una
docena de estanterías de madera de diversas
alturas y tamaños, un par de las cuales están
bastante bien y el resto son corrientes.

93
En medio de la habitación se levanta un
curioso objeto: una librería que antaño
perteneció a mi abuelo. Por delante tiene
un pequeño anaquel que, sustentado en dos
columnillas torneadas de madera, sobresale
del resto del mueble, y la parte posterior
tiene un lustre reluciente. Hay quien dice
que en otro tiempo fue un mueble-cama.
Ha permanecido en semejante posición en
medio del estudio por espacio de más de
un siglo (hay que decir, a todo esto, que
mi abuelo fue clérigo rural); pero sea o no
un mueble-cama, es original y tiene un
cierto encanto; por mi parte, he tratado de
llenarlo con libros que den una impresión
de seriedad acorde con su pasado. Están,
entre otras, las obras teológicas de Isaac
Barrow, trece volúmenes en piel de becerro,
estampados con escudos de los colegios
universitarios; las obras de John Milton, en
cinco volúmenes y con una encuadernación
semejante; el Diario de Evelyn, en piel de
ternera, el Tucídides de Arnold, Tácito,
Homero… También pueden verse entre los
anaqueles las obras de mi abuelo, títulos
como Un lenguaje primitivo, El Apocalipsis
como clave de sí mismo y El mahometismo
desvelado. ¿Ha leído el lector las obras de mi
abuelo? ¿No? Pues yo tampoco.

94
Mi abuelo, pues, es una de las influencias
que pueden apreciarse en mi pequeña
biblioteca. No llegué a conocerlo. Debió ser
una persona un tanto sorprendente; tenía
un carácter dogmático y adusto, y estoy
seguro de que no aprobaría la compañía de
algunos autores con los que se ve obligado
a codearse en la actualidad. Muy cerca,
en una estantería entre las dos ventanas,
acechan obras de índole bien diferente
—Anatole France, Marcel Proust, Heredia,
André Gide—, el tipo de francés cuyos
precursores condenó en un sermón que
predicó a sus feligreses en 1871 con ocasión
de la caída de París. Resulta irónico que el
libro que más aprecio de entre todos los
suyos sea precisamente francés; me refiero a
Biographie Universelle, gran enciclopedia en 52
volúmenes que data de 1825. Cada volumen
lleva impreso su majestuoso ex libris de Sir
James Mackintosh, su anterior propietario.
Está muy deteriorado —tiene los lomos
prácticamente desprendidos—, pero es una
valiosa obra de consulta, de esas que ayudan
a pasar el rato y de fácil lectura. Por lo demás,
carece del más mínimo atractivo; su fecha
de publicación es anterior a la quiebra del
orden establecido, y de vez en cuando vale la
pena volver a aquellos tiempos, porque nos
tranquilizan.

95
La otra influencia que debo señalar es
la de su hija, mi tía. Yo fui su heredero,
y antes de poder recogerme en mi actual
morada tuve que vender o desprenderme
de la mayoría de sus libros. Conservé
los que más me gustaban, justo los
suficientes para recordar su refinada y
atractiva personalidad. Era una solterona
de carácter fuerte, al tiempo que una gran
lectora, sobre todo de sólida y buena prosa:
Trollope, Jane Austen, Charlote Yonge,
Malory, sólidas biografías de victorianos
cabales, es lo que he heredado de ella.
También libros de pájaros, como los de
Bewick y Morris. Los pájaros me traen a la
memoria su ex libris. Tenía uno precioso y
muy original consistente en una filigrana
circundando un escudo, a través de la cual
asomaban imágenes de pájaros, perras y
hasta una ardilla —una representación en
pequeño de la multitud de criaturas vivas
que se acogían en la finca de mi tía, en
donde llevaba una vida tranquila, feliz y
tremendamente productiva—. Mostró de
siempre un gran interés hacia los trabajos
de artesanía, hasta el punto de seguir
unas clases de repujado en cuero que se
daban en el pueblo. Hacía las veces de
dibujante y artífice: diseñaba y realizaba

96
las cubiertas de los libros que montaba
posteriormente en el encuadernador, y
mis anaqueles (a los que volvemos ahora)
se enriquecen con varias muestras de su
destreza manual. Entre otras, las Cartas de
Charles Darwin (a quien llegó a conocer en
persona), Praterita y Giotto de Ruskin (éste,
un magnífico volumen en lomo de cerda,
con la legendaria o del Giotto y las iniciales
de ella misma). A raíz de su muerte, regalé
a un amigo oriental la más lograda de
todas sus encuadernaciones, el Rubáiyat
de Omar Khayyám. Todavía hoy echo de
menos tan maravilloso libro y confieso que
me encantaría tenerlo en mi poder; parece
como si aún estuviera viendo el precioso
dibujo con que decoró la cubierta del libro
—jugadores de polo inspirados en una
antigua miniatura persa—, un dibujo para
el que la sobrecubierta actual no pasa de ser
un pobre sucedáneo.
No obstante, soy un hombre de mi tiempo,
de ahí que deba referirme a mí mismo y no
demorarme más en influencias ancestrales.
¿Qué he aportado yo a mi biblioteca? No
mucho, deliberadamente nunca he sido
coleccionista, y por lo que a la manía de
coleccionar primeras ediciones se refiere, la
sitúo a la par que el coleccionar sellos; menos

97
no puedo decir. Es pueril y expone al bibliófilo
a todo tipo de tropelías por parte del librero.
No se debería caer nunca en las manos de
los libreros. Por lo que a mí respecta, soy
un amante del interior de los libros, de las
palabras que contienen —un libro sin abrir
es casi tan poco inspirador como una botella
de vino bien tapada con su corcho—, y
por mucho que me gustan una esmerada
impresión, una buena encuadernación o
los viejos volúmenes, en última instancia
todo depende de las palabras: palabras, el
elixir de la vida. Esta opinión mía es, no me
cabe duda, la correcta; pero hasta la misma
corrección tiene sus desventajas, y me
siento forzado a admitir que mi biblioteca,
en la medida en que es obra mía, es más
bien un revoltijo. Aquí hay un libro, allí
otro, y lo cierto es que no hay suficientes
libros de una determinada materia como
para que constituyan una nota dominante:
libros de la India y escritos por los hindúes,
poesía moderna, historia antigua, novelas
americanas, libros de viajes, libros sobre el
estado del mundo y el mundo del estado,
libros sobre la libertad individual, álbumes
artísticos, el Dante y libros sobre el Dante…
todos ellos con una marcada tendencia a
desbordarse mutuamente, por no mencionar
la consabida ciénaga de folletos que hay que

98
drenar periódicamente. La falta de instinto de
coleccionista que me caracteriza, unido a la
falta de espíritu selectivo, se han combinado
para formar una biblioteca que, ciertamente,
no dejará impresión definida alguna entre los
visitantes.
No tengo ex libris propio (¿demasiado
modesto? ¿o demasiada molestia?), y ni
siquiera soy capaz de colocar bien los libros
(¿es mejor por temas? ¿por tamaños?). Un
viejo Froissart de gran tamaño ¿debe estar
junto al Atlas del Time o al lado de un pequeño
Philipe de Commines? No los sacudo ni
limpio el polvo tanto como debiera, ni paso
una capa de aceite a los lomos de piel ni los
tengo bien alineados: no están sometidos a
una disciplina. Sólo por la noche, apagadas las
luces, cuando las cortinas están echadas y el
fuego chisporrotea en el hogar, vuelven en sí,
alcanzando una dignidad colectiva. Resulta
particularmente agradable sentarse con ellos
un par de minutos a la luz del fuego del hogar,
sin leer, ni siquiera pensar, pero a sabiendas
de que ellos, con la sabiduría acumulada y el
deleite que contienen, aguardan el momento
de ser utilizados, y que mi biblioteca, en su
imperfección, es sucesora de las grandes
bibliotecas particulares del pasado. “¿Presta
usted los libros?”, puede preguntárseme en

99
voz alta llegados a este punto. Sí, y no me los
devuelven, y a pesar de todo sigo prestando
los libros. ¿Pido libros en préstamo? Sí, y a mi
alrededor puedo ver algunos no devueltos.
Estoy por la falta de honradez recíproca.
Pero la propiedad de las cosas me produce un
particular placer, que aumenta a medida que
me hago más viejo. Es algo semejante, aunque
no tan fuerte, al deseo de poseer tierras; y,
como todo lo que es posesión, no llega a las
raíces de nuestra naturaleza humana, raíces
que son de carácter espiritual. El deseo más
arraigado que hay en nosotros es el afán de
comprender, y eso es precisamente lo que
quería señalar al decir que lo importante
en los libros son las palabras —palabras, el
elixir de la vida—, no la encuadernación ni
la impresión, no el valor de la edición ni el
que pueda tener para el bibliómano, ni las
páginas por cortar. El libro favorito es tan
elusivo como el pudín favorito, pero lo cierto
es que hay tres escritores que me gustaría
tener en cada habitación, de modo que me
bastara con alargar la mano para alcanzarlos
en cualquier momento. Son Shakespeare,
Gibbon y Jane Austen. En mi biblioteca hay
dos Shakespeare y otros dos están prestados,
un Gibbon y otro prestado, un Jane Austen
y otros dos prestados. Así, pues, estoy bien

100
surtido. Y, ¡no faltaba más!, tengo algún
que otro Tolstoi, pero ya es más raro que
uno quiera a Tolstoi en todas y cada una
de las habitaciones. Shakespeare, Gibbon y
Jane Austen son mis preferidos, pero en una
biblioteca se piensa sobre todo en Gibbon.
Gibbon amaba los libros, pero no dejó en
ningún momento que lo dominaran; sabía
cómo utilizarlos. Su busto podría muy bien
presidir la biblioteca de mi abuelo… para
indignación suya.

(1949)

Tomado de Leer y Releer, N.º 47, Universidad de


Antioquia.

101
Dos textos
Luis Alberto Arango
LUIS ALBERTO ARANGO (1947, Medellín).
Administrador de empresas, productor
discográfico, escritor, librero. Ejerció cargos
contables en varias empresas de Medellín. Ha
publicado hasta hoy un solo libro, Desorden
alfabético. Es administrador, alma y nervio de la
Librería Palinuro desde su fundación.
Librero

La responsabilidad mayor es que


imprime carácter. Puede producir tal
ensimismamiento, simbiosis y placer, que
uno debería pagar para ser merecedor de este
bello oficio.
Alrededor de un libro, por más estulticia
que contenga, hay un girón de magia, una
iluminación en bruto —sin juzgar si es bueno
o malo—, una obsesión, una sonrisa, un
exorcismo; si se quiere, una ociosidad. Pero el
libro, por encima de cualquier consideración,
merece respeto.
Y el oficio de ser cancerbero, clasificador,
rastreador y oferente de los mismos, gradúa de
monje seglar, sin hábito, con la capacidad de
transmitir, sin pretensión, los pensamientos,
las intenciones, los juegos de los escritores,

105
de los creadores. El librero es un acólito de
diario que debe oficiar sobre las estanterías y
las mesas de su entorno, allí donde anónimos,
tímidos y locuaces lectores van a confesar
sus gustos, o a contagiarse de otros; donde
se comulga en silencio, o a gritos, de tertulia
ocasional.
El librero de alma jamás sana de la úlcera
eterna que le producen las bellas ediciones
que vende, que entrega con desprendimiento,
conociendo de antemano el destino incierto
de esos libros.
Su condición no lo hace maestro, pero
debe estar dispuesto a serlo cuando intuye
que alguien cambiará al paso de esas páginas.

Librarius

En cada estante duerme


el mundo disecado.
Un hombre curtido de páginas,
como un taxidermista,
hará que ellas vivan infinitamente.
Cada minuto de su vida
no pensará en otra cosa.
Acariciará los lomos y las guardas,
mirará las fechas, las dedicatorias,
los ex libris.

106
Acercará ojos y nariz
para desentrañar aromas
de otros tiempos,
y gemirá en silencio
cuando el atento explorador
haga la cacería y lleve su presa.

De Desde la sala / BPP, N.º 21.

107
Buchmendel
Stefan Sweig
STEFAN SWEIG (1881, Viena - 1942,
Petrópolis, Brasil).
Novelista, cuentista, biógrafo, ensayista.
Algunos títulos: Carta de una desconocida, 24
horas en la vida de una mujer, Ajedrez (novelas);
Fouché, María Antonieta (biografías); Momentos
estelares de la humanidad (ensayo). Tras unos
años de relativo olvido, hoy se advierte un justo
y progresivo interés sobre su obra.
Una vez más en Viena, al volver de una
visita de los barrios extremos, me alcanzó un
chaparrón que, con sus húmedos latigazos,
recluyó en unos momentos a la gente en
portales y otros cobijos. No menos diligente,
busqué yo mismo un techo que me amparara.
Afortunadamente, en Viena os espera un
café en cada esquina, y, ya con el sombrero
goteando y la espalda calada, me refugié en el
más próximo. Su interior revelaba el café de
suburbio, de estilo casi esquemático, sin los
lazos de los cafés con musiquillas del centro
de la ciudad, imitados en Alemania. Era un
café burgués, de vieja cepa vienesa, henchido
de gente media que consume más periódicos
que pastelería. En aquel momento, a la caída
de la tarde, la atmósfera, ya de siempre
cargada, se veía densamente jaspeada por los
azules arabescos del humo, y, aun así, daba

111
el local una impresión de limpieza, con sus
divanes de terciopelo visiblemente nuevos
y su caja de claro aluminio. Con la prisa no
me había preocupado de leer al exterior el
nombre del café, ni me hacía falta. Sentado
cómodamente al grato calor, no tenía más
ocupación que la de mirar detrás de los
cristales azulados cuándo le daría la gana
a la lluvia inoportuna de alejarse un par de
kilómetros.
Desocupado, pues, leía medio despierto,
medio soñando, los carteles de las paredes,
que me tenían muy sin cuidado, y esta
especie de modorra era casi un placer. Pero, de
pronto, fui sacado por un modo singular de
mi somnolencia; en mi interior se iniciaba un
impulso incierto e inquieto, como empieza
un leve dolor de muelas, cuyo punto de
partida no precisamos aún si es a la derecha
o a la izquierda, en la mandíbula inferior o
en la superior. Era un impulso velado, una
inquietud del espíritu al darme cuenta —sin
saber por qué detalle— de que años pasados
debía de haber estado alguna vez en aquel
mismo café, de que allí, escondido como el
clavo en la madera, había quedado algo de
mi propio yo, tiempo superado. Puse toda la
fuerza de mis sentidos en el local y en mi
propio interior, y ni aun así pude conseguir

112
dar con el borrado recuerdo, enterrado dentro
de mí.
Me incomodé, como siempre que una
renuncia cualquiera viene a darnos la medida
de la limitación de las fuerzas espirituales.
Y de tal modo me exasperé contra el obtuso
aparato de la memoria colocado entre mis
sienes, que me sentía capaz de golpearme la
frente, como lo haríamos con un autómata
que no respondiera a nuestra voluntad.
No, ya no podía permanecer quieto,
de tal modo me excitaba la idea de aquella
íntima contrariedad, y me levanté de puro
enojo, para desahogarme. Caso singular: un
primer albor empezó a lucir dentro de mí
apenas hube dado los primeros pasos por el
local. Me acordé de que, a la derecha de la
caja, debía de haber el acceso a un interior
sin ventanas, con la única iluminación
artificial. Y, efectivamente: el tapizado no
era el mismo de otro tiempo, pero sí las
proporciones; idénticos contornos, la misma
sala interior rectangular, la sala de juego. Los
dos billares, holgando, dormidas ciénagas
de color verde: las mesitas de juego, en las
esquinas, en una de las cuales hacían su
partida de ajedrez dos consejeros áulicos o
profesores. Y en el mismo rincón —allí donde
se pasaba a la cabina del teléfono—, había una

113
mesita cuadrilátera. Mi espíritu se iluminó.
Instantáneamente, de una sola sacudida, una
cálida felicidad me invadía: ¡Dios mío!, era
aquél el sitio de Mendel, de Jacob Mendel,
Buchmendel1, y yo, al cabo de veinte años,
había caído precisamente allí, en su campo de
operaciones, el Café Gluck en la Alserstrasse
superior. ¡Jacob Mendel! ¿Cómo podía yo
haber olvidado por tanto tiempo a aquel ser
excepcional, hombre legendario, maravilla
del mundo, célebre en la Universidad y en
una pequeña esfera selecta? ¡Haber olvidado
al mago de los libros, que invariablemente
se sentaba allí todos los días, de la mañana a
la noche, símbolo del conocimiento, honra y
prez del Café Gluck!
Me bastó cerrar los ojos y, en aquel
breve instante, su plástica se levantó de mi
sangre, calentada por la imaginación, tal
como en un tiempo estaba allí, junto a la
mesita cuadrangular con su losa de mármol
de un gris sucio sosteniendo un cúmulo
de libros y periódicos. Veíale allí sentado,
constante, impertérrito, hipnóticamente fija
la mirada en el libro detrás de los anteojos,
zumbando y susurrando en la lectura,

1 Buch, en alemán “libro”. Asociación que el autor forma


con el apellido del protagonista, como apodo que
indica su afición a los libros —N. del T.—.

114
mientras balanceaba su cuerpo, su calva
mal pulida, costumbre ésta de mecerse que
había traído del Cheder, la escuela infantil
judía de Oriente. Junto a esa mesa y no en
ninguna otra leía sus catálogos y sus libros,
como le enseñaron en la escuela del Talmud,
con un tenue sonsonete y meciéndose, cuna
negra y oscilante. Porque así como al niño
que cae en sueño le desaparece el mundo
gracias a esa hipnosis rítmica de la cuna,
también, según aquellos piadosos varones,
el espíritu adquiere más fácilmente la gracia
de sumergirse por medio de aquel mecerse y
oscilar del cuerpo ocioso. Y en efecto, nada
veía ni oía Mendel de lo que le rodeaba. Junto
a él voceaban y hacían ruido los jugadores de
billar, circulaban los marcadores, rechinaba
el teléfono, fregaban el pavimento, cargaban
la estufa, y él no se enteraba de nada.
Mendel leía, leía como otros rezan, como
los jugadores se identifican con el juego y los
borrachos fijan los ojos pasmados en el vacío,
leía con una tan conmovedora identificación,
que el leer de todos los demás hombres me
ha parecido, desde entonces, profano. En
aquel hombrecito galiziano, el librero de
lance Jacob Mendel, conocía por primera vez
en mi juventud el secreto de la persistente
concentración que forma al artista como
al erudito, al verdadero sabio como al

115
extravagante: la trágica dicha y desdicha de
los posesos.
Me había llevado a él un colega de la
Universidad, mayor que yo. En aquel entonces
me ocupaba en investigaciones a propósito
del médico y magnetizador paracélsico
Mesmer, todavía hoy poco valorado, y lo
hacía con no muy buena suerte, pues las
obras comunes pecaban de insuficientes. Mi
compañero me dijo su nombre por primera
vez. “Iré contigo a Mendel —me prometió—,
que todo lo sabe y lo procura todo, y él te
sacará el más remoto libro de los estantes del
más olvidado anticuario de Alemania. Es el
hombre más capaz de Viena y, además, un
original, un zahorí de los libros, de un linaje
que va desapareciendo”.
Fuimos los dos al Café Gluck y allí estaba
Buchmendel, con su cara hirsuta, vestido
de negro, meciéndose mientras leía, como
una mata oscura que mueve el viento. Nos
acercamos y no nos vio. Estaba sentado,
leyendo, y balanceaba el busto a estilo de
pagoda, hacia delante y hacia atrás. A su
espalda, en el colgador, estaba su paletó, roto y
ensanchado por los periódicos y otros papeles
que henchían sus bolsillos. Para anunciarnos,
mi amigo se puso a toser fuertemente. Pero
Mendel, pegados al libro los gruesos lentes,
nada notaba. Por fin, mi amigo golpeó la mesa

116
como quien llama a una puerta, y Mendel,
colocándose mecánicamente los anteojos,
orlados de acero, sobre la frente, clavó en
nosotros sus ojillos negros y vivarachos,
agudos y penetrantes como la lengua de
una serpiente, bajo las cejas rebeldes color
ceniza. Mi amigo me presentó, y le expuse
mi apremio, no sin antes —astucia que
me sugirió mi amigo— quejarme, con una
cólera fingida, del bibliotecario que no había
querido informarme. Mendel se echó un
poco atrás, escupió con cuidado y, luego,
riendo levemente, se expresó en el acentuado
dialecto oriental: —¿Que no ha querido?…
No. ¡Que no ha podido! ¡El mentecato ése!
Es un asno con el pelo gris. Le conozco, por
castigo de Dios, desde hace veinte años, que
no le han servido para aprender nada. Lo
único que saben hacer es cobrar el sueldo.
Mejor tratarían con los ladrillos que con los
libros, esos señores doctores.
Después de este violento desahogo,
el hielo estaba roto y un afable gesto de la
mano me invitó, señalando aquel mármol
cuadrilátero embadurnado de apuntes, altar
de las iniciaciones bibliófilas. Le declaré en
seguida mis deseos: necesitaba los libros
coetáneos de Mesmer sobre magnetismo, así
como las polémicas posteriores a favor o en
contra del mismo; cuando hube concluido,

117
Mendel cerró a medias el ojo izquierdo, como
un tirador antes del disparo. Un segundo
solamente duró este guiño de atención
concentrada, y en seguida, como si los
leyera en un catálogo invisible, me recitó
fluidamente una lista de dos o tres docenas
de libros, cada uno con el lugar de la edición,
el año y el precio aproximado. Yo estaba
aturdido ante aquel fenómeno bibliográfico
metido en la pobre corteza, y aun un poco
grasienta, del humilde librero de lance
galiziano. Él, después de haberme rechinado
unos ochenta nombres, poco más o menos,
en apariencia indiferente, pero satisfecho en
sus adentros del as que había echado sobre
la mesa, sacó un pañuelo, que tal vez algún
día fue blanco, y se puso a limpiar los lentes.
Para encubrir un poco mi asombro, pregunté
tímidamente cuáles de aquellos libros podría
procurarme.
—Ya veremos lo que se pueda hacer
—refunfuñó—. Dese usted una vuelta,
por aquí, mañana, que Mendel ya le habrá
hallado algo, y lo que no, en algún sitio
lo descubriremos. Cuestión de suerte—.
Le di las gracias y, por pura cortesía,
inmediatamente después, caí en la tontería
más burda al pretender anotar en un papel
los títulos deseados. Sentí un ligero codazo
de mi amigo, ¡pero ya era tarde! Mendel me

118
había lanzado una mirada —¡qué mirada!—
triunfante y ofendida a la vez, provocativa
y amonestadora; una mirada de rey, la del
Macbeth shakespereano cuando Macduff
sugiere al héroe invencible que se rinda sin
lucha. Porque sólo de un forastero, de un no
iniciado, podía salir la sugestión ofensiva de
que él, Jacob Mendel, tomara nota de un libro
como cualquier aprendiz librero o ayudante
de biblioteca, cuando su incomparable
cerebro, su diamantino cerebro de hombre
de libros no había necesitado nunca de esos
burdos auxilios. Nunca Jacob Mendel olvidó
un título, una cifra; conocía cada planta,
cada infusorio, cada estrella en el cosmos
eternamente vibrante y movido del universo
de los libros. Sabía en cada especialidad
más que los especializados, dominaba las
bibliotecas mejor que los bibliotecarios,
conocía las existencias de la mayoría de
firmas, de memoria, mejor que los poseedores,
con todo y tener ellos las papeletas y las
cartotecas, y él únicamente el prodigio de
recordar: aquella memoria incomparable, de
la cual se dan casos contados en el mundo.
En verdad, una memoria semejante no había
podido adiestrarse y llegar a tan diabólica
infalibilidad, sino por el secreto eterno de
todo resultado perfecto: la concentración.
Nada sabía fuera de los libros aquel hombre

119
extraordinario; todos los fenómenos de la
existencia empezaban a tener realidad para
él una vez esterilizados, fundidos en letras,
recogidos en un libro. Pero ni aun esos libros le
decían nada por su sentido, por su contenido
espiritual o narrativo: sólo atraían su pasión
el nombre, el precio, su forma, su portada.
Improductivo, infecundo, simple archivo
de cien mil títulos y nombres situado en la
mollera de un mamífero en vez de constar
en un catálogo cualquiera, aquella específica
memoria anticuaria de Jacob Mendel no
dejaba de ser, por su perfección, un fenómeno
equivalente a la memoria fisionómica de
Napoleón, la de Mezzofanti para los idiomas,
la de un Lasker para el planteamiento de
jugadas de ajedrez o la de un Bussoni para
la música. Instalado en un seminario de
estudios, puesto en un cargo público, aquel
cerebro hubiera sido ilustración y pasmo de
millares de estudiantes y eruditos, de gran
provecho para las ciencias, y una adquisición
sin igual en esos públicos arsenales llamados
bibliotecas. En sentido profesional, para los
ignorantes, Jacob Mendel era el modesto
traficante de libros. En las hojas domingueras
de la Neuen Freien Presse y del Neuen Wiener
Tagblatt salían los anuncios estereotipados:
“Compro libros viejos, pago los mejores
precios, acudid a Mendel, Obere Alserstrasse”.

120
Y, a continuación, un número de teléfono
que, en realidad, era el del Café Gluck.
Allí trasteaba en medio de sus existencias,
acarreaba nuevo botín cada semana a su
cuartel general, asistido de un viejo mozo
de cuerda, y de allí lo sacaba a su tiempo,
pues le faltaba la concesión para ejercer el
negocio de librería. Limitábase al pequeño
tráfico, a una actividad poco lucrativa. Los
estudiantes le vendían los libros de texto del
curso transcurrido, y él los revendía a los que
entraban en aquel curso; y era, además, el
intermediario que procuraba cualquier obra
requerida, por una mínima comisión. Nada
ambicioso, el dinero no tenía categoría en su
mundo; nadie le vio nunca bajo otro aspecto:
mañana, tarde y noche, con las mismas ropas
raídas, bebiendo la leche con sus dos panecillos,
comiendo al mediodía un piscolabis que le
subían de la fonda. No fumaba, no jugaba,
y casi diríamos que no vivía; sólo vivían sus
dos ojos tras los lentes, nutriendo a aquel ser
enigmático de palabras, títulos, nombres, que
el maleable cerebro, agradecido, asimilaba
codiciosamente, tal como una pradera las
mil y mil gotas de una lluvia. Sólo el libro,
nunca el dinero, ejercía poder sobre él. Era
en vano que algunos coleccionistas famosos,
entre ellos el fundador de la Universidad de
Princetown, trataran de ganarle como asesor

121
en sus bibliotecas. Jacob Mendel rehusaba.
No se le podía concebir fuera del Café Gluck.
Salido de Levante, había llegado a Viena hacía
treinta y tres años, jovencito inexperto, con
el blando bozo negro orlando la cara y unos
rizos sobre la frente, dispuesto a estudiar para
rabino; pero pronto abandonó al Dios Jehová
para entregarse al deslumbrante politeísmo
de los libros. Empezó entonces a frecuentar
el Café Gluck, y allí había establecido su
taller, su campo de operaciones, su central
de Correos, todo su mundo.
Como el astrónomo solitario en lo
alto de su observatorio, que cada noche,
tras la hendidura redonda del telescopio
contempla las minadas de estrellas, su órbita
misteriosa, sus alternativas, su apagarse y
encenderse, así Jacob Mendel, a través de
sus lentes y tras la mesa cuadrilátera del
Café Gluck, se asomaba al otro mundo de
los libros, que también está en constante
evolución por encima del nuestro. Al través
de los dos agujeros redondos de los anteojos,
de aquellos lentes brillantes y captadores,
se filtraban en su cerebro los millares de
infusorios negros de las letras; cualquier otro
acontecimiento se deslizaba a su lado como
un vano murmullo. Propiamente, se había
pasado más de treinta años, la mejor parte
de su vida, junto al cuadrilátero de mármol,

122
leyendo, cotejando, calculando, en un sueño
perdurable, sólo interrumpido por las horas
que pasaba durmiendo.
Por esto me asaltó una especie de terror
cuando vi alborear en aquel cuarto la mesa
de mármol de Jacob Mendel, dispensadora
de oráculos, ahora vacía como una lápida
mortuoria. Esta vez, ya más viejo, podía
apreciar mejor lo que desaparece con cada
uno de esos hombres; primero, porque todo
lo que en un tiempo fue, va haciéndose
precioso en nuestro mundo, cada vez más
irremisiblemente monótono, y después,
porque ya en mi juventud había sentido
por él una estimación que era un profundo
presentimiento. Él me había iniciado en el
gran secreto de que todo lo extraordinario
lo conseguimos únicamente a fuerza de
concentración, por una monomanía parienta
de la locura. Que una pura vida espiritual, la
plena abstracción en una sola idea, podemos
conseguirla también en nuestros días,
submersión no inferior a la de un “jogi” indio
o un monje de la edad media; y que podemos
conseguirla aun en el café alumbrado por la
electricidad, al lado de una cabina de teléfono.
He aquí un conocimiento que me había
infundido de joven, mejor que cualquier
poeta coetáneo, aquel humilde corredor de
libros viejos completamente anónimo. ¡Y

123
había podido olvidarle! Ahora, ante la mesa
vacía, me asaltaba una especie de vergüenza
y, al mismo tiempo, una renovada curiosidad.
¿Dónde estaba? ¿Qué había sido de él?
Llamé al mozo y le interrogué. No, un señor
Mendel, lo sentía mucho, pero no le conocía;
ningún señor de ese nombre frecuentaba el
café. Pero tal vez el mayordomo sabría algo.
Éste se acercó trabajosamente, con su barriga;
se concentró, reflexionó: tampoco. No le era
conocido ningún señor Mendel. A no ser
que yo me refiriera al señor Mandl, el señor
Mandl de la quincallería de la Floriangasse.
Me subió un sabor amargo a los labios, el
sabor del pasado: ¿para qué vivimos cuando
el viento ya se ha llevado, tras de nuestras
pisadas, el último vestigio? Durante treinta,
cuarenta años tal vez, un hombre había
respirado, leído, pensado, hablado en aquel
espacio de un par de metros cuadrados, y
bastaba que pasaran tres o cuatro años y
viniera un nuevo Faraón para que no se
supiera nada de José. ¡En el Café Gluck nada
sabían de Jacob Mendel, de Buchmendel! Casi
enojado, pregunté al mayordomo si podría
hablar con el señor Standhartner, o con otra
persona que hubiera del personal antiguo.
Oh, el señor Standhartner, ¡Dios mío!, había
vendido el café hacía mucho tiempo, y había
muerto, y el mayordomo de antes vivía en

124
su pequeña hacienda, en Krems. No, ya no
había nadie… Pero, sí… la señora Sporschil
estaba todavía en su sitio, la señora de los
lavabos (vulgo, la señora del chocolate). Pero
ella no iba a recordar, así como así, a cada
parroquiano. Yo pensé en seguida: “Un Jacob
Mendel no se olvida tan fácilmente”. Y pedí
que la hicieran entrar.
Y allá venía la señora Sporschil, canosa,
desgreñada, con el andar ligeramente hidró-
pico, de sus departamentos subterráneos,
secándose las manos rojas con un paño: era
evidente que acababa de fregar sus reales
o de limpiar los vidrios. En su inseguridad,
noté en seguida que le venía de nuevo el ser
llamada tan de improviso a la parte más dis-
tinguida del café, bajo la luz de las lámparas
incandescentes. En Viena la gente recela al
detective o al policía en todo aquel que le
hace preguntas. Así, me inspeccionó pri-
mero, de arriba abajo, con una mirada muy
precavida. ¿Qué querría yo de ella? Pero,
no bien pregunté por Jacob Mendel, fijó en
mí efusivamente los ojos y sus hombros se
estremecieron. —¡Dios santo, el pobre señor
Mendel, que haya quien se acuerde de él! ¡Sí,
el pobre señor Mendel! —Lloraba casi, tal era
su emoción, como sucede a los ancianos al
recordarles la juventud o alguna relación fa-
miliar olvidada—. Pregunté si vivía. —¡Oh,

125
Dios mío, el pobre señor Mendel! Cinco o
seis años, no, siete años hará que murió.
¡Una persona tan amable, tan bondadosa!
¡Y cuánto tiempo ha que le conocía, más de
veinticinco años!… Ya estaba aquí cuando
yo entré… ¡Y qué ignominia, cómo le deja-
ron morir! —Su agitación aumentaba; me
preguntó si yo era un pariente. Nadie más se
había preocupado de él, nunca le había pre-
guntado nadie su paradero. ¿Y yo no sabía lo
que le había pasado?
No, nada sabía y así se lo aseguré; la
invité a que me contara todo. La buena
mujer parecía cortada, confusa, y volvía a
restregarse las manos mojadas. Comprendí
que le daba pena presentarse con trazas de
fregona, sucio el delantal, desgreñadas las
canas, en medio del local; además, atisbaba
a derecha e izquierda que algún criado no
estuviera escuchando. Propúsele entrar en el
salón de billares, el antiguo sitio de Mendel,
donde me lo contaría todo. Conmovida, hizo
un gesto de asentimiento, agradecida de que
hubiera comprendido; y precediéndome
la buena anciana, ya un poco vacilante,
entramos en el salón.
Sí, aun después que la guerra hubo
empezado, llegaba todos los días a las siete y
media de la mañana, y hacía como siempre:
estudiar todo el día, hasta el punto de que

126
se llegó a sospechar, y lo comentaban a
veces, que no se había enterado de la guerra.
Tampoco se dio cuenta de la ausencia del
marcador, que cayó en Gorlice, ni de que al
hijo del señor Standhartner le habían hecho
prisionero en Przemysl, ni había dicho esta
boca es mía acerca de que el pan era cada vez
más mísero, ni cuando se le sustituyó la leche
por una poción de café de higos. Únicamente
dio en extrañarse de que vinieran tan pocos
estudiantes. —¡Dios santo, el pobre hombre
no tenía más satisfacción ni más ocupación
que la de sus libros!
Pero un día le cayó encima la desgracia.
Una mañana, a las once, entró un gendarme
con un policía secreto que había mostrado
el botoncito en el ojal y preguntado si
un tal Jacob Mendel frecuentaba el café.
Acercáronse luego a la mesa de Mendel,
quien, ausente de toda malicia, creyó que
iban a venderle libros o consultarle algo. Lo
que hicieron fue instarle a que les siguiera. Y
se lo llevaron. Una ignominia para este café.
Toda la gente se había apiñado alrededor
del pobre señor Mendel, que, entre los dos
que se lo llevaban, miraba ahora al uno,
ahora al otro, sin entender lo que querían
de él. Pero ella había advertido al gendarme
que seguramente se equivocaban, pues un
hombre como el señor Mendel era incapaz de

127
dañar a una mosca, a lo cual el policía secreto
replicó a gritos que no se mezclara en asuntos
oficiales. Se lo llevaron y durante dos años
no compareció. No sabía, aún hoy, de qué
le acusaban. —Pero yo juro —dijo, alterada,
la anciana— que el señor Mendel no puede
haber cometido nada malo. Se equivocaron;
pondría la mano al fuego. ¡Fue un crimen
contra el pobre inocente, un crimen!
Y tenía razón la buena y sensible señora
Sporschil. Nuestro amigo Jacob Mendel na-
da había hecho contra la ley, pero —luego
conocí esos detalles— había cometido una
enorme y conmovedora tontería, inverosímil
hasta en medio de la perturbación de aquellos
tiempos, y sólo comprensible por la completa
abstracción en que vivía aquel habitante de
otro planeta. El caso era éste: en la oficina de
censura militar que tenía a su cargo la vigi-
lancia de la correspondencia con los países
neutrales, detuvieron un día una postal de
puño y letra de un tal Jacob Mendel, confor-
me al franqueo que correspondía, pero, caso
inaudito, dirigida al extranjero en guerra. Una
postal a Jean Labourdaire, librero, París, Quai
de Grenelle, en la cual un cierto Jacob Mendel
se quejaba de no haber recibido los últimos
ocho números del Bulletin bibliographique
de la France, a pesar de tener satisfecha una
anualidad por adelantado. El censor, profesor

128
de un Gimnasium, con aficiones de romanis-
ta, a quien habían echado encima una librea
azul, se quedó atónito ante aquel documen-
to. ¡Qué bromazo! —pensó. Entre las dos mil
cartas que cada semana sometía al ojeo y a la
lámpara por noticias dudosas o giros sospe-
chosos, ninguna pieza tan absurda como la
que tenía entre los dedos: una postal dirigida
de Austria a Francia sin rebozo, con toda in-
genuidad; a país extranjero beligerante, como
si desde 1914 tales fronteras no estuvieran
ceñidas de alambradas y no disminuyera en
un par de miles, cada día de Dios, el censo
masculino de Francia, Alemania, Austria,
Rusia. Sin hacer otra mención del absurdo,
se limitó a guardar aquella curiosidad en un
cajón de su escritorio. Pero, al cabo de pocas
semanas, entró otra postal del mismo Jacob
Mendel dirigida a un librero de Londres, en
Holbarn Square, llamado John Aldridge, pi-
diéndole que agenciara los últimos números
del Antiquarian. Y ese Jacob Mendel, raro
individuo, con una simplicidad conmovedora
ponía al pie su dirección detallada. Al profesor
metido dentro del uniforme, se le hizo éste
un poco estrecho. ¿No se escondería algún
doble sentido bajo aquella aparente bobada?
Por lo que pudiera ser, se levantó, juntó los
tacones ante la mesa del jefe y puso sobre ella
las postales. El jefe se encogió de hombros:

129
—¡Qué particular!—. Avisó a la policía para
que investigara si existía efectivamente un
Jacob Mendel. Una hora más tarde, quedaba
éste arrestado, y, todavía tambaleándose de
la sorpresa, comparecía ante el jefe, quien le
puso delante las dos postales por si recono-
cía ser el remitente. Excitado por el tono de
severidad y, más que nada, porque le habían
aguado la lectura de un importante catálogo,
refunfuñó Mendel casi brusco, afirmando
que era él, naturalmente, quien había escrito
las postales, puesto que existía el derecho de
reclamar una suscripción cuando se ha paga-
do. El jefe se rebulló en su asiento y se dirigió
al teniente que ocupaba la mesa vecina. Los
dos cambiaron miradas de inteligencia. ¡Qué
chalado! Luego, el jefe vaciló entre dirigir
una filípica al majadero y dejarle en paz, o
tomarlo en serio y empezar las diligencias.
En semejantes casos embarazosos, suele op-
tarse en todas las oficinas por el protocolo.
Un protocolo siempre es bueno. Si no vale,
tampoco daña, y se ha añadido un pliego más
a los millones de pliegos.
Lástima que en este caso el perjudicado
fuera un pobre hombre sin mala intención.
A la tercera pregunta, cayó en lo fatal.
Primero, le pidieron el nombre: Jacob, recte
Jainkeff Mendel. Profesión: corredor de libros.
No tenía licencia de librería, y sí solamente

130
una papeleta de permiso como buhonero. La
tercera pregunta fue catastrófica: lugar de
nacimiento. Jacob Mendel dio el nombre de
una aldea junto a Petrikau. El jefe arqueó las
cejas. ¿No era Petrikau de la Polonia rusa, o
fronterizo? ¡Sospechoso, muy sospechoso!
Arreció las preguntas, inquiriendo desde
cuándo estaba naturalizado en Austria.
La mirada de Mendel tras de sus anteojos,
era sombría y pasmada; no entendía bien.
¿Si tenía documentación y dónde?… ¡Al
diablo! La papeleta de permiso, y nada
más. Las arrugas en la frente del jefe iban
subiendo. Se veía precisado a aclarar lo de
su situación referente a la nacionalidad.
¿Si su padre fue austriaco o ruso? Con el
ánimo tranquilo, Jacob Mendel respondió:
—Ruso, naturalmente. —¿Y él?… —¡Ah!,
había pasado la frontera hacía treinta y
tres años para librarse del servicio, y desde
entonces vivía en Viena. —El jefe se ponía
cada vez más intranquilo. ¿Y había adquirido
ciudadanía en Austria? —¿Para qué?
—preguntó Mendel. No se había preocupado
nunca de semejantes asuntos. Entonces, ¿era
todavía ruso? Mendel, a quien empezaba a
ser enojoso el árido interrogatorio, respondió
con indiferencia: —Efectivamente.
El jefe se echó atrás con gesto tan brusco
que el sillón crujió. ¡Que existiera un caso

131
tal! En Viena, en la capital de Austria,
en plena guerra, al terminar el año 1915,
después de Tarnow y de la gran ofensiva,
un ruso se pasea descaradamente, expide
cartas a Francia e Inglaterra, y la Policía
sin enterarse de nada. ¡Y luego, los necios
admirándose en los periódicos de que Conrad
von Hötzendorf no haya hecho el avance
inmediato hacia Varsovia, y pasmándose
en el Estado Mayor de que no se ejecute un
movimiento de tropas que los espías no hayan
comunicado a Rusia! También el teniente se
había puesto en pie y estaba junto a la mesa.
Las preguntas adquirían ya caracteres de
severo interrogatorio. ¿Por qué no se había
declarado a su tiempo como extranjero?
Mendel, sin maliciar aún, respondió en su
jerga judía, con el tonillo característico:
—¿para qué declararme? —El jefe receló en
esta pregunta un rodeo y una provocación, y
preguntole, amenazador, si no había leído las
ordenanzas. —¡No! —Y si no leía tampoco
los periódicos. —¡No!
Los dos funcionarios tenían los ojos
puestos en Mendel, que sudaba de zozobra,
como si la Luna hubiera caído en medio del
despacho. Y luego, las llamadas al teléfono,
el cascar de las máquinas de escribir, los
ordenanzas que circulaban, y Jacob Mendel,
camino del calabozo cuartelero para salir

132
en el primer convoy hacia un campo de
concentración. Cuando le indicaron que
siguiera a los dos soldados, su mirada se pasmó
de incertidumbre. No entendía lo que exigían
de él, pero tampoco, en rigor, sentía ningún
cuidado. Al fin, ¿qué mal podría quererle el
hombre del cuello galoneado y la voz áspera?
En su elevado mundo de los libros no existían
la guerra ni la incomprensión; sólo el eterno
saber y aspirar a saber más en cuestión de
cifras y palabras, de títulos y nombres. Así, con
ánimo bien dispuesto, iba escalera abajo al lado
de los dos soldados. Hasta que en la Jefatura
le quitaron todos los libros de los bolsillos del
gabán y le exigieron la carpeta repleta de cien
papeles importantes, fichas y direcciones de
clientes, no empezó a encolerizarse y a dar
puñadas de ciego a su alrededor. Tuvieron
que reducirle y, entre estos azares, cayeron al
suelo sus lentes, y el mágico telescopio que
le transportaba al mundo del espíritu quedó
roto en mil pedazos. Dos días más tarde, con
el delgado paletó de entretiempo por todo
abrigo, se lo llevaron en el convoy que salía
para el campo de concentración de prisioneros
civiles rusos, situado en Komorn.
Los horrores del espíritu que sufrió
Mendel en aquellos dos años de campo de
concentración, sin la compañía amable
de los libros, sin dinero, entre compañeros

133
indiferentes, groseros, en su mayoría
analfabetos y escoria de la humanidad; las
penas que allí vivió, separado de su mundo
único, el elevado mundo de los libros, como
el águila arrebatada de su elemento etéreo,
cortadas las alas, no son para descritos ni
existen elementos materiales de prueba.
Pero, poco a poco, curado el mundo de su
locura, podrá reconocer que, de todas las
crueldades y delictivos abusos de aquella
guerra, ninguno tan insensato y superfluo,
y, por lo tanto, sin disculpa en lo moral,
como el prender y amontonar detrás de unas
alambradas a multitud de personas civiles,
libres hacía mucho tiempo del servicio por
sus años, ajenas a todo y que, habiendo
hecho su hogar de una tierra extranjera,
confiados en una hospitalidad que ni aun
entre los tungueses y los araucanos es
desmentida, se olvidaron de huir a tiempo.
Delito insensato contra la civilización,
que cometieron a la vez Francia, Alemania
e Inglaterra, en cada terrón de nuestra
Europa delirante. Jacob Mendel hubiera
sucumbido tal vez, como tantos inocentes,
a la locura, ya que no a la disentería o a la
inanición, si no hubiera llegado de Austria
una oportuna casualidad que le restituyó a
su mundo. Desde que no se le vio más en
Viena, habíanse amontonado varias cartas

134
de buenos clientes: el conde Schönberg,
el exgobernador de Steiermark, fanático
coleccionista de obras sobre heráldica; el
antiguo decano de la Facultad de Teología
de Siegenfeld, que estaba trabajando en un
comentario de San Agustín; el octogenario
almirante Edler von Pisek, pensionado y
que vivía de recuerdos. Todos ellos, clientes
adictos, escribieron repetidamente a Jacob
Mendel en el Café Gluck, y algunas de esas
cartas fueron transmitidas al ausente en el
campo de concentración. Cayeron en manos
del capitán, hombre de buen sentido por feliz
casualidad, el cual quedó muy asombrado
de las distinguidas relaciones de aquel judío
pequeño y sucio, medio ciego desde que se le
rompieron los anteojos —no tenía dinero para
otros—, que estaba acurrucado en un rincón
como un topo, gris, sin luz en los ojos, mudo.
Algo debía de valer quien tales favorecedores
tenía. Así, pues, el capitán dio permiso a
Mendel para corresponder a las cartas y pedir
la intercesión de sus favorecedores. Y no
fue en vano. Con la apasionada solidaridad
de todos los coleccionistas, su excelencia,
así como el decano, pusieron en juego sus
relaciones con mucho empeño, y gracias a su
unión, pudo Buchmendel en 1917, después de
un confinamiento de más de dos años, volver
a Viena, con la condición de presentarse

135
diariamente a la policía. El hecho era que
volvía al mundo de la libertad, a su antiguo
cuchitril, a sus libros y a su café Gluck.
Esta reaparición de Mendel regresando
de un infernal mundo subterráneo, pudo
describírmela la señora Sporschil en calidad
de testimonio: Un día, ¡Jesús, María y José!,
no podía creer a mis ojos; se abre la puerta,
ya sabe usted cómo, a su modo, sólo un poco,
como siempre había entrado, y nos vemos
delante, dando traspiés, al señor Mendel. Iba
cubierto, el pobre, de un sucio capote militar,
lleno de remiendos, y no sé qué en la cabeza,
tal vez un sombrero que alguien había
ya desechado. Sin cuello, semejante a un
difunto, grises la cara y el pelo, y tan delgado
que movía a lástima. Pero él entró como si
nada hubiera sucedido, sin hacer ninguna
pregunta, sin decir palabra; se acercó a esta
mesa y se quitó el capote, pero no decidido y
ligero como antes, sino torpe, resollando. Y
no llevaba sus libros, como en otro tiempo.
Se sentó sin decir nada, fijos los ojos, con una
mirada vacía, fuera del mundo. Poco a poco,
a medida que le pusimos delante el montón
de escritos que habían llegado para él de
Alemania, empezó de nuevo a leer. Pero ya
no era el mismo.
No, no era el mismo. Ya no era el
Miraculum mundi, el registro mágico de todos

136
los libros. Los que le vieron en esa época me
han dicho, todos con la misma angustia,
que parecía haber algo irremisiblemente
estropeado en su mirada antes tranquila,
que leía como quien duerme. Algo había
sufrido la destrucción. El hórrido cometa
sangriento, en su carrera furiosa, había
embestido también el mundo aparte, el
pacífico reducto alciónico de sus libros. Sus
ojos, acostumbrados durante décadas a las
letras de los libros, delicadas, silenciosas,
como patas de insectos, algo terrible debían
de haber visto en aquel montón humano
encerrado entre garfios de alambre, para que
las pupilas un día tan prontas, fulgurantes
de ironía, aparecieran entonces gravemente
sombreadas bajo los párpados lacios, tras
los anteojos cuidadosamente rejuntados
con unos cordeles muy finos. Y, cosa más
terrible todavía, en el fantástico edificio
de su memoria alguna columna debía de
haberse derrumbado, desordenando todo el
conjunto: porque, tan delicado es nuestro
cerebro, formado de la más sutil sustancia,
instrumento de precisión de nuestro
conocimiento, de una mecánica finísima,
que basta la obstrucción de una ínfima vena,
un nervio conmovido, una célula cansada,
para que quede reducida al silencio la esférica
armonía del espíritu con toda su magnífica

137
extensión. En la memoria de Mendel, en el
teclado de su saber, no respondían las teclas.
Cuando alguien se acercaba a pedirle un
informe, fijaba en él los ojos, extenuado, y no
comprendía bien, se distraía, olvidaba lo que
le decían. Mendel ya no era Mendel, como
el mundo no era tampoco el mismo. Era un
fardo de ropa y de barbas que respiraba con
dificultad, sentado con su flaco juicio detrás
de la mesa típica de otro tiempo. No era ya la
gloria del Café Gluck, sino un bochorno, un
borrón, cuya visión repugnaba, que olía mal;
un parásito incómodo y estéril.
Así le vio también el nuevo propietario,
Florián Gurtner, oriundo de Retz, quien,
enriquecido en el año del hambre de 1919
a base de especulaciones con la harina
y la mantequilla, compró el café al leal
Standhartner por ochenta mil coronas papel.
Habíase agarrado al negocio con sus manos
recias de campesino y se apresuró a intentar
embellecer el acreditado café: compró por
unos miserables billetes unos divanes nuevos,
erigió una puerta de mármol, y estaba en tratos
con el establecimiento vecino para instalar
un local con música. Es claro que para tan
apremiante embellecimiento le era un estorbo
aquel holgazán galiziano que se pasaba todas
las horas del día solo detrás de su mesa, sin
consumir más que un par de tazas de café y

138
cinco panecillos. Esperaba un pretexto para
echar fuera de su local modernizado a aquel
último resto enojoso de cursi provincianismo.
La ocasión no se hizo esperar. A Jacob Mendel
le iba mal: sus últimos ahorros en billetes se
pulverizaron en el molino de la inflación, y
sus clientes habían desaparecido. El hombre
derrengado no tenía ya las fuerzas necesarias
para volver a trotar escaleras como corredor
de libros: Le iba mal; se notaba en una serie
de detalles. Era una rareza que se hiciera subir
algo de la fonda, y contraía deudas aun en
los pequeños gastos, como el del café y los
panecillos, hasta que llegó a deber tres semanas.
Ya entonces intentó el mayordomo ponerle
en la calle, pero la buena señora Sporschil, la
señora de los lavabos, se compadeció de él y
salió fiadora.
La desgracia sucedió en el mes siguiente.
El nuevo camarero mayor había observado
más de una vez que no le salían las cuentas
de la panadería. Acrecentó la vigilancia y, al
cabo de dos días, sorprendió a Jacob Mendel
escondido tras la mampara de la estufa,
donde pretendía devorar dos panecillos
sacados precipitadamente de la cesta que
había en el cuarto inmediato; al pagar el
gasto, pretendía no haber comido ninguno, y
el camarero no necesitó investigar más. Dio
cuenta del hecho inmediatamente a Gurtner;

139
y éste, satisfecho de tener en la mano el tan
perseguido pretexto, increpó a Mendel ante
los clientes, acusándole de hurto y haciendo
hincapié en que no daba aviso a la policía, pero
sí le ordenaba irse al diablo inmediatamente
y para siempre. Jacob Mendel no hizo más
que temblar y, sin decir nada, levantarse y
salir dando traspiés.
—¡Fue una miseria! —Así describía su
salida la señora Sporschil—. No olvidaré
nunca cómo se levantó, con los anteojos
sobre la frente y blanco como un pañuelo.
Ni siquiera cogió el abrigo, en enero como
estábamos, y recuerde usted que fue el año
del frío. Con el susto, se dejó el libro sobre
la mesa; quise alcanzarle para dárselo, pero
ya estaba en la puerta y no me atreví a salir
a la calle, porque el señor Gurtner, de pie en
el umbral, daba unas voces que llamaban la
atención de la gente. Sí, fue una ignominia
y yo misma me avergoncé hasta el fondo
del alma. Un hecho así, echarle a uno por
un par de panecillos, no hubiera sucedido
en tiempos del señor Standhartner; él le
hubiera dejado comer toda su vida. Pero la
gente de hoy no tiene corazón. Le echan a
uno de donde ha comido, un día tras de otro,
durante treinta años; fue, en verdad, una
miseria, y no quisiera ser yo la responsable
de esa acción ante Dios, ¡oh, no!

140
Alterada, con la apasionada locuacidad
de los ancianos, la buena señora repetía una
y otra vez lo de la miseria y protestaba que
el señor Standhartner no hubiera hecho tal
cosa. Hube de preguntarle qué había sido,
al fin, de nuestro Mendel, si acaso le había
vuelto a ver. Se exaltó aún más:
—Cada vez que pasaba yo por delante
de su mesa, puede usted creerme, me daba
una sacudida el pensar: ¿dónde estará ahora
el pobre señor Mendel? Al ver que pasaba
tiempo y nada más oía de él, me hice el cargo
de que todo debía de haber concluido y no
le vería más. Ya había determinado encargar
que se rezara una misa en su memoria,
porque era un buen hombre y hacía más de
veinticinco años que nos conocíamos. Pero
un día, a las siete y media de la mañana —era
en febrero—, estaba yo fregando los latones
de las ventanas, y, de pronto —fue como un
rayo—, la puerta se abre y aparece Mendel.
Ya sabe usted cómo solía entrar, tan cortado
y confuso, pero aquella vez había algo más.
Lo comprendí en seguida en su ir de un lado
a otro, con los ojos relucientes. Y, ¡Dios
mío, qué presencia! Los puros huesos y las
barbas. Me dio el corazón que aquel hombre
no se daba cuenta de sus pasos, que andaba
en pleno día como un sonámbulo, que lo
había olvidado todo, lo de los panecillos,

141
lo del señor Gurtner al echarle fuera tan
ignominiosamente, y que se había olvidado
de sí mismo. Gracias a Dios, el señor Gurtner
no había entrado todavía y el camarero mayor
estaba tomando café. Me apresuré a hacerle
comprender que no debía permanecer aquí,
que no se expusiera otra vez a que le echara a
la calle ese tipo ordinario. —Inmediatamente
miró, intimidada, en torno, y se corrigió—:
he querido decir el señor Gurtner. “¡Eh, señor
Mendel!” le grité. Él levantó los ojos y, en
aquel momento —¡qué terrible, Dios mío!—
debió de acordarse de todo, porque se puso a
temblar todo él; y se dirigió, tropezando, a la
puerta y allí cayó. Llamamos en seguida a la
Sociedad de Auxilio y murió aquella misma
noche. Congestión pulmonar en último
grado, dijo el doctor; y también dijo que
cuando vino aquí ya no sabía lo que hacía. Le
empujaba un instinto. ¡Claro!, cuando uno
se ha sentado treinta y seis años en el mismo
sitio y a una misma mesa, ya es para él algo
como su casa.
Hablamos largo rato de él. Éramos
los dos últimos que conocimos al hombre
singular; yo, a quien siendo un jovencito, a
pesar de su recóndita existencia de microbio,
había infundido la primera noción de una
vida enteramente concentrada; y ella, la
pobre desastrada señora de los lavabos, que

142
no había leído jamás un libro y cuya única
relación con él, en su mundo subterráneo,
consistió, durante veinticinco años, en
cepillarle el gabán y coserle los botones. No
obstante, nos entendíamos muy bien los
dos, a la vista de la vieja mesa abandonada,
en comunidad con la sombra que habíamos
conjurado; porque el recuerdo une siempre, y
más si va acompañado de afecto. De pronto,
en medio de su charla, exclamó:
—¡Jesús, qué olvidadiza soy! ¡Si ahí tengo
el libro, el que entonces dejó sobre la mesa!
¿A quién confiarlo? Cuando vi que pasaba
tiempo y nadie venía por él, pensé que podía
guardarlo como un recuerdo. ¿Verdad que no
hay mal en ello?
Fue a su reducto y volvió con el libro. Me
costó reprimir la sonrisa, porque el destino,
retozón y a veces irónico, gusta de mezclar
lo impresionante con lo cómico: era el
tomo segundo de la Bibliotheca Germanorum
erotica et curiosa, el compendio de literatura
galante que conocen todos los coleccionistas.
Fue precisamente esta escabrosa muestra
—habent sua fata libelli— el legado que el
mago desaparecido dejaba en las manos
rojizas, maltrechas, despellejadas; en las
manos ignorantes que, seguramente, fuera
de aquel, no conocían más libro que el

143
devocionario. Me costó retener en mis labios
la sonrisa instintiva que me subía del alma, y
esta retención desconcertó a la buena señora,
que no entendía si quería significar que el
libro era de mucho valor, o insinuarle que no
había inconveniente en que se lo quedara.
Le estreché la mano cordialmente.
—Puede usted quedárselo sin escrúpulo,
pues nuestro viejo amigo Mendel se gozaría
de ver que, al menos, uno entre los millares
que le han de agradecer un libro, guardan
todavía su recuerdo.
Y salí. Me sentía avergonzado ante
aquella buena vieja que, en forma tan
sencilla y a la vez tan humana, era fiel
al desaparecido. Ella, la iletrada, había
conservado un libro para acordarse mejor de
él, mientras que yo había pasado años sin
recordar a Buchmendel; yo, que debiera saber
que si se producen libros es precisamente
para comunicarnos con los humanos más
allá de nuestra vida, y desquitarnos así de la
inexorable contrapartida de toda existencia:
la inestabilidad y el olvido.

De Calidoscopio, Editorial Juventud, España.


Traducción de José Lleonart.

144
A la cama con Shakespeare
Juan Gabriel Vásquez
JUAN GABRIEL VÁSQUEZ (1973, Bogotá).
Novelista, cronista, ensayista, biógrafo,
traductor. Ha publicado las novelas Los
informantes, Historia secreta de Costaguana,
El ruido de las cosas al caer, Las reputaciones,
y ha recibido varios premios nacionales e
internacionales, entre ellos el Alfaguara (2011)
por El ruido de las cosas al caer.
Sobre la acera de la rue de la Bûcherie
se agolpa la gente. El espacio afuera, ha
sido colonizado por los libros que no caben
adentro: sobre cajas de cartón, sobre los
improvisados y eternos estantes de madera,
sobre el alféizar de las ventanas. Nadie
vigila; nadie podría evitar un robo ocasional,
como los que no son infrecuentes en esta
librería. Sobre la puerta cuelga un retrato
de Shakespeare; de la pared lateral del café
contiguo, uno de Walt Whitman. “No,
George no es nada del poeta”, me dirán varias
veces durante esa tarde. George Whitman, el
dueño y fundador de la librería Shakespeare
& Co., es lo más cercano a una leyenda entre
los norteamericanos que pasan por París
y, en rigor, entre los anglófilos del mundo
entero. Está sentado como un príncipe en
el sillón del cajero. Es un hombre flaco; en

147
otro tiempo debió ser más alto, pero los años
lo han doblado ligeramente sobre sí mismo.
Viste sin cuidado; en su rostro comienzan a
aparecer rastros de barba cana, y pienso que
no se habrá afeitado en un par de días. Le
digo que soy un periodista colombiano; estoy
de paso en París, no sé por cuánto tiempo, y
quisiera saber si podría dormir en la librería.
Whitman mira la bolsa plástica en la que
yo he metido la ropa limpia y un cepillo de
dientes. “¿Más de una semana?”, pregunta.
Le digo que no y me alarga, sin más, un
llavero: “Puede compartir la habitación de los
escritores con Greg. Él debe de estar arriba,
en el segundo piso. Si no está ahí, búsquelo
en el tercero. Si tampoco está ahí, entre con
mis llaves e instálese. Él llegará después”.
Enseguida llama a una mujer muy joven.
“Martha, cuéntale a éste cómo es la cosa”.
Martha acaba de terminar su turno, y la
librería cierra a las doce de la noche. Tenemos
tiempo de hablar un poco.
Según me es explicado por Martha, el
sistema —salvo que esta palabra sugiere orden
y método, que son nociones inexistentes
en Shakespeare & Co.— es el siguiente. El
visitante, sea quien fuere, recibe una cama
donde dormir (y algunos privilegios menos
palpables) a cambio de trabajar una hora

148
diariamente en la librería, leer un libro diario
y escribir una pequeña autobiografía, de una
página como mínimo. En ninguna parte del
acuerdo aparece el dinero. ¿Con qué precisión
se cumplen estas intenciones? pregunto.
“Yo tengo un turno de cuatro horas”, dice
Martha. “Nunca he logrado leer un libro en
un día y mi autobiografía está sin escribir”.
Martha Lincoln ocupa la cama de la
planta baja, en la sección de libros rusos. Su
colchón, durante el día, se cubre de cajas de
libros por organizar, o de lectores pobres pero
curiosos que se echan a leer durante horas sin
comprar nada y sin sospechar que invaden el
espacio nocturno de una de las empleadas.
Más tarde, en efecto, Martha despejará la
superficie, arrancará de un manotazo el
cubrelecho de terciopelo rojo y se echará a
dormir, agotada, sobre el mismo catre que
ellos usan para leer. Sólo ella duerme en la
planta baja, que es donde funciona la librería.
“Yo no lo escogí, George me asignó esta cama
cuando llegué. Es raro, porque yo estudié
ruso durante dos años, y precisamente me
toca dormir en esta sección. La vida en esta
librería está llena de coincidencias así”. Tiene
21 años. Es norteamericana, pero en su
acento hay marcados tonos irlandeses: vivió
varios meses en el Reino Unido antes de

149
llegar a París. “La visa de trabajo se me había
terminado, tenía que irme de allá. Escogí
el vuelo a París porque era el más barato.
Cuando llegué estaba perdida, y me dediqué
a pasear por librerías. Llegué a Shakespeare
& Co., después de un par de días de andar
por ahí, y George debió ver algo en mi cara,
porque me dijo que si quería barrer el piso,
podía pasar la noche en la librería. Pero no
pude encontrar una habitación para barrer,
y empecé entonces a cubrir los libros con
plástico. Se necesita una mujer para hacer
ese trabajo, los hombres no saben empacar. Y
me fui quedando. George dice que el tiempo
máximo de alojamiento es de una semana;
yo llevo dos meses”.
En un día normal, Martha es despertada
a sacudidas por un cliente madrugador que
le pregunta los precios de los libros. No
representa una manera perfecta de comenzar
la jornada, y tal vez eso la ponga de mal genio
durante un par de horas. Pero enseguida se
cepilla los dientes y se lava la cara con agua
de la fuentecita verde, enfrente de la librería,
y entonces se siente lista para organizar los
libros de afuera después, eso sí, de un café en
el local de al lado. Los proyectos para el día
no son nunca los mismos. Sólo debe estar de
vuelta a las cuatro de la tarde para comenzar
su turno: París, hasta esa hora, está llena de

150
posibilidades. Habla de George Whitman
con genuino afecto, y le gusta recordar cómo
la recibió él, comparándola de inmediato con
Natalia, el personaje de El idiota. Conoce la
biografía de su anfitrión de memoria. Me
cuenta que George —“se pone furioso si lo
llamamos señor Whitman”— había fundado
tres librerías en los Estados Unidos antes de
instalar The Mistral en París. En esa época
estaba sin dinero, y sobrevivía vendiendo
libros usados desde su habitación de hotel.
El 15 de agosto de 1951, en un local que
antes ocupaba una tienda árabe, abrió las
puertas de Shakespeare & Co. Era, pues,
la reencarnación de la mítica librería de
Sylvia Beach que, en los años veinte, fue el
punto de encuentro de la generación perdida
—Hemingway, Stein, Fitzgerald— y que
se transformó brevemente en editorial para
publicar, el 2 de febrero de 1922, el Ulysses,
de Joyce. “La única hija de George se llama
Sylvia Beach Whitman”, dice Martha con
una sonrisa sesgada.
Los huéspedes o empleados del “hotel”
Shakespeare & Co., según voy descubriendo,
tienen ciertas no despreciables prerrogativas.
Varias veces a la semana, George hace sopa
para todos; los domingos reparte panqueques
en el primer piso. Los huéspedes reciben
descuentos importantes en la compra de los

151
libros, pero Martha, por lo menos, nunca
los aprovecha, porque le ha ocurrido un par
de veces que, después de comprar un libro,
George lo encuentra sobre su cama y lo
devuelve a su estante, creyendo que algún
cliente lo ha abandonado. “Puede ser la librería
más caótica de París”, me dice Radúz. “Pero a
los clientes les gusta así, y para nosotros sólo
es posible evitar que empeore”. La palabra de
Radúz es buena fuente. Llegó a Shakespeare
& Co. hace seis meses y es, por decirlo así, el
decano de los huéspedes.
Después de un tiempo con una persona,
su biografía se va componiendo sin esfuerzo,
y las curiosidades expresas son apenas
necesarias. Radúz Zaják es eslovaco; antes de
llegar a París había leído sobre Shakespeare
& Co., y al pisar la ciudad buscó a George
y le pidió una habitación. Lo primero que
George le dijo, en ruso y convencido de que
estaba frente a un refugiado de Sarajevo,
fue: “Tiene su habitación. Ahora, póngase a
trabajar”. Empezó, como Martha, trabajando
cuatro horas diarias; ahora desempeña una
labor de supervisión porque conoce bien los
mecanismos de la librería. Muy pronto se
dio cuenta de que el trabajo en la librería era
el mejor método para conocer mujeres. “La
mayoría acaban aceptando una invitación”,
dice. Eso compensa las incomodidades: en

152
la librería, la calefacción no funciona muy
bien, y el invierno, para Radúz, resultó largo
y deprimente. No hay teléfono (después
que una huésped de Carolina del Sur dejó
sin pagar llamadas por más de 200 dólares)
y mucho menos algo tan sofisticado como
un fax. Y alguna vez a Radúz le robaron un
par de zapatos nuevos. “No sólo lo de las
niñas, claro, hay otras compensaciones. Los
domingos nos reunimos para tomar el té, los
lunes hay lecturas de poesía, se celebra cada
aniversario de Joyce o de Hemingway o de
Whitman con fiestas grandes, como si fueran
amigos que cumplieran años. Con George
acabamos compartiendo mucho tiempo,
conociendo sus costumbres, sabiendo que le
gusta la mantequilla con hielo porque dice
que le da energía, que duerme más bien poco
y que cuando se cansa de la librería se va a
dormir al motel de la esquina. George es una
persona magnífica, aunque grita más que
cualquier persona que yo haya conocido. Y
desde que dejó de fumar, está histérico. Es
impredecible, da órdenes equivocadas y no
facilita instrumentos de trabajo. Es gruñón y
distante, pero es la persona más hospitalaria
del mundo, y la más generosa. Y por nosotros,
los que hemos llegado a dormir a la librería,
ha hecho cosas muy importantes. George ya
tiene 86 años, y yo no sé qué va a pasar cuando

153
se muera. Había el rumor de que iba a vender
la librería a George Soros. Yo no creo. A él
le gusta llamarse anarquista, pero admira a
George Soros. Es difícil de entender”. Radúz
calla durante unos segundos. “Además”, dice
entonces, “creo que una vez se robó mi toalla
sin darse cuenta”.
Me entero en ese instante de que cada
huésped debe traer su propia toalla y sus
propias sábanas. “¿Tú tienes tus sábanas?”
me pregunta Radúz. Niego y le digo que
nadie me lo advirtió, y Radúz abre los ojos.
“Las camas tienen pulgas. Pero no es grave,
son muy amables. Hablan inglés y francés, y
no pican demasiado”.
Son las once de la noche. A la jornada le
queda una hora de vida, y el lugar está tan
lleno como en cualquier momento del día.
Martha saluda a un cliente habitual y
comienza a hablarle en ruso. Al terminar,
el hombre se despide y Martha me explica
que es norteamericano, como ella, pero
que salió de los Estados Unidos durante
los años sesenta para irse a vivir a Moscú,
y ha olvidado casi todo el inglés. Martha se
sienta sobre su camastro y saca de debajo un
morral fucsia, un cartón de leche de soya y
un champú de frutas. “Me voy a lavar el pelo.
Pero antes te muestro el primer piso, que allá

154
nos reunimos todos después de cerrar”. Si en
la planta baja del edificio funciona la librería,
donde se venden libros y a veces se compran,
y donde duerme únicamente Martha
Lincoln, en el primer piso —para el sistema
francés el primer piso es el que está arriba de
la planta baja— funciona la biblioteca. Esos
libros no están a la venta: cualquier persona
puede subir las escaleras, tomar un libro e
instalarse sobre el camastro que escoja, a
condición de que esté disponible —es decir,
de que su dueño, el huésped al cual le haya
sido asignado, no descanse o duerma—. Tres
personas tienen su lugar en la biblioteca: una
norteamericana de ascendencia coreana, un
chino que balbucea el inglés y está estudiando
francés con una disciplina admirable, y un
parisino que da clases de literatura en una
secundaria de los suburbios. Las escaleras son
estrechas y peligrosas; las cubre una alfombra
roja con la que es fácil tropezar; para acceder
a ellas hay que evitar golpearse la cabeza con
una cancela de hierro forjado; pero al llegar
a la biblioteca, es evidente que el esfuerzo ha
valido la pena. El primer camastro está rodeado
por un espejo y dos escaparates de libros para
niños: justo cuando subo, un padre termina
de leerle a su hija una versión ilustrada de
Alicia en el país de las maravillas. La segunda
habitación, más al fondo, está enmarcada por

155
novelas de Durrell, de Naipaul, de Greene, de
Melville, que se inclinan sobre dos camastros
terriblemente sucios. Se trata, en realidad, de
catres construidos sobre puertas de madera
despojadas de sus bisagras y apoyadas sobre
armazones de cajas. Sobre la puerta, uno o
a veces dos colchones; sobre los colchones,
una cobija de lana; sobre la cobija, una tela
barata o, a veces, terciopelo rojo. Grabada en
la madera de los estantes aparece la siguiente
leyenda:
Americana: Dios que cuidas a los niños, a los
borrachos y a los tontos con milagros silenciosos
y otros esoterismos suspende las reglas
ordinarias y cuida de los Estados Unidos de
América.
Me siento en el catre de la izquierda,
que es propiedad de Radúz, y abro un par
de libros. Llevan dentro, pegadas con cinta
adhesiva, una o dos críticas publicadas
en diarios y recortadas, al parecer, por los
antiguos dueños o los primeros lectores. Un
lector que recorta críticas y las pega es un
lector meticuloso, que no se deshace de sus
libros salvo por razones de fuerza mayor.
Siento lástima de esos lectores que se han
visto obligados a vender sus libros.
En la habitación más grande, la que da
a la calle, las paredes han sido reemplazadas

156
por biografías y libros de historia. Con
evidente placer, Martha termina su cartón
de leche de soya, y ahora masca unas hojas
de canela seca. Los últimos clientes, los que
no se han percatado del cierre, tienen que
subir al primer piso y salir por la puerta
del edificio, que es distinta de la puerta de
la librería. Vemos desfilar a varios de ellos.
“Algunos vienen todas las noches a la misma
hora. Son gente sola, inquietante. Algunos
me dan miedo, y acabo haciéndoles té para
no tener que hablar con ellos”. De su morral
Martha saca los libros que está leyendo,
Jennie Gerhardt y Noam Chomsky. Son
libros para la venta, pero ella los tiene
escondidos mientras los lee para evitar que
alguien los compre. “Entre los huéspedes
del ‘hotel’ hay una especie de comuna, y,
aunque suene cursi, se forma una familia.
No importa que te quedes una noche o seis
meses, inmediatamente entras en la familia.
Uno se pone triste cada vez que alguien se va.
Y eso pasa todos los días, todo el mundo está
de paso aquí”. Martha bota el cartón de leche
a la basura y dobla con precisión la bolsa en
la que lo ha traído. “George colecciona bolsas
usadas para entregar los libros. Todos nos
volvimos coleccionistas de bolsas usadas”.
Ablimet, el estudiante chino, termina
de estudiar francés en el único escritorio

157
del primer piso, aprovechando los últimos
instantes de paz. En efecto, tan pronto se
despiden los últimos clientes, todos los
huéspedes de Shakespeare & Co. se reúnen en
esta habitación. Somos siete en total. Greg,
el norteamericano con el que compartiré el
apartamento de los escritores, se encuentra
allí. La conversación pasa de los espías chinos
a las tácticas de conquista de Radúz a los
problemas de Nicolás con sus alumnos de
secundaria a García Márquez y El amor en los
tiempos del cólera, que fascinó a Greg. El vino
pasa de mano en mano, como si estuviéramos
alrededor de una hoguera. Hay, en realidad,
una cierta comunión entre estas personas.
Algo más profundo que el vínculo laboral,
o que el hecho de ser huéspedes de George
Whitman, los une. O tal vez se trata de una
combinación de todas esas cosas, intensa y
casi visible. A las dos de la mañana, cuando
ya todo el mundo se ha ido a dormir, y el
vino nos ha puesto a hablar de Borges y del
tiempo, Greg decide subir y yo subo con él.
El apartamento de los escritores ocupa el
tercer piso. Al entrar me asaltan fotos de
Rimbaud y de Whitman, y un letrero ominoso:
Usted está entrando en la galería de la generación
perdida. “Muy poca gente sube hasta acá.
Es el mejor sitio del edificio. Pero, para que
George te deje dormir aquí, tienes que tener

158
un libro o ganas de escribirlo, y ni un solo
centavo”. Dos habitaciones, separadas por la
cocina, lo conforman. Por una puerta pesada,
no de madera sino parecida a las de las cajas
de seguridad, se entra a la primera. Su vista
magnífica, hacia el Sena y hacia Notre-Dame,
es lo que más llama la atención. Kitty, el gato
negro de la casa, descansa sobre la mesa del
centro, al lado de un melocotón sin probar y
de un plato de porcelana oriental, y entre los
libros sobre Joyce con los que Greg trabaja
para escribir el suyo. Ninguna de las sillas
es igual a la siguiente, como si se hubieran
ido recogiendo con el transcurso del tiempo
y un poco al margen de la voluntad de los
habitantes. La cama de Greg no es distinta de
las demás: una puerta sin perilla ni bisagras
debajo de dos colchones, y cubierta por
terciopelo rojo. El espejo sin marco le da a
esa esquina cierto tono de burdel de los años
veinte, según nos lo han presentado películas
como Henry and June. Hago un comentario
sobre la cantidad de libros, que es casi
insensata, y Greg me dice: “En 1990 hubo un
incendio. Se quemaron tres mil libros que no
estaban para la venta. Quién sabe qué joyas
habría entre ellos”.
Para enseñarme mi habitación y la cama
en que dormiré, Greg me lleva a través del
corredor de baldosa que hace las veces de

159
cocina. Las cucarachas abandonan el sifón
y se esconden bajo la nevera; una, que es
sorprendida sobre el sombrero favorito de
George, resulta aplastada sin miramientos.
Los afiches se enfrentan a la estufa: Lectura
de poesía de Allen Ginsberg y Sacco y Vanzeti,
ejecutados. “Se supone que duermas en la
cama que hay junto a la mía”, dice Greg. “Pero
como parece que George no viene esta noche,
vas a dormir en la suya”. Atravesamos una
puerta de vidrios coloreados. El espectáculo
me sobrecoge.
No se trata de una habitación, sino de
dos contiguas. La primera es la de un niño,
un niño que no la ha visitado en mucho
tiempo. Las puertas de un armario han sido
removidas para acomodar una camita en su
interior, pero todavía cuelgan del perchero
sacos a cuadros y chaquetas de invierno. No
hay nada tan solitario como el espectáculo
de la ropa abandonada. Huele a naftalina y
a amoniaco, porque el cuarto de baño está
justo al lado. Las paredes, por primera vez,
no están cubiertas de cubiertas de libros. Por
los retratos, que examino absorto, me entero
de que ésta fue, tiempo atrás, la habitación de
Sylvia Beach Whitman, la hija de George. En
las fotografías, la niña juega desnuda con un
collar de flores, o sonríe desde el regazo de su
padre, o aparece acompañada de Baskerville,

160
un pastor alemán. Se trata, verdaderamente,
de un altar dispuesto por George para adorar
a su hija. Hay algo más solitario que la
ropa abandonada, y es el cuarto de un niño
abandonado por el niño. Greg ya ha vuelto a
su habitación para seguir trabajando. Entro
solo al cuarto de George.
Tampoco aquí hay bibliotecas. Cuelgan
de todas partes dibujos de la fachada
inconfundible de la librería, fotografías
dedicadas a George por Jackeline Kennedy
Onassis, William Saroyan, Lawrence Durrell,
Louis Aragon y Langston Hughes, retratos de
Joyce y de Hemingway, recortes de artículos
sobre Shakespeare & Co., poemas con
anotaciones que son referencias, de seguro, a
un instante o a una memoria. Las memorias
son el sustento de esta habitación, y tengo la
impresión de que dormir allí, bajo la mirada
de las nostalgias ajenas, será imposible. Sobre
la cama, debajo de un bombillo desnudo que
cuelga de un cable, descansan dos botellas
de vino vacías y sin etiqueta, y el equipo
de sonido está todavía tibio. Junto a él,
desordenadamente, se apilan cintas viejas.
Todo en este lugar evoca lo pasado; me
siento, por momentos, un intruso. Me quito
los zapatos y me echo en la cama. El techo
alto y el cable demasiado largo del bombillo
acentúan la soledad de la habitación. Un reloj

161
ruidoso marca las cinco de la mañana; sólo dos
horas después logro dormir un poco, y a las
nueve estoy despierto de nuevo y revisando,
uno por uno, los fantasmas enmarcados que
adornan las paredes.
Cuando bajo por fin, hay algo perezoso
en los primeros movimientos de la librería.
Los huéspedes se dan los buenos días —es
inevitable toparse con todo el mundo en este
comienzo de jornada—, y ya los nuevos libros
comienzan a ser organizados y las cajas a ser
vaciadas. Encuentro a Martha lavándose la
cara en la fuentecita verde y organizando los
tableros que adornan el marco de la puerta y
cuyas leyendas, escritas por George con tiza,
forman parte del mito de Shakespeare & Co.
Una de ellas dice: Vendedor de Libros de París
busca niña para construir cabaña en el bosque.
Si ella le cocina trucha para el desayuno todas
las mañanas, él le contará historias de perros
todas las noches. Y otra, que tiene el lugar de
un emblema:
No seáis poco hospitalario con los extraños, no
sea que se trate de ángeles en disfraz.
Entro en la librería. Pregunto si hay
trabajo para mí.

En la revista Gatopardo, diciembre de 1999.

162
Amor en la biblioteca
Liliana Cinetto
LILIANA CINETTO (Bueno Aires, ¿?)
Autora argentina, escribe literatura infantil y
juvenil (cuentos, poemas, teatro). Es además
profesora de enseñanza primaria, narradora
oral, docente de literatura. Algunos títulos:
Cuidado con el perro, Cosquillas de la nariz, El mago
distraído, y un largo etcétera. Ha sido traducida
al francés, portugués, catalán e italiano.
Cuentan que cuentan que había
una vez una princesa
que vivía en un estante
de una vieja biblioteca.
Su casa era un cuento de hadas,
que casi nadie leía,
estaba entre un diccionario
y un libro de poesías.
Solamente algunos chicos
acariciaban sus páginas
y visitaban a veces
su palacio de palabras.
Desde la torre más alta,
suspiraba la princesa.
Lágrimas de tinta negra
deletreaban su tristeza.
Es que ella estaba aburrida
de vivir la misma historia
que de tanto repetir

165
se sabía de memoria:
una bruja la hechizaba
por envidiar su belleza
y el príncipe la salvaba
para casarse con ella.
Cuentan que cuentan que un día,
justo en el último estante,
alguien encontró otro libro
que no había visto antes.
Al abrir con suavidad,
sus hojas amarillentas
salió un capitán pirata
que estaba en esa novela.
Asomada entre las páginas
la princesa lo miraba.
Él dibujó una sonrisa
sólo para saludarla.
Y tarareó la canción
que el mar le canta a la luna
y le regaló un collar
hecho de algas y espuma.
Sentado sobre un renglón,
el pirata, cada noche,
la esperaba en una esquina
del capítulo catorce.
Y la princesa subía
una escalera de sílabas
para encontrar al pirata
en la última repisa.

166
Así se quedaban juntos
hasta que salía el sol,
oyendo el murmullo tibio
del mar, en un caracol.
Cuentan que cuentan que en mayo
los dos se fueron un día
y dejaron en sus libros
varias páginas vacías.
Los personajes del libro
ofendidos protestaban:
“Las princesas de los cuentos
no se van con los piratas”.
Pero ellos ya estaban lejos,
muy lejos, en alta mar
y escribían otra historia
conjugando el verbo amar.
El pirata y la princesa
aferrada al brazo de él
navegan por siete mares
en un barco de papel.

De 20 poesías de amor y un cuento desesperado,


Editorial Atlántida, Buenos Aires, 2003.

167
EL LIBRO Y SUS MUNDOS
Selección y notas
Elkin Obregón S.

Se terminó de imprimir en el taller de Pregón S.A.S.,


durante el mes de julio de 2014,
para la FUNDACIÓN CONFIAR.
Medellín, Colombia.

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