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Resumen
El trasfondo de ambas perspectivas está en los mitos, que constituyen el sustrato inspirador que ha
determinado muchos contenidos de la filosofía griega y de la teología judeo-cristiana. La perspectiva
griega y la cristiana provienen de concepciones diferentes del ser, la primera centrada en la
naturaleza y la segunda en la historia, y a partir de ellas se construye la identidad human (1). Los
rasgos esenciales de cada una de las cosmovisiones enmarcan la identidad del hombre de forma
diferente, aunque ambas se han relacionado la una con la otra y han generado diversidad de
perspectivas. Analizamos aquí algunos de los rasgos del paradigma griego.
La objetividad humana
La debilidad física respecto del resto de los animales, se contrapesa con la capacidad racional y el
aprendizaje cultural, que hacen posible la técnica y la agricultura. El carácter racional del hombre es
la versión griega del “homo sapiens”, es decir, la racionalidad permite trazar la frontera entre el
mundo animal y el humano, siendo su capacidad técnica y verbal consecuencias de su ser racional,
base de su superioridad sobre el mundo animal (4). El conocimiento se refiere fundamentalmente al
mundo, a las realidades naturales de las que forma parte. No se refiere tanto al hombre mismo cuanto
al entorno natural y social, desde una perspectiva objetiva, descriptiva y cosificante. La misma
comprensión ética del hombre, lo que este debe ser, está determinada por la naturaleza, cuyo orden
inspira el comportamiento humano y se refleja en las estructuras sociales. El derecho natural de la
tradición occidental tiene aquí su punto de partida. De ahí vienen las acusaciones de “contra natura”
al evaluar el comportamiento humano. El hombre forma parte de la naturaleza y no puede prescindir
de ella, como si fuera un cheque en blanco.
Pero la naturaleza no da normas sino hechos, y estos son interpretados y evaluados por el hombre
para determinar los valores normativos de la vida humana. De ahí, que la ética no pueda deducirse
sin más de la naturaleza, “falacia naturalista”, y que esta se revele como mucho más compleja, plural
y tolerante de lo que se pensaba en la época griega. Sin embargo, los griegos tienen razón al afirmar
que la pertenencia humana al cosmos, a una naturaleza ordenada, impide la libertad absoluta. No
todo es posible para el ser humano, ya que en cuanto ser corpóreo y mundano tiene unos límites
que no puede franquear, so pena de poner en peligro la supervivencia humana y el mismo equilibrio
cósmico, es decir, el orden ya dado de la naturaleza. El hombre se naturaliza, regido por el orden de
la naturaleza, y la naturaleza se subjetiviza. Se proyecta sobre ella el espíritu humano, ya que el
pensamiento ordena la realidad mundana. Por eso, hay una correspondencia estricta entre el orden
del ser y el del pensamiento (Parménides).
Los griegos han puesto las bases del idealismo occidental, del racionalismo antropológico, de la
comprensión intelectual del ser divino, tanto en la vertiente platónica como en la aristotélica. El
antropomorfismo griego parte de la idea de que toda la naturaleza está en función del hombre,
cuestión discutida ya en la época griega, y de que este domina sobre ella en base al logos y a los
instrumentos técnicos. Por eso, la concepción griega de la naturaleza es la de un cuerpo, la de un
organismo vivo, a diferencia de la física newtoniana que se inspira más bien en la mecánica. La
filosofía griega toma distancia respecto de la fusión entre la naturaleza y el hombre, propia de las
tradiciones míticas, pero no la supera, sino que se inspira en ella, secularizándola y racionalizándola.
Hay una interacción recíproca: comprender el cosmos desde el ser biológico humano y al hombre
desde la naturaleza, como un ente, sustrato o cosa.
Esto no obsta para que la concepción griega reflexione sobre la interioridad humana. El principio
socrático “conócete a ti mismo”, inspirado en una inscripción del templo de Delfos, plantea la
pregunta por el hombre. Protágoras hace del hombre el canon o medida de todas las cosas,
planteando ya el carácter unilateral de todo conocimiento, así como se pone en primer plano la
creatividad y subjetividad humanas, que son la base para la tradición sofista. Hay que educar para
la virtud, hay que formar al individuo, vinculando la ética y la política, la filosofía y la retórica. Surge
así un humanismo pedagógico al servicio del Estado y de la sociedad, una técnica pedagógica (5),
que remueve los cimientos socioculturales y el imaginario religioso que lo constituye. Surge también,
como indica Jaeger, el concepto de naturaleza humana, potenciado por la educación y la medicina.
El concepto de fysis se traslada de la naturaleza al individuo, poniendo el acento en la naturaleza
humana, que debe ser cultivada (de la agricultura a la cultura animi) (Jaeger 1968; 280-286). Hay
una raíz común entre la naturaleza cósmica y la humana, entre la política y la ética, a pesar de los
intentos aislados de algunos sofistas, como Antifón, por contraponer las leyes estatales y las
exigencias de la naturaleza, que tienen primacía.
Hay aquí una incipiente crítica a la capacidad fabuladora del hombre, al lenguaje como
representación del mundo y a la creatividad personal como un principio inevitable que deja su huella
en todas las construcciones humanas. Esto posibilita la crítica de la religión popular, buscando los
orígenes psicológicos, sociales y naturales de los dioses. El planteamiento sofista hace posible el
conflicto de interpretaciones y de las subjetividades, al revalorizar la palabra y la retórica e impugnar
las creencias y construcciones mentales. Esta dialéctica retórica se vuelve contra la misma tradición
y la religión, con lo que la filosofía, combinada con la pedagogía, genera una tradición crítica y
desestabilizadora respecto al orden social objetivo. Pero también genera el escepticismo respecto
del mismo entendimiento, que cae en las trampas del lenguaje y desconfía de llegar a conocer la
verdad y también de comunicarla (Gorgias). De esta forma se profundiza en la subjetividad humana
y se revaloriza el papel social de la memoria y de la escritura, que posibilitan aprender el discurso
retórico y recitarlo en el espacio público, así como la abstracción conceptual y la discusión crítica de
la filosofía (Vernant 2009: 170-177).
El sujeto procede de forma contemplativa, busca conocer el mundo, más que dominarlo
instrumentalmente. El cosmos es universal y objetivo, sin historia. Se hace de la mímesis, de la
reproducción del orden objetivo de las cosas, el principio determinante de la acción. Hay que
reconciliar el yo subjetivo y reflexivo, subrayado por los sofistas, con el orden objetivo de la
naturaleza y de la sociedad. No se adapta el mundo al yo, dominándolo y transformándolo, sino a la
inversa (6). El alma inteligente reconoce la ley universal como propia, subordinando a ella las
pasiones y afectos espontáneos. La identidad humana viene determinada por el alma racional, que
permanece más allá de la muerte y es el principio de la actividad humana.
Hay que subordinar el mundo emocional a un universo racionalmente estructurado y que tiene una
determinación divina. Aristóteles solo logra inmanentizar e incardinar el mundo de las ideas divinas
en las realidades terrenas, sin que rompa con el carácter ideal constituyente del mundo empírico. El
principio aristotélico de individuación está en la forma, que se imprime sobre un contenido material
que es igual en todos y lo singulariza. En la concepción griega no hay apertura a un pensamiento de
la diferencia, que asuma lo irrepetible de cada individuo, sino que este es lo último y lo simple, no
divisible ni partible, sin que haya espacio para hablar de una dignidad propia y específica de cada
persona. El alma es la esencia o forma de un cuerpo natural, con lo que Aristóteles vincula
estrechamente la psicología a la biología y a la física. Las mismas emociones dependen más del
estado orgánico del cuerpo, que de sus causas externas (cfr. Moreau 1972: 153-159).
Del mismo modo que la filosofía griega se plantea el problema del ser de los entes, haciendo de la
causa divina (ente máximo) el principio explicativo de la realidad empírica, así también surge la
pregunta por el hombre (por su esencia) en el horizonte de los entes. Desde las cosas se plantea la
pregunta por la esencia y las causas, y se mantiene el paradigma de las cosas dentro del cual se
integra el hombre. La técnica humana no es para Aristóteles un instrumento de transformación de la
naturaleza, sino que esta es la que se ofrece como modelo a imitar por el hombre (7). No se parte
de la pluralidad de individuos, para ver las ideas universales como una abstracción de la mente
humana, sino que se impone lo general, el concepto, la idea y el individuo participa de ella. Por eso,
el pueblo se impone al individuo, lo social a lo singular, la abstracción idealizante a lo empírico
mudable, y el dios de la teología natural (el principio divino que ha determinado el mundo) a la
pluralidad de sujetos divinos de la religión popular.
Los diálogos socráticos ponen el acento en la búsqueda de la verdad y del conocimiento objetivos,
en la capacidad que tiene el esclavo de recordar lo que está inserto en el alma por la contemplación
anterior, no en el contraste de pareceres subjetivos, en la interacción entre individualidades
heterogéneas e irreductibles. Se parte de lo sustancial o esencial, que se concretiza individualmente,
y no, a la inversa, de la individualidad subjetiva, heterogénea y contrapuesta a las otras
subjetividades. La misma sociabilidad del hombre es natural, de sujetos objetivos que forman parte
del todo social, sin que haya una autentica relación interpersonal. Esta perspectiva objetivante es la
que lleva más bien a hablar de los hombres que del hombre, pero también de la especie humana
más que del individuo. El individuo sustancial conecta con los otros desde lo universal impersonal,
que no deja lugar a alteridades ni diferencias últimas, ya que la relación es una categoría del ser. El
trasfondo es siempre la inmutabilidad parmenídea del ser, que se puede decir de muchas maneras
(Aristóteles), pero que es siempre esencialmente el mismo, aunque tenga diversos nombres. La
concepción griega es racionalista e idealista, esencialista y necesaria, por eso no profundiza en la
subjetividad individual. El concepto de un “yo” apenas si aparece, siendo sustituido por la idea de
alma o la de conciencia (cfr. Janke 1987, Kaulbach 1976, Borsche 1976, Böckenhoff 1970, Bueno
1984).
El racionalismo griego no solo se basa en la concepción dualista del hombre y en la idea de un alma
inmortal, sino en la valoración del saber cómo lo que hace semejante a los dioses. De esta forma, la
cultura griega pone las bases de una cultura que hace de la inteligencia el capital humano por
excelencia. El precio de esta concepción intelectual del hombre (ya que lo racional es la forma
superior del alma) es la depreciación de lo corporal, pasional y afectivo. Tenemos un cuerpo, pero
somos alma, nos dicen los griegos, ya que el cuerpo es más un yugo que hemos de soportar y del
que debemos liberarnos que un elemento constitutivo de la identidad. De esta forma la semejanza
del alma con la divinidad, de cuya inmortalidad participa, hace del hombre un ser conflictivo. Su
verdadera patria está en lo divino, a lo que aspira y tiende, mientras que su cuerpo lo enraíza en lo
terreno. Hay una tendencia constante a trascender el mundo empírico, a la desmundanización, en
favor de la verdadera realidad que es la de las ideas divinas, que no son un producto subjetivo de la
mente humana sino su meta real y constituyente.
La identidad humana está marcada por el dualismo ontológico (alma/cuerpo) y epistemológico (mito
de la caverna), desde la superioridad de la razón y la comprensión del ser como realidad permanente,
inmutable y objetiva. Hay una paradoja en esta concepción, ya que, por una parte, se ve al hombre
como un mundo en pequeño, como una realidad objetiva, una naturaleza, mientras que, por otra
parte, se diferencia del cosmos por la razón, subjetividad que le hace semejante a los dioses. De
ahí, la tendencia dominante en toda la tradición platónica y que culmina en Plotino, que ve al hombre
como mediador y frontera entre la animalidad y la divinidad, participando de ambas, pero salvándose
en última instancia de la mundanidad, que no es redimible en sí misma por su carácter material (cfr.
Türcke 1994, 26-48). La racionalidad no es una dimensión más para describir al hombre, sino que
tiene un sentido normativo, ético y político.
La educación capacita para la contemplación y esta última para la virtud, siendo el filósofo el prototipo
del ser humano que aspira a la contemplación pura. Es decir, la teoría tiene la primacía y de ella
deriva la praxis humana. Solo el ciudadano es hombre en pleno sentido de la palabra y la praxis
vincula al individuo con la sociedad y se canaliza en la ética y la política, cuyo ámbito es la ciudad.
Esta orientación dirige la reflexión hacia el control de las pasiones y la emancipación de lo corporal.
La interioridad humana cobra un doble valor espiritual y objetivo, ya que se parte de un orden dado.
Esto es lo que impide profundizar en la subjetividad humana y asumir la creatividad subjetiva, se
convierte en un impedimento para criticar el orden sociopolítico, que se interioriza en cada individuo.
No hay conflicto posible entre la universalidad humana y la subjetividad individual, ya que hay un
orden natural y social que se impone por igual al individuo y a la sociedad. El conflicto no está en
una subjetividad que, al especular, pierde el contacto con la realidad y puede perderse en un mundo
de ilusiones sin base real alguna, sino en el choque entre los dictados y exigencias de la realidad,
que en última instancia remite a los dioses, y las pasiones y sentimientos humanos. La tragedia
muestra el conflicto entre lo que mandan los sentimientos y lo que exigen las normas ético políticas,
que en última instancia remiten a los dioses, como ocurre en el caso de Antígona. La idea de la
hostilidad y envidia de los dioses ante los éxitos humanos, que se encuentra ya en la mitología
arcaica, deja paso al fatalismo ante la necesidad cósmica, que supera la arbitrariedad de los dioses
y se impone inexorablemente en la vida humana.
La pervivencia de la astrología, los horóscopos, las cartas astrales y demás prácticas supersticiosas
en nuestra cultura muestra la validez y arraigo de este planteamiento griego en Occidente. En última
instancia, la naturaleza refleja el misterio fascinante y tremendo de la divinidad, cuyos dictados se
imponen inexorablemente en la historia humana. De ahí, la creencia en unos dioses indiferentes a
los deseos y exigencias humanas, incluso en autores que critican la religión política y la religiosidad
popular, como Epicuro y Jenófanes. Se limita la emancipación individual posibilitada por la
democracia, aunque esta solo se limite a los ciudadanos y no se extienda a los esclavos- A su vez,
la moral religiosa tiene un aspecto jurídico y legalista impregnado de elementos mágicos. No se pasa
de una moral basada en las infracciones contra los mandatos divinos, naturales o sociales, a otra en
de la intencionalidad de la conciencia y la responsabilidad personal, como ocurre en la tradición
hebrea. El deber no es el resultado de la propia opción personal, sino que viene dado por la
convergencia entre moral y política, entre virtud y felicidad, que presuponen una organización social
(cfr. Dodd 1986: 39-70, Ricoeur 1965: 366-418, MacIntyre 1982: 89-111). Solo en la época posterior
helenista se hace posible pasar de la libertad política al descubrimiento de la libertad interior, más
allá del determinismo y la necesidad.
El individuo tiene que sacrificarse a un orden moral y político sancionado por la naturaleza y por la
divinidad. Su libertad busca emanciparse de las dependencias (corporales y políticosociales) para
dejarse llevar por el raciocinio. El eslogan de “conócete a ti mismo” desemboca en una psicología de
las pasiones y en un pensamiento puro, representado idealmente en las matemáticas. No hay una
libertad interior que entra en colisión con el orden social extrínseco, la libertad es praxis activa desde
un orden dado superior al que hay que someterse. De ahí, el carácter desestabilizador de las
tradiciones sofistas, que critican las convenciones sociales. Se impugna la religión tradicional en su
doble versión política y popular, pero se mantiene el teísmo, la ordenación del cosmos y la dinámica
trascendente del alma humana. Se absolutiza el logos y la subjetividad cobra un valor objetivo, a
pesar de las protestas contrarias de los sofistas. Pero no hay una interioridad que se contraponga a
su exterioridad corporal. Lo objetivo es el mundo de las ideas, lo corporal es el mundo del cambio y
de las apariencias. Se subjetiviza la realidad última y verdadera, que es lo sustancial, y se da un
valor ontológico a las ideas y el conocimiento.
Este realismo idealizante lleva a la verdad como correspondencia estricta entre el pensamiento y la
realidad. La verticalidad y el esfuerzo por ascender al ámbito divino marca la educación, la ética, la
política y la filosofía. No es la interioridad subjetiva la que tiene la primacía sino el ámbito de lo divino,
que tiene el rango ontológico superior. Los griegos defienden una ontología de dos pisos, supra e
inframundano, agudizada por Aristóteles que separa el mundo del ámbito divino. Las ideas se
contemplan, tienen objetividad en sí mismas y no son un mero producto mental. El bien, la verdad,
la belleza tienen una realidad independiente del hombre. La identidad humana se establece de forma
objetiva, descriptible externamente. Se ponen las bases de la sociedad gobernada por la costumbre,
el patriotismo, los mitos y la religión (cfr. Dodd 1986: 195-220, Popper 1975: 183-211). Pero la
sociedad está siempre amenazada de desestabilización, porque se mantiene el principio de la razón
como instancia de la verdad y el conocimiento, y la crítica de la tradición.
El gran legado griego a la identidad humana es el primado del intelecto, auténtico capital humano, la
primacía de la observación contemplativa (que favorece la expansión de las ciencias) y la integración
del hombre en el cosmos. Se interacciona la subjetividad con la objetividad de la naturaleza,
poniendo las bases de la democracia, limitada a los ciudadanos. La importancia de la reflexión y de
la crítica es el legado de los sofistas y de la tradición socrática. No hay un yo, sino una conciencia
que habita en un cuerpo y en un mundo devaluado. Prima la definición objetiva del hombre, la
descripción de lo que es, pero hay espacio para reflexionar sobre la subjetividad interior, el peso de
las pasiones y la influencia de la presión social. El orden objetivo, natural y social, se impone a lo
individual.
Notas
1. Consúltense los argumentos de Grave y Hügli 1980: 1059-1069; Schulz 1979: 206-212; 257-261.
2. Demócrito: “La naturaleza y la educación son algo parecido, pues la educación sin duda configura al hombre, pero
por medio de ella crea la naturaleza. El hombre es un mundo en pequeño” (VS 55 B 33-34). Aristóteles: “Hay tres
cosas que hacen al hombre bueno y virtuoso, estas son la naturaleza, la costumbre y el principio racional (...) Solo el
hombre tiene el añadido del principio racional” (Polit. 1332 a 38 ss).
3. Se trata de Diógenes de Apolonia, cfr. Jenofonte, Memorabilia (I, 4,14). También, Aristóteles, De partibus
animalium (687 a 5ss).
4. Anaximandro: “Solo el hombre requiere una crianza prolongada, razón por la cuál en los primeros tiempos no
habría podido sobrevivir con tal condición” (VS 12 A 10.30). Anaxágoras: “En fuerza y rapidez nos parecemos a los
animales, pero solo nosotros sabemos usar de la experiencia, la memoria, la destreza y la habilidad” (VS 59 B
21.21b). 59B 4: “y así también se han formado los hombres y todos los animales vivientes que tienen alma. Y que
estos hombres también tienen ciudades habitables y campos cultivados como los nuestros”. Aristóteles:
“Anaxágoras, pues, afirma que el hombre es el más inteligente de los animales porque tiene manos, pero lo lógico es
admitir que tiene manos porque es el más inteligente” (Acerca de las partes de los animales 687 a 7).
5. Jaeger rechaza llamarla ciencia o arte de la educación (cfr. Jaeger 1968: 273-276).
6. L. M. Ferry destaca el primado ontológico del ser respecto del sujeto (Ferry 1990: 239).
7. El trasfondo cosificante de la concepción griega, en contraste con el personalismo relacional cristiano, ha sido
desarrollado por H. Mühlen (1968).
8. Aristóteles, De generatione animalium 736 b 28: “Solo queda, por tanto, que el intelecto se incorpore desde fuera y
que solo él sea divino, pues en su actividad no participara para nada la actividad corporal”; 744 b 21; De anima 429 a
26; 430 a 17-19. Sobre los orígenes de la doctrina de la divinidad del alma, cfr. W. Jaeger 1953: 88-106; Q. Huonder
1954: 81-98; 128-144.
9. Este planteamiento subyace a las teorías de Durkheim sobre la religión como representación y proyección del
orden moral de la colectividad (cfr. Cornford 1984: 57-92).
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